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LAS MEMORIAS DE UN NATURALISTA

Y CIENTÍFICO QUE CEDIÓ A LA TENTACIÓN DE


SER OBSERVADOR Y CRÍTICO SOCIAL
Una lectura de las Memorias de Juan Bautista José Diosdado Boussingault nos
invita, de por sí, a hacer lo que el compromiso de redactar una introducción
impone: someterlas a una evaluación crítica sistemática. Pero debo comenzar
reconociendo que si esta última se refiriera al grueso de la obra, es decir, a su
contenido producto de la actividad del naturalista, probablemente no se justificaría,
ni sería yo el indicado para intentarla. De no mediar la circunstancia de que
Boussingault cedió a la tentación, si bien ocasionalmente, de convertirse en
observador y crítico de la sociedad y de personajes notables de la época, casi
seguramente que su obra pasaría inadvertida. Esto sería posible incluso en lo
relacionado con su contenido naturalista, pues fue en otros campos donde el autor
se recomendó como científico a la posteridad. Pero el hecho es que la obra de
Boussingault interesa a una gran porción de los latinoamericanos, sobre todo,
porque el autor dijo cosas que otros no dijeron y las dijo de manera que otros no
osaron. Esto último justifica que comience por el autor.

El autor. Antes de seguir adelante cabe dejar sentado un precepto: el autor de


unas memorias no es nunca el mismo hombre que hizo o vivió lo que ellas
recogen y relatan. Es, siempre, el hombre que dispone su presencia no sólo en el
recuerdo de los demás sino también en el suyo propio.

En primer lugar conviene observar que se trata de un hombre que cuando


redactaba sus Memorias, posiblemente rondando los ochenta años de edad (murió
el 11 de mayo de 1887 en París, donde había nacido el 2 de febrero de 1802),
estimó necesario recordar que cuando presentó su examen de catecismo para
hacer su Primera Comunión, en 1814, y tenía apenas 12 años de edad, un abate
le preguntó : “¿Qué es Dios?”; a lo cual comenta: “me fue imposible contestar y
confieso que hoy tampoco podría responder”. ¿De qué personalidad podía venir
semejante “confesión”? .

El autor se presenta a sí mismo como un hombre “que no disimulaba mis ideas " ;
lo que hizo muy peligrosa su estancia en Paita, en medio de “mulatos famosos,
durante la guerra de independencia, por las atrocidades que cometieron con las
tropas de la República y por su devoción a la causa realista". Ahora bien, no cree
incurrir en contradicción cuando dice, poco después, que salió de Pasto:
“Teniendo en cuenta que había permanecido en medio de una población tan hostil
al ejército republicano, si alguien me hubiese preguntado cómo me había ido, le
habría respondido como Sieyes después de El Terror: "Viví".

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En todas las circunstancias, aun en las que encerraban mayor riesgo para su vida,
el autor dice haberse comportado como un hombre valiente y decidido, hasta el
punto de que recoge pesaroso un caso en el cual incurrió en la flaqueza de no
haber hecho operar, sin su consentimiento, a un obrero galés víctima de un
extraño accidente: “En mi situación yo podía actuar como lo considerara mejor, no
lo hice y procedí mal”.

El ser intolerante con la propia flaqueza parecía autorizarlo para arremeter contra
la de los demás, como para aplastar con su agudeza lapidaria a aquel señor
Lasso, arzobispo de Quito, “un santo varón de la más alta ignorancia. Dice haber
dado prueba de su entereza moral, igualmente, cuando supo alejarse a tiempo de
circunstancias que la habrían comprometido, como ocurrió cuando se encontró
envuelto en fiestas de muy dudoso gusto, que tendían a convertirse en ocasión
para dar rienda suelta a prácticas bárbaras, indecorosas o de mal gusto, como
sucedió en el caso de un " puro” quiteño que “llegó a proporciones monstruosas”,
o en una ocasión en la que tuvo lugar una escena ‘ ¡ escandalosa, inmoral, pero
dive rtida!”. Todo mientras él mismo sostenía con la inspiradora y promotora de
esos excesos “una relación platónica ".

Cosa bien d ifíci l, y probablemente hasta heroica, para quien así encontraba
fuerza de ánimo para retraerse de situaciones y ocasiones que podían
comprometer su integridad moral y por lo mismo disminuir su autoridad para
en juiciar, generalmente de manera implacable y hasta desmesurada, personajes
diversos y aun amigos. Más para un hombre que resultaba extremadamente
atractivo a las mujeres porque tenía “la fama de ser el oficial más flaco del estado
mayor”. El mismo que fue visitado nocturnamente por una atractiva dama que se
“quedaba conmigo una o dos horas, luego se iba por donde había llegado, es
decir; por la ventana"; y que al dejar él Mariquita le envió “una cadena de oro con
una nota que decía: " Consérvala, es todo lo que poseo”. El mismo a quien otra
dama le hizo una espontánea y sorpresiva “exposición de sí misma: era una bella
estatua, ¡Qué muslos ! ¡ Qué senos ! y todo proporcionado a su estatura, 1,58
metros ". Valga por cierto la ocasión para dejarnos la duda sobre qué admirar más:
el irresistible atractivo, el ojo artístico o la precisión del cient í fico. Nada de
extraño hubo por consiguiente, en que al partir de Cartago y Anserma dejó
“amigos y especialmente amigas que me vieron partir con tristeza ". Estado de
ánimo que seguramente embargó también a la bella, en Paita, " aquien mi
asistente Vicente me la traía por la noche”. Pero no debe creerse que no fue
capaz de inspirar un amor pu ro , como el que arraigó en aquella Catita, quiteña,
"pues éramos y seguimos siendo, los mejores amigos”, y que “sentía no tener la
pluma de San Agustín para expresarme cuán infeliz se sentía desde mi partida".

Sin duda influido por lo más notable y creativo de la estética del primer imperio
francés, es decir, el escote bajo, Boussingault se muestra en reiteradas ocasiones
como un admirador dedicado de los senos, en algunas ocasiones con un tono de
exquisitez, en otras, con apreciaciones más bien groseras. Nos cuenta, así de

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aquellas jóvenes y esbeltas indias chami, “bien proporcionadas, con senos que
miran al cielo, como bonitas estatuas y se mantienen así mientras no les venga la
menstruación". Buen conocedor de la materia, se comprende que se hallase una
vez en el trance en que lo puso una joven mulata “que no tenía sino un solo
defecto muy excusable: el de exigir que le admirara los senos, por cierto
irreprochables ya que ella tenía el sentido de su valor”. Felizmente, no era el caso
de aquella otra, tan solícita en atenderlo cual nodriza: " ¡ella misma estaba provista
de un magnífico aparato mamario! " . Lo que le hizo recordar, seguramente, a
aquella ubérrima Candelaria que le salvó de una fortísima intoxicación, sufrida al
examinar científicamente el jugo lechoso del ajuapar, tratándole tópicamente con
su leche, pero que “viendo que tenía dificultad para tomar los alimentos porque
mis labios estaban ulcerados, se le ocurrió darme de mamar: ¡era delicioso!” Pero
no le bastó con esta apreciación: “Yo aprovechaba el privilegio que tienen los
bebés de apretar y palpar el seno que los alimenta: ¡qué tetas! ¡Tenían el volumen
de una enorme calabaza!” Pero hubo más; ya restablecido, cuando se encontraba
con tan singular nodriza “la buena negra me llevaba a un rincón e insistía en que
tomara unos tragos de su leche, cosa que yo no habría podido rehusar”. La cosa
llegó al punto de que al observarle alguien que “un lactante que acariciaba a su
nodriza cometía algo así como un incesto”, estuvo cerca de producirse un duelo,
saliendo él en defensa de “un bello seno de ébano ".

¿ Por qué me detengo en estos aspectos? Por tres razones que estimo de interés:
En primer lugar, revelan una personalidad incapaz de incurrir en un déficit de
autoestima, lo que mucho importa para evaluar su juicio sobre todo en lo
concerniente a las mujeres. En segundo lugar, crea una sugestiva confusión entre
la que podría interpretarse como “candidez científica” y una maliciosa
aproximación a los demás. En tercer lugar, cabe observar, tomando en cuenta la
época cuando la obra fue escrita, que el relato se corresponde con lo que el gusto
francés de entonces esperaba de los viajeros franceses que les descubrían
nuevos mundos: una curiosa mezcla de observaciones científicas, juicios basados
en una irrenunciable conciencia de superioridad cultural y pasajes más o menos
escabrosos que dieran prueba del estereotipo del francés galante. ¿Cuánto
pesaron estas obligaciones en el testimonio del autor?.

El naturalista y científico. H e dicho que la evaluación informada de los resultados


científicos de los trabajos de Boussingault no es cosa de la que pueda ocuparme.
Me limitaré a señalar algunos aspectos que estimo relevantes al efecto.

Respecto de su valor inicial como naturalista y científico, antes de venir a América,


el propio autor nos da una indicación, incurriendo en uno de esos actos de
modestia a los que no se mostró muy inclinado. Dice que Humboldt le dio “una
carta de recomendación para el general Bolívar, en la cual me convertía en un
personaje importante, exageración dictada por sus buenos sentimientos ".

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Luego de diez años en América, su regreso a Europa pasó poco menos que
inadvertido, en un escenario dominado por el prestigio de quien tan
generosamente lo había recomendado. No le fue fácil labrarse un lugar en el
mundo científico, pero, según las noticias, lo consiguió a base de tenacidad ,
genuino talento y creatividad demostrada. Pero este resultado no provino de su
“descubrimiento” de América sino de sus trabajos en agronomía y fisiología
vegetal. Ahora bien, el interés de Boussingault en estos campos, que le valió ser
considerado el fundador de la agronomía moderna, nació durante sus andanzas
americanas. Ocurrió mientras dirigía los trabajos en Río Sucio, en las minas del
Cerro de Marmato, en circunstancias que interesa apreciar: “La población negra
no alcanzaba para el trabajo; se trajo mano de obra de la provincia de Antioquia y
llegaban trayendo con ellos víveres para 45 días y luego regresaban para volver
de nuevo. Para tener obreros fijos, había necesidad de organizar su subsistencia
y fue así como se comenzó el gran cultivo de bananos en la hacienda de
Cucurusapé, en las orillas del Cauca. Se comenzó a desyerbar para sembrar
maíz, yuca y leguminosas y el comercio de Antioquia pronto aportó harina de trigo,
cacao y café. Al organizar esta agricultura tropical, comprendí que se debía pedir a
la tierra los alimentos indispensables para la población, en una palabra, que había
que cultivar para vivir. De esta época datan mis estudios de agronomía".

Se dio de esta manera una doble situación bien interesante: por una parte, el
interés que Boussingault no logró despertar en Europa, en razón de su
“descubrimiento humboldtiano de América " ; sí lo consiguió mediante el desarrollo
de una inquietud científica que le nació en tierra americana. Por otra parte, el
interés que su obra ha despertado en América no se ha debido a sus
observaciones científicas sino, justamente, a lo que expresamente declaró, como
veremos, que no era de su interés, es decir, la observación de la sociedad y de los
individuos, representados estos últimos, sobre todo, por Simón Bolívar y Manuelita
Sáenz.

El “aventurero”. Con apenas veinte años de edad y después de dos meses de


navegación, llegó Boussingault a La Guaira el 22 de noviembre de 1821. No era,
de ninguna manera, propiamente un aventurero el que desembarcó ese día y
comenzó a conocer una población semidestruida por el terremoto de 1812,
empobrecida y diezmada por la cruel y prolongada guerra aún no finalizada.

El viajero, más que el aventurero, dice que había desdeñado una oferta del bajá
de Egipto consistente en 6.000 francos de sueldo y un grado en el ejército egipcio
acorde con ese sueldo. No aceptó porque “no me gustaba el Oriente “.

De esta manera, el autor tiene el cuidado de hacernos comprender que no


escapaba de una Europa que no le ofrecía posibilidades. Tampoco que careciera
de ofertas. Sólo que “estaba escrito que yo no permanecería en Europa: yo
deseaba viajar para continuar mis estudios de geología en países lejanos". ¿Qué
le hizo decidirse por Colombia? Poderosas razones: ‘Me ofrecían 7.000 francos de

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sueldo, un grado equivalente a ese sueldo y mi transporte en un buque de guerra;
además, debía suscribir un contrato por cuatro años”. Pero el autor advierte que
también hubo razones científicas:“Como yo no conocía sino los volcanes
apagados de Auvernia y en los Andes abundaban los activos, no vacilé en
lanzarme a la aventura".

Efectivamente, con ello comenzó su aventura bajo contrato. Pareciera que en


sus Memorias Boussingault se sintió obligado a corresponder al compromiso así
contraído con el público francés de la época cuando las redactó. Ya vimos que
para este fin salpicó su aventura científica de pasajes picarescos; y para su
tiempo, incluso escabrosos. Añadió, además, dos nuevos elementos: admitió que
se le presentara como coronel del estado mayor de Bolívar, cuando este rango se
debía tan sólo a su contrato y, seguramente, para justificación administrativa del
mismo. Así una reseña biográfica asienta: " Durante la guerra de la independencia
americana acompañó al general Bolívar en sus campañas, alcanzando el grado de
coronel”. En segundo lugar, el héroe aventurero brindó a su público la
consiguiente colección de incorrecciones geográficas e históricas elementales que
se corresponde muy bien con la visión histórico-desdeñosa de lo diferente, propia
de un viajero procedente del entonces país símbolo del desarrollo cultural y
científico. Valgan algunas muestras: “Cuando Francia invadió a España, un
espíritu de emancipación se manifestó en todas las posesiones españolas.
Primero Cartagena y luego Quito, declararon por medio de actos solemnes su
separación de la Madre Patria. Ya antes había dicho que el general Pablo Morillo
“llegó a Venezuela, puerto de la Nueva Granada"; y que “una Asamblea
constituyente confirmó en julio de 1825 en la ciudad de Rosará de Cúcuta las
leyes promulgadas en Angostura". Pero este desdén por la precisión de los datos,
impropio de un científico, se desbordó cuando se refirió a algunos personajes.
Buena muestra de esto es su presentación de “un pastor excelente y
venerado ", nombrado por Bolívar “obispo de Chiapa en Bolivia " ; el “monje
franciscano" que fue su preceptor, el señor Robinson, por otro nombre, Simón
Rodríguez. Recuérdese que Boussingault escribió, presumiblemente cerca de su
muerte, ocurrida en 1877, cuando seguramente no carecía de posibilidades de
corroborar la información.

Así , hay también espacio para la fantasía de América, en un juego alusivo a las
maravillas de este continente narradas por los cronistas de Indias y para el desdén
por las actividades políticas e ideológicas de los criollos americanos. En 1824, en
una choza cercana del Río Sucio “habíamos comenzado una descripción de las
maravillas de América meridional y cada uno ponía lo suyo: El río Cauca ofrece el
fenómeno de tener una de sus riberas plantada de caña de azúcar y la opuesta
con limoneros y naranjos ; al venir la maduración de las frutas botábamos al agua
los limones, las naranjas y la caña de azúcar y el Cauca se convertía en un río de
limonada”’. Por su parte, los conspiradores del 25 de septiembre de 1828 quedan
sepultados con el siguiente epitafio puesto por el autor : “los conspiradores eran
simplemente unos exaltados ambiciosos".

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Las circunstancias. Los acontecimientos en los cuales se desenvolvió
Boussingault y produjo su obra formaron una doble vertiente. Una estuvo
integrada por la acelerada y cruenta secuencia de cambios sociopolíticos en la
cual se formó y actuó como súbdito y ciudadano de Francia. La otra, por el cambio
operado en la percepción europea de la situación de las antiguas colonias
españolas de América, entre el momento de su experiencia americana y el
momento cuando presenta su recuerdo de ella.

La adolescencia de Boussingault transcurrió entre el ocaso del imperio


napoleónico y la restauración absolutista b a j o Luis XVIII . El autor entrega
algunas claves para la comprensión de la que consideraba fue su actitud ante tan
dramáticos acontecimientos. Así refiriéndose al emperador cuando éste retornaba
de su exilio en la isla de Elba dice : “Los que creían en el liberalismo de Napoleón
eran muy escasos ", de manera que cuando acudió a la plaza del Carrusel para
verlo entrar en Las Tullerías, el 20 de marzo de 1814, yo iba por curiosidad,
puesto que no tenía interés en ningún partido”. Asimismo observó, al regresar Luis
XVIII al mismo palacio, el 8 de julio siguiente: “La población, especialmente la
burguesía, parecía ser monárquica", con lo que “la gran reacción monárquica iba a
comenzar”.

Es decir, pretendiendo ser indiferente políticamente, pero crítico del imperio y no


menos de la monarquía restaurada, parecería clara su preferencia republicana,
pero teniendo buen cuidado en sentenciar que: “Habíamos llegado a la triste
época del ‘terror blanco’, tan sanguinario como el del 93”. Ahora bien, aun
tratándose de unas memorias, no se puede sino pensar que el autor, más que
ponemos frente a sus actitudes políticas contemporáneas de los acontecimientos
que refiere, lo que busca es recomendar al republicano moderado que fue elegido
representante por el Bajo Rin a la Asamblea Constituyente de 1848, una vez
completo el ciclo desde Luis XVIII hasta Luis Felipe, pasando por Carlos X. Es
decir, desde el imperio a la restauración absolutista y de ésta a la monarquía
constitucional liberal. Cuando ocurrió el tránsito desde esta república fugaz al
Imperio restaurado bajo Luis Napoleón, Boussingault se retiró de la política y se
dedicó a sus estudios y trabajos de agronomía en sus posesiones de Bechelbron,
creando allí la que es considerada la primera estación agrícola experimental en el
sentido moderno.

Queda claramente establecido, por consiguiente, que nuestro autor fue un


republicano, moderado en política y un tanto librepensador si no algo anticlerical.
El republicano moderado se pone de manifiesto en sus observaciones nada
benévolas, pero respetuosas, respecto de Napoleón. Igualmente, en sus
claramente adversas referencias a la política de Luis XVIII y no menos claramente,
en sus ocasionales referencias a la Revolución francesa, con motivo de la
presencia que de ésta percibió en tierra americana. Tal fue el caso del joven
mulato doctor Orta, “un entusiasta de la Revolución francesa, que sabía, pero mal,
un montón de cosas. También el de “un viejo francés, Argagnil, uno de los sans

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culottes de Marsella en 1793 ", que participó en la conjura septembrina de 1828. 0
el de Gabriel de la Roche, que “había servido con los comuneros de Francia y
emigró, durante la revolución, siendo de los pocos que pasaron a América”. Pero
sobre todo el caso del cura de Nóvita, el padre Cañaste, “un hombre original, gran
entusiasta de la Revolución francesa; sobre las paredes de su habitación había
hecho pintar los acontecimientos más destacados del terror, entre ellos la
ejecución del desafortunado Luis XVI”.
Lo que hace exclamar al autor: “Francamente, yo no esperaba ver pinturas de este
estilo, en medio de una selva del Nuevo Mundo. De esta manera, entre desdeñosa
e irónica, subrayando lo pintoresco si no lo insólito, pero siempre con procurado
desinterés, la presencia de la Revolución francesa queda recluida en la anécdota.

El rasgo de librepensador, con su ribete de anticlerical, pero no necesaria ni


propiamente antirreligioso (esto lo habría acercado al censurado 93), tuvo su raíz
en la adolescencia, cuando a los catorce años era alumno de la Escuela de Minas
de Saint-Etienne: “En la escuela, sin excepción, todos éramos “liberales” y
“anticlericales”. La persistencia de esta actitud se advierte en su constante e
implacable apreciación crítica de la conducta moral de curas y monjas, así como
del catolicismo que éstos representaban y de la inutilidad de su empeño
catequizador de indios. Pero llega a más en los casos y episodios que le
permitieron escribir: “La moral de la gente de Iglesia no es siempre muy delicada.
Yo conocí más de un cura que prestaba dinero a fuerte interés. Otros comerciaban
vendiendo vestidos y víveres a sus parroquianos". Pero se detiene en episodios
reveladores: el del hermano guardián del convento de la Capuchina, en Bogotá,
que le propuso asociarse para falsificar reliquias y traficar con ellas; el del padre
Bonafonte, quien “me invitó a asistir a una misa, en mi calidad de católico, lo cual
poco me interesaba"; lo convirtió en su eficiente campanero y como tal lo hizo
cómplice de una superchería en la cual se combinaron los conocimientos
metereológicos del francés y la credulidad de los parroquianos para anunciar
infaliblemente el milagro del patrono, San Sebastián, haciendo llover mediante una
procesión organizada a la voz de “¡Suelten al Santo!”, dada por el francés.
También el caso, más grotesco, de la bufanda y el cepillo de dientes que le fueron
sustraídos y convertidos en preciosos adornos de la Virgen de Quinchía.

Tenemos, en suma, un republicano moderado, liberal, anticlerical y en ocasiones


francamente irreverente.

La segunda vertiente de las circunstancias en las cuales se produjo y publicó la


obra de Boussingault que nos ocupa, está representada por la evolución seguida
por la percepción europea de la América republicana que combatió contra el
absolutismo y que tuvo en Simón Bolívar el campeón de la libertad. Los
republicanos europeos, que venían de regreso de los excesos del 93 y del imperio
y que se hallaban sometidos al neoabsolutismo, vieron con especial simpatía al
movimiento y su símbolo. Pero estos últimos, no menos que sus admiradores,
sufrieron una notable evolución: el movimiento independentista se volvió un triste

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cuadro de desorden que abrumaba la pretendida libertad; Simón Bolívar echó
mano de la dictadura en 1828 y derogó los principios liberales por los cuales se
había luchado. Mientras tanto, el clima ideológico europeo hacía prevalecer la
aspiración de orden sobre la de libertad, en todo caso, sobre la libertad a la
hispanoamericana.

Al juntarse ambas vertientes en el espíritu cercanamente octogenario del


memorialista, se formó un clima conceptual que seguramente ilustra la
comprensión de los testimonios y juicios críticos que integran la obra de
Boussingault. En una carta que le dirigió un familiar, el 27 de marzo de 1826, se
encuentra crudamente expresado el proceso ideológico al que me refiero: “No
podemos, nosotros, ciudadanos apacibles de la vieja Europa, ver las bondades de
los países que recorres, como las serpientes, las flechas envenenadas de los
salvajes de tu nación, las cadenas de montañas y los precipicios; pero en cambio
vemos las gracias de Joko, la coronación de Carlos X, la llamada a nuestros
señores los discípulos de Escobar o de los jesuitas y muchos incendios
especialmente el del circo de Franconi”. En suma, la contraposición entre la
Europa de civilización y orden y la América, primitiva, cuya libertad naufragaba en
el desorden.

La obra. Me atrevo a sintetizar un juicio: se trata del informe de un naturalista en el


cual se injertan una probanza de méritos y un arreglo de cuentas; este último entre
picaresco y despiadado. Probablemente, en lo que concierne a méritos y arreglo
de cuentas, se trate de componentes o rasgos que son normales en el género
memoria y conviene tener esto presente a la hora de evaluar el testimonio
ofrecido.

El informe del naturalista sigue la pauta del elaborado por Humboldt. Por
supuesto, no así el conjunto de la obra, dada la presencia de los otros
componentes. Nada de sorprendente hay en lo primero, puesto que el ilustre
naturalista fue el promotor de la empresa científica. “Humboldt se interesaba
vivamente en nuestra expedición: debíamos recorrer los sitios por él visitados
hacía 20 años y residir allí para completar algunas de las observaciones que había
hecho. Los progresos científicos que se habían hecho en geología y en geografía
desde su viaje memorable, exigían una revisión cuidadosa de los terrenos sobre
los cuales pasó muy rápidamente y de las posiciones geográficas que no habían
sido determinadas con una precisión suficiente”. Por otra parte, en carta del 21 de
agosto de 1822 Humboldt aseguró a Boussingault que un compromiso suyo con el
rey de Prusia “no cambiará en nada los proyectos que deben reunirme con usted
en el Nuevo Mundo”, pues al parecer el sabio había concebido la idea de radicarse
en México junto con algunos de sus discípulos. Se esclarece de esta manera uno
de los aspectos no expresos del contrato colombiano, tal como lo presenta el
autor.

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Ahora bien, este propósito científico se compagina mal con el hecho de que se va
definiendo a lo largo de un relato en el cual su autor se muestra frecuentemente
como un chismoso que aprovecha sus memorias para saldar cuentas con el
pasado, también en Francia, en relación con hechos ocurridos tan tempranamente
como en 1815 y refiriéndose a la conducta política de colegas suyos, hombres de
ciencia, tales como Claude Berthollet (1748-1822), Georges Cuvier (1769-1832) y
Pierre Simon Laplace (1749-1827). Respecto a este último es extremadamente
duro. Es decir, Boussingault da testimonio, de igual manera que lo da sobre los
hechos y actitudes que conoció mucho más tarde, sobre hechos y conductas que
tuvieron lugar cuando él apenas contaba 13 años y sobre los cuales escribió
medio siglo más tarde, puesto que él apunta: “Hoy, cuando escribo estas líneas
(sus Memorias), quedamos pocos sobrevivientes” de los que iniciaron la Escuela
de Minas de Saint-Etienne en 1816.

Así, la probanza de méritos y los ajustes de cuentas se combinan en un relato en


el cual se entrelazan signos diversos, y hasta contrapuestos, en cuanto a la
fundamentación y alcance de las aseveraciones que lo pueblan. Se conjugan, de
esta manera, afirmaciones sentenciosas sobre materias no sólo complejas sino
también ajenas al entrenamiento científico de quien las formuló. Por ejemplo,
cuando culmina dos párrafos sobre el movimiento de emancipación de las colonias
españolas de América con esta frase: “he aquí el origen de la guerra de
Independencia " .

Pero son numerosos los testimonios directos que revelan una visión equilibrada de
sucesos y personajes. Así, por ejemplo, cuando describe aspectos del sitio de
Puerto Cabello, puesto por Páez, y el aspecto del ejército sitiador. “Los extranjeros
que no habían hecho la guerra, se sorprendían del aspecto miserable del ejército
colombiano. Olvidaban que estaba en campaña desde hacía más de dos años y ni
en Europa hubiese estado en mejores condiciones, después de haber soportado
tantas fatigas y privaciones”. Igual cuando dice de unos conscriptos que vio
ejercitándose. “Pobres diablos estos indios, sin sombra de una opinión política, sin
el menor patriotismo, para hacerlos marchar contra los españoles tan pronto
supieran disparar un tiro de fusil”. De especial interés es su apreciación de la
Conquista de América, apartándose en ella de la visión nada benévola que sobre
este tema reinaba entonces en la historiografía francesa: “Los castellanos del siglo
XVI demostraron en la conquista de la Nueva Granada el mismo valor y
perseverancia que desarrollaron los conquistadores de México y del Perú". Cabría
añadir muchas muestras. Por ejemplo, las referidas a la alimentación de los
llaneros; a la Campaña de la Nueva Granada, que califica de “célebre campaña
que había sido concebida y ejecutada con notable decisión e intrepidez ”; al pan
que comió en Bogotá, “mucho mejor que el pan francés, cuya reputación, para mi
es inmerecida " a la reacción contra Simón Bolívar en el Perú y en Pasto. Estimo
muy reveladora su apreciación de que: “Bolívar se afectó profundamente con los
sucesos del 25 de septiembre (de 1828) y puede decirse que aun cuando escapó

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de milagro, fue realmente asesinado porque a partir de esa fecha su salud declinó
muy rápidamente”.

No es menos ponderado, en ocasiones, su juicio global sobre Manuelita Sáenz:


"De quien contaré las excentricidades lo mismo que su valor y su devoción por sus
amigos"; la misma que el 25 de septiembre “mostró un gran corazón, audacia y
una rara presencia de espíritu". Su visión de los indígenas coincide, en muchos
aspectos, con la ofrecida por diversas fuentes y su percepción crítica de las
misiones y de la ineficacia de la cristianación de los indios, hace recordar la de
Humboldt. En fin, son muchas las muestras de acierto en la observación y de
ponderación en el juicio que hacen del viajero Boussingault una fuente histórica
referencial de considerable utilidad. Pero esta utilidad no se restringe a hechos o
situaciones determinadas y más o menos circunstanciales.

En algunos casos ofrece apreciaciones de conjunto que tienen una amplia


proyección, como la referida a la presencia europea y francesa en las recién
emancipadas colonias españolas. Así, por ejemplo, comentando el interés que
despertaba en las señoritas de Bogotá la moda francesa y, particularmente, el
corset, observa: “el comercio inglés se aprovechó, con la actividad febril que lo
caracteriza, de los mercados que la libertad le había abierto. Los productos
británicos llenaron los puertos de Chile y California, sobre la costa de México. Los
franceses siguieron de lejos ese movimiento con su timidez habitual, porque el
gobierno de Luis XVIII siempre había sido hostil a la emancipación de las colonias
españolas. En pocos años se vistió como en Londres o en París. Los servicios de
mesa no dejaron nada que desear. Se vieron vidrios en las ventanas de las casas
y se instalaron en los apartamentos muebles fabricados en el Faubourg Saint
Antoine”.

Quizá para asombrar, a la francesa, a sus posibles lectores; quizá para abonar su
compromiso de veracidad, el relato del viajero se apoya lo mismo en la crudeza
que en la referencia a fuentes y en el recurso a la autoridad para él incontestable.
Es la crudeza con que recuerda y describe “los indispensables lugares secretos”
que para los hombres estaban al “aire libre” pero que para su uso se convirtieron
en “la casa secreta" y de la que desaparecían los maculados fragmentos
delMorning Herald, el Times y La Gaceta Nacional, porque “ ¡ el papel era muy
raro en Sonsón!”. De igual manera es minucioso en la descripción de las
costumbres de las “mujeres de vida alegre” de las clases alta y baja, como se
pretende picaresco al sugerirle al doctor Cheyne, luego de desabotonarle el
uniforme a la falsa coronel Manuelita Sáenz, cuando se cayó del caballo: “¡Haga
una exploración, ya que usted tiene conocimiento de los seres!”. El naturalista y
viajero refiere sus asertos a fuentes: “Las crónicas " ; Ulloa, Codazzi, La
Condamine y Bougueur, Humboldt, Jacinto Morán y Tomás de Gijón. Pero al
tratarse de la conocida anécdota con que ilustra el desenfado de Manuelita Sáenz
al mostrarle el bordado de su camisa, ampara su veracidad en una curiosa
invocación de la autoridad: “Tiempo después, durante una escena en la casa de

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Poncelet (Jean Víctor, general y matemático, 1788-1867), Arago (François, 1786-
1853) contaba esta historia al edecán de Luis Felipe, general Baudrad,
añadiendo : "¡ Esto no se inventa! " Lo que tal vez querría decir, que ¡aprueba de
la veracidad se encontraba en lo extraordinario de lo sucedido". ¡Cómo podría no
serlo algo que el insigne Arago consideraba cierto! .

El valor de un testimonio. Al evaluar críticamente las Memorias de Boussingault


conviene tener presentes tres comprobaciones. En primer lugar, la de que ellas
ofrecen un testimonio directo-indirecto, como toda memoria. Es directo-indirecto
en el sentido de que aun cuando sea genuino en su origen ha sido recreado para
su transmisión. Ineludiblemente ese tránsito en los tiempos incide en la frescura
del testimonio y condiciona su validez. En segundo lugar, la de que la obra de
Boussingault entrega algunas claves para la captación, ¿y por qué no decir la
comprensión?, del clima de opinión en el cual se desenvolvió el autor de
las Memorias. En tercer lugar, la de que debe tenerse presente que si bien toda
memoria se escribe para servir a la historia, es demasiado pedirle al autor que
omita el servirse a sí mismo ante la historia.

Pero la primera condición que debe satisfacer una memoria es la acreditación del
testigo en lo concerniente a su idoneidad y a su objetividad. Lo primero tiene que
ver con la aptitud del testigo para captare el objeto de su testimonio. Ahora bien,
nada satisface mejor este requisito que el reconocimiento procedente de una
autoridad indiscutida. En este caso, el interés de Humboldt, reiteradamente
invocado por Boussingault, no dejaría duda alguna acerca de que el más
reconocido naturalista de su época consideraba a nuestro joven autor apto para
darle continuidad y comprobación a su propia obra. Pero faltaba algo: era
necesario delimitar el campo en el cual se demostraría el fundamento de esa
confianza en el espíritu y la aptitud científicas del autor. Para esto debe precisarse,
preferiblemente dando prueba de modestia científica, el alcance del
propósito: “Le j os de mí la idea de publicar el diario de una larga residencia. Me
limitaré a describir las observaciones recogidas en el curso de excursiones
frecuentes y contar algunos acontecimientos surgidos durante la guerra de
Independencia ". Este era su propósito, al menos cuando llegó a Caracas, el 7 de
diciembre de 1821. Lo formuló con más precisión en carta a su tío fechada
Bogotá, 9 de diciembre de 1824: ‘Mi posición en Colombia es muy agradable.
Usted conoce a España y los pocos recursos que ofrece; aquí es todavía peor,
pero eso no me importa nada a mí, teniendo en cuenta que la sociedad de este
país no es el objeto de mi viaje. En cuanto al país en sí; ¡es lo más bello del
mundo!” Marcando la continuidad de su propósito, al iniciar su viaje a Ecuador, en
1830, ofrece: “No contaré por orden cronológico los incidentes de los que fui
testigo algunas veces y algunas veces actor, pero hablaré de ellos a medida que
el recuerdo llegue a mi memoria, es decir, que trazaré un simple itinerario de mi
travesía del Valle del Cauca al Ecuador, recordando que tenía por principal objeto
el estudio de los fenómenos naturales y, como accesorio, la descripción de la
sociedad mezclada con la que conviví en las cordilleras. Esas serán, si se me

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permite decirlo, las indiscreciones del viajero”. Al decir esto ¿buscaba el autor tan
sólo orientar acerca del valor de su testimonio sobre la sociedad? Creo razonable
pensar que no hacía sino responder al patrón formado por los naturalistas del siglo
XIX en su aproximación a lo americano, patrón que comenzó a formarse con los
trabajos y los recuerdos de Humboldt y que llegó a adquirir visos de detestable.
Consiste en que la naturaleza era mirada con interés, y en ocasiones con
asombro, mientras que los hombres quedaban arropados, en el mejor de los
casos, por una benevolencia desdeñosa, más proclive a sobrevalorar lo tenido por
pintoresco que a estimular la comprensión de lo substancial.

Las costumbres eran el terreno predilecto para dar curso a semejante actitud. Por
ello se justificaba, para el autor, el presentar “a la señora de Páez” tomando y
ofreciendo chimó mientras decía "¿ Quiere tomar de mi vicio?”, al igual que a las
“jóvenes y atractivas señoritas de Mérida” dejándose crecer desmesuradamente la
uña del dedo meñique para con ella servirse chimó. Así , al detenerse a comentar
sobre “los indispensables lugares secretos para los cuales los colonos mostraron
siempre una viva repugnancia”; a la “costumbre” de las mujeres de andar
descalzas; a la transformación de una recepción en el llamado " puro ", que
llegaba a ser una “verdadera orgía, especie de bacanal, en donde las damas de la
alta sociedad que generalmente bebían solamente agua, caían en una semí-
borrachera”.

Como observador de la sociedad que se proclamaba ocasional y casi involuntario,


Boussingault mostró poco interés por los esclavos y mucho por los indios: desde
una presentación crítica del régimen incaico hasta la sexualidad, pasando por el
hábito de sacar y comer los piojos y el gusto por el alcohol, no sin dedicarle un
poco de discusión al mito del buen salvaje. Pero hay tres campos en los que las
pretendidas actitudes del observador se vuelven curiosidad llevada hasta la
fisgonería: la mujer, la gastronomía y las malas costumbres morales, sobre todo
las de la clerecía.

La actitud de Boussingault ante la mujer americana es diferente según el nivel


social de las observadas, pero de manera general es dura y hasta ridiculizante con
las de la clase alta, mientras se vuelve benévolamente elemental con mulatas e
indias, especialmente si eran bellas y sensibles a su atractivo masculino europeo.
Así, las primeras eran atractivas, frecuentemente bellas, pero densamente
incultas, licenciosas y superficiales, entregadas al ocio, fumadoras empedernidas
y diestras en lanzar escupitajos. En cambio las otras eran sumisas, leales y
hacendosas, además de generosas con sus encantos.

Son numerosas las observaciones gastronómicas. Frecuentemente ofrece


detalladas e interesantes descripciones de los alimentos, de su preparación, de los
hábitos alimentarios y de sus efectos en la salud. Modos de cocción, enseres y
útiles de cocina, vajilla y cubiertos, bebidas más frecuentes, típicas e importadas,
todo atrae la curiosidad valorativa del autor, quien así ejerce su capacidad de

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apreciación en un área de su predilección.’ “Las damas importantes de Bogotá son
generalmente bellas, frágiles, delicadas y anémicas, a consecuencia de un
régimen de alimentos poco substancioso, mucho azúcar, frutas y poca carne. Su
débil constitución forma un contraste con la robustez de las mujeres del pueblo
con su tez rozagante, con ojos y cabellos negros y músculos muy acentuados”. No
omite el autor describir los alimentos habituales de indios y llaneros, así como los
de los habitantes de las regiones selváticas y, muy detalladamente, la pitanza de
los bogas del Magdalena. En esta materia también marca su nivel cultural el autor,
acreditando su capacidad crítica. Para ello nos informa que una vez convaleció de
fiebres dedicado al noble ejercicio de hacer “extractos de libros de cocina”; y
contrasta, aunque benevolente, su pobre comida con el menú, publicado por
el Morning Herald, de un banquete ofrecido al alcalde de Londres por la
corporación de los sastres: “sopa de tortuga, roast-beaf, etc.; era como
una ironía... un bizcocho de casabe y una tortilla de maíz me parecieron también
muy agradables, además tenía chicha, vino de los indígenas y tabaco”.

Con especial dureza observa y juzga la vida de los religiosos y sus conclusiones
no pueden ser más definitivas. Refiriéndose a Bogotá afirma: “La clerecía era
licenciosa e inmoral. Lossacerdotes y los monjes tenían concubinas
descaradamente ovivían mantalmente con ellas”. Dice haber sido frecuente
comensal del obispo Salvador, de Popayán, “quien era un español ilustrado y
correcto, pero un realista furibundo”... “cuyo vino era delicioso, el servicio de mesa
atendido con el mejor de los gustos y la cocina excelente”. Además, el grato
anfitrión “vivía honorablemente, con una dama que ya no era de primera juventud”,
y se decía de él, según el autor una calumnia inaudita pero que recoge, que solía
dormir entre “bayoneta” y “bayonetica”, dos ñapangas que eran madre e hija.
Nada fa l ta en esta materia: “Las alcahuetas, generalmente vestidas con hábito
de alguna orden religiosa ". “En Quito, como en todas las ciudades de las
cordilleras, a los primeros tañidos del Angelus, se ven salir ‘amigas’ que van a
pasar algunos instantes con “amigos”. Es decir, había correspondencia entre la
moral de la gente de iglesia y la moral pública: “La policía de Bogotá, lo mismo que
sucede en las ciudades españolas, no protegía a nadie; se robaba impunemente y
hubo tantos ataques nocturnos y asesinatos, que el congreso de 1823 decretó la
pena de muerte contra los ladrones”. La moral pública relajada se expresaba en
“esos bastardos que acogían las familias criollas”; en el crimen cuyo comentario
era “ iQué belleza de puñalada!” o en la noción del pecado y en la ignorancia
religiosa: “Yo conocí más de una bella pecadora que me decía confidencialmente.
“Yo peco, me ponen una penitencia, no la cumplo y vuelvo a empezar”.

Todo se reduce a práctica exterior y estoy seguro de que especialmente las


mujeres, no tenían la menor idea de la religión que practicaban con tanta
devoción; muchas de ellas no adoraban a la Virgen María; en cuanto a Dios, las
tenía sin cuidad". Pero también los extranjeros, incluso los civilizados, se
acomodaban a esta moral: el coronel inglés Hall había alquilado, durante un día a
la semana, la esposa legítima a “un zapatero, muy buen hombre y muy

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devoto " ; uno de los oficiales del memorialista “estaba ‘amañado’ con una mujer
blanca, una niña de 16 años, fresca como una rosa, que él había importado para
su uso, como estaba permitido entre nosotros”. Pero las debilidades del
observador incidental de la sociedad que pretende haber sido Boussingault, no
deben conducirnos al error de subestimar su capacidad crítica. Esta se manifiesta
en relación con una gama de situaciones, acontecimientos y procesos que
motivaron apreciaciones y juicios certeros, confirmados no sólo por otros
observadores sino también por la investigación histórica crítica. Es más, dio
pruebas de que su sentido crítico funcionaba tanto para fenómenos sociales de
difícil captación directa, como para los hechos singulares, a veces de reducida
proyección histórica pero reveladores de la postura del crítico.

Llama la atención, por ejemplo, la siguiente apreciación de la composición étnica


de la población venezolana y de su proceso de mestizaje. “La abundancia de
negros en Venezuela ha modificado, sin duda, la sangre azul de Castilla: dos
razas en contacto, aun cuando una es abyecta en su relación con la otra, terminan
siempre por mezclarse, primero entre los pobres y luego, si d e este cruce resultan
mulatos atractivos, se extiende a la clase rica. En Caracas, varios personajes que
yo conocía, sin duda tenían mezcla de sangre, en lo cual ellos jamás habrían
convenido”. Acerca de la composición social en Bogotá, en 1822 y posteriormente,
señala “las clases inferiores, porque entonces no había y aún no hay clase media
en la sociedad”. En este mismo orden de ideas se refiere al período posterior a
1830, en una evaluación del proceso político y social que considera indigna de
mención, por anárquica, la cual explica invocando un principio de sociología
política: “Triste país aquél en donde no se encuentra la clase media reguladora
que es la verdadera fuerza de una nación ". No es menos terminante su juicio
sobre el inútil esfuerzo misionero, amparado igualmente en una suerte de
postulado: “La raza cobriza, como todas las demás, teme ser coaccionada, aun
cuando ello contribuya a su bienestar; yo he vivido suficiente tiempo en las
misiones para saber que esta raza no soporta, sin ser obligada a ello, ni siquiera la
autoridad eclesiástica. No creo que jamás se haya obtenido un buen cristiano de
un indio; las ceremonias religiosas los divierten, nada más”.

Como para marcar la independencia de su sentido crítico, Boussingault somete al


mismo a los europeos, si bien es particularmente proclive a ver los defectos de los
ingleses. Cuando en Bogotá necesitaron un verdugo sólo se presentó un
candidato: un borracho que había pertenecido a la Legión Irlandesa. Otro inglés,
un coronel, asesino, era “uno de esos desechos de la sociedad que siempre llegan
a todo país donde ha ya problemas políticos". Siguiendo esta vía estableció
contrastes entre América y Europa que resultan desfavorables a la última. Esto lo
hizo no sólo en comprobaciones, fundamentales para un francés, como por
ejemplo al decir que en Quito comió “un pan muy blanco como no se conoce en
Europa"; sino también en aspectos más complejos: “Los trabajadores bajo mis
órdenes eran negros esclavos, negros libres, mulatos y mestizos, lo cual, en mi
aislamiento (en las minas de Marmato), me daba un gran sentido de seguridad:

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gentes sobrias, sumisas y leales que mantenían a respetuosa distancia los 150
obreros europeos, hombres turbulentos, aficionados al licor en su mayoría”; que
“se declararon en huelga”. Pero el contraste desfavorable a Europa fue advertido
también en la moral : describiendo una borrachera de indios, hombres y mujeres,
apunta: “Pero no había durante este episodio, ningún acto obsceno; lo que no
habría faltado si fuera en Europa”.

A esta autonomía crítica se añadirían los criterios de apoyo: el haber sido testigo
directo, como declara haberlo sido, del saqueo de Pasto ordenado por Simón
Bolívar, y, por extensión, de su propósito científico de informar “sencillamente los
hechos como los tengo registrados”. No obstante, incurre en generalizaciones
abusivas: al visitar una casa en Cartago, asienta que ésta "puede dar una idea de
la vida en América meridional”; y al comentar un intento de asesinato por
envenenamiento: “Yo estoy convencido de que los casos de envenenamiento son
muy frecuentes en América meridional, especialmente en las localidades aisladas
donde el criminal está seguro de su impunidad”.

Pero todo el esfuerzo que hace Boussingault por acreditarse como un observador
y crítico veraz se ve contrariado por su gusto por el chisme y su demostrada
malicia, a la manera de esta observación hecha en París, en 1821: “La señora Zea
era muy joven todavía y de una rara belleza”... “estaba llena de salud, pero la
atendía asiduamente un joven médico mexicano". En este terreno el naturalista no
deja pasar ocasión de exhibir lo que los franceses denominan sprit, pero que
fácilmente deriva hacia el chisme y la chabacanería. Así, comenta acerca del
atractivo que ejercían los equilibristas sobre las mujeres y de cómo un doctor “se
convirtió en el equilibrista” de una señorita; de la buena señora, “mujer muy digna
a quien vi luego atendiendo a enfermos y convalecientes, sobre todo cuando eran
jóvenes”; del joven castrado apreciado por las señoras “por una razón bien
conocida por los fisiólogos”, mientras “decía una mujer liviana: “es
verdaderamente delicioso este pobre inútil, te aseguro que se debería hacer
castrar a nuestros maridos”. Pero de ese nivel hasta cierto punto intrascendente,
la maledicencia se hace irresponsable cuando se ejerce generalizando o cuando
tiene blanco individual determinado. En el primer caso se da la calificación
irresponsable: “Al habitante de Antioquia se le designa con el nombre
de ‘maicero’. Las ‘maiceras’ son bonitas y tienen la reputación de ser esposas
virtuosas y excelentes madres; las madres son buenas en todas partes, pero en
cuanto a la virtud, yo no quiero comprometerme... “Igualmente al arrojar la
sospecha de sadomasoquismo sobre los habitantes de Pasto que se encerraban
en una iglesia, cuando menos una vez al mes, " para meditar, orar y flagelarse.
Creo, sin tener la prueba, que pasan cosas curiosas entre los flagelados y
flageladas, porque los sexos se dan fuerte recíprocamente”. Al individualizar,
agrede, como cuando pone de por medio la expresa admiración que le causaba el
mariscal Sucre para decimos que el 4 de julio de 1831 conoció al general Barriga,
“quien venía de casarse con la viuda del gran mariscal Sucre (asesinado el 4 de
junio de 1830) y quien se hallaba allí completamente consolada”. La chabacanería,

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disfrazada de ingenio, brota cuando recoge la información sobre la única empresa
exitosa del padre Bonafonte, de Río Sucio, consistente en un horrible “burro
reproductor, cuyo oficio era procrear muletos”; y gracias a cuyo ardor el padre
podía sostener sus buenas obras.

El juzgador de hombres y situaciones. He puesto tanto empeño en establecer de


manera pormenorizada algo de la personalidad del autor y de su condición de
observador crítico, con el objeto de proponer una respuesta a una pregunta
fundamental, ya que de la primera depende la evaluación de su testimonio sobre
lo que más interesa al historiador, es decir, su juicio sobre personas y situaciones
notables de la época. Creo conveniente puntualizar los rasgos con los que el autor
se recomienda al lector.

Pretende ser un hombre de amplio criterio y por lo mismo se ampara en


comprobaciones que estima son fuente de ecuanimidad y ponderación; al enjuiciar
severamente la actitud de destacados hombres de ciencia franceses durante la
restauración borbónica, reflexiona: “Los hombres que no se dejan influenciar por
las circunstancias políticas son raros, aun entre los sabios y los hombres de letras:
la mayor parte están dispuestos a llegar a un acuerdo con el poder, sea el que
sea". Ante el cura de Muzo, que estimaba a su Virgen más pura e inmaculada que
la de otros pueblos, concluye con benevolencia: “Sin duda era risible oír a este
buen hombre elogiar a su nuestra señora; su fetiche, pero ¿quién de nosotros, aun
entre los más instruidos, no tiene fetiche?” .

Pretende ser un juez objetivo: republicano consecuente y adversario irreconciliable


de los borbones, no elude su deber de objetividad al recogerla versión del verdugo
Samson acerca de que, contrariamente a lo propalado por sus enemigos, Luis XVI
“había mostrado gran entereza” al ser ejecutado. Censurando al mismo tiempo
que exalta los méritos del censurado: “El Libertador trataba de copiar en sus
proclamas el estilo notablemente ampuloso de Napoleón, manía de la imitación
bastante curiosa en un hombre de un valor y de un arrojo incontestables”.

Pretende tener conciencia de sus limitaciones, cuando no, de ser capaz de


practicar la modestia: Al presentarse la primera vez a Simón Bolívar: “me nombró,
inmediatamente, en una posición importante: Director de una Escuela Militar, lo
que no acepté, no por modestia sino por el convencimiento que tenía de no tener
capacidades para asumir el cargo ".

Pretende ser capaz de vencerse a sí mismo, al menos refrenando su inclinación al


chismorreo; esto lo lleva a la autoadmiración: Tuvo ocasión de leer “muy curiosos
paquetes de cartas de las religiosas del convento de Santa Clara (en
Bogotá), dirigidas a su director espiritual (el sabio José Celestino
Mutis)”... “i Pobres reclusas! ¡Qué desahogos! ¡Qué pecados tan singulares de
los que se acusaban! Exaltaban su amor a su esposo, Nuestro Señor Jesucristo,
en términos que habrían podido expresar sentimientos carnales. Esta

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correspondencia, que demostraba una piadosa admiración por su confesor,
contenía la confesión de algunas faltas evidentemente imaginarias. Habría sido
indigno divulgarlas, ¡se habría violado el secreto de la confesión! Por lo tanto
quemé las cartas. Creo que fue una laudable resolución tomada por un
comandante de filibusteros que llegaba apenas a sus 22 años”.

Queda claro así quién es el juzgador de hombres y situaciones: con la experiencia


vital propia de los veinte años, se pretende regido por un amplio criterio, cultor de
la objetividad, consciente de sus capacidades y limitaciones y se estima,
admirativamente, capaz de vencerse a sí mismo. Ahora bien, sometidos a sus
juicios estuvieron hombres y situaciones que ni siquiera la benevolencia
desdeñosa de que hizo gala el memorialista pudo dejar de considerar
extraordinarios.

Fueron pasados por la pluma de Boussingault, si así puede decirse, y con muy
diversa suerte, Francisco Antonio Zea, José Antonio Páez, Francisco Tomás
Morales, Leonardo Infante, Francisco de Paula Santander, Rafael Urdaneta, José
María Obando, Salvador obispo de Popayán, Gabriel García Moreno, Antonio José
de Sucre, Juan José Flores, etc. En estos retratos se combinan la presuntuosidad
del joven, el desenfado de quien juzga no sólo desde fuera sino también desde
arriba, el dispensador de censura y de reconocimiento, pero también, y no en
pocos casos, la certera mirada de quien si bien observó a los veinte años juzgó
finalmente pasados los setenta. Y ésta es quizá la cuestión central de este
prólogo. ¿Jugaron esos dos tiempos de la memoria al juzgar a Simón Bolívar y a
Manuelita Sáenz o funcionaron sólo para el primero, puesto que aun hoy
funcionan con dificultad para la segunda? ¿Podía Boussingault verlos con otros
medios que los empleados para observar a los personales menores. malicia,
chismorreo, benevolencia desdeñosa, etc., y juzgarlos con otros criterios,
aceptables para quienes reverencian acríticamente la memoria de Simón
Bolívar?.

Asumiendo el riesgo de que se me reproche el haberme concentrado en el


juzgador, sin prestar atención semejante a los juzgados y, sobre todo, sin
oronunciarme sobre lo justo del fa llo, pero confiado en que el lector
latinoamericano irá preferentemente a los pasajes que tratan de Simón Bolívar y
Manuelita Sáenz, me limitaré a anunciarles, sumariamente, lo que sobre ellos
encontrará y sobre lo cual tendrá que ejercer su propio sentido crítico. Me
tranquilizo pensando que lo he ayudado, así lo espero, ofreciendo esta
concentración de los rasgos dispersos de la personalidad de Boussingault,
disimulados y aun ocultos a lo largo de sus Memorias.

El Bolívar de Boussingault fue un hombre duro, inflexible en sus determinaciones,


“El Sol”, en constante e innecesario parangón con Napoleón, colmado de méritos,
inclinado con exceso hacia las mujeres y no muy escrupuloso en conseguir las ni
fiel en conservarlas, capaz de salidas de mal tono, en ocasiones suspicaz y hasta

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malicioso, que gozó en Europa de una gran fama fundada en un prestigio
auténtico, no muy buen político y excelente “guerrillero”, merecedor de un sereno
juicio crítico y de respeto a su memoria admirable.

La Manuelita de Boussingault fu e el gran y probablemente auténtico amor de


Bolívar, que influyó fuertemente en él, licenciosa, celosa agresiva, de rara
hermosura, excéntrica pero fiel amiga, alegre, irreverente, de méritos
sobresalientes, en ocasiones una “ñapanga”, inculta como todas las mujeres de la
América hispana, desenfadada hasta la impudicia, de quien se sospechaba era
lesbiana, valiente y serena ante el peligro, capaz de sacr i ficio personal por su
amor, amiga consecuente y, en suma, de personalidad fascinante y ¿amor
imposible de un joven francés despechado que andaba en los veinte y que se
creía irresistiblemente atractivo?.

Pero, con toda lealtad, debo advertir al lector de estas Memorias que le aguarda
una tarea crítica nada fácil. Tiene en sus manos no sólo la obra cuya composición
he intentado presentarle y no solamente el testimonio de un observador cuyos
rasgos sobresalientes he inventariado. Tiene en sus manos, sobre todo, una obra
que ha sido objeto de un generalizado rechazo y hasta de una prejuiciada
condena que, como todas las condenas prejuiciadas, terminó en el fuego no tanto
con el propósito de borrar la falta del condenado como con el de borrar la culpa de
quien ordenó encender la hoguera, pues un triste momento hubo cuando parte de
esta obra fue arrojada al incinerador * .

Germán Carrera Damas

Embajador de la República de Venezuela

Santafé de Bogotá, octubre de 1993

* En 1949 el entonces Ministro de Educación de Venezuela, Augusto Mijares,


dispuso la incineración de la parte de las Memorias especialmente consagrada a
Simón Bolívar y Manuelita Sáenz. Mijares intentó justificar su decisión en un
artículo titulado “24 años de Boussingault”. (Caracas, El Nacional 12 de
noviembre de 1973.)

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INTRODUCCIÓN
ESTAS MEMORIAS
Admirables y sorprendentes, sin duda, nos parecen estas Memorias del J. B.
Boussingault, que el Banco de la República entrega a los lectores en traducción
limpia y escrupulosa de don Alexander Koppel de León. Hasta donde se sabe, es
la primera vez que se edita completo en castellano este texto, pues ya en
Venezuela se había traducido y publicado tiempo atrás la parte pertinente a ese
país. Cosa, en realidad, inexplicable. Esta manera de fraccionar con miras
particulares los libros de los viajeros, no sólo desvirtúa la finalidad ampliamente
divulgadora de unas observaciones personales y de unos hallazgos científicos que
a todo el mundo interesan, sino que reduce arbitrariamente, por falsas
consideraciones nacionalistas, el valor histórico de un legado cultural que
pertenece por igual a todas las gentes y, obviamente, a todos los países que, por
razones naturales francamente comprensibles, se interesan en los varios asuntos
de que se ocuparon estos viajeros.

No es pequeña, sino, antes bien, bastante nutrida, la nómina de los viajeros


extranjeros que en el curso de nuestra era republicana, desde los días iniciales de
la Independencia y por todo el siglo pasado, recorrieron estos territorios y dieron
su testimonio al mundo de cuanto en ellos encontraron digno de estudio y
admiración, en los campos de la naturaleza física y humana que tuvieron
oportunidad de explorar. Infortunadamente, no pocos de esos textos, compendios
verdaderos, muchas veces, de ciencia y sabiduría, se hallan aún inéditos en
nuestro idioma, sin nada que lo justifique. Reiteradamente se ha deplorado este
desinterés por la divulgación a nivel nacional y popular de los libros de los viajeros,
pues no hay, entre quienes han tenido la satisfacción de estudiarlos y conocerlos,
nadie que no los considere excepcionalmente útiles para la investigación histórica,
social, económica y política del continente americano, y en nuestro caso particular,
del Nuevo Reino de Granada, hoy Colombia.

Tierra privilegiada la nuestra. Tierra de ensueño, fuerza, violencia y misterio, en


cuyos ríos, mares, llanos y montes se concentró de súbito para el europeo del
Descubrimiento y de la conquista, todo el enigma, todo el horror y la seducción
con que las mentes medievales del viejo mundo revestían el fabuloso espejismo
del Asia, en los tiempos, precisamente, en que se le ocurrió a Cristóbal Colón
buscar un camino más corto para llegar a la India. Y buscarlo a sabiendas de que
“las comarcas ecuatoriales eran inhabitables por su sequedad y altísima
temperatura, y que al sur del Cabo Bojador, situado en la costa africana, no lejos
de las canarias se extendía el terrible Mar Tenebroso, en el cual las aguas
hirvientes del trópico y las frías procedentes del polo, producían espesa niebla de
vapores que, al mezclarse con la arena del desierto acarreada por los vientos,
formaba una masa impenetrable ".

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¿Detrás de esa masa, si por ventura algún día dejaba de ser impenetrable, qué iba
a encontrar quien prodigiosamente la transpusiera? Asia, según la anota
O’Gorman, despertaba en la Europa medieval “la más intensa curiosidad científica
y religiosa por la variedad, riqueza y extravagancia de su flora y fauna, por su
antropología teratológica, por las civilizaciones que albergaba, por la fantástica
opulencia de sus palacios y ciudades, por los tesoros y poderío de sus señores y
potentados; y porque Asia, cuna de la humanidad y escenario de la época
primaveral del hombre, mostraba la huella de cuando Dios, como una deidad
homérica, intervenía, visible y tangible, en lo historia. Allá en el lejano oriente
inaccesible, donde el mundo vio la luz primera, se localizaban las temibles tierras
de Gog y Magog, el Ofir fabuloso de donde procedían los tesoros de Salomón; la
milagrosa sepultura de Tomás Apóstol, el asiento y corte del Gran Kan y del Rey-
Sacerdote, y allí, sobre todo, el paraíso terrenal, fuente de los ríos del mundo,
deslumbrante y prohibida joya de la naturaleza, cuya ubicación constituía el más
obsesionante problema para el viajero y para el geógrafo ".

¿En qué se parecía esa visión asiática del europeo, a la realidad de ese mundo
que puso al descubierto Cristóbal Colón? El interrogante, con todo lo sorprendente
y espectacular que parezca, bien puede ser resuelto, para nuestro intento, de una
manera simple y sencilla: salvo lo pertinente a Tomás Apóstol, al Gran Kan y al
Rey-Sacerdote, todo lo demás corresponde en América, en riqueza y en belleza, a
cuanto pueda encomiarse del Oriente fabuloso. Una tierra virgen, sellada y
guardada en sí misma, con fauna y flora sorprendentes, con sistemas
hidrográficas y orográficos no imaginables, y con unos depósitos minerales como
el propio Oriente no pudo poseerlos más abundantes. Y sobre todo, su población
nativa, y sus dinastías, y sus reyes, y sus sacerdotes, y sus templos, y sus dioses
y sus prácticas religiosas, y su prodigioso arte de la orfebrería, y la estatuaria, y la
cerámica, y los tejidos, y cien cosas más que los antropólogos y etnólogos sacan a
diario a la luz para pasmo de estudiosos e investigadores del viejo mundo.

Correspondió a los Cronistas de Indias, tanto como a los propios descubridores y


conquistadores, divulgar inicialmente, ante la asombrada audiencia europea, las
maravillas sin cuento de que se hallaba rebosante esta tierra. La expectativa que
el inesperado hallazgo colombino produjo en Europa desató, como se sabe, todo
un colosal torbellino de ambiciones y pasiones, individuales y nacionales, que iban
desde la aventura personal en busca codiciosa de riquezas y poder, hasta el
control por los Estados en pugna del comercio de ultramar, con el dominio violento
de las rutas oceánicas. La nación descubridora, España, se erigió desde el
principio, mediante una extraña combinación de fuerza, violencia, heroísmo,
apostolado y sacrificio, en la soberana absoluta del Nuevo Mundo, excepto el
Brasil; y con la posesiva porfía de que supo hacer ostentación por tres largos
siglos, sometió a su voluntad estos dominios, al propio tiempo que los marcaba
con el sello indeleble, pero venturoso, de su religión y de su idioma.

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Los pobladores naturales de América, sorprendidos en la mitad de su noche por
los implacables invasores, cayeron en postración progresiva, a tiempo que se
avanzaba en el vasallaje de los espíritus, y se suplantaba con un pecaminoso
mestizaje la pureza primigenia de la raza, y se destronaban los dioses tutelares, y
se destruían los imperios, y se desarticulaban las sociedades indígenas, y se
envilecía el trabajo esclavizándolo, y se arruinaba la vida, y se entronizaba, al
parecer ya para siempre, el lívido espectro de la violencia. El americano indígena
que sobrevivió a esa empresa colonial de sangre y espíritu, que España
protagonizó del propio modo como lo hubiera hecho cualquiera otra nación de su
mismo ámbito histórico y cultural, se refugió al final en su soledad, y guarecido en
sus selvas y montañas, y enajenado del mundo bajo cerrojo en sus míseros
poblados, dejó pasar con indiferencia los días, al propio tiempo altanero y
humillado. El español, a su turno, desempeñaba como le parecía su papel de
señor dominador. El gobierno le era asignado a él, como una derivación un tanto
sacrílega del derecho divino de los reyes. Era el supremo dispensador de los
bienes y los males, que repartía, es justo reconocerlo, tan equitativamente como
podía permitírselo su sentido personal y particular de la justicia. Hasta que se
llegó, por estos caminos y por tales procedimientos, a configurar lo que
eufemísticamente se denomina La Colonia.

Un período histórico como éste, de sus características políticas, sociales,


económicas, humanas y religiosas, no es posible encontrarlo en ningún tiempo
pasado, ni podrá repetirse tampoco en la interminable sucesión de los siglos que
están por venir. ¿Pero, qué fue realmente la Colonia? ¿Qué representa en el
orden del espíritu, para unos pueblos que vivieron en su vasallaje? Si bajo su
imperio se vivía una forma inequívoca de esclavitud, ¿de qué modo pudo entonces
América refluir ventajosamente sobre Europa, hasta lograr removerla de sus bases
milenarias?.

Ninguna investigación, en efecto ha podido darle al hombre de hoy la visión plena,


en extensión y profundidad, de lo que fue La Colonia. Los historiadores, filósofos,
ensayistas, analistas y antropólogos que lo han intentado, apenas nos dan la
vislumbre de unos sucesos superficiales, de fácil y obvia comprensión, que
refunden y entremezclan arbitrariamente lo religioso, lo económico y lo fantástico.
Y esos sucesos, que por lo general figuran en los manuales escolares de alguna
importancia, ¿serán acaso, todo lo que puede investigarse y saberse de cuanto
fue y representa en el pasado y en el presente ese dilatado período de nuestra
historia? Si América es como se presume universalmente, la reserva del mundo en
todos los órdenes es apenas natural que se indague, para afianzar consciente y
racionalmente esa presunción, todo lo que este continente guarda, todo lo que
recata y encubre en la tierra y en el mar, todo lo que representan sus ríos y sus
cordilleras, sus llanuras ilímites, sus páramos, precipitaciones y desiertos. Y sobre
todo el hombre, el hombre de América, el de esta América meridional que fundió
en una raza, aún no determinada científicamente, las diversas corrientes étnicas
que afluyeron a su suelo.

21

La América colonial subsistió, en sus primordiales características, salvo,
naturalmente, las formas de gobierno que adoptó a partir de las guerras de
independencia, hasta bien adelantado el siglo XIX. Aún hoy día, ya para finalizar el
siglo XX, no sorprende encontrar en ciertas regiones de América, de la América
india y mestiza, retazos muy definidos de la vida y las costumbres de los
pobladores del tiempo inmediatamente siguiente al Descubrimiento. Y subsisten
esos rasgos todavía porque la pobreza del indígena, que es; en parte,
consecuencia innegable de su propia idiosincrasia, se ve agravada por una
organización social que cuando no la repudia abiertamente, la mantiene
sigilosamente en el olvido. Ir hacia dentro de esa fenomenal maraña que es
América, que es la vida en América, la de ayer sobre todo, pero también en
muchos aspectos la de hoy, es enfrentarse a unas realidades naturales, humanas
e históricas, que cuesta trabajo compaginar con las de un mundo como el
europeo, cuya civilización, cultura y progreso han rendido sin medida los
espléndidos frutos de una evolución varias veces milenaria.

Llegar hasta estas tierras recién rescatadas providencialmente del fondo del mar
tenebroso, y proyectarlas en lo que son, o en lo que se presume que son, a través
de una conciencia esmeradamente educada para una vida de altos
comprometimientos intelectuales, es casi un imposible moral por la
incompatibilidad de términos y valores que una confrontación semejante plantea.
De un lado se viene de la más antigua y encumbrada tradición humanística, con
creencias y convicciones históricas lúcidamente arraigadas en la conciencia
individual y colectiva, y del otro se está en un mundo recién creado, asombroso y
desconocido, sin raíces fácilmente identificables, con unas formas de sociedad y
de vida que, comparativamente con las europeas de ese tiempo, hacen pensar en
la primera edad del hombre, superada apenas ligeramente la etapa de las
comunidades migratorias.

Si se desea, en verdad, tomar conciencia clara de tales fenómenos y


circunstancias, es necesario acudir en demanda de auxilio a las dos grandes
fuentes de información que existen a nuestro alcance: una son los relatos de los
Cronistas de Indias de los siglos XVI y XVII, y otra, las revelaciones y
descubrimientos científicos de los viajeros extranjeros de los siglos XVIII y XIX.
Entre las dos modalidades de observación, recuento y estudio se percibe, como
factor convergente y coadyuvante, un mismo propósito de desvelar y sacar a luz
cuanto en ese proceso de conquista y colonización tenía que ver, primero, con la
conducta de los dos pueblos en pugna el invasor y el invadido, y, segundo, en
cuanto ofrecía la naturaleza a la exploración científica y a la codicia y goce de las
riquezas. No cabe duda de que, desde el punto de vista humano e histórico, la
obra de los cronistas es mucho más representativa de la dignidad y libertad del
hombre, en este caso del indígena, que la de los mismos viajeros, cuyas miras
iban por otros rumbos en procura de satisfacer otros intereses. Tal vez valga
recordar, para dejar sentado en qué consiste primordialmente esa diferencia, que
si los cronistas eran, en buen número, gentes de Iglesia, o, al menos, aventureros

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de buena ley, con miras, casi siempre, a la satisfacción de elevados empeños
apostólicos y misionales, —Bartolomé de las Casas, Juan de Castellanos,
Fernández de Oviedo, Cieza de León, José de Acosta, Pedro Aguado, Pedro
Simón, Lucas Fernández de Piedrahita, entre otros muchos—, los viajeros eran, a
su vez, hombres de estudio, de serias disciplinas intelectuales, encaminados casi
todos a indagar científicamente la naturaleza de cuanto en sus diversas formas les
ofrecía la tierra americana. Basta, pues, una pequeña reflexión para entender esa
diferencia, siendo preciso advertir, sin embargo, que ni los científicos se mostraron
indiferentes ante los fenómenos religiosos, políticos o sociales, ni los cronistas
ante lo que era propio de la naturaleza física, y en particular de la minería, la fauna
y la flora. Todos a una, cronistas y viajeros, se esmeraron, además, por conocer a
fondo la tradición, formación y cultura de los pueblos aborígenes, y de ese
empeño se encuentran admirables demostraciones en sus libros.

Si se repasan las bibliografías que se han editado en Colombia y sobre todo las
muy sobresalientes de Gabriel Giraldo Jaramillo, se advertirá cómo el número de
los viajeros es bastante considerable. Los hubo de distintas
nacionalidades: ingleses, alemanes, holandeses, suecos, franceses, etc., etc. La
sola mención de algunos nombres franceses permite formar una idea de lo que
significa en su conjunto este grupo de observadores extranjeros del pasado siglo,
y los estudios con que favorecieron los avances de la ciencia en el conocimiento
del mundo americano.

André, Edouard, — “L ‘Amérique Equinoxiale”. —Le Tour du Monde. —París 1877-


1878-1879.

Boussingault, Jean Baptiste. — "Mémoires". París. 1892.

Brettes, Comte Joseph de. — “Chez les indiens du Nord de la Colombie. Six ans
d’explorations”. Le Tour du Monde. París. -1898.

Brisson, Jorge. — “Exploración en el alto Chocó". Bogotá, 1895. Casanare.


Bogotá. 1896. Viajes por Colombia. Bogotá,1899.

Candelier, H. “Riohacha et les indiens goajires”. París. 1893.

C revaux, j. et Le j anne. — “Voyage d’exploration á travers la Nouvelle Grenade et


le Venezuela". Le Tour du Monde. París. 1882.

Daux, F. G. — Quelques Semaines en Colombie. —Le Havre. -1885.

D’Espagnat, Pierre. — “Souvenirs de la Nouvelle Grenade”. -París. -1909.

Enault, Louis. —“ L ‘Amérique C’entrale et Méridionale “. París. -1867.

23

Etienne, C. P. — “La Nouvelle Grenade. Aperçu Genéral sur la Colombie et Récits
de voyages en Amérique”. París. 1828.

Gabriac, Comte de. — “Promenades á travers de L ‘Amérique du Sud, Nouvelle


Grenade, Ecuateur, Perou, Brasil. París. 1868.

Gauthier, Leon. —“Fragments du Journal de Voyage d’un peintre en Amérique


Latine”. -(1848-1855).

Kandenole, M. de. — “L ‘Odysée de Jean Languille. Voyage d’exploratíon á travers


la Colombie et le Venezuela “. —Abbevi lle. -1898.

Lafond, Gabriel. —“Voyages dans L´ Amérique Espagnole pendant les guerres de


l’independence”. —París. -1844.

Le Moyne, A. — “Voyages et séjour s dans l ‘A mérique du Sud -París. 1880.

Mellet, Ju l ien. — “Voyage dans l ‘ Amérique Méridionale, a l’interzeur de la Cóte


Ferme et aux il es de Cuba et de Jamaique, depuis 1808 j u squ’ en 1919 " . París.
1923.

Mollien, Gaspar Theodore. “Voyage dans la République de Colombie”. París.


1824.

Reclus, Elisée.“Vovage á la Sierra Nevada de Sainte Marthe. Paysages de la


nature tropicale”. —París. -1861.

Roullín, Françoís Desiré “Histoire Naturelle et Souvenirs de Voyage”, París.

Saffray, Dr. Charles. “Voyage a la Nouvelle Grenade. 1869”. Le Tour du Monde.


París. 1872-1873.

Saint Gautier, Soeur Marie.“Voyages en colombie, de Novembre 1890 á Janvier


1892”. — París. 1895.

Ternaux, Henry. “Essai sur l’ancien Cundinamarca” París. 1842.

Wiener Charles. — "Amazone et Cordilléres”. Le Tour du Monde, París. 1883.

“Con los viajeros del siglo pasado —dice Eduardo Acevedo Latorre—, nació la
geografía descriptiva, en la que fueron maestros los franceses. Geógrafos y
geólogos, botánicos y naturalistas recorrieron muchos kilómetros haciendo acopio
de informaciones y experiencias que luego presentaron en la amena y rica
literatura de viajes que no es otra cosa que geografía de la más pura calidad”. Y
en otro aparte de la Presentación de la Geografía Pintoresca de Colombia dice
Acevedo: “A comienzos del siglo XIX apenas si se había logrado conocer la tierra
24

en su configuración y grandes lineamientos, mas faltaba mucho por investigar en
el interior de los continentes. Se ignoraba el nacimiento de los grandes ríos se
desconocía el rumbo y altura de los grandes ramales orográficos, nada se sabía
de las gentes primitivas que poblaban recónditos y apartados lugares y apenas si
se había iniciado el estudio de la flora, la fauna y las riquezas minerales. Fue así
como en el siglo pasado los viajeros, haciendo un tanto de lado la simple aventura,
se lanzaron por todos los caminos del mundo con el afán científico de explorar
tierras desconocidas y escudriñar todo aquello que había permanecido ignorado y
oculto”.

Puede que no sea verdad para todos los gustos, pero sí lo es para innumerables
lectores de los libros de viajes, que el escrito por Jean Baptiste Boussingault, que
ahora se publica completo en su versión castellana, es de los más amenos,
objetivos y útiles. Incurriríamos en indudable descortesía con los lectores si nos
anticipásemos en estos ligeros comentarios a reseñar su contenido, cuando
sabemos que por la variedad de temas y reflexiones que contiene, su
conocimiento debe quedar reservado a quien tome esta obra en sus manos y
recorra, atenta y provechosamente, sus páginas. Procediendo así, el lector
descubrirá, en admirable sucesión, todos los episodios que dieron razón y ocasión
a Boussingault para elaborar con tanta aplicación y picardía su obra. Sin que falten
los apuntes humorísticos, ni las anécdotas galantes y caballerescas. Recuérdese
que el notable viajero andaba por los veinte años cuando desembarcó en América,
y que estas Memorias fueron redactadas ya en la senectud, si bien sobre apuntes
puntualísimamente tomados en esos doce años de peregrinaje, día por día.

No deja de ser curioso, por lo tanto, que el señor Boussingault abra la caja de sus
recuerdos trayendo a cuento escenas de violencia de los días de la Revolución
francesa y de la instauración, después, del imperio napoleónico. Su vida, hasta los
veinte años, coincidió totalmente con la epopeya descomunal y gloriosa del corso,
cada uno de cuyos episodios él vivió en París, directamente, o los conoció por
referencias fidedignas. Es fácil presumir la honda sensación que hubo de
experimentar este joven al hacer, ya en América, la confrontación de lo que fueron
aquellos hechos sangrientos y heróicos del viejo mundo, con los que se cumplían
ahora en América , en Colombia particularmente, durante los años, también
sangrientos y heróicos, de la lucha por la Independencia. Napoleón y Bolívar, ante
los ojos de un aprendiz de sabio, que fue testigo presencial de lo que uno y otro
hicieron en pos de sus destinos, ¡ ya por la gloria de Francia, ya por la libertad de
América! .

Las penalidades que hubo de soportar el joven Boussingault en su recorrido por


Venezuela, Ecuador y Colombia, fueron de tal naturaleza, que no es fácil entender
cómo pudo sobrellevarlas tan denodadamente, ni cómo, a pesar de ellas, vivió y
convivió en este medio duro y hostil por algo más de diez años. Y adviértase si se
quiere dar la debida importancia a este hecho que Boussingault no fue un viajero
de salón, un contertulio remilgado de cenáculos parlanchines y cortesanos, sino

25

un investigador de campo, que va a la naturaleza a escrutarla personalmente, y
que, como suele expresarlo el vulgo, reposa la cabeza en cualquier parte donde le
coja la noche. Todo lo que equivale en estas Memorias a indagación científica y
testimonio humano fue allegado así, a la intemperie, en los más variados y
contrastados climas y en las regiones de más peligroso acceso.

Pero también gozó, es cierto, de un discreto y estimulante prestigio entre las


gentes de sociedad, y no fueron pocas las damas y damiselas que pusieron en él
los ojos como en una presa seductora, vivamente apetecida. Boussingault pasaba
de largo, complacido y desdeñoso, por entre estas acuciosas admiradoras, y
solamente se supo de una de ellas que logró romper esa coraza de gentil
indiferencia con que defendía su libertad personal. Se trata de Manuelita París.
Boussingault relata, a propósito de ella y del cerco que por entonces ponían las
muchachas bogotanas a los jóvenes en propincuidad nupcial, esta anécdota: “Una
noche había tertulia en casa de Pepe París, quien se había convertido en hombre
acaudalado explotando las minas de esmeraldas. Su hija era una persona
deliciosa, muy bajita, 1,50 metros y realmente había una afinidad entre ella y yo.
Manuelita participaba en la reunión y al filo de la media noche, cuando todos
estábamos un tanto sobreexcitados, un amigo inglés se acercó para decirme al
oído: “Don Juan, tenga cuidado, hay un cura que va a hacer su
aparición”. Entonces, sin que nadie se diera cuenta, procedí a retirarme
discretamente”.

“A pocos días de esto, me encontré con mi novia Manuelita —precisamente el


mismo nombre de la favorita— y le planteé claramente la propuesta de
matrimonio, con la condición de que tendría que vivir en Europa. Manuelita no
tenía inconveniente en pasar una temporada en Francia, pero me declaró
francamente que no le gustaría establecerse allá. La dejé, después de haberle
besado la mano en miniatura; mi asistente me esperaba en la puerta de la casa;
salté a caballo y salí para el Magdalena. No volví a ver a la pequeña y graciosa
Manuelita París ".

Sólo resistiéndola muy fuertemente, no cedemos a la tentación de referir algunas


de las muchas anécdotas de que está tapizado este libro. El lector tendrá el
agrado de saborearlas directa y personalmente, lo mismo las que tienen que ver
con las damas de alta alcurnia, y citamos entre ellas, caprichosamente, a la simpar
Manuelita Sáenz, que con las de clases más humildes, pero que no son sin
embargo, menos seductoras y atrevidas que aquellas. Y también las anécdotas
que tienen que ver con las gentes del gobierno civiles o militares, y con los
clérigos, y con las personas de aquí y de allá que dieron siempre ocasión o motivo
a un comentario picante, a un chismorreo de antesala o alcoba. Y están las
opiniones que expresa sobre Bolívar, Páez, Santander, Flórez, Sucre, Obando y
López, y cien individuos más del ancho mundo de lasociedad, el gobierno y la
política. Boussingault no tiene ningún reato en consignar en su libro el elogio o la

26

diatriba que escuchó sobre ellos a los amigos o los enemigos, o que a él
directamente le inspiraron.

Es especialmente desenfadado al referirse a Santander o a Obando, haciendo


eco, desde luego, a las fuertes críticas de que habían sido objeto en diferentes y
muy conocidas circunstancias de su actividad pública . Algunas veces las fórmula
Boussingault tomándolas de su propio huerto, y resultan ser las más ofensivas.
Pero entiéndase que esto lo hacía el joven francés a título apenas de entretención
y pasatiempo, como un ocasional chismorreo de tertulia, sin ánimo político
preconcebido, pues a pesar de semejantes referencias a personajes de esa
categoría, en ningún momento asumió posiciones en favor o en contra de jefes o
partidos políticos. Fue, en esto, de una indiferencia perfecta.

Francisco Antonio Zea no dejó de recibir también algunos dardos, a la postre


inofensivos. Lo presenta, en electo, como los colombianos de esos días lo
imaginaban, viviendo fastuosamente en Europa, a expensas, decían, de los
réditos del famoso empréstito. Se divulgaban consejas que lo presentaban como
un Fúcar como un manirroto impenitente. ¿Por qué aparece este insigne y
vilipendiado compatriota nuestro haciendo acto de presencia en las Memorias de
Boussingault, y de modo tan destacado? El propio autor nos lo dice. “Después de
éxitos y reveses, de crueldades increíbles cometidas de un lado y del otro, el
poder de España fue debilitándose día a día. Bolívar, jefe del nuevo Estado
llamado Colombia, que comprendía Venezuela, Nueva Granada y la Audiencia de
Quito, creó un ejército con gentes del pueblo...”. Fue de Angostura, en donde se
proclamaron las leyes fundamentales de la nueva república, en diciembre de 1819,
de donde Bolívar “envió a Europa —dice Boussingault— don Antonio Zea, en
calidad de plenipotenciario, para solicitar el reconocimiento d e l nuevo Estado, así
como ayuda en dinero para comprar armas, municiones y barcos de guerra ".

Zea tuvo además una misión especial: “la de enviar a Colombia jóvenes instruidos
para fundar en Santa Fe de Bogotá, la capital, un establecimiento científico,
escuela, particularmente destinada a formar ingenieros civiles y militares... Zea era
un botánico hábil que amaba las ciencias, y Bolívar había vivido en Europa lo
suficiente para comprender la ventaja que su país obtendría con una institución
semejante... Con el objeto de reclutar jóvenes instruidos y decididos, el señor Zea
se relacionó con un joven peruano nacido en Arequipa, alumno de la Escuela de
Minas de París, el señor Mariano de Rivero... Creo que fue por intermedio de Voltz
que el señor Berthier, “mi enemigo”, propuso mi nombre al señor Zea, para entrar
al servicio de Colombia. Me ofrecían 7.000 francos de sueldo, un grado
equivalente a ese sueldo y mi transporte en un buque de guerra, además, debía
suscribir un contrato por cuatro años”.

Don Francisco Antonio Zea entra así a figurar en estas Memorias, como directo
promotor del viaje a América del joven Boussingault. Zea protagoniza una de las
biografías más apasionantes del tiempo de la Independencia, no tanto por el papel

27

que desempeñó en ella como político, legislador y gobernante, sino por su
desempeño en Europa a raíz de grandes conflictos en que se vio comprometido
en tiempos del Pacificador Pablo Morillo. No viene al caso evocar ahora los
episodios de esa dramática y admirable existencia, pues se conocen muy notables
textos que la divulgan profusa y fidelísimamente. El Zea que cabe recordar en
estos momentos es el que conoció en París el joven Boussingault, sin que
entremos a divagar sobre si el personaje que nos presenta el a utor corresponde
o no a la realidad histórica y si se ajusta a la verdad del hombre. “Una de mis
primeras visitas —dice—fue, naturalmente, al ministro de Colombia: firmamos un
contrato y recibí 2.000 francos".

“Zea fue muy amable: era un hombre encorvado, prematuramente envejecido


porque había sufrido mucho en los llanos de Casanare; estaba relacionado con el
mundo científico, y como había logrado un empréstito en Inglaterra, se desquitaba
de la miseria por l a que había pasado en América en la época en que era un
proscrito, un prisionero en tristes circunstancias: en 1815 Zea fue arrestado en
Nueva Granada con algunos otros patriotas, entre ellos Nariño, el traductor de los
Derechos del Hombre y fueron enviados a España. Zea, protegido por sus amigos,
recobró la libertad, se casó con una española y se vino a Francia, donde moría de
hambre. Viajó a América para reunirse con el general Bolívar, con quien compartió
la buena y la mala fortuna; fue nombrado vicepresidente del Congreso
Constituyente de Angostura; su mujer y su hija permanecieron en París, en donde
vivieron en una manzarda de la calle Mouffetard por 4 ó 5 años, ganando en
trabajos de costura apenas lo indispensable para subsistir”.

“Cuando conocí a la familia Zea, ocupaban una linda casa en la calle Cau-Martin,
gozaban de gran opulencia, tenían coches, sirvientes de librea y se trataban con el
gran mundo; la señora Zea era muy joven todavía y de una rara belleza; mujer
excelente, contaba con sencillez sus miserias anteriores; estaba llena de salud,
pero la atendía asiduamente un joven médico mexicano. Algunos años después,
se casó con el general de Rigny. Debido a los asuntos de nuestra
expedición, yo pasaba frecuentemente una o dos horas en el salón de los Zea,
donde se veía toda clase de especuladores, intrigantes y posiblemente
estafadores que habían olido el cofre lleno”.

Esta semblanza de Zea nos lo presenta como un pródigo inconsciente, entregado


a una vida de opulencia y molicie, entre halagos y complacencias. La realidad de
esa vida no parece que se ajuste a tal modelo. Pero, sin embargo, es cierto que no
faltaron, en Europa y en Colombia, las voces de protesta, algunas veces
indignadas, de envidiosos y malquerientes que lo acusaban de dilapidar en el
desempeño de su misión sumas desproporcionadas, y lo injuriaban con la
suspicacia de que para poder actuar impunemente y a sus anchas en este sentido,
se abstenga de enviar al gobierno, con la periodicidad necesaria, los informes
fiscales a que estaba obligado. Imputación calumniosa. Roberto Botero
Saldarriaga dice, en su biografía del granadino, que éste “comunicaba

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regularmente a su gobierno el curso de sus gestiones, su manera de pensar sobre
todos aquellos temas que pudieran revestir algún interés para la nación que
representaba. Desgraciadamente la correspondencia se perdía", y trae a cuento la
explicación dada al gobierno por Zea, en el sentido de que “eso provenía de la
notoria infidelidad de la administración de las postas de París". Y cita además
Botero Saldarriaga a Stefan Zweig, quien en su biografía de María Antonieta
recuerda que “el hurto postal era considerado en aquellos tiempos el medio genial
de la diplomacia ".

En todo caso, si Zea no era un dilapidador irresponsable, tampoco parece que


fuera un exagerado y celoso guardián de los dineros del empréstito, sin que se
pueda pensar que los distraía en exclusivo y personal beneficio. Lo que Zea
entendía muy bien es que el decoro del país que representaba, exigía que su
vocero en Europa no viviera ni se comportara como un mendigo. Un día le escribió
a Bolívar: “Es verdad que esto exige muchos gastos, pero no hay otro modo de
conseguir las cosas que no se hacen por amor a Dios “. Y viene bien a cuento,
a este propósito, el recuerdo de Level de Goda en su libro Nuevas Memorias?,
referente a la llegada de Zea a Madrid, el 6 de junio de 1821: “Bien luego llegó Zea
con bastante lucimiento, en su primoroso coche de lujo, acabado de hacer en
París, con preciosos jeroglíficos alusivos, llevando su postillón y dos
laca yos vestidos muy decentemente, con finos hopos de plumas en el sombrero,
y vistosos penachos los caballos que tanto lucieron en la entrada ".

De todas suertes, y gracias a la mediación de Zea, emprende Boussingault su


interesante aventura por tierras de Colombia, con sólo veinte años de edad y un
acervo de conocimientos científicos que le permitieron lanzarse a explorar los
misterios y riquezas de esta vasta porción del nuevo mundo. El relato que de ello
hace Boussingault es, para nuestro gusto, de un atractivo excepcional, por la
forma como recoge y presenta en él todo tipo de informaciones, observaciones y
reflexiones. El viajero Boussingault, protegido muy afectuoso del barón de
Humboldt, tenía muy bien formado, a pesar de su juventud, su criterio científico
sobre los experimentos que debía realizar en el curso de estas páginas se advierte
la minuciosidad y responsabilidad con que supo hacerlo, siempre en
circunstancias notoriamente adversas.

Concluimos en este punto la tarea, grata como pocas, de escribir algunas


apreciaciones en relación con el libro de Boussingault. Somos conscientes de no
haber formulado sino muy ligeras generalidades, pero al hacerlo así hemos tenido
en cuenta la circunstancia de que una obra de tan rico contenido como esta,
necesita largo tiempo para comprenderse y estudiarse en su totalidad. Cosa que,
para nuestra satisfacción, nos proponemos hacer sin otra mira que la de satisfacer
privadamente nuestro gusto.

Jaime Duarte French

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CAPÍTULO I
MEMORIAS DE J. B. BOUSSINGAULT*

Mi formación - La Revolución francesa - Napoleón - El espanto de la guerra -


Humboldt - Preparativos de viaje.

Mis recuerdos más lejanos me llevan a una casa que, según supe después, se
hallaba en la calle Saint-Louis (en el Marais), en donde se encuentra actualmente
la iglesia de Saint-Denis. Era un antiguo convento que servía de cuartel a la
Primera División de París, del cual mi padre era almacenista. Recuerdo poca cosa:
un muchacho desgarbado, hijo del portero que se llamaba Amochey quien murió
en la guerra de Rusia; una pequeña judía que siempre tenía los pies embarrados;
un banco de piedra donde quebrábamos pedernal; pero de esa época no me
queda la menor idea de mi padre, ni de mi madre, quienes, sin embargo,
habitaban en el cuartel.

A esos lejanísimos recuerdos se mezclan los de tambores, pífanos, soldados y


árboles corpulentos. Supe después que antes de llegar allí, habitábamos la calle
d'Enfer, cerca del jardín de Luxemburgo. Me contaron pero no lo recuerdo, que mi
sirvienta me había perdido en el jardín, en donde me encontraron sentado solo,
bajo un gran árbol llorando y llamando a Babet.

En seguida recuerdo la calle de la Parcheminerie, una de las más sucias y oscuras


de todo París, habitada por traperos, preparadores de pergamino, negociantes de
vino y toda clase de gentuza, en donde mi padre había comprado dos casas; la
que habitábamos, el número 20, al extremo de la calle Boutebrie, era la única que
recibía el sol una hora al día. Nuestro vecino de la derecha era un peluquero; el de
la izquierda un lavador de levadura. Al frente de la esquina de la calle Boutebrie,
un ebanista, el viejo Dupont, jacobino, cuya esposa había sido una de las que
tejían calceta en los tribunales revolucionarios; él tenía un busto de Voltaire sobre
el que colocaba su gorra.

Mi padre, antiguo militar, había obtenido una tabaquería**, a la cual añadió un


negocio de miscelánea. La tienda era oscura y la trastienda, en donde siempre
nos reuníamos, era una habitación que necesitaba continuamente luz artificial; se
abría sobre un patio de pocos metros cuadrados, parecido al fondo de un pozo y
un olor a alcantarilla y lo único que lo lavaba era la lluvia.

Nuestros apartamentos se hallaban a nivel de la calle y consistían en una pequeña


habitación, una alcoba y un cuartucho. Como éramos los propietarios, teníamos
inquilinos: primero la señorita Dupuis, una cocinera retirada, mala como un asno;
la vieja Vebert, una anciana mendiga, casi ciega; el señor Fournier, empleado del
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"Monitor" ***, María que era carga bultos por la mañana en la plaza de mercado y
sirvienta nuestra por la tarde y había sido también tejedora en los tribunales
revolucionarios; además muchos otros como Bernadotte, un obrero empastador de
libros, sobrino del rey de Suecia, en ese entonces mariscal del Imperio... porque
estos recuerdos datan de 1806 o 1807.

Me habían puesto en la escuela de una vieja que enseñaba a leer a párvulos,


quien siempre me amenazaba con pegarme. En esos días, a consecuencia de lo
insalubre del sitio, enfermé gravemente de fiebres. Nuestro médico era un
fisiólogo, mas tarde el célebre Legallois, quien llevó a cabo experimentos
importantes sobre la temperatura del corazón de los animales después de la
decapitación. Contribuí a estos trabajos tan interesantes suministrándole todos los
gatos que podía agarrar en el vecindario. Mi enfermedad fue muy larga y recuerdo
muchas de las escenas que soñé durante mis delirios: veía continuamente la
figura del viejo Foix, sacristán de la parroquia, el hombre más feo que pueda
imaginarse, siempre borracho. Mi madre, viendo que persistía la fiebre a pesar de
toda la quinina que me daban, después de botar a la calle todas las medicinas que
me estaba tomando, alquiló un coche, me colocó sobre un colchón y partió
conmigo estando yo en estado de inconciencia; cuando volví en mí, me encontré
en un bello jardín, expuesto al sol; de allí me llevaron a un salón que me pareció
muy elegante, donde había porcelanas, un reloj de péndulo, cortinas, sillas,
poltronas, etc. Todas las mañanas tomaba leche fresca: estaba donde mi tía
Bertaud, hermana de mi padre, casada con un contratista de la pavimentación de
París, quienes vivían por el sitio de Capucines; fue allá donde por primera vez tuve
la noción de plantas florecidas, de prados verdes y de sol ardiente.

Después de mi restablecimiento regresé a la calle de la Parcheminerie y a partir


de ese momento comencé a darme cuenta del medio donde vivía. Nuestro barrio,
indudablemente, estaba habitado por las gentes más miserables de París, pobreza
aumentada por los sucesos políticos que habían terminado con las fuentes de
empleo. Debíamos estar por los años de 1806 o 1807: no existían las industrias,
no había comercio y los habitantes del barrio estaban apabullados por toda clase
de miserias; apenas vestidos, generalmente sin qué hacer; me impresionaron a tal
punto que todavía me parece verlos. Sus niños sufrían de hambre y de frío y
venían a pedirnos pan y restos de comida, de la cual nosotros también
carecíamos; los padres debido a las privaciones se enfermaban y Antonio y
Jerónimo, los aguateros del barrio, los llevaban en la camilla al hospital, de donde
no volverían a salir. Los niños se convertían en huérfanos y llegaba el comisario
de policía del barrio, hacía un interrogatorio y los pobres chicos eran llevados al
hospicio en donde se les conocía como "niños de la Patria". A los 13 o 14 años se
convertían en aprendices y apenas llegaban a ser obreros los enviaban al ejército.

Era un triste espectáculo el de ver la exasperación de los padres, especialmente


de las madres cuando sus hijos eran llevados al ejército ya que un conscripto era
considerado como condenado a muerte. Estas familias miserables maldecían

31

calladamente al gobierno y a Napoleón y, por un contraste singular, los
conscriptos se paseaban por las calles y partían gritando: "Viva el emperador".
Una vez idos no se les volvía a ver. No supe sino de una sola excepción: fue "X",
quien apenas recibido en un regimiento de húsares, a menos de dos meses de
haber dejado su familia, participó como trompeta en la batalla de Essling (mayo 22
de 1807) en donde fue mortalmente herido el mariscal Lannes; el desafortunado
"X" volvió con una pierna de madera, de resto en buen estado y con dos
pensiones: una del Estado, como inválido y la otra que le pasaba la viuda del
mariscal Lannes.

Los vecinos con quienes manteníamos relaciones eran el viejo Gautrot, peluquero,
escribano, poeta y borracho. Era un hombre que había recibido una buena
educación y a quien su mujer le pegaba cuando había bebido; su hermano
ocupaba una muy alta posición en la administración de la guerra; un día el viejo
Gautrot se incorporó al ejército en calidad de empleado importante de los
hospitales militares; a su mujer le encantó su partida, pero como el pobre murió de
frío en la campaña de Rusia, ella se reprochó siempre este triste desenlace.

Enfrente a nosotros vivía la familia Dien. El padre era un grabador y uno de sus
hijos se convirtió en un artista distinguido en esta especialidad. También había dos
curtidores de pergamino, uno llamado Imbault y el otro Hebert cuyo sucesor fue
Faverolle y al fin, había un viejo beato, Gauthier, que fabricaba todos los objetos
necesarios para la imprenta.

Las fábricas de pergamino se remontaban a los tiempos más antiguos; la tradición


pretende que ya existían en la época de la reina blanca, quien habitaba una casa
de la calle du Foin, en la esquina de la calle Boulebrie. Antes del invento de la
imprenta, la calle de la Parcheminerie estaba ocupada por una buena cantidad de
pergamineros; entre otras cosas estaba situada en el centro de las escuelas cerca
de la calle du Fouarre, de la calle Saint Jacques, de la calle du Cloitre-Saint-
Benoit, del Colegio Real y de la Sorbona y es curioso destacar que fue
precisamente en esta calle donde se establecieron al principio las fábricas de
elementos necesarios a la imprenta que había reemplazado a los copistas.

En la época de mis recuerdos las dos fábricas de pergamino estaban


especialmente ocupadas en la fabricación de parches para tambores. Nuestra
casa, número 18, tenía una fachada que daba sobre una callejuela llena de lodo,
que iba a salir a la plaza de la iglesia Saint-Séverin, una de las más antiguas de
París. En esta plaza se reunían los niños del barrio cuando lo permitía el
suizo (1) de la iglesia, quien se parecía increíblemente a Luis XVI, tanto así que se
murmuraba que era uno de sus hermanos.

Los sacerdotes de Saint-Séverin eran jansenistas. Yo iba a la iglesia solamente


para obtener pan bendito y todavía recuerdo a todas las beatas con su uniforme
que consistía en un bonete redondo, sui-géneris, que usaban aun las personas

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distinguidas, entre las cuales nombraría especialmente al señor De Sacy, con su
gran peluca, su vestido marrón a la francesa, un gran bastón con empuñadura de
oro, acompañado de su mujer que llevaba faldas con miriñaques. Una tarde, en la
callejuela, vi que uno de los sacerdotes jansenistas abrazaba a la hermana
Victoria, quien dirigía la escuela de las niñas pobres; esta historia la conté a la
sobre mesa de mi casa y esto me valió una cachetada de mi mamá.

La plaza y el portal de San Severino eran mi mundo: el domingo acompañaba a mi


hermana a la misa rezada en la capilla de la Virgen. Un día al entrar a la iglesia
nos abordó una mujer y nos invitó a comer unas galletas a su casa; al llegar a un
punto estrecho de la calle San Severino, la mujer me pidió que esperara abajo
mientras mi hermana la seguía para conseguirlas galletas; estaba esperando
todavía cuando vi que mi hermana regresaba llorando: había sucedido que apenas
entraron al zagúan la mujer le pidió a la niña que se quitara sus zarcillos y se los
diera, la empujó y la echó a la calle; yo creo que este zagúan era una entrada de
la iglesia de San Severino. Viendo llorar a mi hermana yo hice lo mismo y volvimos
a nuestra casa seguidos de otros niños que lloraban con nosotros. Cuando
nuestros padres supieron lo sucedido se quejaron ante el comisario de policía pero
jamás se descubrió a la ladrona.

Este acompañamiento de llorones me recuerda un incidente que sucedió en la


escuela de la señorita Lenormand en donde mis condiscípulos me convencieron
que me había tragado un clavo que mantenía en la boca mientras jugaba; me
aseguraron que iba a morir y entonces, acompañado de toda la escuela que
lloraba, fuimos a mi casa. El suceso no tuvo ninguna consecuencia.

Entre lo que se podía llamar la aristocracia del miserable barrio del que
formábamos parte, se encontraba la familia Thibaudier: el padre era suboficial de
los veteranos, tenía un hijo y varias niñas a quienes frecuentemente visitábamos.
En ese entonces yo era muy amigo de un chico llamado Miguel que me enseñaba
a tocar tambor. Éramos también amigos de la familia Debosse, cuyo padre era
indudablemente un mulato de las colonias francesas. Su hija, la señorita Clarisa,
amiga de mi hermana, tenía la piel oscura, lo que atraía todas las miradas;
indudablemente era una cuarterona. En fin, el viejo Enault, albañil y fabricante de
papel de colgadura. Su hijo, un poco mayor que yo, era uno de mis camaradas y
en su taller pasé muchas horas siguiendo los procedimientos de impresión del
papel, lo mismo iba con frecuencia donde un vecino cerrajero, en donde yo
aprendía ese arte y a otro taller donde veía fabricar cartucheras para los soldados;
y también donde el señor Dien, donde me familiarizaba con las impresiones del
grabado en colores.

Aún estaban frescos los recuerdos de la Revolución francesa y entre la población


del barrio, pudiéramos decir la gente del montón, se encontraban las opiniones
políticas más opuestas y oí más de una discusión sobre los acontecimientos de
esa época. El viejo Enault, antiguo soldado de las guardias francesas era un

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realista convencido y hablaba muy alto, especialmente cuando había bebido. Un
zapatero de nombre Hardi, de figura realmente atractiva, era señalado como
antiguo presidente de un tribunal revolucionario. Un hombrecillo vestido de gris, de
fisonomía bondadosa y de aspecto exterior distinguido, sin embargo, hacía huir a
los niños cuando pasaba por la calle: se llamaba el señor Marc y se enorgullecía
de haberle dado una cachetada al delfín cuando este infeliz había sido detenido en
el Temple. Todavía veo a un tintorero de la calle Saint Jacques, de figura atroz,
rostro enrojecido, la cabeza cubierta por un asqueroso gorro de policía, apodado
el "septembriseur" (2) porque realmente había participado en las masacres de
septiembre. Dentro de la clase obrera Moreau contaba con un gran número de
seguidores, puesto que a los ojos de ellos era una víctima del general Bonaparte.
De resto, como siempre sucede después de una fuerte sacudida de orden social,
la apatía de las masas era grande.

Fuera del barrio, nuestras amistades eran muy limitadas. El señor Nicolle venía a
vernos con frecuencia; era un pintora la aguada que adquirió gran reputación. Era
la miseria personificada: pantalones gastados de terciopelo, levita gris raída y un
sombrero grasoso que parecía clavado sobre su cabeza porque nunca ni ante
nadie se lo quitaba, y decía que le habría sido imposible trazar una línea recta si
no hubiese tenido el sombrero sobre su cabeza. Esta manía le causó dificultades
cuando algunos años más tarde el barón de Humboldt le presentó al rey de Prusia
como el artista más capaz para pintar los cuadros de París, particularmente del
Louvre, que el rey deseaba llevar a Berlín. Ahí, inevitablemente, tuvo que quitarse
el sombrero grasoso; el pobre artista, descubierto, se agitaba, comenzaba,
borraba, pero no llegaba a nada, cuando el rey viendo su desazón, le dijo
sonriente: "querido señor Nicolle, cúbrase; yo sé que le es imposible trabajar con
la cabeza desnuda". El pintor no se lo hizo repetir y el trabajo avanzó rápidamente
con gran satisfacción del rey. Yo vi esta pintura el mismo día en que el viejo
Nicolle la llevaba donde el señor de Humboldt: representaba el Louvre, el Pont des
Arts y el Instituto. Cuando se le preguntaba cómo había sido tratado por el rey,
contestaba: "un hombre encantador, me dio licencia de permanecer cubierto".

He oído decir que ningún dibujante tenía los trazos tan seguros como el viejo
Nicolle y él mismo estaba de acuerdo en la seguridad de su mano, pero añadía
que estaba convencido de que jamás había trazado una línea perfectamente
horizontal. Se decía: "bueno como el señor Nicolle"; él podía tener 60 años, era
extremadamente vivaz y se expresaba con una gran facilidad. Se podía juzgar su
actividad por el hecho de que, viviendo en el quinto piso de una casa de la calle
Saint Jacques, bajaba varias veces al día para hacer todas las compras, como el
pan, la carne y el vino que llevaba en una botellita que escondía cuidadosamente
en el bolsillo de su levita, con el objeto de hacer creer a sus vecinos, según decía
él, que tenía vino en su bodega. Con todo y su asiduidad al trabajo y su talento
indiscutible, el viejo Nicolle ganaba escasamente con qué vivir estaba casado con
una mujer muy bien educada que tocaba guitarra en los cafés, lo que me hacía
pensar que había caído en la miseria a consecuencia de la revolución; ella estaba

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siempre correctamente vestida y no se rebajaba a hacer los oficios comunes a
otras señoras del barrio. Su única ocupación consistía en pasear a su hijita, una
pequeña encantadora, vestida siempre como una pequeña marquesa.

El viejo Nicolle me contó varias veces su historia: era hijo de un expendedor de


bebidas establecido en la calle del CloitreSaint-Benoit y en su juventud ayudaba a
su padre a servir bebidas en el mostrador. Aprendió dibujo en la Escuela de la
calle de l'Ecole-de-Medicine y cuando su talento comenzó a desarrollarse, una
afición irresistible lo arrastró hacia la profesión de artista. Cuando tenía 20 o 21
años dejó el negocio de su padre y se fue llevándose como único equipaje sus
lápices, su portafolio, su paraguas y 20 francos en el bolsillo. No regresó a París
sino después de doce años durante los cuales recorrió la región de Macon, de
Lyon, deteniéndose algún tiempo en las ciudades para ganar con qué continuar su
viaje. Visitó asimismo toda Italia, deteniéndose en Roma, en Florencia, en Pisa,
etc. Cuando regresó a París, un poco antes de la revolución, el muchacho que
vendía licores en el negocio de su padre, se había convertido en un artista cuyo
talento no tardó en manifestarse. Vivía para el arte y a la vez se dedicaba a serios
estudios y cuando tuve edad de comprender me produjo enorme placer oírlo
contar la sorpresa que tuvo con las primeras experiencias del trasvase de los
gases, a las que había asistido en el curso de una lección de química que
Macquer dictaba en el Jardín de Plantas.

Difícilmente se podría entender cómo una existencia tan laboriosa no había podido
llevar la tranquilidad a un artista de talento indiscutible y de conducta
irreprochable, si no se supiera que Nicolle estaba dominado por una pasión
costosa: todas sus economías las absorbía la compra de grabados. Yo lo vi muy
desgraciado en ciertos momentos, tanto que venía a rogar a mi madre que le
prestase 20 o 30 centavos para comprar carne y pan, y sin embargo Nicolle era
rico; después de su muerte, se vendió en más de 100.000 francos su colección de
grabados, lo que aseguró la existencia de su mujer y de su hija. El viejo Nicolle
profesaba ideas muy republicanas.

Yo iba con frecuencia donde el padrino de mi hermana que tenía un gran almacén
de libros en el segundo piso de una casa en la calle Saint-Germain-l'Auxerrois. Mi
hermana había sido bautizada clandestinamente por un antiguo sacerdote de San
Eustacio, puesto que todas las iglesias estaban cerradas en ese entonces. Cordier
era oriundo de Saboya y apenas sabía leer y escribir y sin embargo, durante 25
años, fue el más famoso "bouquiniste" (3) de París.

Se ocupaba especialmente de completar colecciones y de adquirir las ediciones


más raras. Tenía para ese oficio una habilidad sobresaliente. Si Cordier no hallaba
un libro, ese libro era imposible de encontrar.

Sus entradas eran considerables y habría logrado hacer una gran fortuna si no
hubiera tenido gustos tan costosos: era un afcionado a la buena mesa y

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parroquiano de cafés; su mujer, a quien llamaban la Madrina, era enorme y
hablaba con dificultad debido a una parálisis; era una excelente mujer que me
regalaba libros y seguramente fue en esta casa donde le tomé gusto a la lectura.
Cuando murió la Madrina, Cordier se casó nuevamente con una mujer muy bonita,
porque a pesar de que era muy feo, le gustaban las mujeres hermosas. La casa
cayó poco a poco y Cordier murió dejando una fortuna considerable en libros de
toda clase.

Mi padrino se llamaba Boise y practicaba casi todos los oficios. Me llevaban a


visitarlo a Rueil, en donde administraba un hotel al cual iban a comer todos los
oficiales de la guardia consular ya convertida en guardia imperial. Era el hombre
más alegre del mundo, siempre de buen humor, muy conversador y sus chistes
hacían morir de la risa. Muchas veces cené en la mesa de los oficiales: en una
comida de despedida, por su partida a campaña, se había bebido más de la
cuenta y a los postres todos se untaron de queso de crema y yo también lo hice;
parecíamos un grupo de pierrots. De estos oficiales pocos regresaron, pero volvió
uno que conocía yo particularmente, un teniente de granaderos de nombre
Charles. Había entrado al servicio como oficial de abastecimiento en la campañía
de Francia y fue nombrado capitán de la guardia joven. El padrino Boise que era la
misma bondad, usó su influencia con Charles para que recibiera en su compañía a
un joven obrero de cerrajería, hijo de una pobre vecina, que había sido reclutado
recientemente. En la batalla de Montmirail, la compañía de flanqueadores se
distinguió de una manera especial: el joven obrero, que veía por primera vez el
fuego, terminaba su comida cuando se pusieron en marcha: "señor Charles, le dijo
a su oficial, si me matan cuéntele a mi madre que antes de morir me comí una
tajada de pan con mantequilla". Una hora después las filas de la compañía habían
mermado notablemente.

Charles vio caer a su joven recomendado, quien se había comportado con mucho
valor. El emperador pasaba al galope: "capitán, le dijo, le confiero el rango de
oficial de la Legión de Honor y dos cruces a su compañía". El emperador acababa
de partir de nuevo cuando Charles recibió una bala en un brazo que no le causó
herida grave por haber golpeado la culata del fusil que portaba. En la ambulancia
a donde lo transportaron el primer herido que vio fue al pobre cerrajero con un
balazo en el muslo; habiéndolo creído muerto, no le dio una de las dos cruces que
el emperador había concedido a los flanqueadores.

La madrina Boise tartamudeaba, era un poquito problemática pero una excelente


mujer. Había que verla cuando salía de brazo con el capitán Charles y pasaba
delante de la guardia para que le presentaran las armas. El viejo Boise se
empobrecía más, día a día, y murió algunos años después.

También íbamos donde una conocida de mi madre, su amiga de infancia y del


mismo país, es decir, alemana. La llamábamos la señorita Susana: era una mujer
alta, de buena figura, vestida con cierta elegancia y era dama de compañía de una

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anciana señora que vivía en la calle Saint-Gilles-aux-Marais. La señorita Susana
me llevaba con frecuencia donde su patrona, quien ya no podía abandonar su
sillón debido a su edad. Me hacían sentar en un pequeño taburete y me daban
una gran Biblia para que me entretuviera mirando los grabados. La anciana señora
vestía al estilo del antiguo régimen: usaba un bonete de encajes tan alto que me
parecía una torre y movía la cabeza permanentemente mientras me contaba
cuentos de los que yo no comprendía sino la mitad. Cuando la dejaba yo iba a
visitar al viejo Beauvais, su cocinero, quien siempre me regalaba algunas
golosinas.

Era un anciano que durante veinte años había aspirado, en vano, a la mano de la
señorita Susana, quien era tan candorosa como bella y a quien jamás le oí
terminar una historia que hubiera comenzado. Por ejemplo, cuando mucho más
tarde, supo que yo iba a entrar a la Marina, me dirigía interminables discursos con
el objeto de disuadirme. Ella me decía: "vea usted; nuestro joven señor, aun
cuando muy rico, partió hace treinta años para darle la vuelta al mundo y nunca
regresó; de seguro ha muerto, aunque mi pobre patrona lo espere siempre; era un
gran marino, muy célebre". ¿Cómo se llamaba? -le preguntaba yo. Nunca he
podido recordar su nombre. Después supe, con mucho trabajo, que se trataba de
La Perouse, de quien la vieja señora de la calle Saint-Gilles era la madre o la tía.

Mi familia conservaba otras relaciones en el Marais, un amigo de mi padre quien


pretendía ser su primo, era el señor Vaudet, un cerrajero de la calle del Roi-Doré
cuyo hijo se convirtió, más a delante, en mi cuñado. Algunas veces me llevaban a
visitarlos, lo cual me gustaba mucho, porque me dejaban limar y trabajar en el
taller. La vieja Vaudet era paralítica y en cuanto a él recuerdo que tomaba con
bastante frecuencia. Esta pasión por el vino le costó la vida, pues un día cuando
regresaba a su casa en invierno, se heló y lo encontraron muerto en la calle
Barbette, con un pavo en sus brazos que acababa de comprar.

No debo olvidar dentro de esta narración a mis amigos, muy íntimos, muchos
soldados veteranos del cuartel de la calle du Foin. Todos habían participado en las
grandes guerras de la República y del Consulado. Algunos de ellos habían
pertenecido al ejército de Egipto y yo sentía un vivo placer oyéndolos contar sus
campañas. Cuando tuve la edad suficiente, pasé muchas horas en la sala de
esgrima del barrio, donde recibía clases de un cabo de nombre Laruel, mala
persona, si las hay, pero un excelente maestro de armas.

Paso ahora a narrar nuestra manera común de vivir. Mi padre se levantaba


siempre muy de mañana para atender su comercio; mi madre, cuya salud era muy
delicada, lo hacía tarde, entre las 8 y 9 de la mañana tomábamos café con leche
de la siguiente manera: la vieja Pillet, una lechera, se instalaba delante de nuestra
puerta en la mañana y suministraba leche para toda la familia; en compensación le
dábamos café y azúcar de caña que se cambió por jarabe de uvas durante el
bloqueo continental, cuando el azúcar llegó al precio de 6 francos la Libra. Nuestra

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lechera era una campesina gorda, del pueblo de Ivry; que cada mañana traía su
mercancía ya en un carro, ya sobre un asno; ¡ella me tenía gran confianza, tanta
que yo le ayudaba en la cocina a ponerle agua a la leche!.

La primera vez que fui al campo fue donde la vieja Pillet que tenía una finca sucia,
fangosa y maloliente, como todas las de las cercanías de París. Allí, cada año,
pasaba varios días con mi madre.

El viejo Pillet era uno de esos campesinos marrulleros, cuya nariz roja acusaba su
afición al vino agrio; en cuanto a mí se refiere, nunca he podido decidirme a tomar
un solo vaso de esa bebida.

Donde los Pillet había tres hijos: una niña y dos muchachos, el menor de los
cuales apodado "cabrito" se ocupaba en hacer salchichas. Yo lo ayudaba en este
trabajo y con frecuencia veía que, después de haberse limpiado la nariz con el
dorso de la mano, revolvía el picadillo. De ese entonces hacia acá yo no le tengo
mucha confianza a las salchichas. Fue en la finca de Ivry donde vi por primera vez
el vino "azul" de los alrededores de París.

Como era entonces la costumbre, almorzábamos a las 2; con frecuencia sopa,


carne cocida y un plato de legumbres hervidas componían esta comida;
cenábamos a las 8 con carne fría y ensalada. Sobre la mesa había siempre una
vela, cuya mecha era desmesuradamente larga. Todo el mundo estaba acostado a
las 11.

El mobiliario estaba de acuerdo con la sencillez de las comidas: en la sala en


donde permanecíamos había una vieja mesa redonda, de roble, algunos asientos
de paja y sobre la chimenea un pequeño reloj de péndulo que representaba un
prestidigitador, además dos vasos de plata, dos vasos de vidrio y dos tazas. En la
cocina había un viejo aparador, una mesa y una gran fuente de pedernal envuelta
en mimbre. En la chimenea no se prendía el fuego sino una vez por año, en
Navidad, para asar un ganso. Yo me encargaba de dar vueltas al asador y de
rociar el ave. En la alcoba, en el primer piso una gran cama para los padres, un
escritorio, una mesa de juego, una linda cómoda y sobre la chimenea un reloj de
péndulo en estilo chino, con dos candelabros en cobre plateado, algunos cuadros
que representaban a Werther, Romeo y Julieta y los cuatro elementos: el agua, el
aire, el fuego, la tierra y un barómetro que yo había roto al tratar de desarmarlo
para conocer el secreto de la maquinaria y que invariablemente mostraba tiempo
seco.

Yo dormía en el cuartito sin ventana, cercano a la alcoba, en una camita de


madera de pino, a cuya cabecera colgaba una pilita de cerámica y el sable que
había llevado mi padre en las campañas de Marceau y en cuya hoja se leía:
"Libertad, Igualdad, Fraternidad o la muerte". En un rincón había una biblioteca
llena de libros disparejos de Voltaire, Racine, Corneille y una obra muy curiosa en

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la que se podían ver las imágenes de los miembros de la Asamblea Constituyente
y también "El Teatro de la Feria" que hizo las delicias de mi infancia.

A nuestro servicio teníamos una mujer, María, de quien ya he hablado y que traía
las provisiones. Que yo sepa, jamás mi madre entró donde un carnicero o donde
un panadero y durante los largos años que pasó en esta triste residencia no hizo
amistad con ningún vecino.

Teníamos que servirnos nosotros mismos: cada uno contribuía de acuerdo con
sus fuerzas y sus aptitudes. Más de una vez vigilé la marmita para evitar que se
quemara el cocido y cuando tuve fuerza suficiente, barrí la casa y el almacén. En
invierno rompía el hielo de la cuneta de la calle; más adelante me hicieron tostar
café, moler pimienta y pesar tabaco para los parroquianos; así aprendí a pesar. De
todos estos aburridos trabajos que llevaba a cabo en esta triste época de mi vida,
recuerdo con amargura la obligación de limpiar mis zapatos y de lustrarlos con
cera al huevo, después de haberles quitado el lodo de París y si me lo hubiesen
permitido, habría preferido cien veces estar embarrado; pero cuando debía salir de
casa, mi padre me hacía una severa inspección.

Nuestra familia estaba formada, en ese entonces por mis padres, mi hermana
Juanita y yo. Mi hermanita Colombe había muerto pocos meses después de
nacida y mi pobre hermano, el menor, no había nacido aún. Mis tías Colombe y
Duhamel eran parientas de mi padre que vivían en la casa. Los otros tíos habían
muerto o desaparecido, pero hablaré de algunos otros más adelante.

Los familiares de mi madre vivían en Alemania y nunca los conocí.

La familia de mi padre parece ser originaria del Loiret. Un primo Boussingault,


curtidor de cueros en París, había nacido en Orleans, hijo de un pastelero que
había inventado unas galletas que llevaban su nombre. Venimos seguramente de
un vendedor de vinos de París, suficientemente famoso por haber sido nombrado
en una cancioncilla de la época:

"Viejo Boussingot, envenenador..."


Boileau fue más amable con este abuelo, al ponderar su mercancía en la sátira de
"Diner".
"...Tengo catorce botellas de un vino viejo... Boucingo, no tiene ninguna igual".
Era en su tienda donde se encontraban Boileau, Racine y Moliere.

Mi abuelo nació en Hesdin en Artois, en los confines de la Picardía (Pas-de-


Calais). Era empleado de las haciendas del rey con el grado de capitán general y
gozaba de un sueldo que no estaba de acuerdo con el título de su cargo: 1.200
francos por año.

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* Estas memorias fueronredactadas por J. B. Boussingault hacia el final de su
vida, según susrecuerdos y sus notas. No estaban destinadas a ser publicadas.
Se imprimieron 300 ejemplares numerados para ser obsequiados a los amigos
del autor.

** El tabaco y sus derivados ya eran en Francia un monopolio del Estado. Su


venta al detal se hacía en los “bureaux de tabac”, que eran concedidos a
veteranos de guerra como recompensa por sus servicios.

*** Se trata de un periódico.

(1)N. de T. Suizo es el empleado de una iglesia, encargado de vigilarla.

(2)N. de T. Calificativo que se dio a los que participaron en las matanzas de


septiembre de 1792.

(3)N. de T. Bouquinistes: libreros de viejo, aún famosos en París.

Mi padre me decía frecuentemente que en su juventud no había conocido sino la


miseria; así tenía que ser puesto que la familia se componía de catorce hijos. Mi
abuelo era un hombre instruido, de costumbres severas y respetado de todos a
pesar de su pobreza. Se había casado dos veces: la última con una señorita
Boiron, hermana de un financista, quien por haberse opuesto a este matrimonio,
nunca socorrió a mi abuela. Algunos de los catorce niños fueron educados por un
hermano de mi abuelo, quien también ocupaba un empleo en las haciendas del
rey y cuya historia es suficientemente singular para ser contada.

Había en un seminario de Picardía una beca establecida a perpetuidad a favor de


un miembro de nuestra familia. En efecto, varios jóvenes ingresaron a las órdenes:
uno de ellos y el más notable de todos, fue el reverendo padre Boussingault,
religioso de la Orden de la Santa Cruz, quien publicó un itinerario muy interesante
de su viaje a Flandes. Es una obra escrita con talento, de la cual poseo un
ejemplar, en donde se lee una descripción muy curiosa de la ciudad de París. El
reverendo padre había nacido en esta ciudad, puesto que se da el tratamiento de
parisiense.

Mi tío abuelo era becario del seminario. Había terminado sus estudios y al punto
de ser ordenado sacerdote, vino a pasar algunos días en Hesdin. Por esta visita
se habían reunido a comer la familia y los amigos. Se esperaba la llegada del
seminarista para pasar a la mesa, cuando se oyó el ruido de un sable que se
arrastraba y vieron entrar un soldado de caballería: el seminarista se había
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alistado y su padre le dijo con una voz firme: “hijo mío, prefiero verte hecho un
buen soldado que un mal sacerdote”, y se procedió a comer alegremente. Fue el
único reproche que se le hizo. Mi tío abuelo, el soldado de caballería, estuvo en
dos campañas bajo el mariscal de Saxe y llegó a suboficial, único grado que podía
ambicionar en ese entonces un hombre, por instruido que fuera, cuando no
pertenecía a la nobleza. El buen tío era poeta y por consiguiente, un poquito loco;
muy apreciado por sus jefes como se puede ver en una biografía en donde se dice
que publicó un poema sobre las victorias del mariscal de Saxe, poema que se
menciona en el “Annuaire Litteraire” de 1756. Yo hice lo posible, sin éxito, para
conseguir esta obra.

Comprendo que el autor le tuviera cariño al cariscal de Saxe, quien probablemente


le salvó la vida en las siguientes circunstancias:
Ya he dicho que el poeta era algo alocado. Un día la compañía en la cual servía
en su calidad de suboficial, llegó a Cambrai, hizo alto en la plaza de la catedral a
la espera de que se le suministraran las raciones para los hombres y los caballos.
El pueblo se había amontonado, como sucede siempre a la llegada de un cuerpo
de tropa, pero de víveres y de forraje no se hablaba. Fue entonces cuando mi tío
llevó su caballo a la entrada de la iglesia para hacerlo beber en la pila de agua
bendita. Cocotte se la tomó toda y se levantó entonces un rumor general: el
pueblo habría masacrado al imprudente suboficial si la tropa no hubiese tomado
las armas. Fue un problema muy desagradable, un acto de herejía flagrante y si el
mariscal, quien era herético, no hubiera intervenido, la jurisdicción eclesiástica,
probablemente, habría ordenado quemar al tío, ya que por menos muchos otros
fueron quemados.

Después de haber hecho varias campañas, el tío obtuvo por recomendación del
mariscal un empleo bastante importante en las haciendas del rey en Oudenarde, a
donde llevó consigo dos de sus sobrinas. Una de ellas fue la tía Duhamel quien
me contó por lo menos trescientas veces este episodio, sin la menor variación.

Es fácil de entender que para mi abuelo fuera difícil dar una educación aceptable a
sus numerosos hijos. Los niños iban a la escuela de los Hermanos de grandes
sombreros, donde se aprendía a leer, escribir y calcular; mi padre no tuvo ninguna
otra educación. En cuanto a sus otros dos hermanos, el uno se alistó en la
artillería de marina y murió en un duelo en Guadalupe, donde servía en calidad de
suboficial; el otro, Luis, más joven, tenía un cierto gusto literario y trabajaba en una
notaría. En cuanto a las niñas, tres o cuatro de ellas aprendieron a escribir a
medias, con la excepción de la mayor, Mariana, quien estudió en un convento y
pasó a Inglaterra como institutriz; nunca volvimos a oír hablar de ella.

Mi abuelo murió poco tiempo antes de la revolución y toda esta desafortunada


familia se dispersó. Varios hermanos se volvieron a encontrar, por casualidad, en
París, algunos años después; mi padre vino por primera vez a esta ciudad para
ocupar un empleo en la oficina de recaudos; su nombramiento, el cual yo tuve en

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las manos, estaba firmado por Lavoisier, en su calidad de administrador general
de las haciendas del rey. El mismo día en que mi padre llegó a París, el pueblo
quemó todas las oficinas de recaudación.

En el peor instante de la revolución mi padre se encontraba en el ejército en


Valenciennes, bombardeada en ese momento por los austriacos; allí se encontró
con su hermano Luis, quien tendría de 16 a 18 años y que había sido obligado por
una triste circunstancia, a dejar París.

Cuando Luis salió de Amiens había entrado como aprendiz donde un notario de la
capital y vivía donde su hermana, la señora Bertaud; una noche, le sacaron de su
portafolio unos valores que había cobrado para su patrón y no se atrevió a
regresar al trabajo; después de haber escrito para explicar su desventura, partió
hacia el Norte en donde se encontró con mi padre. El señor Dubois Aymé director
de aduana de Valenciennes, cuya familia hacía tiempo que era amiga de la
nuestra, le dio una posición en sus oficinas. Más tarde emigró y sirvió en la
caballería de Enghien, en el ejército de Condé.

En cuanto a mi padre, ayudado por la revolución, se encontró un día como director


de los hospitales militares dc Sambre-et-Meuse y como tal servía bajo las órdenes
de Hoche y de Marceau; se halló en la retirada de Jourdan, en donde fue
gravemente herido por un sablazo que casi le cercena las manos y fue evacuado a
Wetzlar. En esta ciudad conoció a mi madre, hija del burgomaestre señor Münch;
se hizo amigo íntimo de esta familia y pidió y obtuvo la mano de la hija, señorita
Elisabeth.

Mi padre era un hombre notoriamente hermoso, de tez muy fresca, ojos azules,
muy fuerte y con cabellos negros, muy gracioso y de maneras cultas que no eran
raras en la pequeña burguesía anterior a la revolución. La rudeza y el desenfado
de las costumbres del 93 no habían llegado aún. Agrego que mi padre no hablaba
ni una palabra de alemán y mi madre, ni una palabra de francés en ese momento.
Se debieron prendar de sus cualidades exteriores; no me explico, de otra manera,
su matrimonio.

Tan pronto como mi padre se repuso de sus heridas, los esposos fueron a París
en época de invierno; el viaje de ocho días, lo que necesitaba la diligencia para ir
de Frankfurt a París, estuvo lleno de penalidades. En París, como ya lo he
contado, mi padre obtuvo el empleo de almacenista de los cuarteles de la primera
división militar; mi madre me contó muchas veces lo que había sufrido en este
cambio de posición.

El tren de vida que mi madre llevaba en Wetzlar donde tenía coches, sirvientes,
etc., fue sucedido por una escasez, rayana en la miseria. Los sueldos no se
pagaban con puntualidad, ni se comía convenientemente y fue una fortuna para él
que tan pronto hubo llegado a París, pudiera invertir los 10 o 15.000 francos que le

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restaban de su pasado esplendor, en la adquisición de una casa cuya renta era
escasamente suficiente para existir. Esta situación debía ser más penosa para mi
madre, en cuyo país su familia gozaba de una situación desahogada que era
común en la burguesía alemana de las pequeñas ciudades. Su padre era
campesino propietario de viñedos y había muerto hacia algunos años; es probable
que si hubiese vivido, el matrimonio no habría tenido lugar.

En cuanto a la fortuna del viejo Münch podía haber sido de 180.000 francos, lo
que era bastante importante en esta época. Mi abuela Münch nos enviaba, cada
año, algunas joyas para Pascua pero infortunadamente la guerra terminó con las
relaciones de la familia.

Nunca supe cómo después de la muerte de mi abuelo Boussingault, varios de los


hijos encontraron a mi padre en París. Mi tía Colombe vivía con nosotros antes de
mi nacimiento; mi madre la describía como la mayor perezosa que se pudiera
imaginar, pues gastaba todo el día en leer novelas. Ella se había casado con un
natural de Wetzlar, el señor Luther, quien después de haber desertado del ejército
prusiano sirvió en Francia en el batallón de cazadores, de donde se retiró por
haber recibido un lanzazo en la garganta; era un hombre alto, delgado, callado,
sobrio, y extremadamente laborioso; era sastre y en mis primeros recuerdos lo veo
trepado sobre su mostrador confeccionando uniformes militares. Mi tía Colombe,
para ese entonces había cambiado completamente: trabajaba de sol a sol y a
pesar de que este matrimonio trabajó sin descanso, permaneció toda su vida en la
pobreza; tuvieron dos hijos, mis primas Teresa y Juanita, que les ayudaban en sus
quehaceres; ambas fueron exageradamente religiosas y llenaron de amargura los
últimos días de su padre por la insistencia con que trataron de hacerlo adoptar la
religión católica, pero el señor Luther era un celoso protestante, tanto que ya viejo
y casi ciego y cuando le era difícil trabajar, venía con frecuencia donde mi madre a
llorar a causa de los sufrimientos que sus hijas le causaban. Después de su
muerte a la que pronto sucedió la de su esposa, Juanita, la menor entró a un
convento y Teresa vivió de una pequeña renta que provenía de una herencia.

Otra hermana de mi padre que conocí en mi infancia porque pasaba la mayor


parte de su tiempo en mi casa, fue la tía Duhamel, viuda de un militar con quien se
había casado no sé cómo; al estallar la revolución su marido era sargento en el
regimiento de la reina. En 1792 era capitán en el regimiento de cazadores de
infantería y en una batalla que tuvo lugar en las afueras de Lille recibió una bala
en una rodilla; lo estaban curando en una ambulancia cuando la artillería enemiga
tumbó un muro que sepultó a cirujanos y enfermos. Mi tío Duhamel cuya estatura
era de seis pies pudo agitar la mano por encima de las minas y fue socorrido,
retirado todavía vivo y transportado al hospital de Lille, en donde murió algunos
días después. Lo singular que se supo después fue que este hospital estaba
dirigido por mi padre.

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Mi tía Duhamel obtuvo una pensión de 900 francos como viuda de capitán. Era
una mujer singular, de constitución fuerte, morena, marcada de viruela y sin
embargo con un rostro agradable y de actitudes completamente militares. Fue ella
quien me enseñó a maldecir, era excelente narradora y por ella supe toda la
historia de su marido: en un principio fue dependiente de cervecería en Flandes,
luego soldado, sargento, experto en sable, duelista, capitán de 24 años y,
agregaba ella, futuro mariscal de Francia si no lo hubiesen matado. Me gustaba
mucho conversar con esta tía, ella me llevaba frecuentemente a su casa, calle de
Sonnerie, cerca del muelle de la Ferraille; allí me sentaba en el suelo junto a un
cajón donde tenía lo que llamaba sus reliquias más preciosas: las charreteras del
pobre capitán, uno de cuyos flecos había sido volado por una bala, su alza-cuello
que tenía estampado un gorro frigio, su cinturón, sus granadas y sus pistolas.
Nunca me cansé de hurgar todos esos objetos que hicieron mis delicias durante
muchos años. Mi tía jugaba a la lotería y me prometía todo lo

que yo deseara si se ganaba el premio mayor: un cabriolé de oro macizo sobre el


que montaría detrás como un paje, anhelo que jamás se cumplió puesto que el
premio mayor nunca fue para ella; el número 73 era el que debía traernos la
suerte, ilusión que aumentó mi tía durante los 86 años de su vida; la muerte le
sobrevino antes de que la lotería fuera suprimida.

Fue en su casa en la calle de la Barillerie donde tuve la ocasión de ver a la


hermana de Marat, vieja de atroz fisonomía, bigotes grises y voz masculina; me
asustaba aun cuando entonces yo ignoraba quién era su hermano. Ella me mostró
una bella colección de mariposas, preparadas por Marat.

La hermana del “padre del pueblo” vivía con una señorita de edad que tenía un
expendio de papel timbrado, persona encantadora que perteneció a la antigua
corte, como doncella de María Antonieta. ¿Cómo dos seres tan opuestos se
habían unido bajo un mismo techo?.

Fue hacia 1808 o 1809 cuando comenzó mi educación. Me pusieron externo


donde el señor Deslyons, antiguo oratoriano y sacerdote casado. El pensionado
se encontraba en la calle du Jardinet y se pagaban 12 francos mensuales, lo que
era costoso para nosotros. Comencé el latín. Entre mis condiscípulos recuerdo a
Bachelier, hijo del librero y a Loubry, a quien debo nombrar por ser, como se verá
más adelante, quien decidió mi carrera científica.

Dejé el pensionado Deslyons por el Liceo Imperial a donde entré a “sexto”; tuve
como profesor al señor Couenne, antiguo oficial de caballería, de quien se decía
que una bala le había volado parte de la nalga derecha. El hecho es que estaba
rellena de algodón y los chicos se divertían pinchándola con alfileres, pero,
¡desgraciado de aquél que se equivocara de nalga!.

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De “sexto”, en donde entendía muy poco, pasé a “quinto” en donde entendía
menos; luego a “cuarto” y a “tercero” donde no entendía absolutamente nada. Los
profesores me trataban como si yo hubiese sido un estúpido; nueve de cada diez
alumnos estaban en la misma situación. Tuve como profesor de griego a Burnouf,
sin jamás haber aprendido una palabra de esta bella lengua; pasábamos de clase
en clase como una barra de hierro por un laminador. Estábamos entre 1812 y
1813 y los acontecimientos políticos perturbaban por completo nuestros
insignificantes y estériles estudios. Los alumnos mayores no siempre esperaban
pasar por la Escuela Militar, ya que la mayoría entraba al ejército corno sargentos
mayores. Ya había terminado mis estudios de literatura, había hecho mi “tercero” y
“segundo” y sin embargo, no sabía nada de nada, ni siquiera lo que sabe un
novicio de los Hermanos Cristianos. He aquí la prueba: mi padre me encargó
escribir al cervecero para hacer un pedido, cosa muy sencilla para un joven que
había oído hablar de las cartas de Cicerón, pero ¡qué suplicio! imposible escribir
mi carta al cervecero; fue mi madre quien me sacó del atolladero.

Mis padres pensaban proporcionarme una posición y mientras tanto, yo ayudaba


en la casa y trabajaba. Papá, quien había comparado el precio de la harina con el
de los bizcochos, creía que la profesión de pastelero debía ser muy lucrativa, pero
en sus cálculos había olvidado ¡la mantequilla! Y además, pastelero, ¡cuando se
han hecho estudios! En ese entonces se llamaba, como hoy día, haber hecho sus
estudios el haber pasado por el laminador del liceo.

Yo no era un incapaz, pero mi paso por el liceo había atrofiado mi inteligencia.


Quedarse todos los días, dos o tres horas en presencia de un palurdo pedante y
ridículo, rodeado de pobres muchachos a quienes torturaba y el resto del tiempo,
hasta las seis de la tarde, marchitándose delante de un pasante abominable, era
suficiente para idiotizarse.

Una vez al aire libre me sentía renacer por el ejercicio y el trabajo, reemplazo a
esta reclusión malsana que mataba o, por lo menos, embrutecía a tantos
muchachos infelices, a tantas inteligencias jóvenes. Yo pasaba mi tiempo en la
calle, en la plaza de Saint-Séverin, jugando bolas y otros entretenimientos con los
pelafustanes del barrio; entonces, por una suerte que ha tenido tanta influencia
sobre mi destino, encontré a Loubry, mi amigo de la escuela de la calle de
Jardinet, mayor que yo unos dos o tres años, hijo natural de un antiguo miembro
de la Convención, el señor Aubry, me parece; su madre era planchadora y
lavandera y trabajaba con una hermana, quien tomó parte valerosamente ante las
miserias de la familia, para aliviarla con sus sacrificios. Las dos mujeres vivían en
la miseria: un gran cuarto en el tercer piso de la calle Saint-Jacques, cerca al
Colegio Duplessis, con una gran tina para lavar la ropa, una mesa para aplanchar,
un hornillo para la cocina, una cama doble para las dos pobres mujeres y un
pequeño catre para el chico. Cada día llegaba un enorme bulto de ropa que debía
ser llevado al Sena y depositado en el barco de las lavanderas. Estas dos infelices

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jamás se quejaban y su única meta era la de educar al niño, quien ante tanta
abnegación, no lograba distinguir cuál era su propia madre.

No se cómo el joven Loubry entró en el laboratorio de Thénard para aprender


química, que confiaba poder aplicar más tarde cuando fuera empleado en una
fábrica. Lo único que puedo pensar es que la madre de Loubry planchaba para
algunos profesores del barrio, entre otros para el señor Thénard, profesor
del College de France.

Fue así como me inicié: yo trabajaba lo más posible con mi camarada, pero
además hacía algo que a él no se le ocurría hacer: estudiaba física en el
mostrador de la tabaquería con un ardor increíble y especialmente por la noche, lo
que hacía que Loubry dijese: “no serás nunca más que un teórico”.

Hay que ser justo con mis padres quienes, viéndome estudiar con un ánimo y un
placer tan persistentes me dejaron en completa libertad. Papá, siempre práctico,
veía la posibilidad de convertirme en un farmaceuta militar; mamá me daba dinero
para comprar libros: 25 francos de una sola vez para conseguir la primera edición
en cuatro tomos del “Tratado de Química de Thénard”. ¡Qué sacrificio para esta
pobre mujer!.

¿Qué habría sido de mí sin la libertad de que gozaba y de la cual jamás abusé?
Me habrían encerrado de nuevo en un estudio en un bufete, donde habría
vegetado tristemente y seguramente habría perdido todas mis capacidades. En
lugar de esto, tan pronto había terminado el trabajo en la casa, estaba
completamente libre para ir donde yo quisiera. Yo tenía furor por los cursos
públicos: seguía los de química de Thénard, de física con Biot, Lefevbre, Guineau,
Gay-Lussac; corría al jardín de Plantas para oír a Cuvier estudiar botánica,
mineralogía, matemáticas, etc. ¡que horrible revoltillo de ciencias! Luego Villemain
en el Colegio Duplessis y el bueno de Andrieux en el College de France, de quien
jamás perdía una lección. Lo veo todavía subido en una mesa, las manos entre los
bolsillos de su levita, cuyas colas separaba como para mostrar el fondo
desgastado de su pantalón de terciopelo y dejaba ver sus medias de algodón azul;
con su voz ronca leía y comentaba algunos cuentos de Voltaire ¡qué verbo! Lo
prefería sin duda a Villemain, con su tono dogmático.

He dicho que la libertad de mis estudios producía una mezcolanza, es cierto, pero
las para mí felices consecuencias fueron que podía comprender todo o casi todo,
mientras que en el liceo no comprendía absolutamente nada y que llegué a amar
el estudio con pasión, después de haberlo detestado cuando me era impuesto por
malos profesores.

Después de dos o tres años de esta educación singular aprendí la química y la


física de la época, conocí los minerales, gracias a las lecciones del abate Hauy;
los principios generales de botánica y de fisiología vegetal por las lecciones de

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Desfontaines y había surgido en mí el gusto literario; me encantaba leer a
nuestros grandes poetas: Voltaire y sobre todo, Molieré. Los historiadores me
gustaban menos; una historia de Francia imposible, la de Anquetil estaba
concebida para hacer perder el gusto por los estudios históricos. Después de todo
yo no tenía sino 14 o 16 años y me quedaba tiempo para digerir todo lo que había
aprendido.

Ahora voy a rememorar los acontecimientos que más llamaron mi atención en el


curso de mis estudios “libres” es decir, de 1813 a 1816 o 1817.

La situación de mi familia permanecía igual: mi padre con su tabaquería y sus


casas, recibía una renta de 3 a 4.000 francos; en el barrio nos consideraban ricos;
ricos y felices, efectivamente, en comparación con la miseria y la desgracia de
aquellos que nos rodeaban. No había más trabajo para los viejos obreros, ni para
las mujeres: todos los jóvenes iban al ejército. En 1812, un año antes de que yo
comenzara mis estudios “libres”, había tenido lugar la expedición de Rusia. La
llegada de boletines era señal de profundas emociones. El imperio tocaba a su fin
y fue cuando se supo el desastre de Moscú. Entonces tuvo lugar la conspiración
de Malet, Lahorie y Guidal, de la cual, aunque niño pude seguir algunas fases,
gracias a mi profesor de armas, cabo de los veteranos y centinela del consejo de
guerra de la primera división militar. Esta conspiración fue como un rayo, que
iluminó y desapareció. Una mañana se decía por todas partes que Napoleón había
muerto; algunas horas después se sabía que estaba muy bien y próximo a llegar:
todos los conspiradores habían sido apresados.

Yo asistí a una sesión del consejo de guerra: de todos los acusados uno sólo me
llamó la atención. ¿Por qué? ¿Por qué llevaba anteojos? ¿Quién era? No sabría
decirlo. El espectáculo era tan nuevo para mí y me encontraba tan estupefacto
que no entendía ni las preguntas del presidente, ni las respuestas de los
acusados. No oí a Malet hablando a sus jueces, cuando les dijo: “¡Oh! un cuarto
de hora más y habrían estado todos ustedes a mis pies!” Sin embargo, estas
palabras fueron pronunciadas por él, de acuerdo con lo que aseguran;
posiblemente fue en una sesión a la que yo no asistí.

En nuestro barrio contaban que los conjurados habían apresado al general Hulin,
gobernador de París a quien le habían disparado a quemarropa en la cara; desde
entonces, siempre he oído llamarlo “tragabalas”. Entre los conspiradores se
nombraba a un cabo Rapp, ascendido a edecán; se decía que la guardia de
infantería, décima tropa de París se había plegado a Malet. El coronel de esta
guardia era un señor Soulié, padre de un niño quien más tarde fue el novelista
Federico Soulié.

Los conspiradores fueron condenados a muerte y fusilados en la llanura de


Grenelle. El batallón de veteranos acuartelado en la calle du Foin había sido
requerido para asistir a la ejecución, mantener el orden, hacer calle y,

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naturalmente, yo acompañaba al batallón. Los condenados que creo eran doce,
llegaron en coche a Grenelle, fueron colocados en una sola línea; los pelotones
que debían fusilarlos pertenecían a los fusileros de la guardia joven, niños
sacados de los cuarteles. El hombre de los anteojos llamó la atención de nuevo,
como en la sesión del consejo. Sonaron los disparos y escasamente vi caer a los
infelices: el humo impedía distinguir algo; oía gritos desgarradores; luego una
sucesión de disparos para rematarlos. Los veteranos, con quienes yo estaba a
una gran distancia del sitio de la ejecución, decían que los condenados habían
sido masacrados porque los fusileros no sabían disparar. El movimiento de tropas,
el ruido de la gente que “nosotros” los veteranos manteníamos a distancia, los
tambores y todo ese conjunto era tremendamente excitante; no tuve ojos sino para
mirar al condenado de los anteojos, a quien el humo de la pólvora me impidió ver
caer; de regreso a casa yo estaba muy pálido, muy agitado y mis padres
adivinaron que había seguido a nuestros veteranos a Grenelle y fui severamente
reprendido.

Creo recordar que la guardia de París, vestidos con guerreras blancas de solapas
azules, asistía sin armas a la ejecución. Esta guardia fue licenciada y los hombres
trasladados a otros regimientos.

En mi barrio, habitado por gente baja, ni la conspiración, ni el castigo de los


acusados, tuvo ningún efecto. Nadie hablaba del asunto por miedo a quedar
comprometido. Mientras duró el Gran Imperio, siempre oí hablar a la gente sobre
los acontecimientos políticos en voz muy baja aun en familia. Todo individuo que
hablase en voz alta, sin temor, era considerado un soplón.

Desde la derrota del ejército en Rusia, la miseria había aumentado; se veían


figuras famélicas; varios de nuestros vecinos, sin trabajo, murieron literalmente de
necesidad. El invierno era crudo y no había dinero para comprar leña. El viejo
Enault quemaba en su estufa las planchas de madera que habían sido grabadas
para imprimir los papeles de colgadura. Un día lo vi en una camilla, hecho un
andrajo, cuando lo llevaban al hospital, primera etapa hacia el cementerio; su hijo
quien sostenía su miseria, estaba en el ejército.

Cuántos infelices murieron durante este espantoso invierno desde 1812 a 1813.
Solamente quienes vimos tanta desolación podemos creerlo y es inconcebible que
el hombre pueda soportarla durante algún tiempo.

Como ejemplo de esas situaciones tan dolorosas en ese entonces, habría que
entrar en el cuarto del viejo Soyer, a quien llamábamos “Prechi-Precha” porque
hablaba sin cesar de la creación del mundo. Era un antiguo servidor del conde de
Artois y se había establecido como vendedor de minerales sobre el parapeto del
puente Saint-Michel. El abate Haüy le regalaba los desechos de las colecciones
del Jardín de Plantas, lo que habría botado a la calle. Yo era cliente de Prechi-
Precha: todos los centavos que recibía los cambiaba por piedras y terminé con

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una colección interesante en mi poder; así fue como aprendí a conocer los
minerales.

Un día, al no encontrar a Prechi-Precha en su puesto de ventas fui a su casa, calle


de La Harpe, en donde ocupaba un cuartucho que daba sobre un patiecito, detrás
de la especiería que tenía por nombre “La cabeza negra”. Allí encontré al pobre
anciano tendido en un camastro con su vieja levita por toda manta; no tenía ni
sillas, ni mesas; sobre la chimenea un tarro con agua congelada, algunas migajas
de pan demasiado duras para ser comidas y sin una gota de agua líquida para
remojarlas. Se mantenía entre la cama para no enfriarse porque el frío exterior era
demasiado riguroso para salir a la calle. Su voz era ronca, ya no tenía fuerza para
hablar y le dejé los 30 céntimos que había traído en mi bolsillo y salí aterrado.
Algunos días después supe que el infeliz había sido llevado al cementerio en el
carro de los pobres.

Un gran filántropo había inventado sopas económicas que hacía distribuir a los
desgraciados; a falta de otra sustancia, tenía 2 arenques para 60 raciones.

En este invierno riguroso París parecía deshabitado; tal era por lo menos, el efecto
producido en los barrios miserables como el mío. De resto durante los tristes años
del fin del imperio, los barrios habitados antes de la revolución por las clases
ricas, por los magistrados, como el Marais, parecían estar totalmente desiertos.
Había mansiones espléndidas en donde no se encontraba sino al portero y vi
entonces a propietarios casi reducidos a la mendicidad; en las calles Saint-Louis y
Pas-de-la-Mule sobre la plaza de Vosges, la hierba crecía entre los adoquines,
tanto, que en primavera se podía creer que se estaba en un prado; la actividad no
comenzaba a manifestarse sino a partir de la calle Saint-Antoine.

Al fin llegó el famoso vigésimo-noveno boletín de la Grande Armée y así se pudo


conocer la extensión de nuestros desastres: la retirada de Moscú, el paso de
Beresina, la disolución del ejército en Wilna, la fuga clandestina del emperador en
Morghoni, su llegada a París, la consecución de hombres para formar un nuevo
ejército, la llamada a banderas de los conscriptos liberados, el decreto que
anticipaba la llamada de un contingente de soldados, muchos de 19 años la
llamada para poner en pie de guerra al segundo batallón y el segundo bando de la
guardia nacional que, de acuerdo con la ley, no debía salir de territorio francés.

Estos acontecimientos produjeron una inmensa sensación, aun entre la clase baja;
el descontento era general y por la primera vez desde el establecimiento del
imperio, nadie se molestó en esconder sus impresiones, sobre todo las madres
que llegaban a una audacia increíble: según decían ellas, lo que querían era
enviar a sus hijos a la carnicería. El emperador fue insultado por el populacho en
el curso de una visita que hizo al distrito Saint-Marceau. Los policías eran
atacados y maltratados, los conscriptos refractarios que habían sido arrestados,

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fueron liberados por el pueblo. La tristeza se veía en todas las caras; ¡cuántas
imprecaciones no oí yo en el círculo muy burgués de nuestros conocidos!.

Sin embargo, la miseria de los obreros pareció disminuir un tanto. La enorme


cantidad de material de guerra que se estaba fabricando en París y en Versalles
se convirtió en una fuente de trabajo para todas las profesiones: se vio renacer
una cierta animación en los talleres. En cuanto a los conscriptos, una vez
separados del lado de su familia, desfilaban gritando: “viva el emperador”. Así vi
partir para no volver, varios muchachos de nuestro barrio. ¡Qué cantidad de dolor,
cuántas lágrimas vi derramar a nuestros vecinos!.

Al menor éxito del nuevo ejército el comisario de policía venía a obligarnos, bajo
pena de multas, a iluminar las fachadas. Yo era quien ponía sobre el poyo de las
ventanas, 4 o 5 pedacitos de vela, lo cual era demasiado para lo descontentos que
estábamos.

El emperador había reorganizado un ejército donde se enrolaban todos los


hombres capaces, pero nuestras victorias se compraban a alto precio.
Ocasionalmente los niños de la calle Saint-Jacques, se reunían para seguir el
cortejo de un general, alguna vez de un mariscal de Francia, que eran conducidos
al Panteón: “La Patria reconocida, a sus grandes hombres”. El pueblo permanecía
indiferente pues pensaba que muchos de los suyos habían muerto; no se llevaban
al Panteón ni a sus hermanos, ni a sus hijos, ni a sus amigos.

Yo vi pasar antes de la nueva guerra por la calle Saint-Jacques al duque de


Montebello, y después de los acontecimientos de 1813, al mariscal Bessiéres,
muerto en Lutzen, cerca a Napoleón. Entre los curiosos no faltaba quien dijese
que la misma bala debería habérselos llevado a ambos.

Después del desastre de Moscú, las lenguas se soltaron; se abstenían menos de


hablar y hasta se hacía en voz bastante alta.

Los chicos del barrio todavía alcanzaron a ver pasar por la calle Saint Jacques, el
cortejo de Duroc, gran mariscal de palacio, muerto en Wurtschen.

Se habló mucho de paz pero no se hizo. Después de Lutzen y Bautzen, la guerra


continuó sin descanso. Desastrosa para nosotros, marcó la victoria de Dresden y
la derrota de Leipzig, en donde murió el general Delmas, quien, como los otros, se
fue al Panteón, pasando por la calle Saint Jacques. Fue en la batalla de Dresden
donde Moreau, quien servía en el ejército ruso, perdió las dos piernas, arrancadas
por una bala francesa. Se habló mucho de Moreau en París: su proceso había
sido muy sonado; en el mismo ejército tenía muchos simpatizantes. Cuando se
supo su muerte, los unos se alegraron y los otros, recordando sus grandes
servicios, su republicanismo, sus talentos militares, su gran retirada, dejaban ver,
bastante públicamente, sus simpatías.

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Mi padre y sus antiguos compañeros, quienes como él, habían pertenecido al
ejército del Rhin, bajo la República, al mando de Moreau, le echaban de menos;
se le consideraba como el único hombre capaz de oponerse a Bonaparte. Yo oía
afirmar a los viejos militares, que era por celos que Napoleón lo había hecho
acusar de ser cómplice de Pichegru, que deseaba su muerte y que había visto con
disgusto que el general Moreau escapaba a la pena capital. Los partidarios del
emperador decían lo contrario: que si Moreau hubiese sido condenado a muerte,
el primer cónsul habría conmutado su pena. Los otros respondían: “¡cómo no!
Napoleón lo habría dejado fusilar”.

La pérdida de las batallas de Leipzig, la terrible catástrofe del puente del Elster, en
donde una gran parte del ejército en retirada fue hecho prisionero, produjeron una
profunda emoción, inclusive en nuestro barrio. Se afirmaba a voz en cuello, que
Napoleón era quien había dado la orden de hacer saltar el puente una vez que él
lo hubiere pasado, para escapar de la persecución del enemigo. Todos estaban
convencidos que el emperador era capaz de cometer un acto tan infame, lo cual
muestra, hasta qué punto, estaba sobreexitada la imaginación de las gentes.
También exasperaban a la población los 60.000 soldados muertos en esas
terribles jornadas y la certidumbre de nuevos reclutamientos por venir.

Además de todo esto supimos la defección de nuestros aliados los bávaros,


después de haber sufrido la de los sajones. El ejército se retiraba o más bien huía
hacia el Rhin, lo que constituía una derrota, en vez de una retirada. En las familias
había duelo general; se sabía por algunas cartas que no habían sido
interceptadas, que una multitud de pobres muchachos había muerto de
necesidades, abandonados sobre los caminos de Alemania. Tres de mis
camaradas, con quienes había estado jugando no hacía un año, Thibaudier,
Fournier y otro, murieron de fatiga; tenían escasamente 19 años.

Cuando el comisario de policía pasaba por un barrio, los pelafustanes le gritaban:


“¿Habrá que iluminar? y huían a toda velocidad.

Cuando se supo que Francia había sido invadida, que los austriacos entraban por
Suiza y que los prusianos y los rusos iban a pasar el Rhin, reinó la consternación;
se habló de la restauración de los Borbones; para nosotros el recuerdo de la
monarquía no existía, sino por la ejecución de Luis XVI, de la reina, de madame
Elisabeth... El pueblo, las gentes de nuestro barrio estaban persuadidos que el
último de los Borbones había sido asesinado por Napoleón en la persona del
duque de Enghien, puesto que no se llamaba sino asesinato, su ejecución en los
fosos de Vincennes.

El emperador pedía soldados, no había fusiles y la fabricación de armas tomó gran


importancia. La miseria aumentaba diariamente, la agitación era grande, la policía
llevaba a cabo numerosos arrestos. El emperador partió para la guerra, la
emperatriz fue nombrada regente y en las Tullerías, algunas veces, se mostraba al

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pueblo el pequeño rey de Roma por alguna de las ventanas de los apartamentos
del primer piso; también lo paseaban por la terraza, al borde del agua. Los
pelafustanes del barrio iban a verlo, era un lindo niño y yo solamente vi una vez a
la emperatriz, el día de su matrimonio, cuando me llevaron a ver el cortejo que iba
a Notre Dame y nosotros estábamos en el Mercado Nuevo, a la altura de la
Morgue.

El año de 1814 comenzó muy tristemente, era tal la preocupación, que los
estudios habían sido interrumpidos de hecho. Como en épocas de calamidad,
vivíamos en la calle esperando noticias. Primero rumores de victoria en los cuales
no creíamos: los cosacos de Fontainebleau, luego el brillante combate de Brienne,
dirigido por Champaubert, el cuerpo de ejército de Blucher cortado en Vauchamps,
en donde los franceses le hicieron perder cerca de 10.000 hombres entre muertos
y heridos. Continuaba la duda; se necesitó la entrada a París de 18.000
prisioneros prusianos para que al fin creyéramos en el éxito. Vi entrar estos
prisioneros por el distrito Saint-Martin, haraposos y miserables: había algunos que
se arrancaban los cabellos.

El pueblo, lejos de insultarlos, les daba limosna.

Mi tía Duhamel, que no creía en victorias, me decía: “mira, nuestros soldados son
demasiado jóvenes y no resistirán la campaña; esto lo he visto en el ejército del
norte; estos pobres muchachos combatirán bien si se les apoya, pero la fatiga los
matará”.

Los muchachos de París que eran enviados al ejército eran malos soldados. Un
soldado sin instrucción, no es un soldado. En cuanto a la paz, no se volvió a
hablar de ese asunto.

El emperador había ordenado fortificar a París: ¡síntoma inquietante! Y singulares


fortificaciones las que yo vi comenzar: empalizadas y otros obstáculos fueron
levantados y los viejos soldados sonreían viendo tan débiles defensas, pero había
que fortificar la ciudad, antes de la hecatombe.

Los hombres sensatos estaban persuadidos de que la ciudad no resistiría, puesto


que contaba con una guarnición insuficiente y unos 1.000 hombres de la guardia
nacional, de los cuales muchos no estaban armados porque faltaban los fusiles.

A pesar de todos los éxitos y de los brillantes combates librados en Champagne,


el enemigo se acercaba a la capital. A poco los campesinos de los alrededores
llegaron con sus pertenencias: acampaban por todas partes como gitanos; la
agitación era extrema; la emperatriz, “la austriaca”, como la llamaban, había
partido y París estaba bloqueado.

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El 30 de marzo (fecha que no se podría olvidar) se oyó el cañón desde temprano.
Las tropas de Marmont y de Mortier estaban combatiendo contra los rusos y los
austriacos; los habitantes temían ser tomados por asalto; el espanto y el horror
eran extremos; cada uno escondía lo que consideraba más precioso, que a
menudo no era gran cosa. Con mi padre enterramos en el sótano nuestra platería
y las joyas. Mi hermana y sus amigas fueron recluidas en una pequeña alcoba de
nuestra casa, la número 18, que daba sobre la callejuela Saint-Severin. Se
reforzaron las ventanas con colchones y también escondimos nuestro pobre reloj
de péndulo que había sido mi admiración durante tanto tiempo.

Se combatía: mi primo Vaudet, quien se convirtió más tarde en mi cuñado, era


fusilero en su compañía de la guardia nacional establecida en el cementerio del
Pere Lachaise. Los alumnos de la Escuela Politécnica servían en la artillería
instalada sobre las Buttes-Chaumont y los alumnos de Alfort combatían en el
puente de Charenton.

¡Por mi parte, yo recorría la ciudad para conseguir noticias y eran tristes las que
llevaba a casa!.

En la calle del distrito Saint-Martin vi entrar heridos franceses: un infante apoyado


en dos civiles se arrastraba difícilmente, sosteniendo con sus manos buena parte
de sus intestinos; supe que un ventrílocuo conocido de todo París y que me
divertía cuando me llevaban a su teatro, Fitz-James, acababa de morir; era un
fusilero de la guardia nacional. Grupos de obreros pedían armas cuando una parte
de la guardia nacional no tenía sino lanzas. Los oficiales del estado mayor
parecían aturdidos; se decía que el rey José era un incapaz y un tonto y añadían
que nos habían traicionado: los franceses siempre dicen eso cuando han sido
derrotados. Los agentes de policía y los soplones regaban la noticia de que el
emperador llegaría en 2 o 3 días y que el enemigo sería aplastado.

El 30 de marzo la ciudad capituló y el 31 tuvo lugar la entrada de los coaligados.

Ese día yo estaba en el Quai-des-Orfévres; había gran cantidad de gente en la


alcaldía. Por primera vez vi un oficial ruso que pasó a caballo; en seguida llegó un
oficial francés que le apuntó con una pistola a la cara, lo detuvo y lo llevó a la
plaza de Greve; el ruso había llegado antes de la hora asignada para la
capitulación. El ejército enemigo debía entrar por los distritos de Saint-Martin y
Saint-Denis para seguir por los bulevares.

En estos días agitados pasaba mucho tiempo fuera de casa para poder ver lo más
posible. Llevaba por la mañana, al salir de casa, una provisión suficiente de pan y
queso, para no tener que regresar sino a la tarde; me apostaba en el sector de
Saint-Martin, en donde se reunía una multitud de obreros y de burgueses que
parecían calmados y cuyos rostros reflejaban tristeza.

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“Ya vienen, ya vienen...” y apareció un brillante y numeroso estado mayor a cuya
cabeza marchaban el emperador Alejandro, el rey de Prusia y el príncipe
Schwartzenberg, representante del emperador de Austria. Yo no me fijé en los
grandes personajes, mi atención estaba toda puesta en los soldados, la magnífica
caballería y una interminable columna de infantería. Todos tenían un brazalete
blanco y en la gorra un ramo de boj; se dijo que por el sector de Saint-Martin
entraron 25.000 hombres y lo mismo por el de Saint-Denis y que desfilaron con
mucho orden al frente de una población triste y silenciosa.

Se supo que los acontecimientos fueron distintos: cuando las columnas enemigas
llegaron a los bulevares y se dirigieron hacia los Campos Elíseos, donde Alejandro
debía pasarles revista, hubo manifestaciones monárquicas a los gritos de “¡viva
Alejandro!” y los balcones estaban repletos de bellas damas que agitaban sus
pañuelos y lanzaban ramos de flores a los oficiales extranjeros.

En nuestro miserable barrio, a mi regreso, encontré como era de esperarse, una


apatía completa; parecía que este grave y triste suceso no tenía nada que ver con
los pobres. Al llegar a mi casa rendí mi informe, mientras comía lo que mi buena
madre había tenido el cuidado de calentar; todos estaban inquietos y mi tía
Duhamel, la estratega de la familia decía: "ves que tenía razón, París no podía
resistir”.

Confieso que dormí perfectamente, cansado como estaba por mi permanencia en


el lugar de los acontecimientos. Los pobres ignorábamos lo que sucedía en las
altas esferas políticas y veníamos a enterarnos por las proclamas. En primer lugar:
proclama de los soberanos para tranquilizar al pueblo. Establecimiento de un
gobierno provisional, encabezado por Talleyrand-Périgord; el Senado, por
unanimidad de sus miembros presentes, declara a Napoleón insubsistente.

También se hablaba del regreso de los Borbones y se decía que Napoleón reunía
su ejército en Fontainebleau para preparar su marcha sobre París.

Era un espectáculo extraño para los parisienses ver los vivaques de los soldados
extranjeros; los rusos pasaban las camisas grasosas por encima de la llama de
sus cocinas, para matar los piojos. De acuerdo con los términos de la capitulación,
las tropas francesas tuvieron que abandonar la ciudad con excepción de los
veteranos, los inválidos y la guardia nacional. Al día siguiente de la entrada de los
coaligados, los muchachos de mi barrio salimos de las fortificaciones por un
boquete, a la barrera Saint-Martin o de la Villette, en donde vimos varios soldados
franceses que habían sido muertos y que yacían de cara contra el suelo. Muchos
de nosotros esculcamos las cartucheras de estos infelices para sacar las balas;
los cañones estaban dirigidos hacia todos los puntos de la ciudad, pero la
circulación de los habitantes era por lo demás enteramente libre.

54

El día de la entrada de Alejandro, un grupo de monárquicos trató en vano de
tumbar la estatua de Napoleón erigida sobre la columna de Austerlitz. Se veían
gentes que llevaban la escarapela blanca; se hablaba de la marcha del emperador
desde Fontainebleau sobre París a la cabeza de 80.000 hombres; luego corrió el
rumor de que el duque de Raguse había traicionado, puesto que había entregado
a los enemigos el cuerpo del ejército que comandaba en Essonne. Napoleón no
llegó y muy pronto se supo de su abdicación; por tanto, había cesado de reinar, lo
que causó gran júbilo en el partido monárquico, puesto que aseguraba el regreso
de los Borbones. En nuestro barrio el regocijo fue para las madres de familia, cosa
comprensible, ya que comparaban a Napoleón con un ogro que devoraba a los
niños. Durante su prosperidad, Bonaparte inspiraba terror, se le temía; jamás es
amado quien inspira miedo.

Los eventos se sucedieron con una increíble rapidez: el emperador tomó el


camino de la Isla de Elba y se supo que el Senado había establecido a los
Borbones. Se publicó una nueva Constitución, Luis VIII fue reconocido como rey
de Francia y el conde de Artois fue nombrado por el Senado teniente general del
reino. Los mariscales, los generales y el ejército adoptaron la escarapela blanca y
también la usaban muchos civiles. Puedo afirmar que frecuentemente hubo peleas
entre los partidarios de uno y otro bando, sobre todo en los distritos que
lamentaban la caída del régimen. De resto, hay que confesar que por todas partes
se sentía un cierto bienestar; los precios del azúcar y del café habían disminuido
considerablemente: recuerdo que bajo el imperio, a consecuencia de bloqueo
continental, el azúcar se vendía a 6 francos el kilo y se le reemplazaba por el
jarabe de uva. La industria del azúcar de remolacha estaba incipiente y además el
producto era muy caro, pues los fabricantes no tenían ningún interés en entregarlo
a bajo precio.

El trabajo renacía; numerosos soldados habían regresado a sus hogares; los


extranjeros gastaban mucho dinero y como decían las buenas gentes, se
comenzaba a respirar.

Sin embargo, los Borbones no eran simpáticos y ya se veía al clero tomar una
actitud que más tarde tuvo consecuencias. Bajo el imperio casi todos los
eclesiásticos usaban el vestido de paisano y cuando un sacerdote se atrevía a
salir en sotana, los pelafustanes lo abucheaban. Cuántas veces oí en las calles el
grito de: “abajo el bonete”. El seminario de San Sulpicio era particularmente
odiado por el bajo pueblo porque, durante la revolución la cleresía fue perseguida
y también porque los seminaristas evitaban la conscripción. En días de paseos los
alumnos de los liceos se encontraban con los de San Sulpicio, lo cual daba lugar a
demostraciones hostiles. Los muchachos gritaban: “cuac, cuac, abajo los cuervos”;
yo también grité con ellos.

Mi familia no era de firmes ideas políticas: mi tía Duhamel me explicaba a su


manera lo que eran los Borbones: “gentes que habían peleado contra Francia y

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que regresaban con nuestros enemigos”. En las clases populares la idea
republicana no era sostenida sino por los antiguos jacobinos. Las gentes de bien
le temían más aún al terror de la época de la revolución que al imperio y como
sucede siempre cuando un pueblo es desgraciado y oprimido, cuando hay un
cambio de gobierno renace la esperanza, que no era compartida por el viejo
Nicolle, el artista distinguido de quien ya he hablado; él era un republicano sincero
que jamás se separó de su arte y soportó resignadamente grandes miserias, pero,
aun cuando tenía el presentimiento de que la paz le traería trabajo, no podía
soportar la restauración a que asistíamos; él me decía: “verá lo que va a suceder:
vamos a ser dominados por los nobles y por los sacerdotes, será la peor tiranía
pero los Borbones no permanecerán; esto es imposible, verá cómo van a
terminar”.

Los emigrados regresaban a Francia, los ci-devant (4) como se les llamaba.
Muchos de ellos vivían oscuramente en los barrios pobres, ejerciendo para
subsistir, modestas funciones de maestros de escuela o de empleadillos; salieron
entonces de sus escondrijos y volvieron a tomar sus títulos. Al fin se anunció la
llegada de Luis XVIII, Luis “el deseado”, quien hizo su entrada el 3 de mayo. Asistí
con la compañía de la guardia nacional en la que mi padre era “sargento”. El
uniforme de esta guardia recordaba el de la guardia imperial: guerrera azul con
solapas blancas y ese día estaba de gran parada: pantalón, solapas y polainas
blancas, que subían por encima de la rodilla. Yo había pulido los botones de metal
blanco con el instrumento que los soldados llaman “paciencia”, había blanqueado
las solapas, lustrado las correas y bruñido las armas pues yo era un experto en
estos menesteres, gracias a los veteranos, con quienes había vivido. En esta
época vivía en las fincas de la guardia nacional buena cantidad de antiguos
militares que habían servido en el ejército como oficiales, suboficiales y soldados
formando excelentes cuadros.

Vestido con mi uniforme de colegial, con una pequeña cartuchera y una carabina
como fornitura, me coloqué en las filas. La guardia de civiles debía formar la calle
de honor al paso del cortejo; nuestra compañía fue colocada abajo del Pont-
Neuf, del lado del muelle, ocupando el costado derecho. Los curiosos eran
numerosos, nunca faltan al paso de un soberano, no importa dónde éste vaya: a
las Tullerías o al cadalso.

La familia real salió de Saint-Ouen, de donde se dirigió hacia la catedral. Después


de la ceremonia religiosa, el cortejo siguió el muelle hasta Pont-Neuf, en donde
presentamos armas y pronto vi pasar, en un coche descubierto tirado por ocho
caballos, al rey y ala duquesa de Angulema, sentados al fondo; en el asiento de
adelante los dos príncipes de Condé; el conde de Artois y el duque de Berry
seguían a caballo. Los únicos que se pudieron reconocer de inmediato eran el rey
y la duquesa; después me contaron quiénes eran los demás.

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El rey, muy gordo, moreno, con el rostro radiante de satisfacción vestía una levita
azul con charreteras; ella vestía como las inglesas que se veían en París hacía
unos días, parecía muy emocionada y triste. En seguida venía la guardia nacional
a caballo y algo que producía una gran sensación, compañías enteras de guardia
imperial a pie, con la escarapela blanca en los gorros. Se oían gritos de “viva el
rey”, pero tan pronto apareció la guardia, lo que más se oía era “viva la vieja
guardia”. Estas buenas gentes habían escoltado al rey desde Compiegne;
marchaban en silencio y puedo asegurar que su actitud era de melancolía,
parecían humillados. Después del paso del cortejo la compañía regresó a su
barrio, habiéndose disgregado sobre el puente Saint-Michel. Corrió el rumor de
que la duquesa de Angulema se había desmayado al ver las Tullerías.

Estábamos en plena Restauración: vimos surgir una gran cantidad de cosas


nuevas. En primer lugar, llegaron los emigrados, personajes pintorescos que
conservaban la manera de vestir anterior a la revolución, al par de sus ideas. Se
veían uniformes del antiguo régimen llevados por viejos gentiles-hombres que
pronto fueron apodados “los voltígeros de Luis XIV”. En seguida se organizó la
casa militar del rey, su guardia personal, los mosqueteros negros y grises, los 100
suizos, soldados-oficiales cubiertos de oro y de plata y los guardias de la puerta de
palacio.

El esplendor de estas tropas era muy criticado, pues contrastaba con la miseria de
los pobres oficiales del ejército. La Restauración iba de prisa; los numerosos
partidarios del gobierno caído comenzaban a agitarse y casi todos se encontraban
en París. Todos los días había disputas y duelos entre los oficiales licenciados del
ejército real. La juventud de las escuelas recientemente hacía manifestaciones
hostiles al nuevo régimen; a medida que el año avanzaba, la oposición se
generalizaba; muchos de los empleados que habían pertenecido a los países
conquistados morían de hambre y al primer sentimiento de bienestar nacido de la
paz, había sucedido una inquietud general.

Los clérigos, constreñidos durante largo tiempo, adquirieron una extrema


arrogancia y por la primera vez oí hablar de los jesuitas, a quienes yo creía
totalmente desaparecidos. Pero, decía el viejo Nicolle: “Los jesuitas no mueren
jamás”.

Los protestantes eran muy mal vistos, con gran pesar de mi madre que pertenecía
a esta religión, de la confesión de Augsburgo.

Los establecimientos de instrucción pública, los cursos de las facultades y del


Jardín de Plantas estaban abiertos y extraordinariamente concurridos, sobre todo
por los jóvenes, cuyos estudios habían sido interrumpidos por la guerra. Se
libraban verdaderas batallas para lograr entrada a los anfiteatros en donde
dictaban clases Gay-Lussac, Thénard Biot, Villemain, Guizot. Cuántas veces,
aunque muy joven, hice fila para entrar a los salones de clase.

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A finales de 1814 seguí los cursos con gran asiduidad; iba con frecuencia a ayudar
a mi viejo camarada de pensionado Loubry, de quien ya he hablado, al laboratorio
del College de France. Recuerdo que un día, mientras yo me encontraba con
Loubry, Thénard, profesor de química en este establecimiento entró, me tomó
amigablemente por el cabello y me dijo: “¿Qué hace usted aquí, tan joven? Para
demostrarle cuán útil era, comencé a soplar un fuelle que alimentaba un horno
atravesado por un cañón de fusil, en donde Thénard y Gay-Lussac preparaban el
potasio. A pesar de su caricia capilar, Thénard se negó, un año después, a
recibirme como uno de sus alumnos preparadores, aun cuando mi institutor Mr.
R..., su compatriota, me hubiese recomendado y de que estuviese informado de
mi precaria situación económica. 10 o 15 años más tarde, convertido yo en su
colega en el Instituto le recordaba esta anécdota que él no había olvidado y me
decía: “¡ah! ¡Si lo hubiera sabido!.

No fui admitido en el laboratorio de Thénard y creo que esto fue bueno para mí; a
pesar del rechazo un poco duro (por la forma) del maestro, continué asistiendo a
sus lecciones y frecuentaba su laboratorio gracias a mi camarada de clase.

Un día no encontré a Loubry en el College de France, inquieto, corrí a buscarlo en


la miserable casa donde vivía en la calle Saint Jacques; lo encontré acostado
sobre un jergón, con algunos frascos de remedios a su alcance sobre una mesa
coja, en el pequeño cuarto oscuro que le habían asignado como habitación y que
tenía una ventana que daba sobre un patio infecto; estaba solo, sin conocimiento,
con la cara enrojecida y los labios negros. Ensayé inútilmente de hacerlo volver en
sí y su tía, quien entró algunos instantes después, me hizo salir por mi bien; la
pobre mujer me dijo llorando quesu sobrino tenía tifo y que no se salvaría.

Es una triste condición de la pobreza, el estar obligado a limitar los cuidados que
se le pueden dar a un ser querido; mientras que su muchacho se moría, las dos
madres estaban obligadas a seguir trabajando para atender sus necesidades,
comprar las medicinas para el pobre enfermo y pagar las visitas del médico. El
muchacho se restableció y tan pronto pudo caminar, lo fui a buscar para llevarlo
de paseo al Jardín de Luxemburgo. El tifo, traído por los ejércitos en 1814, causó
grandes estragos en la población de París.

La cleresía se tomó insoportable para los parisienses. Su arrogancia aumentaba


cada día. Las beatas del barrio señalaban a mi madre como una herética y a mí
también, ya que yo no era ni católico, ni protestante y he permanecido dentro de
esta neutralidad. Sin embargo, para salvar las apariencias, me hicieron hacer
primera comunión en Notre Dame, aun cuando había fracasado en mi examen de
catecismo.

El abate La Bouderie me preguntó: “¿qué es Dios?” Me fue imposible contestar y


confieso que hoy tampoco podría responder.

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El viejo Nicolle entró un día muy inquieto, con una estupenda pintura, que acababa
de terminar, porque trabajaba mucho desde que había paz y me dijo: “mire dónde
nos lleva el clero! Sin duda ha leído en el diario que mañana tendrá lugar la
procesión de los votos de Luis XVIII. Toda la familia asistirá con un cirio en la
mano. Esta procesión se efectuará en toda Francia. Es un voto por medio del cual
Luis XVIII colocó al país bajo la protección de la Virgen para agradecerle la preñez
de la reina Ana de Austria”.

Al día siguiente, 15 de agosto, fui al Quai des Orfévres a ver pasar la procesión
que se dirigía a Notre Dame;efectivamente, los príncipes, así como todos los
grandes personajes iban con un cirio en la mano y puedo afirmar que el pueblo
sonreía y se mofaba; un muchacho preguntó: “ay por qué no está ahí el rey?”
“Bien sabes que no tiene pies” le contestó un señor. Por la tarde, día en que se
festejaba el aniversario del emperador, hubo gente que puso velas en sus
ventanas.

El clero continuaba más intolerante y perseguidor. Prueba de ello fue cuando el


cura de Saint-Roch rehusó la entrada a la iglesia del cadáver de la señorita
Raucourt, una célebre actriz; se formó un escándalo y el pueblo amotinado tumbó
las puertas del templo.

En política, la reacción aumentaba. El proceso Exelmans tuvo lugar; este señor


estaba acusado de traición por una carta dirigida a Murat. Sin embargo, fue
absuelto por el consejo de guerra. La altanería de los guardias personales no tenía
límites y era excesivamente hiriente para los oficiales del ejército. La nobleza,
especialmente en provincia, mostraba el mayor desprecio por las clases
burguesas y hasta se hablaba de restituir

los bienes nacionales a sus antiguos propietarios. Todo presagiaba una


tempestad: los príncipes de la familia real eran especialmente impopulares dentro
del ejército.

La noticia de que Napoleón se había escapado de la isla de Elba y que había


desembarcado en Cannes el 1o. de marzo, cayó como un trueno. La
estupefacción era general. Lo que era pavor para unos, era alegría para otros. Los
monarquistas estaban consternados: las noticias alarmantes para el gobierno se
sucedían una sobre otra con una rapidez difícil de explicar en una época de
comunicaciones lentas.

Se supo que el coronel La Bedoyere, comandante del 7o. batallón en Grenoble,


había aclamado a Napoleón en vez de combatirlo. En Lyon, las tropas enviadas
contra él, le hacían escolta a los gritos de “viva el emperador”.

El 19 de marzo Napoleón llegaba a Fontainebleau. ¡Espanto en el palacio de las


Tullerías! Movimiento de carros con gentes que se iban. A las 11 de la noche el

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rey y su familia partieron para Saint-Denis, a donde los guardias personales
habían sido enviados para acompañarlos. Por todo París corrían las noticias de
que el emperador haría su entrada al día siguiente, 20 de marzo.

Ese día temprano, partí con mis provisiones y una botella de agua y vino hacia la
plaza del Carrusel en donde me instalé a la espera de ver entrar a Napoleón a las
Tullerías. Yo iba por curiosidad, puesto que no tenía interés en ningún partido; los
sucesos valían la pena de ser vistos y no le era dado a todo el mundo
presenciarlos; además, tenía que contarle a mi madre lo que hubiera visto, ya que
ella no creía sino en las noticias que yo le llevaba. Cuando llegué al Carrusel, la
plaza estaba llena de gente, especialmente de obreros, a juzgar por sus vestidos.
Había también oficiales a medio sueldo, fácilmente reconocibles por su aspecto
militar y sus uniformes raídos.

La gente hablaba mucho y con animación. Las rejas de las Tullerías estaban
cerradas y la guardia nacional atendía el castillo. En el patio iban y venían los
soldados y de pronto vimos salir una larga columna de humo sobre los tejados: los
bomberos de servicio se pusieron en movimiento: era un incendio ocasionado en
la chimenea por una gran cantidad de papeles quemados por orden de las gentes
de la casa del rey.

El populacho del cual yo formaba parte de pronto se agitó. Nos empujaban en un


punto: era un escuadrón de coraceros con la pistola en la mano, que se dirigía
marchando al compás hacia el palacio. Después de conferenciar su comandante
con un oficial de la guardia nacional, se abrió la reja y el escuadrón entró en el
patio, donde tomó posiciones. En ese momento la gente gritaba entusiasmada
“viva el emperador”; un señor cerca de quien yo me encontraba, gritó: “viva el rey”
y recibió un tremendo puñetazo en la espalda, propinado por un ayudante de
panadería.

Todo el día estuvo llena la plaza del Carrusel; se veían los oficiales que entraban y
salían, pero el emperador no llegaba. Al día siguiente se supo que había evitado
entrar por los barrios populosos para llegar a las Tullerías; que hubo una
recepción allí durante la noche, que se nombraron algunos ministros, que el
mariscal Ney, que había prometido a Luis VIII llevarle a Napoleón en una jaula de
hierro, se había pronunciado por el emperador, con todo su ejército que
probablemente lo había impulsado a ello.

Lo que más llamó la atención de los curiosos en la plaza del Carrusel, fueron los
soldados de la vieja guardia: 800 hombres que habían acompañado a Napoleón
desde la isla de Elba.

Todos estaban sucios, casi descalzos, con los uniformes remendados y los gorros
de pelos rojizos, completamente calvos.

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Se hablaba de la constitución liberal que el emperador debía dar a la nación, pero
el “acto adicional” como se le llamaba, nos importaba poco. Los que creían en el
liberalismo de Napoleón eran muy escasos: lo que más preocupaba eran los
nuevos enrolamientos de tropas, la llamada a los antiguos militares, la
movilización de la guardia nacional en toda Francia y un movimiento popular “la
federación” que se extendió por París. Los “federados” eran casi todos gentes de
los barrios periféricos; su uniforme era azul con cuello amarillo; sin embargo, la
mayor parte no tenía ni uniforme, ni fusil y cuando el emperador les pasó revista,
parecían una recogida de mendigos; se les miraba mal en la burguesía; más tarde
se convirtieron en tiradores de la guardia nacional, para la defensa de la capital.

El 1o. de mayo tuvo lugar en el Campo de Marte la promulgación del “acto


adicional” a la constitución del imperio: era la reunión de los delegados de todos
los cuerpos del Estado. Napoleón se hizo presente, vestido de emperador con la
horrible gorra de terciopelo. Yo vi pasar el brillante cortejo y lo vi también regresar
al Eliseo. La ceremonia duró largo tiempo y a la distancia que me encontraba, no
oía sino los cañonazos. De estas solemnidades, generalmente, el pueblo no ve
sino el desfile del cortejo y asiste por curiosidad. La verdad fue que en nuestro
barrio o no se habló, o se habló muy poco de esta ceremonia que se consideró
como un gran paso a la libertad. La clase baja estaba muy alarmada con la
perspectiva de la guerra, pues se sabía que el congreso de Viena había declarado
a nuestro emperador fuera de la ley y que jamás trataría con ese gobierno.

Después de la instalación del cuerpo legislativo, el emperador partió para la


guerra. De ese momento en adelante los sucesos se desarrollaron con una
aterradora rapidez: la victoria en Ligny, de los franceses sobre el ejército de
Blücher, la batalla de Waterloo y su final desastroso; la pérdida de esta batalla fue
atribuida a Ney y a Grouchy, que no supieron detener a los prusianos para evitar
que se unieran a los ingleses. Los que huían de Waterloo se reunieron en Laon
donde llegó el ejército de Grouchy. La consternación se adueñó de París donde
nuestra derrota fue conocida en la noche del 20 al 21 de junio.

Napoleón llegó el 21 de junio al Eliseo y una muchedumbre rodeó el palacio


manifestándole su simpatía al grito de “viva el emperador” cuando salió al jardín.
Yo hacía parte de esa gente y vi por última vez al emperador paseando a grandes
zancadas, con las manos en la espalda.

El 28 de junio hubo gran terror porque se oyeron los cañones prusianos y algunos
días después tuvo lugar la capitulación de París: las tropas francesas debían
retirarse detrás del Loira.

El 8 de julio Luis XVIII regresó a las Tullerías; de ese día en adelante no se vieron
sino banderas y escarapelas blancas. La población, especialmente la burguesía,
parecía ser monárquica; el domingo siguiente al 8 de julio yo estaba en el jardín de
las Tullerías, en donde se bailaba y se cantaban rondas:

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“¡Devolvednos a nuestro padre de Gand,
devolvednos nuestro padre!”

La borrachera era general y también se bailaba en las calles adyacentes y en los


boulevares, pero no en el distrito SaintAntoine.

Las tropas enemigas fueron acuarteladas en París y temporalmente se


hospedaron en casas de particulares. Nosotros recibimos ocho soldados
prusianos que el acomodador de nuestra calle envió a mi padre. Estos hombres
eran bastante insolentes y muy exigentes y mi pobre madre debía ir de unos a
otros para servirles de intérprete.

Muy pronto se supo la salida del emperador, de su viaje en el “Bellérophon” y de


su traslado a la isla de Santa Helena; el bajo pueblo se mostraba bastante
indiferente a todo lo que sucedía, solamente donde los antiguos militares, los que
habían servido bajo la República, se discutía o más bien se disputaba, sobre los
últimos acontecimientos de la guerra; la gran reacción monárquica iba a
comenzar.

El asesinato del mariscal Brune en Avignon y la ejecución de los hermanos


Faucher en París, fueron conocidos prontamente. El general La Bédoyere fue
juzgado y fusilado en la llanura de Grenelle; La Valette, juzgado y condenado a
muerte por los tribunales, fue salvado por su mujer, acompañada de su hija, la
víspera de la ejecución.

La señora de la Valette iba todos los días a la prisión de la Conciergerie en una


silla de manos, como todavía se veían en París, y cenaba con su esposo. Esa
tarde yo estaba en donde mi amigo Benoist, hijo del archivero del estado civil que
vivía en un entrepiso que daba sobre el patio del palacio de justicia y de donde se
alcanzaba a ver la reja de la cárcel. Vimos bajar de la silla a la señora de la Valette
y a su hija y seguimos en la ventana a la espera de su partida. Todo el mundo
sabía que su marido sería guillotinado al día siguiente. Caímos en la cuenta de
que los dos cargueros de la silla se alejaban para entrar a un expendio de vinos;
solamente quedó un sirviente. Poco después la señora de la Valette, o más bien la
Valette vestido de mujer salió apoyado en el brazo de su hija. Volvieron los
cargueros y la silla dejó la plaza del palacio y tomó la calle du Harlay que daba
sobre el muelle.

El resto es bien conocido: la Valette encontró un coche que lo esperaba y se alejó


dejando a su hija en la silla. Tan pronto se conoció su fuga, los guardias corrieron
tras la silla y no hallaron dentro sino a la niña. El prófugo permaneció durante tres
semanas en un cuarto de la casa del duque de Richelieu, quien no tenía idea de la
situación y al fin pudo salir de París, disfrazado de oficial inglés y en compañía de
tres oficiales de esa nacionalidad, entre ellos el mayor general Wilson, y logró

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ganar la frontera belga. El hijo del general Wilson fue uno de mis camaradas en
América, en donde sirvió como edecán del “Libertador” Bolívar.

La evasión de la Valette fue causa de satisfacción general en las masas,


impresión que no se disimulaba y se admiraba el valor de la esposa; los
monárquicos aseguraban que el rey había dado órdenes para que el condenado
pudiese escapar. Nada de esto: se podía juzgar que era al contrario, por la
manera como la policía hacía sus requisas. El pueblo, mi pueblo, las gentes
pobres de nuestro barrio no conocían a la Valette, pero la restauración comenzaba
a inspirar un sentimiento de repugnancia.

Poco después de este acontecimiento tuvo lugar el juicio del mariscal Ney, su
condena y su ejecución en la calle del Observatorio por un pelotón de “mis”
veteranos: algunos de ellos me afirmaron que el pelotón estaba formado por
"chouans" (5) es decir, guardias personales vestidos con el uniforme de los
veteranos. Se ha comprobado que los soldados que cuidaban tanto al mariscal
Ney como a la Valette, en la Conciergerie, eran guardias personales que usaban
el uniforme de granaderos de la vieja guardia. La muerte de Ney causó grande
indignación entre mi pueblo: recordábamos su reputación militar y su valor en
Mont-Saint-Jean; se decía que Wellington, todopoderoso en ese entonces, habría
podido salvarlo al interpretar a favor de él uno de los artículos de la capitulación de
París. No hizo nada de esto, al contrario estableció, cosa que probablemente era
verdad, que el dicho artículo no cobijaba al mariscal.

La víspera de la ejecución era tal la emoción que el gobierno temía un movimiento


popular. El hecho fue que durante la noche y al amanecer una gran multitud se
reunió en la llanura de Grenelle en donde se creía que sería la ejecución. Esta
situación fue la que obligó al gobierno a llevar a cabo el fusilamiento cerca del
Observatorio, entre las 8 y las 9 de la mañana. Ney, después de haber recusado la
comisión de los mariscales designada para juzgarlo, fue remitido a la Cámara de
los Pares; después de la condena se votó la pena. Fue triste ver entre el gran
número de Pares que votaron a favor de la muerte, los nombres de hombres de
ciencia tan importantes como Berthollet y Laplace; también firmó Morel Vindé,
miembro de la Academia de Ciencias, aun cuando no muy notable.

La ejecución de Ney tuvo lugar en diciembre de 1815; los cursos escolares


estaban en plena actividad; por ese entonces yo estaba en el liceo y había que oír
a los alumnos hablando pestes de Berthollet y de Laplace, a quienes llamaban
miserables. Por lo demás Laplace era un hombre sin carácter: contaba Arago que
cuando llevaron a la Academia, durante los cien días, registro sobre el cual cada
miembro debía emitir un voto sobre el acto adicional, registro que constaba de dos
columnas, una para las adhesiones y otra para los rechazos, Laplace firmó de
manera que su nombre pareciera a caballo sobre las dos columnas, de manera
que fuese imposible saber si había aprobado o no el acto adicional.

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(4) N. de T. Ci-devant: apodo que se daba a los nobles en la época de la
revolución.

(5) N. de T. "Chouans”: insurgentes de Bretaña, durante la revolución.

En una elección académica estaba tan indeciso entre dos candidatos que declaró
que la suerte resolvería su voto: dijo que escribiría el nombre de los postulados en
dos papelillos, que puso dentro de un sombrero para retirar el que debía ir a la
urna en el momento en que le fuera presentada; así lo hizo y botó al suelo el que
no usó y mostró ostensiblemente, su voto a Arago antes de entregarlo al ujier.
Arago, luego de la sesión, por curiosidad, recogió el papelillo que estaba bajo la
mesa y encontró que tenía escrito el mismo nombre del que había sido depositado
en la urna.

La Restauración dio el título de marqués al conde de Laplace en reconocimiento,


después del juicio de Ney. Yo vi una sola vez a Laplace en una sesión de la
Academia de Ciencias; fue antes de mi partida a América, pero muchas veces me
encontré con la marquesa de Laplace, quien más que octogenaria iba pintada y
vestida como una joven. También conocí al hijo de Laplace, general de artillería,
en casa de amigos comunes.

Los hombres que no se dejan influenciar por las circunstancias políticas son raros,
aun entre los sabios y los hombres de letras: la mayor parte están dispuestos a
llegar a un acuerdo con el poder, sea el que sea.

También se supo que en el grupo de jurados llamados a pronunciarse sobre la


suerte de la Valette se encontraba un ingeniero de minas autor de cuatro
volúmenes in-quarto que no valía gran cosa y era protegido por el régimen
imperial; fue este hombre, a quien el reo se cuidó bien de recusar, quien decidió al
jurado a pronunciarse por la culpabilidad, es decir, por la muerte del acusado. Así
obtuvo promociones y llegó a ser asociado libre de la Academia de Ciencias pero
murió loco de remordimientos, probablemente por haber condenado a su amigo.

Habíamos llegado a la triste época del “terror blanco”, tan sanguinario como el del
93. Las “cortes prebostales” se instituyeron y eran verdaderos tribunales
revolucionarios.

Es triste pensar que el gran naturalista Cuvier, entonces consejero de Estado,


hubiera sido encargado de llevar el informe. La discusión que sostuvo en esa
oportunidad no honra su carácter; por lo demás Cuvier era débil de corazón,
tímido y ambicioso.

64

La “congregación” se organizó también en 1815 para perpetuarse hasta nuestros
días. Para pertenecer a ella se necesitan como padrinos, personajes afiliados o
estar apoyado por adeptos. El descontento aumentaba a medida que se
multiplicaban los actos de rigor. La conspiración de Grenoble estalló y la corte
prebostal del Isère hizo fusilar una veintena de desgraciados que se habían dejado
arrastrar y entre ellos un niño de 16 años, que la corte había recomendado a la
clemencia del rey. El duque Decazes, ministro de la policía, envió por
telègrafo (6) la orden de ejecución; el duque sin embargo era un hombre amable,
de apariencia bondadosa a quien conocí mucho, pero cuando lo encontraba en un
salón a pesar de su amabilidad e, inclusive de lo interesante de su conversación,
no se por qué veía siempre a su lado el espectáculo sangriento del muchacho
ejecutado. Mucho más adelante, un día de 1867, cuando el jurado de la exposición
agrícola debía acompañar al emperador Napoleón III a una visita, recibí por la
mañana una esquela del duque en la que me rogaba esperarlo en el Palacio dc la
Industria para darle el brazo y sostenerlo —tenía 80 años— puesto que aun
cuando moribundo, quería ver al emperador. Durante todo el paseo se interpuso
entre nosotros la imagen sangrienta del pobre niño de Grenoble.

Decazes murió 3 o 4 días más tarde: Ya no tenía crédito, había comprometido su


fortuna en negocios industriales, especialmente en las forjas de Decazeville que
fundó cuando era gran referendario de Cámara de los Pares. En su casa encontré
varias veces al duque Pasquier y otros personajes que se reunían por ser adictos
al gobierno de Julio * como lo habían sido en los gobiernos precedentes y gozaban
de gran consideración; el papel de terroristas que habían representado en la
segunda restauración había sido olvidado. ¡En política se olvida tan aprisa!.

En 1816 el terror o si se quiere, la reacción monárquica continuó siendo cada vez


más sangrienta y es indudable que las autoridades superiores provocaban las
conspiraciones. Fue en este año cuando se juzgó a la “sociedad de los patriotas”
de 1816 que distribuía billetes triangulares a todo el mundo y aquellos que tuvieron
la imprudencia de aceptarlos, fueron perseguidos y condenados como
conspiradores. Sin embargo, esta sociedad no poseía ningún medio de acción:
había sido fundada por tres pobres diablos: Plaignert, curtidor; Jolleron, cincelador
y Carbonneau, escribano público, quien tenía su pobre despacho en la sala de los
Pasos Perdidos en el Palacio de Justicia. Todos fueron condenados a la pena de
los parricidas, es decir, la muerte, después de haberles cortado la mano. Sus
cómplices fueron enviados a galeras después de tenerlos en el cepo.

El día de la ejecución yo me hallaba en el Palacio de Justicia, en la ventana del


piso que habitaba la familia de mi amigo Benoist:era casi de noche cuando los tres
infelices fueron sacados de la Conciergerie para llevados a la plaza de Gréve;
estaban en camisa y un trapo negro les cubría la cabeza; era una escena de la
Inquisición. No recuerdo si montaron en la carreta que los esperaba en la verja o si
la siguieron a pie. Había una enorme multitud desde el Palacio de Justicia hasta el
sitio de la ejecución, indiferente como siempre a la suerte de los condenados;

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estaban allí para verlos pasar como ya lo habían hecho con Luis XVI, la reina y
todas las víctimas del terror rojo. Cuando salieron del patio del palacio, se oyó un
tremendo murmullo que fue apagándose a medida que el siniestro cortejo se
alejaba. El rumor que nosotros escuchábamos era producido por cien mil voces
que repetían a la vez: “ya vienen, ya vienen”.

El pueblo siempre es ávido de presenciar esta clase de espectáculos: los obreros


pierden de buen grado el salario de una jornada para regodearse con tan triste
escena. ¿Es esto crueldad? No, es una emoción que buscan.

Los más favorecidos eran los que estaban al pie del cadalso; los otros se
contentaban con ver pasar al condenado. Bajo el imperio las ejecuciones tenían
lugar en la plaza de Grévey y la guillotina se montaba a unos 30 metros del Sena
que entonces no tenía parapeto y se podía bajar a la orilla. (Durante las crecientes
del río la plaza del Hótel-de-Ville se inundaba y se podía atravesar en bote).
Después de las ejecuciones, la multitud se acercaba a la guillotina. Yo fui de estos
curiosos y me acerqué con algunos camaradas para ver la máquina fatal, pero lo
más curioso, lo más repulsivo que se veía era la vieja Mariana, una mujer de edad,
encargada de secar la sangre que hubiera caído en el pavimento. Ella usaba el
vestido de las campesinas, falda de lana recogida, zuecos, y un pañuelo anudado
sobre el bonete. Su dura fisonomía demostraba su profesión: había secado la
sangre de la familia real y se ufanaba de ello; cuando los pelafustanes la
injuriaban, respondía a sus sarcasmos y burlas amenazándolos con la esponja y
prediciéndoles que algún día los vería por la plaza de Grévey y que tendría mucho
gusto en trabajar para ellos.

Una sola vez asistí a una ejecución muy de cerca. Era un jueves, día de
vacaciones escolares y me dirigía al Marais; el cadalso estaba armado y había
poca gente en la plaza, debido a la lluvia torrencial que caía; la carreta llegó en
ese momento llevando a una bella joven, acusada de ser incendiaria, a quien
colocaron sobre la plataforma. Ella sollozaba, se la amarró sobre una tabla y en
ese momento Charlot el verdugo, tiró de un cordón y vi caer la cuchilla triangular y
luego la cabeza.

Todo se perfecciona: Mariana perdió su empleo porque la sangre ya no salta


sobre el pavimento, sino dentro de canastas que contienen aserrín; también se
dejó de ejecutar en el centro de París y ahora se hace en la puerta de la cárcel.
Confiemos en que algún día los cadalsos serán armados en el interior de las
prisiones.

Es un momento terrible aquel cuando los condenados marchan hacia muerte; los
criminales más duros con frecuencia simulan un valor que podría no ser más que
fanfarronería. Una tarde oí al señor Feuillet de Conches, el gran coleccionista de
autógrafos, contar una historia bastante curiosa, narrada en las Tullerías, en el
curso de una comida con el emperador, en donde llegó a hablar del suplicio de

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Luis XVI; el sitio no era apropiado, pero los cortesanos cuchichean más de lo que
hablan.

—“Murió con gran valor, dijo el señor Feuillet de Conches, el verdugo me lo ha


asegurado".

—“¿Entonces usted conocía al verdugo?”, le preguntaron.

—“Seguramente y he aquí como lo conocí: encontré una carta de Samson, el


verdugo que guillotinó a Luis XVI fechada el 22 de enero dirigida al redactor de un
diario donde habían afirmado que el rey había muerto como un cobarde. Samson
creyó su deber protestar y declaró en la carta en cuestión que Luis Capeto había
mostrado gran entereza”.

Este testimonio hacía honor al verdugo y es por esto que debí asegurarme de la
autenticidad de la carta. Fui a casa de Samson y me encontré en presencia de un
hermoso anciano de cabellos blancos y maneras de hombre bien educado; le
mostré la carta y dijo que sí era él quien la había escrito: “estaba indignado y
sentía que debía defender la memoria de Luis XVI,

mi víctima, que murió como mueren muy pocos condenados”. Felicité al verdugo
por un acto que tenía peligro en esta época terrible y él me contó que a casi todo
condenado en el momento de la ejecución se le pone la carne de gallina y que
aquellos que puede uno considerar dotados de una gran energía por su actitud,
presentan este síntoma a la sola vista del hacha.

En el momento fatal, cuando el condenado va a salir de la prisión, se le permite


beber lo que él cree que pueda reconfortarlo: un vaso de vino, de aguardiente, un
caldo, o café. Esto me lo contó un antiguo farmaceuta, el señor Siret, a quien tuve
la ocasión de prestar algunos servicios. Fue nombrado jefe de la farmacia de la
prisión de la Roquette, en donde los condenados a muerte permanecen hasta el
día del suplicio. El viejo Siret nunca dejaba de hacerme una visita después de
cada ejecución; tenía 80 años y me llamaba su hijo. Estudiaba los diversos
cordiales buenos para inspirar valor a los infelices condenados y venía a darme
cuenta de los resultados obtenidos; según sus experimentos, lo más aconsejable
era el éter acético. “Hijo mío, cuando un condenado ha tomado mi poción, ya no
es el mismo hombre, parece que fuera alegremente a la muerte. A Lacenaire le
sentó muy bien, ¡así como al asesino del arzobispo de París! Verger era un
cobarde que no podía tenerse en pie en la pieza donde lo estaban arreglando; el
éter acético lo transformó; marchó al principio con energía y no sé si la dosis fue
muy débil, porque sobre la plataforma comenzó a temblar”. Y luego añadía: “Para
la próxima ejecución le avisaré porque quiero que sea testigo del efecto
maravilloso de mi cordial”. Jamás acepté la invitación del viejo Siret, quien murió
poco tiempo después.

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Como miembro del “consejo de salubridad” hice parte de una comisión encargada
de asesorar al prefecto de policía sobre el estado sanitario de los detenidos de la
Roquette. Vi la celda de los condenados, desnuda, blanqueada con cal, con dos
camas, un asiento de paja y un banco por todo mobiliario; estaba vacía en ese
momento. En esa misma oportunidad visité los talleres donde a los condenados a
trabajos forzados se les da ocupación hasta su viaje al presidio final.

¡Qué caras las que se veían allá! Las de los carceleros que nos acompañaban no
eran mejores. Todas esas fisonomías ¡estaban contraídas por la cólera! Se les
veía la dureza y el odio. Con cuánta brusquedad los carceleros trataban a los
prisioneros gritándoles brutalmente: “¡quítense las gorras, levántense!”, tan pronto
entrábamos a un taller. Los ebanistas eran los peor mirados porque bebían el
barniz con alcohol que les daban para sus trabajos: la prohibición de tabaco y de
licores es posiblemente la más dura de las privaciones que sufren los detenidos.

El año de 1816 fue uno de los más sangrientos del “terror blanco”. Los ultra-
monárquicos se convirtieron en caníbales especialmente en provincia. Los
consejos de guerra, las cortes prebostales y los tribunales rivalizaban en celo. En
Lyon se fusiló al general Mouton-Duvernet y damas monárquicas, pertenecientes a
las grandes familias, no tuvieron inconveniente de bailar en el sitio donde había
caído la víctima el día anterior. Los generales Drouot y Cambronne fueron
enviados a la jurisdicción militar y no escaparon de la muerte sino gracias a una
muy débil mayoría. Otros menos afortunados, fueron fusilados. París estaba
aterrado y se notaba que la causa monárquica perdía terreno cada día. Como
siempre sucede en época de persecuciones, se hablaba mucho, pero en voz baja
teniendo cuidado porque se creía ver por todas partes a un espía.

La Cámara fue renovada; la sesión de 1816-1817 no aportó cambios notables en


la situación: el “terror” se estableció en el departamento del Ródano; sin embargo
vimos surgir un poco de independencia entre los diputados, lo que mostraba que
la oposición comenzaba a tomar forma.

Nos aproximábamos a 1818. Como lo he dicho, hacía tres años yo seguía los
cursos públicos con asiduidad y había leído mucho; tenía que pensar en escoger
una profesión.

El comercio me parecía antipático; como apenas tenía 16 años no habría servido


sino para dependiente de almacén: la idea de pasar inviernos rigurosos detrás de
un mostrador, sin más calefacción que un brasero y un calentadorcito manual, no
me atraía. Mis estudios científicos y mis lecturas habían hecho nacer en mi otras
aspiraciones. Deseaba ingresar a la Marina y me había preparado a presentar los
exámenes de la Escuela Naval, a pesar de que me advertían que la promoción
sería en adelante reservada a los jóvenes de familias nobles; persistí con la
esperanza de poder servir en el extranjero al final de mis estudios y lo que parece
increíble es que era en Rusia donde deseaba prestar servicio. Con ese objetivo

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comencé a estudiar ruso. El precio de una gramática estaba por encima de mis
posibilidades y tuve la paciencia de ir a la Biblioteca Real en donde pedí una
gramática rusa, con gran sorpresa del joven empleado de quien un día iba a ser
colega en el Instituto. Perdí mucho tiempo en darme cuenta de que el ruso es un
idioma muy difícil.

En 1817 se estableció por ordenanza real, una escuela práctica de mineros en


Saint-Etienne y decidí, con autorización de mi padre, aprender el oficio de minero;
digo el oficio porque deseaba tener una posición en la cual los conocimientos que
había adquirido, pudieran ser utilizados. Además era una carrera que tenía su lado
científico y yo amaba la ciencia. Sabía que en la escuela de los mineros
encontraría un laboratorio, colecciones geológicas y mineralógicas y una
biblioteca: era todo lo que deseaba. Llevé conmigo en esta resolución a mi
camarada Benoist, el hijo del jefe de archivos.

Dirigimos nuestra petición al señor Héricart de Thury, ingeniero jefe de las


canteras, quien delegó en el señor Trémery, ingeniero, los exámenes que
debíamos pasar. Se pedía poco en ellos: geometría, álgebra, hasta las ecuaciones
de segundo grado y una composición en francés. El señor Tréinery no entendía
qué iban a hacer dos parisienses a la escuela de mineros. Fuimos recibidos y el
director general de minas, el señor Mollien, al dar aviso de nuestro ingreso al
director de la escuela, le decía, como lo supe después: “le envío la vuelta del
señor Bossu”, quien era el hijo de un ingeniero de puentes y calzadas.

El señor Trémery, agregado al servicio de las canteras, se peinaba al estilo “alas


de paloma”. Invariablemente comenzaba sus preguntas por esta frase: “¿Qué
es? De resto era muy bondadoso. Benoist se casó más tarde con una de sus
sobrinas y por esta alianza logró una colocación en las canteras de París.

El señor Trémery dictaba un curso de física divertido, para uso de las gentes de
mundo. Sabio menos que mediocre, ni siquiera yo lo habría nombrado si en una
elección de la Academia de Ciencias no hubiera tenido por competidor a Gay-
Lussac, quien le ganó por un solo voto. Los nombramientos académicos son
algunas veces inexplicables: ¿cómo se podría vacilar entre este último, ya sabio
ilustre y mi examinador, un total desconocido? El señor Trémery era muy miope;
era profesor de historia natural en el Liceo Carlomagno, en donde le jugaban toda
clase de chanzas de mal gusto; como dictaba clases en las salas donde estaban
las colecciones, los alumnos se escondían, después de haber llenado los bancos
con animales disecados y durante una hora el profesor, sin

darse cuenta, se dirigía a micos, a aves zancudas y a toda clase de animales


distintos del hombre.

Una vez admitido tuve que ir a Saint-Etienne al terminar el mes de octubre de


1818; mi partida afligió mucho a mis padres, especialmente a mi madre; me

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hicieron un bello ajuar consistente en una gran levita azul, un vestido gris, dos
pantalones, doce camisas, pañuelos, etc., y una guerrera azul de oficial, destinada
a transformarse en el uniforme de la escuela. Esta guerrera provenía del tío Luis
que cayó en nuestra casa como una bomba, en 1816. El había emigrado debido a
la triste circunstancia que ya he contado; después de haber servido en el ejército
de Condé, como caballero de dragones de Enghien, entró al servicio de Inglaterra
en donde fue incorporado a los cazadores británicos; llegó a capitán ayudante al
ser disuelto este regimiento que hizo las campañías de Portugal, de España y de
Egipto, donde en la batalla de Aboukir cayó gravemente herido por una bala que le
atravesó el cuerpo y demoró allí dos años antes de poder regresar al servicio. En
España, en la batalla de Vitoria, una bala le rompió la mano derecha y en una
escaramuza un tiro de fusil a boca de jarro ocasionó un accidente bastante
curioso: algunos granos de pólvora que se habían localizado bajo la piel del
mentón lo dejaron tatuado para siempre. Era un excelente y valiente militar como
lo atestigua una carta autógrafa del príncipe regente que me fue permitido leer:
infortunadamente su valor fue empleado del “lado opuesto”. Entre otras cosas era
muy modesto, hablaba poco de sus campañas y fue por su diario, que encontré
entre sus papeles después de su muerte, que supe lo que acabo de contar.

Durante las guerras del imperio no se podía, naturalmente, obtener noticias de un


oficial que servía al enemigo de manera que para nosotros él ya no era de este
mundo y cuando, de niño, mi madre me hacía rezar, siempre había algunas
palabras a favor del tío Luis.

En 1816 me encontraba un día con mi madre en la tabaquería y mientras que mi


padre dormía entró un señor que pidió hablar con el señor Boussingault y le dije
que él no estaba en la casa porque en esa época se desconfiaba de todo el
mundo; como el extraño insistiera, mi madre le preguntó: —“pero qué desea
usted?” —“Soy su hermano Luis”, respondió el visitante.

Corrí a despertar a mi padre quien reconoció rápidamente que el visitante decía la


verdad. El tío cenó con nosotros y durante la comida presentó a mi padre un
documento que debía, según él, establecer su identidad: era un certificado de
caballero de San Luis. Pasó la noche dando cuenta de la familia; en los que nos
concernía el cuadro no era brillante. El tío pasó algunos días con nosotros y salió
para Lyon en donde iba a reunirse a un regimiento de cazadores montados del
que había sido nombrado jefe de escuadrón. Más tarde fue promovido al grado de
teniente coronel primero de dragones y permaneció en estas funciones hasta la
revolución de 1830. No deseando servir bajo Luis Felipe y a pesar de los ruegos
del mariscal Soult, presentó su renuncia y se retiró definitivamente.

Antes de dejar París para irme a Saint-Etienne pasé una tarde con la familia de mi
amigo Benoist en el Palacio de Justicia; yo admiraba mucho a su madre, mujer
instruida y piadosa, cuyo marido bastante mayor que ella, era singularmente
incapaz. La señora Benoist era quien llevaba los archivos del estado civil y quien

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quisiera enfurecer a su marido, no necesitaba sino sostener que la tierra es
redonda.

Varios eclesiásticos frecuentaban esta familia, entre ellos el abate de La Bouderie.


Durante una comida a la cual yo estaba invitado, llegamos, no se por qué, a hablar
de San Pedro; mamá Benoist interrumpió bruscamente la conversación gritando:
“No hablen de San Pedro, es un J. F... ** " “¡El renegó de Nuestro Señor!” Los
curas hicieron unas caras muy divertidas y se miraron entre ellos.

Las despedidas a mi familia fueron rápidas; en mi casa la separación fue más


emocionante: mi madre me abrazaba llorando y no quería soltarme; yo tenía
entonces otro hermano varón, Cadet, de 6 a 7 años. Mi hermana tenía 19 y hacía
un año se había casado con el señor Vaudec, nuestro primo.

Fue necesario separarnos; llegaron Benoist y algunos amigos que debían


acompañarnos, me eché el morral al hombro y ¡adelante! Debíamos hacer el
camino a pie. Yo tenía 50 francos para este viaje y cada mes debía recibir una
suma igual en Saint-Etienne; mi madre, a escondidas, añadía 10 francos a la
suma convenida; nunca recibí más de 60 francos mensuales durante mi
permanencia en la escuela de mineros.

Marchamos en silencio después de que nuestros amigos nos dejaron a la salida


de la ciudad; teníamos el corazón acongojado y el saco que llevábamos parecía
pesadísimo. Creo que únicamente un sentimiento de amor propio nos impidió
regresar.

Después de haber atravesado el bosque de Sénart paramos en Lieusaint, aldea


en donde nos alojamos en un modesto hospedaje: una cama para dos, una buena
cena, en total 3 francos; la cama no dejaba nada qué desear, sin embargo dormí
muy poco: toda la noche veía llorar a mi pobre madre. Al día siguiente, tan pronto
amaneció nos pusimos en camino, después de haber limpiado nuestras polainas y
engrasado nuestros zapatos. Almorzamos en otra aldea después de haber
caminado 3 o 4 leguas; habíamos acordado recorrer cerca de 10 leguas diarias. Mi
amigo Benoist tuvo ampollas en los pies al tercer día de viaje; tomamos entonces
un carrito en asocio de un tercer viajero pedestre, un obrero pintor. De esta
manera llegamos en tres días a Auxerre y esto nos había costado 7 francos a
cada uno. De ahí en delante continuamos el camino a pie. Mi entusiasmo fue
grande cuando en Rochepot vi aflorando el calcáreo con grifitos *** y el viejo
castillo, ya en ruinas, que estaba construido con esa clase de roca.

De Chalon, el barco de vapor que nos llevó al muelle del Saone, donde
encontramos el albergue del “Caballo Blanco”. Sin parar en Lyon, nos pusimos en
camino temprano al día siguiente con la esperanza de llegar a nuestro destino. La
empresa era dura para el final de un largo viaje; el camino era muy accidentado y
siempre me producía una agradable sorpresa encontrar piedras y rocas que

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conocía por haber visto las muestras en colecciones. Yo rompí muchos pedazos
de granito, de esquistos micáceos y cerca de Rivede-Gier encontré arenisca
carbonífera. Eran las tres o las cuatro cuando atravesamos esta ciudad que nos
pareció negra y sucia; después de una cena que consistió en pan, vino y queso,
continuamos camino, muy cansados, cuando un carretero que conducía un coche
vacío para transportar carbón, nos subió a su vehículo. ¡Fue así como hicimos
nuestra entrada, bien de noche, a Saint-Etienne! Nuestro conductor nos indicó un
albergue en donde pasamos la noche.

Al día siguiente nos presentamos al director de la escuela, después de habernos


aseado y vestido convenientemente, ya que nuestros equipajes habían llegado
antes. La ciudad nos pareció triste, negra y sucia; el tiempo era frío y brumoso; la
escuela de mineros se encontraba a la salida de la ciudad, sobre el camino de
Montbrison. El director ingeniero jefe de

las minas, señor Beaunier, nos recibió bondadosamente, nos presentó a los
alumnos en la sala de estudios y nos hizo visitar la escuela. Quedé encantado al
entrar a un maravilloso laboratorio de química, mucho más elegante que el
del College de France, que había sido construido sobre planos traídos de
Inglaterra por el profesor de metalúrgia, senor Gallois. En el segundo piso se
encontraba una biblioteca bastante completa y una colección de minerales y de
rocas.

Los alumnos eran pocos: nueve en la segunda división primer año de estudios, a
la cual pertenecíamos y más o menos la misma cantidad en la primera división,
segundo año de estudios.

Cuando la escuela se fundó no hubo sino un solo alumno, Fourneyron y luego


Leferme, sobrino de un notario de París, que se destinaba a la dirección de las
minas de antracita de Montrelais. A nuestra llegada, Fourneyron ya había
terminado y se empleaba en hacer trazados de ferrocarriles y Leferme había sido
incorporado en la primera división.

La mayoría de mis condiscípulos provenían de colegios, eran laboriosos, alegres y


buenos; entre ellos había algunos bastante incultos; capataces de minas u
obreros, que no podían seguir los estudios, pero que se capacitaban y se
convertían en gente útil para la enseñanza práctica ya que debíamos trabajar
como mineros y practicar sucesivamente todas las áreas de la profesión.

Hoy, cuando escribo estas líneas, quedamos pocos sobrevivientes: Latil,


posiblemente todavía en Alsacia; Besqueut director de forjas en Bretaña; mi
antiguo amigo Benoist, recaudador del peaje de un canal en Picardía; murieron
jóvenes, Leferme, director de Montrelais; Remmel, de las minas de hulla de
Terrenoire y Dyevre, quien llegó a ser administrador de las minas de Saint-
Etienne.

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Hace algunos años tuve el dolor de perder a mi excelente amigo Fourneyron,
inventor de la “turbina”; Baude quien era asistente, es decir, admitido a la
enseñanza, pero sin tener que sujetarse a la disciplina y a los exámenes, murió un
poco antes. Para nosotros Baude era un viejo, tenía 27 o 28 años; hijo de un
antiguo prefecto del imperio, fue nombrado sub-prefecto durante los “cien días”,
destituido por la Restauración, se convirtió en accionista de las minas de Firminy;
hombre muy inteligente, fue uno de los periodistas de la oposición que protestaron
contra las “ordenanzas” de Carlos X. Fue nombrado diputado bajo Luis Felipe y
desempeñaba las funciones de prefecto de policía al principio del nuevo reinado.
Fue bajo su administración cuando en el curso de una violenta manifestación el
populacho demolió el arzobispado de París, lo que fue causa de su destitución;
después sirvió en el Consejo de Estado.

El personal de los profesores de la escuela había sido contratado entre los


trabajadores de las minas. El director señor Beaunier era un hombre de mundo; se
decía por lo bajo que su talento de cantante había contribuido mucho a su
progreso, lo cual puede ser probable, pero me parece que sabía y enseñaba muy
bien la geología; bajo el imperio él dirigía la escuela de mineros establecida en
Kaiserslautern y fue por su propuesta que se creó la escuela de Saint-Etienne.

El señor de Gallois, alsaciano de Estrasburgo, debía enseñar metalurgia, pero no


cumplía con su cátedra. El señor Thibaud aspirante de minas, lo reemplazaba;
éste tenía sus ideas enfocadas hacia las especulaciones lucrativas, era muy
trabajador, pero desordenado y pedante; murió como ingeniero jefe.

El señor Burdin, un saboyano, enseñaba mecánica; su manera de enseñar no era


clara y tenía un espíritu original, orientado hacia las invenciones, pero no tenía
sentido práctico; concibió la idea de las turbinas y se asoció con Fourneyron para
construir esas máquinas hidráulicas. Después de dos años terminó la sociedad
puesto que un espíritu tan incoherente como el de Burdin, no podía permanecer
unido con el espíritu eminentemente positivo de Fourneyron, quien ya por su
cuenta, perfeccionó la turbina en forma asombrosa. Patrocinado por el señor
Arago, conquistó una alta posición entre los ingenieros civiles y adquirió una
buena fortuna. Burdin, al contrario, intentó muchas cosas: como mecánico, no hizo
nada especial por ser un soñador; se le ocurrió utilizar el aire caliente como fuerza
motriz y en ello consumió sus modestas economías.

Los éxitos completamente legítimos de Fourneyron produjeron muchas envidias.


Se decía que Burdin era el inventor de las turbinas; éste que seguramente no
tenía esta pretensión dejaba creer que era cierto y nunca tuvo la lealtad de
declarar que la turbina que había tenido éxito no era la suya. Como me lo decía un
mecánico hábil: “sin Fourneyron la turbina no existiría”.

Fourneyron era muy apreciado por los hombres de ciencia más notables;
presentado como candidato a la sección de mecánica de la Academia de Ciencias,

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perdió por un voto contra el general Morin. No se volvió a presentar, lo que fue una
lástima porque seguramente la Academia lo habría nombrado. Este fracaso es un
ejemplo bastante frecuente del poco discernimiento de las corporaciones de
sabios. Que esto hubiese sucedido ante un geómetra hábil, se habría podido
comprender, pero entre Fourneyron y Morin, ambos ocupados en mecánica
práctica experimental, la elección no podía ser dudosa. El nombre del inventor
durará mientras las turbinas trabajen, es decir, para siempre y el de Morin
terminará con su honorable carrera.

El señor Desroches, profesor de explotación y de geometría descriptiva era un ser


singular: enano, con la fisonomía de un mico, tan feo como es dable imaginar,
bondadoso; poseía un notable talento de exposición, dibujaba como un artista,
pero su espíritu fallaba en solidez. Enunciaba teorías imposibles sobre todos los
temas y tenía una manía que aumentaba con los años; le dirigía consejos al rey
sobre la manera de gobernar a Francia, seguidos de una discusión sobre la forma
de los átomos; como resultado fue pensionado antes de haber alcanzado los años
de servicio; le encantaba desarrollar sus ideas frente a sus discípulos, lo cual
duraba una hora o más. Yo había encontrado un medio infalible de salir de él:
primero lo escuchaba con mucha atención, luego, gradualmente, me agachaba
hasta que mi rostro quedara a la altura del suyo, y tenía que inclinarme mucho
porque yo medía 5 pies 6 pulgadas y él tenía apenas 4 pies; entonces me dejaba
bruscamente, haciendo una mueca que no podía afearle más de lo que era,
infortunadamente, pero a los pocos días regresaba.

El señor Gueyniveau, profesor de química y metalurgia, era otro tipo curioso: tenía
el brazo derecho más corto que el izquierdo; sus enseñanzas eran correctas, pero
se notaba que contaba a medio día lo que había aprendido a las 10 de la mañana;
en su casa, a donde yo iba a tomar notas para el curso, no existía sino una
preocupación: la de quitar el polvo; si yo entraba con alguna pequeña mota sobre
mi levita, la tomaba delicadamente, abría la ventana y se soplaba los dedos para
hacerla volar. Este ejercicio me divertía así que yo tenía buen cuidado de poner
algunos plumones sobre mi vestido, cada vez que iba a visitarlo y jamás dejó de
abrir la ventana y de proceder a la expulsión, tal como la he descrito. En el fondo,
era un hombre excelente, de gran timidez, que pesaba sus palabras, pues temía
comprometerse.

También se encontraba en la escuela un maestro de geometría subterránea, señor


Sherowitz, un austríaco que había llegado con los ejércitos enemigos; vigilaba la
clase de dibujo lineal y llevaba a los alumnos a las minas para levantar los planos;
era un pobre diablo muy ignorante.

Además del personal docente había un ingeniero de minas, probablemente a


medio sueldo porque estaba enfermo e incapacitado para desempeñar una
función determinada.

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El señor Le Boulanger, adscrito al laboratorio, sufría de una enfermedad singular:
de repente y sin aviso se le desarrollaba una gran cantidad de gas en el
estómago, cuyo ruido parecía el ladrido de un perro; los eructos eran tan
abundantes y prolongados que le producían dolor; en estos casos bebía grandes
cantidades de agua, pero la fuerza de los gases era tanta que el agua se devolvía
a más de un metro de distancia y el enfermo sufría menos cuando evacuaba el
líquido en esa forma; se comprende que con esa clase de achaque, el señor Le
Boulanger buscara la soledad. Habitaba en las afueras de la ciudad y su mobiliario
consistía únicamente en una silla y un colchón relleno de pedazos de papel. Todos
los días, sin importarle la estación, atravesaba la ciudad para llegar a la escuela,
caminando lentamente y deteniéndose durante varios minutos para mirar el sol
cuando brillaba. Los niños lo tomaban por un loco y lo seguían; en el laboratorio
hacía análisis minerales, ensayos con ferrosas, trabajaba con gran habilidad, pero
casi nunca hablaba y su silencio duraba algunas veces una semana. Si un alumno
le pedía consejo, lo que no era frecuente, ordinariamente se lo daba pero otras
veces se iba sin contestar. Cuando no estaba muy enfermo el señor Boulanger era
un compañero agradable, aunque por desgracia, esto no ocurría a menudo.
Después de mi salida de la escuela supe que se había agravado: sin estar
absolutamente loco,puesto que razonaba juiciosamente, su apatía ya no tuvo
límites. Un día, uno de sus amigos lo encontró en Lyon, en medio de un grupo de
vagabundos que barrían calles;la policía que lo había recogido, lo había llevado a
la cárcel y lo obligaron a desempeñar ese oficio sin que él se hubiera opuesto. El
amigo le hizo abandonareste repugnante oficio que a Le Boulanger no le
impresionaba porque su moral estaba ya muy afectada.

En los medios sociales donde la suerte me colocó durante mi juventud, encontré


casi siempre un maestro afectuoso que me sirvió guía. En Saint-Etienne fue Le
Boulanger quien me inició en las disciplinas del análisis mineral de mezclas
metálicas. Este profesor seguía las tradiciones de Klaproth y de Vauquelin; había
practicado mucho el análisis en la escuela de minas de Moutiers, establecida en
Saboya bajo el imperio y si más adelante yo tuve algún éxito en esta parte tan
difícil de la ciencia, se lo debo sin duda a este pobre enfermo.

Benoist y yo amistamos con nuestros condiscípulos quienes nos ayudaron a


establecernos en la ciudad. Tomamos en arrendamiento una habitación amoblada
donde la señora Doguet, al precio de 15 francos mensuales.

Al otro lado de la calle había un panadero que nos permitía asar en horno las
carnes que algunas veces comíamos; casi siempre era un pierna de cordero con
papas.

Nosotros mismos preparábamos nuestras comidas sobre la parrilla de carbón; un


día preparábamos una sopa, al día siguiente un cocido roceado con vino "del
rivage" (de las riberas del Ródano a 10 céntimos la botella). Este sistema duró
varios meses y así nos alimentábamos muy bien, pero desgraciadamente

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vivíamos muy lejos de la escuela, lo que nos obligó a mudarnos más cerca.
Benoist pudo alquilar un cuarto en casa del padre de un camarada, el señor
Berthon, quien explotaba una mina de carbón.

Yo tomé una manzarda en la calle frente a la iglesia; luego para acercarme aún
más al laboratorio, alquilé una casita aislada y como suspendida sobre el Furens;
para ayudarme en el alquiler un tanto elevado, 20 francos mensuales, me asocié
con un camarada, Lalance, de Montbeliard, joven encantador e inteligente, quien
llegó a ser director de las minas de Ronchamps.

Los estudios no eran difíciles; cada mes se presentaba un examen: en el primero


sobre química y mineralogía, asombré singularmente al examinador, señor
Beaunier. Este suceso no tenía nada de extraordinario, pero para mi fue muy
afortunado, puesto que a partir de ese momento fui encargado de la preparación
de los cursos de química. El laboratorio que yo había admirado tanto fue mi salón
de estudios en donde, por cierto, pasaba todos mis recreos y mis domingos y salía
a las 7 u 8 de la noche. Tomaba mi alimentación en una fonda vecina donde el
viejo Pagat, en donde los alumnos que no tenían familia en Saint-Etienne,
formábamos una mesa común. El costo era de 35 francos mensuales y nos
servían: sopa, asado (casi siempre cabrito, legumbres, queso, vino y pan a
discreción); así que yo gastaba mensualmente:

Alimentación 35 francos
Habitación 10 francos
Total 45 francos

Me quedaban entonces 15 francos para lavado de ropa y pequeños gastos.

Fue una gran suerte y considero que tuvo una enorme influencia en mi porvenir el
haber estado en posesión del laboratorio de la escuela.

(6) N. de T. En 1791 imaginó el francés Chappe el telégrafo de brazos inaugurado


en 1794 y que subsistió hasta la adopción, en 1844 del telégrafo eléctrico.

* Se trata del gobierno de Luis Felipe, iniciado en julio de 1830.

** J... F... está por Jean-Foutre, término popular despectivo que designa a un
hombre incapaz.

*** Se trata de moluscos bivalvos fósiles, parecidos a las ostras.

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Yo disponía de todo y además tenía los consejos del señor Le Boulanger; los otros
alumnos venían al laboratorio una o dos veces por semana, más o menos bajo mi
vigilancia.

Durante mi primer año en la escuela me familiaricé con los procedimientos de la


“vía seca” y de la “vía húmeda” para el ensayo de las menas de hierro; se
trabajaba mucho en esa dirección porque se tenía el proyecto de tratar, en
Terroneire, las concreciones de hierro carbonatado litoide, que se encuentran
diseminadas en las minas de carbón.

Los domingos de primavera cuando el tiempo era bueno hacíamos excursiones


por los alrededores, con algunos compañeros frecuentemente a Rochetaillé en
donde se encuentran las minas del castillo feudal construido sobre un promontorio
de cuarzo que está colocado sobre la línea divisoria de las aguas que van al
Mediterráneo y al océano. También íbamos a Saint-Priest, a Firminy y a los
bosques del Bessat en donde se encontraban lindos pinos podridos que hacíamos
caer como castillos de naipes; a Saint-Rambert, a Saint Just sur Loire en donde
visitábamos los establecimientos de tintura de sedas y asistíamos también a la
fabricación de cintas.

En el estrecho valle que lleva a Rochetaillé íbamos a ver la fabricación de fusiles.

Los entretenimientos de la ciudad eran muy limitados: había representaciones


teatrales dos veces por semana, cuyo precio en luneta era de 60 céntimos pero
sin derecho a asiento. Allí se encontraba siempre un buen número de estudiantes
de minería fácilmente reconocibles por sus uniformes azul claro (azul cielo)
adornado por dos picas en cruz, bordados en oro. En las ocasiones solemnes nos
poníamos el sombrero de picosy la espada, la que yo portaba por primera vez.
Esta espada de minero se transformó más tarde en espada de filibustero, durante
la guerra de la independencia de América del Sur, y después en espada de
miembro del Instituto.

En Saint-Etienne yo hice pocas amistades; fui a casa de algunos compañeros


como Berthon, de la Richelandiére y donde Fourneyron en la plaza Chabanelle, en
cuyo primer piso había una estufa de carbón que jamás se apagaba; la cocina
parecía estar en uso permanente. Todavía recuerdo a mamá Fourneyron, una
mujer grande que siempre usaba un delantal blanco; el papá, al contrario, era
bajito, tenía la apariencia de un gran señor y llevaba una levita azul muy
desgastada, cosa rara en esa época; era agrimensor, lo que nos hacía decir que
nuestro amigo Fourneyron había nacido en una brújula y sabía levantar los planos
antes de su nacimiento. Este muchacho era considerado uno de los mejores
alumnos y al principio había sido el único; a la llegada de Leferme seguía todavía
los cursos y reemplazaba al profesor de mecánica. Era sin duda el más astuto de
todos: muy leguleyo y muy divertido, su apariencia dejaba qué desear porque era
de un tamaño por debajo de lo mediano y siempre llevaba la ropa demasiado

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estrecha; su fisonomía, sus ojos rasgados, su aire burlón del que nunca se pudo
librar, no inclinaban a su favor. Había que conocerlo para apreciarlo como se lo
merecía, aun cuando imberbe era regañón corno un viejo malhumorado y siguió
siéndolo durante toda su vida; su hermano menor Juan Claudio que entró más
tarde a la escuela y pasó toda su vida junto a él, posiblemente es el hombre más
regañado del universo.

Los alumnos tratábamos con gran familiaridad a los profesores y a los capitanes
de artillería adscritos a la fabricación de armas de Saint-Etienne, de las cuales el
señor Jovin era entonces contratista.

Toda la juventud se ocupaba de la política. El “terror blanco” continuaba en toda


Francia y las congregaciones organizaban “misiones”: los jesuitas, como agentes
vendedores recorrían los departamentos para hacer colocar cruces, vender
rosarios, libros religiosos y hacer “practicar” al pueblo.

En la escuela, sin excepción, todos éramos “liberales” y “anticlericales”. Un


ministro, el señor de Serres, quien jugó un triste papel en esos tiempos
reaccionarios vino a hacer una visita al señor Beaunier, uno de sus íntimos
amigos. Debía alojarse y en efecto se alojó en la escuela. Muy temprano
escribimos en las paredes de la escalera por donde debía subir su excelencia más
de veinte letreros que decían: “viva la Constitución”, lo que causó un gran
escándalo.

Cuando en los alrededores de Saint-Etienne se erigía una cruz de misión, la


juventud, es decir, los alumnos junto con buena cantidad de muchachos de la
ciudad, asistían a la ceremonia para regresar cantando la canción de Beranger,
cuyo estribillo decía:

“iAl vender las plegarias


soplemos, soplemos, cáspita!
apaguemos las luces,
y volvamos a encender el fuego!”

Baude era el organizador de las manifestaciones; yo vi el desarrollo de una misión


en Saint-Etienne; casi todos los misioneros eran muy bien parecidos y
susceptibles de ejercer una especie de fascinación ante las mujeres; se oían
sermones por todos lados y luego se organizaba una comunión general y yo creo
que toda la población asistía, siguiendo procesiones interminables que recorrían la
ciudad para llegar a las iglesias; los habitantes dedicaban su tiempo a confesarse
y a comulgar. La esposa del vigilante de la minas, portera de la escuela, una
buena mujer, me decía: “yo me confieso todos los días; es cierto que confieso
siempre los mismos pecados”.

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Entre la juventud liberal y anti-clerical había un joven médico, el señor L... a quien
encontré muchos años después como colega en el Consejo de Estado. Este señor
era encantador, muy solicitado por las pacientes, y se enamoró de la hija de un
negociante en sedas, muy rico. La joven, una verdadera miniatura, muy elegante,
usaba en el campo una blusa y un sombrero a la Pamela, que hacía nuestras
delicias; era alegre, vivaracha y había recibido una educación religiosa perfecta;
sus padres carecían de malicia. El matrimonio tuvo lugar a mi salida de la escuela;
todos envidiaban la buena suerte del joven médico porque había recibido una
encantadora mujer y una buena dote. Gracias a la influencia del señor Casimir
Perier, de quien había sido secretario, el doctor fue nombrado diputado un tiempo
después del advenimiento de Luis Felipe; luego encontró el Consejo de Estado
donde lo reconocí y fuimos buenos amigos. Al decir “buenos” no es la palabra
exacta, porque yo conocía su historia.

Muy poco tiempo después de la bendición nupcial, la señora se emancipó y fue la


comidilla de la ciudad, inclusive a este propósito aparecieron unos versos muy
malignos que comenzaban así:

“Lleva el penacho menos alto,


adorno de tu frente...

L... tuvo un duelo con un alumno de la escuela y lo mató; se contaba que el duelo
no había sido muy limpio: el hecho es que el doctor tuvo que abandonar a Saint-
Etienne, en donde no reapareció sino muchos años después. La señora continuó
con sus malas costumbres; después desapareció la fortuna del padre; la infeliz
vivió con diferentes hombres y cayó tan bajo que hace algunos años se convirtió
en la concubina de un herrero a quien ayudaba a soplar el fuelle; al final de su vida

era una enorme masa de carne, negra de carbón y frecuentemente borracha.

Los alumnos levantaban planos de las minas para los contratistas, lo que les
proporcionaba algún dinero. Por el trabajo manual que debíamos ejecutar dos o
tres veces al mes, pagaban muy poco. Nos habían asignado un corte para
ejercitamos en el oficio de picadores y nos pagaban por cada tarea; en el año yo
recibí 18 francos que utilicé en una excursión al Mont-Pilat.

Vimos en la cima bloques aislados de granito que se encuentran a menudo en


estos lugares; la vista era hermosa, pero no valía el viaje.

En las vacaciones de Pascua florida visité con mi amigo Leferme las minas de
Saint-Bel y Chessy en los alrededores de Lyon; fuimos por la montaña en dos
días, sin pasar por la ciudad. Creo que habíamos decidido examinar un yacimiento
de antimonio sulfuroso en Saint-Symphorin. Pasamos varios días en las minas; las
primeras presentaban filones considerables de piritas de hierro muy pobres en
cobre; la tostación de las piritas formaba pirámides truncas sobre cuya base

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superior se hacían huecos cilíndricos en donde se depositaba el azufre líquido que
era retirado, de cuando en cuando, con una cuchara de hierro. Ese yacimiento de
piritas de Saint-Bel, sin valor en ese momento, debido a su poco contenido de
cobre, hoy día es valioso desde que la pirita reemplazó el azufre en la fabricación
de ácido sulfúrico. Un maestro minero “sajón” nos mostró “con amor” los trabajos
subterráneos.

Hacía poco tiempo que se conocía el yacimiento de cobre carbonatado azul de


Chessy; era la única mina que se explotaba para obtener el metal. El carbonato
estaba diseminado en concreciones en una roca con apariencia de arenisca; el
mineral desembarrado por una máquina muy ingeniosa inventada

por Caigniard-Latour, se difundía en un horno de manga; el cobre se purificaba y


se transformaba en “cobre roseta”.

Dibujamos los hornos, hicimos una colección de rocas y minerales de los


alrededores donde había excelentes muestras de cobre carbonatado azul y verde.

Por primera vez vi amonitas verdaderamente gigantescas, cerca de Chessy. Las


jornadas pasaban rápidamente pues trabajábamos todo el día y redactábamos los
informes en la noche. Nos encontrábamos confortablemente en el albergue de
Saint-Bel; discutíamos por las noches junto a la gran chimenea de la cocina; allí
fue donde nos contaron la historia siguiente:Las minas de cobre pertenecían a la
familia, J..., nombre muy conocido en metalurgia; la señora J... se había ido con
Elleviou, célebre actor de la ópera cómica, quien había llegado a Chessy
disfrazado de estañador de cubiertos y había desaparecido con la dama. Esto
sucedió bajo el imperio y creo que hubo divorcio y que la señora J... se casó con
su raptor, quien después fue alcalde de un municipio. —En mi juventud vi a
Elleviou representar “El hijo pródigo”—. Todas las mujeres del directorio morían
por él.

Dejé a Leferme en las minas de cobre y regresé solo a Saint-Etienne; hice el viaje
en una sola etapa, por la montaña; dejé a Saint-Bel a las 5 de la mañana sin haber
desayunado y el hambre atroz después de 7 horas de marcha, me sorprendió en
un bosque de pinos; creí que no llegaría jamás a un sitio habitado; por fin lo logré
y en una aldea restauré mis fuerzas con una tortilla de 12 huevos, queso y una
botella de vino. Descanse una hora y seguí mi camino; recorrí una región muy
accidentada y llegué a Saint-Etienne a media noche. Había caminado unas 18 o
19 horas.

Al día siguiente reanudé mi trabajo de laboratorio y llevé a cabo varios análisis de


los productos metalúrgicos de Saint-Bel y de Chessy. Por fin llegaron las
vacaciones de verano después de la distribución de premios. Yo obtuve el primer
premio de la segunda división: un hermoso nivel de agua; fue mi primero y único
éxito escolar.

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Mucha gente asistió a esta ceremonia: en el auditorio había “bellas damas” como
decíamos nosotros. Sin lugar a dudas la más bella, joven y fresca era la madre de
Baude, ¡pero él tenía cerca de 30 años! Así que la esposa del antiguo prefecto del
imperio debía estar cerca de los 50 años. ¿Cómo podía aparecer tan joven? Nos
dimos cuenta de que todo se debía a que se aplicaba sobre la cara unturas
artificiales. Para mí y para la mayor parte de mis camaradas ésta fue la primera
vez que vimos rostros humanos coloreados.

Antes de salir para París varios alumnos me acompañaron a la mina de hulla de


Ricamarie, entre Saint-Etienne y Firminy, la cual se había incendiado y a donde
íbamos con frecuencia. Sobre las paredes del sótano de la casa de un campesino
se depositaba una gran cantidad de una sal blanca y cristalina que yo reconocí
como clorhidrato de amoniaco de una gran pureza; para uso posterior en el
laboratorio, habíamos lavado bien los restos acumulados en las paredes, para
obtener sal de amoníaco; a causa del calor subterráneo el piso mostraba
numerosas fisuras exteriores que emitían verdaderas fumarolas que contenían
vapores de clorhidrato de amoniaco. Los depósitos sobre las paredes de la casa
eran cristales o masas compactas cristalinas que pesaban cerca de un kilogramo.
En esta casa vivía un loco que se creía Jesucristo y por él se hacía pasar: era un
hombre de barba roja, a medio vestir, pasaba los inviernos en una sala calentada
por la corriente de aire caliente de las fisuras y no moría asfixiado porque la
habitación no tenía puertas ni ventanas. Este nuevo Cristo tenía una locura doble:
rezaba y predicaba continuamente y las mujeres de la Ricamarie lo proveían de lo
necesario y lo veneraban como a Jesús.

Me interesaba esta abundante producción de sal amoniacal, debido a la


combustión espontánea de la hulla, tanto más que había visto publicada una carta
del señor Abel de Rémusat sobre la existencia de dos volcanes en actividad en la
Tartaria Central. Acerca de esa carta había escrito el señor Cordier: “Las minas de
hulla en combustión nunca producen sales de amoníaco y es evidente que no
podrían producirla”.

Yo redacté una nota en nombre de los alumnos mineros: “Sobre la sal de


amoníaco que produce una mina de hulla incendiada”, la cual, muy poco
agradable para el señor Cordier, fue impresa en los Anales de Química y de
Física (7) .

Benoist y yo resolvimos pasar por Clermont y tomar la ruta del Bourbonnais para ir
a París, con el objeto de ver la parte volcánica de Auvernia; nos acompañaban dos
condiscípulos: Remmel y Leferme.

El secretario de la escuela nos aconsejó pasar la noche en el Castillo del Sol, en la


llanura de Montbrison, vieja construcción de aspecto feudal; el propietario no se
encontraba cuando llegamos, posiblemente nos habíamos cruzado en el camino,
sin embargo fuimos perfectamente recibidos por su ama de llaves, mujer aún

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joven y bella como todas las nacidas en Forez; se sabe que los grandes cafés de
París buscan las mujeres de esta región para ocupar los trabajos de mostrador,
pues el éxito del establecimiento radicaba en la belleza de las empleadas. “La
bella mesera del café del Bosquet” como decía una canción de la época, era de
los alrededores de Montbrison.

El ama de llaves nos hizo una excelente comida; era una campesina muy
informada sobre la agricultura de la región. La historia del campesino que nos
sirvió a la mesa, muestra hasta qué punto eran supersticiosos sus habitantes. Este
pobre hombre, como la mayoría de los vecinos, había sufrido de fiebres; un brujo
le había ordenado comer un pedazo de su propia carne cocida, como medio de
curación. El enfermo tuvo el valor y la estupidez de cortarse un buen pedazo de la
nalga, el cual hizo asar para comerlo de acuerdo con la prescripción. Por poco
muere en la operación; la fiebre perduró y cuando lo vimos andaba todavía con
dificultad. ¡La fe tiene una fuerza sublime! Cómo le hacían la burla sobre el
tratamiento inútil al que se había sometido, respondía que estaba persuadido que
no había tomado de su trasero un pedazo suficientemente grande.

Al amanecer del día siguiente continuamos nuestro camino, después de haber


agradecido a la “bella mesera del café del Bosque” y pudimos explorar las lindas
riveras el Lignon de l’Astrée; reconocimos en esta parte del Forez magníficos
granitos con grandes cristales de feldespato. En las orillas del río nos llamaron la
atención unas esferas pegajosas que tenían la apariencia de uvas; de los cuatro
compañeros, tres éramos parisienses y ninguno adivinó que lo que teníamos ante
los ojos eran huevos de rana.

Pasamos la noche en Thiers, en donde un conglomerado basáltico nos interesó


mucho. Seguimos nuestro camino hacia Clermont-Ferrand atravesando la fértil
llanura de la Limagne; en ese punto hicimos varios recorridos para estudiar los
volcanes apagados; fue en Auvergne donde vi por primera vez “traquitas” que más
tarde encontré y estudié en los Andes.

Escalamos el Puy de Dóme y recogimos no sé cuántas muestras de domitas, esa


traquita inflada que hizo al señor Montlosier considerar el Puy de Dóme como una
burbuja colosal, hipótesis que no tiene nada de imposible.

En la cima de la montaña se goza de una vista espléndida y allí se piensa,


naturalmente, en el experimento del barómetro recomendado por Pascal y
ejecutado en 1648 por su cuñado Périer ante muchos testigos. No se puede decir
que yo bajara del Puy de Dóme, yo me dejé escurrir a veces de espalda, a veces
de frente, agarrándome de la vegetación y dirigiéndome por la pendiente de
Clermont. Los otros regresaron por el camino que habíamos tomado para subir.

Días después visitarnos la fuente incrustante, algunos puys * y nos separamos.


Benoist y yo tomamos el camino de Bourbonnais pasamos por Riom, Gannat,

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Vichy, la Palisse, Moulins, Nevers, La Charité, casi siempre a pie. En Montargis, el
hospedero al ver mi nombre inscrito en el registro me contó que había varias
familias Boussingault en los alrededores. De Montargis seguimos a Fontainebleau,
pasando por Nemours. Nos hospedarnos algunas veces en sitios imposibles
porque los fondos habían disminuido considerablemente; la geología del Auvergne
nos había arruinado.

Llegamos a una fonda a la entrada de la población, tuvimos una excelente cena,


pero nos llevaron a dormir a un cuarto provisto de muchas camas. Por los objetos
que había cerca a cada una, se juzgaba la profesión de los viajeros que las
ocupaban: vendedores de paraguas, un organillero y una familia completa de
saltimbanquis, mujeres y niños, todavía vestidos con sus mallas llenas de
lentejuelas. El olor de esta promiscuidad era poco agradable, así que antes de que
despuntara el día, ya estábamos en camino. Desayunamos en Etampes de
acuerdo con nuestros medios, dormimos la siesta bajo un puente y al caer la
noche entramos a París.

¡La calle de la Parcheminerie me pareció muy triste, después de vivir en las


montañas de Forez y del Auvergne! La familia me consoló; me estaban esperando
y habían sacrificado “el carnero gordo”. Mi pobre madre estaba muy feliz y yo me
alegraba de esto; mi hermano gozaba haciéndome contar lo que yo había visto o
hecho. Yo estaba fatigado, por menos lo habría estado, porque al final del viaje
habíamos hecho marchas forzadas por necesidad, puesto que el dinero ya estaba
escaseando.

Las vacaciones fueron cortas porque el viaje había sido largo. No sé exactamente
qué hice en París, lo que no fue gran cosa; pasear mi vestido de minero, que
hacía gran efecto en el barrio, ver a nuestros amigos, visitar las colecciones
geológicas y llevar a cabo algunas excursiones para estudiar el terreno de París.

El medio donde yo había nacido ya no era el mío y es fácil comprenderlo: ¡yo


había visto mucho y el horizonte crecía!.

Regresé a Saint-Etienne con Benoist al finalizar las vacaciones y esta vez un poco
más cómodamente, utilizando carretas con frecuencia y también llevamos sacos
más livianos que la primera vez, aun cuando había mejorado mi guardarropa en
París.

Después de haber atravesado la Borgoña, visitamos los granitos de los


alrededores de Autun, donde se había encontrado un yacimiento de uranita.
Habíamos decidido pasar por Le Creusot. El carbón que se explotaba en esta
localidad era utilizado en una fábrica de cristal.

Nuestro amigo Fourneyron dirigía entonces los trabajos de estas minas y tuvimos
gran placer en encontrarlo; había escapado milagrosamente a un accidente que

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había podido serle fatal: al bajar a un pozo por una escalerilla, le falló el pie;
estando ya a bastante profundidad cayó arrastrando a los que le precedían que
eran el hijo del propietario de la mina, señor Chagot, y un maestro minero. Los tres
fueron a dar al fondo del pozo, más o menos maltratados, pero sin fracturas.
Fourneyron cojeaba un poco cuando los encontramos, había caído desde una
altura de 17 metros sobre los otros dos que le habían servido de colchón.

Almorzamos con el señor Chagot, quien acababa de adquirir le Creusot por una
suma insignificante porque en ese tiempo la mina no tenía gran importancia; se
buscaba en las minas el hierro carbonatado de las hulleras. Allí conocimos dos
alumnos de la escuela de minas de París, los señores Lamé y Clapeyron. De le
Creusot fuimos a Saint-Etienne pasando por Lyon. Nuevamente me alojé en la
casita que ya he mencionado, a orillas del Furens, frente a la escuela, con mi
amigo Lalance como compañero de cuarto.

Este segundo año fue bien empleado: enseñé a mis condiscípulos los
procedimientos de “ensayo por la vía seca”; examiné también algunas aguas
minerales como las de Saint-Galmier, de las que el señor Thibaud pensó extraer el
carbonato de soda como Berthier lo había propuesto para el agua de Vichy, pero
mi análisis demostró que el agua de Saint-Galmier contiene mucho menos
bicarbonato alcalino que la última.

También inicié análisis sobre acero instigado por el señor Beaunier quien había
fundado una fábrica en la Berardiére, la cual yo visitaba ocasionalmente. Había
traído algunos obreros alsacianos, entre ellos Jacob Holtzer, fundador de las
acerías de Unieux, cuyo hijo, mucho más tarde, fue mi yerno. Allí se
cementaba ** el hierro de Rives (Isére) que luego se fundía y se vertía en
lingoteras para ser estirado a martillo; era una fábrica en estado embrionario,
donde se perdió bastante dinero y que funcionó mejor cuando, de acuerdo con la
recomendación del señor De Gallois, se emplearon obreros ingleses dirigidos por
el señor Jackson, un antiguo peluquero.

En 1819 un análisis de acero era imposible. Examiné el hierro de Rives y los


aceros fundidos fabricados con él y no obtuve ningún resultado o más bien, obtuve
resultados inaceptables. Sin embargo, constaté un hecho que ha permanecido en
la ciencia: el hierro y el acero contienen silicio en muy débil proporción.

En el laboratorio teníamos un excelente horno de tiro parecido en todo al de la


Béradiere, en donde yo fundía fácilmente el acero. Un dia logré fundir 200 o 300
gramos de hierro de Rives y mi éxito casi me cuesta caro: por negligencia no se
secó la lingotera y sucedió que en el momento de verter el metal hubo una
explosión y una aterradora proyección de glóbulos de hierro que rompió los vidrios
del laboratorio, sin que ninguno de los proyectiles me alcanzara.

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Descotils había anunciado que al calentar el platino con carbón se obtenía un
compuesto del metal con carbono. No podía dejar de interesarme este asunto y
repetí la experiencia de Descotils calentando láminas de platino en un crisol y
obtuve un magnífico lingote en el cual, en lugar de carbono, descubrí silicio y así
se estableció que el silicio, que era apenas conocido, se unía al platino. Más tarde
Berzélius, al repetir el experimento, obtuvo el mismo resultado.

Me había visto forzado a emplear una muy alta temperatura y la chimenea del
horno de tiro enrojeció hasta una altura de 2 metros y como el conducto por donde
desembocaba ésta noestaba separado de la madera sino por una cama de ladrillo
insuficiente, incendié la biblioteca de la escuela. Afortunadamente se dieron
cuenta a tiempo y no hubo mayor daño. Redacté un informe sobre la combinación
de silicio con el platino y sobre la presencia de aquel en el hierro y el acero; fue mi
primer trabajo y uno de los mejores que haya publicado; tenía entonces 18 años.
Hacia la mitad del curso, el consejo decidió declararme fuera de concurso en
reconocimiento por los servicios que prestaba en el laboratorio a mis
condiscípulos. Un alumno de Bretaña, Dyebre, fue el laureado de la primera
división.

Me habría gustado continuar en el laboratorio aun cuando fuera en condiciones


mínimas, pero esto no fue posible. Además, fui propuesto para la dirección de las
minas de Lobsann (Bajo Rhin) cerca de Soultz-sous-Foréts; esta hullera era
simplemente un nacimiento de lignita cargado de piritas, con las que se quería
fabricar alumbre y sulfato de hierro. El yacimiento se encontraba en un terreno de
calcáreo terciario parecido a algunas bases del terreno de París. También se
explotaban capas de arena bituminosa que se trataban para extraer brea mineral.

La mina tenía poca importancia y no producía ninguna utilidad, así que mi salario
no iba a ser muy bueno, de acuerdo con la prosperidad del negocio: 1.200 francos
anuales, más alojamiento, calefacción y luz. El señor Beaunier me sugirió antes de
que emprendiera mi viaje a Alsacia, que visitara los yacimientos de asfalto del
departamento del Am y las vitriolerías de los alrededores de Beauvais, donde se
fabrican con las turbas piritosas, sulfato de hierro y alumbre.

Salí con Remmel, Dyevre y Lalance que debían acompañarme hasta Lyon.
Paramos en Rive-de-Gier para visitar las minas más profundas de esta región. Allí
tuvimos una fiestecita con compañeros que encontramos y con quienes hicimos
una cena de despedida.

Al día siguiente llegamos a Lyon bastante temprano; nos alojamos en un albergue


del muelle del Saóne y durante 3 días conocimos la ciudad, sus monumentos y
sus alrededores; también hicimos excursiones a la isla Barbe y a Fourviéres.
Después de haber visto el sitio en donde frieron decapitados de Thou, y Cinq-
Mars, entramos al Palacio Saint-Pierre para ver la galería de cuadros y el museo
de Historia Natural.

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Cuando recorríamos la galería del primer piso en donde se encuentran las
antigüedades romanas, bustos que interesaban a Remmel (un artista) al pasar
frente a una sala oímos una voz que desarrollaba un teorema de geometría y
tuvimos la curiosidad de entrar: un profesor de mediana edad dictaba una lección
de trigonometría a 7 u 8 oyentes adormecidos; nuestra correcta presentación,
nuestros uniformes de mineros, con el cuello bordado en oro, indicaban nuestra
profesión y establecían que no éramos unos legos y que debíamos entender tal
demostración. Sin embargo, con gran sorpresa de nuestra parte el profesor nos
rogó salir y como hiciéramos algunas observaciones, no echó de la sala de lo cual
nos vengamos riendo a carcajadas.

Pero como suceden cosas extrañas en el mundo, doce o trece años más tarde,
después de haber recorrido una parte del globo, de haber escalado los volcanes
del ecuador regresé a ese mismo Palacio Saint-Pierre de donde había sido sacado
por un pedante para instalar en mi calidad de decano, la Facultad de Ciencias de
Lyon.

Después de haberme separado de mis compañeros a quienes no volvería a ver,


pasé al departamento del Ain; un poco antes de llegar a Belley tuve un accidente
que casi me cuest la vida: estaba acalorado muriendo de sed; entré a una fonda
en donde me sirvieron un vaso de cerveza que tuve la imprudencia de tomar de un
trago; la bebida estaba helada e inmediatamente me dio un espasmo que no me
dejaba respirar; felizmente se calmó el dolor porque tuve el buen sentido de
continuar mi camino con el objeto de sudar; una hora después ya no sentía nada,
comí con muy buen apetito en Belley, en donde creo que pasé la noche.

Al día siguiente llegué a Seyssel en donde un inglés, el señor Taylor, explotaba la


mina de asfalto; el propietario estaba ausente, pero fui muy bien recibido por su
representante, un joven ginebrino, el señor Fazy, a quien le sorprendió mi parecido
con su hermano, más tarde famoso en la democracia.

En Seyssel observé la fabricación de pasta bituminosa: allí se encuentra el asfalto


en dos estados impregnados en una arena cuarcífera; embebido en calcáreo. Por
medio de ebullición con agua se extrae el asfalto de la arena y se mezcla, todavía
caliente, con calcáreo bituminoso pulverizado; se vierte en moldes para preparar
en bloques la pasta que resulta de esta mezcla; esto era entonces un producto
completamente nuevo que más tarde adquirió una gran importancia. Primero se
quiso utilizar para cubrir terrazas, pero en realidad vino a usarse para pavimentar
las aceras.

Los yacimientos de Seyssel son importantes, la fábrica creció considerablemente;


yo dibujé los aparatos, los hornos y después introduje esta industria a Lobsann.

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A partir de la fábrica de Seyssel, ubicada en una magnífica situación a orillas del
Ródano, pasé a Nantua, en donde pernocté y comí sopa de cangrejo de río por
primera vez.

Después de haber visitado el lago, me dirigí hacia París con mi pequeño saco a la
espalda, mi martillo de minero en la mano y en el bolsillo de mi uniforme mi primer
“informe” sobre la “combinación de sílice”, base de mi fortuna científica. En efecto,
fue muy bien acogido con la excepción de Berthier, quien lo denigró y se negó a
admitir la exactitud de mis experimentos hasta que Berzelius, los hubiese
confirmado.

Seguí por Bourg, el país del cáñamo y me llamó la atención el aspecto enfermizo
de los campesinos: se veían afiebrados, afectados por el paludismo que era
atribuido a las emanaciones de miasmas de la comarca y sobre todo a las que
provenían de la maceración de la fibra. Al atravesar esta región malsana, concebí
para ejecutarlo más tarde en países más azotados por enfermedades, el proyecto
de buscar los miasmas en la atmósfera.

Durante el resto del viaje ya no me detuve más por la urgencia que tenía de llegar
a París; si hubiera tenido los medios habría tomado la diligencia, pero mi bolsa
estaba demasiado liviana y no era posible.

Volví a tomar el camino del Bourbonnais y llegué a la casa tan bronceado que al
principio no me reconocieron. ¡Esta vez sí que me parecieron tristes mi casa y mi
calle! Afortunadamente para mi la presencia de mi madre embellecía todas las
situaciones. Los niños bien dotados, estudiosos y decididos (de lo que yo había
dado pruebas) generalmente son adorados por su madre, a menos que ésta sea
una mujer vulgar. El padre y el resto de la familia pueden no comprenderlos y
hasta llegar a inculparlos por la dirección que han tomado; la madre inteligente
nunca se equivoca.

Después de algunos días de descanso, cepillé bien mi única levita con martillos
dorados en el cuello, me puse mi mejor pantalón, ¡estaba irreprochable! Mamá
insistió en que usara brillantina en el cabello, lo cual hice y me dirigí a la casa del
señor Gay-Lussac para presentarle mi informe sobre “el siliciuro de platino”. Por
esa época, cuando un alumno muy joven debía hablar a un sabio célebre, se
encontraba bastante incómodo o más bien intimidado. Yo iba a presentarme ante
un hombre ilustre cuyos trabajos había admirado y estudiado, autor del
descubrimiento del cianógeno, de la ley sobre la combinación de los gases, todo
ello en informes sencillos, a raíz de la observación que había hecho con Humboldt,
de la relación de 2 a 1 en la combinación del hidrógeno con el oxígeno para formar
agua.

Yo sé que hoy cualquier aprendiz diría: “¿qué es el cianógeno? Es la unión del


nitrógeno y del carbono. La ley de las combinaciones gaseosas no era difícil de

87

encontrar”. Hoy día los jóvenes no respetan a los maestros y no se les puede
reprochar porque en el estudio de las ciencias no los inician en la historia de los
descubrimientos; los jóvenes sabios de esta época saben de Lavoisier porque los
comuneros del 93 lo guillotinaron; nosotros en 1819-1820 conocíamos la historia
de la ciencia y admirábamos a quienes la habían enriquecido con sus trabajos.

Gay-Lussac vivía en el Arsenal, en su condición de “químico de la comisión de


pólvora y salitres”. Llamé a la puerta y una mujer joven, de gorra, camisola y falda
blanca, se presentó a abrir y pensé que como no llevaba delantal, no era una
sirvienta; en efecto me introdujo en el comedor diciendo:
“Amigo mío, un jovencito quiere hablar contigo”.

Gay-Lussac estaba de pie, listo a salir, cuando yo entré. Suspendió una lectura
que estaba haciendo en voz alta y permaneció en la misma posición sin hacerme
sentar, dando como excusa que iba a ausentarse para dar una lección. El profesor
era alto, ni gordo ni flaco, en la fuerza de la edad, rostro marcado y serio. Uno
podía darse cuenta de sus ojos fatigados, a pesar de los anteojos que nunca se
quitaba.

(7) Anales de la Química y Física. Tomo XIV, pág 312, segunda serie.

* Nombre dado en Auvernia a los volcanes apagados.

** La cementación es, en este caso, una operación metalúrgica que consiste en


modificar la composición superficial de un metal por incorporación de
elementos como el carbono, por medio de carbón vegetal, por ejemplo.

Me acogió con gran bondad y le entregué mi informe; al leer el título pareció muy
sorprendido y yo le dije que al fundir en un fondo a muy alta temperatura el platino,
se obtenía un lingote que probablemente no contenía carbono, pero con seguridad
contenía silicio.

"Así que Descotils se equivocó"- me dijo. También le di muy buenas muestras de


sal de amoníaco de la mina incendiada de la Ricamiere.

Me preguntó sobre la lámpara de seguridad de Davy que se comenzaba a


introducir en las hulleras del Loira. Salió conmigo para ir a la Sorbona después de
haberme asegurado que leería mi trabajo y que en caso de juzgarlo favorable, mi
informe sería publicado en los "Anales de Química y Física".

Volví a mi casa radiante de la acogida que me dio el ilustre químico. Puedo afirmar
que la idea que me formé de él después de mi visita fue muy real: carácter recto,
firme, bondadoso, pero frío y que inspiraba poca simpatía. Supe después que
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había habido dos Gay-Lussac: el de la juventud apasionado por la ciencia y el de
la edad madura, a quien las necesidades de su familia habían transformado en un
individuo bastante metalizado.

Tenía entonces 42 años, pues había nacido en 1778 en Saint-Léonard; a su salida


de la Escuela Politécnica fue discípulo de Berthollet; muy joven todavía se casó
con una modistilla a quien matriculó en un pensionado. La señora Gay-Lussac fue
una excelente madre de familia.

Antes de salir para Alsacia fui a Picardía para visitar las turberas de piritas y así
estudiar la fabricación del sulfato de hierro y del alumbre:
De regreso pasé algunos días en París y partí para Estrasburgo, esta vez en
"diligencia", ¡mi primera diligencia!.

La rotura de un eje en Chateau-Thierry nos obligó a pasar la noche en esa ciudad;


una vez reparado el daño, llegamos sin inconveniente al destino final.

Visité al señor Dournay uno de los propietarios de las minas de Lobsann. La


familia Dournay era lo mas representativo de la sociedad de Estrasburgo.
Numerosas reuniones, comidas interminables, montañas de salchichas, gansos y
una alegría desbordante; la conversación era una mezcla de alemán y francés; las
canciones venían después de las bebidas que eran abundantes; la regla de
conducta era la vida exuberante de provincia. La señora Dournay era de
Maguncia, agraciada y como característica: ojos penetrantes.

Yo tenía dos cartas para Estrasburgo, una dirigida al señor Hecht, farmaceuta,
hombre gordo que fumaba una enorme pipa "para inspirarse" según decía; había
sido boticario de Vauquelin y para darse cuenta del ardor que tenían por la ciencia
los jóvenes admitidos en el laboratorio, los sometía a una prueba singular: le daba
al neófito una substancia muy dura que debía reducir a polvo impalpable en un
mortero de ágata; al día siguiente tocaba el polvo y decía: "No está
suficientemente fino, continúe" y así todos los días; Hecht aseguraba que ninguno
de los jóvenes esperaba el séptimo día para renunciar al estudio de la química.

La otra carta era para el señor Voltz ingeniero jefe de las minas. Había sido
condiscípulo del señor Le Boulanger en la Escuela Politécnica y en la escuela de
minas de Moutiers. Voltz llegó a ser geólogo muy distinguido, pasó parte de su
vida estudiando a Alsacia; observaba bien, redactaba con dificultad y publicaba
poco. Dejó material que fue utilizado y para mí se convirtió en un excelente
maestro de geología porque lo acompañaba en sus excursiones durante el corto
tiempo que permanecí en Lobsann.

Voltz vivía con sus padres muy ancianos, quienes eran los típicos estraburgueses
protestantes. Yo fui admitido en la familia, el padre, antiguo propietario de café,
era muy bien considerado y fue allí donde conocí a Engelhardt, preparador en la

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facultad de ciencias de Estrasburgo, muchacho instruido buen dibujante, quien
más tarde llevó a cabo con éxito estudios de fósiles del Bajo Rhin. Luego fue
director de las Forjas Niederbronn; se casó tontamente, lo que es peor que
haberse quedado solo, soportaba únicamente la compañía de su mujer, rara,
amanerada, de manera que su inteligencia se fue agotando rápidamente.

En cuanto a Voltz era un trabajador infatigable; nada más divertido que el desdén
que mostraba por los sabios de París. Más alemán que francés, al hablar de los
parisienses, nunca dejaba de decir: "esa es la opinión de la tienda de París". Era
un republicano muy avanzado, intolerante, poco sociable y puritano en religión.
Cuando más tarde lo encontré de inspector general de minas, "la tienda de París"
ya no le parecía tan poca cosa, pues lo había nominado para un puesto en la
Academia a donde habría entrado si la muerte no se lo hubiese llevado
prematuramente. En síntesis, un buen amigo, un hombre seguro con quien yo
hablaba con frecuencia.

Salí de Estrasburgo para ir a las minas con el señor Berger, un contador, antiguo
comisario de policía de Cassel, hombre simpático que sabía un montón de
anécdotas escandalosas. Viajábamos en una carreta con un frío atroz... y nos
habríamos congelado si no hubiéramos llegado a Haguenau para la comida.

Llegamos al atardecer a la dirección de las minas, localizada en una casita


miserable a media legua del pueblito de Lobsann; allí encontré un anciano de 80
años el señor Rosentrit; los trabajos tenían lugar cerca de la casa, en pleno
bosque.

Se explotaba un lignito de muy mala calidad, muy piritoso, en capas poco


espesas, dispuestas en bandas negras paralelas en un calcáreo blanco, lleno de
conchas marinas, verdadero calcáreo parisiense. En una galería de 1 a 2 metros
se atacaban 5 o 6 zonas negras o "cintas". Este lignito se empleaba únicamente
para el calentamiento de las calderas de hierro colado en las cuales se hacía
hervir la arena bituminosa para extraer el asfalto que sobreaguaba y que era
retirado con una espumadera. Después de haber sido escurridas estas espumas
en un recipiente, se colocaban en una gran caldera cónica con paredes en ladrillo
y fondo de hierro que se calentaba para evaporar el agua y luego de un reposo de
dos días, se decantaba el asfalto conocido como "pez mineral".

Este producto no se vendía mucho porque no era bueno para calafatear, con su
rápido secamiento; había que encontrarle otras salidas; entonces yo hice ensayos
para introducir en Alsacia la industria de la pasta bituminosa que había visto en
Seyssel, aprovechando este asfalto de alta consistencia, casi sólido y que,
inclusive, se volvía quebradizo en épocas frías. Felizmente descubrí un calcáreo
café y bituminoso cuyos ensayos fueron satisfactorios. Se llegó a utilizar el
producto en recubrimiento de aceras y en los trabajos de las fortificaciones más

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tarde su uso se multiplicó considerablemente; en ese entonces, la concesión fue
adquirida a un precio fabuloso por una compañía que arruinó a sus accionistas.

Puedo decir que en Lobsann yo vivía bajo tierra; estaba en todo el fervor de mi
profesión de minero; allí hice mi primera perforación que resultó muy precisa, es
decir, que dos brigadas de obreros que salieron de dos puntos opuestos debían
encontrarse la una con la otra perforando la roca, lo que sucedió con menos de un
decímetro de diferencia. Este éxito me colocó muy alto en la estimación de los
obreros. Con cuánta ansiedad escuchaba dentro del túnel los golpes de las picas
de los trabajadores del lado opuesto, con quienes debíamos encontrarnos. En este
trabajo, que duró tres meses sucedió un incidente que prueba la superstición de
los mineros.

Una noche el contramaestre, un sajón borracho y cazador furtivo me informó que


los obreros rehusaban trabajar en el corte porque se oía el martillo del "minerito",
un ser que hace el bien y cuya alma errante en los subterráneos avisa a los
trabajadores de algún peligro con el golpeteo regular de su martillo. Yo bajé y
encontré en efecto, a dos picadores y a dos carretilleros completamente
aterrorizados. Se oía un ruido seco, isocrono; avancé hacia el corte y no vi nada,
ni oí nada más, pero apenas regresé a donde estaban los obreros que era a cierta
distancia, se volvió a oír el martilleo muy claramente. Los mineros corrieron para
salir, con la excepción del maestro Ubinger, a quien retuve por el cuello para
obligarlo a avanzar conmigo. Descubrimos por fin al "minerito"; era el ruido de
gotas de agua que caían regularmente del techo al piso de la galería, donde se
encontraba una tabla mal apoyada en el suelo, de manera que la gota producía un
ruido bastante fuerte cuando la golpeaba y si mi presencia había hecho huir al
"minerito" era porque las gotas me caían encima cuando yo estaba parado sobre
la tabla.

Berger, el contabilista, había organizado nuestra manera de vivir: gastábamos


poco y vivíamos bien. El aislamiento distaba mucho de ser absoluto; Soultz-sous-
Foréts, se encontraba a una legua y las minas de asfalto explotadas en el mismo
terreno terciario, estaban a muy poca distancia. El propietario me brindó su
amistad. Era el señor Le Bel, quien más tarde sería mi suegro: la familia era
numerosa; yo pasaba en Bechelbronn todo el tiempo libre en la semana y los
domingos sin excepción iba en las tardes y con frecuencia pasaba allí la noche. El
director de Bechelbronn, el señor Mabru, hombre instruido que procedía de
Auvernia, era a la vez cuñado y sobrino del señor Le Bel y poseía una colección
de menas muy interesantes; como conocía la geología de Auvernia, con
frecuencia hablábamos de volcanes.

Una de las hermanas de Madame Le Bel, la señora Pichet, de Wissembourg,


viuda joven y bonita, rubia, pequeña, venía frecuentemente; en síntesis
llevábamos una vida muy agradable en Bechelbronn.

91

Había dos niños: Aquiles, en ese entonces pensionado en Estrasburgo y una
niñita, Adela, de 5 a 6 años, medio salvaje, que vivía al aire libre y corría como un
muchacho, tostada por el sol, cabellos rubios, faldas de zaraza, mal educada y
que no sabía una palabra de francés; así era entonces la personita con quien me
casé 13 o 14 años más tarde y que se convirtió en la mujer más graciosa y más
dulce que uno se pueda imaginar.

Durante mi corta estadía en Lobsann conocí a muchas personas de quienes he


guardado muy buen recuerdo; en primer lugar los de Bury, de Soultz, él un antiguo
oficial de artillería del ejército de Italia, ella una caricatura; el abate Barrois que
cortejaba a todas la mujeres y un guarda personal que actuaba de la misma
manera.

Algunas veces iba a Estrasburgo donde conocí al abate Branthome, profesor de


química y decano de la facultad de ciencias, un bretón que supongo provenía de
una antigua familia, hombre de mundo y muy original. Lo que se sabía sobre él,
que era lo que él contaba puesto que escondía su origen, era que habiéndose
visto obligado a emigrar, tuvo, como tantos otros, que soportar dura miseria en
Alemania. Me contaba que teñía paja para sobrevivir. Al regresar a Francia en la
época de la reconstitución de la universidad, cuando escaseaban los hombres,
obtuvo la cátedra de química en Estrasburgo; era un diestro laboratorista, conocía
la química de Lavoiser, que enseñaba sin mucho entusiasmo, pues prefería contar
anécdotas. Su ayudante en clase o preparador era mi amigo Engelhardt, siempre
en las nubes, hablador que comenzaba mil cosas a la vez y nunca terminaba
nada. El abate decía su misa en la catedral cada mañana y me permitía trabajar
en el laboratorio de la facultad, en donde conocí a Albert de Dietrich (quien me
enseñó a bailar vals) y hoy es propietario de las forjas de Niederbronn. También el
religioso puso su biblioteca a mi disposición y me prestaba tratados sobre ciencias
ocultas -Albert Le Grand- con la condición de que devolviera esas obras al
laboratorio sin que Engelhardt se enterara, para que no supiera qué clase de libros
me prestaba el sacerdote profesor.

Cuando yo iba a Estrasburgo, al salir por las tardes del laboratorio, Engelhardt me
llevaba a beber una cerveza y a comer salchichas en una cervecería donde se
reunían estudiantes alemanes en su mayoría. ¡Qué bebedores! ¡Qué fumadores!
¡Qué habladores!.

Engelhardt no hablaba sino de su novia durante la comida: yo lo oía con la boca


llena, la mejor forma de oír. De acuerdo con su descripción ella era una gigante,
que le llevaba 10 años; después del segundo jarro se enternecía y después del
tercero, lloraba. Finalmente se casó y su mujer lo hizo muy feliz, embruteciéndolo.

A pesar de mis obligadas ocupaciones y de mis distracciones, yo no dejaba de


aumentar mis conocimientos.

92

En el pozo Dandré, en medio de la arcilla, tuve la extraordinaria suerte de
encontrar un nuevo fósil (una mandíbula) que Cuvier describió y que se encuentra
en la colección del museo de Estrasburgo.

Encontré también muy buenos trozos de ámbar amarillo en el lignito y pude


desprender madera petrificada de palmera, transformada en lignito, que se
encontraba en el calcáreo. En las oficinas de la mina había algunos libros entre
otros "la arquitectura hidráulica" de Belidor, libro excelente que estudié
detenidamente y que a mi juicio no mejoró con las notas añadidas por Navier en
una nueva edición.

La biblioteca que el señor Le Bel puso a mi disposición fue mi gran recurso. Leí lo
que pude; muchas obras literarias, viajes e historia; leía de noche en mi cama,
funesta costumbre que conservé durante mucho tiempo. En mayo o junio de 1821
me iba de Alsacia, cuando se supo la muerte de Napoleón. Me encontraba en
Estrasburgo, fue como una calamidad pública: la señora Dournay lloraba y los
campesinos no creían la noticia porque para ellos el emperador ¡no podía morir!
En mis conocidos reinaba una tristeza incomprensible y seguramente se habrían
vestido de luto si se hubieran atrevido; aumentó el odio que los alsacianos sentían
por los borbones.

Debo decir que me retiraba de Lobsann porque hacía un mes o dos que mi
antiguo profesor de Saint-Etienne, el señor Thibaud, me proponía trabajar con él al
servicio del bajá en Egipto; me ofrecía 6.000 francos de sueldo y un grado en el
ejército egipcio, acorde con dicho sueldo. Mi madre a quien yo informé de la
propuesta del señor Thibaud, no me alentaba a aceptarla porque veía todos los
peligros imaginables y escribió a mis amigos de Alsacia pidiéndoles que me
disuadieran de entrar al servicio del bajá; renuncié a esta aventura sin mucha
pena, ya que de acuerdo con las impresiones que me habían dejado mis lecturas
sobre viajes, no me gustaba el Oriente.

Estaba escrito que yo no permanecería en Europa: yo deseaba viajar para


continuar mis estudios de geología en países lejanos. En ese momento casi todas
las posesiones españolas en América del Sur y en México estaban en insurrección
contra la madre patria; las guerras del imperio las habían dejado abandonadas a
su propia suerte desde hacía años; cuando España fue invadida por los ejércitos
franceses, la familia real destronada y en su lugar puesto José en el trono de
Madrid, las colonias protestaron y formaron "juntas" con el objeto de administrarse
ellas mismas a la espera de la caída del imperio francés y de la restauración de la
monarquía española.

Cuando los borbones recuperaron el poder en la península y prometieron una


constitución, México, el Perú y la Nueva Granada se sometieron al gobierno real.
Fernando VII promulgó la constitución y se apresuró a violarla, los liberales
españoles fueron perseguidos y ejecutados como rebeldes, las colonias se

93

sublevaron contra el soberano perjuro y España quiso someterlas: he aquí el
origen de la "guerra de la Independencia".

El general Morillo, español, comandó una expedición formidable que llegó a


Venezuela, puerto de la Nueva Granada (sic).

Después de muchos éxitos y reveses, de crueldades increíbles cometidas de un


lado y de otro, el poder de España fue debilitándose día a día. Bolívar, jefe del
nuevo Estado llamado Colombia, que comprendía Venezuela, Nueva Granada y la
Audiencia de Quito, creó un ejército con partidarios del pueblo. Las leyes
fundamentales de la nueva república fueron proclamadas el 17 de diciembre de
1819 por un congreso reunido en Angostura (Santo Tomás de Angostura) sobre la
ribera el Orinoco.

Más adelante, después de nuevas victorias obtenidas por los insurrectos, una
Asamblea Constituyente confirmó en julio de 1825 en la ciudad del Rosará (8) de
Cúcuta las leyes promulgadas en Angostura. Fue desde esta última ciudad, a
orillas del río Orinoco, cuando casi todo el territorio colombiano estaba todavía en
poder de los españoles, que Bolívar envió a Europa a don Antonio Zea en calidad
de plenipotenciario, para solicitar el reconocimiento del nuevo Estado, así como
ayuda en dinero, para comprar armas, municiones y barcos de guerra.

El cuerpo expedicionario de Morillo había sufrido singularmente, más por las


enfermedades de un clima fatal para los europeos, que por los combates.

Antonio Zea tuvo además una misión especial: la de enviar a Colombia jóvenes
instruidos para fundar en Santa Fe de Bogotá, la capital, un establecimiento
científico, una escuela particularmente destinada a formar ingenieros civiles y
militares. Zea era un botánico hábil que amaba las ciencias y Bolívar había vivido
en Europa lo suficiente para comprender la ventaja que su país obtendría con una
institución semejante.

Con el objeto de reclutar jóvenes instruidos y decididos, el señor Zea se relacionó


con un joven peruano nacido en Arequipa, alumno de la escuela de minas de
París, el señor Mariano de Rivero.

Creo que fue por intermedio de Voltz que el señor Berthier "mi enemigo" me
propuso de parte del señor Zea entrar al servicio de Colombia. Me ofrecían 7.000
francos de sueldo, un grado en el cuerpo de ingenieros equivalente a ese sueldo y
mi transporte en un buque de guerra; además, debía suscribir un contrato por
cuatro años.

Como yo no conocía sino los volcanes apagados de Auvernia y en los Andes


abundaban los activos, no vacilé en lanzarme a la aventura.

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Salí para París donde debía permanecer unos meses preparándome para la
expedición proyectada.

Antes de mi salida de Alsacia fui cariñosamente despedido por todas mis


amistades de ese lugar. La última noche la pasé en Bechelbronn; papá Le Bel
estaba muy emocionado cuando me dio el abrazo de despedida y Mabru me
acompañó hasta Lobsann; me demoré muy poco en Estrasburgo en donde Voltz
me mostró las rocas que debía encontrar en el Nuevo Mundo y que ya conocía por
haberlas visto en el Puy-de-Dómme y en el Puy de la Vache.

En Paris me alojé en casa de mi hermana, calle del Roi Doré, en el Marais pero
casi todos los días visitaba a mis padres. Como mi partida hacia América no era
inmediata, mi llegada a París llenó de felicidad a mi familia. Mi madre comprendió
mi resolución y nunca dudó de su éxito.

Estábamos en los primeros días de junio de 1822 y como la expedición debía salir
de Francia en octubre, no teníamos mucho tiempo por delante para conseguir los
instrumentos y los libros que debíamos llevar y además adquirir las nociones que
me hacían falta. Una de mis primeras visitas fue, naturalmente, al ministro de
Colombia: firmamos un contrato y recibí 2.000 francos para entrar en campaña.

Zea fue muy amable; era un hombre encorvado, prematuramente envejecido


porque había sufrido mucho en los Llanos de Casana* estaba relacionado con el
mundo científico y como había logrado un empréstito en Inglaterra, se desquitaba
de la miseria por la que había pasado en América en la época en que era un
proscrito, un prisionero en tristes circunstancias: en 1815 Zea fue arrestado en
Nueva Granada con algunos otros patriotas entre ellos Nariño, traductor de los
Derechos del Hombre y fueron enviados a España. Zea, protegido por sus amigos
recobró la libertad, se casó con una española y vino a Francia en donde moría de
hambre. Viajó a América para reunirse con el general Bolívar con quien compartió
la buena y la mala fortuna; fue nombrado vicepresidente del Congreso
Constituyente de Angostura; su mujer y su hija permanecieron en París, donde
vivieron en una manzarda de la calle Mouffetard, por 4 o 5 años, ganando en
trabajos de costura apenas lo indispensable para subsistir.

Cuando conocí a la familia Zea, ocupaban una linda casa en la calle Caumartin,
gozaban de gran opulencia, tenían coches, sirvientes de librea y se trataban con el
gran mundo; la señora Zea era muy joven todavía y de una rara belleza; mujer
excelente, contaba con sencillez sus miserias anteriores. Estaba llena de salud,
pero la atendía asiduamente un joven médico mexicano. Algunos años después,
se casó con el general de Rigny.

Debido a los asuntos de nuestra expedición, yo pasaba frecuentemente una o dos


horas en el salón de los Zea en donde se veía toda clase de especuladores,
intrigantes y posiblemente estafadores que habían olido el cofre lleno.

95

Fue allí donde vi entrar a una mujer elegantemente vestida, bonita, aunque
madura y ¡qué bien pintada! Fingía gestos y maneras infantiles. El señor Zea me
la presentó: era la esposa de quien debía ser mi jefe, el señor Lanz, coronel de
ingenieros, quien residía en Bogotá. Ella se había quedado en Francia y
dilapidaba la mitad del sueldo de su marido, siempre con la intención de ir a
encontrarlo; ese día acababa de asistir al almuerzo de Alibert, famoso médico del
hospital de San Luis, almuerzo del que todavía se conserva el recuerdo, puesto
que la mayoría de los invitados pertenecían al mundo de la vida alegre. Cuando
supo que yo salía para Colombia ella dijo que sería una buena ocasión para hacer
el viaje; como la señora Zea le hiciera la observación de que no era muy joven
para protegerla, contestó: -"pero soy yo quien le serviré de chaperón"- desde
luego esto era una chanza, porque se encontraba muy bien en París, en donde
gozaba de mucho éxito.

Lanz, con quien viví bajo el mismo techo y muy íntimamente, era un hombre
excelente, perfectamente educado, antiguo oficial de la marina española, autor
con Bethencourt de un tratado llamado "Ensayos sobre la composición de las
máquinas, 1808" se había casado en un amoblado de París, con una joven
campesina de 16 años, recién llegada de los alrededores de Metz, hermana de la
administradora de la casa; el matrimonio tuvo lugar en los primeros días de la
revolución. Lanz vivía entonces de preparar a los jóvenes para la Escuela
Politécnica; cuando José Bonaparte llegó al trono de España, Lanz fue nombrado
prefecto de Córdoba, puesto que ocupó hasta la expulsión de los franceses;
regresó a su país con su esposa y aceptó el puesto de director de puentes y
calzadas en Buenos Aires; como el dinero no llegaba del Nuevo Mundo, la señora
Lanz subió al tablado del teatro y tuvo éxito en los papeles de sirvientilla.

En casa de los Zea también me fue presentado muy modestamente vestido, un


anciano que llevaba delantal. "Es el padre de un joven oficial que usted encontrará
en América, el teniente coronel Demarquet, uno de los edecanes del Libertador",
dijo el ministro, quien le dio al buen hombre noticias de su hijo y le entregó un
billete de 1.000 francos que éste le enviaba.

(8) N.de T. Así en el original.

* Debe tratarse de los llanos de Casanare.

Fui muy amigo de Demarquet (Eloy) a quien conocí en Quito, en donde se había
casado. Bajo el imperio perteneció a los pupilos de la guardia, un regimiento de
niños, formado especialmente para la guardia del rey de Roma; luego hizo parte
del ejército activo con el grado de subteniente y al ser licenciado pasó a América,
como muchos otros lo hicieron. En Jamaica encontró a Bolívar cuando éste fue
forzado a alejarse, después de haber sido derrotado en Cartagena por las tropas

96

de Morillo. Fue allí donde Bolívar reclutó varios militares franceses que lo
acompañaron cuando regresó a Venezuela.

Demarquet fue el primer edecán de "el Libertador"; hizo todas las guerras de la
independencia desde 1816 o 1817, acompañó a Bolívar en la campaña del Perú y
antes de la muerte de éste ya había sido retirado del servicio y se había
establecido como comerciante en Quito, Lima y el Chocó, ganando una buen renta
que le permitió establecerse con su familia en París, donde murió a principios de
1870. Yo pronuncié una alocución junto a su tumba en el cementerio del Pére
Lachaise. Este oficial fue un hombre honrado en toda la acepción de la palabra y
en el curso de su difícil y peligrosa carrera, tuvo que sufrir las circunstancias del
medio donde vivió; era de una alegría encantadora, lo que no excluía una gran
sensibilidad.

Un día -en el curso de una expedición contra la Provincia de Pasto esta vendée de
América meridional donde yo tuve singulares aventuras- llegó un informe al cuartel
general dando cuenta que un soldado español de nacimiento había contado en el
vivaque que había visto desfilar una columna enemiga cuyo uniforme describía:
levitas verdes con cuello amarillo; su relato contado con gran seriedad, impresionó
a sus compañeros y se le hizo venir; se excusó afirmando que simplemente había
querido hacer una chanza, indicando el paso de una banda de loros de plumaje
verde y amarillo. El general Bolívar dictó a Demarquet una orden al jefe del
regimiento para que el pobre diablo fuera pasado por las armas; el francés trató de
intervenir, pero el general frunció las cejas -y qué cejas- y una lágrima cayó sobre
el papel que escribía Demarquet. Bolívar entonces golpeó el hombro de su edecán
y le dijo: "muy bien coronel, usted es un hombre sensible, pero la orden está
firmada" y media hora después el soldado era fusilado.

Como consecuencia de la ley del divorcio, Demarquet tenía dos padres y dos
madres y siempre conservó muy buenas relaciones con los cuatro.

Después de haber arreglado mis asuntos con la legación colombiana, le hice una
visita a Berthier quien era bajito, feo, la cara marcada como un cedazo, ojos
azules y de un estiramiento insoportable; el más désagradable de los mortales
para quienes no eran de sus simpatías y yo era uno de ellos. Me llevó a la
colección geológica de la escuela de minas, me mostró una roca y me preguntó:
"¿qué es esta piedra?" Vi que quería corcharme, como dicen los escolares, y le
contesté: "no sé" y ¿esta otra?" -"tampoco sé"- y ¿esta otra?" -"Tampoco sé"-"¿Es
así como le han enseñado mineralogía en Saint-Etienne? Mis felicitaciones a sus
profesores". Entonces solté la risa y le nombré sus rocas y todas las que había a
mi alcance, haciéndole notar que era absurdo que supusiera que yo no conocía
los granitos, los neises, los esquistos micáceos, etc. y se mostró fastidiado. No lo
volví a ver. El tiempo demostró que este hombrecito tenía costumbres viles y al
final de su vida tuvo un problema escabroso ante los tribunales. Era, por lo demás,
un hábil analista de mezclas de metales.

97

Rivero y yo estábamos muy ocupados en preparar y vigilar los empaques de los
objetos que debíamos llevar y los asuntos relacionados con el pago de cuentas,
etc., todo lo cual lo concentrábamos en la habitación que él ocupaba en la calle de
Prouvaires, frente a la iglesia de San Eustaquio.

Rivero se vio precisado a ir a Inglaterra y me dejó a cargo de todo el trabajo y para


no perder tiempo yo dormía algunas veces en su apartamento. Allí me sucedió un
pequeño incidente desagradable: debo contar que antes de su viaje, Rivero me
había presentado al barón de Humboldt, con quien nos encontramos casualmente
en el Pont-Neuf. El barón prometió visitarme para tratar algunos puntos
relacionados con mi viaje a Colombia: una mañana en que yo estaba ocupado en
ordenar una montaña de papeles, entró una señora todavía atractiva, cubierta con
un chal de Cachemira, quien tendría de 30 a 35 años (edad de la emancipación) y
me entregó una carta que yo debería hacer llegar a Rivero.

En esas comenzó a llorar, siguió con alarmantes sollozos, en fin, tuvo un


verdadero ataque de nervios; yo le eché agua en la cara, le golpeé las manos,
pero nada servía; en medio de esta situación entró el señor de Humboldt quien
después de saludarme con su fina sonrisa, con un gesto me indicó discretamente
que siguiera con el tratamiento y se puso a mirar por la ventana, mirando de
cuando en cuando a la enferma, quien al fin reaccionó y me dejó,
recomendándome su carta. "Léala, no tiene nada de malo", me dijo, lo cual hice
más adelante, a pesar de que eran cuatro páginas apasionadas. Yo supe por el
administrador del hotel, que el marido de esta dama era un rico comerciante de la
calle Saint-Honoré, vecino de Rivero. Le expliqué el incidente a Humboldt y él hizo
una mueca de duda, pero cuando le mostré la dirección escrita en el sobre se
convenció de mi inocencia y añadió maliciosamente: "Además, si la visita hubiera
sido para usted, sin duda habría cerrado la puerta". Eso era un buen argumento.

Después de que la infortunada había salido, encontré un librito de misa con bordes
dorados que había olvidado. Seguramente cuando venía a ver a Rivero decía que
iba a misa, pero teniendo en cuenta la proximidad de San Eustaquio, podía oír la
misa ¡desde su apartamento!.

Humboldt se interesaba vivamente en nuestra expedición: debíamos no sólo


recorrer regiones que él había visitado hacía veinte años sino también residir allí:
muchas de las observaciones hechas debían ser completadas y ampliadas. Los
progresos científicos que se habían hecho en geología y en geografía desde su
viaje memorable, exigían una revisión cuidadosa de los terrenos sobre los cuales
había pasado muy rápidamente y de las posiciones geográficas que no habían
sido determinadas con una precisión suficiente. Puedo afirmar que gracias a él
tuvimos que ejecutar trabajos que fueron juzgados favorablemente en toda
Europa.

98

Humboldt quería darse cuenta de mis capacidades; hablaba mucho y bien y yo lo
escuchaba como un alumno a su maestro, y me decía que yo poseía el "gran arte
de saber escuchar". Pronto me demostró la viva amistad que conservó por mí
hasta su muerte. Me obsequió varios instrumentos de los que se había servido en
América: un sextante de bolsillo, un horizonte artificial, una brújula de prisma, un
planisferio celeste de Flamsteed, reliquias preciosas a las que saqué un gran
partido y que dejé a mi amigo, el infortunado coronel Hall.

El barón hizo aún más por mí; se empeñó en enseñarme el uso de estos
instrumentos e hicimos una cita para vernos con ese objeto. El vivía sobre el quai
Napoleón, en un apartamento del quinto piso, más o menos frente a la Monnaie.

Humboldt tenía entonces cincuenta y cinco años, estatura mediana, cabellos


blancos, mirada indefinible, fisonomía vivaz, espiritual, marcada de huellas de
viruela, enfermedad que había contraído en Cartagena de Indias. Su brazo
derecho estaba paralizado a consecuencia de un reumatismo adquirido por dormir
sobre hojas húmedas en los bosques del Orinoco. Cuando quería escribir o
saludar con su mano derecha, levantaba con la izquierda el antebebrazo enfermo
a la altura que fuera necesario. Usaba vestidos de la época del Directorio: levita
azul, botones y chaleco amarillos, pantalón en material rayado, corbata blanca,
sombrero negro y botas de revés, las únicas que se reían en París en 1822.

Cuando fui a visitarlo pensé que encontraría al chambelán del rey de Prusia en un
espléndido apartamento y mi sorpresa fue grande al entrar a donde el célebre
viajero: una pequeña habitación, una cama sin cortina y en su despacho cuatro
sillas de paja y una gran mesa de pino sobre la cual escribía y que estaba llena de
cálculos numéricos y de logaritmos. Cuando la superficie de la mesa quedaba
colmada de cifras, hacía venir a un carpintero para que la cepillara. Muy pocos
libros: las Tablas de Callet y el Conocimiento de los Tiempos.

Comía en "Los hermanos provensales"; por la mañana siempre pasaba unas dos
horas en el café de Foy donde se dormía después de haber almorzado.

Nuestros ejercicios de sextante comenzaron tan pronto llegué: medimos el ángulo


entre la hecha de los Inválidos y el pararayos de la iglesia de Saint Sulpice;
también tomábamos la altura del sol; nada se omitió en mi instrucción práctica:
medios de verificación, para constatar errores de colimación; escribíamos todos
los cálculos sobre la madera de la famosa mesa, de tal suerte que pronto me
familiaricé con el uso del sextante y del horizonte artificial.

Ese era Humboldt antes de mi viaje y así lo encontré a mi regreso de América; ya


hablaré más de él a su debido tiempo. En ese entonces se ocupaba en terminar su
obra interminable y proyectaba radicarse en México, para trabajar con la
colaboración de algunos jóvenes, de quienes yo haría parte. Este proyecto no se
realizó debido a las revoluciones y estoy seguro de que aun sin éstas, el barón no

99

habría podido vivir siempre en ese país en donde habría muerto de aburrimiento a
pesar de su amor por la ciencia.

El sabio alemán estaba unido en estrecha amistad con GayLussac y Arago a


quien vi con frecuencia reunidos, estando yo presente. Su unión era conmovedora
a pesar de sus opiniones diferentes sobre muchos asuntos. Se tuteaban como en
la época de su juventud y uno de los mejores recuerdos de mi existencia es el de
haber sido apreciado por estos espíritus eminentes.

Humboldt y Gay-Lussac habían visitado el Vesubio en 1804 en compañía de


Bolívar; cuando Arago regresó a España de la medición de un arco del meridiano
terrestre, con peligro de su vida, se completó el triunvirato y comenzó la amistad
de esos hombres ilustres, la cual duró mientras vivieron.

Fui a Londres a encontrar a Rivero para tratar con la legación colombiana lo


referente al barco que debía llevarnos a América. Se convino en que la expedición
se embarcaría en Bélgica o en Holanda para escapar de la vigilancia de la policía
francesa, dado que el gobierno de Luis XVIII era hostil a los estados insurrectos.

Al regreso a París apresuré la entrega de los instrumentos que habíamos pedido:


2 barómetros de Fortin, 2 bellos cronómetros de Breguet que el coronel de
ingenieros Lanz había solicitado para las operaciones relativas al mapa de la
república que se iba a iniciar bajo su dirección.

Los miembros más ilustres de la Academia de Ciencias: de Laplace, Arago,


Poisson, Biot, Humboldt, se interesaban en un importante asunto de la física del
globo, el cual fui encargado de resolver. Se trataba de determinar la altura exacta
del barómetro bajo el ecuador "al nivel del mar". Sin duda ya se habían hecho
observaciones en esa situación, por ejemplo los académicos en su viaje al Perú en
1795, Humboldt al principio del siglo y varios navegantes habían llevado
barómetros a la zona equinoxial, pero sus instrumentos no habían sido
previamente comparados con aquellos de un observatorio cuya altura sobre el
nivel del mar fuera conocida rigurosamente y ésta era una condición esencial.

Para saber si en el ecuador, al nivel del mar, el mercurio se mantenía en el


barómetro a la misma altura que en nuestras latitudes, era necesario que el viajero
llevara un instrumento perfectamente calibrado al hacer sus observaciones bajo la
línea equinoxial. Humboldt me recogió para hacer las comparaciones de mis dos
barómetros Fortin con el de observatorio; Arago debía esperarnos allá.

Iba pues, a conocer al célebre astrónomo: él estaba entonces en toda la fuerza de


la juventud, magnífica prestancia, un rostro agradable a pesar de sus enormes
cejas negras; Mathieu su cuñado, se encontraba con él; Arago bromeó primero
con Humboldt, mientras montaba los barómetros Fortin junto al barómetro patrón y
dejamos que los instrumentos se equilibraran en temperatura, lo que demandó un

100

tiempo bastante largo; se procedió luego a la comparación cuando los
termómetros de los tres instrumentos indicaron el mismo grado de calor.

Antes de llevar a cabo las observaciones Arago me pidió leer la altura del mercurio
en el barómetro. No sé por qué razón Fortin colocaba el 0 del nonio (vernier) móvil
en el centro de una división en 30 partes, pero sin mostrar uno de manera que al
leer la fracción de milímetros en 30 partes, de acuerdo con dos rayas coincidentes,
el de la división de la montura en cobre y el del nonio, se cometía un error. El
sabio creyó que yo iba a dar una falsa estimación de la fracción, pero como había
estado en la escuela de Saint-Etienne a cargo de las observaciones barométricas
con un barómetro de Fortin, conocía el truco del nonio, con gran sorpresa del
astrónomo.

Recuerdo que Arago grabó con un cincel, tan bien como lo habría hecho un hábil
grabador, los números I y II sobre el cobre que servía de base a nuestros
instrumentos. El resultado de la comparación fue que el barómetro número I
indicaba una altura de mercurio igual a la del patrón; la del número II mostraba
una pequeña diferencia; los termómetros estaban perfectamente de acuerdo con
los del observatorio.

A pesar de mi éxito con el nonio, el señor Arago no estaba muy seguro sobre la
manera como cumpliría mi misión; esto lo supe doce años más tarde por
Humboldt, quien se anotó un triunfo cuando, menos de tres meses después de mi
salida, envié desde La Guayra una magnífica serie de observaciones barométricas
que Arago se apresuró a informar a la Academia de Ciencias, con grandes
elogios, para el joven viajero.

Arago me presentó a su mujer mientras yo estaba en el Observatorio;


"descendiente de Boileau" dijo de Humboldt y yo, a pesar de mi timidez, no pude
evitar de hacer notar que yo descendía del vendedor de vinos de quien habla la
sátira del gran escritor.

"Boussingault no tiene iguales"

en cuya fonda Boileau se embriagaba algunas veces en compañía de Moliére y de


Racine.

-"Yo no le conocía ese defecto a mi tatarabuelo", dijo la señora Arago.

-"Pero es historia", dijo Humboldt.

La señora Arago era notablemente bella y ese día tenía un brazo muy hinchado
debido a la picadura de un insecto.

101

Humboldt era infatigable: para serme útil redactó una "instrucción" la que me fue
muy útil. Quería de todas maneras que yo llevase una pequeña colección de rocas
traquíticas de Hungría, para lo cual fue donde Beudant, curador de la colección del
conde de Bournon, tomó algunas muestras y pasó de inmediato a donde un
carpintero y ordenó una caja en donde cupiesen; a las 10 de la mañana yo ya las
tenía.

También me dio una carta de recomendación para el general Bolívar, en la cual


me convertía en un personaje importante, exageración dictada por sus buenos
sentimientos. La carta comenzaba así: "Al dirigirme al Primer Magistrado de una
República de la cual usted es fundador"... seguían los elogios. A mi hermana le
dejé copia de esta carta, la que se perdió con gran tristeza de mi parte. En cuanto
al original pude entregarlo al general Bolívar con mucho retraso, por motivo de
guerra. Este me reprochó mi negligencia y me nombró inmediatamente en una
posición importante: director de una escuela militar, lo que no acepté, no por
modestia sino por el convencimiento que tenía de no tener capacidades para
asumir ese cargo. Sin embargo, mi rechazo no fue directo, pues para formularlo
esperé los acontecimientos, porque nunca hay que decir "no" a secas a los
poderosos de la tierra.

He olvidado decir que mientras estábamos en el Observatorio, Humboldt había


hecho un regalo a la expedición: dos barómetros portátiles construidos en Ginebra
con la forma y apariencia de bastones con su empuñadura. Arago sostenía que no
era muy buena idea la de disfrazar de bastón un instrumento tan delicado y frágil y
para probarlo contó que el célebre físico inglés Leslie, de viaje por Francia, pasó
una noche en Macon; al día siguiente, tomó el vapor que iba a Lyon y en el
momento de partir se dio cuenta que habla olvidado su barómetro-bastón en el
hotel y fue grande su temor cuando vio que por el muelle corría un muchacho que
gritaba; "Señor, olvidó su bastón, agárrelo". Leslie le suplicaba por medio de
señales que no lo lanzara. "No tema, jamás fallo, agarre" contestó el niño tirando
el bastón que cayó a los pies del físico y el barómetro se rompió.

Después de haber sido escogidos los miembros de la expedición, las cajas con los
instrumentos fueron enviadas a Amberes, en donde nos debíamos embarcar.

Al regresar Rivero de Inglaterra, ofrecimos una comida de despedida en Véry a


varios sabios, cuyos nombres no he olvidado: Rivero, Roulin, Bourdon, Goudot,
todos ellos miembros de la expedición; invitados: de Humboldt, Alexander
Brongniart, Adolfo Brongniart, Audouin y Bory Saint-Vicent.

La reunión fue interesante y nos dimos cuenta de que Humboldt no tenía sus
botas dobladas sino medias de seda y llevaba sombrero nuevo.

Todo estaba listo para la expedición: los instrumentos de física, el laboratorio y la


biblioteca deberían ser embarcados en Burdeos con destino a Cartagena; yo

102

debía llevar conmigo los instrumentos necesarios para efectuar observaciones
durante nuestro viaje desde la costa, donde desembarcaríamos, hasta Santa Fe
de Bogotá, ciudad escogida para fundar allí un establecimiento científico.

El 3 de agosto de 1822 abracé a mis padres, a mi hermano menor y les dije que
iba a Bélgica, lo que era cierto y que volvería a verlos antes de embarcarme, lo
que no lo era. Como yo viajaba frecuentemente, mi familia no tuvo ninguna
sospecha. Especial y efusivamente abracé a mi hermano menor Cadet (Nicolás)
muchacho alegre, jovial, con su bella cabellera crespa, sus grandes ojos azules,
sus labios rojos, pobre niño a quien debía volver a ver enfermo y moribundo; triste
día aquel cuando deposité un último beso sobre su frente helada por la muerte.

Por la tarde tomé la diligencia de Lille; la cita era en Amberes. Iba conmigo un ex-
clérigo Scarpeta, personaje bastante inmoral, de la orden de los Franciscanos de
Quito, que era repatriado a América de donde había sido llevado prisionero por los
españoles. Después de haberme demorado en Lille, en Gante y haber tenido
tropiezos desagradables en la aduana de Menin, llegué a Amberes el 6 de agosto
y encontré a Rivero en el hotel de Brabante. Sucesivamente llegaron los
naturalistas: el doctor Roulin, su mujer y un niño, Luis, quien murió muy joven
siendo ya un pintor conocido; el doctor B... antiguo cirujano militar, entomólogo,
quien tenía la manía del robo; terminó por amasar una gran fortuna especulando y
robando; Goudot, botánico y preparador de historia natural, muy original y hábil,
apasionado por las plantas; reunió extraordinarias colecciones y era un poeta a
quien las bellezas de la naturaleza producían una viva impresión que describía
bellamente en sus cartas, pero que era incapaz de expresarlo en palabras.

El barco que debía llevarnos no había aparecido todavía y pasé seis o siete
semanas en Amberes, sin mucha ocupación, siguiendo el funcionamiento de los
dos cronómetros de Breguet; el doctor Roulin cayó con fiebre durante este
intervalo.

***

Al fin el "New York", bello bergantín americano, entró en puerto y nos embarcamos
el 22 de septiembre de 1821. Bajamos el Escaut, después de haber levado anda a
las 9 de la mañana; nos seguía otro bergantín que llevaba el material de guerra y
a las 4 de la tarde anclamos a la altura y a la vista de Flessingue.

El 23 se apagaron todos los fuegos a bordo y se procedió a cargar la pólvora; al


día siguiente nos alejamos lentamente de Flessingue, debido a un viento contrario,
pero siempre escoltados por el bergantín que nos seguía y el 2 de octubre, ya a
buena distancia de la costa recibimos de éste 18 cañones y algunas armas.

Una vez efectuado el trasbordo, el capitán Maitland rodeado de su estado mayor,


apareció sobre el puente. Nos hallábamos uniformados ya un silbato de un oficial

103

la bandera de la Unión (Estados Unidos) fue reemplazada por el pabellón
colombiano de colores amarillo, azul y rojo y nosotros, empujando nuestras
espadas, gritamos tres veces: "¡viva la República!" Yo apenas tenía 20 años y
gritaba muy fuerte.

El mar estaba muy picado y a pesar de un viento ESE, el 3 de octubre nos


encontrábamos frente a Dover, en donde embarcamos víveres, algún suplemento
de equipajes y una bonita judía, la señora Maitland. Entonces teníamos a más de
100 hombres a bordo, de los cuales casi todos habían servido en Grecia bajo las
órdenes del almirante Cochrane y eran audaces marinos, bastante indisciplinados.

El tiempo empeoró de tal forma que no obstante nuestra situación equívoca,


tuvimos que buscar un puerto. No fue posible entrar a Plymouth, de manera que
seguimos a Portsmouth; al fin, anclamos frente a la isla de Wight. La tempestad
era espantosa y no se podía pensar en mantenerse en el mar, así que nos
consideramos felices de hallarnos al abrigo de un puerto.

El 9 de octubre, cuando todo estaba preparado para castigar a dos desertores que
los oficiales habían alcanzado en una calle de Portsmouth, la tripulación se rebeló.
La actitud del estado mayor y de los pasajeros hizo reflexionar a los marineros; las
conversaciones dieron como resultado que la tripulación fuera devuelta a tierra,
por no querer ser considerada como perteneciente a un barco de guerra. Al día
siguiente llegó una nueva tripulación reclutada en Portsmouth.

Solamente pudimos salir de la isla de Wight el 14, con un viento NE muy violento.
Tuvimos mucho trabajo para dejar el estrecho; el mar estaba espantoso y las olas
barrían el puente sin descanso; en la noche del 19 poco faltó para chocarnos
contra la costa, cerca del cabo Lizard, cuyos faros no habíamos visto. Cuando
oímos el grito "¡tierra!" estábamos tomando el té y todas las tazas cayeron de las
manos; era menester amarrarse para poder permanecer de pie, así eran las
sacudidas; el cabeceo era tan fuerte que todos los pasajeros, algunos marinos y
yo especialmente, nos mareamos. El 20 de octubre vimos un barco que hacía toda
clase de esfuerzos para alcanzarnos; se le disparó una andanada y se nos
distribuyeron sables de abordaje; cuando tuve el mío, desapareció súbitamente el
mareo que me atormentaba. El barco enemigo era español y dejó de avanzar
cuando se dio cuenta de que estábamos armados. Quisimos perseguirlo, pero el
estado del mar no lo permitió; cuando el peligro pasó, mi mareo retornó más fuerte
que nunca.

A partir del 27 de octubre el tiempo fue favorable; pusimos rumbo ESO y pudimos
dormir. El mar tenía un color azul añil y fuimos escoltados por magnificas doradas.
Por la noche yo admiraba las fosforescencias producidas por la estela del navío.

La calma se aprovechó para ejercitar a nuestros marinos en el tiro de cañón. Una


bandada de peces voladores cayó sobre el puente, lo que nos deparó una buena

104

cantidad de comida. Los marineros pescaron un enorme tiburón que nos seguía
hacía 2 o 3 días y la tripulación se dio un banquete, a mí me pareció desagradable
esa carne, probablemente por algún prejuicio.

El 5 de noviembre cortamos el trópico; Neptuno nos bautizó haciendo grandes


muecas; los marineros estaban ebrios y hubo riñas; luego, una magnífica escena
de boxeo que se convirtió en un espectáculo.

Pasamos frente a Madera, Tobago y La Barbidos, (sic) por un momento temimos


encontrar un barco español; cargamos los cañones y distribuimos las armas; sin
embargo no pasó nada en esos parajes. Pasados algunos días, el "Patriota" -éste
era el nombre de nuestro bergantín- iba a cubrirse de gloria, al divisar una bella
fragata enemiga, la "María Francisca"; comenzó el cañoneo y un marinero que se
encontraba cerca del cabrestante, perdió una pierna; los aparatos de cirugía
estaban listos en el salón. En el curso de la batalla nos costó un trabajo tremendo
impedir que las señoras Roulín y Maitland subieran al puente, desde donde
"querían ver". Felizmente la "María Francisca" bajó el pabellón y el "Patriota" llevó
su presa a Puerto Cabello. Nada tan curioso como oír enumerar a los marinos
ingleses, el botín que le correspondía a cada uno.

El 21 de noviembre pudimos divisar tierra firme formada por la cadena del litoral
de Venezuela; veíamos los desfiladeros paralelos cubiertos de vegetación que se
abrían hacia el mar. Se destacaba la "Silla de Caracas" como el punto más
elevado de la cadena costanera.

A las 4 de la tarde anclamos en el puerto de La Guayra, y desembarcamos el 22


de noviembre después de dos meses de navegación.

Curioso espectáculo el que se presentó a mis ojos: ¡todo era nuevo para mí! Las
plantas que apenas había divisado en las tierras cálidas, las plantaciones de café,
de cacao y los campos de añil; no encontré sino una cosa conocida: ¡las rocas!
Eran el granito, el neis y el esquisto micáceo que yo había visto ya en las
montañas del Forez. Los naturalistas debían embarcarse para llegar con sus
colecciones a la desembocadura del Río Grande de la Magdalena, el cual
deberían remontar hasta Honda y seguir luego por tierra hasta Santa Fe de
Bogotá, capital de Colombia. El señor de Rivero y yo debíamos llegar al mismo
destino, pero siguiendo toda la Cordillera Oriental, viaje que nos tomaría de 2 a 3
meses.

Los marinos del "Patriota", después de algunos días de descanso en el puerto,


izaron velas para perseguir los barcos españoles. Habíamos vivido en buena
camaradería durante la travesía, especialmente después de la llegada del buen
tiempo porque al principio del viaje estábamos "bajo agua", inundados y acostados
cuando podíamos estarlo. Cuando divisamos a Madera los oficiales tuvieron
tiempo disponible y los pasajeros algo de tranquilidad.

105

El capitán Maitland, un hombrecillo horroroso y amable, había estado
anteriormente al servicio de la Compañía de Indias; tengo mis sospechas de que
era israelita. La bonita judía que hizo embarcar en Plymouth no era su esposa
legítima, aun cuando ella lo pretendiera y un día quisiera mostrarme su certificado
matrimonial; era una mujer bastante ordinaria.

Los tenientes eran oficiales de gran actividad, pero sus conocimientos


astronómicos a duras penas les servían para tomar la altura del sol. En los barcos
de guerra ingleses hay un "master" -grado inferior al de teniente- encargado de los
cálculos y de lo relacionado con la marcha del navío. Los marinos estaban
sorprendidos de verme observar las estrellas con la misma facilidad que un
"master" y hacer los cálculos necesarios con una pequeña tabla de logaritmos.

Con tristeza supe que poco después de haber regresado al mar, el capitán
Maitland había sido muerto en una riña y que el "master" Andreas se había
ahogado en Curazao.

La sociedad que frecuentábamos en La Guayra era increíblemente mezclada:


franceses que sirvieron en la marina bajo el imperio, convertidos en corsarios
colombianos y algunos oficiales que venían de Texas del champs-d'Asile.

Nos hospedarnos en un hotel manejado por un americano del norte y en una de


sus vastas habitaciones sin ventanas instalé mi barómetro; la casa, de estilo
morisco, tenía una galería interior sobre la que se abrían los cuartos y así se
podían tener los instrumentos al abrigo del sol.

El 22 de noviembre de 1822 comenzamos una serie de observaciones


barométricas horarias, las cuales continuaron hasta el 30 de diciembre.

De acuerdo con una medida trigonométrica, los barómetros se encontraban a 11,5


metros por encima del nivel del océano y la estación había sido muy bien
escogida, teniendo en cuenta que en La Guayra las mareas son insensibles.

De antemano yo había comparado uno con otro los dos barómetros. La diferencia
entre las alturas de la columna de mercurio en los dos instrumentos fue
exactamente la misma encontrada en el Observatorio de París, lo que establecía
que no había sucedido ningún daño durante el viaje. Así que, a pesar de una
navegación larga y penosa, de las tempestades y de un combate naval, nuestros
elementos de trabajo habían llegado sin accidente. Es cierto que los habíamos
instalado perfectamente a bordo, sólidamente amarrados a uno de los montantes
de nuestro camarote, en posición vertical y nadie entraba a éste durante nuestra
ausencia.

El resultado de las observaciones hechas en La Guayra llevadas a nivel del mar,


fue que el mercurio en el barómetro se sostenía a 760,3 milímetros con una

106

temperatura de 27 grados. En una memoria di la altura del mercurio suponiéndola
de 0º.

La Guayra es la base de una cadena de montañas formadas de granito, de neis y


de esquisto micáceo en dirección E a O. La ciudad, construida en anfiteatro, ocupa
un espacio tan angosto que parece adosada a un muro. Está dominada por la
batería del Cerro Colorado y defendida del lado del mar por fortificaciones bien
dispuestas. La playa, bastante extensa cuando uno se dirige al occidente, hacia el
Cabo Blanco, está cubierta por bloques de rocas graníticas y por un esquisto
parcialmente cubierto de gravas, que se encuentran en cantidad considerable,
mezcladas con circones, con hierro, con titanio, en las arenas provenientes de la
desagregación de los cantos producida por el movimiento incesante que les
imprimen las olas.

La temperatura de La Guayra nos incomodaba mucho, en la sombra rara vez


llegaba a más de 28º, pero al sol era fatigante moverse.

Hice varias excursiones a pie para estudiar el terreno. Un día marchaba solo hacia
el oeste para llegar al pueblo de Maiquetía; iba por una llanura árida cuando me di
cuenta de que me seguía un animal del tamaño de un burrito y que parecía tener
intenciones hostiles. Yo no tenía sino un martillo por toda arma, regresé hacia La
Guayra a buen paso y el animal de inmediato aceleró su marcha; corrí y él
también corrió, entré en el mar y la maldita bestia seguía por la playa; al fin me
desembaracé de él cuando llegué a un matorral de cactus; cuando desapareció
me sentí muy satisfecho. Al contar el incidente, las gentes de la región me
aseguraron que mi animal debía ser un sauro, especie de zorro y que había hecho
bien en no matarlo, ya que su carne no era buena. Nunca pensé hacerlo, porque
confieso que había tenido un miedo tremendo, pues todavía no estaba
acostumbrado a encontrarme con bestias feroces.

La Guayra en ese entonces no era sino un montón de minas ocasionadas por el


gran temblor de tierra de 1812. Dejamos esta ciudad el 7 de diciembre para seguir
a Caracas.

Fue un viaje muy pintoresco e interesante desde el punto de vista de la geología.


El camino trazado para mulas es tan peligroso que decidimos hacerlo a pie. En
línea recta la distancia es muy corta, pero debido a los rodeos y a las fuertes
pendientes, necesitamos toda una jornada para pasar la montaña. Habiendo
salido a las 8 de la mañana, a la 1:30 llegamos a la "Venta Grande" después de
haber abierto el barómetro en las estaciones de "Conocouli" y del "Salto de la
Venta"; a una altura de 1.260 metros se alcanza a ver el mar. A las 3:30 llegamos
a la Cumba, el punto más elevado con 1.435 metros La Cuchilla, fortín un poco
más elevado, se halla a 1.482 metros. A las 7 de la noche llegamos a Caracas.

En este momento me he convertido en un habitante de la América meridional.

107

Lejos de mí la idea de publicar el diario de una larga residencia. Me limitaré a
describir las observaciones recogidas en el curso de excursiones frecuentes y
contar algunos acontecimientos surgidos durante la guerra de la Independencia.

A estos relatos les doy el título de: "La Vida en las Cordilleras", esas montañas
donde pasaron los más bellos años de mi juventud.

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CAPÍTULO II
Caracas - Los temblores de tierra - Ascención a la
silla.
Caracas, capital de la antigua Provincia de Venezuela, situada a 10º31 de latitud
Norte a 69º25 Oeste del meridiano de París, fue fundada en 1567. Su población,
en 1800, llegaba a 40.000 almas y se contaban ocho iglesias, cinco conventos,
una sala de espectáculos, hermosas plazas públicas, sin sombra, como le gustan
a los de raza española, casas de una elegante sencillez, de un solo piso y de
arquitectura morisca; calles trazadas a cordel que encuadran los grupos de
habitaciones (cuadras) que muestran la monotonía que sin excepción ofrecen
todas las ciudades de la América meridional.

A nuestra llegada, el aspecto de Caracas había cambiado del todo: una terrible
conmoción subterránea la había destruido y en un instante habían perdido la vida
12.000 de sus habitantes. En medio de las minas de esta ciudad viví yo en 1822.

El suelo de Venezuela había sido sacudido fuertemente en diversas épocas: 1641,


1703, 1776 y 1812. Una ceremonia religiosa que se celebra cada año el 21 de
octubre por la noche, recuerda la fecha del temblor de tierra de 1775, uno de los
más terribles de que se tenga memoria. El 26 de marzo de 1812 a las 4:07 de la
tarde, tembló la tierra en Caracas. El choque fue de tal violencia que todas las
campanas tocaron al vuelo; inmediatamente después se sintió una sacudida que
duró de 10 a 12 segundos; el peligro parecía que hubiese pasado cuando de
pronto, un espantoso mugido subterráneo se hizo oír; un “bramido” comparable al
ruido del trueno. El suelo fueagitado por un movimiento convulsivo, las campanas
sonaron por segunda vez con un tañido fúnebre. Numerosos habitantes quedaron
sepultados bajo las minas. Era un jueves santo y tres o cuatro mil fieles fueron
atrapados bajo las bóvedas de las iglesias; únicamente quedó en pie la catedral
sostenida por enormes arbotantes.

Para dar una idea de esta terrible catástrofe citaré el relato de un testigo ocular, el
señor Delpech:
“Los templos de la Trinidad, de Alta Gracia, con una altura mayor de 150 pies y
cuya nave estaba sostenida por pilares de 12 a 15 pies de espesor, formaban un
montón de ruinas de 5 a 6 pies de altura. El cuartel de San Carlos, cerca de la
Trinidad, se hundió y aplastó todo un regimiento que se hallaba listo para
acompañar la procesión del Santo Sacramento. Las 9/10 partes de la bella ciudad
de Caracas quedaron literalmente arruinadas. Al apreciar los muertos, entre 9 o
10.000, no se tuvo en cuenta a los infelices que, gravemente heridos debieron
sucumbir por falta de alimentos o de cuidados. Los heridos atrapados bajo los

109

escombros pedían a grandes gritos socorro a los viandantes; se lograron retirar
más de 2.000.

“Faltaba todo, inclusive los alimentos y hasta el agua escaseaba, pues los canales
de las fuentes se rompieron.

“Quedaba por cumplir la tarea piadosa de dar sepultura a los muertos, pero como
esta labor era imposible por el inmenso número de cadáveres, los comisarios
fueron encargados de quemarlos, por miedo a las infecciones; se formaron
hogueras y esta triste ceremonia duró varios días.

“En medio de tantas calamidades públicas el pueblo se entregaba a prácticas


religiosas; unos reunidos en procesión suplicaban con cánticos y otros, con el
espíritu perdido, se confesaban en las calles en voz alta. Sucedió entonces en
esta ciudad lo mismo que se observó en la Provincia de Quito después del
tremendo temblor de tierra del 4 de febrero de 1797: se celebraron muchos
matrimonios entre personas que hacía largos años vivían juntas sin haber hecho
bendecir su unión; muchos niños encontraban a sus padres que los habían
repudiado con anterioridad; muchos individuos a quienes nadie había acusado de
robos, prometieron restituciones y familias que hacía tiempo se habían
enemistado, se unieron por el sentimiento de una desgracia común”.

Añadiré que este terremoto se sintió por toda la Cordillera Oriental hasta Santa Fe
de Bogotá, es decir a una distancia de más de 200 leguas en dirección OSO.

Al llegar a Caracas, el 9 de diciembre de 1822, se hubiera podido creer que el


temblor había sucedido la víspera, a no ser porque las calles principales habían
sido despejadas.

Yo vivía cerca del antiguo “Cuartel” de San Carlos en donde vi los esqueletos de
los soldados atrapados, que habían sido colocados en pirámide. La torre cuadrada
de un convento, adornada por cuatro caras de reloj, había resistido: el reloj se
paró a las 4:07 y su agujas inmovilizadas todavía hoy marcan la hora de la
destrucción de Caracas.

Probablemente un temblor de tierra es el fenómeno natural que produce más


espanto por lo inesperado: nada lo hace prever y no existe ningún indicio que lo
anuncie. Durante mi permanencia en La Guayra y en Caracas, la tierra tembló sin
que yo me diera cuenta sino por la agitación en la calle y los clamores de la gente
que gritaba: "¡tiembla, tiembla!”

He notado que los temblores de tierra son muy frecuentes en la Cordillera de los
Andes, al observar las variaciones diurnas y horarias de la aguja imantada.
Muchas veces fue imposible llevar a cabo la observación debido a la agitación de
la aguja suspendida, como se sabe, por hilos sin torsión. De ahí saqué la

110

conclusión de que si se registrasen exactamente las conmociones del suelo que
se sienten en Venezuela, la Nueva Granada, el Perú y Chile, se encontraría que
probablemente no pase una hora sin que haya un movimiento en su superficie. De
todas maneras, los grandes temblores de tierra, aquellos que uno recuerda con
terror, no son muy frecuentes: yo conté 3 o 4 en 11 años de permanencia en
América: uno en Santa Fe de Bogotá y otros en el campo y en el interior de una
mina en Marmato.

En Santa Fe de Bogotá fue el... de 1826 entre las 10 y las 11 de la noche; había
pasado buena parte de la tarde en casa del encargado de negocios de su
Majestad británica, en una reunión numerosa; yo estaba entonces, como
ingeniero, bajo las órdenes del señor Lanz. Tomábamos cité y jugábamos
al whist cuando se produjo un choque muy violento; un espejo se rompió y las
calles desiertas se llenaron de pronto de gentes aterradas, a medio vestir, que
corrían gritando: “¡tiembla, tiembla!” y cantado el cántico de circunstancia:

“¡Santo Dios, Santo Fuerte


Santo inmortal,
Líbranos de todo mal!”

Corrí a mi casa; estaba hospedado en donde mi amigo Illingworth; en mi cuarto,


en el segundo piso, todos mis muebles habían sido desplazados; vestí mi uniforme
y me armé, pues la autoridad podía necesitar la organización de una fuerza
pública; nunca se sabe lo que puede suceder con una población presa del terror.
Apenas había bajado la escalera hubo una sacudida extremadamente fuerte y el
aire se llenó de un polvo asfixiante; era el Colegio de San Bartolomé que se había
desplomado; felizmente los alumnos habían huido al primer movimiento; la tierra
oscilaba todavía y me coloqué en el marco de una puerta cochera (se debe
escoger por abrigo un dintel). Apenas me había instalado vi llegar a un joven
sirviente completamente loco que reía a carcajadas, orando y llorando al mismo
tiempo. Tuve que emplear la violencia para impedir que saliera: no lo solté, ni salí
yo mismo, sino hasta que el suelo dejó de temblar. Torné la calle real para llegar a
la plaza del convento de Santo Domingo, a donde llegaba la gente de todas
direcciones. Me choqué con un inglés, un gigante en camisa, que gritaba: “¡Death,
Death!” En el mismo momento cuando yo pasaba por un puente para llegar a la
plaza, se desplomó un molino.

La plaza de Santo Domingo presentaba un espectáculo terrible y singular: muchos


infelices aterrados se calentaban cerca a una hoguera que habían prendido:
mujeres jóvenes y bonitas, en prendas menores, trataban de dar calor a sus hijos.
Hacía frío, la noche estaba tranquila y la Luna en todo su esplendor iluminaba esta
escena de desolación. Sacerdotes y monjes recorrían las calles recitando
oraciones; pronto fui reconocido por familias amigas: “Don Juan, por favor,
encuentre algo para cubrirnos y también para nuestros hijos”, me decían.

111

Entonces reuní a algunos jóvenes y fuimos a las casas más cercanas a conseguir
colchones y mantas; ¡había que ver a estas pobres gentes cuando mi grupo
regresó! Nos arrebataban la carga. Yo mismo fui despojado de mi abrigo por una
mano amiga. ¡Pobre Mariquita, lo que debió sufrir a lo largo de esa espantosa
noche!.

A la una de la mañana se oyó un aterrador rugido subterráneo, un “bramido”.


Inmediatamente se levantó un clamor que salía de la multitud, pero la tierra no se
había movido y aun cuando así hubiera sido, no había ningún peligro porque lo
único que nos cubría era un cielo estrellado.

Yo me retiré, de la hoguera de Santo Domingo, con algunos oficiales, para


dirigirnos hacia el estado mayor en la plaza principal. Las calles que tuvimos que
atravesar estaban llenas de individuos que no habían huido hacia lugares alejados
de las viviendas: hombres y mujeres estaban de rodillas, con los brazos
extendidos, como petrificados; todos rezaban y se confesaban en voz muy alta y
mientras más grande era el pecado, más altos eran los lamentos. Un joven
teniente pretendió haber oído algunas cosas, ¡pero qué cosas!.., que nos contó
durante 8 días. Creo que todo era inventado por él. En cuanto a mí, no oí nada
que sea digno de ser contado; además, el secreto de la confesión es inviolable.

El aspecto de la plaza mayor era curioso, casi grotesco. La catedral había


resistido, pero la solidez de una de las torres estaba comprometida. El peligro era
inminente y, sin embargo, todas las escalinatas del altozano, todos los alrededores
de la iglesia se hallaban invadidos por pobres diablos con la boca pegada de la
piedra, que agitaban los brazos; se hubiera podido creer, y tal vez era cierto, que
estaban atacados por convulsiones: no había muchas mujeres, pero si muchos
indios y mestizos.

El palacio de gobierno se halla enfrente a la catedral y allí se encontraba el


vicepresidente de la República, general Santander, con el grueso del estado
mayor. Me pareció que en las altas esferas, el miedo era igual al de las clases
inferiores. Se llegó al convencimiento de que había que despejar la catedral con el
fin de evitar que los fieles fueran aplastados en caso de que se derrumbaran las
torres. Se formaron varios destacamentos a órdenes de un oficial y yo avancé con
mis dragones, vestidos de rojo. La empresa no era fácil porque los fieles no
querían retirarse y tuvimos que emplear la fuerza. El joven teniente, el mismo que
había inventado lo de las confesiones, los trataba con brutalidad: al fin, los
arrastramos a una distancia prudente del edificio, tirándolos por los pies.

Se comprende que se sienta terror si se es sorprendido por el temblor de tierra


dentro de una casa, pero afuera uno está seguro; sin embargo en la mayoría el
miedo persiste y se convierte en pánico; la razón desaparece y a esto se mezcla la
superstición. En todas partes, tanto en Bogotá como en Caracas, de acuerdo con
las crónicas publicadas por los testigos de estas grandes conmociones

112

subterráneas, la gente se comporta como si el mundo fuera a acabarse y todos los
estratos se confunden. Recuerdo que en una ciudad de los Andes, Popayán, una
sacudida reunió en la plaza pública a toda la población y se formaron los grupos
más raros para rezar; en uno de estos grupos había un obispo, soldados, monjes,
mujeres de vida alegre, negros e indios, en una palabra, personajes a quienes las
conveniencias sociales y los prejuicios separaban profundamente, se encontraba
reunidos, de pronto, por el sentimiento de una gran calamidad común.

En Bogotá la noche terminó sin mayor incidente; el sueño interrumpió las plegaria,
los cantos religiosos y las penitencias voluntariamente impuestas. El sol hizo su
radiante aparición y no hay nada que tranquilice y consuele más que la luz. Cada
cual buscó un asilo; unos entraron a sus casas y otros, la mayoría, fueron a
hospedarse en haciendas, fuera de la ciudad y en los poblados, en casas con
techo de paja. La familia del coronel Barionuevo me ofreció un sitio donde vivir, en
su bella casa de campo de la “Huerta de Jaime”, invitación que yo me apresuré a
aceptar.

En resumen, no hubo grandes desgracias en Bogotá; el primer choque que obligó


a las gentes a salir de sus casas, las preservó de accidentes mayores y aún de la
muerte. Pocas casas cayeron, pero muchas de ellas quedaron tan averiadas que
no podían ser habitadas.

Es por otra parte una creencia muy difundida en las cordilleras que un temblor de
tierra no se presenta con un solo movimiento, sino que viene acompañado de otro
sacudón en un corto intervalo: primero “la tembladora” (temblor hembra), luego “el
temblor” (el temblor macho); éste es el más fuerte, corno el que asoló a Bogotá y
se produjo en Caracas, en 1812.

Yo creo que no existe temor más persistente que el que produce un temblor de
tierra en aquellos que escaparon de ser sus víctimas. “¿No es posible que se
vuelva a presentar el peligro del cual nos libramos?” Se necesitó tiempo para que
se decidieran regresar a la ciudad, aquellos que habían buscado refugio en el
campo y solamente se demoraban en ella el tiempo necesario para atender sus
asuntos y se iban antes de la puesta del sol, por la sencilla razón de que cuando
acecha un peligro, no importan los razonamientos o el valor, para sentirse más
seguro a pleno día. La oscuridad exalta el miedo tanto en los hombres corno en
los animales. Cuántas noches pasé en vela en situaciones peligrosas en una selva
o en un sitio de avanzada cerca a indios hostiles y pude dormir profundamente
cuando volvía el día.

En la casa de campo del coronel Barionuevo, en donde yo residía


provisionalmente, las noches pasaban en forma demasiado alegre algunas veces.
La cena reunía ordinariamente a unas 30 personas y la tertulia se prolongaba
bastante más allá de los límites razonables, dedicada a charlas y a oír cuentos;
¡no había nada que temer!.

113

Yo contaba la destrucción de Caracas, según datos recogidos sobre la capital de
Venezuela. Para atenuar un tanto la tristeza de la narración, había inventado un
monje gordo de la orden de San Francisco quien el jueves santo del año 1817,
habiéndose emborrachado corno un suizo, no había alcanzado a llegar al servicio
divino y gracias a ello se había salvado; todos sus hermanos y los fieles fueron
sepultados bajo los escombros del convento y él fue el único de esa orden que
logró escapar de la muerte y el sermón que yo le hacía decir obtuvo un gran éxito.

¿Por qué Bogotá en 1826 no fue destruida como lo fue Caracas en 1812? La
segunda sacudida fue extraordinariamente fuerte, con un movimiento ondulado
que duró varios segundos; sin embargo la casi totalidad de los edificios resistieron
o sufrieron leves daños, mientras que en Caracas desaparecieron 9/10 partes de
la ciudad.

En la Nueva Granada los temblores de tierra son quizás tan frecuentes como en
Venezuela, pero nunca han causado las calamidades que recuerda la tradición.
Estas diferencias en los efectos producidos por los movimientos de tierra, parecen
deberse a circunstancias geológicas.

Las ciudades en donde los temblores han tenido efectos desastrosos, como
Riobamba, Quito, Caracas, etc., han sido construidas sobre terrenos cristalinos:
granitos, traquitas; en cambio los sitios en donde no han causado sino poco o
ningún daño, han sido construidos sobre terrenos formados de rocas
sedimentarias: arenisca, calcáreos, aluvión; es el caso de Bogotá y de otras
ciudades de Venezuela. Los habitantes de las cordilleras tienen el sentido de
estas situaciones geológicas; dicen de un terreno que escapa a las fuertes
ondulaciones, “que hace puente”. El choque subterráneo que nace y se propaga
en la roca cristalina es atenuado por las rocas arenáceas y por los depósitos de
aluvión que están sobrepuestos. La influencia de la naturaleza de las rocas sobre
la intensidad del movimiento que se manifiesta en la superficie del suelo, es
indiscutible; de esto pude asegurarme al efectuar una nivelación barométrica
desde La Guayra hasta Bogotá.

Una vez que uno ha sido asustado por un temblor de tierra, el menor movimiento
de los objetos circundantes le ocasiona un verdadero pánico; la más ligera
sacudida hace salir a todos los habitantes de una casa.

Citaré un ejemplo: el 30 de abril de 1827, en Bogotá, se jugaban fuertes sumas de


dinero en el salón de uno de mis amigos; cada uno tenía frente a si las apuestas
en monedas de oro, cuando se sintió una ligera trepidación. Inmediatamente —
cosa muy natural— todo el mundo se precipitó fuera para llegar al patio; de todos
los jugadores solamente uno, el cónsul de Holanda, conservó suficiente presencia
de ánimo para recoger su oro antes de salir. Poco después este cónsul fue muerto
en duelo por el comandante Miranda, uno de los hijos del general Miranda, quien
desempeñó un importante papel en la Revolución francesa.

114

Cuando la tierra tiembla, generalmente se exagera la oscilación del suelo, puesto
que la apreciación de tiempo, siempre difícil, se torna imposible ante una fuerte
impresión. Sin embargo, tuve la ocasión de constatar que la tierra tiembla a veces
durante algunos minutos sin interrupción, como lo comprobé en la Nueva Granada
con un temblor sucedido en 18.. que abarcó una extensión de 30.000 leguas
cuadradas.

La población de Bogotá sufrió un tremendo susto: de acuerdo con unos el piso se


había movido durante 6 minutos, con otros durante 15 . Yo no estaba en Bogotá;
residía en la Vega de Supía en una casa de una sola planta, recubierta de hojas
de palmera; sentado frente a una mesa sobre la que se encontraba un
cronómetro, me sentí fuertemente sacudido y sin ningún temor por la caída de la
casa, me puse a contar el tiempo inmediatamente. Puedo afirmar que la agitación
duró 5 minutos exactos. Un poco después, se oyó un ruido comparable a un
cañonazo en dirección sur y como en el aire; este ruido se reprodujo de 30 en 30
segundos con una increíble regularidad. De acuerdo con los informes que recibí
después, esta detonación fue escuchada en todo el Valle del Cauca; sin embargo
los volcanes del Ruiz y el Puracé no habían hecho erupción.

Terminaré esta digreción, contando de un temblor de tierra que presencié en


circunstancias bastante inquietantes. Estaba todavía en la Vega de Supía e
inspeccionaba en compañía de algunos oficiales de minas, los trabajos de
Marmato, ejecutados sobre un importante nacimiento de piritas auríferas.

Habíamos llegado a un corte en donde trabajaban unos 30 mineros, en total


éramos de 80 a 100 personas, contando las transportadoras de mineral; la galería,
dirigida horizontalmente, podía tener de 2.000 a 3.000 metros. Eran las 5 de la
tarde cuando sentimos un choque muy violento; una masa de pirita se desprendió
del techo del corte e hirió gravemente en un pie a una de las negras empleadas en
transportar el mineral.

Sería imposible describir la confusión que siguió a la sacudida: todos los mineros y
las cargadoras (esclavas) se precipitaron a la entrada de la galería gritando:
“¡Tiembla! ¡Tiembla!” y cantando el “Santo Dios”. En un instante la salida quedó
obstruida por estos infelices asustados y con los ojos desorbitados; los que
llegaban de últimos querían abrirse paso a patadas; mis oficiales y yo no teníamos
armas; felizmente mi autoridad fue reconocida, pues los negros temían a “don
Juan, el déspota”.

“No temblará más” grité, mirando el termómetro que había traído para ver la
temperatura en la extremidad de la galería. Con estas palabras logré hacer
retroceder parte de la multitud que la llenaba; en seguida, con el orden
restablecido, cada uno pudo salir con facilidad, haciéndolo yo de último, como lo
exigía mi deber, acompañando a la pobre negra herida, cuyo restablecimiento fue
lento, pues el hueso del talón estaba fracturado.

115

Acabo de decir que el termómetro tranquilizó a los negros; más de una vez he
podido reconocer el efecto que ejerce la presencia de un instrumento de física y
las observaciones que sobre él se hacen, en personas ignorantes y supersticiosas.
Estos aparatos deberían servir, de acuerdo con estas personas, para asuntos
misteriosos, de brujería y de magia, de manera que cuando yo pasaba horas
enteras con un sextante tomando diferentes alturas del sol, al tiempo que un
ayudante miraba continuamente un cronómetro y contaba los segundos, es fácil
comprender que un negro o un indio se sorprendiesen; con frecuencia gentes de
ese país, no sólo de la clase inferior sino también caballeros blancos me hicieron
preguntas y aún me hicieron propuestas que probaban sus sospechas de que yo
estaba dedicado a prácticas sobrenaturales, cabalísticas.

Una noche en Anserma Nuevo, una muy vieja ciudad abandonada en el Valle del
Cauca, pasé algunas horas en un cementerio, tomando distancias de la luna a las
estrellas para obtener una longitud.

Un buen hombre me observaba durante este tiempo, con estupor. Debo confesar
que el sitio estaba muy bien escogido para acrecentar la curiosidad. Al día
siguiente, muy por la mañana, mi hombre llegó cargado de presentes: frutas,
huevos, gallinas, panes de maíz y después de los cumplidos de rigor, precedidos
de un signo de la cruz, ofreció llevarme a una de sus propiedades en donde sabía
que existía un tesoro enterrado, añadiendo que con mis “brujerías” descubriría
fácilmente el sitio preciso para encontrar el oro. Su sorpresa fue grande cuando le
expliqué que yo era incompetente para esa tarea.

No fue ésta la única vez en que recibí propuestas de este estilo; pero me sucedió
una historia realmente curiosa en la

Cordillera Central, la que separa el Valle del Cauca del valle del Río Grande de la
Magdalena.

Iba de noche de Supía a la población de Sonsón y me había adelantado en


compañía de mi secretario, señor John Lanz y de un negro que llevaba el
barómetro. Al llegar a uno de los picos más elevados de la montaña, ya en tierra
fría, nos sorprendió una tempestad con granizo, tan frecuentes en las regiones
ecuatoriales.

En un instante quedamos tan mojados que decidimos no seguir a Sonsón. Nos


refugiamos en unas casitas aisladas, para esperar mi equipaje. Nuestro primer
cuidado fue hacer prender un gran fuego para secarnos y luego acostarnos
envueltos en nuestros “ponchos”, ya más o menos secos. A la mañana siguiente,
en el momento de salir, el señor Lanz no pudo encontrar el chaleco; después de
buscarlo infructuosamente, resolvimos olvidarnos del asunto. Toda la familia que
nos había albergado (bella familia en realidad, compuesta por el padre, la madre y
dos estupendos muchachos) lamentaba la pérdida del chaleco al que Lanz le tenía

116

mucho cariño, especialmente por contener un portalápiz de oro, recuerdo de una
persona querida.

Los caballos estaban ensillados e íbamos a partir, cuando abrí el barómetro de


Fortin para tomar la altura de la estación. Con el instrumento montado me arrodillé
para subir el mercurio de la cubeta a la altura del índice y al levantarme leí la
división a la que correspondía la columna de mercurio. De acuerdo con mi
costumbre leía a media voz y anotaba luego las observaciones sobre mi cuaderno
de apuntes; los presentes abrían grandes ojos y creían que estaba cumpliendo un
acto de devoción al verme prosternado delante del instrumento. “Pues ¿qué dice?”
me preguntó el viejo mostrándome el barómetro. Le contesté sin vacilar: “dice que
Ud. robó el chaleco y el portalápiz de oro”. Toda la familia se dispersó y un
instante después la madre trajo los dos objetos perdidos, dándonos explicaciones
sin fin.

Dejé al negro encargado del barómetro y partimos al galope para Sonsón; al


encontrarnos con los oficiales de minas que me esperaban para organizar el
transporte de un material considerable a través de la Cordillera Central, Lanz soltó
una tremenda carcajada y no podía contener la risa al contar la aventura que
acabábamos de pasar.

Las dificultades que tuvimos que afrontar para establecer un servicio me obligaron
a permanecer largo tiempo en Sonsón. Los obstáculos que enfrentamos se
pueden juzgar por el hecho de que el transporte de un yunque, a brazo de
hombre, desde el Magdalena al Cauca, exigía de 2 a 3 semanas.

***

Una vez instalados en Caracas, montamos unos de nuestros barómetros para


continuar las observaciones horarias. Este fue el punto de partida de los estudios
sobre las variaciones barométricas diurnas que efectué a todas las alturas,
durante mi permanencia en la América meridional, observaciones reunidas y
discutidas en una memoria titulada: “Observaciones para fijar la altura media del
mercurio en el barómetro, a nivel del mar, a proximidad del ecuador.
Observaciones ejecutadas en las cordilleras sobre la variación barométrica
diurna”.

Bajo el ecuador las variaciones de la altura del mercurio en el barómetro son de


una regularidad sorprendente. Todos los días alcanzan su máximo entre 8 y 10 de
la mañana y su mínimo, hacia las 4 de la tarde. En seguida el mercurio sube, para
bajar hacia las 3 o 4 de la mañana y llegar de nuevo al máximo hacia las 9.

Las variaciones diurnas fueron descubiertas en Surinam, en 1722, probablemente


por un anónimo holandés. Godín, uno de los académicos enviados al Perú para
determinar la forma de la tierra, logró las mismas observaciones, en 1735, sin

117

tener conocimiento de las hechas en la Guayana holandesa. Fue seguramente el
botánico Celestino Mutis el primero que reconoció las variaciones nocturnas, como
yo lo establecí en una memoria; inclusive, aún tengo en mi poder la hoja del diario
sobre la cual Mutis consignó claramente su descubrimiento. Esta hoja había sido
arrancada de un registro que contenía 40 años de observaciones meteorológicas y
que logré salvar en Bogotá, de las manos de los cañoneros cuando iban a
utilizarlas en la confección de cartuchos.

Poco tiempo después de mi llegada a Caracas, le hice una visita al general


Sublete (sic) gobernador de Venezuela y le entregué una carta de Humboldt al
tiempo que lo informaba sobre el contrato suscrito con el gobierno de Colombia. El
general, hijo de un francés de Santo Domingo, era un hombre bien educado; me
acogió amablemente, me presentó a su hermana Mercedes, linda y graciosa
joven, quien mantenía un cigarro en su boca de labios de coral y bellos dientes de
marfil.

En Caracas fumaban todas las mujeres y debo añadir que con un


desenvolvimiento notable; en las reuniones sociales le ofrecían a Ud. el “tabaco”
que ellas mismas prendían, para testimoniarle su atención; si no era así, una
negra traía el fuego en un brasero de plata. La sociedad blanca, la aristocracia y
los criollos de Venezuela, recuerdan la sociedad española. Caracas es vecina de
la costa y las relaciones con las Antillas francesas e inglesas son continuas; por
todas partes se nota en las costumbres un barniz cosmopolita que no se ve en las
poblaciones del interior.

La abundancia de negros en Venezuela ha modificado, sin duda, la sangre azul de


Castilla: dos razas en contacto, aun cuando una abyecta en relación con la otra,
terminan siempre por mezclarse, primero entre los pobres y luego, si de este cruce
resultan mulatos atractivos, se extiende a la clase rica. En Caracas, varios
personajes que yo conocía, sin duda tenían mezcla de sangre, en lo cual jamás
ellos habrían convenido.

En cuanto a los venezolanos, sus relaciones son perfectamente agradables,


mientras se mantengan fuera de negocios de dinero. ¿Pero no es así en todas
partes?.

Las damas de Caracas, como todas las mujeres de buena sociedad de la América
española, son seductoras, aun cuando por lo general no tengan ninguna
instrucción. Saben leer y escribir, pero no conocen ningún libro, ni siguiera los
libros santos: su religión es una fe ciega.

En una tertulia las señoras saben hablar y lo hacen muy bien sobre ciertos temas;
los hombres, de acuerdo con lo que pude ver, forman dos categorías: los unos
tienen una instrucción literaria que con frecuencia proviene del extranjero; los
otros, que viven en sus tierras en medio de esclavos, son hombres hábiles, poco

118

interesantes, pero bondadosos y todos, tanto instruidos como ignorantes, tenían la
pasión del juego.

Exploré las condiciones geológicas del Valle de Chacao en los alrededores de


Caracas y es el mismo terreno de La Guayra: granito, neis y esquisto micáceo.
Lógicamente me fueron indicadas varias minas de oro abandonadas o que ya no
contenían nada de importancia. El Valle de Chacao está cerrado al este por la
cadena del litoral. De Caracas la vista alcanza la "Silla", cuyo perfil recuerda una
silla de montar: dos protuberancias separadas por una depresión.

Antes de Humboldt y Bonpland, nadie había llegado a la cumbre de la "Silla" y


después de ellos nadie había tratado de hacerlo. Sin embargo se afirmaba que en
el momento del temblor de tierra de 1812, se había abierto un volcán en la
montaña, cosa improbable; de todas maneras, el señor de Rivero y yo, decidimos
asegurarnos de ello, aun cuando no fuera sino para terminar con una aprensión
popular. Además el general Sublete (sic) deseaba que la "Silla" fuera explorada y
puso a nuestra disposición dos soldados, porque la cordillera del litoral era
frecuentada por peligrosos contrabandistas.

"Ascensión a la Silla de Caracas. Primera tentativa". -El 17 de diciembre de 1822,


a las 8 de la mañana, salimos de Caracas; teníamos como guías 2
contrabandistas de profesión; a las 10 de la mañana llegamos a la "hacienda", de
Avila, sobre neis a 985 metros de altura; la subida se volvió penosa pues a pesar
del viento de oeste, el calor era sofocante; un termómetro colocado sobre la hierba
seca marcaba de 40º a 45º. Vimos en el aire, a gran altura, una cantidad de
cuerpos blancuzcos que se elevaban con la velocidad de una flecha, llegaban a la
Silla y aún la pasaban; pronto se perdían de vista, luego descendían dando
vueltas a la manera de los volátiles que se encuentran en las altas regiones. Los
guías no nos podían dar el nombre de esos pájaros; algunos de esos cuerpos
cayeron cerca de nosotros y fue grande nuestra sorpresa al reconocer una planta
seca de la familia de las gramíneas que era elevada por una fuerte corriente de
aire ascendente, producida por el calentamiento del suelo.

A las 4 establecimos nuestro campamento a una altura de 1.972 metros. En una


olla donde cocinábamos arroz, el agua hervía a 92,5º. La noche nos pareció fría,
aun cuando la temperatura no bajó de 12,2º.

El 18 por la mañana el Valle de Chacao parecía un lago, lleno de nubes blancas


fuertemente iluminadas por el sol. A las 10 estábamos en el punto más alto de la
Sierra de Ávila. Las nubes habían desaparecido y podíamos ver, al sur, a Caracas
y el río Guayra; al norte el tinte oscuro del mar, contrastaba con la luz que
inundaba el valle; nos hallábamos encima de una profunda garganta, por la cual
corría un torrente ruidoso; esta hondonada nos separaba de la Silla. La altura del
pico de Ávila fue de 2.200 metros; el termómetro marcaba 14,8º y el higrómetro de
cabello 86º.

119

Nuestros guías confiaban en que llegaríamos a la Silla y avanzaban en dirección
NE; tuvimos que arrastrarnos, pues la pendiente era tan fuerte que no podíamos
mantenernos en pie. Llegados a un terreno completamente desnudo, fue imposible
dar un paso más y nos encontrábamos por encima de un espantoso precipicio.
Tuvimos que volver a ascender con grandes esfuerzos, la pendiente que
habíamos bajado con tanta dificultad. Al llegar al pico de Ávila, tomamos la
dirección de Caracas, después de un momento de descanso. Durante el descenso
yo iba adelante y me di cuenta que nuestra tropa no había seguido la dirección
que yo había tomado y me fue imposible reunirme con ellos; ¡me había perdido!
Disparé algunos tiros de fusil sin obtener respuesta. No me quedaba sino una
cosa por hacer: marchar hacia el valle y la forma mas segura para llegar allí era la
de seguir un río que corría a unos 20 metros más abajo.

Allí descendí con bastante dificultad; pronto el lecho se estrechó en tal forma que
tenía que caminar entre el agua, lo que me hizo pensar que si venía una creciente,
me arrastraría indudablemente, pero por fortuna el tiempo era muy bello. El
camino no era muy cómodo y pensé que por la altura en que me encontraba y la
poca distancia horizontal que me separaba del llano, el torrente debía descender
por una serie de cascadas, como realmente lo era. A cada instante me resbalaba
unos 2 metros para llegar al lecho inferior. Al llegar a un salto de cerca de 3
metros, donde el torrente caía en cascada a un pozo cuya profundidad yo no
podía apreciar, dudé en lanzarme, aun cuando no había posibilidad de hacerlo en
otra forma, pues el río iba tan encajado entre dos muros de granito que me habría
sido imposible salir y mi única guía era el agua. Coloqué mi carabina y mi
polvorera en una saliente y me dejé resbalar en más de 2 metros de agua;
después de esta calda llegué sin dificultad al otro lado.

Para recuperar mis armas tuve que hacer una nueva travesía y luego una segunda
caída al agua, después de lo cual logré salir felizmente de este mal paso y
continuar mi camino "húmedo"; tenía que llegar pronto porque carecía de víveres y
la perspectiva de pasar la noche en el lecho del torrente, mojado como estaba, no
me atraía, aun cuando el ejercicio que hacía al bajar de cascada en cascada, me
impedía sentir frío. Al tomar un descanso sentado sobre un bloque de granito vi en
un árbol un gran mono que se contorneaba curiosamente; le apunté con la
esperanza de hacerlo caer al fondo del torrente para poderme comer un pedazo si
me veía obligado a pasar la noche en la montaña; eran ya las 5 de la tarde y no
podía contar sino con una hora de luz. Infortunadamente la pólvora estaba mojada
y la carabina inutilizada. Continué por una hora mi ejercicio, cuando, con gran
satisfacción llegué a una toma de agua que se hallaba a mi derecha, la cual debía
llegar a una vivienda o a un molino; la seguí y me condujo a una gran construcción
abandonada y en minas; era un antiguo lazareto, hospital para leprosos.

El camino que de allí llevaba a Caracas era fácil y ¿por dónde no habría pasado
yo después de mi excursión acuática? A la carrera hice el camino que me
separaba de la ciudad, a donde llegué entre las 7 y las 8.

120

Encontré a mis compañeros muy inquietos por mi suerte. Cuando desaparecí
hicieron varias descargas para guiarme, pero no las oí como ellos tampoco oyeron
las mías.

Me acosté y mi ayudante, el marino inglés Johnston, me suministró un ponche tan


fuerte que después de haber dormido de un tirón, me desperté en buen estado de
salud.

Nuestra empresa había fracasado, pero nos quedaba la satisfacción de haber


determinado la altura de uno de los picos más elevados de la cadena del litoral, el
de Ávila.

"Ascensión a la Silla de Caracas. Segunda tentativa". -El 12 de enero de 1823


llevamos a cabo una nueva tentativa para llegar a la cumbre de la Silla, esta vez
coronada por el éxito.

El 11 pasamos la noche en Sabanagrande, en una plantación de cafetos y para la


cena nos prepararon tostadas, de pan con café; luego nos acostamos sobre unas
tablas; no pudimos dormir y pasamos la noche discutiendo si el insomnio se debía
al café o a la dureza de la cama.

Al despuntar el día dejamos a Sabanagrande; íbamos un guía y cinco personas,


quienes sin aliento, pronto nos abandonaron. A las nueve tomamos el desayuno
en un hermoso bosque de helechos arborescentes. A las 11 paramos en la Puerta
de la Silla, a una altura de 2.130 metros; el termómetro marcaba 11,8º en la
sombra. Esta vez habíamos seguido el verdadero camino de los contrabandistas.
La Puerta es una especie de puente que une la Sierra de Avila con los cerros
redondeados de la Silla. En el curso de nuestra primera ascensión y sin poder
alcanzarlo, habíamos visto este dique. El terreno por donde marchábamos, estaba
tapizado de arbustos resinosos, una especie de laureles de donde se saca el
incienso haciéndoles una incisión en la corteza. Caminamos por encima de unas
rocas cubiertas de líquenes y al dirigirnos hacia el primer cerro de la Silla,
seguimos la pista de un jaguar. A medio día paramos en la Ciénaga, pequeña
meseta fangosa donde nace un riachuelo cuya agua nos pareció glacial aun
cuando la temperatura fuera de 9,5º .Descansamos sobre un peñasco de granito,
la cabeza de la Ciénaga, a 2.473 metros de altura, temperatura 17,1º, higrómetro
64º.

De allí descendimos para remontar directamente hacia el pico occidental,


ascensión muy fatigante debido a la fuerte pendiente. Seguimos a lo largo de un
precipicio de una terrible profundidad y a las 2 de la tarde plantábamos el
barómetro sobre el cerro occidental, a 2.558 metros de altura. A la sombra, la
temperatura era 20,4º .

121

Bajamos a la depresión de la concavidad de la Silla y para atravesarla tuvimos que
abrir una trocha por un bosque de musáceas; después de muchas fatigas nos
sentamos en la base del cerro que nos faltaba por escalar, mientras que uno de
los guías iba a buscar una fuente de agua que no encontró. Nuestra provisión de
agua se había agotado y tuvimos que volver a tomar camino con la triste
perspectiva de sufrir sed. Nos quedaba por hacer el último esfuerzo y fue penoso;
ascendíamos tanto con las manos como con los pies, ya que era muy difícil
mantenerse recto sobre una hierba seca y resbalosa. A las 4 alcanzamos el punto
más elevado de la Silla, a pleno sol, sofocados por el calor y devorados por una
sed ardiente.

Del cerro oriental cubierto de gramíneas y de arbustos, la vista alcanza un


horizonte de 30 leguas de extensión máxima en dirección al mar; hacia el Sur, se
descubre el fértil Valle de Chacao con las bellas plantaciones del pueblo de Potare
y una parte de la ciudad de Caracas; pero la impresión dominante proviene de la
profundidad del precipicio sobre el cual uno se siente como suspendido.

La distancia horizontal al mar no es de más de una legua; así que del borde del
escarpe, al mirar las casas de Caraballeda, localizadas sobre la orilla, se imagina
uno estar sobre un acantilado vertical. Sin embargo esto es una ilusión: la
inclinación de esta pendiente abrupta es de 52º a 53º de acuerdo con una
estimación de Humboldt, inclinación considerable cuando se piensa que la
pendiente media de Tenerife es de 12,5º. "Un precipicio como el de la Silla, dice el
célebre viajero, es un fenómeno mucho más raro de lo que imaginan los que
recorren las montañas sin medir las alturas, las masas y las pendientes. Desde
que en varias partes de Europa se han vuelto a ocupar de la caída de los cuerpos
y de su desviación hacia el SE, se ha buscado inútilmente en todos los Alpes de
Suiza, un peñasco que tenga 250 toesas de altura perpendicular. El declive del
Monte Blanco hacia la avenida blanca ni siguiera llega a un ángulo de 45º, aunque
en la mayor parte de las obras de geología se le describa como cortado
verticalmente del lado sur".

Inmediatamente después de nuestra llegada sobre el cerro, abrí el barómetro. Al


pasar una hora la columna de mercurio se encontraba a 560,7 milímetros, la
temperatura a 12,8º y la del aire 9,6º. Esta observación daría una altura de 2.643
metros y en consecuencia el cerro oriental tendría una elevación de 85 metros
más que la occidental.

Para tomar la temperatura del aire en la sombra yo había colocado el termómetro


en un abrigo formado por 3 o 4 bloques de granito. La entrada estaba obstruida
por un arbusto parecido, por sus flores, a nuestro laurel-rosa y era evidentemente
la guarida de un jaguar como lo indicaban las osamentas que había en el suelo.

Mientras descansábamos nos cubrieron las manos unas abejitas velludas, las
angelitas, que Humboldt consideraba del grupo de las inclíponas.

122

La roca dominante entre las que se encuentran en la Silla, es el granito que
incluye frecuentemente feldespato alterado. En la cumbre, hacia el mar, se
encuentran masas considerables de caolín. Los enormes bloques de granito que
se encuentran sobre las pendientes y casi en el punto más alto de la sierra,
ofrecen el aspecto de rocas que hubieran sido rodadas; todos sus ángulos están
redondeados; por lo demás éste es un fenómeno que se puede observar
frecuentemente en las cumbres de las montañas graníticas.

El sol iba a desaparecer. Para bajar tomamos una dirección opuesta a aquella que
habíamos seguido al ascender, dirigiéndonos hacia el Este sobre un filo muy
estrecho. Tuvimos que franquear varios bloques de roca o rodearlos cuando por
sus dimensiones obstruían el paso; pronto fue posible avanzar hacia la llanura,
pero la noche era muy oscura -ya eran las 10 y resolvimos acostarnos a la
intemperie donde nos encontrábamos. Un guía permaneció con nosotros y los
demás, porque habíamos reclutado varios contrabandistas, atormentados de una
sed incrementada por nuestro ron, que habían tomado para calmarla, siguieron
caminando hasta el torrente de Toco, cuyos mugidos alcanzábamos a oír;
nosotros dormimos profundamente.

Al día siguiente, muy temprano, nos pusimos en camino y antes de que


despuntara el sol nos repusimos con el agua helada del Toco. Por mi parte y casi
de un tirón tomé 3/4 de litro y nunca me ha parecido más agradable una bebida
como ésta ni tampoco jamás he sentido la sed que sufrí en esta expedición.

Desayunamos en Chacao a donde nos habían enviado los caballos y a medio día
estábamos en Caracas, en donde recibimos numerosas felicitaciones.

La Silla de Caracas no era un volcán.

123

CAPÍTULO III

Valle de Aragua - Lago Tacarigua - Morro de San


Juan - Sitio de Puerto cabello- El general Páez- El
árbol de la vaca- Aguas termales de la cadena del
litoral.
Después de haber pasado 6 semanas en Caracas, tuve que ir al Valle de Aragua.
El general Sublete había informado de mi llegada al general Páez, quien sitiaba a
Puerto Cabello, ocupado por los españoles. Más adelante yo debía llevar a cabo
una nivelación barométrica hasta Santa Fe de Bogotá, verificar las medidas de la
ruta entre esta ciudad y Caracas, y además señalar los yacimientos de minas que
tuviera la ocasión de observar.

Esta encomienda demandaba tanto trabajo que saqué la conclusión de que no


alcanzaría a hacerlo todo y resolví hacer lo más conveniente para mí. ¡No rehusar
nunca una misión, cualquiera que sea, es una excelente máxima! A ese propósito
recibí de mi coronel, don José María Lanz, quien también fue mi maestro, una
lección de la cual he sacado mucho provecho.

Estaba en Bogotá ocupado con el mapa de Colombia, cuando el congreso


soberano decidió erigir en la plaza mayor de la capital, una estatua ecuestre en
platino, del general Bolívar, como un homenaje imperecedero de la nación al
hombre a quien debía su libertad.

Algunos días después recibí una nota de los ministerios dc Guerra y de Finanzas,
por medio de la cual se me designaba para dirigir todas las operaciones relativas a
la fundición y erección de tal estatua; la nota me había llegado por la vía
jerárquica, es decir por el coronel Lanz y yo tenía que contestarle al ministro de las
Finanzas.

Di respuesta en los mejores términos, diciendo que agradecía la misión que


habían tenido la amabilidad de confiarme, pero que no me podía hacer cargo de
ella porque la cantidad de platino necesaria era tan considerable (yo indicaba el
peso) que todas las minas de Colombia no podrían producirlo ni en un siglo,
terminando así por donde había debido comenzar, expliqué que el platino no se
podía fundir por los medios conocidos en estas artes y que no existía por lo tanto
posibilidad alguna de fundir una estatua con este metal.

Lanz me dijo que todo esto era exacto, pero que desde el punto de vista de vista
de mi posición, mi carta no tenía sentido común, puesto que probaba la ignorancia

124

del congreso y de los ministros, lo que no me perdonarían y menos aún por tener
yo la razón.

Así que me dijo: “Escriba; voy a dictarle la respuesta que debe enviar”; en ella
agradecía al ministro la confianza que mostraba en mis conocimientos para una
misión tan importante, añadiendo que no ahorraría ningún esfuerzo para que
tuviera éxito.

Antes de firmar, volví a decirle al coronel Lanz que ese éxito era imposible, puesto
que la fusión del platino era impracticable; “poco le importe”, me contestó; “usted
se compromete a hacer toda clase de esfuerzos; además Ud. sabe que jamás
encontrará suficiente metal para ello; tenga en cuenta que todo esto pasará y que
Ud. no habrá incomodado a nadie”.

Sucedió lo que Lanz había previsto: el ministro, encantado, me agradeció el


interés que había manifestado y el asunto se olvidó. Recibí en total 2 kilogramos
de mena de platino que sirvió para fabricar algunos aparatos en el laboratorio de
los ingenieros.

Escogimos como residencia a Maracay, población situada en la base de la


cordillera, por no encontrarse demasiado lejos de Puerto Cabello. Maracay es la
localidad más importante del Valle de Aragua. Nos hospedamos en una casa muy
confortable, propiedad de una viuda, situada en la plaza principal.

Gastamos 4 días, al paso de nuestras mulas, para llegar de Caracas a Maracay


pasando por lindos poblados como: Antimano, San Pedro, La Victoria, San Mateo,
Jurmero. Cerca de La Victoria se entra a los valles de Aragua, después de haber
cruzado unas colinas y es allí donde se atraviesa el río Aragua y cuyas aguas
desembocan en un mar interior de agua dulce, el Lago Valentín * o Tacarigua,
mientras el río del Tuy que acabábamos de dejar, corre hacia el mar de las
Antillas.

Entre Ternero y Maracay habíamos descansado a la sombra de un árbol famoso


en la región, el zamany ** (sic) del Gaira, una hermosa especie de las mimosas,
objeto de veneración por parte de los indios y cuyo enorme follaje, visto de lejos,
tiene el aspecto de un túmulo, o de una colina cubierta de espesa vegetación; la
bóveda vegetal formada por sus ramas puede cubrir un batallón formado en
columnas; la edad de este anciano del reino vegetal es desconocida. Los primeros
conquistadores de Venezuela lo encontraron probablemente en el estado en que
se encuentra hoy; antes de 1802 Humboldt había constatado que su ramaje
formaba una cima hemisférica de 187 metros de circunferencia y nosotros
verificamos esta medida en 1823. Las extremidades de sus ramas caen como un
paraguas hacia la tierra hasta una distancia de 4 a 5 metros.

125

Humboldt había caído en la cuenta “que el lado sur del árbol estaba enteramente
despojado de sus hojas por efecto de la sequía, mientras que el lado opuesto
tenía hojas y flores a la vez como tillanóceas, loranteas, la raqueta pilaherga y
otras plantas parásitas".

Nosotros constatamos que el zamany estaba enteramente cubierto de hojas que


eran más numerosas y más vigorosas al norte que al sur. Este coloso está aislado:
ninguna planta nace a sus alrededores; el terreno parece por lo demás poco fértil.
Se necesitaba una mimosa para prosperar en tal situación.

La riqueza y la diversidad de los cultivos de los valles de Aragua son motivo de


sorpresa para el viajero. El clima y la naturaleza del suelo permiten cultivar
simultáneamente los cereales de Europa y las plantas de las regiones cálidas de
los trópicos. Sobre las colinas se ven plantaciones de trigo a poca distancia de
cafetos, tabaco, cacao y añil.

La tierra es más fértil a medida que se eleva por encima del lago, de manera que
Maracay, o más bien los terrenos al sur de esa población, le sirven a las plantas
más exigentes. Se encuentran campos de añil de una extensión considerable y allí
fue donde presencié por primera vez la extracción del colorante.

También asistí varias veces a la recolección de la cosecha de café y de cacao.


Durante un día o dos que pasé en un cacaotal, tuve que soportar de la mañana a
la tarde un ruido ensordecedor; los frutos de cacao estaban maduros, comenzaba
la colecta y había que defenderse de un verdadero ejército de loros que trataba de
devorar el grano; el loro abre la pulpa azucarada de la vaina para retirar los
granos. El medio más eficaz para alejar a estos pajarracos es hacer ruido; disparar
no sería económico, lo mejor es tocar un tambor, así que bandadas de negritos
recorren las plantaciones, de la mañana a la noche, tamborileando y realmente es
el ruido lo que asusta a las aves.

En los valles del Aragua vi extraer la “bija” de los frutos espinosos del árbol
conocido como achiote.

El lago Tacarigua contribuye, sin duda, a la fertilidad de los valles del Aragua por
la humedad que sus aguas con una temperatura de 24º, evaporan en la
atmósfera. Sin esta masa de agua, los vientos muy cálidos y secos de los llanos,
arruinarían la vegetación.

El viento del Norte viene del mar después de haber pasado sobre los bosques de
la cordillera del litoral, lo cual produce excelentes condiciones para mantener el
aire en un estado higrométrico conveniente.

Las observaciones mostraron en Maracay:

126

Para temperatura media 25,5º

Para temperatura máxima 30,5º

Para temperatura mínima 20,6º

El higrómetro de cabello se mantuvo entre 40º y 95º.

La altura sobre el nivel del océano fue de 434 metros y por encima del nivel del
lago de 410 metros.

En Maracay la pendiente del suelo, va hacia el Suroeste. Las aguas son detenidas
por las montañas de Guacamaya y de Yuma, que constituyen el lado meridional
del lago y forman casi un acantilado. Hacia el Norte hay una amplia playa muy
fértil y poblada. La pendiente es tan suave que una disminución de 1 o 2
decímetros en el nivel de las aguas del lago, descubre una superficie extensa de
tierra, cubierta de un rico limo. Cuando la retirada de las aguas parece ser
permanente, los ribereños se apresuran a plantar tabaco, algodón y añil sobre el
terreno descubierto.

El coronel Codazzi calcula en 80 leguas cuadradas la superficie del terreno cuyas


aguas llegan al lago por 22 ríos. Este lago tiene 22 islas de las cuales la mayor es
la del Burro, en donde afloran el neis y el granito de la cadena del litoral.

El largo del lago de Tacarigua, desde Guaruto hasta la desembocadura del río de
los Guayos, es de 51 kilómetros de E a O. La mayor profundidad de acuerdo con
los sondeos llevados a cabo por don Antonio Mazano, sería de 65 metros y la
profundidad promedio no sería superior a los 21 metros.

El lago tiene muchos peces y el señor de Rivero y yo nos tomamos muchas


molestias para conseguir algunos de ellos, lo mismo que un pequeño cocodrilo
(babilla)suficientemente atrevido como para acercarse a los bañistas. En el
momento en que una babilla salía del agua para respirar, un campesino que nos
acompañaba en la pesca le abrió la cabeza de un machetazo. La babilla ya muerta
y salada fue puesta en una caja: medía 1,83 metros de la nariz a la cola. Los
pescados envueltos en telas, se depositaron dentro de un barril lleno de ron y esa
colección fue embarcada con dirección al Museo de Historia Natural, en un navío
holandés.

Desgraciadamente no llegó a su destino, lo que es de lamentar porque no existe


ningún pescado del Lago de Tacarigua en las colecciones europeas.

El agua del lago es potable, pero demasiado caliente para ser agradable al
beberla: contiene pequeñas cantidades de carbonato de sodio y trazas de nitrato.

127

La casa que habitábamos en Maracay era espaciosa: cuatro lados formaban un
cuadrado y en el centro del patio un espléndido cocotero. Nuestros instrumentos
fueron instalados perfectamente y durante algunos días y podría decir que algunas
noches, despertamos la curiosidad y posiblemente el temor de nuestros
huéspedes, por la asiduidad de nuestras observaciones. De resto, nos trataban
como si fuéramos parte de la familia.

La viuda, de cuyo nombre siento no acordarme, pues recuerdo con gratitud sus
atenciones, poseía una buena fortuna: tierras y esclavos. La intimidad que nos
brindó prontamente, me permitió observar la manera de vivir de las criollas
americanas.

Había dos jóvenes encantadoras: una de tez morena y la otra casi rubia. Estas
señoritas pasaban sus días afuera, bajo un vestíbulo, sentadas en sillones de
espaldar muy inclinado, o a la manera de los orientales, sobre un diván, en las
habitaciones donde casi no entraba la luz; una negrita, sentada a sus pies sobre
un tapete, les acercaba los objetos que necesitaran, para evitarles el menor
movimiento: lo más frecuente era fuego para prender sus cigarros, porque su
principal ocupación era fumar y lo hacían con una gracia muy particular, lanzando
de cuando en cuando un salivazo, con una destreza increíble que les permitía
describir una parábola siempre igual, por encima de la cabeza del visitante.
Practicando perseverantemente, ¡jamás logré impulsar mi saliva en una trayectoria
tan perfecta!.

Algunas veces yo leía a la señorita Rafaela, la rubia, un pasaje del Don Quijote de
la Mancha para aprender a pronunciar el español. Era la primer vez que estas
jovencitas habían oído hablar de Cervantes; su ignorancia era absoluta. No había
un solo libro en la casa, ni siquiera un libro de misa, a la que se asistía con un
rosario, después de haberse cubierto con la mantilla de seda negra, bordeada de
ricos encajes, atavío sin el cual una mujer blanca, de sangre noble, no se habría
atrevido a presentarse en la casa del Señor; la salida para la iglesia es bastante
solemne. La señorita, muy atractivamente arreglada, marcha lentamente, seguida
de una negra, quien lleva un lindo tapete de bellos colores, sobre el cual la dama
se colocará para oír la misa; la habitual abulia de una joven criolla se interrumpe a
veces por un rayo de vivacidad que puede ser un signo de impaciencia o de
contrariedad.

Admirando un día la bonita mano de Rafaelita, vi, no sin sorpresa, que el dedo
meñique estaba contrahecho. La joven

me dijo: “fue por pegarle a la negra en la cabeza y la cabeza de los negros es muy
dura”. Estas palabras hicieron que la negrita se riera y mostrando sus dientes
blancos y haciendo una señal afirmativa, parecía decir: “¡es verdad, bien hecho!”.

128

Teníamos una comida excelente; nos sentábamos a la mesa solo servidos por una
mestiza de indio o zamba; nos traían carne de res, gallinas, rara vez legumbres
verdes, unas alverjas amarillas, garbanzos y una gran cantidad de confituras
deliciosas. Como bebida, agua fresca y limpia, caldos o chocolate, siguiendo la
moda oriental. Las señoras comían aparte, nosotros nunca las vimos ni almorzar
ni cenar; solamente el chocolate y el café se tomaban en sociedad y era una
ocasión para reunirse. Yo supongo que la base de la alimentación de las señoras
de Maracay consiste en platos dulces. Lo que un habitante de Venezuela
consumía en azúcar en esa época era increíble: carne y azúcar, con un bizcocho
de maíz (arepa) que reemplazaba generalmente el pan. En cuanto a los negros se
les alimentaba de bananos, de carne gorda y de melaza o de panela. Las damas
de la aristocracia y puedo decir que también los hombres, tomaban una
alimentación insuficiente, así que la anemia era general.

La monotonía de la vida de las damas no cesaba ni con el matrimonio. Los


maridos vivían afuera y la maternidad no preocupaba mucho a las mujeres. El
niño, desde su nacimiento, era enviado a una nodriza negra, generalmente
provista de un formidable aparato mamario. Una gran abundancia de leche y una
alegría desbordante hacen de las negras unas nodrizas maravillosas, en forma tal
que sus hijos de leche son unas verdaderas bellezas. Sin ninguna duda, durante
su lactancia, es cuando el habitante de las regiones calientes de América del Sur,
recibe la mejor alimentación.

Por las tardes teníamos visitantes que querían mirar el planeta Júpiter y sus
satélites, sus pequeñas lunas y la Luna con sus montañas, a través de nuestro
telescopio: éste era un espectáculo nuevo para estas buenas gentes. Nosotros
poníamos mucho de nuestra parte para mostrarles a ellos estas curiosidades que
Rivero les explicaba ¡y en qué forma! No solamente veían en la luna montañas,
volcanes, ríos y lagos, sino también había hombres y mujeres... cristianos, “todos
bautizados” gritaba Johnston, nuestro negro, “todos bautizados” y añadía en
francés cuando yo lo reprendía: “eso les da gusto, que los habitantes de la luna
sean católicos”.

Nuestras veladas astronómicas tuvieron gran éxito: venían desde lejos para asistir
a ellas; una noche, a las 10, apareció el general Páez con dos ayudantes de
campo para admirar “las lunitas” de Júpiter y las montañas de la Luna. El general
venía del frente de Puerto Cabello, para visitar a su madre, a quien él adoraba; yo
esperaba un bribón, un cabecilla de cosacos, cuya lanza había matado tantos
españoles, y tenía delante de mí un fino caballero, de bonita figura y una
fisonomía muy suave, de talla media muy equilibrada y de una soltura de
movimientos impresionantes; me dio un abrazo que no terminaba, añadiendo que
contaba conmigo, pues nos volveríamos a encontrar en Valencia antes de 15 días
—esto era una orden— y que al día siguiente debía yo ir a cenar con él al ingenio
de azúcar.

129

Páez, cuyo nombre será célebre en la guerra de la Independencia, era
mayordomo de un hato de los llanos de Apure, cuando siendo muy joven tomó la
lanza para combatir a los españoles. En 1818, durante la expedición del general
Morillo, se distinguió por gran valor, fue la admiración del ejército y llegó a ser
rápidamente un oficial que prestó los más grandes servicios. General a la cabeza
de varios escuadrones de lanceros que él había organizado, hizo la campaña
mientras Bolívar, vencido por Morillo, fue obligado a huir a jamaica, diciendo que
“la patria acababa morir en sus brazos”. Como guerrillero, Páez no se dejó
agarrar. Perseguidos por fuerzas superiores, sus escuadrones desaparecían como
por encanto, luego se volvían a formar y cuando él juzgaba el momento oportuno,
atacaban al enemigo y lo masacraban. Las tropas españolas, incapaces de resistir
el clima de las estepas, abandonaron los llanos para penetrar en las cordilleras;
fue entonces cuando Páez organizó su caballería, la cual en el curso de la
campaña de Bolívar, contribuyó a la destrucción completa del cuerpo
expedicionario comandado por Morillo.

En la batalla de Carabobo, la infantería española formada en cuadro fue


despedazada por los llaneros y obligada a retirarse a Puerto Cabello, después de
haber tenido grandes pérdidas. A pesar de los consejos que se le daban y de la
asesoría de excelentes oficiales de caballería venidos de Francia e Inglaterra,
Páez no quiso jamás cambiar, ni siquiera modificar el armamento y la manera de
combatir de sus llaneros. Varios escuadrones de lanceros de élite habían sido
uniformados y armados con equipos traídos de Europa; era verdaderamente una
hermosa tropa; pero el día del combate, los brillantes uniformes eran guardados y
el llanero volvía a usar su silla hecha de un pedazo de cuero, sus estribos de
madera en los que no podía introducir sino el dedo gordo del pie y su lanza, cuyo
hierro estaba amarrado a la madera por una tira de cuero de res.

Había que ver a Páez cargar a la cabeza de sus llaneros, todos tendidos sobre
sus caballos. El hombre desaparecía y quedaba solamente una bestia de cuyos
flancos salía una lanza formidable que iba derecho al enemigo. En el centro de
una acción Páez era el primero y el más intrépido de los lanceros. No daba
órdenes, iba hacia adelante y se le seguía; la espuma brotaba de su boca y con
frecuencia, en medio de una carnicería, caía

víctima de un ataque de epilepsia. Después de la acción se encontraba al general


en manos del médico, tomando la medicina que él prefería y que siempre llevaba
consigo: ¡qué medicina! Un veneno terrible, del cual hablaré más adelante, “el
curare” en dosis capaces de matar a 50 personas si hubiera sido introducido en la
circulación de la sangre, pero que se podía tomar sin peligro por vía interna.

Por invitación del general Páez fui a su hacienda. La asistencia de los dos sexos
era numerosa; las caras eran de todos los tintes imaginables, desde el negro
hasta el blanco; las mujeres eran de todos los colores, con cabellos pasablemente
crespos. Páez me recibió muy amablemente, pero con la timidez que le era

130

habitual. Había adquirido cierta educación, escribía bien, hablaba un poco de
francés y sabía algo de música. Se había convertido en un hombre de mundo
gracias al contacto con los oficiales extranjeros, de quien le gustaba rodearse y en
verdad no habría estado fuera de lugar en ninguna parte. Hace tiempo hice yo esa
observación: es raro que un hombre que tenga una aptitud excepcional para
algunas cosas, siga siendo un sujeto ordinario para las cosas distintas a dicha
aptitud.

La comida fue tan alegre como singular. La mesa estaba puesta en una gran sala,
pero no había sillas para todos los invitados; pensé que las damas se sentarían
antes que los hombres, quienes comerían después. Fue muy distinto; se decidió
que cada caballero sentaría una mujer sobre sus rodillas y ellas, como marca de
favor, debían designar su asiento. Fui ocupado por una mulata de edad razonable
y por consiguiente bien acolchonada abajo, para que los huesos no hirieran el
asiento. Pronto hizo un tanto de calor, teniendo en cuenta que la temperatura era
de 29º y que además, para la estabilidad de la pareja, la silla debía rodear la dama
con sus brazos. ¿Cómo comer cuando los brazos están ocupados a -manera de
cincha? Era una sola carcajada de una punta de la mesa hasta la otra y todo salió
bien.

El bello sexo, no importa su color, es siempre ingenioso y mis brazos no


necesitaron retirarse de su sitio ya que mi mulata me daba de comer durante todo
el tiempo, me colocaba en la boca los pedazos más delicados y me hacía beber
en su vaso de ron, ciertamente un poco fuerte; me daban los alimentos como si
fuera manco. Fuera de esto, la comida era homérica: delante de los convidados se
apilaban enormes pedazos de res y yo nunca he comido unos asados tan buenos
como los que preparaban los llaneros. El general nos había atendido con un
entreverado: “como decía un oficial negro, carne que ningún carnicero había
dañado”. La cocina estaba armada en el patio y el novillo muerto, sin haber sido
despellejado, estaba puesto en vara; luego, cuando el exterior se consideraba a
punto, un llanero cortaba una larga tajada de algunos centímetros de espesor y
que por consiguiente tenía carne asada en todos los grados, desde quemada
hasta sanguinolenta.

Yo imagino que un asiento se siente contento cuando se levanta la persona que lo


ocupa: fue ese el sentimiento de satisfacción que tuve al final de la comida.

Al caer la noche tomé de nuevo el camino de Maracay y al día siguiente creí mi


deber hacer una visita a la señora de Páez que había regresado con nosotros
desde su hacienda. Se decía en voz baja que no era la señora legítima del
general. Fue muy cortés y durante la conversación sacó de su bolsillo una cajita
de oro que creí fuera una tabaquera. De la caja abierta y con la ayuda de una
espátula sacó la señora una sustancia negra y gelatinosa que nos ofreció
diciendo: “¿Quiere tomar de mi vicio?” Probé y le encontré a esta sustancia un
atroz sabor de pipa curada; era “chimó”, extracto de tabaco con carbonato de soda

131

que las señoras de los llanos de Apure se meten entre la boca para masticar a
manera de betel. El primer inconveniente que tiene esta droga, es el de colorear
los dientes de negro; el segundo, el de provocar una fuerte salivación y una vez
tomada la costumbre de hacerlo, es difícil dejar de usar chimó.

Existen dos fuentes termales en las cercanías de Maracay, las cuales visitamos
sucesivamente. Se encuentran al norte, al pie de una ramificación de la cadena
del litoral. Al subir el río Maracay, se encuentra la fuente de Onoto, que brota del
granito y el neis; el agua es casi pura, ligeramente sulfurosa y alcalina y su
temperatura es de 44,5º. El termómetro marcaba 31,3º y la altura de la fuente es
de 700 metros.

La fuente termal de Mariaro es más caliente. Para llegar allí se atraviesa el río
Tapatapa cerca del puente donde entra en el lago Tacarigua, a la extremidad
oriental, no lejos del fuerte del Cabrero, que protege un desfiladero que va hacia
Valencia. Allí encontramos a un pobre oficial alemán que había perdido una pierna
en los últimos sucesos de los valles de Aragua.

Los baños de Mariaro se hallan en la hacienda de San Buenaventura, a


566 metros de altura. El agua procede de varias fuentes y la más caliente tiene
una temperatura de 64º con un olor de ácido sulfhídrico, olor que desaparece por
enfriamiento. Las fuentes brotan del granito y del neis, como en Onoto, de manera
que no contiene sino muy pocas materias fijas; deja sobre la roca un depósito de
silicio.

Desde la plataforma del fortín del Cabrero, a donde subimos al regreso, se ve el


lago de Tacarigua en toda su extensión y la más hermosa parte de los valles de
Aragua.

El tiempo era magnífico y la vista alcanzaba un panorama admirable. Al norte, la


sierra del Mariaro, con sus escarpadas masas graníticas, que aparecían aquí y
allá en medio dc un bosque impenetrable. Al sur, primero las montañas de
Guacamaya, de Yuma y más lejos, las cimas de la cadena del Galora, límite de los
llanos que recorren los ríos tributarios del Orinoco. Las montañas del sur excitaban
mi curiosidad al más alto punto. ¿Cuál era su constitución geológica? El neis y el
granito que nos acompañaban desde que habíamos llegado a América, ¿llegarían
hasta allá? Después de 2 o 3 días de descanso, tomamos la ruta de Cura, ciudad
situada a orillas del río Tucutumano, uno de los afluentes del Apure.

En primer lugar pasamos por los Mamoncitos y Camburi, fundaciones a orillas del
lago, en donde se cosecha el tabaco y se utilizan los ríos Turmero y Aragua para
irrigación. Salimos a las 4 de la tarde de Maracay y llegamos a Cura a las 9 de la
noche.

132

Después de la puesta del sol, fuimos testigos de un espectáculo curioso: sobre las
cimas y desfiladeros de las montañas aparecían súbitamente líneas de fuego de
una vivacidad extrema, que se extendían en todas las direcciones y dejaban a su
paso una luz roja que se apagaba gradualmente. Se quemaba la hierba seca de
los pajonales, nombre que designa grandes extensiones de terreno cubiertas de
gramíneas, en donde apacienta el ganado. El incendio se propagaba rápidamente
por pavesas que transportaba el viento.

La combustión de hierba seca es el único medio de revivificar las praderas


inmediatamente después del incendio, el suelo se ve negro y algún tiempo
después, por efectos del rocío siempre abundante, la tierra se cubre nuevamente
de verdura. Era la primera vez que yo veía una quema. Más tarde, en las llanuras
del Meta y de Casanare, corrí algún peligro debido a la combustión de hierba seca
y fuimos obligados a huir a toda la velocidad de nuestros caballos, durante cerca
de dos horas, delante de un río de llamas que parecía perseguiros
encarnizadamente y que algunas veces nos alcanzaba y del cual sólo podíamos
escapar cambiando la dirección de nuestra carrera desenfrenada. Los hombres de
a pie, que rara vez se ven en los llanos, pues la vida transcurre a caballo, no
habrían podido escapar de este peligro.

El alcalde de Cura, ante quien nos presentamos para conseguir alojamiento, nos
ofreció una hospitalidad cordial. La ciudad, arruinada por la guerra, tenía apenas
4.000 habitantes; el calor era más fuerte que en Maracay y el termómetro se
mantenía entre 27º y 28º.

Fuimos llevados a una mina de cobre abandonada: vi que había oxídulo de cobre
en una serpentina en relación con un neis; todavía era terreno perteneciente a la
cadena del Litoral. En los escombros, sacados de una galería, encontré muestras
de un bello ópalo.

De una fuente que salía de la serpentina, descubrimos los morros del San Juan,
de curioso aspecto: montañas como sierras que se proyectaban sobre el azul del
cielo como una madrépora gigantesca.

De regreso a Cura pude fijar su latitud al tomar una altura meridiana de Canopus.
Ya me había familiarizado con esta parte de la esfera celeste invisible en Europa.
¡Cuántas veces contemplé las brillantes estrellas del hemisferio austral! Mi
admiración se dirigía especialmente a la constelación de “La Cruz del Sur”, cuya
situación más o menos inclinada, indica las horas de la noche a quien camina en
el desierto.

El 18 de febrero iba a ser para mí un día de fiesta: conocería los morros de San
Juan, famosos en la comarca por las supersticiones que existían sobre ellos. Se
creía que estaban habitados por el espíritu maligno, por lo cual todos se les
acercaban temblando. Con gran frecuencia en el curso de mis excursiones y de mi

133

existencia de filibustero, me he puesto a buscar el diablo, que no he encontrado
nunca, sino al pie mío, en la persona de un corregidor o de un alcalde o, sobre
todo, de un monje.

Iba a montar a caballo, cuando, una muchacha me entregó una cruz de plata gue
me colgó al cuello y su madre me dio una pequeña imagen de plomo de Nuestra
Señora de los Valencianos y el viejo papá me regaló una calabaza llena de agua
bendita; dulces e ingenuas creencias que siempre hay que respetar cuando son
sinceras.

Así acorazado, no tenía nada que temer; de todas maneras mi asistente Johnston
creyó su deber limpiar las armas, ya que se había señalado la presencia de
malhechores en la región.

Nos pusimos en camino bien temprano y paramos a alguna distancia de Cura,


para ver los trabajos ejecutados por mineros mexicanos que habían buscado
cobre labores abandonadas hacia mucho tiempo.

Ya de noche, entramos en el pueblo de San Juan, cuya altitud de 265 metros es


inferior a la de Cura.

El 19 de febrero, en camino hacia los Morros, vimos un pantano formado por una
fuente caliente que manaba ácido sulfúrico. El agua tenía una temperatura de
34,4º y al percibir el fétido olor, nuestros guías nos hicieron observar que el “coco”
(diablo) no debía encontrarse lejos.

Nos acercábamos a los Morros y se veían bloques calcáreos dispersos por el


suelo. Después de haber atravesado el río San Juan, la marcha continuó sobre
una roca de un verde profundo, fácil de confundir con “grünstein”.

Al llegar a un bosque tuvimos que desmontarnos pues, además de las dificultades


que los árboles oponían al paso de los caballos, el terreno estaba cubierto de
bloques de un calcáreo compacto amarillo pálido, con venas de cristales de cal
carbonatada. Nos detuvimos para descansar a la entrada de una abertura que
recordaba la puerta ojival de un monumento gótico y que daba acceso al interior
de la montaña. Hacía mucho calor y la marcha a través del bosque nos había

puesto en un estado de cansancio que nos obligó a reposar. Nos habíamos


adormecido cuando oímos que salían de la gruta sonidos armoniosos parecidos al
tintineo de varias campanas. Los guías, que habían regresado, se alejaron
tratando de llevarme con ellos, lo que no hice. Al entrar a la gruta bajé por una
pendiente muy suave y a medida que avanzaba, las dimensiones de la caverna
aumentaban. Largas y fuertes estalactitas bajaban de la bóveda y daban a este
interior el aspecto de una cripta del siglo XIII. La luz, al penetrar por estrechas
fisuras, producía un claro-oscuro que ayudaba a la ilusión. El sonido de las

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campanas aumentaba en intensidad y pronto descubrí la causa: era mi ayudante
negro que golpeaba la extremidad de las estalactitas con un pedazo de roca
calcárea; procedí a hacerlo yo también y entre los dos produjimos un carillón tan
ruidoso como poco armonioso; una de las estalactitas daba un “la” que habría
hecho las delicias de un fabricante de campanas.

Desde la abertura de la gruta llamé a nuestros guías y disparé con mi pistola para
llamar su atención; las bóvedas de la “iglesia” repercutían el ruido de las
explosiones en ecos prolongados, pero ninguna voz respondía desde el bosque.
Al salir, encontré a nuestras gentes a buena distancia de los Morros y al
explicarles que el único “diablo” que había encontrado era el negro Johnston,
quien tocaba todavía las campanas, logré convencerlos de que entraran conmigo
y dimos principio a la exploración de esos extraños subterráneos.

La primera caverna, a la que dimos el nombre de La Iglesia, presenta largas


grietas laterales, especie de corredores que llegan a otras cavidades; exploramos
cinco de éstas con estalactitas, y la primera que penetramos está a un nivel más
alto que las otras. En seguida entramos en una tercera caverna, grande y muy
alta, con columnas suspendidas; para nosotros

representaba “la catedral”; es la más espaciosa de todas y allí ejecutamos un


concierto formidable. La nota cambiaba de acuerdo al espesor de la pieza con la
que golpeábamos, de manera que para determinar las vibraciones de la columna
con fragmentos de piedra de menor volumen, el sonido se debilitaba gradualmente
hasta llegar a simular el lejano tañido de una campana. Que yo sepa, nadie hasta
ahora ha mencionado la sonoridad metálica de las estalactitas de las cavernas. Es
cierto que posiblemente no se hayan encontrado columnas calcáreas
suspendidas, tan largas y voluminosas como son las de los cerros de San Juan.

Estos vastos subterráneos cuya entrada está escondida por un espeso bosque,
tienen un aspecto misterioso. Parece que hubiesen sido habitados y servido como
refugio a los indios, antes de la conquista española, puesto que parece que se han
descubierto allí armas y osamentas.

Al examinar con atención las paredes de estas cavernas no vi ningún indicio de


inscripciones ni de dibujos; lo único que observé, parecido al trabajo de un
hombre, son dos cavidades hemisféricas, talladas en la roca calcárea; estaban
colocadas en el corredor entre las dos primeras cavernas un poco más allá, en la
cavidad de la roca, había un tallado que daba una buena impresión de un asiento,
pero no encontré ningún vestigio de osamenta o de instrumentos. El piso de estas
grutas es bastante parejo; no se ven allí las estalagmitas correspondientes a las
estalactitas terminadas en punta, como se observan en otras cavernas. Las
columnas suspendidas llegan a distancias más o menos alejadas del piso y yo no
vi ninguna que llegara hasta el suelo. Por lo demás, estas rocas descendentes

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estaban perfectamente secas; consistían en un calcáreo de un blanco ligeramente
amarilloso, cristalino, que mostraba aquí y allá, laminillas brillantes.

Lo que me pareció sorprendente fue que las grutas de los Morros no sirvieran de
guarida a los pájaros nocturnos; por lo menos yo no encontré excrementos; si los
guácharos o los murciélagos hubieran establecido allí su residencia diurna,
indudablemente los habríamos encontrado. También hay que tener en cuenta que
los árboles que crecen en la base de los Morros, impiden el acceso al subterráneo.

Al recorrer el lecho del río San Juan uno se puede formar la idea de la situación
geológica de la curiosa montaña cuyo interior acabábamos de visitar.

De Cura a San Juan, el terreno dominante está constituido por cuarzo que
contiene aglomeraciones de serpentinas metalíferas; a partir de esta población, el
“grünstein” reemplaza a la serpentina: es una roca de cristales de anfibol bien
aparentes; más al sur una roca esquistosa que contenía bancos delgados de un
calcáreo negro sustituía la “grünstein”. Al avanzar un poco más hacia el Sur
aparece una roca negra especie de diorita, con cristales de piroxeno: estos
cristales se encuentran alterados en algunos puntos, formando un caolín
piroxénico.

Las rocas que acabo de mencionar pertenecen a una cadena de colinas como lo
es todo el monte de La Galera; esa es la cadena que limita con los llanos: los
Morros se encuentran más allá y son montañas aisladas y por su naturaleza y el
contacto con el piroxeno alterado y sobre todo por su aspecto hinchado recuerdan
las masas no estratificadas de dolomita del Tirol, tan bien descritas por Leopoldo
de Buch; solamente anoto que las “recuerdan” porque no tienen nada en común
con ellas por no contener magnesio.

Después de haber contemplado las inmensas cavernas de los Morros, no pude


dejar de hacerme esta pregunta: ¿Cómo es posible que un hecho geológico tan
importante se le haya escapado a Humboldt, quien conoció muy bien a Cura, San
Juan y sus Morros ya que los describe exacta y detalladamente?.

El 20 de febrero estábamos de regreso en Maracay, después de haber visitado


una plantación de caña de azúcar, en donde encontramos el curioso espectáculo
de un mulato que cortaba un cuero de res para sacar lazos: el operador cortaba
con un cuchillo muy afilado una tira de 1 centímetro de ancho, en círculo,
avanzando del centro hacia la circunferencia; este círculo podría tener 1,50 metros
de diámetro y el mulato pretendía poder obtener una correa enteriza de una
longitud de 176 metros. Estos lazos se usan en toda América meridional y antes
de utilizarlos los mojan para que así inflados y blandos sirvan para atar. Al
secarse, la piel se contrae y los objetos permanecen sólidamente amarrados. Yo
no creo que haya un mejor medio para fijar una arma cortante a su mango, como
las lanzas, ya que esta ligadura no sostiene mientras esté húmeda, pero puesta al

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sol, le gana a cualquier otro procedimiento utilizado para ligar el hierro y la
madera. Estas tiras de piel acaban de ser introducidas en Europa y seguramente
serán utilizadas en las minas.

En Maracay encontramos un nuevo huésped en la casa: era un raro animal, un


perezoso, que un negro había encontrado sobre un guarumo; era una bestia
curiosa cuyas patas terminaban en una uña en garfio, con una cabeza un tanto
triangular, ojos embotados, longitud de 70 cms. Su pelo era corto y de color pardo
y ¡qué movimientos tan lentos! Al acercarme para pesarlo me asió la nariz (sic) y
yo lo dejé que lo hiciera y creo que habría necesitado dos o tres horas para llegar
a la altura de mis hombros. Es un animal que come hojas, vive en los árboles de
donde se deja caer para evitarse el trabajo de bajar. Su corazón batía tan
lentamente que se podía dudar de que lo tuviese; es imposible excitarlo o
asustarlo y debe vivir mucho tiempo: es la ostra de los bosques. Conozco algunas
personas que se parecen a mi perezoso.

Habla pasado un mes en Maracay en la forma más agradable e instructiva: todo


un mes de felicidad deja un rastro en la vida. Me había familiarizado con las
culturas de las regiones equinocciales y comenzaba a pronunciar pasablemente el
español, gracias a la señorita Rafaela, quien para sus lecciones aplicaba el
método adoptado para la educación de los loros: pronunciaba una palabra y yo me
esforzaba por repetirla, vibrante y sonora, como la oía salir de su linda boca.

Continuaba el sitio de Puerto Cabello, o más bien el bloqueo. Yo debía reunirme


con el cuartel general en Nueva Valencia, así que nos despedimos de nuestros
amigos. Un joven mulato, el doctor Orta, quien se había hecho muy amigo nuestro,
quiso de todas maneras acompañarnos hasta Bogotá. Era un ser de una vivacidad
increíble, un entusiasta de la Revolución francesa, que sabía, pero mal, un montón
de cosas. Su compañía no era de desdeñar debido a su profesión, pues había
servido como médico militar, además de ser un agradable compañero; como era
tan pobre como Job, no gastó mucho tiempo en sus preparativos de viaje y
cuando le confiamos un estuche con instrumentos de cirugía, procedentes de los
talleres de Charrier, lo hicimos el más feliz de los mortales.

Después de haber dado un abrazo a las amables damas que nos habían acogido,
montamos a caballo y a las 10 salimos de Maracay para no regresar allí. La noche
nos sorprendió más allá del pueblo de Guaraca. Un jinete, seguido de un lancero,
pasó cerca de nosotros como un rayo; era el general Páez que iba a Maracay
donde su madre acababa de morir.

En el bosque, por donde nos habíamos metido, nos sorprendió


desagradablemente y nos obligó a parar un grito de: “¿Quién vive?” ¿Qué
contestar? ¿Sería una patrulla española, como las que frecuentemente salían a
robar comestibles, ya que los víveres escaseaban en la plaza? Sería, al contrario,
una patrulla colombiana? Éramos cuatro y bien armados y no se me podía ocurrir

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que un hombre solo tuviera la pretensión de arrestarnos: así que recomendé
silencio. Al tercer requerimiento oímos un disparo de fusil; la bala, que oí silbar
cerca de nosotros, no hirió a nadie. “Bueno, pensé, está solo: una patrulla habría
hecho una descarga” . En un instante alcanzamos un soldado que estaba ocupado
en recargar su arma; era un granadero que se dirigía al cuartel de Valencia y su
estado de beodez explicaba por qué, en lugar de disimularse en el bosque, había
hecho fuego sobre una fuerza superior. Después de haberlo desarmado, lo
obligamos a seguirnos y al llegar a Valencia le devolvimos su fusil. Cuando
entramos a la ciudad, era muy tarde y nos costó trabajo despertar a alguna de las
autoridades. Estábamos muy cansados, habíamos cabalgado 16 o 17 horas,
dormimos sin haber comido, en una sala de guardias. Un alcalde que se levantó
con el sol, nos llevó a una casa absolutamente vacía en donde fuimos recibidos
por una señora de edad, muy distinguida, quien nos dijo: “Caballeros, ésta es mi
casa, pero no puedo ofreceros nada, ni siquiera una silla o un pedazo de pan: los
patriotas me han arruinado completamente”.

Y era verdad; daba tristeza ver a la pobre mujer cuyos cabellos blancos caían en
desorden sobre sus delgados hombros. La casa era espaciosa y allí instalamos los
instrumentos. Johnston fue a buscar víveres y cocinó de manera aceptable; desde
luego no olvidamos a la pobre señora. Llegada la noche nos acostamos en el piso,
con una almohada que nunca falta al jinete: la silla de su caballo.

Los episodios del bloqueo de Puerto Cabello, muy poco interesantes, por cierto,
no merecen ser tenidos en cuenta. La plaza fuerte era vigilada por lanceros y por
infantes que ocupaban una línea muy extensa. La miseria de los sitiadores habría
sido igual a la de los sitiados, silos primeros no hubieran estado bien
aprovisionados de víveres. Páez visitaba con frecuencia la línea, solo o
acompañado de algunos oficiales. Si nos aproximábamos demasiado, los
españoles disparaban una descarga, cuyo efecto se limitaba a cubrirnos de tierra y
a dañar nuestros uniformes, como decía Johnston. Páez se exponía inútilmente
pues en la noche la tropa llevaba a cabo rondas para sorprender a las patrullas
españolas, trayendo algunos prisioneros cuando no los mataban; de día la tropa
pasaba su tiempo en los ranchos.

Esa tarde fui a ver al coronel Usler, un alemán que, me parece, comandaba la
brigada irlandesa y vi traer a tres oficiales superiores capturados entre Valencia y
Maracay; se hallaban en estado lamentable, prácticamente muertos de hambre:
los pusimos bajo llave dándoles todas las seguridades de que no serían fusilados.
En efecto, la guerra se había regularizado después de una entrevista entre Bolívar
y Morillo, la cual tuvo lugar en el pueblo de Santa Ana: la guerra a muerte había
terminado. Sin embargo la vida de un prisionero quedaba a merced de los
vencedores. Los oficiales españoles declaraban que la penuria era grande en los
fuertes de Puerto Cabello y que los víveres faltaban, lo cual no era el caso entre
nosotros. Un gracioso sargento decía: “No tenemos manera de bañarnos, eso es
todo”. Y en efecto el baño y el arreglo hacían falta como pude verificarlo al

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acompañar al coronel Usler a una inspección de la brigada irlandesa: hombres
fuertes, casi desnudos, sin camisas, sin guerrera y con pantalones chirosos, ¡qué
hombres tan andrajosos! Tenían chacós cortados de viejossombreros de paja.

Las armas en buen estado y después de todo la salud no dejaba nada que desear;
los soldados eran robustos porque gozaban de buena comida compuesta de
carne, queso, azúcar, bananos y maíz; los de constitución débil habían
desaparecido y no quedaba más que una tropa aguerrida, formada por los que
habían resistido: “el equipo se gasta rápidamente en campaña, el vestido que
resiste mejor es la propia piel” decía un soldado de los más harapientos. Esto es
cierto en los climas cálidos, como Valencia, donde la temperatura se eleva de 25º
a 30º, pero que venga el frío y por más que resista la piel, el hombre sucumbe.
Esto lo aprendió en su propio pellejo la brigada irlandesa, cuando más tarde, en
los páramos del Almorzadero o de Zumbador, a una altura de 4.000 metros en la
Cordillera Oriental, perdió en una noche un tercio de sus efectivos, aun cuando la
temperatura no bajó de +3º a +5º, pero les faltó leña para calentarse.

Un hombre mal vestido y mal alimentado, no resiste una temperatura de algunos


grados por debajo de 0; la muerte sobreviene no por congelación de los miembros,
sino por enfriamiento. Los extranjeros que no habían hecho la guerra, se
sorprendían del aspecto miserable del ejército colombiano. Olvidaban que estaba
en campaña desde hacía mas de dos años y ni en Europa hubiesen estado en
mejores condiciones, después de haber soportado tantas fatigas y privaciones.
Estarán de acuerdo conmigo, aquellos que como yo, presenciaron en París en
1815, la entrada de los prisioneros rusos y alemanes o la de los heridos franceses
que llegaban a los hospitales después de las terribles y gloriosas batallas libradas
en Champagne; esos soldados, conscriptos o veteranos, ya no tenían uniformes y
estaban cubiertos de harapos, como nuestros soldados americanos.

Valencia o “Nueva Valencia del Rey”, fundada en 1552, está construida sobre un
calcáreo blanco, que tiene la apariencia de toba que descansa sobre el neis. Este
calecáreo puede no ser un depósito reciente, pero sí una modificación debida a las
influencias atmosféricas del calcáreo sacaroidal, en constante relación con el neis
de la cadena del Litoral. Cerca a Valencia pude examinar una gruta formada en el
calcáreo granular, encajado en el neis. Sea lo que sea, esa toba o esa caliza
modificada, al reflejar intensamente los rayos solares, contribuye al calor excesivo,
a la sequía y a la aridez del llano.

Valencia que antes de la guerra contaba con 607.000 almas, está hoy (1823)
prácticamente desierta. La ciudad está situada a 5.265 metros del lago y la altitud
de la casa que habitábamos era de 484 metros, 50 mts. por encima del nivel de
Maracay.

Yo me había propuesto visitar una fuente termal muy caliente, las aguas calientes
de la Trinchera, a algunas leguas de Valencia. Nos pusimos en camino el 1o. de

139

marzo, muy temprano; con gran tristeza de mi parte no pude llevar un barómetro
por temor de encontrar una patrulla española, lo que era peligroso para mi
instrumento. Así que salimos equipados como trabajadores: éramos 6 hombres
armados y fuimos a caballo hasta la hacienda de Magua-Magua. Al pie de las
montañas del litoral descansamos. Al avanzar hacia el Norte encontramos bloques
de granito en la grande y bella hacienda del Bárbula; era el final de la sabana. El
camino se elevaba por una pendiente tan insensible que pronto nos dimos cuenta,
con estupefacción, que comenzábamos a descender hacia la costa. La cordillera
es tan baja en ese punto que no vimos la divisoria de aguas a cadena del litoral en
la dirección que seguíamos y en donde ofrece una curiosa disposición: baja
considerablemente y es por una abertura (abra) por donde se llega de la llanura al
océano. Gracias a esta abra un viento marino, muy saludable por su frescura,
penetra todas las tardes en los valles de Aragua.

El camino presenta al bajar, después de Bárbula, el aspecto agreste de la ruta de


Caracas a La Guayra: se encuentran las mismas rocas, los mismos accidentes del
terreno, la misma fertilidad y una vegetación arborescente de las más vigorosas.
Atravesamos un torrente por un puente formado por una ceiba colosal, ya
observada por Humboldt; en el centro de esta ceiba caída, una rama se había
convertido en un árbol de 15 a 20 metros de altura y me pareció que el puente
tenía todavía raíces en la tierra, debido a que la cepa, al retener una tira de
corteza, no se había separado del tronco.

Después de 3 o 4 horas de marcha, llegamos a las fuentes de la Trinchera, así


nombradas a causa de las fortificaciones en tierra que filibusteros franceses
construyeron en 1677, cuando tomaron la ciudad de Valencia a sangre y fuego.

El agua sale abundantemente de dos pequeñas fuentes labradas en el granito y


forma un hilo de agua caliente de 5 a 6 decímetros de ancho y algunos
centímetros de profundidad; la emisión es muy fuerte y deja salir incesantemente
burbujas de un gas que creímos sería nitrógeno. En la fuente más elevada, el
termómetro indicó 92,2º y en la otra 97º; en la sombra, la temperatura del aire se
mantenía en 29,7º. El agua huele a ácido sulfhídrico, olor que pierde al enfriarse,
es débilmente alcalina, casi pura y contiene seguramente silicio en disolución a
juzgar por las concreciones silíceas que se ven sobre la roca.

El agua caliente de la Trinchera recibe aguas frías un poco más lejos y el riachuelo
que resulta de esa mezcla lleva el nombre de “Río de Aguas Calientes”: pronto se
convierte en una corriente bastante fuerte cuyo volumen crece a medida que se
acerca al mar.

Humboldt encontró, 20 años antes, que la temperatura de la Trinchera era de


90,3º, notablemente inferior a la indicada por mi termómetro, cuya graduación
había sido verificada en Caracas, comparándola con el termómetro patrón que
está a la par con el de París.

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¿La temperatura de la fuente habría disminuido? Esto es poco probable. Sin
embargo pienso que un observador al tomar la temperatura de una fuente termal
busca siempre el punto en donde el agua es más caliente. Puede ser también que
la temperatura de un agua termal no sea absolutamente constante y sea
modificada por las aguas frías exteriores en las épocas de lluvias abundantes.
Debo anotar que Humboldt visitó la fuente de la Trinchera en la misma época del
año, cuando yo lo hice, a fines de febrero.

Humboldt recordó que después de la fuente de Uryena en el Japón, cuya agua


está a 100º, la fuente de la Trinchera sería la más caliente del mundo.

Las aguas calientes de Onoto, de Mariara y de la Trinchera manan también, en la


Cordillera del Litoral, de la misma roca, el granito asociado con el neis; tienen la
misma constitución, puesto que el agua es más o menos pura; geológica y
químicamente hablando, estas aguas son idénticas: no difieren entre sí sino por la
temperatura.

Decidí visitar la Trinchera para verificar si sus aguas eran iguales o diferentes a las
de Mariara y Onoto. Por analogía con las observaciones hechas en Onoto y en
Mariara, el agua de la Trinchera debería salir del granito, ser sulfurosa, casi pura y
mucho más caliente, puesto que de acuerdo con las probabilidades su altitud era
inferior; vimos que estas suposiciones se realizaron y que en efecto, en lo que le
concierne a la relación de la altura de la fuente por encima del nivel del mar, se
tiene:

Temperatura del agua Altitud del lugar

Onoto 44,5º 700 metros

Mariara 64º 566 metros

Trinchera 97º 0,50 metros

Los alrededores de la hacienda del Bárbula son notables por la belleza y el


tamaño de los árboles que allí se encuentran y podría yo añadir que por su rareza.
Ya cité el puente de la ceiba y no lejos de allí había un búcaro
gigantesco (erithrina corallodendron) estrechamente enlazado por un vigoroso
bejuco, un matapalo, que había trepado del tronco del búcaro a las ramas
principales; su adherencia y la presión que hacía eran tales, que el árbol no

141

pudiendo extenderse más, formaba unos anillos que tendían a recubrir el bejuco
que lo comprimía. Las ramas no seguían su dirección normal, habían sido
desviadas y torcidas: era una lucha entre el coloso del bosque con sus ramajes
poderosos y el bejuco que lo envolvía como lo habría hecho una serpiente. Ante
ese grupo yo pensé en Laoconte.

De la hacienda de Magua-Magua donde pasamos la noche, fuimos a un bosque


en donde había muchos “árboles de la vaca". (1).

El palo de leche o palo de vaca llega a tener una altura de 20 a 30 metros: es un


árbol de raíces muy desarrolladas que dan al tronco la apariencia de un
candelabro de iglesia. Este árbol produce un líquido blanco, llamado leche.
Algunos lanceros que encontramos con recipientes, nos dijeron que acababan de
ordeñar el árbol. Hicieron varias incisiones en la corteza y colocaron embudos que
llevaban el liquido a un vaso; en poco tiempo logramos una buena provisión. Este
zumo lechoso es agradable al paladar y un poco más viscoso que la leche de
vaca; la ebullición no lo coagula, ni los ácidos lo hacen cuajar como sucede con la
leche de los mamíferos.

Cuando salí de Europa, Humboldt me había recomendado especialmente que


hiciera un análisis de la leche de este árbol, lo que efectué en Maracay, con leche
traída de la montaña de Periquito. Varias veces tomamos de esta leche e hicimos
con ella un delicioso chocolate.

Al poner esta leche al baño María, se comporta al principio como la de vaca; en su


superficie se forma una película y se obtiene un extracto parecido a la crema de
almendras; al continuar con la evaporación, aparecen gotas aceitosas a medida
que el agua se evapora y terminan por reunirse en un líquido de apariencia
oleaginosa en la cual nada una substancia fibrosa que desprende un olor a carne
que se estuviese friendo en grasa: esta materia tiene la apariencia de la fibrina
animal. Johnston fue el primero en reconocer una de las propiedades de esta
leche: estaba adormecido en su hamaca cuando gritó de repente: “¿Quién está
cocinando carne?” Era el olor de la fibrina que se cocinaba en la grasa de la leche
vegetal.

Esta mantequilla, o más bien esta materia, tiene propiedades que la relacionan
con la cera de abejas. Funde a 60º de temperatura; al enfriar, se vuelve sólida,
blanca y traslúcida y resiste a la presión del dedo. Es una de las numerosas ceras
vegetales elaboradas por la naturaleza. Añadiré que con ella hicimos velas. La
leche del árbol de la vaca contiene:

Fibrina,
Albúmina,
Cera vegetal,
Sales calcáreas,

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Sales de magnesia,
Fosfatos,
Agua.
Se comprobó ausencia total de caucho.

Es una leche que contiene, como la animal, una substancia nitrogenada muy
nutritiva; la substancia parecida a la cera, representaría la mantequilla; no se
puede dudar de que también la leche vegetal es un rico alimento.

Es muy curioso ver un árbol (galactodendron dulce o galactodendron


brosimon), que pertenece a la familia de las verticíleas o a la de las higueras,
producir un abundante zumo lechoso, que tiene analogías con la leche que
secretan los mamíferos.

Una muestra de leche del árbol de la vaca traída a Europa por el señor Goudot,
fue analizada por mí a pesar de haber sido recogida de tiempo atrás y por lo
mismo, debía haber perdido cierta cantidad del agua inicial; me dio el siguiente
porcentaje:

Fibrina y albúmina 3,73

Cera vegetal, azúcar 23,41

Agua 72,86

100,00

Vauquelin ya había creído reconocer en la leche de la “caricapapayo” una materia


que tiene semejanza con la fibrina de la sangre; esta leche es la savia que
produce el galactodendron dulce. Es notable que este zumo se pueda utilizar
como alimento, ya que la mayoría de los jugos lechosos vegetales son venenosos.

Un espectáculo inolvidable es el que ofrecen los soldados que ordeñan a sablazos


un árbol con el objeto de tomar su leche. Cuántas veces hablamos del árbol de la
vaca en la ociosidad de los vivaques, especialmente durante los “purgatorios”. Así
nombraba yo las situaciones más tristes, la miseria, el desamparo, las intemperies,
todas estas circunstancias que no se sobrellevan si no se tiene un cierto espíritu
de alegría, de resignación y de despreocupación que debe tener quien se lance en
lejanas aventuras.

143

Para definir estos purgatorios, quiero relatar algunos: pasar toda una noche en
una selva, con una lluvia torrencial, sentado sobre una piedra, sin fuego, sin
comida y devorado por los mosquitos y por aquellos terribles chupadores de
sangre: los zancudos (Selva de Anserma a Riosucio).

Bajar un río en la canoa rajada de un indio, obligado a achicar el agua sin cesar
con una calabaza, con peligro de ahogada a la menor interrupción de este difícil
trabajo (Navegación en el río San Juan).

Caminar en un pantano por 8 o 10 horas con las piernas desnudas (Selva del
Chocó).

Hacer su cama, cavando una tumba bajo la nieve, para dormir sin congelarse
(Volcán de Cotopaxi).

Este purgatorio se transforma en infierno cuando se está solo o con un ser


insignificante. En buena compañía es soportable y algunas veces hasta divertido.

En el año de 1824 recibí la misión de levantar el mapa del distrito de Supía (sobre
el río Cauca), latitud boreal 5º, longitud 90 del meridiano de Caracas. Me
acompañaban el inglés Walker y el Dr. Roulin, encargado de la parte gráfica.
Ocupábamos una gran choza de indios en el limite del Río Sucio de Engurumá;
era una estación elevada, centro de nuestras operaciones; calculábamos los
triángulos y dibujábamos. Con este objeto hablamos hecho montar una gran
mesa; la estación de lluvias nos sorprendió; el techo dejaba pasar el agua y nos
apresurábamos a cubrir los libros y papeles con los abrigos de caucho (ponchos),
luego prendíamos fuego con madera verde y nos refugiábamos bajo la tabla,
extendidos sobre paja de maíz, fumando y charlando; teníamos víveres y ron.
Cuando

la lluvia persistía quedábamos encerrados días y noches: nuestra alegría no


decaía a pesar de la situación. Walker, quien a fuerza de subir picos para tomar
ángulos y establecer señales no tenía sino una sola bota para calzarse, y como
era un hombre de hábitos regulares, los días pares la usaba en la pierna derecha
y los impares en la izquierda. Habíamos comenzado una descripción de las
maravillas de América meridional y cada uno ponía lo suyo: “el río Cauca ofrece el
fenómeno de tener una de sus riberas plantada con caña de azúcar y la opuesta
con limoneros y naranjos; al venir la maduración de las frutas botábamos al agua
los limones, las naranjas y la caña de azúcar y el Cauca se convertía en un río de
limonada”.

“Los torrentes arrastran abundantes laminillas de oro, que desgraciadamente


cambian a mica, ‘oro de gato’, una vez que se secan”. “Se confeccionan pasteles
de hormigas, echando harina en los hormigueros que son grandes como casas”.

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Pero la maravilla mayor, desde el punto de vista humanitario, es sin duda el palo
de leche, palo de la vaca, el árbol de la vaca. “Este árbol milagroso permite
suprimirlas nodrizas: libra de los penosos deberes de la maternidad; de ahora en
adelante el papel de la mujer se limitará a hacer hijos; el árbol se encargará de
nutrirlos con su leche. Después de colocar al niño en una red se subirá al árbol, se
cortará una rama próxima y la sección, introducida en la boca, y debidamente
sujetada, asegurará una lactancia continua. Quince o dieciocho meses después, el
niño, grande y gordo, sería desprendido del árbol como un gran fruto. Y esto no es
todo: el árbol de la vaca procuraría a la cleresía una economía considerable.
Gracias a la fuerte proporción de cera, contenida en su jugo lechoso, un cura se
procurará fácilmente un cirio todas las mañanas y todas las tardes, al tomar leche
vegetal después de haber tragado una ¡flecha de algodón”.

Desde Aguas Frías regresamos a Valencia (longitud occidental 1º latitud boreal


10º grados del meridiano de Caracas) a donde llegamos por la tarde. Al pasar por
El Corisul cayó un poco de lluvia: estábamos cerca al filo de separación de las
aguas y el tiempo era magnifico de un lado y de otro. Nuestros guías nos
aseguraron que, todos los días sin excepción, llueve poco o mucho en este sitio.

Yo creo que las localidades con lluvias cotidianas son bastante frecuentes en las
cordilleras así como en las montañas de Europa.

En el monte Pilatos, cerca de Saint Etienne en Forez, los habitantes de una


hacienda construida cerca de la cima de esta montaña, sostienen que rara vez
pasa un día del año sin lluvia. Este fenómeno periódico depende indudablemente
de la configuración del terreno; es fácil imaginar que tenga lugar en donde un
viento caliente y húmedo que viene de un valle inferior, encuentra el aire frío y
húmedo de un punto elevado.

(1) Véanse los Anales de Química y de Física, segunda serie, tomo XXIII, pág.
219: Memorias sobre el árbol de la vaca.

* Se trata del Lago de Valencia.

** Se trata del samán.

145

CAPÍTULO IV

Cordillera Oriental de los Andes - Su constitución


geológica -Nivelación barométrica - Efectos del
temblor de tierra de 1812, observados en diferentes
localidades - Sierra Nevada de Mérida -Lago Urao-
Pamplona, sus minas de oro- Hierro meteórico de
Santa Rosa.
Los Andes limitan al oeste las tierras de la América meridional y forman la cadena
litoral del Océano Pacífico. Dirigidos de Sura Norte hasta los 15º de latitud austral,
desvían hacia el NO hastael ecuador; a partir del grupo volcánico de la zona
ecuatorial, los Andes se dividen en tres grandes ramificaciones.

1o.- La “Cordillera Occidental” que tiene de un lado, al este, los pantanos del
Chocó; del otro, al oeste, el valle del Río Cauca.

2o.- La “Cordillera Central” que separa el Cauca del Río Magdalena,

3o.- La “Cordillera Oriental” que, después de haber seguido el curso del


Magdalena, casi en paralelo con la Cordillera Central, desvía hacia el NE como los
Andes, de donde proviene, derrama sus aguas hacia los llanos.

En total, después de la bifurcación que tiene lugar cerca al ecuador, la dirección


general de los Andes continúa más o menos la misma, es decir, NS. Los valles del
Cauca y del Magdalena son fisuras o más bien, anfractuosidades, arrugas.

La Cordillera Occidental es la continuación de la cadena costera del mar del Sur y


la Cordillera Oriental marca siempre el límite de los inmensos llanos donde se
encuentran las cuencas de los ríos de la Plata, Amazonas y Orinoco. Era en la
Cordillera Oriental donde debía llevar el barómetro.

El sitio de Puerto Cabello tocaba a su fin, puesto que la plaza no podía sostenerse
más por falta de víveres; las tropas españolas habían sido derrotadas y
encerradas en Maracaibo.

Teníamos que continuar la nivelación barométrica de la Cordillera Oriental


comenzada en La Guayra, hasta Bogotá. Independientemente del interés que se
tenía en conocer el relieve de la cadena de montañas, la altitud de las ciudades y
de los pueblos, existía otro: constatar los efectos del temblor de tierra de 1812
sobre la línea que íbamos a recorrer en la cordillera, teniendo cuidado de señalar

146

la naturaleza de las rocas para ver si la base geológica de una ciudad ejerce una
influencia real sobre las consecuencias de una fuerte conmoción subterránea, si
un aluvión o un terreno sedimentario de gran espesor impediría, o por lo menos
atenuaría, la propagación de las vibraciones, como empezábamos a suponerlo. En
una palabra, si había realmente suelos que, “al hacer puente protegían los
edificios que soportaban, de acuerdo con la expresión de los habitantes de los
Andes. Esta suposición parecía confirmarse por lo que habíamos visto al principio
de nuestro viaje. La Guayra, Maiquetía, Caracas, sobre neis y granito, habían
quedado casi destruidas; en cambio en Antumano, San Mateo, Turnero, Maracay,
Valencia, todos los edificios permanecieron en pie, aun cuando la sacudida fue lo
suficientemente fuerte para asustar a sus habitantes. El terreno de los valles de
Aragua consiste en toba calcérea o caliza desagregada o en aluvión.

El 10 de marzo de 1823 llegamos a Nirgua, ya de noche; habíamos caminado


hacia el Suroeste y encontramos algunos bosques de palmas; habíamos
atravesado el río Gualapara, cuyas aguas van a la Portuguesa y de allí al Apure,
afluente del Orinoco. La jornada había sido muy calurosa, a las 6 de la tarde el
termómetro marcaba 31º.

Nirgua es una aglomeración de pobres chozas; estábamos hambrientos y tenía


que ser así para resignarnos a cenar con carne salada y seca que se machacaba
sobre una piedra hasta convertirla en una especie de fieltro que se echó sobre
manteca de cerdo hirviente; felizmente este cocido era pasable y no había otra
bebida que agua turbia. Nuestras bestias devoraron el techo de hojas de palmera
de la casa, porque no hallaron otra cosa para comer. De Valencia habíamos
descendido, pues la altitud de Nirgua es de 193 metros solamente. Avanzábamos
hacia los llanos y habíamos seguido el neis, siempre muy calcáreo, hasta la
población de Tocuyito donde la roca desapareció bajo sus aluviones.

El 12 de marzo llegamos a Tinaco después de una marcha difícil bajo un sol


ardiente. En el curso de la mañana habíamos vadeado los ríos Guarina,
Tamanaco y Tinapo. A las 2, luego de haber subido varias colinas, nos detuvimos
en Buenavista, la más alta de ellas; de ese punto en adelante el camino bajaba
hasta San Carlos. En Buenavista abrí el barómetro, cuya observación no fue muy
exacta en razón de que no había más sombra que la que daban nuestras mulas.
Al rayo del sol el calor era insoportable a las 2 de la tarde:

Temperatura del termómetro 36,5º

Barómetro 734,5 milímetros

Altitud 0 metros

147

La cadena de la Galera se podía ver claramente desde Buenavista.

Entramos a Tinaco, bonita población, después de haber pasado el río que un poco
más abajo se une al Orupa que esmás importante. (13 de marzo) La salida tuvo
lugar a las 4 de la mañana para evitar la insolación y a la 8 llegábamos a San
Carlos, ciudad bastante importante de los llanos, en donde deseaba fijar la latitud,
tomando la altura meridiana de Canopus. Las observaciones barométricas
indicaron una altura de 164 metros; el calor era muy fuerte y no había la menor
brisa.

4 de la tarde el termómetro marca 31,7º


10 de la mañana el termómetro marca 28,8º
8 de la noche el termómetro marca 30º

Un termómetro puesto en el suelo al pie de un muro blanqueado subió a 55,3º .

En la casa en donde nos hospedábamos pedí fuego para encender un cigarro, a


las negras que planchaban ropa, quienes soltaron la risa y me mostraron en el
centro del patio las planchas de cara al sol. Era imposible asirlas debido al
tremendo calor que despedían y me dijeron: “éste es nuestro bracero, blanco”.

Las condiciones de calentamiento eran bien favorables: el sol se encontraba casi


en el cenit y el aire estaba quieto. Al abrigo del viento y dentro de la construcción
que rodeaba el patio, éste era un horno.

Las negras que cuidaban de mi ropa, en cuyas manos las camisas parecían más
blancas de lo que eran, me mostraron la manera como preparaban su jabón: en
una lejía hirviente, hecha con ceniza, arrojaron un ternero que había nacido
muerto; el animal desapareció poco a poco, soltando amoniaco y al fin se obtiene
una especie de jabón blando; carne, grasa y cartílagos, todo había sido
saponificado.

En San Carlos, el río contiene esquistos arcillosos carburados, como en las


cercanías de los Morros de San Juan. Salimos de allí el 16 de marzo para
dirigirnos a Caramacate.

Sobre un terreno arenoso, aparecían aquí y allá bloques de arenisca bien


caracterizada, una especie de pudinga. Al sur se extendía la vista sobre una gran
llanura y pronto nos envolvió una espesa humareda y notamos que el fuego nos
envolvía por todos lados; se quemaban hierbas secas en las sabanas.

Atravesamos dos ríos, los Pozuelos de Camarcico y llegamos a nuestro destino al


ocultarse el sol.

148

Caramacate es un triste villorrio indio, en el centro de un palmar y nos advirtieron
que debíamos tener cuidado porque desde hacía algunos días los jaguares
entraban hasta las habitaciones para llevarse las mulas, por lo cual establecimos
un vivaque en sitio cerrado. Estábamos más bajos que en San Carlos: la altitud de
Caramacate es de 152 metros.

El 17 de marzo salimos con intención de llegar a Barquisimeto; vadeamos el río


Cojedes, aun cuando estaba muy crecido y a pesar de que divisamos algunos
caimanes que habrían podido espantar a nuestras mulas, el paso se efectuó sin
accidentes. El camino atravesaba una selva notable por la variedad y belleza de
sus palmeras. Al sur se elevaba una montaña calcárea cuyos contornos eran
similares a los Morros de San Juan. Una lluvia abundante nos obligó a detenernos
en la “pulpería de la morena”, en donde pasamos la noche. El 18 de marzo, al salir
de allí, vimos el neis y el esquisto micáceo:nos acercábamos a la cordillera y
después de haber atravesado el río Cabudare, entramos en Barquisimeto.

Esta ciudad está construida sobre un terreno similar que toca el neis y quedó casi
completamente arruinada por el temblor de tierra de 1812. Nos mostraron los
escombros de un cuartel, bajo los cuales están sepultados unos soldados de la
milicia patriota, reclutados para marchar contra el general español Boyes.
Encontramos que la altitud de Barquisimeto es de 564 metros.

El 19 de marzo dejamos esta ciudad a las 4 de la tarde, por un camino de aridez


desesperante. Andábamos con muchos inconvenientes por entre cactus
tremendamente espinosos y así llegamos al pueblo de Quibor, con una altitud de
600 metros.

Entre los numerosos cactos contra los que tuvimos que defender nuestro pellejo,
encontramos uno que se ha aprovechado: es el berchi, que contiene agua en su
interior, muy preferible a aquella sucia y caliente de los pantanos.

Dejamos a Quibor a las 4 de la tarde y volvimos a ver el esquisto negro de San


Juan: nos detuvimos en Tocuyo, pueblecito destruido por los temblores de tierra,
lo que se explica por la proximidad del terreno esquistoso y rodeado de montañas
cubiertas por una vegetación pobre. El calor es muy fuerte, mucho más de lo que
justifica su altitud de 635 metros.

Tocuyo está atravesado por un río que desemboca en el mar de las Antillas. En el
punto en donde nos hallábamos y que pertenece a la base de la Cordillera Oriental
de los Andes, ya las aguas no eran de la vertiente del río Apure.

El 26 de marzo salimos con satisfacción de Tocuyo; a la subida del Vico nos


encontramos definitivamente sobre arenisca que sobreyace un esquisto muy
carburado, un esquisto ampelito, rico en piritas, terreno que dejaríamos un poco
más allá de Mérida. Nos detuvimos en Guarico, villorrio indio a poca distancia de

149

Tocuyo, para buscar una mina de plomo, de la cual nadie nos pudo dar razón. La
altitud de Guarico es de 1.109 metros y aproveché para tomar una latitud por
altura meridiana de Canopus.

El 27 de marzo salimos hacia Humucaro bajo. Montarnos a caballo a las 6 de la


mañana para seguir por uno de esos atroces caminos que no se encuentran sino
en las cordilleras. Atravesamos varias montañas llenas de árboles, lo que me
permitió anotar que llovía bajo el bosque y no en los terrenos descubiertos. Varias
veces tuve la oportunidad de constatar este hecho que yo atribuyo a que, durante
la noche, baja la temperatura de las hojas lo suficiente para condensar por la
mañana el vapor de agua contenido en el aire.

Después de haber pasado el río Tocuyo, llegamos a Humaro-capo en el preciso


momento de una procesión; la altitud de este lugar es de 1.030 metros.

El 28 de marzo estábamos en camino antes de que despuntara el sol y el viaje


comenzaba a volverse monótono, eso que no he mencionado lo miserable de
nuestra existencia, puesto que desde Maracay no habíamos vuelto a dormir en
una cama, lo que fue un aprendizaje para más adelante. Al salir del pueblo,
después de haber pasado un puente, entramos en un valle estrecho en donde
alternan capas de arenisca y caliza; subimos continuamente hasta el alto de
Camelón, a una altitud de 1.600 metros y con temperatura de 17º, que para
nosotros era fría. Desde esta altura seguimos por el borde un torrente que se
precipita ruidosamente en el valle. El ruido del agua era ensordecedor, cuando de
repente alcanzamos a oír un sonido grave y armonioso que lo dominaba: una nota
de árgano que producía un efecto singular en la soledad. Este sonido era el
resultado de vibraciones que producía el agua al caer de gran altura sobre una
placa de arenisca esquistosa delgada, extensa y aislada porque era la
prolongación o saliente de una capa intercalada en la masa de arenisca que
formaba el muro de la cascada.

Suspendimos la marcha para dar descanso a nuestros caballos en una granja


llamada Agua-Obispo, en donde vimos capas de arenisca y caliza con las formas
más singulares; el calcáreo contenía grafitos.

La noche nos sorprendió entre Agua-Obispo y Carache y era tal la oscuridad que
habría sido imposible continuar la marcha si la atmósfera no hubiera sido aclarada
por una multitud de insectos fosforescentes (cocuyos) cuya luz, alternativamente
roja y verde, era de una notable intensidad.

El alcalde de Carache, un indio, nos hospedó en la mejor casa del pueblo, cuyo
techo de palma no nos protegería de la lluvia. Después de una etapa tan penosa
tuvimos como cena pan, panela y agua; estábamos en cuaresma, pero teníamos
como recompensa a tantas fatigas y privaciones el haber oído una cascada que
emitía sonidos melodiosos y el espectáculo de una iluminación espléndida

150

producida por un mundo de insectos. La altitud de Carache es de 1.209 metros y
la temperatura sostenida en 17,2º.

A las 4 entramos en Santa Ana que es una aglomeración de algunas casas


alrededor de la iglesia. Fue allí donde tuvo lugar la entrevista de Bolívar con el
general español Morillo, para tratar de regularizar la guerra. El barómetro marca
una altitud de 1.644 metros. Y la temperatura del aire es de 16º.

El 30 de marzo nos dirigimos hacia Trujillo; al principio, caminamos sobre capas


de caliza y arenisca infrayacidas por esquisto pizarroso: en el río Mocoi volvimos a
encontrar el neis. En el alto de Barreto, que es el punto más elevado entre Santa
Ana y Trujillo, el barómetro indicó una altitud de 2.031 metros y una temperatura
de 16,4º de este lugar se baja a Trujillo, a donde llegamos temprano; la ciudad
está construida sobre una pendiente muy inclinada como lo indican las
observaciones barométricas hechas en el punto más alto, el Calvario y en el punto
más bajo, el río de Jiménez.

En Calvario, altitud 949 metros

En el río, altitud 748 metros

El río Jiménez desemboca en el río Motatán que llega a la laguna de Maracaibo.


Trujillo está construida sobre una arenisca que se convierte en una pudinga,
formada por grandes cantos cuya base reposa sobre esquisto y probablemente
también sobre neis. En la arenisca vimos hermosos afloramientos de hulla. Fijé la
latitud de la ciudad por medio de una observación meridiana del pie de la Cruz del
Sur. La población había sido fuertemente sacudida por el terremoto de 1812.

Los 4 o 5 días que permanecimos allí para conseguir mulas y comida, los pasé
durmiendo; realmente necesitábamos el descanso.

El 6 de abril salimos de allí y en 5 horas de camino llegamos a Sabanagrande, en


donde pasamos la noche sin dormir, ocupados en observar el movimiento de 2 o 3
hombres que a nuestra llegada se habían escondido sobre el techo de paja de la
casa donde estábamos hospedados. ¿Serían desertores? Se combatía a pocas
leguas de allí.

Altitud en Sabanagrande 468 metros

Temperatura del aire 25,5º

151

7 de abril. Desde Trujillo habíamos marchado al sur por una sabana formada por
un aluvión de escombros y de neis de granito. Después de haber atravesado el río
Motatán, llegamos al pueblecito de Valero.

Altitud 558 metros

Temperatura del aire 26,8º

4 horas después estábamos en Mendoza.

Altitud 1.221 metros

Temperatura del aire 23,3º

Después de 2 horas de marcha llegamos, al caer la noche, a la misión indígena de


La Puerta.

Altitud 1.769 metros

Temperatura del aire 18,2º

Enfrente a cada cabaña del grupo formado cerca de la iglesia, estaba plantada
una cruz de madera. Las pocas familias indias se habían escondido en la selva,
por miedo a las tropas. Nos hospedamos en la casa del cura, que era una especie
de jaula en donde sufrimos de frío durante la noche. Al levantar el sol el
termómetro marcaba 13º; en los alrededores se cultivaba trigo.

Por la noche nos iluminamos con una lámpara alimentada por petróleo negrusco,
bastante viscoso, parecido al de Pechelbronn. El betún estaba depositado en un
plato de barro y un pedazo de trapo le servía de mecha. Esta lámpara soltaba
mucho humo, cuyo olor sin embargo no me era desagradable; me recordaba a mis
buenos amigos de Alsacia. Este petróleo provenía de Escuque, pueblo cercano a
La Puerta. Los terrenos del fondo del Lago de Maracaibo parecen encerrar
grandes yacimientos de aceite mineral.

8 de abril, 1823. Al salir de La Puerta a las seis de la mañana, ascendimos


rápidamente la cuesta de San Ildefonso, formada por neis y granito, rocas que
habíamos seguido desde Mendoza . En granito ofrecía grandes masas de caolín.
A las 10 estábamos en la cima de la cuesta, a una altitud de 2.604 metros. —
Temperatura del aire 14º. Necesitamos cerca de 3 horas para bajar del Alto de

152

San Ildefonso al lecho del río Motatán. Durante la bajada reconocimos
sucesivamente el granito, el neis y el esquisto micáceo que contenía bellos
cristales de turmalina; en seguida una caliza negra, compacta, con venas blancas.
Al salir del río, cuyo lecho remontábamos desde Trujillo, entramos en el pueblo de
Timotes.

Altitud 2.030 metros

Temperatura del aire 24,2º

De Timotes se debe subir constantemente hasta la venta del pie del Páramo; así
se pasa la noche cuando se atraviesa el famoso Páramo de Mucuchies. El ventero
don Antonio Rivas era quien decía si el páramo se podía atravesar sin peligro.

La altitud de la venta fue de 2.809 metros y la temperatura del aire a las 7 de la


noche era de 13,9º el termómetro se mantuvo a esta temperatura durante toda la
noche; sin embargo no pudimos dormir, pues la permanencia en las regiones
cálidas nos había vuelto muy sensibles al frío. Antes de salir comimos un
excelente "agaco" * (sic) mezcla de papas y de trozos de cordero, condimentos
con ajo y pimienta.

9 de abril. El tiempo estaba magnífico, tranquilo y el cielo de una extraordinaria


pureza. El correo pedestre, según don Antonio, había informado que el paso no
ofrecía ningún peligro. A las 6 de la mañana cabalgábamos nuestras mulas, el
correo llevaba nuestros barómetros y a medida que avanzábamos me llamaba
más y más la atención, el espectáculo que veíamos: una escena de los Alpes,
pero amplificada con accidentes de terreno como nunca había visto. El horizonte
estaba limitado por picos irregulares, abruptos, rocas negras, cuyas cimas
dentadas y revestidas de nieve se proyectaban sobre un fondo azul; las gargantas
profundas no recibían la luz a esa hora: abajo la oscuridad, arriba la luz y en
medio de las masas gigantescas que nos rodeaban, nuestra caravana parecía una
tropa de hormigas perdidas.

Hacía dos horas que subíamos por una suave pendiente, cuando vi por primera
vez la planta de los páramos, el frailejón que se encuentra en las montañas de los
Andes, en los últimos limites de la vegetación y resiste al frío mejor que las
gramíneas de los pajonales. La naturaleza lo ha vestido para una invernación
perpetua, tiene más de un metro de altura, sus hojas bien desarrolladas son de un
verde pálido, sus brotes foliáceos están provistos de una especie de lana y su tallo
produce un zumo resinoso que tiene la consistencia y el olor de la trementina.

El “frailejón” suministra una cama soportable y caliente a quienes la tormenta


obliga a pasar la noche en esos desiertos aéreos. El frío se recrudecía: nuestros

153

sombreros de paja nos protegían mal hasta que el correo nos aconsejó ponerles
hojas de frailejón. La temperatura había bajado a 6º, no había nieve, pero si un
hielo bastante espeso en las depresiones del terreno.

Desde la venta del pie del páramo habíamos caminado sobre granito y luego
sobre neis; más arriba vimos esquisto micáceo que pasaba a un esquisto arcilloso,
dentro del cual no se veía mica; ese esquisto negro tenía venas de cuarzo. Los
estratos casi verticales tenían una dirección NE-SO.

A las 9 habíamos llegado a la cumbre del Páramo de Mucuchies y fue entonces


cuando aparecieron súbitamente y en todo su esplendor, las nieves perpetuas de
la Sierra de Mérida y con viva emoción contemplé ese espectáculo.

El termómetro indicaba 8,3º en la sombra y el mercurio se sostuvo en el barómetro


a 541,5 milímetros. Estábamos a 4.241 metros por encima del nivel del océano,
altura un poco inferior a la de la cima del Monte Blanco.

La Sierra Nevada limita al NO con los Llanos de Barinas y es la montaña más


elevada de la Cordillera Oriental. La cresta del Páramo de Mucuchies separa el
valle de Motatán del río Mamo, por el cual íbamos a bajar.

A las 2, después de un descanso en el pueblo de Mucuchies, el correo nos llevó a


la pulpería, un buen sitio en donde pudimos comer, de lo que teníamos mucha
necesidad. Allí tomé “chicha” por primera vez, una especie de cerveza de maíz,
bebida común de las regiones frías de los Andes.

El negro Johnston decía, mientras nos servía un enorme plato de papas, adornado
de salchichón y pan blanco: “Enhorabuena, aquí se puede comer, no como en las
regiones calientes en donde se vive de manjares dulces y de carne seca”.

En este sitio una observación barométrica arrojó una altitud de 3.000 metros y a
las 2 el termómetro marcaba 19,3º.

Los indios y los mestizos de Mucuchies son bajos, fuertes y de buena constitución;
indudablemente estábamos en una población “alpina” de las cordilleras.

Altitud 2.257 metros

Temperatura del aire 14º

Al bajar desde la cumbre del páramo, volvimos a encontrar las altísimas rocas que
observamos en el ascenso.

154

10 de abril de 1823. A las 4 salimos para Mérida, pasando por San Rafael de
Tabaij (sic) a donde llegamos a las 11.

Altitud 1.712 metros

Temperatura del aire 14º

Cerca del río Chamo encontramos un bello cultivo de café y en cuanto a la roca,
siempre la combinación de granito y neis. Desde el río subimos a una meseta en
donde se halla situada Mérida.

El temblor de tierra de 1812 había destruido la mayor parte de la ciudad. Hubo


muchas víctimas, entre otras el obispo, muerto en el momento de salir de su
palacio. La población no pasaba de 6.000 almas. Tuvimos dificultades para
alojamos en medio de las ruinas. Nos acogió el jefe político, una especie de sub-
prefecto; era platero de oficio y gran aficionado a las riñas de gallos; en su patio
había una docena de estos combatientes que cantaban continuamente, cuidados
por un negrito.

Mérida, a pesar del desastre, tenía todavía una universidad, muchos canónigos y
un convento de monjas; apenas estuvimos instalados, la superiora nos invitó al
locutorio para vernos: habría sido mal visto el rehusar esta invitación; las religiosas
estaban colocadas detrás de una reja cubierta por un velo y una voz nasal nos
rogaba caminar y voltearnos para podernos examinar por todos lados; del otro
lado de la cortina se oían cuchicheos y risas. Rivero hizo sonar una cajita de
música y tuvo un gran éxito. Cuando yo traté de levantar la tela que nos impedía
ver a las santas mujeres, me pellizcaron en la mano y tuve que renunciar a mi
curiosidad; al fin nos retiramos y al llegar a la casa recibimos una colección de
magníficas confituras, de parte de la abadesa, ¡Bien valía la pena nuestra
exhibición!.

Poca gente se veía en la ciudad, la mayor parte de los habitantes adinerados


vivían en sus haciendas. Durante nuestra estada llovió casi constantemente y la
Sierra Nevada, de la cual estábamos muy cerca y que habíamos admirado desde
el Páramo de Mucuchies, no se podía ver sino hasta las 10 u 11 de la mañana, el
resto del tiempo las nubes que nunca bajan hasta Mérida, la cubren. Esta
ocultación de los nevados por una acumulación de vapores residuales se produce
constantemente.

Traté de apreciar la altura de la cima de la Sierra por una medida angular,


infortunadamente no logré conseguir una base suficiente. La observación en esta
evaluación imperfecta daba... metros para evaluar el pico nevado que se yergue
sobre la ciudad. Las observaciones barométricas establecen 1.596 metros para la

155

altitud de Mérida y la temperatura media no debe estar muy lejos de 21,1º al
menos durante la estación de lluvias.

* Ajiaco

La explanada de Mérida está comprendida entre dos ríos, o más bien dos
torrentes, la Macarega y el Chamo que se reúnen cerca de la población de Panta.
Mérida está formada de una arenisca parecida a la de Agua-Obispo y dispuesta en
capas perfectamente demarcadas en las cuales vimos afloramientos de carbón.
Pero esta arenisca está depositada sobre el esquisto pizarroso y sobre el neis, de
escaso espesor; la formación sedimentaria es de poco espesor y por esta razón la
sacudida de 1812 removió el suelo de Mérida y yo añadiría que en la ciudad
todavía sentían temor de un temblor sucedido el sábado santo de 1823.

17 de abril. Partimos para San Juan. Al pasar debíamos visitar una fuente de
aguas termales; en dos horas llegamos al pueblo de Egido; de allí se necesitó la
misma cantidad de tiempo para llegar a la hacienda de Aguas-Calientes, en donde
se ve salir de una caliza negra aguas sulfurosas. Hay tres fuentes muy
abundantes con temperaturas de 45,5º, 47,8º y 46,1º; del fondo de los pozos no
salía ningún gas.

De Aguas-Calientes nos dirigimos a San Juan y después de haber subido,


descendimos a la población, siguiendo el curso de la quebrada grande; se ve el
neis cubierto de escombros de arenisca, de calizas y esquistos carburados.

San Juan, en donde fuimos recibidos a la perfección por don Luis Pinavera,
comandante de las milicias, está situado sobre una meseta constituida por
fragmentos de rocas caídas de las montañas vecinas.

Altitud 1.087 metros

20 de abril. En Mérida habíamos oído hablar de una lagunilla de donde se extraía


una sustancia que se añadía al tabaco para hacer una especie de betel usado en
la Provincia de Varinas * (sic); era ese mismo chimo negro, acre y desagradable
que nos había ofrecido con tanta gracia, la señora del general Páez. El
comandante Pinavera nos llevó hasta Lagunilla.

Se necesitaron dos horas, al paso de las mulas, para llegar allí. La laguna podía
tener un largo de 1.000 metros, por 250 de ancho; un canal sirve para el escape
del exceso de agua hacia el río Chamo que siempre hemos bordeado desde la
cima del Páramo de Mucuchies, su máxima profundidad no llega a 3 metros y
encontramos que su altitud de 1.048 metros es un poco inferior a la de la
156

población; el agua es literalmente alcalina, tiene un tinte verdusco, los animales la
beben con avidez y con gran dificultad logramos retener a nuestras mulas que
galoparon para calmar la sed y se les deja beber a discreción. El suelo alrededor
de la laguna se cubre, en época de sequía, de una capa de carbonato alcalino.

El objeto de la explotación (1) es un yacimiento de carbonato de soda en la arcilla


cubierta por el agua. Es posible que este yacimiento se extienda más allá pero es
el único conocido y el único del que se saca partido.

La sal extraída por los indios de Lagunilla no tiene la apariencia del carbonato de
soda que se encuentra cerca de los lagos de Egipto: es un ensamblaje de agujas
transparentes, amarillo pálido, divergentes de un centro común, que presentan la
particularidad de no dañarse al aire y cuyo sabor, francamente alcalino, es
bastante menos fuerte que el del carbonato de soda ordinario.

La explotación de la sal alcalina sumergida es curiosa. Para conocerla, subimos a


una canoa Pinavero, Rivero y yo y otra canoa donde iban tres indios, se colocó al
lado de la nuestra y nos acompañó hasta el centro de la laguna; allí dos indios se
botaron al agua y el tercero permaneció en la embarcación y sin soltarla, metió
una gran vara dentro de una excavación bajo agua; uno de los indios que nadaba,
agarró esta vara y se zambulló, seguido de otro y permanecieron allí durante por
lo menos un minuto; apenas descendieron vimos que salía a la superficie buena
cantidad de burbujas de un gas y pronto los nadadores reaparecieron asidos de la
vara, trayendo sendos pedazos de “urao” de 1 a 2 kilogramos y cristales de un
carbonato de calcio transparente y de una forma particular.

Cuando aparecieron los indios, nos llamó la atención que habían perdido su color
cobrizo y estaban negros como etíopes y solamente después de haberse bañado
en una parte calmada de la laguna, recuperaron su color natural. También observé
que todos los indios que trabajaban en la explotación de “urao” ya no tenían los
cabellos negros característicos de su raza sino rojizos. El comandante Pinavero
nos decía: “parecen oficiales ingleses”; él creía, en su profunda ignorancia y
después de haber visto la brigada irlandesa, que todos los ingleses tenían que
estar vestidos de levita roja y tener cabellos de ese color.

El fondo de la laguna es de una arcilla plástica, como parece indicarlo la materia


que cubre los cristales de urao.

He aquí la descripción del yacimiento hecha por los indios buceadores: “Primero
se atraviesa un lodo negro, espeso y fétido, luego una franja de arcilla amarillosa
de 8 centímetros de espesor, cubierta de una multitud de cristales transparentes y
con puntas suficientes para hacer sangrar las manos: (estos cristales son los que
los indios llaman clavos, debido a su forma) por debajo de la arcilla amarilla con
clavos, se encuentra el urao disperso en la arcilla”.

157

¿Esta es una capa distinta a aquella en que están diseminados los clavos? Las
informaciones que dan los indios no permiten resolver este problema, pero todo
hace creer que los cristales de clavos ocupan una situación superior a la de los
cristales de urao.

Para un mineralogista acabado de salir de las aulas de la escuela, la jornada del


20 de abril de 1823 había sido magnífica. Había descubierto en la lagunilla dos
nuevas especies minerales bastante interesantes. Los análisis hechos poco
tiempo después en Santa Fe de Bogotá, establecieron que el urao es un
sesquicarbonato de soda que tiene menos ácido carbónico que el bicarbonato y
más que el carbonato.

En cuanto a los clavos que a primera vista parecían cal carbonatada se comprobó
que formaban un carbonato doble de soda y de calcio.

Dediqué esta especie a Gay-Lussac.

La fórmula de la Gay Lussita fue determinada por el señor Cordier sobre las
muestras que yo había enviado a París. Arago mostró el nuevo mineral en el curso
de una sesión de la Academia de Ciencias.

Los nadadores indios recibían un real (0,70 francos) por cada libra dc urao que
extrajeran.

He dicho que esta sal de sodio no se usaba sino en la preparación de un extracto


de tabaco. De acuerdo con el señor Palacio Fayar, servían para obtener los
extractos llamados “mó y chimó”, cuyo uso es muy extenso en la provincia de
Varina (sic) donde hay grandes cultivos de tabaco. Las hojas de esta planta se
colocan en montones y expuestas al sol, inmediatamente después de la
recolección; allí se fermentan y se calientan y al pasarlas por una prensa, sueltan
un líquido carmelita, el “avir” que se concentra hasta la consistencia de jarabe.
Este extracto es el “mó” al que se le añade 1/16 de urao en polvo y así tenemos el
“mó dulce”. El “chimó” o mó fuerte proviene del extracto de avir al que se le ha
adicionado 1/8 de urao.

Al colocar en la boca una pequeña cantidad de esas asquerosas preparaciones,


se provoca una salivación abundante que determina un efecto sobre el sistema
nervioso que los consumidores encuentran agradable. Estos extractos alcalinos se
conservan en cajas de oro o de plata.

Las jóvenes y atractivas señoritas de Mérida nos ofrecían estos extractos como si
fueran “rapé”; se toman el “mó” y el “chimó” con una espátula de metal precioso o
con la uña del

dedo meñique que para este efecto se deja crecer en forma desmesurada.

158

El gobierno tiene el monopolio de la venta del urao y mantiene permanentemente
a un guarda al borde de la laguna. Antiguamente, es decir antes de la revolución,
se extraían anualmente 2.000 arrobas o sea 500 quintales españoles, lo que
implicaría un fuerte consumo de “mó” y “chimó”, pero estas cifras probablemente
son inexactas.

El efecto más destacado del uso de estos productos es el de ennegrecer el


esmalte de los dientes y es triste ver a mujeres frescas con labios rojos, pero con
dientes negros como el ébano.

De Lagunilla volvimos a San Juan. En la plaza se ejercitaban en el manejo de las


armas algunos conscriptos, pobres diablos de indios, sin sombra de una opinión
política, sin el menor patriotismo, para hacerlos marchar contra los españoles tan
pronto supieran disparar un tiro de fusil.

Al entrar por azar a una casa, me sorprendió ver abierto un libro sobre la única
mesa de la vivienda: las obras de Horacio. Este volumen pertenecía al
comandante Castelli, teniente coronel de un regimiento de infantería y a quien don
Pinavera se apresuró a presentarme. Este era piamontés, de Turín y había servido
en Francia en la guardia imperial con el grado de sargento; ahora servía al ejército
colombiano y era muy útil allí, como tantos oficiales europeos. Bolívar los
apreciaba y los prefería a los oficiales ya con demasiada edad para aceptar las
exigencias de una nueva situación, siempre mal satisfechos e incapaces de
soportar las fatigas de la guerra bajo un clima insalubre. Cuando encontré al
comandante Castelli, se hallaba desesperado por haber fallado en la muerte del
general Morales, un asesino con galones, igual a tantos otros que España había
enviado a tierra firme con su ejército.

Morales era un antiguo pescador de la isla Margarita y ganó reputación por su


valor, sin lugar a dudas, pero más que todo por el terror que inspiraban sus
crueldades: muchas veces había sucedido que invitaba a su mesa a los oficiales
patriotas que había hecho prisioneros y al llegar al postre se hacía oir un redoble
de tambor y el general prevenía amablemente a los infelices que debían bajar al
patio donde se les fusilaba en su presencia. En Santa Marta hizo ahorcar de un
balcón a un joven escocés de 18 años, aspirante de marina e hijo de uno de mis
amigos el señor X y esto sucedió después de la Convención de Santa Ana entre
los generales Bolívar y Morillo, cuando se regularizó la guerra para hacer cesar la
lucha a muerte.

Castelli me refirió que cuando se retiraba ante las fuerzas españolas que eran
superiores y cerca de San Juan, ocupaba la hacienda “El Estanque”, sabía que
cuando Morales llegaba fatigado a alguna casa, su primer impulso era el de
buscar una mesa y botarse allí con todo y botas, para descansar. Así que Castelli
preparó “con amore”, una máquina infernal: un barril de pólvora debía inflamarse a
la menor presión que se hiciera sobre la mesa que había sido colocada en el

159

centro de la sala. Las tropas de Morales llegaron y la retaguardia americana se
retiró al tiempo que protegía la huida del cuerpo principal; el piamontés llevó a su
gente a un bosque espeso donde era inexpugnable. Pasaron los minutos y luego
las horas sin que hubiera habido explosión y los espías afirmaban que los
españoles ocupaban la casa. Castelli tomó la ofensiva; su retirada de la víspera no
había sido sino una estratagema para atraer a Morales en una emboscada.
Desalojó a los españoles y se dio cuenta de que su invento había sido retirado y
que el general enemigo había dormido profundamente sobre la mesa. Los
esclavos de la hacienda que estaban escondidos como serpientes en un bosque
vecino de la casa, habían visto todo un negro traidor había revelado el secreto. Al
terminar la historia Castelli añadió:

“Hice fusilar a ese negro,”


“¿Sin juzgarlo?”, le pregunté
‘‘Sin hacerlo juzgar”
“¿Y ud. lee a Horacio?”
“Sí y estoy seguro de que Ud.
habría hecho lo mismo en mi lugar”.

Castelli fue uno de los oficiales más útiles del ejército; casi siempre en campaña,
alejado del estado mayor general, del “Sol”, avanzó lentamente. Amaba la guerra y
fue él quien en la provincia de Antioquia, derrotó al famoso y brillante general
Córdoba, después de su revuelta contra la autoridad del Libertador. Se retiró a
Caracas, donde murió con el grado de general de brigada.

23 de abril. Salimos dc San Juan en compañía del comandante Pinavera e hicimos


una corta estación en Lagunilla para hacer beber agua alcalina a nuestras bestias;
los indios nos aseguraron que no había peces en la laguna aunque varias veces
habían visto culebras.

A las 10 de la mañana el termómetro marcaba, a la sombra, 24,8º.

De la Lagunilla comenzamos a descender por el lecho de un torrente y una hora


después apareció el esquisto arcilloso y negro, fuertemente inclinado hacia el SO.
Sobre este esquisto reposan los escombros de rocas de la meseta de San Juan.

Al dejar el torrente, entramos en un desfiladero estrecho y profundo, que es una


fisura abierta en un esquisto talcoso, negro y verdusco, con eflorecencias de
magnesio. Estos esquistos sobrepasan por encima el camino, a tal punto, que nos
parecía atravesar un subterráneo.

Después de haber trepado una cuesta muy inclinada, bajamos a la ribera del río
Chama donde reposamos y nos refrescamos con agua de coco mezclada con ron.
En el Chama se podía ver el neis sobre la orilla izquierda y arenisca sobre la
derecha. Seguimos un camino muy accidentado a lo largo del valle y la lluvia nos

160

sorprendió antes de llegar al pueblo de Chiguara donde nos encontramos con
tropas que se dirigían hacia la laguna de Maracaibo, entonces en poder de los
españoles.

24 de abril (1823). Bajamos de Chiguara en donde pasamos la noche, con


intención de atravesar el río Chama para llegar a la hacienda de “El Estanque”; la
casa en donde habíamos dormido estaba acribillada a balazos, pues un oficial
patriota había sido sorprendido y muerto allí por una patrulla realista.

Había llovido en tal forma que el río ya no era vadeable y su aspecto era terrible;
el ruido que producían las enormes rocas que arrastraba nos ensordecía a tal
punto que para hacerse oír había que hablar al oído.

25 de abril. La lluvia no cesaba y el paso del río era tan imposible como la víspera.
Tuvimos que remontar el valle para buscar el puente o la tarabita. Nuevo
problema: el puente se encontraba en tan mal estado que tuvimos que
consolidarlo para que nuestras mulas de silla y de carga pudieran pasar, no sin
peligros; nosotros nos decidimos por la tarabita establecida en el paso de la
Cabullo ** (sic).

Se llama tarabita a una manera de atravesar un río y que consiste en amarrar al


viajero a una silla de madera suspendida por unas 8 o 10 tiras de cuero de buey,
cuyas extremidades han sido fijadas a un par de postes sólidamente enterrados a
lado y lado del río. El pasajero va atado a la silla que está provista de dos tiras que
corresponden a cada uno de los postes. En el embarcadero el viajero baja por su
propio peso hasta la mitad del río donde se modera el descenso por el plano
inclinado, reteniéndose por la tira prendida a la silla. Tan pronto como ésta llega a
un punto estable es izada del lado opuesto, es decir, del lado del desembarcadero,
a donde el viajero llega emocionado, después de haber subido el plano inclinado.

Es muy poco agradable este pasaje que se efectúa por encima de un torrente
furioso o de un abismo, sobre los cuales se oscila como un péndulo durante
algunos minutos.

El comandante Pinavera pasó de último: era un hombre muy gordo y la lluvia


había mojado las tiras; cuando llegó a la mitad, al ser izado hacia la orilla opuesta,
se reventó una de la tiras y luego una segunda; debido a este percance la flexión
de las tiras restantes fue mayor y los pies del pasajero rozaban la espuma del
torrente que parecía arrastrarlo. Todos tratamos de halarlo cuidadosamente, pero
en el momento de llegar, la tira prendida a la silla se rompió y Pinavera volvió a
bajar a gran velocidad hasta el punto de la mayor flexión; de inmediato uno de los
“paseros” se dejó resbalar para atar una nueva tira a la silla, pero su peso
aumentaba la flexión de las tiras restantes: daba terror ver a esos dos hombres
sumergidos en parte, oscilar en ese cable; al fin la silla fue atada y pudimos halar
al comandante hacia nosotros. El pobre Pinavera estaba pálido, fuera de sí, más

161

muerto que vivo y nos dijo: “Si solamente hubiera podido hacer la señal de la cruz
cuando me creí perdido...pero era imposible porque estaba muy bien amarrado”.

En el paso de la Cabullo *** la altitud del río Chama, que en ese lugar tiene 20
metros de ancho, se encontró ser de 417 metros; la temperatura del aire era de
30,6º.

Nos alojamos en la hacienda de “El Estanque” dedicada al cultivo del cacao; fue
allí que sucedió el drama de Castelli y Morales que terminó en la muerte del negro;
por la tarde, a la hora de la oración, los esclavos se reunieron para cantar un
cántico y recibir la bendición del mayordomo.

Desde “El Estanque” vimos durante la noche esas singulares luces que habíamos
observado en Mérida y San Juan; son conocidas con el nombre de “farol de
Maracaibo”; se divisan desde las costas del mar, como del interior y se asegura
que son visibles a más de 40 leguas de distancia; parece ser que esas llamas,
esas fosforescencias nacen en el río Catatumbo, cerca del río Zulia.

El “farol” por su posición y persistencia, dirige como un verdadero faro, a los


navegantes que frecuentan el golfo de Maracaibo. Una leyenda dice que esas
apariciones luminosas se deben al alma en pena del tirano López **** de Aguirre;
este soldado de la conquista fue quien después de haberse rebelado contra
España, le escribía a Felipe II, hijo de Carlos V “el invencible” para justificar su
traición, al tiempo que confesaba sus crímenes con un cinismo increíble:
“Yo, López de Aguirre, tu vasallo, cristiano de larga data, nacido de padres pobres,
pero nobles, llegué al Perú, siendo joven, lanza en mano, para trabajar... Te invito
a ser más justo con los buenos vasallos que tienes en este país, porque yo y los
míos, cansados de ver las crueldades y las injusticias que ejercen en tu nombre
tus virreyes, hemos resuelto no obedecerte más y te haremos una guerra cruel...
Yo cojeo del pie izquierdo debido a dos arcabuzasos que recibí en el valle de
Coquimbo combatiendo bajo las órdenes de tu mariscal Alonso Alvarado contra
Francisco Girón, rebelde entonces como yo lo soy ahora y lo seré siempre, porque
después de que tu virrey marqués de Caneto, hombre cobarde, ambicioso y
afeminado hizo ahorcar a nuestros más valientes guerreros, no le hago más caso
a tus perdones que a los libros de Martín Lutero... Tengo la convicción de que
pocos reyes van al cielo, así que nosotros nos consideramos muy felices de
encontrarnos aquí en las Indias conservando en toda su pureza los mandamientos
de Dios y de la Iglesia Romana... Al salir del río Amazonas desembarcamos en
una isla de nombre ‘La Margarita’; fue allí donde recibimos de España la noticia de
la gran facción de los luteranos. Esta noticia nos dio mucho miedo y encontramos
entre nosotros uno de los facciosos de nombre Monteverde, a quien hice
descuartizar como correspondía... En el año de 1559 el marqués de Caneto envió
al Amazonas a Pedro de Ursúa, navarro o más bien francés... No habíamos hecho
ni 300 leguas cuando tuvimos que matar a ese malvado y ambicioso capitán.
Escogimos por rey a un caballero de Sevilla, Fernando Guzmán y le juramos

162

fidelidad. A mí se me nombró su ayudante y porque no consentí en hacer su
voluntad quisieron matarme, pero más bien yo maté al nuevo rey, a su capitán de
guardia, a su teniente general, a su capellán, a una mujer, a un caballero de la isla
de Rodas y a cinco o seis sirvientes. Resolví entonces castigar a tus ministros y a
tus consejeros (Oidores), nombré a capitanes y a sargentos que quisieron
matarme. Los hice ahorcar a todos y fue así como en medio de estas aventuras
navegamos 11 meses hasta la desembocadura del río es decir más de 1.500
leguas. Sabe Dios cómo nos libramos de esta masa de agua... que Dios te tenga
en su santa guarda”.

De la isla Margarita, Aguirre penetró por el puerto de Barbarata a los valles de


Aragua; en Valencia proclamó la destitución de Felipe II y a su llegada los
habitantes se retiraban a las islas del lago de Tacarigua. Fue de Valencia de
donde dirigió su famosa carta al rey de España, la cual pinta, dijo Humboldt, con
una aterradora veracidad, las costumbres de la soldadesca del siglo XVI.

Abandonado de los suyos, López de Aguirre fue muerto en Barquisimeto y en el


momento de sucumbir apuñaló a su única hija para que no tuviera que
avergonzarse de llevar el apellido de un traidor. El alma del tirano anda errante en
las sabanas como una llama y huye cuando los hombres se acercan (2) . Es así
como los indígenas explican los fuegos que aparecen en el fondo del golfo de
Maracaibo.

Esos meteoros luminosos que siempre se divisan de noche desde las montañas
de Mérida, tienen la apariencia de rayos de calor, rayos sin trueno, que muy
frecuentemente se ve brillar en los valles de las regiones cálidas, desde las
mesetas de las cordilleras. De resto, nadie ha encontrado alguna sustancia
bituminosa, espontáneamente inflamable, o un gas fosforescente al que sea
posible atribuir el fenómeno del “farol” de la laguna de Maracaibo.

26 de abril. En “El Estanque” nos separamos del excelente comandante Pinavera,


cerca de la parroquia de Bailadores. Después de haber seguido un torrente,
marchando sobre una rampa estrecha muy inclinada, llegamos a los Mucuties,
descendiendo la cuesta escalada no sin dificultad; atravesamos un puente que nos
permitió seguir el curso del río, remontándolo nuevamente. Decididamente
habíamos dejado el río Chama que a la altura de Chiguara voltea súbitamente
hacia el Norte, para entrar en la Ciénaga Grande, cuyas aguas desembocan en el
mar de las Antillas.

Entramos en la parroquia a las 4 de la tarde; todos sus habitantes habían


escapado al bosque a causa de la proximidad de las tropas españolas. Íbamos de
casa en casa y en cada puerta hacíamos la interpelación usual entre buenos
católicosy gente bien educada: “Ave María” a lo cual se contestaba “sin pecado
concebida”, pero nadie nos respondía; nos habíamos apeado y llevábamos las
mulas por la rienda, cuando en la sala de una casa, cuya puerta estaba abierta,

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alcancé a ver un hombre dormido en una hamaca, con su sable colocado en una
silla a fácil alcance; vestía guerrera azul, ¿sería un español o un colombiano? Hice
señales a mis compañeros para que no hicieran ruido y armé una pistola.

La casualidad quiso que me hiriese con la piedra de sílex y mi mano quedó roja de
sangre; llegué cerca del durmiente, retiré su sable, le coloqué la boca de mi pistola
sobre su frente y lo desperté. El pobre hombre tuvo un susto tremendo viendo a
una persona de mal aspecto, cubierta con un capote ya gastado, armada hasta los
dientes y con la mano ensangrentada. Este señor era el alcalde, quien nos contó
que estaba esperando al enemigo de un momento a otro. Nos acompañó a uno de
los extremos del pueblo, en donde nos hospedamos con un escuadrón
comandado por un teniente.

En el torrente de Mucuties, habíamos visto el neis in situ.

27de abril. Salimos a las 7 de la Parroquia y llegamos a las10 a la villa de


Bailadores, que estaba tan desierta como la parroquia y por la misma razón:
guerra en los alrededores. Esta población se halla cerca del río Mucuties, su
altitud es de 1.759 metros. A las 10, la temperatura del aire era de 21,7º.

Como el tiempo era favorable resolvimos pasar el páramo de Portachuelo y se


necesitaron 3 horas de rápido ascenso para llegar a la cima. La montaña está
formada de granito y de neis; su altitud 3.097 metros, a las 3 la temperatura era de
14,4º.

Al bajar del páramo por un camino muy accidentado, nos alcanzó una espantosa
tempestad: estaba oscuro y nuestras mulas dirigían por la luz ininterrumpida de los
rayos; eran las 9 de la noche cuando llegamos a las primeras casas de La Grita.

28 de abril. Continuó la lluvia; estábamos fatigados de la etapa de la víspera y tan


mojados que tomamos un día de reposo.

La Grita fue destruida por el temblor de 1812 y a causa de la guerra estaba casi
desierta; sin embargo asistimos a un baile ofrecido por los oficiales del regimiento
en guarnición.

Todas las mujeres, sin excepción, padecían de voluminosos cotos; el sirviente


Johnston decía que las asistentes, muy descotadas, tenían tres senos.

La altitud de La Grita es de 1.581 y la temperatura de 2O,6º a las 4 de la tarde.

29 de abril. De La Grita se baja hasta el río del valle, cerca de su unión con el río
Cobra, cuyas aguas son rojizas debido a una arcilla ocre. En este punto, el granito
se superpone al neis. Remontamos el río Cobra hasta una cabaña que se
encuentra al pie del Páramo del Zumbador que debíamos pasar al día siguiente.

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La lluvia no había cesado desde la mañana y los vados del torrente de la Cobra
habían sido difíciles y hasta peligrosos debido a una fuerte creciente. Nos
encontrábamos en un triste estado y tal era mi miseria que un agujero de mi
sombrero dejaba pasar la lluvia a mis vestidos o más bien a mis harapos y el agua
salía por los huecos de las botas. Habíamos pasado varias noches con nuestra
ropa mojada y lo mismo sucedió al pie del páramo donde sentimos un fuerte frío
debido al agua que nos empapaba, aun cuando la temperatura del aire era de 18º.

Altitud del pico del Zumbador, 1.995 metros.

30 de abril. A pesar de que llovió toda la noche, la mañana fue suficientemente


bonita para no vacilar en pasar el Zumbador. A las 6 estábamos en camino;
llegados a una gran elevación, bajamos para volver a subir hasta la cima; a las 9
abrí el barómetro para encontrar que la temperatura del aire era de 14,40 y la
altitud del zumbador de 2.732 metros. El viento soplaba con violencia y se nos
aseguró que siempre era lo mismo en ese páramo. Su nombre “Zumbador” sería
justificado.

La parte alta de la montaña es de neis, al subir a partir del pico del páramo
seguimos la arenisca que pronto desapareció bajo la hierba; pero a la bajada del
Zumbador volvimos a encontrarla. Llegamos al río San Cristóbal, después de
haber atravesado tres torrentes tributarios. A las 2 entrábamos en la sabana Laya,
en donde fuimos forzados a esperar en un rancho porque el río que debíamos
atravesar estaba extraordinariamente crecido. El dueño estaba enfermo de fiebre
que había contraído en los llanos de Barinas.

Por la noche nos proporcionaron luz con una singular luminaria: granos de ricino,
ensartados en un alambre, los cuales suministraban una luz viva y brillante. La
sarta tenía un pie de largo y tan pronto se consumía un grano, el fuego pasaba al
vecino.

1o. de mayo. Pudimos pasar el río para desayunar en Zariba. Marchábamos sobre
arenisca y al entrar a Capacho lo hacíamos sobre una caliza formada por conchas.

Altitud de Capacho 1.367 metros

Temperatura a las 4 21,7º

El río San Cristóbal se dirige hacia los llanos de Barinas.

2 de mayo. Seguimos el torrente de Capacho en donde reconocimos en la


arenisca varios afloramientos de carbón, así como de cristales de yeso.

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Dejarnos el lecho del Capacho, sobre el cual caminábamos desde hacía rato, para
tomar un sendero que nos llevó a San Antonio del Rosario, sobre el río Táchira, el
cual pasamos sobre un puente colgante hecho de cortezas de árbol y tan oscilante
que casi no podíamos mantenernos de pie y las mulas lo hicieron a nado. A las 2
de la tarde entramos a San Antonio de Cúcuta en donde el Congreso de la
República había promulgado la Constitución.

Altitud de Cúcuta 429 metros

Temperatura 10 de la mañana 29,7º

Temperatura 4 de la tarde 31,7º

Nos quedamos allí hasta el 5 de mayo y durante las tres noches que pasamos en
esta ciudad volvimos a ver, hacia el norte, la luz del “farol” del río Catatumbo. Esta
luz lejana no tiene la apariencia de rayos ni en ella se distingue los centelleos y
el zig-zag del relámpago; es como un vapor luminoso, muy fugaz que abarca un
gran espacio y aparece y desaparece con suficiente rapidez para hacer creer que
es permanente.

5 de mayo. Teníamos la intención de pasar por San José, pero el río que se une al
Táchira estaba demasiado crecido y tuvimos que seguir un desecho. Después de
2 horas de una marcha fatigante sobre un terreno cubierto de maleza, llegamos a
un cultivo de caña de azúcar en la hacienda de La Garita (sic) y siempre
observamos la arenisca en capas más o menos inclinadas.

(1) Anales de Química y Física, segunda serie, tomo XXIX, página 110: Memoria
sobre el Urao; página 283: Observaciones sobre algunos carbonatos, segunda
serie, tomo XXX; página 109: Análisis de una nueva sustancia mineral.

(2) Humboldt, viajes, Tomo V. Pág. 233.

* Barinas.

** Debe tratarse del paso de la Cabuya.

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*** Así en el original.

6 de mayo. Al salir de La Garita atravesamos una sabana cubierta de limoneros; la


tierra estaba llena de frutas y abrimos un sendero sobre una cuesta cubierta de
vegetación espesa, para bajar del pico por una hondonada abierta en una capa de
esquisto incrustada entre dos capas de arenisca casi verticales. Al pie de esta ruta
singular nos encontramos en presencia de la Quebrada Honda, la cual no pudimos
atravesar por su profundidad por no encontrar vado practicable. Había llovido todo
el día y no pudimos hacer nada mejor que instalarnos bajo las minas de una
cabaña cuyo propietario había muerto hacía poco a consecuencia de la mordedura
de una serpiente; cocinamos en los utensilios del difunto. Nada más triste que
encontrarse a la orilla de un río a la espera de que sus aguas bajen; sin embargo,
tuvimos una diversión inesperada: ver desfilar una innumerable banda de monos
araguatos que lanzaban gritos ensordecedores tan pronto nos veían y se
balanceaban en una rama hasta que la amplitud de la oscilación los acercaba a
las ramas de un árbol vecino. Todos imitaban esta gimnasia y recorrían así, en la
selva, grandes distancias de árbol en árbol, no bajando al suelo sino rara vez;
algunas veces los vi tratando de calentarse al fuego de una hoguera abandonada
recientemente por algunos viajeros.

Hicimos mal en no matar algunos “araguatos” que habríamos comido como lo he


hecho varias veces cuando ya me había convenido en un verdadero “indio” y ya
no me molestaba la apariencia antropofágica de esta comida.

En nuestro aislamiento teníamos otra distracción: era un hormiguero que había


desalojado un volumen de varios metros cúbicos de tierra; ¡qué actividad!
Nuestros arrieros nos aseguraban que el cadáver del propietario de la cabaña en
donde nos encontrábamos había sido devorado por las hormigas. ¡Una sepultura
como cualquier otra!

7de mayo. Nos apresuramos a atravesar la quebrada cuyas aguas habían bajado,
pero a pesar de esto, fue difícil pues el torrente todavía muy alto llegaba a las
cinchas de las mulas. Al subir a la explanada bañada por la quebrada
encontramos bloques de arenisca y de caliza; a las 10 llegamos a la población de
Chinácota, 2 días después de haber salido del Rosario de Cúcuta.

Altitud de Chinácota 1.253 metros

Temperatura a la 1 24º

Al salir de Chinácota se pasa la quebrada Escala, se sigue un sendero sobre una


meseta de arenisca y se encuentra una habitación aislada, “El Fiscal”, en donde
nos detuvimos.
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Altitud del Fiscal del Correo 1.562 metros

Temperatura 16,1º

Sin lugar a dudas, estábamos ascendiendo en las cordilleras.

8 de mayo. De “El Fiscal” bajamos al río Pamplonita, cuyo curso seguimos durante
algún tiempo, andando dentro del agua. Este río se reúne con la quebrada Honda
para formar el río San José que desemboca en el Táchira. Después de haber
dejado el río Pamplonita porque se había convertido en rápido y profundo,
seguimos un camino fangoso a lo largo del río que mucho más arriba pasamos por
un puente para llegar a las 3 a Chopo.

Cerca de esa población habíamos reconocido en la arenisca varios afloramientos


de capas de carbón.

Altitud de Chopo 1.738 metros

Temperatura a las 3 21º

9 de mayo. Pésima noche en Chopo, no tanto por el frío (a las 7 de la mañana


13º) sino porque nos acostamos en el suelo con los vestidos que llevábamos,
mojados desde hacía días.

Para llegar a la ciudad de Pamplona debíamos pasar un páramo temible, el


Volador. Salimos a las 7 de Chopo y subimos una cuesta de fuerte pendiente;
cerca del pueblo descubrimos una espesa capa de carbón, sin duda la arenisca de
esta localidad contiene abundantes yacimientos de combustible; la subida
continuaba; a las 8 hicimos una parada en un sitio llamado Laguna.

Altitud de Laguna 2.309 metros

Temperatura 16,7º

Media hora después habíamos llegado al punto más alto del páramo.

Altitud de Volador 3.419 metros

168

Temperatura 15º

No habíamos abandonado la arenisca, apenas habíamos comenzado a bajar


cuando vimos a Pamplona en un asentamiento muy normal; la ciudad se halla en
el centro de un círculo formado por montañas relativamente poco elevadas, donde
nace el río Pamplonita. El temblor de tierra de 1812 se sintió fuertemente en
Pamplona, sin que resultara ningún daño; parece que la trepidación del suelo
disminuía de intensidad a medida que las localidades donde llegaban se hallaban
a mayor distancia de Caracas. En santa Fe de Bogotá las sacudidas fueron menos
pronunciadas. Nos demoramos algunos días en Pamplona para descansar, tanto
hombres como bestias, de las fatigas que habíamos padecido; al fin pude vestirme
con ropa seca. Nos hospedábamos en una casa bastante buena, siempre en estilo
morisco. En el primer piso que daba a la calle, encontramos a dos oficiales
ingleses, tal como el comandante Pinavera los concebía: levita y cabellos rojos. El
coronel Mauby nos divirtió mucho, era un excelente compañero y así vivimos
confortablemente a la inglesa.

Pamplona cuenta con 3.000 a 4.000 habitantes; su apariencia es monacal, como


sucede en todas las ciudades localizadas a gran altura en las cordilleras. Las
mujeres llevaban un rebozo (mantilla) de material azul, falda de bayeta que es una
tela de tejido liviano, fabricada en el país y un sombrero de fieltro parecido a los de
hombre. Las clases inferiores no usan calzado; las mujeres blancas y las mestizas
tienen la tez de buen color, los ojos y los cabellos negros y son de una vivacidad
constante, desconocida en las regiones cálidas, en donde el hombre no es sino
momentáneamente activo, por una sobreexcitación, para caer enseguida en su
indolencia habitual.

A Pamplona le falta espacio por no haber sido construida sobre una de esas
grandes mesetas que le dan a Bogotá y a Quito un sello especial. ¿Cómo surgió la
idea de fundar una ciudad con conventos e iglesias en medio de montañas tan
encerradas? La respuesta está en la proximidad de las minas de oro muy
productivas en cierta época y cuya explotación había cesado debido a la guerra.

En 1829 fui encargado de explorar las minas del distrito de Pamplona y creo mi
deber dejar aquí mis informaciones.

Había escogido por residencia el pueblo de la Baja, habitado por algunos mineros
indígenas. Bajo mis órdenes trabajaban obreros ingleses venidos de Cornouailles,
quienes se habían distribuido por los alrededores.

Pamplona está edificada sobre arenisca que descansa sobre rocas cristalinas.
Esta superposición se vuelve a encontrar yendo hacia la región minera, así que
tan pronto se deja la ciudad en dirección a Vetas, la arenisca aparece sobre el
granito. Antes de llegar al Alto de las Golondrinas, el esquisto micáceo reemplaza

169

al granito y más arriba esta roca da un reflejo plateado porque contiene gran
cantidad de cristales de turmalina negra. El esquisto micáceo brillaba al sol; al fin,
sobre El Alto, se encuentra una grünstein porfírica, con matriz verde, afibólica que
contiene cristales de feldespato anacarado.

Altitud del Alto de las Golondrinas 3.457 metros

Temperatura 9º

Al bajar hacia La Caldera se pueden ver alternativamente el esquisto micáceo y la


grünstein.

Altitud hacienda de La Caldera 2.664 metros

Temperatura 12º

Se está entonces sobre capas de arenisca esquistosa y de caliza con que se


extienden hasta el río Topón.

Altitud 2.641 metros

Temperatura 16.6º

El Topón desemboca en el río Tapagua. Al subir por su lecho se llega a un


esquisto micáceo formado de láminas de mica blanca con reflejos metálicos y que
presenta la particularidad de contener numerosos granates; estas capas
granatíferas recuerdan algunos esquistos micáceos de la Cordillera del Litoral de
Venezuela, pero aquí la roca granatífera tiene, con frecuencia, la estructura de un
verdadero granito formado por pequeñas láminas de mica negra, por fragmentos
de cuarzo, por cristales de feldespato y de granates. En este esquisto micáceo se
encuentran capas de una caliza gris en láminas: en el contacto entre las dos
rocas, la esquistosa se encuentra bastante impregnada de carbonato de calcio
para producir una viva efervescencia, al ser tratada con ácidos a partir del río
Topón, el camino que sigue el estrecho valle de Tapagua sube hasta el páramo de
Santurbán a una altitud de 4.133 metros y temperatura de 1º. En las proximidades
de la cima del páramo el esquisto micáceo cambia de aspecto y pasa a granito
que contiene mica negra; es un granito particular que parece tener relación con la
sienita. Se advierten en estas rocas fuentes saladas en analogía con algunos
granitos de mica negra de Antioquia.

170

De lo alto de ese páramo vimos el del Almorzadero al ESE. Y desde Santurbán se
baja a la población de Vetas con una altitud de 3.208 metros y una temperatura de
9º donde se encuentran antiguas obras de minería, situada encima de la mina de
oro de Borero, donde comenzaban la construcción de una planta central para
amalgamar el mineral por el método sajón, del cual yo no soy partidario, pues
encuentro mejor el sistema americano por ser más sencillo que el ideado por el
barón de Born; más adelante los hechos me dieron la razón,puesto que se ha
regresado a la amalgamación inventada por Medina del Campo.

De la mina de Borero se baja hasta el río Vetas, con altitud de 2.353 metros y
temperatura de 22º. Sobre la orilla derecha se ha tallado en la roca una rampa tan
estrecha que es necesario estar habituado a las cordilleras para transitar en mula
por ese camino, aun cuando es más prudente cerrar los ojos en caso de vértigo. El
camino bordea por un lado un precipicio y por el otro un peñasco y conduce a
Labaja, cuya altitud es de 2.353 metros, con temperatura de 15,7º; ésta es una
población insignificante, conocida también con el nombre de La Montuosa. Allí
vivió varios años don Celestino Mutis y emprendió, sin éxito, la explotación de las
minas; fue en Labaja donde comenzó su “Flora de la Nueva Granada”. Mutis era
un hombre perseverante: amaba la ciencia con pasión y no lo detenía ninguna
dificultad. Llegó a América agregado a un virrey, en calidad de médico; tenía
correspondencia con Linneo y con Adamson. Para publicar “La Flora”, montó en
Bogotá una imprenta y formó excelentes dibujantes; más tarde ingresó al
sacerdocio y fue director espiritual de las Hermanas del Convento de Santa Clara.
A él se debe el Observatorio de Bogotá en donde tuve en mis manos, no sin
emoción, instrumentos que habían sido traídos a América por académicos
franceses enviados al Ecuador. Mutis había obtenido del gobierno español todo lo
que consideró necesario para hacer las observaciones.

La revolución destruyó todo esto, pero tuve la suerte de salvar sus manuscritos; él
publicó un buen trabajo sobre las quininas, “La Quinalogía”. Creo que murió en
1812, 3 o 4 años antes del comienzo de la guerra de la Independencia. La bella
colección de dibujos coloreados de las plantas de la Nueva Granada fue enviada a
España cuando la expedición de Morillo, es decir, que se perdió para la ciencia.

Yo viví en Labajaen casa de sobrinos nietos de Mutis. Al ESE de Labaja y por


encima se halla La Alta, con una altitud de 3.343 metros y una temperatura de 17º.

El estado de descomposición de la roca cuyo feldespato pasa a caolín, no me


permitió decidir si era un granito de mica negra o una sienita porfídica; la roca
alterada encierra numerosos filones de cuarzo, reemplazados aquí y allá por
venas de “pacos” (óxido de hierro hidratado). Todas las muestras de cuarzo o de
“pacos” que hice pulverizar, dieron oro por medio de lavado.

Las antiguas galerías que recorrí en La Alta, son muy extensas y la población
habría desaparecido después del abandono de los trabajos; estoy convencido de

171

que tanto para La Alta como para todas las minas de filón de los alrededores de
Pamplona, la cesación de los trabajos y la desaparición de la población, se deben
a una misma causa: los indios dominados por los conquistadores murieron
trabajando, lo mismo que en todos los sitios en donde fueron condenados a
trabajos subterráneos demasiado rudos, además del efecto moral producido por la
pérdida de la libertad, por el maltrato y por una alimentación insuficiente.

La mina de Angostura situada a media legua de Labaja, tenía varias galerías


cuyos trabajos habían sido desarrollados sobre un filón de cuarzo en el cual se
veía el oro. El techo del filón es feldespático, algunas veces impregnado de hierro
oligisto.

Más arriba de los trabajos de Angostura está la mina de San Andrés establecida
probablemente sobre el mismo filón, aun cuando la mena sea diferente.
Independientemente del oro, encierra piritas de hierro y de cobre y sulfuro de
cobre gris argentífero.

Monguero (altitud 2.352 metros, temperatura 17,7º) está en el vecindario de


Labaja: es allí donde se debería establecer unaplanta central. Las minas de esta
localidad son numerosas, aun cuando sus trabajos fueron poco importantes
porque no se adelantaron mucho y me limitaré a mencionar a Borero y Bartolo, por
la riqueza excepcional de sus minas.

En Borero se explotó un filón de cuarzo de 2 a 3 pies de espesor, pero estéril en


su mayor espesor. La zona metálica no pasaba de algunas pulgadas y contenía
galena, plata roja, pirita de hierro en concreciones, plata sulfurada, plata nativa,
capilar y oro nativo; es raro encontrar en una vena una asociación de sustancias
minerales de tanto valor, ¡pero qué trabajo cuesta extraerlos! Se debe volar con
pólvora cerca de un metro de cuarzo extremadamente duro, en un país en donde
el acero para floretes valía tanto como la plata, en donde la jornada de un minero
europeo costaba 10 francos o más y la pólvora más de 6 francos el kilogramo.

Yo estimé como ingeniero, ya al corriente de las dificultades y con gran sorpresa


de los mineros ingleses, que el oro extraído de Borero saldría a un precio 2 o
3 veces más alto que el oro del comercio y no me equivoqué: ésta fue la situación
que tuvimos que enfrentar.

En la mina de Borero encontré muestras de cuarzo gris a las que se adherían


grupos de cristales de oro nativo, que pesaban entre 40 y 50 gramos. En las minas
San Bartolo, muy cerca de Vetas, conseguí muestras similares. Entre otras menas
auríferas, había oro nativo en bellas láminas tan delgadas y frágiles que fue
imposible conservarlas enteras.

172

Las explotaciones vecinas a la población de Labaja han sido todas establecidas
sobre filones de cuarzo en rocas parecidas o análogas a las del páramo de
Santurbán.

A las minas ya mencionadas añadiría las de La Plata, en donde se encuentra


sulfuro de antimonio argentífero, las de San Cristóbal, las de Machuca y las de
San Antonio.

Para completar esa información sobre las riquezas minerales de Pamplona, resta
mencionar el Páramo Rico que en alguna época, ya lejana, produjo grandes
cantidades de oro. El páramo se encuentra al sur de la población de Labaja y se
necesitaron 3 y media horas de viaje para llegar allí. La vista alcanzaba una parte
del valle de Suratá, el páramo de Santurbán en lontananza, al SO la meseta de
Bucaramanga y al NO una montaña muy elevada, el Alto del Salado,
frecuentemente cubierta de nieve y cuya altitud debe ser de 4.500 a 4.800 metros.

El páramo está formado por una sienita dentro de la cual el esquisto micáceo
tiende a subsituir al anfibol. La superficie del terreno es poco accidentada: tiene
una sola saliente, más bien angosta y de difícil acceso: el morro, en donde
coloqué el barómetro.

Altitud del Páramo Rico 3.808 metros

Temperatura 14,4º

Llama la atención una gran cantidad de bloques de cuarzo blanco lechoso de


diferentes tamaños, que cubren el suelo; probablemente provienen de filones
lavados por la acción del agua sobre la sienita. Muchos de esos bloques habían
servido de piedras para moler el mineral y cierta cantidad de ellas estaban
montadas sobre una base ligeramente inclinada como es conveniente para que la
materia triturada corra con el agua dentro de un recipiente. La superficie de esas
piedras estaba excavada por la acción de la molienda. También vi varias galerías
inclinadas, colocadas sobre afloraciones de filones de cuarzo, en el cual se
apercibían nidos de óxido de hierro (paco); estos trabajos no llegaban sino a
pocos metros de profundidad y es probable que fueran interrumpidos, tan pronto
como el techo o el muro del filón opusiera una resistencia demasiado fuerte al
cesar la alteración de la roca.

En la grava depositada en el fondo de un pequeño riachuelo, se distinguía un


polvo amarillo azufre muy denso; el análisis que hice demostró que era una nueva
variedad de plomo molibdatado.

173

Me sentí apesadumbrado en medio de esta soledad, en otras épocas animada por
el trabajo. El mineral no había disminuido ni en cantidad, ni en riqueza y el cuarzo
aún contenía oro. ¿Qué se habían hecho los indios que lo extraían, lo molían y lo
sometían a lavado para retirar el precioso metal? Ya lo dije; murieron de fatiga, de
miseria y de tristeza.

En las cordilleras casi todas las minas importantes tienen su leyenda. En La


Quebrada, en el torrente de Labaja, se habían encontrado pedazos de oro nativo
de los cuales uno solo pesaba 33 libras; esto no tiene nada de extraordinario y fue
sin duda este hallazgo el que decidió a los españoles a buscar las minas en los
alrededores del alto de Santurbán.

El descubrimiento de los importantes yacimientos del Páramo Rico se debe, de


acuerdo con la tradición, a un curioso incidente: algunos hidalgos de Pamplona
cazaban a caballo, sobre la meseta; al tomar un descanso para almorzar, vieron
dirigirse a ellos a un pobre gallego, especie de vendedor ambulante; después de
haber saludado con mucho respeto a la noble compañía, les preguntó si le podrían
indicar un sitio en donde encontrara oro. Esta pregunta inocente puso de buen
humor a los cazadores y le mostraron el morro, hacia el cual el gallego se dirigió
con entusiasmo. Lo vieron escalar los bloques de roca y luego desaparecer; al
poco tiempo regresó doblado por el peso del oro que contenía su morral.
Agradeció efusivamente a los hidalgos que se encontraban bastante sorprendidos
y tomó el camino de Pamplona, donde juzgó prudente no detenerse.

Del morro de Páramo Rico yo había visto una montaña cuya cima parecía formada
por bloques de rocas superpuestas; el aspecto era curioso y resolví hacer allí una
excursión.

Salimos de Labaja a las 5 de la mañana, pasamos por la mina de San Cristóbal y


a las 8 y media subimos hasta un pequeño estanque, la Laguna de la Virgen; para
llegar al Alto de la Piedras, seguimos la cuchilla de la montaña por un camino muy
escabroso; un viento del E hacia difíciles la marcha y la respiración; varias veces
caímos por esta causa y nos penetraba el frío. A las 11 llegamos al Alto de las
Piedras cuyo nombre no nos pudo decir el guía, casi congelado; yo lo bauticé el
Alto del Barómetro por un lamentable accidente que me aconteció cuando
llegamos.

Altitud 4.176 metros

Temperatura 0º

Esta altura era la misma del Páramo de Santurbán y 300 o 400 metros más alto
que el Páramo Rico. La situación estaba lejos de ser agradable; sentíamos

174

vivamente la baja de la temperatura y nos costaba trabajo soportar el viento a 0º.
El cielo estaba cubierto y para bajar más rápidamente resolvimos marchar en
dirección a Labaja, es decir al oeste; nos fue mal porque tuvimos que salvar pasos
muy peligrosos al atravesar lo que podríamos llamar “El Caos”, una acumulación
de enormes bloques de roca diseminados por todas partes. Vicente, mi ayudante
negro, a pesar de su seguridad cayó en una hendidura de más de 10 metros de
profundidad. Felizmente para él, pero no así para nuestras observaciones, el
barómetro que llevaba en bandolera, se atravesó y se rompió, suavizándole la
caída; Vicente, quien era un minero profesional, salió a la superficie fácilmente y
con muy pocas contusiones. Si alguna vez un viajero encuentra mercurio en esos
parajes, ¡que no se imagine haber descubierto un yacimiento de este metal
nativo!.

Los bloques del alto de las Piedras o del Barómetro pertenecen a una roca
anfibólica que contiene cristales de feldespato. Estos bloques tienen ángulos
agudos y todo indica que se encuentran allí desde la formación de la cordillera. En
la Laguna de la Virgen se encuentra el visitante sobre sienita y luego, más abajo,
sobre granito de mica negra; en una palabra, el alto del Barómetro está
geológicamente constituido como el Páramo de Santurbán y el Páramo Rico.

Antes de dejar mi residencia de Labaja, visité la mina del Pico del Gallo, así
nombrada porque el filón de cuarzo presenta venas de sulfuro gris de cobre que
representan muy bien una pata de gallo.

La entrada de las galerías principales se había derrumbado desde hacia más de


un siglo, por efecto de un temblor de tierra; los mineros debieron salir, advertidos,
sin duda, por una primera sacudida; por lo menos al visitar estas antiguas galerías,
muy desarrolladas, no encontré ningún esqueleto, sino más bien objetos: una
maza de hierro con mango del mismo metal, cofias, palancas y velas, cuyo sebo
todavía estaba blanco y duro. El sulfuro de cobre del Pico del Gallo contiene muy
poca plata.

Los torrentes de las montañas que contienen venas auríferas, acarrean oro que el
agua deposita en los valles con los aluviones que resultan de la desagregación de
las rocas. El oro se presenta en polvo, mas fino a medida que ha recorrido más
distancia. En los aluviones con cantos voluminosos acumulados al pie de las
montañas, el oro se encuentra en granos bastante gruesos, algunas veces en
cristales y frecuentemente adheridos aún a la greda.

Los mineros de aluvión en América designan al oro cristalino asociado a cuarzo u


óxido de hierro con el nombre de oro de venero, expresión que se puede traducir
por oro que acaba de ser desprendido del filón.

Yo no hubiera considerado completamente cumplida mi misión sin haber visitado


los aluviones auríferos que tienen por origen los escombros de las montañas

175

cuyos importantes yacimientos acababa de estudiar. En el valle de Suratá se
encuentran lavaderos de oro que nunca han dejado de ser explotados y que sin
duda los indios trabajaban antes de la Conquista. Los unos están establecidos
cerca de Bucaramanga, bonita ciudad situada en el centro de una explanada; los
otros, en proximidades de Girón. Los aluviones auríferos de Suratá están
alrededor de 20 millas al S O de Labaja.

Para llegar allí, pasé por Cácota de Matanza, aldea grande en donde vive una
población de cotudos y cretinos; el coto es por lo demás endémico en las
cercanías de Pamplona y nuestros mineros europeos después de una estada de
algunos meses en Labaja y en Vetas, mostraban casi todos síntomas de haberlo
adquirido. En el valle de Suratá, el coto alcanza dimensiones considerables como
pude comprobarlo en Cácota de Matanza, a donde llegué precisamente para
asistir a un baile ofrecido por los estancieros (gente del campo). Todas las
asistentes eran cotudas en el más alto grado y aparte de ello, bonitas y agradables
cuando se callaban, porque el desarrollo anormal de la glándula tiroides, comunica
a la voz un sonido ronco, lejano, como el timbre de voz de una pesadilla. Por todas
partes se encontraban cretinos, producto de esa endemia; además, Cácota debe
su nombre de Matanza al hecho de que allí, un día, un cretino de familia noble, le
cortó el cuello a cinco de sus jóvenes hermanos menores.

El cretinismo produce accesos de furia que sobrevienen a la más mínima


contrariedad; de ello doy fe , pues me escapé de ser víctima de uno de estos
infelices sujetos y creo que la historia merece ser contada.

Fue en el valle del río de La Magdalena: formábamos una numerosa cabalgata


entre oficiales y asistentes; habíamos salido de Ibagué al amanecer. A mediodía
nos detuvimos a la sombra de un árbol (guarumo) cuyas ramas se extendían en tal
forma que yo me creía bajo el famoso zamani * (sic) de los valles de Aragua; bajo
este árbol, verdadero coloso, se lleva a cabo el mercado de la población; los
habitantes no tardaron en llegar para mirar a gentes que no estaban vestidas
como todo el mundo y que, además, llevaban grandes sables y mostachos. Nos
habíamos desmontado y fumábamos unos cigarros, cuando un bobo, mudo y
cretino me tendió la mano a la espera de una limosna. Saqué un real de plata y
después de haberlo acercado a la mano del bobo, lo retiré bruscamente; varias
veces repetí esa chanza. Lo que me hacía prolongar ese juego de bastante mal
gusto eran los cambios de fisonomía del pobre hombre, sus gestos amenazantes y
la indignación que expresaba por medio de sonidos inarticulados, verdaderos
rugidos. Al fin se retiró mostrándome el puño y yo boté a tierra la moneda
indicándole que la recogiera, lo que él no quiso hacer. Media hora después de
esta escena en la cual yo no había jugado el mejor papel y que ya estaba
olvidada, charlaba con un camarada cuando de pronto oí un rumor, volteé a mirar
y vi que el comandante Herrán tenía agarrado el brazo del cretino en el momento
en que este inocente iba a clavarme en la espalda un simpático cuchillo, muy
agudo; Herrán aseguraba que no había podido prevenir el ataque, sino por un

176

segundo. Desarmar al infeliz, sin hacerle ningún daño, fue asunto de un instante:
en primer lugar no era del todo culpable y además, a los ojos del pueblo, los
pobres de espíritu son objeto de una especie de veneración.

Después de esta aventura y de esta lección, siempre he tenido infinidad de


miramientos con los cretinos de toda especie, en donde los haya encontrado: en
asambleas políticas, en las academias, en la corte y sobre todo en el mundo
social.

Como pude convencerme en Jaboncillo, en Palmichal y en Chinácota, los


aluviones auríferos están depositados sobre el esquisto micáceo, sobre la sienita y
sobre el pórfido sienítico; en cuanto a los cantos que constituyen estos depósitos
aluviales, puedo afirmar que allí están representadas todas las rocas de aluviones
auríferos de las Golondrinas, Santurbán y de Páramo Rico.

Los lavaderos de Girón de Bucaramanga, suministran oro de Ley 920 a 980. Esa
ley es superior a la de la Nueva Granada, así que cuando algunos falsarios
fabricaron con el metal extraído de los lavaderos monedas falsas que sin embargo
contenían más metal que las piezas acuñadas por el estado, sus ganancias
resultaban de que no tenían que pagar al fisco “el quinto”, es decir, los derechos
de fundición y de acuñamiento.

El promedio de observaciones barométricas indicó para Pamplona una altitud de


2.300 metros y el termómetro indicó una máxima de 18,5º y una mínima de 16,5º
el higrómetro de Saussure se mantuvo entre 65º y 69º durante un bonito día y
entre 69º y 64º en tiempo cubierto.

12 de mayo. Dejamos a Pamplona a las 12 del día; cerca de Paramito, se ve la


superposición de la arenisca sobre el granito; en seguida bajamos hasta la
población de Cácota.

Altitud 2.020 metros

Temperatura 18,5º

* Samán.

13 demayo.A las 9 tomamos el camino de Chitagá; estaba lloviendo y los caminos


estaban empapados; una rampa tallada en el neis nos llevó al poblado en donde
encontramos una caliza que contenía conchas. La roca, inclinada de 6º a 7º está

177

recubierta de bloques de una arenilla rojiza con huellas de restos orgánicos:
probablemente pertenece al “bunter Sandstein” y la caliza es probablemente la
base del terreno cretáceo, la caliza neocomiense (ver las conchas en las rocas
traídas).

El lecho del río Chitagá está, en primer lugar, formado por neis y un poco más allá
por arenisca.

A las 3 llegamos al poblado:

Altitud 2.325 metros

Temperatura 16º

Desde Pamplona nos alumbrábamos con velas de una cera verde, vegetal,
extraída de los granos de la Cerica mirrífera,laurel muy común en los bosques de
las regiones templadas.

14 de mayo. El tiempo era incierto cuando montamos a caballo; íbamos a


atravesar un páramo muy temido: el Almorzadero. Más allá de Chitagá, en el río
de El Fraile, tributario del Apuro (sic) el barómetro dio las siguientes indicaciones:

Altitud 2.398 metros

Temperatura 14º

Subíamos constantemente; en las chozas de Comacuata, nuestra altitud ya era de


3.465 metros y la temperatura de 16º a las 4 de la tarde llegamos al punto
culminante del páramo del Almorzadero. La ascensión había durado 9 horas.

Altitud 3.924 metros

Temperatura 5º

Yo ya no estaba acostumbrado a una temperatura tan baja y tuve muchas


dificultades para llevar a cabo la observación barométrica: el Almorzadero es un
paso peligroso si a uno lo sorprende una tormenta de nieve y es notable el número
de cruces de madera clavadas por los campesinos que llegaron a la cima del
páramo sin dificultades. Desde Chitagá habíamos observado la arenisca y cerca
de la cumbre reconocimos un magnifico afloramiento carbón.

178

En una hora bajamos a la hacienda de Hato Jurado.

Altitud 3.196 metros

Temperatura a las 5 11º

No habíamos dejado la arenisca.

15 de mayo. De Hato Jurado continuó el descenso hasta Cerrito donde llegamos


después de 2 horas de marcha.

Altitud 2.575 metros

Temperatura 17,2º

Seguimos descendiendo y una hora después llegamos a Concepción.

Altitud 2.070 metros

Temperatura 24º

Continuamos por el valle del río Cerrito; cerca de Concepción la caliza con
conchas aflora por todas partes; se ven las entradas a varias cavernas, obstruidas
por las plantas. Durante una hora caminamos sobre bancos de calcáreo sin suelo
ni vegetación, horizontales y que al paso por nuestras monturas producían un
sonido que indicaba que debajo había cavidades. Nos encontrábamos sobre la
ribera occidental del río Cerrito que corre hacia el Sur; sobre la ribera opuesta se
hallan escarpes formados por areniscas.

Antes de entrar en el pueblo de Llano anciso (sic) en donde debíamos


permanecer, visitamos una fuente termal muy abundante, cuya agua no tenía
ningún sabor y sedimentaba azufre; su temperatura era de 55º.

Altitud de las fuentes 1.907 metros

Temperatura del aire a las 2 28,5º

Temperatura del aire a las 3 22,8º

179

Altitud de Llano anciso 1.618 metros

Llano anciso se encuentra sobre la orilla izquierda del río Tequía, conocido
también con el nombre de Quesada Barsal. ¡Esta población está rodeada de altas
montañas y en ninguna parte había yo visto tantos cotos!.

Antes de Llano anciso, al borde del Tequía, cerca de un puente en donde


desemboca el riachuelo “El Caliche”, comienza un depósito calcáreo de 6 a 12
metros de espesor, formado por un agua mineral acidulada. Este calcáreo reposa
sobre la arenisca que seguimos durante más de 2 millas; es blanco, compacto,
globular en ciertos puntos y recuerda una disposición oolítica.

En esa toba se han reconocido varias grutas, vimos varias, y se nos ha afirmado
que se extendían por debajo del lecho del Tequía y que al recorrerlas el ruido
producido por el agua del torrente se podía oír claramente. En esas cavernas se
encuentran esqueletos porque los indios, antes de la Conquista, las utilizaban
como cementerios.

Las fuentes que salen de la caliza del Tequía son incrustantes; las hojas y las
ramas que se encuentran dentro de esas fuentes se ven recubiertas de un
revestimiento calcáreo.

Me llamó la atención el tamaño de los cotos que padecen los habitantes de esa
localidad.

16 de mayo. Al seguir el estrecho valle del río Cerrito, afluente del río Sogamoso,
llegamos a Capitanejo, en donde nos sorprendió la alternación de la caliza con
conchas con la arenisca con huellas de organismos. Cerca de la población se
explotaba una mina de plomo, una galena de grandes facetas.

A la 1 nos detuvimos en la plaza para almorzar a la sombra de un magnífico


búcaro, que había crecido al lado de una palma real de gran altura; a las 2 la
temperatura a la sombra era de 31º.

Altitud de Capitanejo 1.774 metros

Después de haber atravesado el río de Capitanejo, subimos una rampa,


avanzando al sur y ya de noche llegamos a Tipacoque.

17 de mayo. Tipacoque es un antiguo convento de benedictinos:

Altitud 1.935 metros

180

Temperatura a las 9 22 ,5º

Después de 5 horas de marcha entramos en Soatá:

Altitud 2.019 metros

Temperatura 20º

A las 6 de la tarde habíamos bajado a Sogamosito, cuya altitud es de 777 metros


con una temperatura de 19; el alcalde nos alojó en un local donde pasamos la
noche combatiendo enormes ratas.

18 de mayo. Salimos a las 8 de Sogamosito y entramos a las 10 a Susacón.

Altitud 2.545 metros

Temperatura 18,3º

Subimos por una cuesta hasta el Alto de Ocativá.

Altitud 3.434 metros

Temperatura a la 1 13,9º

El descenso del Alto a Sátiva duró 3 horas.

Altitud de Sátiva 2.428 metros

Temperatura a las 4 23º

Llegamos en un día de fiesta y la afluencia era grande debido a una procesión en


honor de San 0gJosé. Toda la población india estaba ebria de chicha, así que
fuimos a acostarnos en una población situada arriba de La Parroquia.

19 de mayo. En Sátiva, al salir el sol:

Temperatura 11º

181

Subimos hasta un sitio llamado Portachuelo. Es un páramo que hay que pasar
para llegar a Cerinza.

Altitud de Portachuelo 3.108 metros

Temperatura 12,8º

La cima de Portachuelo presenta escarpes formados por capas de arenisca que


alternan con capas calcáreas. La ruta que seguimos hasta Cerinza, a donde
llegamos a las 5, es la menos quebrada de las que habíamos recorrido en la
Cordillera Oriental: estábamos al borde de la meseta de Bogotá.

Praderas, campos de trigo, ganado que pastaba y casas cubiertas de paja


recordaban el clima de Europa.

Altitud de Cerinza 2.659 metros

Temperatura a la 8 de la mañana 13,3º

20 de mayo.— Salimos a las 9 de la mañana y a medio día entramos a la


población de Santa Rosa, donde hicimos una observación barométrica.

Altitud 2.637 metros

Temperatura a la 1 20,6º

Nos aseguraban que en Santa Rosa se encontraban menas de hierro


excesivamente pesadas. Al pedir informes nos llevaron a donde el herrero para
mostrarnos una gran pieza de esa mena, que le servía de yunque. Cuál sería
nuestra sorpresa al reconocer en el dicho yunque, una masa de hierro metálico de
forma bastante irregular con numerosas vacuolas en su superficie y recubierta de
un barniz carmelita y que tenía, en una palabra, todo el aspecto de una masa de
hierro meteórico.

Esta bella masa de hierro había sido encontrada el sábado santo del año 1810 por
una niña, Cecilia Corredor, sobre la colina de Tocarita, a un cuarto de legua al este
de Santa Rosa. Todavía pudimos ver, al indicarnos el sitio, una cavidad no muy
profunda, de donde el bloque había sido retirado; este objeto, evidentemente cayó
en la noche que precedió al sábado santo, porque nadie lo había visto antes, aun
cuando el punto de la loma en donde fue encontrado se halle cerca de un sendero
que los habitantes de la población toman ordinariamente para ir a buscar leña en

182

el bosque y lo que apoya esta opinión es que, esa misma noche, habían visto un
globo de fuego que avanzaba a gran velocidad, a ras de tierra hacia el SO. La
masa de hierro de Santa Rosa quedó depositada en la alcaldía durante 8 o 10
años y después el herrero la utilizó como yunque.

Hicimos venir a Cecilia Corredor (en ese entonces una mujer de 20 a 25 años) a
quien considerábamos la propietaria del mineral y le pagamos por el precio que
pidió: 20 piastras (100 francos). Tan pronto como corrió la noticia de nuestra
compra, vinieron gentes a ofrecernos pedazos de hierro de los que compramos
una docena de muestras. Todos los habitantes de Santa Rosa poseían minerales.

En un país en donde el hierro es una rareza, se consideraban felices de haber


encontrado algo que podían utilizar como un martillo. Los numerosos pedazos de
hierro establecían, sin lugar a dudas, el origen cósmico del metal; en efecto, la
mayor parte de ellos habían sido recogidos después del descubrimiento de la gran
masa, sobre campos cultivados en donde antes del sábado santo, no existían.

Una vez en posesión del yunque de Santa Rosa, reconocimos, aun cuando tarde,
que en vista del estado de los caminos y de los medios de transporte a nuestra
disposición, era imposible llevarlo debido a su peso. Al cubicar la masa
encontramos que debía pesar cerca de 750 kilogramos. A pesar de todas las
recomendaciones que hicimos al gobierno de Colombia, para que esa bella
muestra de hierro cósmico fuera colocada en el museo de Bogotá, todavía se
encuentra donde lo compramos.

Al salir de Santa Rosa nos tuvimos que contentar con llevar un fragmento de
algunos gramos para analizarlo; es hierro maleable, de grano muy fino y
extremadamente dulce; en Bogotá obtuve el siguiente resultado:

De la gran De una muestra de 681 De una muestra de 561


masa gramos gramos

Hierro 91,4 91,2 91,8

Níquel 8,6 8,2 6,4

Residuos

insolubles

183

en ácidos 0,3

Materias

indeterminadas 0,3 1,8

100,0 100,0 100,0

Desde entonces se ha descubierto en Rasgatá sobre la meseta de Santa Fe, a


poca distancia de las minas de hierro de Zipaquirá un pedazo de hierro meteórico
con un peso de 22 kilogramos y que dio el siguiente análisis:

Hierro 90,8

Níquel 7,9

Materias indeterminadas 1,3

100,0

Añadiré que por un acto de cortesía al cual me asocié, hicimos forjar con el hierro
de Santa Rosa, una hoja de espada que ofrecimos al Libertador Simón Bolívar.
Una inscripción decía que ésta había sido hecha con hierro caído del cielo para la
defensa de la libertad, algo realmente cursi, además que resultó ser una hoja de
espada detestable.

De Santa Rosa fuimos a Duitama.

Altitud 2.537 metros

Temperatura 7 de la mañana 10º

21 de mayo. De Duitama a Paipa gastamos dos horas por un camino en buen


estado.

Altitud 2.574 metros

184

Temperatura a las 10 13,9º

Cerca de la población existe una fuente termal muy abundante. El agua sale de la
arenisca en varios puntos sobre el lecho de un riachuelo; es ligeramente gaseosa,
no es sulfurosa, muy cargada de materias salinas pues deja sobre el piso
eflorescencias que son recogidas y vendidas bajo el nombre de “salitre”, al precio
de 13 reales la carga de 10 arrobas; esta sal se le da a los caballos y al ganado y
se venden alrededor de 1.000 cargas anuales: en gran parte es sulfato de soda
con una fuerte proporción de sal marina. El termómetro colocado en tres fuentes
distintas indicó:

73,9º 57,2º 67,8º

En Bogotá analicé el agua de Paipa y obtuve el siguiente resultado por 1.000


partes:

Sulfato de soda 32,9 por 1.000

Cloruro de sodio 11,5

Bicarbonato de soda 0,7

Carbonato de calcio 0,1

Agua 954,8

1.000,0

Esta es un agua termal muy cargada, de la cual se podría obtener muy buen
resultado desde el punto de vista médico.

A las 4 de la tarde llegamos a Tunja, ciudad muy antigua, donde aprovechamos


para tomar un día de descanso.
Altitud 2.806 metros
Temperatura a las 4 14,4º
23 de mayo. Necesitamos 5 horas para ir de Tunja a Ventaquemada.
Altitud 2.635 metros
Temperatura a las 4 15,3º
Al salir de Ventaquemada nos dirigimos a Alto Viejo (3) por una suave pendiente.
Altitud 2.757 metros

185

Temperatura a medio día 18,3º
A las 4 de la tarde pasamos por la población de Chocontá.
Altitud 2.694 metros
Temperatura 18,9º
A las 8 de la noche nos hospedamos en la venta; el portador del barómetro se
cayó y se rompió el tubo del instrumento.
24 de mayo. Salimos de la venta al despuntar el sol y después de haber pasado
por las poblaciones de Sesquilé (en el puente).
Altitud 2.607 metros
Temperatura 14,3º
Tocancipá:
Altitud 2.641 metros
Temperatura 18,8º

Llegamos a Bogotá a las 9 de la noche. Habíamos pasado 14 horas a caballo; nos


alojamos en el hotel manejado por un americano, en donde nos acostamos en
verdaderas camas, ¡tan suaves, tan calientes y tan buenas que por mi parte no
pude dormir!.

Al día siguiente cenamos en compañía de varios extranjeros, entre otros un


coronel Dubois, francés colonial, de una gran reputación como soldado, pero muy
original; lo llamaban “cola de caballo”, decía pertenecer a la familia de
Montmorency y se había enloquecido un poco debido a una insolación; cuando me
vio me abrazó con una efusión injustificable y me presentó a la asistencia diciendo
que había conocido a mi familia.

—“¡Cuántas veces he tenido sobre mis rodillas a este joven oficial cuando era
niño!”, decía él.

Este pobre hombre, amigo imaginario de mi infancia, se despidió de mí ese último


día, pues partía en una expedición hacia Pasto en donde murió, o más bien fue
asesinado. Dubois fue muy sentido por sus camaradas: lo habían visto pelear
contra los húsares españoles y manejaba muy bien el sable; el sol lo había
afectado y en verdad esto sucedía a casi todos los extranjeros que se exponían al
sol en forma prolongada. El carácter se resiente y eso lo he observado tanto en
otros como en mí mismo, pues he cometido actos que no tienen nada de
reprensible, pero que no podía explicar cuando regresaba a mi estado normal.
Una fuerte insolación me causaba una especie de embriaguez y he visto sucumbir,
aun a negros, en pocas horas por haberse expuesto al sol sin sombrero. Los
indios de los llanos, así como los de las cordilleras, buscan la sombra y si
atraviesan un sitio descubierto, no es raro verlos llevar hojas de árboles a manera
de parasol.

186

187

188

189

190

191

La vara de Madrid (Castilla) tiene 0,8355 metros

La legua de 5.000 v. (España) tiene 4.178 metros

(Anuario de la Oficina de Longitudes)

La distancia de La Guayra a Caracas sería de 304 1/4 leguas, de 6,9 varas


castellanas (5.013 metros) o sea en kilómetros 1.525 , al seguir la ruta adoptada
para las etapas descritas.

De acuerdo con la posición geográfica de los dos extremos, la distancia en línea


recta de La Guayra a Bogotá sería de 1.055 kilómetros y lógicamente aumentaría
por las revueltas del camino y las ondulaciones del terreno en cerca de 500
kilómetros.

De los hechos principales observados durante esta exploración, resulta:

1o. Que los edificios destruidos o dañados por el temblor de tierra que destruyó a
Caracas en 1812, reposaban sobre rocas cristalinas, neis, granito y esquisto
micáceo o sobre depósitos sedimentarios areniscas o calizas de escaso espesor y
vecinos de las rocas cristalinas.

2o. Que los edificios asentados sobre los depósitos sedimentarios alejados de las
rocas cristalinas que, por razón de este distanciamiento tenían un buen espesor,
resistieron a los movimientos del suelo, o por lo menos no sufrieron daños serios.

Si se da la condición de un aislamiento suficiente del neis, del granito y del


esquisto micáceo, las capas de arenisca, de caliza y los aluviones atenuarían las
sacudidas subterráneas que se engendran indudablemente en las rocas
cristalinas; los depósitos arenáceos o calcáreos y los terrenos incultos, “formarían
puente”, de acuerdo con la afortunada expresión de los habitantes de los Andes.

En lo que concierne a la constitución geológica de la Cordillera Oriental, se puede


considerar que tiene como base el neis, el granito, el esquisto micáceo y la sienita
la cual tiene en la provincia de Pamplona numerosos yacimientos auríferos; sobre
esta base, depósitos considerables de areniscas y de calizas.

La arenisca, en algunos puntos es análoga a la de los Vosgos y en otros se


parece, por sus características y por la presencia de huellas vegetales y de

192

conchas, a la arenisca abigarrada. Las calizas, en las partes elevadas de las
montañas, encierran fósiles de los depósitos neocomienses, últimas bases del
terreno cretáceo.

Desde el punto de vista económico, la frecuencia de las capas de carbón en la


arenisca, tiene una importancia incontestable y antes de esta exploración, se
estaba lejos de suponer que existiera tanta riqueza de combustible fósil en la
Cordillera Oriental.

En cuanto a la constitución física, es a partir de Mucuchies donde la cordillera


adquiere, en altura, su mayor desarrollo, cuya medida es la Sierra Nevada de
Mérida, cubierta de nieves perpetuas.

La sierra, sin duda, no tiene la altitud de varias montañas volcánicas del Ecuador o
del hemisferio austral; ofrece sin embargo la particularidad de estar formada por
neis por granito y no por rocas traquiticas, expulsadas por hornos ignívomos.
Finalmente, la fuerte inclinación y aun la dislocación de las capas de areniscas y
de calizas, establecen que los terrenos sedimentarios se depositaron con
anterioridad al levantamiento que dio a la Cordillera Oriental su relieve actual.

(3) N. del T. Hoy día Villapinzón.

193

CAPÍTULO V
Explanada de Bogotá - Nación Muisca - Su
conquista - Guerras de la Independencia -
Descripción de la meseta.
El territorio ocupado por la nación Muisca se extendía, en la época de su
descubrimiento y de su conquista, del 4º al 6º de latitud boreal, con un largo de 45
leguas y un ancho de 13 leguas en promedio. Su superficie, por consiguiente, se
aproximaba a las 600 leguas cuadradas.

La región fría, de una altitud de 2.000 a 3.000 metros, se hallaba en las cercanías
de las regiones tibias de Fusagasugá, Pacho y Cáqueza.

La dominación de los muiscas se extendía: al norte, hasta Seringua * (sic), al sur,


y al oeste, hasta las pendientes que llevan al valle del Magdalena; al este, limitaba
con la cadena del Sumapaz y hacia Sogamoso y Santa Rosa, con las altas cimas
de la cordillera, en donde nacen las numerosas corrientes que riegan los llanos de
Casanare.

Cuando llegaron los españoles, tres jefes independientes reinaban sobre los
muiscas:

1o. El Zipa de Funza, localidad situada en el centro de lagunas atravesadas por un


río que después de regar la Sabana de Bogotá, forma el magnífico Salto de
Tequendama.

2o. El Zaque de Tunja.

3o. El jefe de Iraca, quien tenía un carácter sacerdotal corno sucesor de la deidad
designada por el nombre de “Hemtersquetaba” (sic) el civilizador.

Los caciques o Uzaques de Hagué (sic), Guacia, Guatavita, Zipaquirá,


Fusagasuga, Ubaté, se habían vuelto independientes y tributarios del Zipa,
aunque conservaban sus jurisdicciones.

El Zaque de Tunja tenía también unos jefes o caciques tributarios; pero el Zipa
aumentaba sus dominios todos los días a expensas de su vecino del Norte y hay
lugar para creer que sin la llegada de los europeos, habría terminado por
apoderarse de todo el territorio muisca.

Los muiscas tenían por vecinos: al occidente los muzos, los calima y los panches,
tribus guerreras feroces y antropófagas, contra las cuales mantenían una

194

hostilidad permanente; al norte, los laches, los agataes, los guanes; al oriente,
escasas y débiles poblaciones establecidas sobre las pendientes de la cordillera.

A imitación de los aztecas y de los incas, los muiscas se establecían en climas


fríos, a grandes alturas, colocándose en cierta forma por encima de las
poblaciones vecinas que permanecían en estado salvaje.

Estas débiles aglomeraciones que hablaban distintos idiomas se hallaban


separadas por llanos o por espesas selvas, por su mismo aislamiento fueron presa
de las castas civilizadas.

Los muiscas, como todos los pueblos de América del Sur, lo mismo que los
aztecas, eran agricultores; no poseían ganado. El arado de madera era arrastrado
por hombres, cosa que todavía vi en poblaciones pobres. El maíz, la papa y la
quinoa (chenopodium quinoa) formaban la base de su alimentación. Los venados,
comunes en los páramos, también se comían, sin duda, aun cuando en raras
ocasiones porque el pescado, la caza y las aves acuáticas eran reservadas para
los caciques.

En las regiones un poco más calientes se cosechaba la arracacha, raíz parecida a


la zanahoria y la yuca (yatropha). Nada hace suponer que los muiscas extrajeran
azúcar de la caña del maíz, como lo practicaban los mejicanos. La materia
azucarada que usaban era la miel de abejas silvestres. Su bebida favorita era la
chicha, especie de cerveza que se obtiene de la fermentación del maíz y con la
cual se embriagaban frecuentemente, porque toda la raza india tenía una gran
inclinación por el alcohol.

La sal provenía de las fuentes saladas de Zipaquirá y era objeto de un comercio


importante; se le transportaba a los mercados vecinos, de los cuales el más
importante era el de Tocaima, en territorio de los poincos, en las orillas del río
Magdalena y que se extendía de la desembocadura del río Coello, hasta Neiva.
Allí los muiscas cambiaban sal, esmeraldas, telas pintadas y joyas de oro contra
ese metal en polvo, sacado de los ríos o de riachuelos. Había otro mercado en el
río Sarabito, en las posesiones del cacique Zorocota, al extremo norte de la
meseta; en esta región el oro que se intercambiaba venía probablemente de los
aluviones de Girón y de Bucaramanga. En Turmequé había cada tercer día una
feria muy frecuentada, a donde se traían, especialmente, esmeraldas de las minas
de Somondoco.

Como se ve, el movimiento comercial de ese pueblo consistía principalmente en


procurarse materias primas y después de haberlas transformado, reexportarlas.

La esmeralda, muy apreciada como adorno, aún no había sido encontrada sino en
el territorio muisca.

195

Los muiscas mostraban, sin duda, una aptitud pronunciada por las artes
industriales. Trabajaban el único metal que conocían, el oro, con cierta habilidad;
le daban la forma de animales, hacían estatuillas de sus divinidades, adornaban
conchas que servían de copas de lujo en sus festines; lo aplastaban en láminas
muy delgadas y flexibles para fabricar brazaletes, adornos de cinturones que
guarnecían con piedras preciosas.

Los artesanos de Guatavita gozaban de gran reputación como trabajadores de oro


y yo he encontrado crisoles de tierra en donde fundían el metal: esos crisoles de
arcilla, diferían muy poco de los nuestros. Como fundidores, sabían hacer carbón y
sus descendientes de los alrededores de Bogotá, aún son buenos y robustos
carboneros.

Los objetos de oro con frecuencia se fundían en moldes planos; desde el punto de
vista artístico eran reproducciones prosaicas, por ejemplo, en una cara de hombre
la nariz y las orejas estaban formadas de piezas mal soldadas. Sus medios de
ejecución eran escasos; utilizaban cantos rodados a manera de martillos y yo vi
una de sus limas que consistía en una pirita de hierro, en la que entraban granos
de cuarzo. El oro se pulía y aún se bruñía, con piedras duras de grano muy fino.
Los fuelles que se utilizaban en esta fundición, eran los pulmones; el viento
llegaba al hogar por un tubo de tierra que salía de la boca de un indio.

Los muiscas eran excelentes fabricantes de vasijas de tierra cocida: las hacían de
gran tamaño, para uso doméstico y de las formas más raras. Esta facultad de
modelarla arcilla se encuentra en las tribus más primitivas. El hombre nació
alfarero.

Las armas de guerra y de cacería se reducían a chuzos y a mazas de una madera


dura, así como las flechas y los arcos que provenían de palmeras.

He dicho que hilaban y que tejían el algodón traído de las regiones cálidas y
añadiría que sabían teñirlo. Los dibujos más variados y curiosos se trazaban con
pincel y no se llegaba a una cierta perfección, sino cuando se lograban empatar
las líneas con figuras de gran regularidad y uniformidad que por su aspecto
general recordaban las telas impresas en las Indias Orientales.

Las nociones que se tienen sobre las ideas religiosas de los muiscas son muy
confusas: antes del principio del mundo, la luz estaba encerrada en una cosa, un
ser imposible de ser descrito, llamado Chiminigagua (creador) de donde salieron
de repente y se regaron por el mundo entero, pájaros de plumaje negro cuyos
picos emitían chorros de gas suficientemente resplandecientes para iluminar la
superficie de la tierra. Ese fue el primer día y el creador hizo la luz.

El Sol y la Luna, su compañera, eran los seres sobrenaturales más venerados


después de Chiminigagua. Aquí reaparece la mitología de los incas, que admite un

196

dios superior, Pachaguemi, quien llena la inmensidad y tan grande que un templo
no podría contenerlo. Como sabemos, los incas no adoraban el Sol como divinidad
superior, sino como la creación más perfecta de esta divinidad.

He aquí cómo fue poblado el mundo, de acuerdo con la tradición muisca:

Poco después de la aparición de la luz, una bella mujer llamada Bachué,


acompañada de un niño, salió de la laguna de Iguaque, cerca de Tunja. Los dos
se establecieron en el llano y el niño al convertirse en adulto, se casó con ella. El
género humano se propagó entonces con una rapidez extraordinaria; cuando
juzgaron que la tierra estaba suficientemente poblada, Bachué y su marido
regresaron a la laguna y después de haber tomado la forma de serpientes,
desaparecieron en sus aguas.

Luego apareció Bochica, quien era un hombre barbado y predicaba excelentes


máximas; se le adoraba como benefactor del género humano y andaba descalzo;
su barba descendíahasta la cintura. Tengo entre mis manos figuritas de Bochica,
en oro; en todas ellas el dios está representado con enormes mostachos. La
súbita aparición de un hombre barbado en medio de poblaciones imberbes, parece
auténtica porque las estatuillas de Bochica, retiradas en gran número del lago
Guatavita, databan de una época anterior a la llegada de los europeos a la meseta
de Bogotá.

En la religión muisca existía un olimpo y cada divinidad tenía su atribución:


Bochica protegía a los Usques o Caciques; Chibabacun era el patrono de los
campesinos, los comerciantes y los orfebres; Mencatacoa era el dios que
imploraban los tejedores y los pintores de telas, además presidía las orgías: era un
Baco, a quien se le ofrecía un licor embriagante, la chicha; Fo vigilaba los límites
de los campos cultivados y la diosa Bachué , fuente del género humano, era
propicia al cultivo de las legumbres.

Una mitología sería incompleta sin un diluvio: Chibabacum, indignado con los
vicios del género humano, resolvió destruirlo y cambió súbitamente el curso de los
ríos Sopó y Tibitó, para sumergir la sabana. Los muiscas, que se habían retirado a
las alturas, estaban a punto de morir de hambre cuando Bochica, a quien habían
implorado llegó en un arco iris y con la varita de oro que tenía en la mano, abrió
una brecha por la cual se escaparon las aguas, formando una cascada
gigantesca: el Salto de Tequendama. Los templos de la religión muisca no tenían
nada de suntuoso porque, en general, las ofrendas a los dioses se hacían al aire
libre, cerca de los lagos, de las caídas de agua o sobre rocas escarpadas. Sin
embargo, cerca de los adoratorios custodiados por sacerdotes, existían vasijas de
tierra, dentro de las cuales los devotos depositaban sus joyas de oro que
representaban figuras de toda clase de animales.

197

En una época en que el Cacique de Guatavita era independiente, todos los años
se hacía un sacrificio solemne en un lago de esta localidad, que era famoso. En el
día señalado, el Cacique, después de haberse untado el cuerpo con trementina,
una sustancia que suministra abundantemente el espeletia freilejón, se revolcaba
en polvo de oro y así cubierto del precioso metal, subía a una balsa, acompañado
de los principales jefes o jeques y al llegar al centro del lago, botaba al agua las
ofrendas de oro y esmeraldas y luego él mismo se sumergía para hacer caer todo
el polvo de que estaba cubierto. Esta ceremonia era presenciada por una multitud
de indios venidos de las más alejadas regiones que se sentaban sobre gradas
dispuestas en anfiteatro; terminada la fiesta, los asistentes se entregaban a la
danza y bebían chicha hasta emborracharse, al tiempo que con cantos lentos y
monótonos cantaban la historia de la región, la de sus divinidades, de sus héroes
y de sus eventos memorables que así se transmitían de generación en
generación.

A las puertas de las habitaciones cerradas de los caciques que presidían las
fiestas públicas, se mantenían dos indios viejos, desnudos y descarnados, que
tocaban la “chirumá”, de la cual salían los sonidos más tristes. Estos guardianes
se hallaban allí para que se pensara en la muerte, aún en medio de los placeres.

Los indios del altiplano contaban con los dedos: los números tenían nombres
hasta diez:

1 ata 5 hisca 9 aca

2 bosa 6 ta 10 ubchihica

3 misca 7 ghupeca

4 mughica 8 suhuzo

El 20 tenía una palabra: gueta. Cuando habían terminado de contar con los dedos
de la mano, continuaban con los de los pies, colocando la palabra “quihicha” (pie)
antes del número, así:

quihicha ata 11

quihicha bosa 12

198

quihicha aca 19

gueta 20

Después de haber llegado al número 20, se empezaba a contar otra veintena:

gueta ata 21

Esto hasta formar veinte veintenas.

En definitiva, los números más usados eran:

5 10 15 20

Las unidades de medida para la longitud eran el largo de la mano y el paso; la


única medida de capacidad se llamaba “aba” y se utilizaba para vender y comprar
el maíz en grano.

Parece que la nación muisca fue la única del nuevo continente que utilizó el oro
como moneda. Eran discos fundidos en un molde uniforme cuya circunferencia
promedio se acercaba a la que uno forma al curvar el dedo índice hasta la base
del pulgar.

De acuerdo con el calendario muisca, el año consistía en 20 lunas y el siglo en 20


años. El mes comenzaba con la luna llena, “Ubchihica” y se contaban 7 días hasta
la cuadratura.

El Zipa era el único que tenía derecho a hacerse transportar en litera, pero podía
darle ese privilegio a un Usaque en recompensa por servicios rendidos durante la
guerra.

Los usaques y los jeques podían perforarse las orejas, el cartílago de la nariz y los
labios para portar joyas. A un individuo sin ninguna calidad ni funciones, le era
prohibido llevar esos ornamentos sin autorización previa. La gente del pueblo
usaba, cuando le convenía, ponchos de algodón hilado, de color uniforme, pero
necesitaban una autorización del Zipa para vestirse con telas dibujadas en
diversos colores, líneas negras, rojas, amarillas o azules y no le era permitido a
todos los indios pintarse el cuerpo con la materia colorante del achiote, costumbre
que persiste en las tierras calientes.

He observado que en general, en la Nueva Granada es necesario vestirse:


pantalón, camisa cosida y poncho para los hombres; las mujeres se enrollan en el

199

cuerpo una manta que las cubre desde el ombligo hasta las rodillas. El vestido no
es indispensable sino en las mesetas de 2.000 a 3.000 metros de altitud, en donde
la temperatura promedio rara vez pasa los 15º. En Bogotá o en Tunja, un hombre
no podría vivir en el estado de completa desnudez, como sucede en las
localidades con temperaturas promedio de 20º a 28º. Allí el indio prefiere andar
desnudo, con un guayuco, banda estrecha de tela que pasa entre sus piernas, por
todo vestido, mientras que la mujer se adorna con un pedazo de tela, la paruma,
delantal de 2 a 3 decímetros cuadrados. Más adelante, tendré la oportunidad de
tratar de nuevo sobre el estado de desnudez de los indios de las regiones cálidas
o templadas, pero puedo afirmar que no existe gente más púdica.

Los muiscas tienen una excelente constitución, son de baja estatura, (he tomado
la medida de algunos y no pasan de 1,50 metros), la frente baja, los ojos
ligeramente oblicuos, la mirada poco segura, denotaba timidez; los cabellos de un
negro azulado, espesos y caen sobre sus hombros; van con la cabeza descubierta
y únicamente en las fiestas se colocan una banda de tela adornada con plumas.

Los gobiernos del Zipa, del Funza, del Zaque y del Tunja, eran despóticos y
absolutos. Ningún vasallo se atrevía a levantar los ojos para mirar al soberano. El
Zipa mantenía varios centenares de mujeres llamadas “Thiguyes”, de las cuales
una sola era considerada como esposa legítima. Todo lo que la tradición enseña
sobre el gobierno civil de los muiscas, apenas merece ser mencionado. Las
costumbres que se han mantenido hasta la Conquista y aún después, permiten
afirmar que enla Nueva Granada, como en el Perú, todos los individuos que se
hallaban bajo el Zipa o el Zaque, estaban esclavizados en diferentes grados;
formaban especies de falansterios en donde trabajaban para provecho de sus
despiadados jefes, lo que explica la indiferencia con la que los indios aguantaron
la dominación de los españoles. En realidad, no hicieron sino cambiar de tirano y
es indudable que aprovecharon la perturbación causada por la llegada de los
europeos, para buscar en otra parte la libertad que les faltaba; cuando los
castellanos mataban a un jefe o lo tomaban prisionero, en el curso de la refriega,
el ejército indio desaparecía.

Cuando Pizarro ordenó quemar a Athahualpa, la multitud armada desapareció


para ir a vivir sobre los puntos menos accesibles de los Andes.

A la muerte de un Zipa los jeques (caciques) embalsamaban el cuerpo con


resinas, después de haberle retirado las entrañas. Se les acostaba en seguida, en
un cavidad labrada en un tronco de palma, revestido de placas de oro y luego se
le transportaba secretamente a un subterráneo. A los uzaques que eran los indios
distinguidos, los enterraban en cuevas con las mujeres que más habían amado y
una cierta cantidad de sirvientes, personas a quienes privaban de razón,
suministrándoles una bebida preparada con el jugo de una planta narcótica,
probablemente el fruto del datura arbórea.También se encerraban con el difunto
sus vasijas, sus joyas y varios recipientes llenos de chicha.

200

Después de la Conquista, las sepulturas indias llamadas “guacas” fueron
saqueadas y se encontró gran cantidad de oro; una sola “guaca” de los Cerrillos
de Cáqueza, contenía oro por valor de 24.000 ducados. Se puede ver por lo
anterior que la región habitada por los muiscas es la tercera de las mesetas de
clima templado, sobre las cuales las poblaciones habían llegado a un cierto grado
de civilización, inferior sin duda, pero no sin analogía con la de los peruanos.
Algunas líneas serán suficientes para demostrar esta inferioridad.

El imperio de los incas ocupaba una extensión considerable en la Cordillera de los


Andes, desde Cuzco hasta Quito, dos ciudades muy pobladas que tenían
importantes edificios en piedra, templos dedicados al sol, varios palacios y
estaban unidos entre sí por una calzada de más de 500 leguas de largo.

Sobre esta carretera imperial, cada cinco millas a lo más, se encontraban abrigos
en donde moraban los correos (chasquis) encargados de llevar a las autoridades,
ya fueran mensajes verbales o unos cordones con nudos que tenían su significado
y se llamaban “quipus” y además, pescados de mar y frutas cosechadas en las
regiones calientes, destinados a la mesa del emperador.

Las residencias de los incas resplandecían por los innumerables objetos de oro y
plata y el templo del sol, saqueado por los españoles después de la toma de
Cuzco, estaba recubierto de metales preciosos. La venerada imagen del Sol que
un soldado, cuyo nombre ha guardado la historia, recibió como parte de su botín,
estaba montada sobre una placa de oro de un metro de diámetro y este
despreocupado aventurero la perdió al día siguiente en un juego de cartas.

La hilandería y el tejido de las fibras del magüey (agave) y del algodón, la tintura y
decoración de las telas habían llegado a un alto grado de perfección. Se fertilizaba
la tierra por medio de la aplicación cuidadosa de varias clases de abonos, entre
otros el guano, depositado por los pájaros de mar llamados

“guanes” en las costas y las islas del litoral del océano Pacífico y por excrementos
humanos secados al aire.

Los peruanos tenían una ventaja sobre los aztecas y los muiscas: poseían
ganado; las llamas, la alpaca, el huanaco y la vicuña son animales parecidos a
pequeños camellos. La llama servía de animal de carga para transportar hasta 50
kilos, marchando tres o cuatro horas diarias. Este animal, por su sobriedad y por la
disposición de sus patas, está muy bien conformado para atravesar las estepas
áridas y arenosas que se encuentran en las cimas de los Andes. Su lana no es
fina, pero su carne es buena para comer; la alpaca produce una lana más fina,
pero eran el guamaco y la vicuña que viven en libertad sobre las partes más
elevadas, los que dan un vellón que tiene la finura y la suavidad de la seda. Los
tejidos de vicuña estaban reservados para los incas, es decir, los indios de sangre

201

real. Los vestidos de pelo de vicuña constituyen hoy día el asombro de los
europeos.

Como los moros de Granada, los peruanos construyeron canales de irrigación:


citaremos como ejemplo de los trabajos hidráulicos, el acueducto establecido en el
distrito de Condesuga, con un desarrollo de 500 millas. Sobre los estandartes de
guerra se veía el arco iris, adoptado como bandera por los incas.

Sus armas eran la lanza, el escudo, la honda y las flechas terminadas en una
punta de cobre; con este metal los muiscas fabricaban hachas y útiles para tallar y
esculpir las rocas más duras.

La astronomía de los muiscas no estaba tan avanzada como la de los incas. El


año se dividía en 12 meses lunares; cuadrantes solares horizontales indicaban la
época del equinoccio y el de la ciudad de Quito, que se halla bajo el ecuador,
estaba representado por el carro del sol.

En muchas guacas se han encontrado balanzas de plata, lo que prueba que se


usaban los pesos en las transacciones comerciales.

La arquitectura, en relación con el arte y la belleza de las formas, se encontraba,


como en todo el Nuevo Mundo en un verdadero estado de inferioridad; Humboldt
caracterizó al Perú en tres palabras: “simplicidad, simetría, solidez”.

El gobierno esencialmente teocrático de los incas, consistía en la explotación de la


mayoría por una casta privilegiada.

La región templada, ocupada por la nación muisca, no tiene, ni mucho menos, la


extensión de las mesetas habitadas por los aztecas o por los incas, por lo tanto la
agricultura, la industria y el comercio no habían hecho grandes progresos.

Sin embargo, los castellanos del siglo XVI demostraron en la conquista de la


Nueva Granada, el mismo valor y perseverancia que desarrollaron los
conquistadores de Méjico y del Perú y añadieron un rico florón a la corona de
España con el precio de su sangre y superando peligros increíbles.

* Se trata probablemente de Cerinza.

202

CAPÍTULO VI
Las primeras luchas por la Independencia - Bolívar.
Cuando Francia invadió España, un espíritu de emancipación se manifestó en
todas las posesiones españolas. Primero Cartagena (1) y luego Quito, declararon
por medio de actos solemnes su separación de la Madre Patria. Otras, al contrario,
permanecieron fieles a la corona.

Así comenzó la lucha entre España y sus colonias americanas, lucha que continuó
durante años con alternativas de éxito y de derrota con frecuencia caracterizada
por los excesos que cometía el vencedor.

Las fuerzas militares de que disponían los virreyes de la Nueva Granada, unidas a
las del Virreinato del Perú no eran suficientes para contener a los independientes,
quienes sin duda hubieran triunfado a no ser por las discordias intestinas nacidas
de jefes ambiciosos e incapaces. De todas maneras habían terminado por ocupar
a Santa Fe.

Los españoles fueron desterrados de la capital, despojados de sus bienes y en


una palabra, tratados con el máximo rigor. Un capitán, Francisco de Alcántara,
encargado de llevar a Cartagena 40 deportados, hizo fusilar a 16 de ellos bajo el
pretexto de que estaban demasiado fatigados para continuar el camino. Estos
actos de crueldad eran frecuentes de una y otra parte.

Mientras que los patriotas estaban divididos por mezquinas pretensiones


personales o por sus opiniones sobre la forma que se debía dar al gobierno
republicano, se supo que un ejército español de 12.000 hombres, al mando del
general Pablo Morillo acababa de desembarcar en Venezuela y se dirigía sobre
Cartagena y Santa Fe.

Después de un memorable sitio, Cartagena capituló; las tropas españolas


marcharon entonces hacia el interior. En el año de 1815, Morillo llegó a la capital
de la Nueva Granada y los patriotas se retiraron hacia los llanos de Casanare en
donde, diseminados por esas interminables llanuras, podían desafiar a sus
enemigos.

La recién nacida república ya había dejado de existir y sus artífices todavía


discutían si ésta debería ser centralista o federalista.

El teniente general Morillo había conducido en España una guerra de emboscadas


contra los franceses; era un soldado advenedizo, sin ninguna educación y tenía
como segundo al mariscal de campo Pascual Enrile, nacido en La Habana, oficial
de marina muy distinguido, pero que no era inferior a su jefe en cuanto a crueldad.

203

Los americanos confiados en la amnistía que les había sido ofrecida, tuvieron la
imprudencia de no buscar su salvación huyendo de sus residencias. Los más
distinguidos por su posición y talento fueron juzgados sumariamente por un
“consejo de purificación” y fusilados luego. Entre ellos José Caldas, cuyos trabajos
habían llamado la atención del mundo científico; por un momento se esperó que
Enrile mostrara piedad e indulgencia en vista de que también había sido un
hombre de estudio, pero no fue éste el caso; Enrile se apoderó de los admirables
dibujos y de los manuscritos del herbario que contenía numerosas plantas
recogidas por Mutis con grandes dificultades, con la ayuda de su discípulo Caldas
y además se llevó mapas topográficos levantados por este joven ingeniero (2) .
Las cárceles estaban llenas de presos patriotas y durante la estancia de Morillo y
de Enrile en Santa Fe fueron fusilados 125 de ellos. Los que se salvaron de este
suplicio fueron condenados a trabajos forzados. La persecución se extendió por
todo el país y se llegó a torturar a los que rehusaban revelar dónde se
encontraban sus parientes o sus amigos.

Orgulloso de los éxitos obtenidos en la Nueva Granada, Morillo concibió el


proyecto de pacificar toda la América española, llevando su ejército al Perú, a
Buenos Aires y hasta México, en donde se habían sublevado contra la autoridad
de la Península.

Estas quiméricas esperanzas se disiparon pronto al saberse que varios valientes


jefes patriotas, desafiando todos los peligros y las más grandes privaciones,
continuaban la guerra de independencia desde la isla Margarita y desde los llanos
regados por el Orinoco y que Bolívar, quien se había retirado entonces a Santo
Domingo, organizaba una expedición con el objeto de reconquistar el continente.
Debido a estos acontecimientos las fuerzas realistas se debían dirigir
inmediatamente hacia Venezuela.

En diciembre de 1816, 4.000 hombres descendieron la cordillera desde Sogamoso


y Chita, para llegar a los llanos de Casanare y de Barinas. El ejército español
corría hacia su perdición, ya que tendría que luchar contra el clima y además
encontrar los mismos obstáculos que habían diezmado a los conquistadores que
buscaron el fantástico Dorado.

Los caballos del brillante escuadrón de húsares de Fernando VII, los de la artillería
y las mulas de carga, quedaron fuera de servicio muy pronto. Sin los jinetes
indígenas al servicio del rey, que eran los encargados de conseguir el ganado,
este ejército habría muerto de hambre; oficiales y soldados fueron atacados por
las fiebres y a poco tiempo se convirtió en un ejército de enfermos que actuaban
en un país enemigo, ya que hubo una insurrección general en los llanos de
Casanare en donde se proclamó la independencia.

Un monje de la orden de los predicadores, fray Ignacio Mariño comandaba las


guerrillas que hostigaban sin cesar a las tropas reales. La caballería española no

204

podía resistir a estos llaneros casi desnudos, armados de lanzas, que montaban
caballos criollos, cuyo típico jinete, el general Páez, derrotó en casi todos los
encuentros a la caballería de Morillo y llegó a ser uno de los héroes de la
independencia.

Esta superioridad de los llaneros se sostuvo durante toda la campaña de 1816 a


1818; la guerra se hacía con la caballería y muy poca infantería.

La movilidad de los escuadrones de los criollos, la rapidez de sus


desplazamientos, su costumbre de atravesar a nado los ríos crecidos por las
lluvias, el conocimiento del terreno, la abundancia de ganado cuya carne era el
alimento único de estos hombres y en algunos casos de las bestias, la ausencia
de ambulancias, de parque de provisiones y de municiones, daban ventajas
apreciables a las tropas de la independencia. El ganado y los caballos eran
considerados como bienes comunes y se incautaban donde se les encontraran.

El llanero no necesitaba ropa; con gran frecuencia se vestía a costa del enemigo.
Más de un soldado de Páez aparecía vestido como un húsar realista, después de
un combate. Acostumbrados a nutrirse de carne, no les era indispensable otro
alimento; nadadores expertos desde temprana edad, ni las aguas del Orinoco, ni
del Apure ni del Casanare los detenían. Los sufrimientos de los llanos eran para
los que no estaban acostumbrados a su clima. Toda persona capaz de usar un
arma se incorporaba a un escuadrón; no había excepción ninguna; es así como en
los combates de Yagual y de Mucurito se veían entre los lanceros a abogados y a
eclesiásticos; el

populacho seguía al ejército y todos marchaban reunidos, descalzos y a medio


vestir, alimentándose de carne de res, sin sal.

Si los llaneros, por medio de cargas impetuosas, derrotaban a la caballería


española, no lograban lo mismo contra la infantería formada en cuadro y que
presentaba a los asaltantes un muro de acero. Así fue como sucedieron escenas
que recordaban las de la guerra de Egipto en donde algunos batallones de
infantes bien disciplinados resistieron a una multitud de mamelucos. En efecto, fue
la infantería la que salvó, o mejor retardó la pérdida de las divisiones españolas
que irrumpieron tan imprudentemente en los llanos.

Bolívar, retirado en Santo Domingo debido a disensiones intestinas que habían


tenido lugar después del desembarco de Morillo, llegó en diciembre de 1816 a
Barcelona (Venezuela) con algunos oficiales y un cargamento de armas y
municiones.

Del litoral se internó en los llanos del Apure y el 2 de mayo de 1817 pasó a la
margen derecha del Orinoco, en donde se unió a la caballería de Páez. Fue

205

proclamado jefe supremo y la ciudad de Angostura (8º de latitud norte, 66º
longitud) fue el centro de la República de Venezuela.

Las misiones del Caroní, en el alto Orinoco, dirigidas por 22 padres capuchinos,
completamente adictos a la causa realista, fueron tomadas por el coronel Piar. De
allí se consiguieron buenos recursos en hombres, en bestias y en ganados para el
ejército de la independencia ylos capuchinos fueron encarcelados en el convento
de Carache.

Bolívar, en su cuartel general de Angostura, organizaba y concentraba el ejército


patriota, cuando fue informado de que Morillo, en Chaparro, trataba de conquistar
la Guyana, quitándosela a los republicanos; de acuerdo con esto, se le dio orden
al oficial que comandaba a Carache de conducir a los religiosos confiados a su
cuidado a una misión situada más allá del río Caroní; este oficial, imaginando que
se trataba de hacer pasar la barca de Caronte a los infelices prisioneros, los hizo
matar. Fueron masacrados por sus catecúmenos indígenas.

La campaña de los llanos continuó muy activa; Morillo fue gravemente herido de
un lanzazo en el abdomen y Bolívar tuvo fiebres. Se hacía la guerra de guerrillas y
hoy sonreímos al pensar en el jefe supremo de una república, todavía en parte en
poder de España, organizando su cuartel militar compuesto de tiradores,
granaderos y dragones de la guardia; más tarde hubo un regimiento de guías.

El general Bolívar tenía la manía de tratar de imitar a Napoleón I y esto dio por
resultado una tendencia a un militarismo nocivo en un país en donde él tuvo
durante tanto tiempo una influencia tan grande y legítima.

Bolívar era un entusiasta admirador del gran emperador; estando en París en


1803 y 1804, asistió a una revista que el Primer Cónsul pasaba en el patio de las
Tullerías y se le vio en los días siguientes pasearse con el sombrerito legendario y
la levita gris. Sus amigos Humboldt y Gay-Lussac, creyeron que estaba loco.
Muchos años después vi a Bolívar con un uniforme azul que recordaba por su
corte con solapas, aquel que le gustaba especialmente al emperador.

El Libertador trataba de copiar en sus proclamas el estilo notablemente ampuloso


de Napoleón, manía de la imitación bastante curiosa, en un hombre de un valor y
de un arrojo incontestables.

Entre los militares que rodeaban a Bolívar se habrían encontrado buenos jefes de
división como Páez, Sucre, etc.

El militarismo creado desde el principio de la guerra de la independencia, recibió


un día una ruda lección en la persona del Libertador: en el curso de un banquete
diplomático, alguien lo comparó con Washington en el momento del brindis; un
americano del norte, herido por la comparación, alzó su copa y declaró que desde

206

el punto de vista de la libertad, Washington muerto valía mucho más que Bolívar
vivo.

En medio de los acontecimientos de una guerra incesante, un congreso


constituyente se instaló en Angostura. Las fuerzas españolas que quedaron en la
parte montañosa de la Nueva Granada, necesariamente se habían debilitado y
Bolívar pensó que era conveniente intentar una campaña en la cordillera, mientras
que Páez debía continuar la operación en el Apure.

Las tropas conducidas por el Libertador consistían principalmente en llaneros, así


que pudieron vencer todos los obstáculos a pesar de la estación lluviosa y de las
inundaciones; pero tan pronto llegaron a la región fría, sucumbió una gran
cantidad de soldados acostumbrados a los climas ardientes de los llanos.

Bolívar ocupó a Tunja en donde pudo reaprovisionarse; una batalla decisiva que
ganaron los independientes en Boyacá, les abrió las puertas de Santa Fe. El virrey
Sámano huyó a Honda tan precipitadamente, que no tuvo tiempo de llevarse el
tesoro: 700.000 piastras.

Bolívar fue recibido como un libertador con el entusiasmo que siempre se le


demuestra a los vencedores. Así terminó esta célebre campaña que había sido
concebida y ejecutada con notables decisión e intrepidez.

La derrota de Boyacá dejó un pánico en el ejército español justificado por un acto


cometido por el general Santander, encargado del gobierno de la Nueva Granada,
quien hizo pasar por las armas a 38 oficiales de la guarnición realista de Santa Fe.
Estas fueron tristes represalias, pero una ejecución odiosa fue la de un
comerciante que tuvo la imprudencia de exteriorizar un sentimiento de compasión
al ver los preparativos de suplicio de sus compatriotas y fue arrestado y fusilado
con ellos.

Después de su victoria, Bolívar marchó sobre Venezuela con el fin de paralizar los
esfuerzos que Morillo habría podido hacer para reconquistar a Santa Fe. Se dirigió
a Pamplona para organizar el ejército del norte, luego a Angostura donde se
enteró de la llegada a Margarita de la legión irlandesa compuesta por 5.000
hombres al mando del generald’Evreux (3) .

El Congreso de Angostura al reunir la Nueva Granada a la Capitanía General de


Venezuela, proclamó que había quedado constituida la República de Colombia el
17 de diciembre de 1819.

Bolívar recibió la propuesta de una suspensión de hostilidades por el término de


un mes, en Cuenca, en donde había visto al general Morillo; los jefes españoles
comprendían que les era imposible volver a dominar a los americanos.

207

Los españoles perdían terreno continuamente. La provincia de Cumaná estaba
libre; los patriotas habían vuelto a tomar Mérida y Trujillo; oficiales realistas se
pasaban al servicio de los colombianos, lo que era un síntoma de tremendo
descorazonamiento.

Sin embargo, Morillo seguía avanzado en la cordillera y su cuartel general fue


establecido en Caracha, cuando Bolívar se retira para tomar una fuerte posición
en Sabanalarga.

Con tropas formadas por reclutas que no se atrevían a llevar a cabo movimientos
ofensivos, permaneció a la expectativa. Fue entonces cuando el general español
propuso un armisticio de seis meses, el cual sería efectivo en todo el territorio de
Colombia. Las negociaciones comenzaron y se declaró el alto al fuego y en
seguida tuvo lugar, en la población de Santa Ana, la célebre entrevista de Bolívar
y Morillo, después de la cual se regularizó la guerra.

Los generales pasaron una jornada bajo el mismo techo y fue un curioso
espectáculo el de esos dos hombres, enemigos implacables durante años,
recostados en una misma hamaca o intercambiando brindis en favor de la paz, en
el curso de una cena.

Por un instante se olvidó la lucha cruel durante la cual se había derramado tanta
sangre.

Un mes después el general Morillo, a solicitud propia, fue relevado de su mando y


regresó a España, dejando como sucesor al general Latorre, mientras que Bolívar
viajaba a la Provincia de Quito para hacer aceptar las condiciones del armisticio en
el Sur.

Se presentó una grave dificultad cuando una columna trató de pasar por la ciudad
de Pasto; toda la provincia estaba en estado de insurrección gracias a la influencia
del obispo de Popayán, Jiménez de Padillo, quien hacía que sus clérigos dirigieran
sus sermones contra los patriotas heréticos y sismáticos. La Provincia de Los
Pastos, debido a los accidentes del terreno, presenta posiciones inabordables y se
necesitó tiempo para dominarla. Esta provincia, gracias a sus aguerridos y
fanáticos habitantes, ha sido siempre la vendée (4) de la América meridional; sin
embargo el general Sucre terminó por imponer allí el armisticio.

Las hostilidades comenzaron de nuevo en Venezuela al expirar la tregua y los


españoles, derrotados en Carabobo, se refugiaron en Puerto Cabello, cuyo
bloqueo, comenzado en 1822 por Páez, continuaba cuando me encontré con él en
Maracay, en febrero de 1823.

El 15 de abril los patriotas conquistaron sucesivamente el valle de Borburato, el


fuerte de Trincherón y varios puntos importantes; sin embargo la plaza fuerte no

208

capituló sino el 10 de noviembre. Luego la guarnición española se embarcó
paraCuba. La rendición de Puerto Cabello y la expulsión de los restos del ejército
expedicionario que condujo Morillo sobre las playas americanas en 1815, dejaron
libre el territorio de Colombia, formado entonces por Venezuela, la Nueva
Granada, y la Provincia de Quito. Solamente en algunos sitios se encontraban
guerrillas realistas que saqueaban y asesinaban al grito de “viva el rey”.

La mira del Libertador ya estaba puesta en la emancipación del Perú.

Esa era la situación de Colombia cuando dejé al general Páez para ir a Santa Fe.

(1)Ciudad de América del Sur, en la República de Nueva Granada, capital del


estado de Bolívar, uno de los ocho que forman esta nación; Cartagena
está situada a 590 km al norte de Bogotá, sobre el mar de las Antillas,
cerca de la entrada del golfo del Darién.

(2)La magnífica “Flora de la Nueva Granada” que se debe a los trabajos del
Dr. Mutis y de sus discípulos y que comprende bellos dibujos hechos
sobre vitela por artistas formados en Santa Fe; hoy día esta colección está
depositada en el Museo de Historia Natural de Madrid.
Enrile, quien la llevó a Europa, se presentó al Observatorio de París para
ofrecer sus respetos al ilustre director de este establecimiento. Arago lo
expulsó diciéndole que no le daría la mano al hombre que dejó morir a
José Caldas, cuando había podido salvarlo.

(3)El general d`Evreux fue un entusiasta de la independencia de la América


española. Reclutó la Legión Irlandesa y en todas las transacciones dio
prueba de un gran desinterés. La legión estaba vestida y armada en forma
similar a la infantería inglesa. Cada soldado le costó a la república 300
piastras fuertes (1.500 francos) precio que determinó que el general no
pidiera más soldados de Europa.

(4)N. del T. Vendée, provincia francesa famosa por su fidelidad al rey durante
la revolución.

209

CAPÍTULO VII
Meseta de Bogotá - Constitución geológica - Sal
gema - Salinas -Carbón - Minas de esmeraldas.
La meseta de Bogotá sobre la cual se había desarrollado la civilización muisca,
detenida por la llegada de los europeos, tiene, como ya lo he dicho, una superficie
cercana a las 40 leguas cuadradas.

El terreno que domina, consiste en depósitos de areniscas y calizas que cubren


una extensión de la cadena de los Andes y sus ramificaciones.

De las montañas del litoral de Venezuela, formadas de granito, de neis, de


esquistos micáceos y esquistos arcillosos* se llega, avanzando hacia el Sur, a la
Cordillera Oriental. En Quibor, Barquisimeto, es en donde aparecen las rocas
estratificadas, arenáceas y calcáreas, que reposan sobre un esquisto azul
fuertemente carburado que tiene el aspecto de pizarra y en el cual están
diseminadas estaurolitas y maclas que forman la figura de una cruzy por lo mismo
son un objeto de veneración para los indios. El esquisto, que recuerda la
grauvaca, suprayace neis y esquisto micáceo granatífero. Se puede seguir la
caliza, la arenisca con indicios de carbón, hasta el pie de la Sierra Nevada de
Mérida, en donde se vuelven a encontrar las rocas del litoral.

Después de haber atravesado el punto culminante del páramo de Mucuchíes, de


una altitud de 4.241 metros, se vuelven

a encontrar las rocas cristalinas que se habían visto durante la ascensión, luego
los terrenos estratificados que no se dejan sino en la explanada de Bogotá, a
menos que sea para atravesar ocasionalmente zonas de poca extensión, donde
aparecen los esquistos, los neis y el granito. La arenisca toma entonces una gran
extensión y forma poderosos macizos que van hacia el sur, hasta el valle del río
Magdalena; al oriente las areniscas las calizas y los esquistos carburado**cubren
las pendientes orientales y constituyen el suelo de los llanos del Meta y de
Casiquiare (1).

La idea que hace nacer la exploración de la Cordillera Oriental es la de que las


capas arenáceas, más o menos inclinadas, algunas veces plegadas y aun
falladas, fueron levantadas por movimientos del granito, de los neis y del esquisto
micáceo y ocupan las pendientes y el fondo de los valles que fueron formados por
el levantamiento.

Al occidente de la meseta de Bogotá, se puede ver un esquisto muy carburado


cuyos asentamientos casi verticales se prolongan de Villeta a Carachi. Allí se ha
explotado cobre en piritas y es probable, como lo demostraré pronto, que dicho

210

esquisto encierre el yacimiento de las esmeraldas de Muzo. Al oriente se reconoce
el mismo esquisto en el páramo de Sumapaz.

Si se considera la configuración de la meseta, el curso del río Funza y de las


lagunas, se concluye que la meseta de Bogotá es el fondo de un lago desecado
por la rotura de las rocas que formaban el límite sur, precisamente en donde se
admira hoy la increíble cascada del Tequendama.

En el Valle de Fucha, en el sitio llamado el Campo de los Gigantes, al excavar a


poca profundidad, se descubren osamentas de mastodontes y de elefantes. En
Zipaquirá, una gran cantidad de sal gema reposa sobre un esquisto carburado que
tiene capas de hierro espático.

Las areniscas consisten ordinariamente en granos de cuarzo aglomerados. Su


estructura, con frecuencia esquistosa, es entonces divisible en placas delgadas,
llenas de laminillas de mica; frecuentemente la arenisca, totalmente silícea, se
encuentra en espesas capas con guijarros de cuarzo blanco, como la arenisca de
los Vosgos o también con tintes variados que van del amarillo al rojo, fuertemente
micácea que podría confundirse con areniscas abigarradas.

La caliza, que tiene la apariencia de una marga carburada y de lías, alterna, sin
duda, con las areniscas en una estratificación concordante. Las conchas fósiles
abundan en algunas capas de caliza, más raras en las areniscas; cerca de
Duitama se descubren restos de tallos.

Una característica propia de las dos rocas, es la de encontrarse en estratos que


raramente pasan de un metro de espesor. Ha sido realmente imposible asignar
una posición independiente a una u otra de esas rocas sedimentarias, aun cuando
cerca de su punto de superposición, su contacto con los terrenos más antiguos
parezca estar más desarrollado que la arenisca. En el esquisto arcilloso, como el
de Villeta o de Carachi, sobre terreno estratificado, no es raro encontrar
concreciones elipsoides de calcáreo con conchas, del cual se han retirado
amonitas bien conservadas, enterradas en la masa esquistosa.

Las características minerológicas no son suficientes para asignar, dentro de la


serie geológica, el lugar que ocupa un terreno sedimentario. Para clasificar una
formación es necesario recurrir a la paleontología. Gracias a los fósiles traídos por
Humboldt de las regiones equinocciales y a la colección quetuve la buena suerte
de formar, es como Buch y Alcide d’Orbigny pudieron discutir la edad de los
depósitos arenáceos y calcáreos que dominan en la cordillera de los Andes.

Resultó de esta discusión que los calcáreos y las areniscas pertenecen a la parte
inferior del grupo cretáceo, al calcáreo neocomiense y al Quadersandstein. Cerca
de Bogotá, Sogamoso, Zipaquirá, Carachi, Las Palmas, Socorro y Duitama, las
conchas que se encuentran en las areniscas pertenecen al Quadersandstein (2).

211

El carbón de Canoas y el de los alrededores de Zipaquirá, no pertenecen al
terreno carbonífero propiamente dicho. Allí no se encuentran indicios de helechos
ni de Licopodiáceas ni de coníferas, sino impresiones de hojas de dicotiledoneas,
que de acuerdo con Buch recuerdan las hojas de Credneria, tan comunes en las
areniscas inferiores de Blackenbury.

La enorme masa de sal gema de Zipaquirá parece haber sido depositada después
de la formación del calcáreo y al igual que la sal de Wieliczka, representa el
terreno terciario.

Resultaría así que, de acuerdo con la naturaleza de los fósiles cuyos restos están
diseminados en el terreno estratificado, la Cordillera Oriental de los Andes fue
levantada no solamente después del depósito de la formación cretácea, sino aún
después del antiguo aluvión donde se hallan sepultadas las osamentas de los
grandes paquidermos.

Ahora describiré las riquezas minerales explotadas por los muiscas antes de la
conquista y cuyas obras aún hoy se encuentran en plena actividad: la sal de
Zipaquirá, las salinas de Nemocón y de Chita y las esmeraldas de Muzo. El oro
que circulaba en la meseta de Bogotá venía de los territorios vecinos,
especialmente de los lavaderos de Girón. Como visité varias veces todos estos
yacimientos, no seguiré un orden cronológico, sino que agruparé, en un capítulo
único, las observaciones recogidas en épocas diferentes.

1. Sal gema - Salinas


La sal gema es una fuente importante de rentas para el estado de la Nueva
Granada. La explotación practicada bajo los muiscas continuó y se desarrolló
después de la conquista. El villorrio indígena se transformó en una ciudad de
5.000 o 6.000 habitantes ocupados en el trabajo de las minas y en el comercio de
la sal.

En 1825 se produjeron varios desórdenes en Zipaquirá, a consecuencia de las


tentativas llevadas a cabo por la autoridad, de terminar con los fraudes y negocios
turbios que cometía la población impunemente, con gran detrimento de los
intereses del fisco; para mantener el orden se envió un pelotón de soldados, el
cual fue desarmado y uno de sus componentes asesinado.

Fue entonces cuando me enviaron allí con el objeto de pacificarlos y castigados, si


fuera necesario. Me había precedido una compañía de artillería y aproveché esta
misión para completar mis estudios sobre los yacimientos de sal gema.

Zipaquirá se encuentra a 7 u 8 leguas al norte de Bogotá, de donde salí el 14 de


junio montado sobre un excelente caballo gris que debía recorrer la distancia en
cerca de tres horas; había enviado adelante un peón indio para llevar mi

212

barómetro y a las 4 de la tarde cuando me encontraba a las puertas de la
población, llamó mi atención un tumulto en la puerta de una venta de chicha; mi
sorpresa fue mayúscula y diré también que mi dolor al ver a mi indio rodeado de
una docena de borrachos contra quienes luchaba a golpes de barómetro; cuando
intervine, mi hombre golpeó con tal fuerza a su enemigo, que el platón del
instrumento se zafó, lo que dio como resultado una lluvia de mercurio que puso en
fuga a toda la banda, asustadade tan singular aspersión. ¡Un bello barómetro de
Fortin acoplado al barómetro del observatorio de París, había quedado fuera de
servicio!

Bajé del caballo en casa del administrador de las salinas y se calmó la


efervescencia popular al leer un bando por el cual se anunciaba que serían
fusilados aquellos que no se retiraran a sus hogares. Una encuesta sobre la
muerte del soldado dio como resultado que había sido masacrado por mujeres,
por lo cual no se adelantó ningún procedimiento judicial puesto que habríamos
tenido que castigar a casi todas las ciudadanas salineras.

La sal gema, como si estuviese envuelta en una arcilla negra, se hallaba sobre
una arenisca cuyos estratos se hunden 40º en dirección NNO. La superposición es
evidente en el lecho del Río Negro; en la arcilla negra se pueden ver concreciones
deprimidas de un calcáreo gris oscuro, fétido; piritas cúbicas, cal fibrosa sulfatada,
anhidra y azufre en pedazos transparentes.

La acumulación de sal tiene una altura de 350 metros, comprendido el espesor de


la arcilla que la cubre que es de cerca de 20 metros. La explotación tiene lugar a
cielo abierto, en graderías. En su parte inferior la sal es de una gran pureza y de
estructura fibrosa; hacia arriba, esta manchada por la arcilla. Esta masa salina no
está estratificada.

La sal de roca, en bruto, se vende a 5 reales la arroba; la mayor parte se purifica y


se transforma en bloques para ser entregada a los consumidores. Con este objeto
la sal gema se disuelve en grandes recipientes hasta que el agua esté saturada y
entonces se evapora el agua salada dentro de pequeñas marmitas de barro de
fondo hemisférico, con diámetro máximo de 18 pulgadas en la boca. Estas
marmitas llamadas cazuelas, fabricadas por los indígenas, están dispuestas en
grandes cantidades sobre el techo, muy bajo, de los hornos calentados con leña.
Primero se llenan las cazuelas con agua saturada y a medida que el líquido
disminuye por evaporación, se le reemplaza. Las indias son las encargadas de
verter el agua salada continuamente en los recipientes, por medio de una
calabaza (totuma) hecha de crescencia, fijada en el extremo de una larga vara. La
operación termina cuando las cazuelas están llenas de sal sólida en parte
calcinada, porque el fondo de los recipientes expuestos directamente a la acción
del fuego, llega a la incandescencia. Después del enfriamiento se rompen las
cazuelas para retirar un bloque más o menos hemisférico, de una sal de gran
dureza (sal cocida). Esta sal se vendía a 6 reales la arroba.

213

Si se dispone de un número suficiente de obreros, la evaporación se lleva a cabo
en 48 horas (dos días). El enfriamiento del horno y su desmontada, necesitan
también dos días. Al contrario, el montaje dura tres días; así que, ordinariamente,
pasan de 5 a 6 días entre el principio y el fin de una operación.

El proceso de evaporación es el mismo que usaban los muiscas; cuando visité a


Zipaquirá, los españoles no lo habían cambiado.

La sal cocida que sale de las cazuelas tiene una propiedad que aprecian mucho
los compradores y es la de que, en razón de su fuerte cohesión, resiste la acción
disolvente del agua, de mejor manera que la sal en roca y aún mejor que la sal
granulada. Además es fácil de transportar en mula: cuatro bloques constituyen una
carga que puede ser expuesta a la lluvia y al agua de los torrentes que se deben
atravesar, sin sufrir ningún daño.

Durante mi permanencia allí, el número de cazuelas colocadas sobre un horno fue


así:

Máximum 319

Mínimum 111

Promedio 264

De cada cazuela se retiran, en promedio, 3,6 arrobas de sal cocida con un valor
de 21,6 reales. Un montaje de 264 cazuelas produce entonces 950,4 arrobas de
sal que valen 712 piastras, 6 reales.

Además de la sal cocida se retira del horno después de desmontarlo, la sal que
proviene de la ruptura de los recipientes llamada la chirgua. La sal mezclada con
las cenizas del horno es el salitre, producto que se vende a bajos precios fomo
combustible se queman los tercios de leña que los indios (limadores) buscan en
los bosques vecinos. La carga se paga a 2 reales y el peso no debe pasar de las
dos arrobas.

Por una cochada de 263 cazuelas que produjo (promedio) 1.003 arrobas de sal, se
consumieron 985 cargas de leña que representaban un valor de 246 piastras, 2
reales y por 32 piastras, 7 reales de cazuelas, cada cazuela se pagó a razón de 1
real a los indios alfareros. La mano de obra de una cochada es de 44 piastras, 4
reales. Así que para la producción de 1.003 arrobas de sal cocida que resultan de
una cochada, sin contar el valor de la sal gema utilizada para saturar el agua
evaporada y los gastos de administración, se gastaría lo siguiente:

214

Piastras Reales

Mano de obra 44 4

Cazuelas 32 7

Combustible 246 2

323 5

1.000 arrobas de sal valen 752 2

A deducir: gastos 323 -3

- -

Utilidad 328 3

He aquí el resultado de la venta llevada a cabo en Zipaquirá durante el mes de


mayo de 1825:

Arrobas Piastras Reales

Sal virgen (en roca) 5.587 3.491 7

Sal cocida 17.399 13.049 4

Chirgua y salitre 172 21 -

- - -

Total 24.078 16.562 3

Si se admite que esa cifra sea 1/12 de la producción anual, lo que es posible,
saldría anualmente de Zipaquirá:

215

Sal cocida 208.788 arrobas

Sal virgen 67.044 arrobas

Como la producción generalmente es inferior a la demanda, la administración


recibirá por ese concepto 198.744 piastras; la utilidad más elevada se debe sin
duda, a la venta de sal gema, cuya extracción cuesta muy poco.

El fraude que se quería evitar se efectuaba sobre la sal en roca; en las requisas
ordenadas por la autoridad se encontraron grandes cantidades de sal, escondidas
en casi todas las habitaciones.

Antes de la Conquista los muiscas, desprovistos de instrumentos de hierro, no


podían acometer la excavación para retirar la sal de roca: se limitaban a evaporar
el agua cuando ya estaba saturada. Eran las fuentes saladas las que explotaban,
especialmente las de Nemocón.

Todavía hoy esta salina es propiedad de los indígenas. La población de Nemocón


se halla a dos leguas y media al nordeste de Zipaquirá. La arcilla negra que
encierra la sal gema contiene piritas y yeso; reposa sobre los estratos de
areniscas más o menos coloreadas, poco espesas, con una inclinación de 450 al
SSO. He visto pedazos de calcáreo negro con conchas fósiles en esta arcilla
salífera, cosa que no había notado en Zipaquira.

El pozo que suministra agua salada con contenido de 0,24 de sal está cavado en
la arcilla; se entra por una escalera que tiene 3.965 m de diámetro y de 3.550 m
de profundidad. La capacidad es de 45,16 mts. De ninguna manera los muiscas
utilizaban pozos tan grandes. La distribución se hacia de la siguiente manera: un
indio tenía derecho únicamente al agua que se captara en un día y una noche;
cada uno llevaba a su choza el agua que le había sido asignada, con el objeto de
evaporarla.

El gobierno administra actualmente la salina de Nemocón y reconoce el derecho


de propiedad de los indios, a quienes paga la mitad de las utilidades.

En 1781, cuando el estado substituyó a los indígenas, se presentó un


levantamiento; los indígenas incendiaron la casa de la administración y fue
necesario hacer venir tropas de Bogotá para apaciguar la sedición; buena cantidad
de muiscas fueron masacrados y algunas de sus cabezas fueron enviadas al
virrey (3).

En la hacienda de Suzate, cerca de Nemocón, yo vi 3 hermosas capas de carbón


en la arenisca con estratos casi verticales de 1.525 metros de espesor

216

intercaladas en las areniscas. Existen capas esquistosas con impresiones
vegetales. Este carbón es el que se utiliza en las salinas.

En Zipaquirá la vista está limitada por una montaña bastante elevada que tuve que
pasar para llegar a Pacho, con el objeto de reconocer lo que había más allá del
terreno salífero. Al llegar al punto más alto se baja a Pacho. Al NNO de la ciudad
se explotaba una capa de hierro espático de más de 1 metro de espesor, en un
esquisto parecido al de Villeta que soportaba la arenisca y la caliza. En cada una
de esas rocas estratificadas recogí muestras de fósiles que pertenecían al terreno
neocomiano, entre otros, la trigonia alaeformis.

Una fuente salada de extraordinaria abundancia nace alrededor de 40 leguas de


Zipaquirá. sobre la vertiente oriental de la cordillera y desaparece en los llanos de
Casanare y de Mesa. Una línea que partiera de Zipaquirá en dirección NE
encontraría los tres yacimientos salíferos más importantes de la Nueva Granada:
Zipaquirá, Nemocón y Chita.

Al atravesar la cordillera desde Sátiva hasta los alrededores de Pore, pude


estudiar la situación geológica de las salinas de Chita.

En Capitanejo se abandona la ruta que va a Pamplona para seguir a ENE y de


Sátiva se baja al valle del Chicamocha para subir nuevamente a Jericó.

Cerca de Cheva la arenisca con huellas de dicotiledóneas alterna con la caliza con
conchas; en Chita (altitud 2.410 metros) las capas calcáreas y arenáceas están
singularmente perturbadas. Al llegar al páramo, en donde se forma la línea de
división de las aguas que van a los llanos y las que bajan al Chicamocha, a la
altitud de 3.681 metros, la arenisca, muy silícea, toma un aspecto lustroso.

Al bajar del páramo a la bella cascada de Rucubeche (altitud 1.923 metros) se


encuentra una arenisca muy esquistosa que constituye la roca de las Salinas de
Chita, gran pueblo de 300 familias que se encuentran al fondo de un cañón muy
angosto por donde corre el río Casanare.

Gracias al comercio de la sal se encuentra un movimiento y una animación que


rara vez se observan en la América española. Salinas se encuentra a 2 leguas de
Pore, capital de los llanos.

Las aguas saladas manan en la orilla izquierda del torrente, de manera que son
inabordables durante las crecientes. Emergen de un esquisto negro carburado y
de una arenisca de granos finos, llena de partículas de mica.

Cerca de Las Salinas, la roca alcanza un gran desarrollo: los estratos, casi
verticales, tienen una dirección NS con una particularidad y es que las aguas son
calientes; su temperatura es de 44º. Se conocen varias fuentes saladas que

217

manan de esquistos y solamente las más abundantes han sido utilizadas. El agua,
de acuerdo con los informes de la administración, contendría 0,25 de sustancias
salinas.

La evaporación se lleva a cabo en cazuelas, tal como lo he relatado de las de


Zipaquirá y estos recipientes cuestan 8 reales, debido a la escasez de la arcilla
que se usa para fabricarlas. La madera es muy abundante y se paga a razón de 1
real la carga de 4 arrobas. Se dice que para obtener una carga de sal cocida se
consumen 10 de combustible. Anualmente se obtienen 10.000 cargas de sal de 10
arrobas cada una.

El producto es muy inferior al de Zipaquirá, donde se obtienen 209.000 arrobas de


sal cocida y donde además se entregan al comercio 67.000 arrobas de sal virgen.
Además, en Chita, la producción está limitada por la demanda, puesto que no hay
duda de que se podría producir mucha más sal. Las salinas de Chita no son, como
las de Zipaquirá, de arcilla negra y no se conoce la sal gema.

El agua saturada de sal mana de un esquisto que hace parte del Quadersandstein
si se juzga por los fósiles que se encuentran; posiblemente también el calcáreo
neocomiano que no se ve en el valle, pero que puede encontrarse en relación con
las areniscas esquistosas; además las aguas saladas son calientes y manan a una
altitud menor: 1.460 metros.

De las salinas llegamos al camino de Pamplona, pasando nuevamente por el


páramo. Cerca de un laguito, el barómetro mostró una altitud de 3.596 metros; el
aspecto del pequeño lago es muy pintoresco, debido a la abundancia de plantas
lanudas de Espeletias de las cuales está rodeado. Por reflexión,el agua parecía
negra aun cuando fuera incolora y límpida; el termómetro marcó 8,3º.

De Chita bajamos a lo largo de un torrente (altitud 2.566 metros) para subir en


seguida al alto de Cusugui (altitud 3.362 metros). Todavía seguíamos sobre la
arenisca en la que se notaba el cuarzo negro de la lidita, cuyos estratos son
plegados. La superficie de las capas de arenisca ofrece la apariencia de huellas
raíces de ramas del grosor de un brazo; yo no creo que sean fósiles, sino más
bien una disposición particular, un accidente que ya había tenido la oportunidad de
observar en las cercanías de Capitanejo, en donde la roca es poco inclinada.

Del alto de Cusugui se baja al estrecho y fértil valle de La Uvita. Antes de llegar a
Soatá se nota perfectamente la estratificación concordante de la caliza con
conchas y de la arenisca folilífera.

En Soatá tomamos la ruta que conduce a Capitanejo y de allí a Pamplona y luego


a la Sierra de Mérida.

218

2. Minas de esmeraldas de Muzo
Muzo se encuentra en la extremidad norte de la explanada de Bogotá. A la llegada
de los europeos, sus habitantes y el Zaque de Tunja se encontraban en constante
hostilidad; fueron vencidos después de una fuerte resistencia, cuando los
españoles tuvieron como auxiliares a los terribles perros, terror de los indígenas.

De Zipaquirá salí para visitar las ruinas de Muzo. En camino a las salinas había
atravesado el río Bogotá en una balsa, pues la creciente hacía que el vado fuera
impracticable. Al atravesar la población de Chía me llamó la atención la
abundancia de los manzanos y la belleza de sus productos. Esta fruta es tal vez la
única traída de Europa que llega a una madurez aceptable en las frías mesetas de
los Andes.

Después de haber atravesado el páramo de Tausa, llegué a Ubaté, población de


gran tamaño, construida en un llano amplio y fértil, lugar de un antiguo lago.

Al día siguiente, que era domingo, asistí a una misa que me pareció muy divertida
porque durante el servicio algunos indios, coronados de flores y teniéndose de la
mano, danzaban al son del oboe y del tambor; ésta es una costumbre pagana que
el clero ha creído su deber conservar, o más bien, tolerar. En la iglesia vi un
crucifijo de gran reputación: por la tarde lo sacaron en gran procesión con
antorchas, y por la noche hubo un descabellado fandango en la casa cural.

El pueblo de Fúquene se encuentra a 2 leguas al norte de Ubaté, construido a


buena distancia de un lago de 4 leguas cuadradas; su profundidad no pasa de los
3 metros.

En la época de sequía las fiebres palúdicas son frecuentes en los alrededores del
lago.

Llegué a Simijaca (altitud 2.883 metros) pasando por Susa y la Boca del Monte,
límite septentrional de la Meseta de Bogotá. De este lugar se baja hacia la región
cálida. Páramos en Maripí (altitud 1.304 metros) y llegamos al río Minero (altitud
506 metros) y al Paso de Guaso. Después de un recorrido de 16 leguas hacia el
norte el río Minero se reúne con el río Horto que desemboca en el Magdalena.

A partir de Maripí marchamos sobre un esquisto negro de granos finos muy


hojoso: una grauvaca. El río Minero es un torrente de gran rapidez; se le atraviesa
sobre un puente formado por una especie de hamaca, construida en bejucos,
cuyas extremidades están amarradas a grandes árboles. Al caminar sobre este
puente en oscilación perpetua, se siente una extraña sensación. Nuestras mulas
pudieron pasar de un lado a otro con bastante peligro. Las pobre bestias se
resistían y una vez entre el agua, era tal la fuerza de las corrientes, que las hacía
voltear varias veces antes de poder estabilizarse.

219

Al salir del río se sube por una rampa muy inclinada, para llegar a Muzo.

Padecimos mucho con el calor insoportable y la insolación, pasando por un


camino tallado en una roca negra tan caliente que apenas se podía tocar. Nos
hospedamos en casa del alcalde Ignacio Morales, administrador de las minas, que
eran explotadas antiguamente para el rey de España y que se encontraban
abandonadas en ese entonces.

Muzo fue una ciudad importante en donde se encontraban hasta 12 caballeros


cruzados de la Orden de Santa Isabel la Católica. Cuando la visité no era sino
minas, en las cuales vivían, aquí y allá, algunos miserables palúdicos. De su
antiguo esplendor ya no queda sino una Virgen muy venerada, vestida con gran
riqueza; la imagen es muy bella, vestida en terciopelo azul con franjas de oro, la
frente ceñida con una corona de oro y alrededor del cuello un collar de perlas finas
de un tamaño considerable; el sacristán que nos la mostraba, llamó nuestra
atención a la perfecta conservación de la Señora y nos dijo:

“vean ustedes que no envejece; su tinte permanece con vida, miren sus bellos
ojos negros, su vestido se mantiene nuevo a pesar de que lo lleva hace más de un
siglo; las termitas (comején) que nada perdonan puesto que destruyen hasta
nuestras casas, la han respetado; ¡es un milagro! y su cuerpo, como lo van a ver,
es incorruptible”. Después de hacer la señal de la cruz, levantó la falda y lo que
vimos fueron dos soportes de madera de 3 decímetros que los insectos no habían
tocado porque estaban hechos en madera de cedro, bases sólidas sobre las que
reposaba la imagen.

“Es una verdadera virgen, continuó con entusiasmo, mucho más de la que pueden
mostrar en Chiquinquirá, una cualquiera...” y volteándose hacia mi, dijo: “no más
virgen que Ud. mi querido oficial, una intrigante que se encontraron nadie sabe
donde, ni cómo. La nuestra vino de Castilla y es pura e inmaculada".

Sin duda era risible oír a este buen hombre elogiar su “nuestra señora” su fetiche,
pero ¿quién de nosotros, aun entre los más instruidos, no tiene fetiche?.

Esto me recuerda que en Alsacia el cura párroco de Haguenau, sacó una


estupenda pieza de encaje que una de sus ricas feligresas, enviaba al peregrinaje
de Marienthal. El cura decía con encanto infantil: “Cómo va a gozar la Virgen
cuando reciba estos bellos encajes”; como se ve, el eclesiástico de Haguenau era
tan ingenuo como el pobre sacristán de Muzo; por lo demás, toda la convicción es
respetable, por su sinceridad.

Las minas se encuentran a dos horas de Muzo, hacia el Sur. Me fue imposible
entrar a los trabajos abandonados; la galería descendiente de San Antonio, abierta
en el esquisto negro de Villeta, estaba inundada. Las paredes de la mina estaban
recubiertas de eflorecencias de sulfato de calcio y de magnesia, debido a la

220

alteración de las piritas y de las concreciones calcáreas. En el esquisto se veía el
calcáreo espático de un blanco lechoso el cual generalmente conforma la gama de
esmeraldas.

A la entrada del subterráneo se podían ver estalactitas ferruginosas; una espesa


vegetación arborescente que se ha desarrollado desde el abandono de las minas,
impedía un más amplio reconocimiento.

Después de esta excursión fuimos a cenar más abajo de la mina de San Antonio.
Yo estaba sentado sobre un banco, fuera de la vivienda, junto a 3 niños a quienes,
naturalmente, inspiraba una viva curiosidad, cuando a unos pasos de nosotros
cruzó reptando lentamente, una enorme serpiente de 3 metros

de largo, y unos 15centímetros de diámetro; mientras levantaba su horrible cabeza


para mirarnos le apunté y cuando le iba a descargar munición gruesa, los niños
desviaron la carabina y me dijeron: “No la mate, por amor de Dios, es una amiga
que devora las alimañas de la casa; sin ella nos habrían acabado las ratas y las
hormigas”. Ellos la conocían y no se asustaron cuando la vieron a su lado; era una
culebra cazadora de un blanco lívido, de ojos rojizos y... la dejé pasar.

Los indios no abrían galerías en el esquisto, sino más bien trincheras sobre las
afloraciones de filones que sus chuzos de madera lograban cortar. Procedían a la
explotación por medio de ataques a toda la montaña, creando, por así decirlo,
escombros dentro de los cuales buscaban las esmeraldas.

Los españoles adoptaron y siguieron durante mucho tiempo este procedimiento


que no se aplica generalmente sino a los aluviones auríferos; en los alrededores
de Muzo se ven los escombros, enormes cantidades de restos de rocas,
acumulados en la parte baja de los cerros. Por medio del agua se disgregaba la
roca esquistosa y con ese objeto se traía, con frecuencia de grandes distancias,
un riachuelo que vertía en un recipiente excavado en lo alto de la montaña. El
agua, que se dirigía con fuerza sobre el esquisto, lo labraba y los hombres
ayudaban a la destrucción, raspando con sus chuzos, la roca poco adherente
sobre la que se hacía el trabajo y las esmeraldas se encontraban en los restos
acumulados en la parte baja.

Las mejores gemas, las que los españoles le quitaron al Zipa de Tunja, habían
sido encontradas entre los restos producidos por la acción del agua o por la
disgregación natural de la roca esquistosa, fácilmente alterable, debido a su poca
cohesión. Con frecuencia se encuentran pequeñas esmeraldas en la tierra de
cultivo de los alrededores y no es raro que se descubra alguna en la molleja de las
gallinas.

El producto en esmeraldas fue considerable durante el primer período de la


administración española; sin abandonar la explotación por medio del agua, se

221

abrieron trabajos subterráneos; fue así como se constató que las esmeraldas se
encontraban especialmente en las vetas de calcáreo espático que, por cierto, eran
muy irregulares. Sin embargo, el esquisto negro muy carburado también las
contiene y el señor de Senarmont hizo una curiosa observación: en la roca
esquistosa existen esmeraldas microscópicas.

Tuve la oportunidad de conocer lo que el gobierno español había obtenido de la


explotación de las minas de Muzo: varios especímenes de esmeraldas de gran
volumen se conservan en el museo de Madrid; cada una de ellas era pesada,
descrita y registrada; Morales, el administrador actual, les llevó la cuenta exacta
durante más de 25 años.

El yacimiento de esmeraldas es realmente lo que los mineros castellanos y


americanos llaman “topes”, palabra que se podría traducir por “encuentro
accidental”. Durante meses el trabajo es improductivo y de pronto uno cae sobre
uno o varios nidos de la preciosa piedra que posee todas las cualidades que se
desean. Frecuentemente también se retiran esmeraldas morillones en fragmentos
irregulares, llenas de grietas, sin transparencia y que no tienen ningún valor.
Tengo a mi disposición más de 1 kilogramo de ellas.

La verdadera esmeralda está formada por cristales implantados generalmente en


una greda de espato calcáreo*; al encontrarla es frágil y conviene guardarla
durante algún tiempo antes de entregarla al tallador; es como si tuviera agua
intercalada, llamada “agua de cantera".

La revolución que surgió en la Nueva Granada impidió continuar con la subvención


acordada para explotar esas minas que, por cierto, se habían vuelto poco
productivas. El gobierno republicano entregó a contrato las dichas minas a uno de
nuestros amigos, el señor Joseph París, quien allí se arruinó.

Durante 10 o 12 años las búsquedas no muy activas no dieron ningún resultado,


cuando un día se encontró un “tope” de una riqueza excepcional. De la miseria, el
señor París pasó súbitamente a la riqueza y aun cuando tuvo la imprudencia de
ofrecer simultáneamente en el mercado muchas esmeraldas de magnífica agua,
logró sumas importantes. Entre sus manos vi un cristal irreprochable que había
ofrecido al museo de San Petersburgo por 20.000 francos. La venta no tuvo lugar,
pero París siguió el consejo que le había dado un hábil joyero: dividió la magnífica
piedra en varios pedazos, vendidos por un total de 25.000 francos.

Añadiré que París, después de haber ganado millones murió pobre, cosa que
generalmente sucede a quienes se enriquecen con los “topes”; todos los mineros
que he conocido eran jugadores incorregibles y siempre ha sido así en el Nuevo
Mundo, desde la conquista. He visto en el Chocó a propietarios de lavaderos que
van a una sola carta una apuesta de algunos kilogramos de polvo de oro.

222

Al dejar a Muzo bajamos al valle del Minero, el cual atravesamos para subir en
seguida al Alto del Pan (altitud 1.058 m). De allí pasamos al Alto de Casurú (altitud
1.223 m) antes de llegar al pueblecito de Maripí, en donde pernoctamos.

Por el camino vimos tres serpientes que acababan de matar; tenían 2 metros de
largo; los reptiles son muy numerosos en esta región caliente y húmeda.

Siempre habíamos marchado sobre el esquisto negro, prolongación del esquisto


de Villeta. La distancia de esta localidad a las minas es de 12 leguas en línea
recta, dirigiéndose al NNE.

Una observación hecha al azar me indicó que las dos rocas son idénticas: en una
oportunidad yo subía del valle del Magdalena hacia Facatativá, situada sobre la
explanada de Bogotá cuando, cerca de Villeta, al atravesar un riachuelo, vi entre el
agua una piedra de bello color verde; bajar de la mula y recoger el fragmento que
me llamó la atención, fue asunto de un instante. Así me convertí en el propietario
de una bella esmeralda, originaria sin ninguna duda del esquisto que el torrente
había arrastrado.

Este esquisto está caracterizado por yacimientos de cobre y de hierro espático y


sigue mucho más adelante, hacia el Norte. Por todas partes soporta el terreno
arenáceo y el calcáreo neocomiano.

De Maripí nos dirigimos a Chiquinquirá atravesando, por segunda vez, el Alto de la


Boca de Monte. Estamos sobre la meseta de Bogotá, a una altitud de 2.600 m.

Chiquinquirá posee un templo, casi una catedral, que aloja a una virgen, objeto de
la veneración del país. Es una virgen para “hacer de todo”. Los peregrinos llegan
de todas partes para adorarla. Su imagen está adornada con esmeraldas de gran
valor. Sin duda es la más rica “Nuestra Señora” que se conozca. El piso de la
iglesia estaba cubierto de pequeños cirios que prenden los devotos. Una clerecía
numerosa, muy alegre y muy hospitalaria, es apenas suficiente para decir las
misas de a peso (4), lo que constituye una renta importante. Los enfermos afluyen
para suplicar su curación a la madona. Nada tan curioso como ese foco de
superstición.

Antes de regresar a Bogotá quise visitar la Provincia de Socorro, para dedicarme a


estudiar los terrenos estratificados, especialmente las capas ricas en fósiles en
consecuencia, tomé la ruta que sale de Chiquinquirá hacia el Norte y a seis leguas
encontré a Puente Real, localidad muy poco importante (altitud 1.680 m) y llegué a
Vélez, donde me instalé durante algunos días (altitud 2.198 m).

Durante el trayecto observé abundantes yacimientos de una caliza azulosa, llena


de conchas, que se ven como concreciones en la arenisca y al aumentar de
volumen verdaderas capas calcáreas. Vélez está pavimentado con caliza y se

223

puede decir, sin exagerar, que el piso sobre el cual se camina, es una admirable
colección de fósiles; es una población muy animada, en donde se fabrican
confituras de guayaba** y también el “masato” preparado con germen de maíz
endulzado con jugo de caña concentrado como jarabe, lo que produce una pasta
que disuelta en agua da una bebida que contiene suficiente alcohol para producir
embriaguez. Se envía mucho masato a Bogotá.

A 3 horas de marcha al norte de Vélez nos mostraron un accidente geológico muy


curioso: el Hoyo del Aire, o más bien el hoyo del viento, que es un pozo, más o
menos circular en las capas de caliza, muy profundo y cuyas paredes son
verticales. Al fondo, la vegetación arborescente, es casi un jardín. Al arrojar una
piedra vimos elevar una banda de pericos que se escaparon describiendo una
elipse. Se asegura que este pozo natural tiene 132 varas de profundidad (5).
Acostado boca abajo pude arrastrarme hacia el borde sin sentir vértigo y dejé caer
un gran fragmento de calcáreo que necesitó 5segundos con 5 décimos para llegar
al fondo, así que la profundidad calculada con esa experiencia, sería de 148 m. La
abertura del pozo se halla sobre una pendiente poco inclinada y el experimento de
la caída de la piedra se hizo sobre la parte más baja del terreno. Me pareció
reconocer en el fondo de esta enorme cavidad, un principio de galería lo que me
hizo suponer que existe una comunicación con un valle inferior; el hecho es que
debe haber una salida por donde se escapan las aguas lluvias, ya que el terreno
de abajo jamás se inunda, aun en la estación húmeda.

El nombre de “Hoyo del Aire” se le dio a este pozo porque se asegura que de
tiempo en tiempo sale por allí un viento impetuoso. Nosotros encontramos el aire
absolutamente calmado y entre la gente que nos acompañaba, no encontramos
testigos de ese fenómeno. En los alrededores se conocen otros “hoyos” pero
ninguno se acerca a las dimensiones del que habíamos visitado. La disposición
regular, casi horizontal, de los estratos que forman la pared del pozo natural,
permite suponer que la cavidad es el resultado de un hundimiento instantáneo y la
vegetación que cubre su fondo no permite constatar si ha habido alguna
acumulación de escombros. Lo más extraordinario de esta rara y profunda
depresión de un terreno estratificado, es la nitidez de las paredes: ninguna
extremidad forma saliente alguna; por lo demás, las rocas de los alrededores de
Vélez son muy cavernosas. Los indígenas depositaban sus muertos en grandes
espacios subterráneos, en donde todavía hoy se pueden encontrar muchas vasijas
de barro con esqueletos.

Vélez se halla a 4 leguas al norte del Socorro, capital de la provincia del mismo
nombre. Es una ciudad densamente poblada, centro de una industria importante:
la fabricación de la tela de algodón. Las mujeres se pasan la vida hilando con un
hueso y en casi todas las casas se encuentra un telar. Estas telas burdas, pero
muy sólidas, están teñidas algunas veces con color azul, proveniente del añil que
se cultiva en la región. Estas telas crudas o teñidas son enviadas a grandes
distancias, inclusive hasta el Perú.

224

En el Socorro se cultiva también la caña para extraer el azúcar para elaborar el
aguardiente anisado, bebida muy apreciada.

El río Suárez atraviesa la Provincia del Socorro y antes de desembocar en el


Magdalena, toma el nombre de Chicamocha; corre paralelamente a muy poca
distancia del río Opón, el cual remontó la expedición de Jiménez de Quesada para
entrar a territorio de los muiscas.

San Gil y Girón son poblaciones muy interesantes. Por todas partes se encuentran
areniscas y la caliza con conchas, cuya alternación es algunas veces evidente y
otras dudosa. Lo que según creo cierto, es que admitiendo la intercalación de la
caliza y de la arenisca, esta última roca adquiere, sobre todo en cuanto a espesor,
una amplitud que no presenta la caliza, principalmente en Ubaté, al norte de
Bogotá.

Al admitir el próspero estado de la bella Provincia del Socorro, se experimenta un


sentimiento penoso: tal vez es la región de los Andes en donde hay más cotudos;
cotos de dimensiones formidables y esto en todas las clases de la sociedad.

Se debe tener en cuenta que antes de la Conquista, estos habitantes de la


Provincia del Socorro eran los que llevaban a la Meseta de Bogotá, donde vivían
los muiscas, objetos de lujo como las esmeraldas de Muzo, vestidos de algodón
del Socorro, el oro de Girón y de Bucaramanga, a cambio de sal de Zipaquirá y
Nemocón.

* En el lenguaje geológico actual se usarían los términos arcillolitas o


shales.

** Estos últimos se denominan ahora arcillolitas negras o shales negros,


caracterizados por su alto contenido en materia orgánica.

(1)Vista de las capas tomada del agua. Obispo. "Diario" Tomo I; aspecto de
las capas en el sitio Cueva de la iglesia "Diario", Tomo II pág. 79.

(2)Hamites degenhgardotti — Trigonia alaeformis — Exogia Bousstngaultii,


Exogia Couloni. En el calcáreo: especies descritas por
D’Orbigny: Ammonites Boussingaultii— A. Dumasianos— A.
Santaferinus— Rostellaria Boussingaultii— R. angulosa — R.
americana — Cardium cotombianum — Tellina
bogotina — TrigoniaBoussingaultii. T. abrupta— Cuculea dilatada— C.
Tocayinnensis— Ostrea abrupta.

225

(3)N. del T. 1781, año de la revolución de los Comuneros.

(4)Peso o piastra de 10 reales igual a 5 francos. Ver anuario de la oficina de


Longitudes.

(5)La vara de Castilla tiene 0835 m, lo que daría 110 m.

* En la nomenclatura usada actualmente en mineralogía, se hablaría de


espato de Islandia, variedad bien cristalizada de calcita.

** Se trata del famoso bocadillo veleño.

226

CAPÍTULO VIII


Bogotá - Situación - Clima - Costumbres -


Aventuras - Excursiones por los alrededores.

La capital de la Nueva Granada está situada en el límite oriental de la llanura, al


pie de unos peñascos de donde brota el torrente del río San Francisco, uno de los
numerosos afluentes del río Funza, donde se reúnen todas las aguas de Bogotá.

La ciudad está dividida en 195 manzanas, trazadas con una precisión geométrica,
agradable a la vista. Las casas, generalmente de un solo piso, en estilo morisco,
están sólidamente construidas en adobe y cubiertas de teja de barro. En 1823
eran muy pocas las ventanas que tenían vidrios.

Las calles, bien alineadas, están regadas por pequeños arroyos por donde corren
a gran velocidad las aguas límpidas de la sierra.

En 1823 la población de Bogotá se calculaba en 30.000 habitantes de raza


española, indios muiscas y mestizos. La plaza mayor es muy grande, sin que en
ella haya plantas, árboles o jardines; todo presenta la triste aridez que gusta tanto
a los castellanos. Es necesario salir de la población para encontrar largas
avenidas de daturas gigantescas (chamico), de Salix Humboltdtea y de paxifloras.

Bogotá encierra edificios más recomendables por su solidez que por la elegancia
de su arquitectura. Se encuentran 31 templos, ocho conventos de hombres, 5 de
mujeres, 2 colegios, algunos hospitales, una casa de moneda, una biblioteca
pública con muy pocos libros y ningún lector y el Observatorio edificado por Mutis
en 1783. La cantidad de iglesias, los eclesiásticos y los religiosos que se
encuentran por todas partes, imprimen un carácter monástico que ya había
encontrado en Pamplona y que más tarde volví a observar en Quito.

La Calle Real que termina en la Plaza Mayor, es el centro de un comercio activo


durante algunas horas del día, porque en la tarde cesa toda transacción, ya que la
ciudad no tiene más luz que la de la luna cuando se halla por encima del
horizonte. Las tiendas en donde se vende la chicha son las únicas que quedan
abiertas después de la puesta del sol. Es allí donde los indios se embriagan con
su bebida favorita; por la noche el silencio reina fuera de las casas y escasamente
se encuentran algunas personas que regresan a su hogar siguiendo a un sirviente
que lleva un farol.

La ciudad se encuentra a 2.650 m (1) de altitud absoluta por encima del nivel del
mar y más o menos 250 m por encima de la parte más baja del llano que recorre

227

el río Funza. Sobre el cerro, a cuyo pie se reclina la ciudad, se encuentran dos
capillas: una al sur de la quebrada de San Francisco, está dedicada a Nuestra
Señora de Guadalupe; la otra, al norte, a Nuestra Señora de Monserrate. Estos
son dos sitios de peregrinaje muy frecuentados, en donde el geólogo puede
reconocer que las capas de areniscas están fuertemente inclinadas en sentido
contrario: las de Monserrate, al oriente y las de Guadalupe, al occidente. Más
arriba (sic) de las capillas se explota como una caliza rellena de conchas,
superpuesta a la arenisca en estratificación concordante. Desde estos lugares de
peregrinación, que tienen una elevación de 660 m por encima de la Plaza Mayor,
el paisaje que se divisa es grandioso, pero, como lo observa Humboldt,
melancólico y desierto. La llanura en toda su extensión parece sembrada de
islotes que se deben a capas de areniscas levantadas.

La vista alcanza a toda la región montañosa y boscosa que se extiende hasta la


cordillera del Quindío, cuyas cimas, en muchos puntos, alcanzan grandes alturas.
Al occidente y a una distancia de 35 leguas, se ve el pico nevado del volcán del
Tolima, en forma de cono trunco y que parece estar unido a los páramos del Ruiz
y de Santa Isabel, cubiertos también de nieves eternas. Yo no olvidaré jamás el
esplendor de una puesta de sol a la que asistí desde la capilla de Nuestra Señora
de Guadalupe: el aire era de una limpieza absoluta y el cielo azul oscuro; cuando
el astro desapareció, lentamente, detrás de los inmensos campos de nieve, ¡fue
como un eclipse! La luz del día después de debilitarse gradualmente nos dejó
súbitamente en la oscuridad porque no hay crepúsculo en el ecuador. Pero lo que
me causó gran sorpresa fue un bello tinte rojo pálido, que apareció y se mantuvo
durante un tiempo por encima de la zona que acababa de dejar el sol. Este tinte, o
más bien este vapor, se extendió al principio en la altura, luego dejó de ser visible,
no porque disminuyera en intensidad sino porque al desplazarse hacia abajo, el
astro radiante parecía lo hubiese arrastrado; el glaciar conservó durante algunos
minutos una espléndida coloración.

Desde entonces, tuve varias veces la oportunidad de observar este fenómeno,


especialmente desde las minas de plata de Santa Ana, situadas al norte del
páramo del Ruiz; era tan constante y pronunciado que escribí a Humboldt que la
nieve parecía volverse fosforescente por algunos momentos, después de la puesta
del sol.

Por encima de los santuarios de Monserrate y Guadalupe comienza la vegetación


de las regiones frías de los páramos, cuyas hojas lisas y brillantes recuerdan las
del mirto y del laurel. Es allí donde Humboldt y Bonpland, encontraron el bellísimo
género “aragoa”.

Al subir a la estación más elevada de la montaña, el páramo de Chingaza (altitud


de 3.905 m), entre en un pequeño bosque de fraylejones, juncos (sic)
algodonosos, algodonáceos (espeletia) donde vi una linda gacela muy poco
asustada por mi presencia y un cóndor, pájaro carnicero de las cimas de las

228

cordilleras, el cual pude observar muy de cerca, ya que necesitó algún tiempo para
alzar el vuelo.

Bogotá goza de un clima parejo, lo cual es consecuencia de su altitud. La


temperatura media de 14,5º varía muy poco durante el año; de día el termómetro
indica de 12º a 18º y es raro que baje aun durante la noche a 8º o 10º. Para dar
una idea de la igualdad de la temperatura, es suficiente anotar que el promedio del
mes más caliente es de 15,3º y la del mes más frío, de 14º.

Cuando el cielo está puro y el aire poco agitado, el clima de la meseta es


delicioso: es la primavera de los países templados de Europa. Sin embargo, en
esas condiciones las noches sondemasiado frescas, no porque descienda mucho
la temperatura, sino a causa de la irradiación nocturna a la cual queda uno
expuesto. Durante el tiempo cubierto y lluvioso, especialmente con viento fuerte o
con niebla, Bogotá es uno de los sitios más desagradables, teniendo en cuenta
que en el interior de las habitaciones no hay calefacción. Inclusive existe un
prejuicio contra las chimeneas desde que un arzobispo murió de repente al
acercarse a una de ellas.

Las tempestades acompañadas de granizo no son muy frecuentes; sin embargo


he visto varias veces el pavimento y la ciudad cubiertos de granizo.

La altura del mercurio en el barómetro es de 0,561 m. La presión atmosférica es


tan poco variable como la temperatura y el movimiento de la columna mercurial
tiene lugar dentro de las 24 horas, con gran regularidad, como sucede en las
localidades situadas cerca del ecuador.

Un año de observaciones llevadas a cabo en el Observatorio en enero dio el


siguiente resultado:
Altura máxima 0,5623
Altura mínima 0,5586

De manera que en Bogotá el agua hierve a una temperatura inferior a 100 grados.

A pesar de las pocas variaciones de la temperatura y de la atmósfera, repentinos


cambios en la dirección de los vientos y nubes espesas enturbian súbitamente la
extrema serenidad del aire; lluvias persistentes y violentas tempestades
acompañadas de granizo, hacen que el clima de las altas mesetas de las
cordilleras sea de los más inconstantes. Las altitudes de 3.000 a 3.500 m, son
poco inferiores a la región de las nubes que traen la humedad necesaria a la
vegetación que se encuentra en esas llanuras elevadas.

En Bogotá, los vientos del oeste y del suroeste traen el aire tibio del valle del
Magdalena y generalmente la lluvia; al contrario, los vientos del este y del sur que
vienen de los llanos, traen la sequía; el aire caliente abandona su vapor acuoso al

229

atravesar un gran macizo de altas montañas. Sin embargo, cuando este viento
sopla con fuerza, puede traer lluvias abundantes, pero de corta duración; es
entonces cuando se observan las bruscas alternativas de buen y mal tiempo que
caracterizan la estación de los páramos.

Cuando el cielo está cubierto, se puede determinar con exactitud la altura de las
nubes tomando por base vertical las rocas de arenisca donde están edificados los
santuarios de Monserrate y Guadalupe. Mientras estas capillas sean visibles, la
masa de nubes se encuentra a una elevación absoluta, superior a los 3.300
metros o a 1.050 metros por encima de la ciudad. Esta masa baja gradualmente
hacia la planicie y vista a distancia, forma una línea horizontal; continuamente tuve
que atravesar la llovizna, antes de llegar a su límite inferior, aun cuando esta fina
lluvia no llegaba a la base de la montaña. Generalmente, cuando la línea límite
llegaba a una capilla dedicada a Nuestra Señora de la Peña, llovía sobre la
Sabana a 230 metros más abajo.

Estos hechos, observados en condiciones favorables, corroboran la idea que de


una nube cae lluvia, que si no es abundante, se volatiliza durante la caída; es así
como una masa nebulosa desaparece en la atmósfera al entrar en una nube.

Uno se puede dar cuenta de la lentitud con que bajan a tierra las muy pequeñas
partículas resultantes de la condensación del vapor acuoso. Si llueve, apenas se
nota; es necesario que las gotas se reúnan para que su caída se acelere, al
vencer con más facilidad la resistencia del aire.

En las extremidades de la meseta, donde comienza el descenso rápido que lleva


al valle de la Magdalena, se puede ver la formación de las nubes y de las niebla.
Estos dos meteoros son idénticos para los meteorólogos: una nube es una niebla
en donde uno no está y una niebla es una nube en la cual uno está.

Sobre los bordes de la meseta, la vegetación está muy desarrollada. Se


encuentran bosques en donde abundan robles y algunas especies de quinas, que
forman contraste con la rareza de las plantas arborescentes que se encuentran en
la planicie; es un efecto de la humedad permanente ocasionada por la
condensación del vapor contenido en el aire que viene de las regiones cuya
temperatura es de 26º a 28º, al mezclarse con el aire relativamente frío del Alto del
Roble, en el cual el termómetro baja frecuentemente a 8º o 10º. En Facatativá, con
una altitud de 2.640 metros, donde permanecí varias veces, la formación de las
nubes es muy curiosa: se les ve subir lentamente cuando el viento del Oeste es
débil, llegar a la meseta en donde se extienden en espesores variables; entonces
uno está dentro de una niebla espesa que a veces se disipa en algunos minutos
observando a las nubes subir la pendiente, se puede pensar en un rebaño. Los
indios afirman que al claro de la luna es muy distinto, se parecen a animales,
toros, caballos y sobre todo a formas que pueden representar al diablo en
persona.

230

Las nubes juegan un gran papel, gracias a la imaginación, en las tradiciones
populares de los países montañosos. Yo sonreía de las ilusiones de estas pobres
gentes, sin pensar que un corto tiempo después comprendería que se puede
participar de ellas por lo menos momentáneamente: sucedió que, debido a una
misión urgente tuve que ir, en una sola jornada, de Bogotá a Villeta, es decir, 13 a
14 leguas por un camino accidentado y en mal estado; salí a las 10 de la noche,
sin compañía; la noche estaba muy oscura y me perdí después de haber pasado
Funza. No había estrellas visibles para orientarme, sino una muy débil claridad de
la luna para guiarme sobre un terreno en donde no veía ninguna trocha. Yendo al
azar, podría llegar al norte, a Zipaquirá o a Fusagasugá al sur: ¡estaba perdido! El
excelente macho que montaba se paraba tan pronto le soltaba la rienda y me daba
cuenta que estaba lejos de cualquier habitación; para mi gran satisfacción vi
entonces, muy claramente, un jinete; me apresuré a dirigirme hacia él y le grité,
confiando en que se detendría, pero mientras más espoleaba a mi montura, más
huía él. Me lancé a toda velocidad y él lo hacía en la misma forma; entonces
comenzó una carrera desenfrenada que continuó durante 8 o 10 minutos y cuando
ya le iba a dar alcance, hombre y bestia se dividieron en tres bolas que rodaron y
desaparecieron. ¡Le había dado caza a una imagen fantástica!.

Poco después encontré el río Serrezuela que yo conocía bien y subiendo su


corriente encontré fácilmente el camino de Facatativá, en donde entré muy
avanzada la noche. Conté a los indios cómo había tomado una nube por un
hombre a caballo y me respondieron: “no era una nube, era un jinete blanco, a
quien conocemos bien; siempre se pasea al claro de luna en la Sabana; pero tan
pronto como uno se acerca, él desaparece”. Después de haber dado forraje a mi
macho, comencé el descenso de la cordillera, al trote, sin preocuparme de los
espectros, de los toros o de los jinetes blancos que dejé en el camino hasta llegar
a Villeta al amanecer.

Sobre la meseta de los muiscas me han señalado con frecuencia la existencia de


“nieblas secas”. Yo he visto frecuentemente nieblas o nubes acuosas de poca
densidad y solamente en las cercanías de los volcanes he observado cenizas
extremadamente tenues, suspendidas en el aire que cuando el tiempo está
calmado, acaban por depositarse sobre las hojas de los árboles. Lo que uno toma
en la planicie por una niebla seca, moja las plantas en la misma forma que el
rocío; a cierta distancia la nube es casi diáfana; a duras penas debilita los rayos
solares que pronto la harán desaparecer; en una palabra, es un meteoro acuoso.
En algunos casos, sin embargo, la atmósfera se vuelve vaporosa por una materia
cuya naturaleza no puede ser confirmada porque suspendida a gran altura, no se
sabe si consiste en partículas de agua. Esta substancia cubre espacios
considerables y permanece días y noches sin que la luz solar que la atraviesa,
logre disiparla. Una de esas nebulosidades, singulares por su persistencia, ha sido
vista en Bogotá; felizmente fue descrita por un físico muy sagaz, el infortunado
Caldas.

231

Esto sucedió el 11 de diciembre de 1809 (no se sabe con certeza el año: pudo ser
en 1809 o en 1810). No se podía mirar el sol sin utilizar un vidrio ahumado; tanto a
la salida como a la puesta del sol su disco era color de plata y en su punto
culminante la luz era más viva, pero se podía soportar a simple vista.

Al acercarse al horizonte el sol tenía un color ligeramente rosado, verde claro y


otras veces gris azulado como el acero. El calor solar fue notablemente atenuado
y generalmente, por la mañana, se sentía un frío desacostumbrado; la tierra se
cubría de hielo y las plantas delicadas se quemaban, accidente muy raro en la
Sabana. Toda la bóveda del cielo parecía velada por una nube transparente que le
daba un tinte blancuzco sin que fuera posible ver las coronas “enfáticas” que se
ven en esas condiciones alrededor del sol y de la luna. El brillo de las estrellas de
primera, segunda y tercera magnitud, se debilitaba notablemente y a simple vista
no se podían ver las estrellas de cuarta magnitud: es decir, que la nebulosidad se
manifestaba de día y de noche; este fenómeno se vio en toda la extensión de la
Nueva Granada. Sobre la meseta, mientras esto duró, la tierra estaba seca, el
viento del sur soplaba por intervalos entre los cuales había calmas totales.

La cantidad de lluvia que cae en Bogotá es muy abundante.

He aquí algunas observaciones udométricas:


232

“El estado higrométrico varía también considerablemente. El higrómetro de
Saussure calibrado y bien expuesto, indicó en enero de 1824:

Higr. Temp.
Máximum 69º 14º cielo cubierto
Mínimum 5º 175º cielo despejado

En el año de 1825, durante los meses de febrero y marzo, hubo una sequía
extraordinaria. Las cosechas se perdían, se hacían procesiones y plegarias para
conseguir lluvias. En las ciudades situadas en las altas mesetas de los Andes, el
estado higrométrico no corresponde a lo que debía ser en razón de la altitud a lo
que es realmente en poblaciones áridas. Una población importante no se
establece sino en donde haya agua abundante. Sucede que el aire puede
saturarse de vapor y si la sequía se hace sentir, es debido a una reunión de
circunstancias metereológicas anormales: la escasez de lluvias, la ausencia de
nieblas, de nubes y de vientos persistentes que atraviesan las cimas más
elevadas y como consecuencia, la disminución de aguas corrientes, la desecación
de los pantanos y de la tierra, producidas por un sol cuya radiación no ha sido
interceptada.

En Bogotá se declararon numerosas oftalmias debidas a la sequedad de la


atmósfera y a la reverberación del piso. Uno se encontraba entonces en la
situación de quien viaja por las pampas cubiertas de una arena blanca en los
alrededores de Quito, a altitudes de 3.000 metros, sin encontrar el menor hilo de
agua. La piel del rostro se torna quebradiza, los labios sangran si no se toman
todas las precauciones para evitar los efectos de la insolación.

Creí mi deber seguir atentamente la marcha del higrómetro durante el período de


sequía que atravesábamos. El instrumento, bien calibrado, estaba suspendido
afuera, algunos metros por encima del pavimento; el termómetro tenía la división
de Réaumur.

233

234

235

(1) 2.663 m de acuerdo con el anuario de la Oficina de Longitudes.

Las jornadas más secas precedieron la llegada de la lluvia; esto fue el 9 de marzo,
cuando la sequía llegó al máximo y no dudo que se sentía uno mal al respirar en
una atmósfera que contenía tan pocos vapores acuosos.

Los principales cultivos de la meseta de Bogotá continúan como en la época de


los muiscas: maíz, quenopodio (pata de ganso) y papa. La conquista introdujo el
trigo, cuyo rendimiento es muy productivo; también trajeron los españoles el
caballo, el asno, el ganado y los animales domésticos. Sería difícil encontrar
mejores plantaciones de alfalfa que aquellas que se ven al pie de la cordillera y
que dan cosechas abundantes durante todo el año, gracias a una irrigación bien
aplicada.

Una industria muy lucrativa, el engorde de ganado que se trae flaco de los llanos o
del valle de la Magdalena, se ha desarrollado gracias a esta riqueza en forrajes.
Se dice que está cebado el ganado que ha pasado de 6 a 8 semanas en los
pastales, la carne es gorda y de muy buena calidad y los bueyes, después de la
castración, van al engorde como las vacas. La velocidad del desarrollo se debe no
solamente a una gran cantidad de alimento verde, sino también a la ausencia de
los insectos que en las regiones cálidas asaltan día y noche a los animales que se
hallan pastando. El mercado de Bogotá está provisto, además, de variados
productos agrícolas que llegan de tierras calientes: azúcar, cacao y frutas
suculentas: naranjas, chirimoyas, aguacates, granadillas, patillas, guayabas, etc.
De las legumbres no se cultiva sino el garbanzo, el fríjol y las lentejas; no se veían
legumbres verdes.

La vida, aún en las clases altas de la sociedad, era de una simplicidad primitiva.
Cuando llegué a la meseta eran las costumbres de los españoles de la edad
media; ningún lujo, a no ser que fuera para los vestidos de gala.

Las habitaciones eran encaladas y en cuanto a muebles, una mesa, algunas


bancas, sillas de madera, un canapé bajo donde las mujeres se mantenían
sentadas sobre sus talones, al estilo morisco. En las casas de los más importantes
había muebles tapizados en cuero de Córdoba y poltronas de roble, tan pesados
que se movían difícilmente: yo admiré varios que venían, sin duda, de la época
que siguió inmediatamente a la conquista.

En las clases altas se usaba generalmente vajilla de plata, pero en las clases
medias no se veían sino vasijas de barro cocido; sin embargo, en casi todas las
casas se bebía en vasos de plata, definitivamente más económicos que los de
vidrio, muy frágiles, en un país en donde tienen un precio muy elevado. En cuanto
a cuchillos, poco se les empleaba; rara vez se usaban los tenedores, de manera
que se tenía que proceder a una lavada general después de cada comida, la cual

236

era muy poco variada. Casi todo el mundo desayunaba con chocolate en agua,
muy claro y ardiente. Cada uno lo preparaba en su casa, mezclando el cacao
tostado y molido sobre una piedra caliente, una cierta cantidad de maíz que
variaba en proporción de acuerdo con el estado social del individuo. Para los
sirvientes el maíz era abundantísimo; las personas más pudientes servían el
chocolate con huevos revueltos o fritos en grasa apetitosa.

Establecí la distinción entre los huevos revueltos y los fritos a causa de un


accidente bastante desagradable, al principio de mi estancia y al que me
acostumbré: en las mejores casas no había entonces cocinas propiamente dichas;
no era necesario tener una cocina como a las que estamos acostumbrados en
Francia: en una pieza se colocaban a nivel del suelo tres grandes piedras que
hacían el oficio de trípode y entonces venía lo que Bergman llamaba las
inmundicias de la atmósfera, o sea el polvo en el aire, teniendo en cuenta que la
escoba era un instrumento muy poco conocido y los cabellos abundaban en esa
mugre, porque las damas y sus esclavos se peinaban en la cocina.

Sobre los huevos en cacerola, los cabellos conservaban su flexibilidad y por el


color se podía adivinar su procedencia. Al masticar sentía yo terrible repugnancia;
antes de comer retiraba tantos cabellos como me era posible, tal como lo habría
hecho con las espinas de un pescado; en cambio, en los huevos fritos, debido a la
temperatura aplicada a la grasa, se tostaban y se quebraban, de manera que se
tragaban sin que uno se diera cuenta.

Con los huevos servían tajadas de papas fritas o de bananos maduros azucarados
que es una comida deliciosa, parecida a los buñuelos; en realidad el desayuno era
copioso. En 1823 se almorzaba a la 1 o a las 2. Paso a describir un almuerzo sin
ceremonia, en casa de un abogado distinguido: primero se pasó la famosa olla
podrida de los españoles que es un revuelto de un pedazo de buey hervido en
medio de papas, manzanas, albaricoques verdes sin semilla, garbanzos, arroz,
repollo y tocino. Estábamos solos en la mesa; la señora de la casa y su hija, dos
personas encantadoras, comían en una pieza aparte, posiblemente en la cocina,
pues así se acostumbraba. La olla podrida me pareció deliciosa: no se usaban
servilletas y se reemplazaban con un mantel angosto bordado que todos usaban;
cucharas, tenedores y bandejas de plata; platos de loza, todo esto era de un lujo
inusitado.

Hasta ahí, nada para beber; felizmente, trajeron caldo caliente. Una vez pasada la
primera impresión, me acostumbre fácilmente a esta bebida; la comida se
condimentaba con sal y pimientos largos que cauterizaban la boca. A la olla
sucedió un plato de repollo, ornamentado de salchichas y más caldo; el pan
estaba muy bueno, mucho mejor que el pan francés, cuya reputación, para mí, es
inmerecida. En seguida apareció una bella colección de confituras de guayaba y
de cidra; a una señal del anfitrión trajeron grandes vasos de plata llenos de agua
fría; ¡esto fue a tiempo y jamás había bebido tanta agua de una sola vez! La india

237

que nos servía dijo una plegaria de gracias, nos santiguamos y comenzamos a
fumar.

Más adelante acompañé a mi huésped a una de sus haciendas y por la tarde asistí
a la tertulia o reunión de amigos. Las señoras estaban acurrucadas sobre un diván
adosado al muro del salón iluminado por una sola vela. La luz tenue conviene para
las conversaciones íntimas. Las damas, generalmente bellas y siempre amables,
distribuyeron a los señores cigarros que ellas mismas habían prendido y pronto
nos encontramos dentro de una espesa nube. Se instalaron algunas partidas de
monte, juego de naipes favorito en el país y se jugaron sumas bastante elevadas;
se tomó chocolate y se comieron dulces. La velada fue muy agradable: la tertulia
tiene la ventaja de que se puede llegar sin ser invitado y sin hacer ninguna toilette.

En las clases inferiores, porque entonces no había y aún no hay clase media en la
sociedad, los alimentos no eran diferentes a los que acabo de describir. Los
artesanos, no muy numerosos y los campesinos, se alimentaban especialmente
de ajiaco que es una mezcla de carne de res o de oveja, cortada finamente y
cocida con papas y sazonada con ajo y cebollas; la cocción es rápida debido a los
pequeños pedazos de carne y en menos de un cuarto de hora el ajiaco está listo y
afirmo que es una buena sopa. Los trabajadores se nutren también con
salchichas, tocino y grasas. Las comidas las toman cerca del fuego; no hay
mesas, si mucho algunos bancos o butacas; el chocolate se toma en la mañana y
en la noche, seguido de un vaso de agua. En los almuerzos y aún fuera de esas
horas, se consume la chicha, bebida muy fortificante y con mucho mayor
contenido de alcohol que la cerveza europea.

Yo he visto a los orejones y aun a ricos hacendados que pasan gran parte de su
vida a caballo vigilando el ganado que,a pesar de estar cerca de un arroyo de
aguas cristalinas, recorren al galope más de una legua para ir a tomar chicha.
Estas personas le tienen horror al agua y si el vino no es de España, no les gusta
a los que ya están acostumbrados a la bebida autóctona. En seguida cito una
prueba evidente:

Después del triunfo de Boyacá, los patriotas quedaron en posesión de las altas
regiones de la Nueva Granada; por todas partes Bolívar era recibido como un
héroe; todos los que, de no haber triunfado, lo habrían perseguido como a una
bestia salvaje, llegaban a él en señal de sumisión. La casa donde el Libertador
había establecido su cuartel estaba llena de visitantes, cuando se presentó un
nuevo personaje, uno de los más ricos propietarios de la Sabana; Bolívar llamó a
un joven oficial francés de su estado mayor para que le dijese al hacendado que lo
esperara algunos instantes, ya que deseaba recibirlo solo y le rogó a su edecán
atender al personaje con grandes miramientos y de refrescarlo con vino de
Burdeos.

—“¿Del mejor, mi general?”

238

—“Sí, lo mejor que encuentre”.

El comandante no se lo hizo decir dos veces y encargó al mayordomo que trajese


el vino que fue ofrecido al hacendado. Se brindó y se bebió; el joven oficial se
tomó de un trago el excelente licor, pero su invitado, apenas se llevó el vaso a los
labios, se levantó bruscamente, rojo de cólera y botando el vino dijo: —“Es una
chanza de mal gusto que no se debía hacer a un hombre de mi edad y de mi
calidad; lo que me está ofreciendo es tinta; ¿me quiere envenenar?” a lo cual
respondió el francés: —“¿Tinta? ¡Qué va! En todo caso no es veneno, ¡mire!” y se
tomó, uno detrás de otro, tres vasos de vino; además, añadió: —“Es el mejor vino
que tiene el general Bolívar”. El hacendado se apaciguó, sonrió y declaró que el
vino era detestable. El sabor astringente, en efecto, da a los vinos de Burdeos de
las mejores cosechas un gusto que recuerda el de la tinta. En cuanto al oficial,
llamó a un compañero para que le ayudase a terminar con la botella, ya que no
quería envenenarse solo.

En los campos de la Sabana se come poco pan de trigo; se le reemplaza por


galletas de maíz o raíces de yuca y por papa; el queso entra también en el
régimen de los campesinos, en buena proporción.

Los artesanos y la mayoría de las gentes del campo son mestizos con mezcla de
sangre india y blanca: los hombres son de fuerte constitución y las mujeres de una
frescura y belleza que llama la atención al viajero.

En cuanto a los indios, son ellos una categoría aparte. Generalmente viven fuera
de la ciudad, en chozas circulares de techo cónico, para que el humo pueda
escapar, en la misma forma como los encontraron los españoles; la única
diferencia que se nota entre el muisca actual y sus antepasados es que ha perdido
su idioma autóctono. El indio vive más o menos como vivía tres siglos atrás: se
alimenta de papas cocidas en agua o asadas bajo cenizas; raíces de arracacha,
de legumbres secas y de galletas de maíz; consume poca carne, a menos que sea
de curí o de salchichería, además, es un gran bebedor de chicha, con su familia,
no muy numerosa, cultiva una “chacra” y cría gallinas. Su estatura es baja y de
fuerte musculatura; se contrata como criado o pastor y en una palabra, ejerce un
trabajo que no exige mucha fuerza. Es asiduo y paciente en el trabajo; en los
caminos se le encuentra hilando algodón con huso, al mismo tiempo que camina y
vigila los ganados lo que hacía bajo el dominio de los zauqes (sic). Por lo demás,
el indio de Bogotá es un pillo: mentiroso, sucio y cubierto de piojos y mugre y
además beodo, como lo eran sus padres.

Cuando yo llegué a Bogotá, antes de la invasión europea que siguió a la


declaración de independencia, pude darme cuenta del estado social, tal como era
en la época cuando las colonias españolas no comerciaban sino con la metrópolis.
Durante el dominio español, sobre la meseta muisca, escasamente se vieron 2 o 3

239

extranjeros en el curso de 20 años, sólo se conocían los negociantes y sus
mercancías eran originarias de Castilla.

En lo referente a la educación, costumbres y vestidos, todo era igual a la España


de la edad media: una religión automática, obedecimiento absoluto y tolerante a
una cleresía dominante, la pasión del juego llevada al extremo, como sucede en
toda sociedad ociosa e ignorante y que no tenga ninguna aspiración

hacia cosas más elevadas; hombres y mujeres jugaban de una manera


desenfrenada: yo me encontré alguna vez en una tertulia en donde se comenzó
por jugar una peseta y el ánimo llegó a tanto que en el curso de la noche el
general Urdaneta perdió 20,000 pesos. Durante las fiestas nacionales se apostaba
en la plaza pública y las señoras del mejor mundo arriesgaban sumas
considerables y tal era su entusiasmo que su juego no tenía interrupción; nada las
habría hecho desplazarse, así que al día siguiente el sitio que habían ocupado era
un establo de Augias.

Las riñas de gallos tenían muchos aficionados: se batían a muerte dos animales
en una arena rodeada de gradas colmadas de espectadores. Yo acompañaba con
gusto a mi amigo el general París, cuyos gallos gozaban de una celebridad
merecida; la apuestas subían frecuentemente a sumas excesivas y vi al dueño del
gallo ganador recoger de 1.000 a 2.000 pesos.

En 1823 los hombres llevaban abrigos que escondían frecuentemente una


vestimenta desaliñada. El vestido de los eclesiásticos y de los monjes no variaba
jamás, tal como la iglesia católica es inmutable. La vestimenta de las damas, aun
cuando un poco masculina en lo que se refiere al sombrero, no era escasa de
gracia. Llevaban un sombrero de hombre en paja o en castor rodeado de una cinta
y adornado de flores o de plumas, colocado sobre la cabeza recubierta de un chal
ricamente bordado, suficientemente amplio para cubrir el talle, disimulándolo como
lo habría hecho una manta.

Un vestido de muselina enfundado, provisto de una guirnalda o de un festón que


no llegaba a la pantorrilla; medias de seda y zapatos de satín blanco; los brazos
van siempre bajo el chal, de manera que pueden, por medio de un movimientos
gracioso, de lo más provocativo, tapar la cara a un posible admirador, dejando
apenas una abertura para mirarlo y atraerlo. Esa era la vestimenta de gala y para
hacer visitas. También hay un vestido que se usa para salir a la calle, para ir a la
iglesia y atender los negocios; tiene la regularidad de un uniforme y a 10 pasos un
esposo no reconocería a su mujer, pues todas están vestidas en la misma forma;
esto me ha parecido muy inteligente: un sombrero redondo en fieltro negro de alas
anchas, horizontales, luego una manta en paño azul que baja un poco por debajo
del codo y permite, por su amplitud, esconder el rostro, como ya lo he dicho; bajo
la manta una camisa muy descotada bordada artísticamente, luego una falda de

240

seda atada a la cintura por una faja de lana; la falda está plisada y para
mantenerla tensa, en la parte baja lleva una alforza con pedazos de piorno.

Para las mujeres del pueblo éste es el vestido usual; únicamente se diferencia en
que la falda está hecha en paño azul corriente. Dentro de la casa y el almacén, se
permanece en enaguas y en camisa pero para salir al vecindario se reviste la
mantilla y si se va más lejos, se lleva el sombrero.

Los puros indios están vestidos de algodón, tal como los vio el conquistador
Jiménez de Quesada. Un poncho, cobija que tiene un hueco por donde pasa la
cabeza, una especie de casulla, pantalones cortos, una camiseta y siempre un
sombrero de paja de maíz, los pies desnudos o a veces, calzados con alpargatas.

Cuando la señora Roulin llegó a Bogotá usaba el vestido que se llevaba en


Francia en 1822: sombrero de seda con flores artificiales, quitrín de seda, corsé,
chal Ternaux, guantes y botines, o bien blusa de seda cruda y sombrero a la
Pamela; permanecía elegantemente vestida y caminaba sin nunca olvidar levantar
un poco la falda para mostrar una pantorrilla bretona irreprochable. Esto causó
una revolución entre las señoritas y las preguntas que me dirigían sobre el atavío
de mi linda compatriota eran agradables y muy indiscretas; lo que las intrigaba por
encima de todo era la cintura de avispa de la señora francesa: “¿Don Juan, no es
cierto que se necesita una máquina para disminuir tanto la medida?” —“Dígale por
favor, ya que la conoce, que se vista ante Ud. y nos hace un plano de la máquina
para mostrárnoslo”. El corsé fue rápidamente imitado y comenzó a usarse muy
pronto.

Las europeas llegaron a Bogotá en gran cantidad: el comercio inglés se aprovechó


con la actividad febril que lo caracteriza, de los mercados que la libertad le había
abierto. Los productos británicos llenaron los puertos de Chile a California sobre la
costa de México. Los franceses siguieron de lejos ese movimiento con su timidez
habitual, porque el gobierno de Luis XVIII siempre había sido hostil a la
emancipación de las colonias españolas. En pocos años se vivió y se vistió como
en Londres o en París. Los servicios de mesa no dejaron nada que desear. Se
vieron vidrios en las ventanas de las casas y se instalaron en los apartamentos
muebles fabricados en el Faubourg Saint Antoine.

Faltaba, sin embargo, algo al confort: los indispensables lugares secretos para los
cuales los colonos mostraron siempre una viva repugnancia.

Los hombres continuaron al “aire libre” de acuerdo con la pintoresca expresión de


Royer-Collard y las mujeres preferían los recipientes portátiles, todavía en uso no
solamente en Italia y España, sino también en el mediodía francés. ¡Qué
incomodidad para un europeo! Cuántas veces tuve que montar a caballo para
hacer un paseo obligado, a una legua de distancia.

241

Una vez, en una ciudad importante del Cauca, yo habitaba una especie de palacio;
el tiempo estaba horroroso y mi ayudante tenía mi caballo ya ensillado cuando la
dueña de casa, matrona respetable, habiendo adivinado el objeto de mi excursión,
hizo colocar ante mí un excusado de plata abollado, obra de arte de orfebrería del
siglo XVI; luego sentándose en una poltrona, rodeada de tres o cuatro negras, me
suplicó que no me expusiera a la lluvia.

Esto me recuerda contar una historia muy divertida.

Había recibido la misión de hacer pasar del Valle de la Magdalena una cantidad
considerable de máquinas, útiles, pólvora, etc., destinados a la explotación de las
minas de la Vega de Supía. Se debía recorrer algo así como veinticinco leguas en
la Cordillera Central, por senderos impracticables para las mulas y a veces escalar
altitudes de 3.500 metros. Para dirigir esta osada operación me instalé, con varios
oficiales de las minas y un destacamento de obreros, en Sonsón, gran población
situada a poca distancia de la cresta de separación de aguas a la altura de 2.400
metros. Tomé en alquiler algunas habitaciones y una casa cuyo destino era servir
de letrina; con un personal tan numeroso era una medida de importante orden.

Sonsón ofrecía algunos recursos: familias amables que se ocupaban de comercio


y de agricultura. Durante sus ratos de ocio, mis alegres compañeros organizaban
bailes, juegos, etc. Las bailarinas y los jugadores nunca faltaban; el clima es
templado, el suelo es fértil y se vivía agradablemente. Al llegar a la casa secreta,
había notado varias veces que los fragmentos de “Morning Herald”, del “Times” y
de “La Gaceta Nacional”, desaparecían súbitamente. El viento no se los podía
llevar, puesto que el recinto estaba cerrado por una puerta y no me podía explicar
la desaparición de estos fragmentos maculados. Mi curiosidad fue excitada a tal
punto, que encargué a Trebilcock, un joven minero galés, para que averiguara qué
camino tomaban los papeles. El minero era muy inteligente y gracias a la frescura
de su tez había desposado una señorita de piel

oscura que había recibido como dote una hacienda y un ojo menos. A pocos días
de esto, vi entrar a mi Trebilcock, riendo a carcajadas y en tal forma que al
principio le fue imposible articular palabra: cuando se recuperó, me dijo que había
visto a una negrita recoger los documentos, disimularlos bajo su mantilla y huir.
¿Cuál sería el motivo de esta acción? El minero recibió la orden de detener a la
muchacha y de traerla a mi presencia. Así se hizo y supe entonces que la pobre
esclava cumplía una comisión que le daban sus dueñas:

—“¿En qué emplean ellas esos sucios papeles?”


—“Para hacerse rizos”...¡el papel era muy raro en Sonsón!

Las damas importantes de Bogotá son generalmente bellas, frágiles, delicadas y


anémicas, consecuencia de un régimen de alimentos poco substanciosos, mucho
azúcar, frutas y poca carne. Su débil constitución forma un contraste con la

242

robustez de las mujeres del pueblo con su tez rozagante, con ojos y cabellos
negros y músculos muy acentuados.

Los hombres de raza blanca y vida sedentaria no se podían comparar con los
mestizos, dueños de una actividad prodigiosa que pasaban su existencia al aire
libre, cazando siervos en los grandes bosques de los páramos y llevando a cabo
carreras de obstáculos en los más accidentados terrenos.

Más de una vez pude admirar la intrepidez y el valor que desplegaban cazadores
caballos y perros en estas carreras insensatas. Los indios, cuando están
estimulados por el interés, salen de su apatía y sin mostrar jamás la actividad febril
del mestizo, desempeñan trabajos duros; son carboneros que fabrican su producto
en lo alto de las montañas y bajan a la ciudad cargando sobre sus hombros sacos
que pesan de 50 a 60 kilogramos, o bien aguateros que portan durante horas
enteras ollas de barro que contienen cerca de 60 litros de líquido que recogen en
el Alto de San Francisco. Como chasquis o mensajeros, son inimitables: su andar,
a buen paso gimnástico, lo pueden sostener durante 5 o 6 horas.

Las mujeres de vida alegre gozan en las ciudades de las cordilleras de una
situación especial: son de gran belleza, cosa necesaria para su profesión, todas
son blancas o con muy poca sangre india; son las cortesanas de la antigüedad. Su
clientela las enriquece y sobrepasan con sus ropajes y sus habitaciones el lujo de
las damas del gran mundo, de las cuales son rivales. Aun cuando venales en el
más alto grado tienen, en ocasiones, muestras de desinterés; así la “Pepita de
Oro” (porque estas damas siempre tienen un sobrenombre) que era lindísima, se
había enamorado de un coronel de Hanover, un gigante, un coloso de nombre
Friedmann, que en esa época no poseía ni un centavo. Sin embargo, esos
enamoramientos sinceros no persistían y yo tuve prueba de ello.

Después de “Pepita de Oro” venía “Quebrantacujas”, menos llamativa por su


fisonomía que por sus redondeces, ya que daba la impresión de tener delante de
uno a la Venus de Milo, pero con brazos. En ese entonces yo tenía la fama de ser
el oficial más delgado del estado mayor, lo que fue un atractivo para la Venús y
que a mí me trajo problemas: Venus me seguía como un perrito y vigilaba mis
pasos sin la menor discreción; cuando salía de una casa la encontraba sentada en
la puerta, esperándome para seguirme; decididamente yo estaba metido en un
compromiso. ¿Qué hacer? Nada. Afortunadamente llegó a Bogotá un joven oficial
poseedor de una talla más fina que la mía y de quien Venus se apoderó con toda
mi satisfacción. Fue así como recobré mi libertad.

Las de vida alegre de clases bajas, diferían notablemente de las de su misma


profesión, pero de clase más rica, siendo también hermosas, pero más mestizas.
La misma vestimenta escandalosa, pero un prejuicio de casta les impedía
calzarse, así que iban con los pies desnudos y se les daba el nombre de
“descalzas” y se vengaban exhibiendo los pies más bonitos y más coquetos, cuyos

243

dedos estaban adornados con anillos valiosos. Se asegura que en vista de este
lujo, la autoridad hizo una concesión a las picantes descalzas, al permitirles el uso,
no de medias de seda sino de medias de algodón, lo que éstas rehusaron con
indignación.

He dicho que la cleresía era licenciosa e inmoral. Los sacerdotes y los monjes
mantenían concubinas abiertamente o vivían maritalmente con ellas.

Con frecuencia me encontraba con un Hermano Hospitalario de San Juan de Dios,


seguido de un niño vestido con el hábito de su Orden: eran padre e hijo. Un día un
predicador de mucha fama, el canónigo Guerra, llegó como enloquecido a donde
el doctor Roulin, suplicándole que fuera a ver a su señora que estaba teniendo un
hijo. El doctor salió inmediatamente con su forceps y regresó pronto, para
anunciarnos que la señora canóniga y su hijo se encontraban muy bien.

Yo había conocido en París a un sacerdote americano que se hallaba en el exilio.


En reconocimiento de su patriotismo le habían otorgado un curato de los mejor
retribuidos, en las cercanías de la capital. Pasando cerca de allí, resolví visitar a
mi amigo; la víspera había habido una terrible tempestad y habían caído varios
rayos sobre el presbiterio; mi hombre me mostró los daños causados por la
electricidad a la cabecera de su cama: un candelero de plata y la armadura de un
paraguas completamente fundidos y el colchón carbonizado. Entonces le dije:
“¿Cómo no fulminó a Ud. también?” Me respondió: “Por una razón muy sencilla o
más bien por un milagro; Dios me había inspirado y esa noche me acosté con mi
amiga en la pieza vecina”.

La moral de las gentes de iglesia no es siempre muy delicada. Yo conocí más de


un cura que prestaba dineros a fuerte interés. Otros comerciaban vendiendo
vestidos y víveres a sus parroquianos. La casualidad hizo que yo encontrara uno a
quien el amor del lucro inspiró una idea y tuvo la osadía de proponerme me
asociara con él: me encontraba desde hacía poco en Bogotá, cuando el gobierno
me encargó que visitara la Capuchina, cuyos frailes habían sido expulsados, a
excepción de uno que montaba la guardia. El convento se halla a corta distancia
de la ciudad; yo debía estudiar cuidadosamente la construcción para saber si era
posible instalar allí la Escuela de Ingenieros. Una amable mujer me rogó que le
permitiera acompañarme, ya que desde hacía mucho tiempo tenía el deseo de ver
el interior de un convento de hombres. ¿Cómo podía yo rehusarme a satisfacer
esta legítima curiosidad? Para salvar las apariencias invité a un excelente cura
amigo mío, para que se añadiese a la partida. Por fuera, la Capuchina es un
bonito monasterio y al golpear vino a abrir una pesada puerta, como de fortaleza,
un fraile bien encapuchado.

Tan pronto el hermano guardián vio a la joven señora, comenzó a santiguarse. Le


mostré mi encomienda y nos dejó entrar. Durante nuestra visita nos lanzaba
miradas increíbles y nos ponía una cara poco amistosa, al punto de que me felicité

244

de no haber venido vestido de civil y resolví no perderlo de vista; le ordené
mostrarme todo lo que hubiera de ver y me obedeció pasando adelante sin
pronunciar palabra. Lo que me llamó especialmente la atención fue una colección
de reliquias artísticamente arregladas, con sus respectivas etiquetas, guardadas
en armarios-vitrinas, cuyas llaves pedí. Mi cicerone, quien conocía muy bien las
preciosas reliquias, me explicó su origen y su poder: se veían dientes, maxilares,
tibias y omoplatos de una gran cantidad de santos y el cura me los presentaba,
pidiéndome que los mirara muy de cerca; me parecía estar en un museo
paleontológico en presencia de osamentas fósiles; cuando lo consideré suficiente
y nos retiramos, el capuchino, al tiempo que se santiguaba nuevamente, cerró la
puerta con tal violencia que mostró la intención de rompemos los pies.

Al día siguiente recibí la visita del cura cicerone:

—“¿Y bien, qué piensa de las reliquias?” —“Nada, usted sabe muy bien, mi
querido cura, que yo no creo en esas porquerías”.

—“Porquerías, porquerías, de acuerdo, pero valen mucha plata; ¿no se ha dado


Ud. cuenta que esas santas osamentas tienen un aspecto muy diferente de las
que no son santificadas? —Convine en que estas reliquias presentaban algunas
características particulares; generalmente la superficie parecía corroída.

—“¿Entonces qué es lo que quiere usted? le pregunté al visitante, quien me


respondió: —“Antes de explicar quisiera saber si por medio de procesos químicos
Ud. pudiera comunicar esas características a huesos comunes".

—“Sin duda, se lograría quitarles la apariencia pulida corroyéndolos ligeramente


con un vapor ácido, inclusive se podría, creo, desarrollar sobre su superficie esa
traza de criptogramas que se nota sobre algunos de ellos, ¿y entonces?”.

—“Podríamos hacer dinero; yo le traería osamentas y Ud. las santificaría por


medio de química. En cuanto a venderlos, no se preocupe, se venderían más de
los que Ud. pudiera santificar”.

—“¿Entonces, señor cura, ¿su intención sería fabricar reliquias falsas? Pero esto
es indigno; cómo se imagina llevar a cabo una acción tan indigna? Sería
sencillamente un robo lo que Ud. estaría cometiendo”.

—“¿Así que no hay negocio?”

—“No y salga de aquí”.

La policía de Bogotá, lo mismo que sucede en las ciudades españolas, no protegía


a nadie; se robaba impunemente y hubo tantos ataques nocturnos y asesinatos,
que el Congreso en 1823 decretó la pena de muerte contra los ladrones. La ley fue

245

puesta en vigor de inmediato y los tribunales la aplicaron sin piedad, aun por los
hurtos que en otros tiempos apenas eran castigados con penas correccionales.

Sin la participación de la administración militar habría costado mucho trabajo llevar


a cabo las condenas. Fue imposible encontrar un verdugo para administrar el
garrote; se presentó un hombre listo a ocupar este puesto y era un soldado que
había pertenecido a la Legión irlandesa: un borracho que iba a entrar en funciones
cuando el coronel Campbell, encargado de negocios de Su Majestad británica se
opuso formalmente.

Mi amigo, el general París, comandante militar de Bogotá, puso a disposición de la


justicia civil los piquetes de ejecución que se requerían. En la plaza mayor, cerca
de un muro, se armó el cadalso formado por un banco que tenía como espaldar
una plancha a la cual se amarraba el condenado, quien una vez sentado, era
fusilado por cuatro hombres a órdenes de un sargento. Inmediatamente después
el monje con quien el criminal se había confesado, subía al cadalso y dirigía un
discurso al populacho de los dos sexos, siempre dispuesto a acudir a un
espectáculo que terminara con la muerte; y entre esa muchedumbre no era raro
ver llegar a individuos amigos o parientes del condenado.

Yo vivía donde la señora Tadea, perteneciente a una de las familias más ricas de
ciudad, antes de las pérdidas que le habían causado las guerras de la
independencia. Un joven esclavo negro que habían puesto a mi servicio, me pidió
riendo el permiso para ir a ver fusilar a un ladrón.

—“Pero si esto es horrible”, le dije al muchacho.

—“Es que mi hermano mayor es a quien van a fusilar y yo quisiera verlo morir y
rezar por él”, me respondió.

Pocas horas después el negrito volvió satisfecho.

Se encontraban asesinos y ladrones en altas posiciones sociales. Un negro, quien


gracias a su valor durante la guerra de Pasto había ascendido al grado de coronel
de caballería, el coronel Infante, esclavo liberto por el general Bolívar mató a
sablazos a un zapatero que era su acreedor; y ya se sospechaba que había
asesinado a varias personas; fue juzgado y condenado a muerte por un consejo
de guerra presidido por mi coronel José María Lanz. Fui designado como fiscal; la
ejecución tuvo lugar en la plaza mayor un día de mercado. Infante, en gran
uniforme, con un crucifijo en la mano, se dirigió valerosamente hacia el banco
fatal; no quiso que se le vendaran los ojos y fue fusilado por un piquete de
artilleros; inmediatamente después un monje subió al cadalso y comenzó a
predicar, mientras que el fiscal ponía la mano sobre el corazón del ajusticiado para
constatar su muerte; las tropas desfilaron alrededor del cadáver.

246

La marquesa de Tadea, muy entrada en años, poseía entre los restos de su
antigua opulencia, un collar de perlas de un tamaño y de una regularidad que eran
la admiración de los conocedores, especialmente del coronel francés Esmenard,
llamado para negocios en la Nueva Granada, el más experto en joyería de todos
ellos. Una mañana, al amanecer, se encontró a la pobre señora medio muerta de
frío y de miedo al pie de su cama y ella contó que un hombre embadurnado de
negro, pero con manos blancas, había entrado en la noche y habiéndola torturado,
casi estrangulado, para obligarle a declarar dónde guardaba el collar de perlas.
Ella trató de resistir, pero como el día ya aclaraba, el ladrón se había ido después
de haber tomado sus alhajas de oro. La marquesa no declaró todo a la justicia,
pues el ladrón era su nieto, capitán del ejército; al día siguiente este oficial huyó y
no se volvió a ver. Este era un hombre de mala fama, jugador incorregible, quien
jamás pagaba sus deudas, excepto las de juego; yo lo veía frecuentemente y no
me fiaba de él; una vez que yo salía para llevar a las minas de Mariquita una
centena de millares de francos (20.000 piastras) en onzas de oro, el nieto me
preguntó con quién haría el viaje.

—“Con un lancero” le contesté y quiso saber cuál de los tres caminos tomaría para
bajar al valle de la Magdalena, a lo cual me apresuré a indicarle el que no iba a
seguir.

Los monumentos de Bogotá escasamente merecen ser mencionados, si se


exceptúa la Catedral, cuya arquitectura es exactamente la de la iglesia de los
jesuitas de la calle Saint Antoine. Pero un edificio que nadie esperaría encontrar a
una altitud absoluta de 2.650 metros cerca al ecuador, es un observatorio
astronómico; éste se debió a la iniciativa y al entusiasmo de un ilustre sabio
español, convenido más tarde en americano, el doctor Mutis, quien nació en Cadiz
en 1732. Su gusto por las ciencias se manifestó desde su más tierna juventud; se
graduó de doctor en medicina en Sevilla y en esa calidad acompañó a don Pedro
Mecía de la Zerda, nombrado virrey de la Nueva Granada. En 1760 Mutis
desembarcó en Cartagena y acompañó al virrey hasta Bogotá, después de haber
recogido en su viaje, de subida por el Magdalena, una rica colección de plantas y
de haber hecho un descubrimiento importante: la variación periódica nocturna de
la altura del mercurio en el barómetro. Al regresar de la Zerda a Europa, Mutis se
instaló en Bogotá, en donde pronto fue nombrado director de la Expedición
Botánica y fue en esta ciudad donde comenzó “La Flora de la Nueva Granada”
que continuó en Mariquita donde pasó varios años con el objeto de estudiar más
fácilmente los vegetales al vivir a diversas alturas y lógicamente a temperaturas
muy variadas desde las regiones calientes hasta los fríos límites de las nieves
eternas del Ruiz y del Tolima.

En 1824 encontré, en el centro de los restos de la casa que había habitado Mutis
que, del piso de la sala salía un magnífico árbol de quina, amarillo, que provenía,
sin lugar a dudas de algún grano caído de un herbario. El árbol había atravesado
el entejado y sus hojas, de una gran riqueza en colores, abrigaban las ruinas del

247

edificio. Muy cerca se veía un bosquecito de canelos sembrados por el ilustre
botánico y considerando, no sin tristeza, esta soledad absoluta en un sitio que
había visto tanta actividad, se podía decir con Addison: “Un hombre útil ha pasado
por aquí”.

Fue en Mariquita donde Mutis instruyó a unos dibujantes muy hábiles: las flores,
las frutas y las hojas fueron reproducidas con una exactitud que sorprendió a los
que vieron esos bellos cuadros dibujados por pobres mestizos, transformados en
artistas que habrían sido muy bien acogidos en cualquier otra parte.

Para terminar su obra, Mutis resolvió regresar a la capital en donde el gobierno lo


instaló en una bella casa (la casa de la botánica) en donde pronto tuvo 5.000
dibujos sobre tela, un herbario de 10.000 plantas, una colección de granos y de
muestras de madera y hasta una imprenta. Desde 1772 Mutis había entrado al
sacerdocio. Llenó sus funciones sacerdotales con un entusiasmo que no
encontraba obstáculo: fue constantemente el médico y el consolador de los
pobres; su reputación se extendió más allá de la América española y mantuvo una
nutrida correspondencia con los naturalistas más célebres de la época: Linneo lo
proclamaba el príncipe de los botánicos americanos.

Durante la guerra de la Independencia, de la cual Mutis no alcanzó a ser testigo,


los dibujos de la Flora de la Nueva Granada fueron llevados por los españoles; no
nos quejemos pues esta rica e invaluable colección está religiosamente
conservada en el Museo de Historia Natural de Madrid. Si hubiese quedado en
Bogotá, lo más probable es que se hubiera dispersado y destruido y lógicamente
se habría perdido para la ciencia.

Mutis murió en 1808 a los 77 años. Su última obra fue la de la fundación del
Observatorio Astronómico, construido en 1802-1803, bajo su dirección, por el
capuchino fray Domingo de Petrez, sobre un terreno que dependía de la dirección
de la Expedición Botánica. El edificio consiste en una torre octagonal, cuyos
costados tienen 13 pies de ancho. La terraza hemisférica terminal se eleva 132
pies por encima del suelo y está perforada en su centro por una pequeña abertura
que deja penetrar un rayo de luz que proyecta la imagen del sol sobre el piso
cuadriculado de la pieza principal, sobre el cual se halla trazada una línea
meridiana que forma un cuadrante solar horizontal de 37 pies, 7 pulgadas de
elevación. Todo allí está dispuesto para observar el cielo hacia los 4 puntos
cardinales. Las ventanas son muy altas, para permitir la observación cerca del
zenit. Lo único que se puede reprochar al observatorio es que los pisos de las
salas no son suficientemente estables, vibran sensiblemente cuando se camina
sin precaución; este inconveniente no se presenta sobre la terraza construida en
bóveda. En una palabra, el edificio no es macizo y es lástima que no tenga una
sala en el primer piso.

248

Teniendo en cuenta la situación y la época, el observatorio fue liberalmente
dotado. El rey de España donó un cuarto de círculo de Sisson, dos teodolitos y
dos cronómetros salidos de talleres de artistas ingleses de gran reputación. Mutis
donó también al establecimiento 4 anteojos acromáticos, 3 telescopios de reflexión
de Dollond, termómetros y un regalo precioso: un reloj astronómico de Graham,
que había pertenecido a los académicos enviados al ecuador para determinar la
figura de la tierra y, finalmente, un cuarto de círculo de Bird, de 18 pulgadas de
radio, que Humboldt usó durante su navegación por el Orinoco (2).

Al observatorio no le faltaba sino un astrónomo. Mutis, de tan sagaz y


perseverante espíritu, y quien juzgaba a los demás de acuerdo consigo mismo,
estaba convencido que cualquiera se podía convertir en astrónomo si tenía a su
disposición los medios de observar el cielo.

Conocí el observatorio por primera vez en 1823. Era increíble el estado de


abandono en que se encontraban los instrumentos que no habían sido robados.
Durante la guerra, una soldadesca indisciplinada se había apoderado del
contenido del observatorio; los lentes oculares habían sido robados, lo mismo que
los cronómetros y los anteojos; el reloj de Graham estaba completamente
destruido. Entre los restos me sorprendió encontrar, casi intactos, los telescopios
de reflexión y el cuarto de círculo de Bird. En medio de esas ruinas, instalé dos
barómetros de Fortin comparados con el del Observatorio de París. Procedí a un
inventario de estos tristes restos y fue entonces cuando en un montón de papeles
acumulados en un cuarto oscuro, tuve la fortuna de descubrir y de salvar
manuscritos preciosos: en primer lugar las observaciones termométricas llevadas
a cabo durante muchos años en la Casa de la Expedición Botánica y luego muy
curiosos paquetes de cartas de las religiosas del convento de Santa Clara,
dirigidas a su director espiritual. Para conocer su contenido hubo que leerlas.
¡Pobres reclusas! ¡Qué desahogos! ¡Qué pecados tan singulares de los que se
acusaban! Exaltaban el amor a su esposo,Nuestro Señor Jesucristo, en términos
que habrían podido expresar sentimientos carnales. Esta correspondencia que
demostraba una piadosa admiración por su confesor, contenía la confesión de
algunas faltas evidentemente imaginarias. Habría sido indigno divulgarlas; ¡se
habría violado el secreto de la confesión! Por lo tanto quemé las cartas, creo que
fue una laudable resolución tomada por un comandante de filibusteros que llegaba
apenas a sus 22 años.

(2)De la Condamine vendió su reloj al reverendo padre Terol, dominicano de


Quito y hábil relojero. Al morir Terol, el instrumento pasó por varias
manos y al fin fue comprado por Caldas, quien lo trajo a Santa Fe de
Bogotá. El cuarto del círculo de Bird que debió ser para Humboldt
bastante incómodo durante el viaje fue comprado por Ignacio de Pombo.

249

CAPÍTULO IX
Excursión para determinar los límites del terreno al
sur de Bogotá - Valle del Magdalena entre honda e
Ibagué - Observaciones sobre el aumento de la
intensidad del sonido durante la noche - Puente
natural de Pandi o Icononzo.
Durante una permanencia de seis meses en la antigua provincia de Mariquita,
donde yo había sido designado para proceder a buscar los antiguos trabajos de
las minas de plata de Santana, tuve la oportunidad de estudiar la constitución
geológica del valle del Magdalena, desde Honda hasta la desembocadura del río
Fusagasugá y de fijar los límites al sur de la arenisca de Bogotá.

Después de haber atravesado la cadena de los esquistos de Villeta, ésta se


convierte en grauvaca; cerca de la mina de cobre de Ataco, se encuentra la
arenisca bien estratificada en capas casi verticales, formadas por una especie de
pudinga que se puede seguir hasta el río Magdalena.

Yo me instalé en Mariquita, después de haber atravesado la ciudad de Honda, en


donde termina la navegación del gran río.

De Honda se transportan hacia la meseta las mercancías que vienen de


Cartagena o de Santa Marta, ya sea a lomo de mula o por indios cargueros. Se
puede formar una idea de las dificultades de los transportes al conocerse los
accidentes del terreno desde la Bodega Honda hasta Facatativá, en donde
comienza la llanura de Bogotá:

Accidentes del terreno de Honda a Facatativá:

Altitud

Bodega Honda 256 m

Alto del Sargento 1.404 m

Guaduas 1.022 m

250

Alto del Trigo 1.918 m

Villeta 839 m

Alto de Gascas 1.893 m

Escobal 1.989 m

Alto del Roble 2.807 m

Facatativá 2.641 m

Aun cuando la distancia en línea recta de Honda a Bogotá no pasa de 10


miriámetros * , las recuas de mulas necesitan de 6 a 7 días para recorrerla. Un
carguero indio que lleva a sus espaldas 75 kilos necesita de 12 a 15 días para
llevar a la capital.

Mariquita se halla a 3kilómetros al oeste de Honda, a una altitud de 548 metros, al


pie de las primeras ramificaciones de la Cordillera Central.

Desde el Magdalena el camino es plano; ésta es una de las ciudades más


antiguas de la Nueva Granada, creo fundada por Jiménez de Quesada, quien fue
inhumado en la iglesia que allí hizo construir. Las casas espaciosas cubiertas de
teja, todavía se encuentran y son testigos de que en otras épocas la ciudad contó
con una población adinerada (hacenderos, empleados del estado). Hoy día es una
ciudad desierta y escasamente se ven unos miserables habitantes, pobres,
cotudos y cretinos ¡Vimos hasta un perro con coto! Las calles bien alineadas y la
plaza principal, estaban invadidas por yerbas y se debían traer las provisiones
desde algunas poblaciones situadas en las montañas. Allí hace mucho calor; la
temperatura promedio no puede estar lejos de 26,5º y el termómetro sube
frecuentemente a 29º aun en la época de las lluvias. Mariquita ofrece la ventaja de
estar situada a 150 o 200 m, del río Gualí, torrente impetuoso de 8 a 10 m, de
ancho, que baja del páramo nevado del Ruiz, arrastrando con gran ruido bloques
de granito, de neis y de traquitas. El ruido de las aguas es tan fuerte que cerca del
puente construido con guaduas, es imposible hablar con alguien, a menos que se
hable a gritos.

Algunas veces me he demorado sobre los bordes del torrente para oir los ruidos
confusos que produce. Parecen los gritos de una multitud; se cree distinguir las
voces que buscan dominar el tumulto para hacerse oír; jamás he encontrado en

251

los Andes otro torrente tan ruidoso. Al alejarse del Gualí, naturalmente el ruido
disminuye rápidamente y al llegar a Mariquita, distante menos de 200 m no se le
oye, apenas se le percibe durante el día pero por la noche el ruido regresa con
toda su fuerza y más de una vez mi sueño ha sido agitado al punto de soñar que
el torrente entraba en la casa.

El aumento, durante la noche, de la intensidad del sonido, hace siglos que llama la
atención a los físicos. Aristóteles habla de él en su “Problemas”: es un fenómeno
que se observa cerca de cada cascada. Humboldt tuvo la oportunidad de
observarlo en los llanos, alrededor de la Misión de Aturez, en donde se oye, a más
de una legua de distancia, el ruido de las grandes cataratas del Orinoco.

Dice Humboldt: “Uno cree estar cerca a una costa bordeada de arrecifes y
rompientes. El ruido es 3 veces más fuerte en la noche que durante el día y da un
atractivo inexpresable a esos lugares solitarios.

“¿Cuál puede ser la causa de este aumento de intensidad en un desierto en donde


nada parece interrumpir el silencio de la naturaleza? Es difícil encontrarla a partir
de hechos aceptados por la ciencia. En efecto, la velocidad del sonido decrece
con la disminución de la temperatura. La intensidad disminuye por la dilatación del
aire; es más débil en las altas regiones de la atmósfera que en las regiones bajas,
inclusive sigue siendo la misma en un aire seco, como en uno mezclado con
vapor. “En el pueblo de Iturez, la temperatura nocturna es 3º más baja que la
temperatura diurna; al mismo tiempo la humedad aparente aumenta por la noche y
la bruma que cubre las cataratas se hace más densa. Pero acabamos de ver que
el estado higrométrico del aire no tiene ninguna influencia sobre la propagación del
sonido y que el enfriamiento disminuye su velocidad.

“Se podría creer que aun en los sitios donde no habita el hombre, el zumbido de
los insectos, el canto de las aves, el susurro de las hojas agitadas por el viento
más débil, son causa durante el día de un ruido confuso del cual nos apercibimos
poco, puesto que es uniforme y que golpea constantemente nuestro oído. Pero
ese ruido, por poco sensible que sea, puede disminuir la intensidad de un ruido
más fuerte y esta disminución puede cesar naturalmente si durante la calma de la
noche el canto de las aves, el zumbido de los insectos y la acción del viento sobre
las hojas, se interrumpen. Pero este razonamiento, admitiendo que sea exacto, no
puede aplicarse a los bosques o a las selvas del Orinoco en donde el aire está
constantemente lleno de una cantidad de mosquitos, en donde el zumbido de los
insectos es más fuerte de noche que durante el día y en donde la brisa, si por
casualidad se hace sentir, no sopla sino después de la salida del sol”.

Humboldt piensa que “la presencia del sol tiene relación con la propagación de la
intensidad del sonido por los obstáculos que oponen las corrientes de aire de
densidades diferentes y las ondulaciones parciales de la atmósfera debidas al
calentamiento desigual de las diferentes partes del suelo. En un aire tranquilo, ya

252

sea seco o mezclado de vapores vesiculares igualmente distribuidos, la onda
sonora se propaga sin dificultad; pero cuando ese aire es atravesado en todos
sentidos por corrientes de un aire más caliente, se divide en dos ondas en el sitio
en donde la densidad cambia bruscamente. Se forman entonces ecos parciales
que debilitan el sonido porque una de las ondas se devuelve sobre sí misma”.

Yo había pensado, cuando tuve la ocasión de constatar el aumento de la


intensidad del sonido durante la noche, que el fenómeno se debía a la menor
densidad del aire durante un día de sol, fundándome en el hecho de que tal sonido
disminuye rápidamente cuando se rarifica el aire en donde se hace oír y sobre otro
hecho relacionado con el precedente y es el de que en una atmósfera de
hidrógeno, apenas se oye el tintineo de una campana.

El calor y la tensión del vapor acuoso obran sobre la atmósfera a manera de un


descenso de la presión barométrica. Un metro cúbico de aire calentado y que
contenga vapor acuoso, pesa bastante menos que un metro cúbico de aire frío.
Sobre el Chimborazo y sobre el Antizana, apenas oía yo la voz del coronel Hall y
en Trappes, a una temperatura de 40º me sorprendió el debilitamiento del ruido.
Sin duda que la limitación de la densidad del aire ocasionada por el calor y por el
estado higrométrico no es probablemente suficiente para explicar el aumento del
sonido durante la noche. Sin embargo en Mariquita, yo llevé a cabo lo que
Humboldt no hizo en la misión de Aturez, o sea que anoté los resultados del
barómetro, del termómetro y del higrómetro todas las veces que traté de evaluar la
intensidad del ruido de las aguas del Gualí. Estas observaciones puede que sirvan
para explicar un fenómeno del cual, hasta el presente, nadie ha dado una
explicación satisfactoria. Mis instrumentos estaban colocados sobre una gran
terraza entre la casa de habitación y el torrente.

Observaciones Septiembre de 1826

12 Mediodía

Cielo despejado, aire completamente calmado

Temper. 28,9º Higrom. 62º

No se oye el Gualí, el torrente parece haber suspendido su curso

3 de la tarde

Cielo despejado, aire un poco agitado

Temper. 30,5º Higrom. 50º

Escasamente se oye un ruido sordo

253

A las 5 de la tarde

cielo despejado, aire calmado

Temper. 30º Higrom, 56º

Se oye débil, pero claramente, el ruido del torrente

A las 6 de la tarde

Buen tiempo, el sol acaba de ponerse, aire calmado

Temper. 28,9º Higrom. 63º

Ruido del torrente bastante fuerte y continuo; se nota que con la puesta del sol se
determina un crecimiento de intensidad bastante pronunciado

8 de la noche

Aire calmado

Temper. 27,2º Higrom, 65º

El ruido del torrente es más fuerte que a las 6, se oyen los chirridos de las cigarras

11 de la noche

Cielo cubierto, aire bastante agitado

Temper. 26,8º. Higrom, 69º

Ruido del torrente muy fuerte, suficientemente intenso para que se pueda oír en el
interior de la casa

13 8 de la mañana

Cielo descubierto, aire bastante agitado

Temper. 26,1º Higrom. 69º

Ruido del torrente débil.

La noche anterior el ruido fue tan fuerte que resultaba incómodo

2 de la tarde

254

Buen tiempo, viento fuerte

Temper. 32,2º Higrom. 44º

No se oye el Gualí

6 de la tarde

Cielo nublado, aire calmado

Temper. 29,4º Higrom, 50º

El ruido del torrente muy fuerte,

10 de la noche

Cielo estrellado, aire calmado

Temper, 26,8º Higrom. 68º

Ruido muy fuerte

14 5 de la tarde

Cielo cubierto, aire bastante agitado

Tempe. 27,8º Higrom, 70º

Durante todo el día el ruido del Gualí fue fuerte. Cielo nublado, sín despejarse.

15 9 de la mañana

Cielo cubierto, aire completamente calmado

Temper. 24,4º. Higrom. 81º

Continúa el ruido muy fuerte,

11 de la mañana

Cielo despejado, sol ardiente

Temper 27,8º Higrom. 76º

Apenas se oye el ruido del Gualí

255

20 2 de la tarde

Cielo bastante nublado, a ratos se despeja, aire calmado

Temper 28º Higrom. 74º

Se oye clara, aunque débilmente, el ruido del Gualí. Durante la noche llovió
mucho, la tierra está húmeda.

23 9 de la mañana

Cielo muy cubierto

Temper, 25º Higrom, 100º

El ruido del Gualí tan intenso como durante la noche, hubo una tormenta
acompañada de abundante lluvia, la cual no impidió oír el ruido que no se atenuó.

De estas observaciones no puedo deducir sino las siguientes consecuencias:


cuando hace sol y el aire está poco agitado, el suelo seco se calienta, la
temperatura a la sombra se mantiene entre 26,1º y 32,2º, de manera que la
medida termométrica es 29º. Cuando el higrómetro en estas condiciones de
temperatura ha indicado de 44º a 76º (promedio 62), desde el punto que yo
observaba no oía sino débilmente el ruido del torrente; al contrario, cuando el cielo
estaba cubierto, y la temperatura a la sombra se mantenía entre 25º y 29,4º, en
promedio 27º, el ruido del torrente parecía casi tan intenso como durante la noche.
En estas condiciones la temperatura de la superficie del suelo no se diferenciaba
con la de la atmósfera que sostenía; yo añadiría que de día como de noche, la
altura del mercurio en el barómetro era alrededor de 0,718.

Yo no creo que el peso del metro cúbico de aire cuando no se oía el Gualí
(temperatura 29º, altura barométrica 0,718; higrom. 66º. tensión del vapor a 29º)
difiera bastante del peso del metro cúbico de aire cuando se oye el ruido del
torrente (temp. 27º; altura barométrica 0,719, higr. 72; tensión del vapor a 27º).

Probablemente se debe atribuir la disminución de la intensidad del sonido al


calentamiento del suelo sobre el cual cae el sol y a las corrientes de aire que de
ello resultan. Nada más notorio que el efecto de la aparición de las nubes, es
decir, la interposición de una pantalla entre el sol y la tierra para la aparición del
ruido.

Un poco más arriba del puente, el río Gualí sale de una garganta bastante
estrecha para recorrer la llanura hacia Honda, en donde desemboca en el
Magdalena, después de recorrer 3 miriámetros. Me pereció curioso conocer la

256

temperatura de las aguas del torrente a su entrada en el llano y a su entrada en el
río. El 18 de diciembre de 1826, bajo el puente, a la una de la tarde encontré:

Temperatura del aire 26,7º

Temperatura del agua 20,55º

Diferencia 6,15º

En ese mismo momento observaba en Honda:

Temperatura del aire 28,1º

Temperatura del agua 23,9º

Diferencia 4, 2º

En ese mismo momento, por encima de la confluencia:

Magdalena:

Temperatura del agua 29,7º

Temperatura del aire 27,8º

Diferencia 1,9º

A las 5 de la tarde se observaba de nuevo:

Temperatura del aire 27,7º

Temperatura del agua 27,2º

Diferencia 0,5º

257

Al recorrer la llanura que separa a Mariquita de Honda, la masa de agua del Gualí
que es considerable, había adquirido una temperatura de 3,5º, adquisición de
poca importancia que se explica por la gran velocidad de la corriente.

Yo vivía en Mariquita en una casa espaciosa, como es conveniente en las


regiones calientes. Mi alcoba era una sala inmensa que tenía por mobiliario una
cama miserable, tres sillas de madera y una mesa. Allí me sucedió una pequeña
aventura:

Por la noche me visitaba con frecuencia la Fierre; ella tenía ojos verdes, era
notablemente atractiva y no era de origen americano. Se quedaba conmigo una o
dos horas, luego se iba por donde había llegado, es decir, por la ventana; pero
sucedió que en una ocasión la Fierre temblaba con toda su bonita figura. “Hay
alguien escondido aquí, estoy perdida! Es él, don Juan, ¡defiéndame!”.

Efectivamente, oí pasos que avanzaban hacia la cama. Cogí mi “aguja” gran


sable, siempre suspendido fuera de su vaina, en la cabecera y me dediqué a
perseguir al individuo que parecía huir a medida que yo avanzaba. Imposible
encender una vela. La Fierre se retiró en un estado imposible de describir y seguí
inútilmente buscando al intruso; en algunos momentos oía como si arrastrase los
pies.

El sol en los trópicos es perezoso y nunca se levanta antes de las seis, así que
esperé el día, sable en mano, como el arcángel San Gabriel... Y entonces no vi...
nada. Nadie había penetrado en el santuario; sin embargo yo había oído andar,
claramente, deslizándose por el piso, a alguien; al fin encontré al culpable: un
sobre voluminoso que contenía cartas y periódicos, que yo había rasgado y
botado al suelo la víspera. Debido al viento que penetraba por debajo de las
puertas mal colocadas, el pesado papel se había paseado toda la noche,
simulando el paso de un ser que anduviera a tientas. Jamás tan poca cosa produjo
tanto miedo y la Fierre, todavía bajo la impresión recibida, no podía creer a sus
ojos cuando le mostré al culpable, el que debía apuñalarla y con quien yo debía
haber

luchado a muerte. Ella dijo sinceramente: “si no me hubiese sentido culpable, no


habría estado tan asustada”, y añadió:“Cuando vuelva a visitarlo, no olvide tener
una yesca y fósforos”.

La recomendación era prosaica. Sin embargo, la Fierre amaba con pasión.


Cuando, mucho más adelante, me alejaba de Mariquita y de la encantadora mujer,
posiblemente para siempre, una negrita me trajo una cadena de oro con una nota
que decía: “Consérvela; es todo lo que poseo".

Cuando uno se aleja de Mariquita hacia el NNO se encuentra el granito y el


esquisto micáceo. En los aluviones de estas rocas se encuentran lavaderos de

258

oro, por ejemplo el de Malpaso, explotado por negros esclavos. En el mismo
terreno, más al sur, quedan las antiguas minas de plata de Santa Ana, cuyos
trabajos habían sido reemprendidos por Delhuyart, bajo el gobierno español ya los
que, con el concurso de una poderosa compañía inglesa, se iba a dar una gran
ampliación. En vista de estas nuevas operaciones tuve que visitar frecuentemente
este distrito, situado a un miriámetro de Mariquita.

En el esquisto micáceo y en el neis es donde se encuentran los filones auríferos


que contienen pirita, galena y plata sulfurosa.

Se procedió a abrir la entrada de las antiguas galerías que habían quedado


obstruidas por una vegetación activa; esto costó bastante trabajo. En una de esas
galerías, sobre el filón de la Manta, nos sucedió un incidente poco agradable: tres
mineros marchaban adelante, cuando de repente una serpiente se lanzó contra
ellos. De un machetazo quedó herida de muerte, se agitó unos segundos y era
curioso verla morir en medio de un grupo de mineros. Su cuerpo medía 2 m de
largo y tenía 9 cms de diámetro; su color era de un blanco lívido y sus ojos
cubiertos con párpados caídos. ¡El único sitio en donde la serpiente tiene ojos
verdes y fascinantes es en el paraíso terrenal! La nuestra tenía dos formidables
colmillos venenosos; se le cortó la cabeza y así decapitada pasó del subterráneo a
la cocina. Los oficiales de minas que me acompañaban querían comer serpiente y
se les preparó un pedazo; la carne era fibrosa y dura y yo no fui capaz de
probarla, pero me pareció que la salsa era excelente.

Antes de la revolución, las minas de Santa Ana producían pérdidas para el


gobierno. En 12 años, bajo la dirección de Delhuyart:

Se retiró en lingotes de plata: 140.000 piastras

El gasto bruto ascendió a 200.000 piastras

Diferencia 60.000 piastras

*1 miriámetro = 10 km.

Pero en esos gastos entraban algunos de montaje, que no deberían haber


figurado ahí, tales como los que ocasionaron la construcción de edificios,
colocación de máquinas, gastos de viaje de los mineros alemanes y los
considerables aprovisionamientos de mercurio que se hallaban almacenados en
Honda.

259

Mi informe sobre el yacimiento argentífero fue favorable.

Después de algunos años de trabajo bien dirigidos, se obtuvieron buenos


resultados. En primer lugar, cosa prudente, el mineral lavado fue expedido a
Inglaterra para su tratamiento, el que más tarde pudo hacerse en la ruina. Se
consiguieron y todavía se logran, utilidades satisfactorias.

Santa Ana, después del abandono de los trabajos, cayó en una miseria extrema.
La población, muy disminuida, se redujo a algunas familias miserables. Si no
hubiese sido por la invasión de la vegetación, cosa que sucede siempre cuando la
población disminuye y a la insalubridad resultante, el clima habría sido mejor que
el de Mariquita.

En el curso de una de las numerosas visitas que hice a la desamparada población,


asistí a una escena bastante divertida: estaba acompañado por mi excelente
amigo el canónigo Céspedes, un botánico infatigable. Me mostraba entusiasmado
las plantas más raras a los ojos de un europeo; por ejemplo, los árboles de caucho
y no pudo resistir el deseo de pedirme que yo sangrara uno, rogándome darle
algunos sablazos al tronco. La savia corrió inmediatamente y cuando tenía
alrededor de un metro de largo coaguló súbitamente y así nos procuramos
alrededor de 1/2 kilo de bandas de goma elásticas.

Nuestra entrada a la población fue sensacional: ¡El comandante don Juan había
traído un cura! ¡Hacía tanto que no veíamos uno y llegaba precisamente la víspera
de la fiesta de la santa patrona!” De manera que apenas nos habíamos
desmontado, el alcalde y los personajes importantes vinieron a suplicar a
Céspedes que dijese una misa en honor de la santa, al día siguiente, ya que era
su fiesta. El buen cura aceptó encantado, añadiendo que yo sería su acólito.

—“Pero Ud. sabe muy bien que yo no tengo ni idea de lo que tengo que hacer y
que además no creo en la misa”, le dije.

—“Da lo mismo, yo le soplaré y será muy divertido”.

El cielo afortunadamente decidió que yo me escapara de una situación incómoda;


nos hospedamos en el presbiterio y después de una comida digna de un canónigo,
compuesta por una tortilla de fríjoles y aguardiente, nos acostamos sobre cueros
de buey extendidos en el suelo y nos dormimos después de que el experto
botánico me hubo descrito los nombres de las especies nuevas que había
encontrado durante nuestra excursión. Me desperté a la salida del sol por el
movimiento del cura, quien preparaba su misa y lo vi que bebía, “por distracción”,
dos vasos de ron que se sirvió de una botella que había quedado sobre la mesa.
De inmediato cerré los ojos y el buen sacerdote me miró diciendo suavemente: —
“¡Don Juan!, ¡don Juan!” No pude mantener mi seriedad y al verme sonreír,
exclamó: "¡Ah! no duerme, entonces no hay misa, me he tomado imprudentemente

260

“la mañana” (un trago). De ahí deduje que si hubiese estado dormido, habría dicho
su misa tranquilamente y habría comulgado. Cuando las autoridades municipales
llegaron a buscar al canónigo, supieron que Santa Ana tendría que contentarse
con un rosario, para su fiesta. En efecto, se cantó interminablemente, se echó
incienso y el horroroso pedazo de madera pintada que representaba a la santa, no
dio ninguna muestra de descontento. Se aprovechó nuestra presencia para
preparar un hectolitro de agua bendita.

Para llevar a cabo la misión que había sido confiada, tuve que recorrer en varias
direcciones la porción del valle de la Magdalena comprendida entre Mariquita e
Ibagué y aún más al sur, hasta las cercanías de Neiva.

Mi exploración se extendió por toda la base de la Cordillera Central. El terreno


cristalino siguió siendo metalífero, como en Santa Ana y en Malpaso. En el valle
de San Juan, cerca a Ibagué, se ha explotado cobre de piritas lo mismo que en
pueblo de Minas. La ganga del mineral es un granate verde de bellos cristales. Las
capas de areniscas con conchas, en el valle de San Juan, son muy inclinadas
hacia el Este y reposan sobre roca granitoide. Se puede cubrir con la mano el
punto de superposición. Exactamente en esos parajes está el límite occidental del
terreno de la meseta de Bogotá. Este límite es la Cordillera Central.

En el valle de San Antonio en donde se ve la arenisca que sigue hacia el Este, se


encuentra la mina El Sapo, alguna vez explotada por Mutis. Yo pude penetrar en
una galería perforada en un granito sienítico, con el fin de explotar un filón de
blenda y de sulfuro de plomo argentífero. Pude observar allí una roca formada de
granate y de calcáreo. Los edificios donde se hacía la amalgama todavía existen.

Al acercarse a Ibagué, desaparecen los depósitos aislados de escombros de neis,


de granito, de traquita, de un espesor algunas veces considerable, que de lejos
presentan el aspecto de castillos fuertes y que le dan a la llanura un aspecto
particular.

Esos inmensos depósitos de aluviones tienen su procedencia de las cimas de las


montañas elevadas que limitan al oeste el valle del Magdalena y cuyas aguas dan
lugar a torrentes tributarios de ese gran río.

El viaje de Mariquita a Ibagué es bastante penoso; un sol ardiente y una extrema


sequía se experimentan tan pronto como uno se aleja de las corrientes de agua,
las cuales hay que atravesar con muchos peligros, no por su profundidad, sino a
causa de su extrema rapidez y especialmente por crecientes súbitas que no hay
manera de prevenir. Esos ríos torrentosos al acercarse al Magdalena corren hacia
el Este, alimentados por muchos riachuelos; los principales, desde Mariquita, son:
los ríos Guayabal, Sabandija, Viejo, Lagunilla, Venadillo, el Totare que recibe la
China y el Alvarado, cerca de Ibagué.

261

Poblaciones poco importantes se establecen ordinariamente a pequeña distancia
de los ríos, cuyo nombre llevan. Los vados se encuentran difícilmente durante la
estación de lluvias y entonces se debe detener, o bien buscar otro punto vadeable,
acercándose a la cordillera. En efecto, siempre que el agua llegue a la cincha del
caballo, no se debe uno aventurar a atravesar un torrente. Recuerdo que un día al
llegar al río Lagunilla, se juzgó que el vado era impracticable y se resolvió a hacer
“un puente”, operación curiosa a la que he asistido más de una vez. Todo el
mundo se desvistió y los guías fueron a buscar pedruscos que pesaran de 15 a 20
kilos; cada persona tomó uno que mantuvo sobre la cabeza con una mano; luego
sostenido por un práctico a cuyos hombros había sido atada una gran piedra,
entramos uno por uno en el torrente, cuya anchura era superior a 25 m. No se
debían levantar demasiado los pies, sino tratar de resbalar sobre las piedras del
fondo; un bastón para apoyarse habría sido, en esta situación, bastante peligroso
porque, por poco que uno se apoyara, perdería pie y sería arrastrado.

La sensación es bastante inquietante cuando se pasa así por primera vez. Debido
a una ilusión fácil de comprender, uno se cree transportado, río abajo a gran
velocidad; el ruido es ensordecedor y es imposible hablar a quien a uno lo
sostiene, aún menos de hacerle un gesto, ya que los brazos se usan para
mantener la “piedra puente” sobre la cabeza. El guía, además, lo mantiene a uno
muy sólidamente y se siente una gran satisfacción cuando se llega a la orilla
opuesta. No hay nadador que pueda resistir la corriente; si uno se cayera, correría
gran peligro de ser arrastrado.

Mis hombres, buenos prácticos, pasaron las sillas y los equipajes, poniéndoles
peso con las respectivas piedras y luego pasaron los caballos. Casi todos esos
pobres animales al llegar al centro del río, caían de medio lado y algunos daban
vueltas; pero un pasador colocado en la orilla opuesta los mantenía con una
cuerda sólidamente amarrada a los arreos que jamás se dejaban de llevar cuando
se viaja por las cordilleras. El paso del Lagunilla duró cerca de dos horas.

Al acercarse a Venadillo se encuentra uno con un bosque de palma real, una


palmera cuyo porte es magnífico y que produce una especie de vino. El cura del
pueblo me hizo asistir a una “vendimia”.

A mediodía tumbaron uno de esos gigantes que medía 20 metros. Una vez en
tierra se hizo una cavidad, como una artesa, de capacidad de alrededor de 15
litros, cerca de la extremidad

inferior del tronco y se la cubrió con hojas. Al día siguiente, por la mañana, a las
10, la artesa estaba casi llena de un líquido en plena fermentación, de un sabor
agridulce y alcohólico. Esta bebida es agradable; sin embargo, aun cuando las
palmeras son abundantes, los habitantes de Venadillo no las utilizan: prefieren el
guarapo de caña de azúcar fermentado.

262

En los alrededores del pueblo se conocen pozos bastante importantes de neme;
esas exudaciones de asfalto consistente, se ve desde Boca Neme, arriba de
Mariquita, se desprenden de conglomerados traquíticos, lo que las acercaría en
cuanto a origen, al asfalto de Pont-de-Chateau en Auvernia, formación que no he
encontrado en los conglomerados del Valle del Cauca.

Después del río Venadillo viene el río Totare, cuyo afluente principal es la China
de Alvarado que se debe atravesar para llegar al río Chipalo, que viene de Ibagué.
Más al sur, al dirigirse hacia los valles de San Juan y de San Antonio, se
encuentran los ríos Opía, Coello y Saldaña.

Se puede observar que hay numerosos ríos que bajan de la Cordillera Central
hacia el valle del Alto Magdalena; cuánta fertilidad dieran a las tierras si estuvieran
controlados y utilizados para la irrigación, pues dejados a sí mismos, son
arrasadores; durante las crecientes que son frecuentes, se desbordan y arrastran
todo lo que encuentran a su paso, dejando sobre la tierra restos de rocas.

El padre Acosta * cuenta en su crónica que el 12 de marzo de 1595 a la una de la


mañana, durante una erupción de los volcanes del Tolima y del Ruiz, los ríos Gualí
y Lagunilla acarreaban barro, cenizas, bloques de piedra del tamaño de un cuarto
de casa y habiéndose salido de sus lechos, inundaron la sabana, ahogando todo
el ganado disperso, hasta 4 o 5 leguas de Mariquita. Ese es realmente el origen de
esas masas de aluviones y de conglomerados traquíticos que se observan en el
llano; fue tal la abundancia de piedras y de materias angosas traídas por esos ríos
que sus aguas todavía estaban cargadas de ellos cuando entraron al Magdalena.

Acosta visitó la Provincia de Mariquita dos años después de esta erupción y pudo
constatar las ruinas que había causado.

Es probable que las acumulaciones de escombros traquíticos y de cantos que se


encuentran en el Alto Valle fueron traídas por los ríos de la cordillera cuando las
grandes inundaciones determinadas por erupciones, tanto más que al sur,
adelante de Ibagué, en donde no hay volcanes, no se observan esos
conglomerados.

Durante el invierno (estación de lluvias) los llanos son praderas; durante el verano
(estación seca) el ganado se retira hacia los ríos porque los seres vivos no pueden
estar sin agua.

Los reptiles abundan en los sitios frescos, de lo cual pude convencerme: viajando
de noche y habiéndome extraviado, me protegí en una miserable cabaña
construida en un bosquecillo y tuve que acostarme sin comer; a las 4 de la
mañana ya estaba a caballo y a las 7 llegaba a un sitio de nombre Picota, rodeado
de bellos cauchos. Cerca de una fuente vi una serpiente en la hierba: un niño de
unos 10 años se apresuró a cortar una rama y habiéndole quitado las hojas dio

263

resueltamente un golpe al reptil, el cual murió después de haberse agitado unos
instantes: era una serpiente de cascabel, de cerca de 1 m de largo y tenía 8
cascabeles en la cola. La metimos en una calabaza con aguardiente y creo que
debe figurar todavía hoy en el Museo de Historia Natural de Bogotá. El muchacho
nos contó que con mucha frecuencia, en la mañana, mataba una cascabel cerca
de la fuente.

No hay nada más penoso que la insolación que se padece al viajar por los llanos.
Durante la estación seca, cuando el aire está quieto, el calor es sofocante;
escasamente se puede respirar. Esto fue lo que padecí una vez, en forma
inquietante, yendo de Venadillo a Piedras. Fuera de mi camino, en la lejanía,
había visto una habitación y hacia ella me dirigí al galope de mi caballo. Era una
inmensa ramada bajo la cual se secaba carne. Ya al abrigo del sol sentí primero
un cierto bienestar, luego una sensación de frescura bastante pronunciada para
juzgar prudente ponerme mi poncho le lana. Habiendo instalado el barómetro bajo
la rama me sorprendió ver que en la sombra el termómetro marcaba 40º. ¿Cuál
había sido entonces la temperatura a la cual yo había estado expuesto al sol para
que la de 40º me pareciera fría? Hacia la tarde seguí mi camino con el objeto de
pasar la noche en la Cerca de Piedras, especie de posada en donde se detienen
los que van a Ibagué o a Neiva. Conseguimos agua fresca, una olla de barro, leña
y nada más. En el camino habíamos disparado a una banda de pericos y habían
caído dos que yo destinaba para el desayuno, pues ya era muy tarde para pensar
en cenar.

Después de haber hecho desplumar las aves, las puse al fuego con apenas el
volumen de agua necesario para obtener un caldo sustancioso; la marmita estaba
colocada fuera de la casa sobre 3 piedras, que formaban un trípode; como en la
Cerca de Piedras había numerosa compañía, me acosté con mi “aguja” en mano,
de manera de hacer respetar mi propiedad en cualquier momento; me dormí
profundamente, demasiado profundamente, pues antes de levantarse el sol, al
mirar la olla de mi desayuno, me di cuenta de que el contenido había
desaparecido. Unos arrieros que iban al sur me habían robado mis pericos. El
caldo estaba cocido, pero con un sabor detestable, porque habían olvidado vaciar
las aves.

En los llanos de Ibagué y de Neiva se conoce una pequeña araña de bonito


aspecto: su espalda es roja y marcada con puntos negros dispuestos
simétricamente; hace sus telas en la hierba y la llaman “coya” los habitantes le
temen como al animal más peligroso que se pueda encontrar; no acabaría si
tuviera que contar todas las desgracias ocasionadas por este insecto. Sería
suficiente, por ejemplo, espicharla sobre la piel que recubre un nervio para que
sucedan los peores accidentes, inclusive la muerte. El único remedio eficaz para
escapar al veneno es comer excrementos humanos. Un animal que se coma una
“coya” , sucumbe inmediatamente y nos aseguraron con seriedad que más de una
mula había muerto por haber comido hierba donde se encontraba la terrible araña.

264

La “coya” es tan común que los accidentes debían haber sido más frecuentes y
como, al contrario, se admitían que eran raros, comencé a creer que todo lo que
nos contaban eran fábulas.

En presencia de varios habitantes de Ibagué le hice comer varias “coyas” a un


pollo, el cual las despachó ávidamente y no se sintió incómodo en lo más mínimo.
También, con gran pavor de los espectadores, espiché algunas “coyas” sobre mi
brazo sin que de esto resultara el menor accidente o la más ligera irritación. Creí
haber convencido al auditorio de lo inocua de la araña, pero no fue así: pensaban
que yo tenía un hechizo que había traspasado al pollo.

Al regreso del ecuador, al pasar por Neiva, Bouguer oyó hablar de la “coya” e hizo
sobre mulas y pollos algunos experimentos que probaron, como los míos, que esta
araña no es en absoluto venenosa. De eso hacía ya 100 años y sin duda dentro
de otros 100 años, algún observador volverá a reproducirlas, pero en los llanos
seguirán mirando a la coya como uno de los insectos más peligrosos. La
superstición es persistente; yo llevé esta araña a Europa y Audoin la ha descrito
en las “Memorias de la Sociedad Entomológica”.

Después de una permanencia de 6 meses en el valle del Alto Magdalena, volví a


subir a la meseta de Bogotá. Mi punto de salida fue Ibagué, en donde me había
instalado durante algunos días para reposar de las fatigas que había sufrido.

Al salir de esta pequeña ciudad, se sigue la orilla derecha del río Combeima, hasta
su unión con el Coello. De Ibagué al sitio de “La Puerta” se observan las areniscas
con conchas, una prolongación de los valles de San Juan y de San Antonio. Pasé
el río Magdalena por el paso de El Guayacán; era tarde y hubo que dormir en la
orilla. Como tenía una provisión de ron que me incomodaba, se me ocurrió dar un
baile para disminuirla: la reunión fue numerosa y sin mucha ropa; las damas
mulatas o zambas se habrían visto muy bien si todas, sin excepción, no hubieran
sido caratosas en el más alto grado; su piel multicolor presentaba un aspecto
extraño con unas grandes manchas azuladas, amarillas y rojas sobre un fondo
cobrizo.

Los ribereños de los grandes ríos en el trópico son propensos al carate, lo que se
atribuye al excesivo uso de pescado como alimento, al maíz comido en galletas y
también a la irritación producida sobre la piel por el incesante ataque de los
mosquitos.

La alegría fue excesiva: las danzas imposibles, los gritos y los cantos muy subidos
de tono y esto con una temperatura de 32º. Mi mulero, un ibaguereño respetable y
respetado, alcalde me parece, fue contagiado por el frenesí: primero se quitó el
saco, luego su chaleco. Salió después de la camisa y de su pantalón... yo estaba
extendido en mi hamaca, suspendido por encima del tumulto. Las mujeres eran las
más excitadas; ¡el hombre ebrio es un animal inmundo!.

265

En el paso del Guayacán, el barómetro da como altitud 371 m; como en Honda la
altitud era de 270 m. la diferencia de nivel para una distancia de 9 miriámetros
recorrida por el río, sería de 100 m. En el sitio de Guayacán, el curso del
Magdalena es muy tranquilo y se dirige, de sur a norte. Algunas leguas más abajo,
el río volteará al oeste para tomar de nuevo, a partir Coello, su dirección hacia el
norte.

Después de haber atravesado el río Fusagasugá, tomé el camino de Melgar


(altitud 366 m) población edificada en medio de palmeras y al pasar el Alto de
Portachuelo (altitud 1.400 m) descendí al valle de Pandi, en donde me detuve
sobre el puente de Icononzo. ¡Es un increíble espectáculo!.

Un puente natural extendido sobre un profundo y oscuro cañón de 12 a 13 m de


ancho, por el cual corre con gran ruido el torrente del río Sumapaz que toma, un
poco más abajo, el nombre de Fusagasugá. Este puente es la comunicación de la
ruta de Melgar y los indios le han puesto maderos y balaustradas. Desde este sitio
no se puede juzgar muy bien el fenómeno geológico; es necesario bajar por un
camino inclinado hasta un segundo puente, a 11 metros debajo del primero y
mucho más ancho. Allí, por una abertura de 2 m cuadrados que existe en el piso
del puente, se puede ver el reflejo de las espumas que el agua lanza al pasar con
una velocidad extraordinaria. Siguiendo el muro del cañón sobre una saliente
estrecha de la roca, pude, con mi pobre compañero Goudot, avanzar lo suficiente
para colocarme en un punto en donde uno está de pie sobre el borde del
precipicio, en semi-oscuridad y sin ninguna forma de agarrarse. Un ruido
ensordecedor se elevaba del fondo del abismo, lo que nos hacía sentir una viva
emoción.

Desde esta estación escabrosa, se puede observar lo que yo vi y es que la unión


de las dos paredes paralelas y verticales del abismo, no está formada por tres
piedras que se encontraron en su caída y al detenerse se sostuvieron
recíprocamente, como todos lo dicen. A mí me ha parecido que el puente natural
está formado por dos rocas que sobresalen del cañón y que entre esas dos rocas
fijas, un enorme bloque que fue detenido en su caída, formó algo así como la
piedra angular de la bóveda.

La construcción del puente superior es menos fácil de entender: allí,


indudablemente hay bloques cuya caída fue detenida, pero parece que en los
trabajos ejecutados para consolidar el paso utilizaron fragmentos de granito. La
bóveda natural tendría cerca de 5 m de espesor.

El cañón o garganta de Pandi dirigida de este a oeste, puede tener un largo total
de una legua. Desde el puente se prolonga en aproximadamente 1/4 de legua y
disminuye gradualmente de altura; el agua corre en un lecho no encajonado, a
través de un bosque. Se considera que el ancho promedio es de 10 a 12 m. Al

266

oeste de la población de Pandi y bien abajo de Doa, es donde el río Sumapaz
penetra en el cañón del cual sale para llegar al Fusagasugá.

El cañón tiene una profundidad de 93 m entre sus dos paredes verticales, medida
desde el puente natural; es una cavidad considerable que por su regularidad
Humboldt comparó, con razón, al vacío que resulta de una antigua explotación de
minas.

Al mirar hacia el fondo del abismo, desde el puente inferior, se alcanzan a ver
sobresalientes de la roca, parecidos a aquellos sobre los que nos aventuramos
Goudot y yo. Numerosos nidos circulares que parecen quesos en exhibición en
una lechería. Al lanzar una rama al abismo, vimos salir inmediatamente una gran
multitud de aves nocturnas que volaban en todos los sentidos. No oímos sus
graznido debido al ruido formidable del torrente. Estos volátiles que tiene el
tamaño de los grandes vampiros del Ecuador, son una variedad
de caprimulgus “guácharos” de la caverna por donde corre el río subterráneo de
Carripo, descrito por Humboldt cuando exploraba la selva de Cumaná. Estos
animales están llenos de grasa y de ella se extrae aceite comestible.

Las cavernas de Chaparral en el Alto Magdalena, están también habitadas por


“guapacos” parecidos a los guácharos. Es curioso encontrar en esos sitios oscuros
y húmedos, separados por grandes distancias, las mismas aves nocturnas y
grasosas.

Las areniscas de Icononzo van en capas casi horizontales, cuya inclinación nunca
pasa de algunos grados hacia el sur. La roca es amarillo claro, con granos silíceos
en capas poderosas que alternan con capas esquistosas; se le puede seguir sin
interrupción hasta la meseta.

Yo encontré que la altitud del puente natural es de 840 m; así que la del fondo del
abismo sería de 740 m. Si se compara esta última a la del río Fusagasugá en
Melgar cerca del río Magdalena a 366 m se puede ver que para una distancia en
línea recta de 2 miriámetros, la diferencia de nivel sería de 374 m, o sea una
pendiente de 18 a 19 milímetros por metro.

Generalmente es admitido que la garganta de Icononzo se debe a un temblor de


tierra. A mí me parece más natural suponer que fue producida durante el
levantamiento del terreno arenáceo. Aun cuando infinitamente más grande, nada
más sorprendente que el espacio estrecho por el cual corre la quebrada del
Obispo entre Monserrate y Guadalupe.

De la población indígena de Pandi (altitud 977 m) subí a la explanada de Bogotá,


pasando por la encantadora estación de Fusagasugá (altitud 1.833). Antes de
llegar a Barroblanco se atraviesa un torrente sobre un puente de madera muy alto

267

y muy angosto; la impetuosidad de la corriente, la extraña forma de las rocas y la
vigorosa vegetación que los enmarca, presentan un cuadro muy pintoresco.

Arriba de Fusagasugá se llega a tierra fría, por Soacha.

*Se trata seguramente del padre fray Pedro de Simón (Noticias Historiales de
las Conquistas de Tierra Firme en las Indias Occidentales. Bogotá, 1892).
Originalmente publicado a principios del siglo XVII en Madrid.

268

CAPÍTULO X
Jugo venenoso del ajuapar— Accidentes que
sucedieron mientras analizábamos esa materia —
El comandante don Juan con nodriza — Irradiación
nocturna en Bogotá.
Durante una excursión por las tierras calientes vecinas de Bogotá, había oído
hablar de un jugo vegetal que se utiliza para la pesca. Era suficiente botar un poco
en un río para ver a los peces salir a lasuperficie. El árbol del cual se extrae por
incisión esta sustancia tóxica, es el ajuapar (1) (sic) y de acuerdo con mi amigo
Céspedes, la uva crepitans de Linneo. Se le dice “reloj de arena” en las Antillas
francesas porque su fruto, cuando está vacío, deja un recipiente fibroso y
resistente, sensiblemente achatado, dividido por los costados, y de bonito aspecto
y que sirve para poner la pólvora o la arena que se derrama sobre el papel con el
fin de secar los caracteres que se acaban de trazar. Sucede que este elegante
reloj de arena que tiene la forma de un melón cantalupe en miniatura, estalla
algunas veces, súbitamente, en varios pedazos sin que se pueda prever o explicar
esta clase de explosión.

El doctor Roulin, sabiendo que yo deseaba estudiar la naturaleza de jugo lechoso


del ajuapar, me envió a Guaduas varios litros dentro de una caña que cerró
cuidadosamente; con el señor de Ribero comenzamos en seguida el examen
químico de este veneno: la leche vegetal tendría completamente la apariencia de
leche de vaca si no fuera por un ligero tinte amarillo. No tiene olor y cuando se
prueba parece al principio que no tuviera sabor, pero muy pronto se siente una
fuerte irritación en la garganta. No describiré aquí los procedimientos de análisis
muy imperfectos a los que sometimos el jugo lechoso: encontramos albúmina, un
aceite volátil extraordinariamente cáustico, un principio cristalizado alcalino,
probablemente un álcali vegetal y sustancias salinas en las cuales dominaba el
nitrato de potasio que obtuvimos en bellos cristales.

Solamente anoto aquí los accidentes graves que sufrimos, yo especialmente, en el


curso de nuestros experimentos: dos litros de jugo lechoso fueron puestos a
evaporar a suave temperatura; yo vigilaba la operación agitando continuamente el
líquido y el señor de Ribero se encontraba en otra pieza del laboratorio, ocupado
en llevar a cabo algunos ensayos (Pronto se verá por qué anoto este detalle).

Interrumpí la evaporación, porque debíamos vestimos para asistir a una comida en


casa del encargado de negocios de Su Majestad británica, el coronel Hamilton.
Los invitados eran numerosos y apenas comenzó la comida, caí en la cuenta que
el señor de Ribero tomaba un color púrpura. En cuanto a mí, sentía un fuerte dolor

269

en la cara y me encontraba mal; tan pronto nos levantamos de la mesa regresé a
la casa a donde Ribero no tardó en llegar; teníamos ambos los rostros enrojecidos
y yo sufría horriblemente con la sensación de una quemadura. Pronto me fue
imposible abrir los ojos y se me declaró una oftalmia aguda. Ribero no tuvo
síntomas tan alarmantes porque no estuvo expuesto directamente a las
emanaciones malsanas del veneno. Les contaré cómo deben ser de sutiles esas
emanaciones: Roulin, quien no había hecho más que asistir a la extracción del
jugo de ajuapar, el correo encargado de transportarlo de Guaduas a Bogotá y los
habitantes de las casas en donde éste se hospedó durante su viaje, sufrieron
todos de oftalmia. Añadiré que Linneo asegura que el jugo de la uva crepitan
enceguece a los peces y que si le cayera a una persona en lo ojos, quedaría ciega
durante 8 días.

Sin duda era consolador el límite de la enfermedad. La ceguera comenzaba y la


inflamación de la epidermis del rostro me causaba un fuerte dolor. Se buscó un
médico y no se encontró ninguno en la ciudad, tal vez felizmente. Al fin se
consiguió un hermano, de un regimiento que había hecho las campañas de los
llanos y que, por consiguiente, conocía los efectos deletéreos del ajuapar.
Después de un rápido examen declaró que, sin demora y si quería conservar la
vista, era necesario aplicar lociones de leche de mujer. A mi observación de que la
leche de vaca debía obrar en igual forma que la leche de mujer que yo no podía
conseguir, el experto respondió: “en absoluto, es necesaria la leche de mujer”.

El general París, comandante militar de Bogotá y quien había acudido cuando


supo el accidente, me dijo: —“No se preocupe, tendrá toda la leche de mujer que
necesite y a discreción; no se preocupe que yo me encargo y voy a hablar de ello
a Mariquita”. Salió inmediatamente y entonces el experto me dijo al oído: “Va a
estar en cama por unos 15 días y la nodriza lo distraerá”.

La generala, la excelente Mariquita llegó: —“Pobre don Juan, en qué estado está
usted” y se puso a llorar; “aquí traigo a Candelaria”. Candelaria lloraba y gemía
como un niño: —“¡Dios mío! Vea mi señora cómo es de feo. ¿Usted cree que él se
quedará así siempre? E inmediatamente entró en funciones lanzando leche sobre
mi cara. Confieso que sentí alivio inmediato. Dos veces al día fui sometido al
mismo tratamiento y pude abrir los ojos el quinto día. Reconocí entonces a
Candelaria, una antigua conocida, imagen de la Venus (hotentote). ¡Qué cuidados
los que me prodigaba! Viendo que tenía dificultad para tomar los alimentos porque
mis labios estaban ulcerados, se le ocurrió darme de mamar: ¡era delicioso!.

Yo aprovechaba el privilegio que tienen los bebés de apretar y palpar el seno que
los alimenta; ¡qué tetas! ¡Tenían el volumen de una enorme calabaza! Y el
miriñaque carnudo de la que la naturaleza había dotado a Candelaria, ¡era
prodigioso!.

270

El octavo día veía claramente y no sufría más. Linneo tenía razón; pude
levantarme. El tratamiento de leche de mujer ya habría podido cesar, pero la
buena Candelaria se empeñó en prolongarlo y yo acepté para darle gusto, ya que
para ella esto era una satisfacción. Cuando fui donde el general París,
completamente restablecido, la buena negra me llevaba a un rincón e insistía en
que tomara unos tragos de su leche, cosa que yo no habría podido rehusar. En el
estado mayor se divertían a mi costa y esto me hacía reír: pero sucedió que uno
de esos señores llevó la diversión un poco lejos insistiendo que, en principio, un
lactante que acariciaba a su nodriza cometía algo así como incesto; yo me
enfurecí y si no hubiera sido por la intervención del general, habría habido un
duelo.

Mi ama de leche tenía 18 años y estaba orgullosa de su pequeño, pues así me


llamaba: “Vean cómo se encuentra ahora; ¡si lo hubieran visto cuando comencé a
darle seno!”, decía; un bello seno de ébano, por cierto.

Con frecuencia me hago la reflexión de que los viajeros se exponen a serios


peligros para llegar a un resultado más bien insignificante: esto sucede con
frecuencia y el estudio del ajuapar es prueba de lo anterior.

La esperanza siempre lanza a las aventuras y de hecho si los experimentos


llevados a cabo sobre el jugo de la uva crepitans hubiesen sido continuados, no
habría quedado duda de la existencia del nuevo alcaloide que no hicimos sino
entrever.

La sensación de frío que se experimenta durante las noches serenas en la meseta


de Bogotá, aun cuando la temperatura del aire rara vez baja a 10° o 12°, se debe
a un efecto de irradiación hacia los espacios celestes. Se asegura, pero no tuve la
oportunidad de constatarlo, que a veces se congelan pequeños pozos de agua y
que con frecuencia, durante las noches claras, cuando la atmósfera está quieta,
las flores y los capullos son destruidos por el hielo. El daño no se manifiesta sino
al salir el Sol. Los órganos afectados parecen intactos, pero tan pronto les llegan
los rayos del Sol se cubren de gotas, su tejido se afloja y pronto se secan, se
ennegrecen y caen; se dice entonces que la planta se quemo.

En Europa los jardineros atribuían las heladas primaverales a la influencia de la


Luna roja, hasta que Arago les hizo ver que era consecuencia del frío que
resultaba de la irradiación nocturna; por ejemplo, se debe tener en cuenta que en
Francia la temperatura promedio de los meses de mayo y de junio corresponde
precisamente a la temperatura de las regiones de las cordilleras, donde las
heladas nocturnas matan a las plantas tiernas. Así, en Europa, por la noche, en
primavera, el termometro se mantiene generalmente entre 8° y 12° de manera
que, si por irradiación, la planta se encuentra a una temperatura inferior a la del
aire ambiente, entre 6° y 10°, adquiere así una temperatura que se acerca a la de
congelación y ese enfriamiento, debido a la irradiación del vegetal hacia los

271

espacios celestes es absolutamente independiente de la luz de la luna; para que
se produzca, es suficiente que las condiciones sean favorables a la irradiación,
que la noche sea serena, el aire tranquilo y que no haya nubes.

Estas condiciones son frecuentes en las cordilleras y si la temperatura atmosférica


no pasa de 8° a 10°, la helada nocturna se puede presentar. En otras palabras, allí
existirá la Luna roja todo el año por la sencilla razón de que se permanece en un
clima primaveral, similar al de Europa.

El granizo al que siempre acompañan el trueno y la tempestad, es sin lugar a


dudas, un azote terrible; en algunos instantes destruye las esperanzas del
cultivador; sin embargo, la helada por irradiación es peor todavía, aunque se
manifiesta en la calma más absoluta de la naturaleza; una nube tempestuosa no
lanza los granizos destructores sino sobre una zona ordinariamente circunscrita,
mientras que los efectos desastrosos de la irradiación nocturna, cubren regiones
enteras: viñedos y jardines de pronto son afectados durante la noche, no por el frío
de la atmósfera, sino porque el cielo está despejado y el aire quieto.

Cuando se conocen las causas que ocasionan la helada por irradiación, se piensa
si no habría un medio de preservar de su acción destructiva, los cultivos
demasiado extensos para protegerlos con pantallas. Este medio sí existe y
consiste en opacar la transparencia de la atmósfera. Los indios, desde tiempo
inmemorial, lo han aplicado con éxito en el Alto Perú, en donde uno está, más que
en cualquier otra parte, expuesto a ver las cosechas destruidas por el efecto de la
irradiación nocturna. Allí las mesetas muy altas, de 2.000 a 4.000 metros por
encima del nivel del océano Pacífico, tienen una temperatura promedio y casi
constante de 7° a 14°, a pesar de su proximidad del ecuador y a causa de esta
altitud. Los incas, grandes civilizadores, habían determinado perfectamente las
circunstancias en las cuales las plantas se hielan durante la noche. Sabían que la
helada tiene lugar bajo un cielo puro y en una atmósfera tranquila. Cuando
juzgaban que debían temerla, es decir, cuando por la tarde las estrellas brillaban
con un vivo resplandor y que el aire no estaba agitado, los indios quemaban paja
húmeda para producir humo. Esta práctica está descrita en los “Comentarios
reales” del Inca Gracilazo de la Vega, en donde trata del origen de la raza real del
Perú, de su idolatría, de sus leyes, de su gobierno, tanto en la paz como en la
guerra, de sus conquistas y de la vida del penúltimo de los incas,
Inticusititucupanqui.

Garcilaso, hijo de uno de los conquistadores del Perú y de una india noble, nació
en la ciudad imperial de Cuzco. En su infancia vio muchas veces a los indios hacer
humo para preservar las plantas de la helada. He aquí el curioso pasaje de sus
comentarios:

“En el curso de una solemnidad ‘Cusquieraimi’ se ofrecía un sacrificio al Sol, a


quien se suplicaba dar órdenes a la helada de no quemar maíz. Cuando al caer la

272

noche el cielo estaba claro, los indios temiéndole a la helada, quemaban estiércol
para producir humo y cada uno de ellos, especialmente, se esforzaba en producir
la mayor cantidad en su parcela porque decían que así se impedía la helada,
reemplazando a las nubes como cubierta. Lo que informo aquí lo he visto practicar
en el Cuzco. Si los indios lo practican todavía hoy, no sé, ni tampoco he podido
saber si es cierto que el huno impide la helada porque estaba demasiado joven
para profundizar lo que vi hacer a los iridios”.

De lo que precede resulta que el medio de sustraer los cultivos a los efectos
desastrosos de una baja repentina de la temperatura, opacando la diafanidad
quieta de la atmósfera, era ya conocido en el nuevo mundo. Bajo el reino de los
incas ahumar el aire en circunstancias previstas para asegurar la subsistencia, era
evidentemente una medida de salud pública prescrita por un gobierno paternal, sin
duda, aun cuando de forma esencialmente teocrática.

Mientras duró el imperio de los “Hijos del Sol” y algún tiempo después de su caída,
según afirma Garcilazo, siguieron con esta prescripción; un impulso adquirido por
siglos no puede ser detenido de repente; pero aun cuando eminentemente útil,
como esta medida ya no era obligatoria, se fue olvidando hasta abandonarla,
teniendo en cuenta que la raza cobriza de las cordilleras es de una naturaleza
demasiado apática para llevar a cabo el menor trabajo cuando no está obligada a
ello por una autoridad ante la cual se prosterna siempre.

La Conquista derribó el culto de los incas. Ya no les fue permitido conjurar los
efectos perniciosos del frío nocturno, ofreciendo sacrificios a su divinidad: se
abandonó la práctica de prender fuegos en los campos, cosa que sin duda era
considerada como una práctica idólatra. Sin embargo, se elevaban plegarias y se
hacían rogativas para escapar de una calamidad siempre amenazante, pero las
plegarias sin humo no siempre fueron eficaces.

En Bogotá fue donde comencé una serie de observaciones para constatar el


enfriamiento ocasionado por la irradiación nocturna a diversas altitudes. El 21 de
mayo de 1826, acompañado de mi amigo Goudot, me encaminé a las 11 de la
noche hacia la capilla de Nuestra Señora de Guadalupe. La noche era magnífica y
la Luna daba suficiente claridad para recorrer el sendero; a la 1 de la mañana
llegábamos a la capilla que tiene una elevación de 663 m por encima de la ciudad
y en consecuencia una altitud absoluta de 3.304 metros.

La meseta de Bogotá estaba cubierta de nubes blancas que no pasaban de la


iglesia de Egipto. El frío era intenso; el cielo estaba puro y apenas se sentía un
ligero viento del Este. Inmediatamente después de nuestra llegada, puse dos
termómetros bien comparados, los cuales traíamos para el experimento; uno fue
colocado sobre la hierba y el otro en la extremidad de la hoja de mi espada, a
cinco pies del suelo, a suficiente distancia de los muros de la capilla y encima de
un montículo de paja de jipijapa.

273

He aquí el detalle de las observaciones:

Hora Termómetro sobre la hierba Suspendido Diferencia

2h. mañana +2° +6,7° 4,7°

3h. mañana +1,7° +6,1° 4,6°

5h. mañana +0,5° +5,5° 5°

6h.mañana 0° +5° 5°

El termómetro colocado sobre la hierba, estaba cubierto de hielo (escarcha) y


también había hielo (escarcha) sobre un madero colocado en el suelo, mientras
que la hierba estaba cubierta de gotas de rocío. La disminución de temperatura,
debida a la irradiación, no pasó los 5°; yo esperaba que fuera más fuerte a tan
grande altura. El poco enfriamiento se debió tal vez al estado higrométrico del aire;
parece, en efecto, de acuerdo con las informaciones que he recogido en diferentes
localidades, que en un aire casi saturado de vapor, la irradiación es menos
intensa.

Para marchar más fácilmente, no habíamos llevado abrigo; una vez en la montaña
el frío nos agarró y como no teníamos sino un medio de escapar de él, bailábamos
continuamente en el intervalo de las observaciones, para hacer ejercicio.

Desde la capilla de Guadalupe, a las 5 de la mañana, gozábamos de un magnífico


espectáculo: la desaparición de la Luna, detrás del pico nevado del Tolima. En una
hora bajamos a Bogotá.

(1) N. del T. Esta planta venenosa se conoce en Colombia con el nombre de


Barbasco.

274

CAPÍTULO XI
Algunos de mis conocidos en Bogotá — El
Libertador Bolívar —Personajes — Sucesos.
El Libertador

Simón Bolívar era un hombre con estatura por debajo del promedio, con una
cabeza un poco desproporcionada para su tamaño, pero muy enérgico; tenía ojos
pardos de mirada viva, cabellos negros, tez morena clara, brazos demasiado
largos, miembros delgados y una gran agilidad en sus movimientos.

El general estaba entonces en todo el esplendor de su fama y su poder era casi


ilimitado. De ordinario llevaba una levita que recordaba el uniforme que más
quería Napoleón, el de granadero de la guardia imperial. El emperador era el ideal
de Bolívar y con los franceses hablaba de él con mucho agrado y conocía
perfectamente la historia. Recuerdo que en el curso de una visita oficial, yo tenía
un bastón de comandante —los oficiales superiores usaban uno— fabricado en
carey y cuya empuñadura era un busto de Napoleón. Durante toda la
conversación Bolívar no dejó de mirar mi bastón, al punto que me pareció mi
deber ofrecérselo. No recuerdo si lo aceptó; es probable, porque desde entonces
no lo tengo.

Bolívar era expansivo, bondadoso con sus inferiores, generoso en exceso, vivía de
una manera muy sencilla y sobria; le gustaban las mujeres y era buscado por el
bello sexo como sucede con los hombres que tienen poder. En su juventud había
sido casado y enviudó sin descendencia y tal vez debido a esta última
circunstancia fue por lo que rechazó todas las propuestas que le fueron hechas
para llevarlo al trono.

Cuando los asuntos políticos no lo ensombrecían era alegre, reía a carcajadas y


era un buen conversador; con sus íntimos usaba un tono burlón, muy poco
agradable para su interlocutor. Sin embargo tenía un espíritu fino, de excelente
educación, pero muy susceptible y de gran vanidad. Sus arrebatos eran algunas
veces grotescos y de mal tono; de todas maneras la tempestad duraba poco y
rápidamente recuperaba la posesión de su amable carácter.

He aquí dos ejemplos, uno de su vivacidad y el otro de su vanidad:

Su zapatero, viejo militar francés, no dejaba de hablarle de las campañas del


imperio, mientras le probaba las botas, añadiendo este estribillo: —“¡Ah ese sí era
un general, ese Napoleón!” lo que repitió tantas veces que Bolívar le administró
una patada en salva sea la parte, mientras le decía: —“¡Y yo qué soy, entonces?”.

275

Un día llegué a Ibagué para entregar un pliego al Libertador, quien regresaba del
Perú bastante descontento. Me invitó a cenar y aun cuando yo era el de menor
graduación, me hizo sentar junto a él. Estábamos en la casa cural; Pepe París, el
amigo íntimo del general que asistía a la comida de Bolívar, mientras servía la
sopa dijo en francés, idioma que hablaba muy correctamente: —“¡Señores, al
rancho!” La conversación fue muy alegre y con deseo de hacerle la corte, le dije:
“general, recibí de Francia un diario, Le Globe, en donde hay un artículo muy
elogioso para Vuestra Excelencia” y a continuación pensé para mí: —“Va a quedar
encantado el general”. ¡Cómo no! Tomó un rostro amenazante y me apostrofó con
cólera: —“¿Pero cómo encuentra Ud. un artículo que me es favorable en un diario
y no lo ha traducido? Sin duda que si me hubiera atacado, si hubiera criticado mis
actos, la traducción no se habría hecho esperar...” y continuó con ese mismo tono.
Entonces me dije a mí mismo: —“¡Bien hecho!, ¡esto te enseñará a hacerte el
cortesano!”.

Felizmente, Pepe París intervino para sacarme de problemas al decir: —“General,


se traducirá el artículo”. Esto fue un calmante que surtió efecto instantáneamente.
El poderoso no me guardó ningún resentimiento porque mientras tomábamos café,
Bolívar se acercó a mí y me informó que deseaba establecer una escuela militar
en Bogotá, donde se le daría una buena instrucción científica a los jóvenes
oficiales y que me nombraría director. Acepté reconocido, con la intención de no
encargarme de una misión tan difícil, e hice bien. Solicité y obtuve el permiso para
terminar la exploración del volcán del Tolima y no regresé a Bogotá. No era muy
sensible a los honores y estaba resuelto a regresar a Francia.

Cuando el Libertador salió para Bogotá, dejó a Ibagué seguido de una numerosa
cabalgata. Un cierto doctor, personaje importante de la provincia, iba al lado del
general y éste lo acosaba a preguntas: —“¿A quién pertenecen estos pastizales?”
A tal persona, respondía el doctor. —¿Y estos cultivos de caña de azúcar? ¿Y
estos campos de añil, de trigo y de maíz?”

—“A fulano de tal y a tal otro,” replicaba el doctor, indicando el nombre del
propietario, sin vacilar.

Me acerqué a mi doctor tan bien informado y le pregunté:


—“¿Pero usted ha dirigido el catastro de la región?” —“Si yo no conozco a nadie;
es que, vea Ud., cuando un personaje le hace a uno preguntas, siempre se debe
contestar sin la menor vacilación; ¡que esto le sirva de lección!”.

Cuando salíamos de la ciudad, los niños de la escuela, alineados a lo largo de la


calle principal, lanzaban aclamaciones frenéticas de: “¡Viva el Libertador!”, al
infinito. El general saludaba sonriente.

Entonces le dije a don Francisco, el maestro de 14 escuela, quien hacía parte del
cortejo: “¡sus alumnos son cálidos patriotas!” —“En absoluto; ¡no ha visto Ud. el

276

hombre que está colocado detrás de ellos para soltarles unos cuantos fuetazos
cuando no gritan con suficiente fuerza! El medio es infalible; y yo lo uso cada vez
que hay que hacer la demostración; por ejemplo, cuando recibimos la visita de un
alto obispo o de un gobernador”.

La cabalgata se detuvo entre el Chipalo y el Piedras. Fue el momento de los


adioses. Cuando me acerqué respetuosamente a Bolívar para hacerle un saludo
militar, me dio un abrazo y me dijo: —“Hasta pronto”. Su fisonomía ya llevaba la
marca de la enfermedad y yo supe, en ese momento, que no lo volvería a ver.
Algunos meses después murió víctima de la tisis.

El Libertador había sufrido mucho. Se había desgastado por su prodigiosa


actividad. Llegado al apogeo de la gloria que ambicionaba, su nombre fue popular
en los dos mundos; había sustraído a la América meridional de la dominación
española. Poseía una gran fortuna al principio de su carrera, pero murió pobre; sin
embargo había tenido 15 años de ilusiones: ¡es mucho en el curso de una
existencia!.

Bolívar conocía a Europa, había vivido en la corte de España durante su juventud


y se había relacionado con hombres eminentes: puedo citar a Gay-Lussac,
Humboldt y Buch entre los sabios. En América, a pesar de su poder, no podía
evitar hacer comparaciones cuando tenía en cuenta a los que lo rodeaban y que
eran llamados su ejército y su estado mayor. Sus éxitos contra las tropas
españolas y sus proclamas enfáticas tuvieron, durante cierto tiempo, una gran
resonancia en el mundo liberal: emanaban de un poderoso dictador. El prestigio
fue inmenso durante corto tiempo y cuando miraba a su alrededor notaba la falta
de recursos, aun la pobreza. Su palacio era una pobre casa y sus soldados
harapientos. Su vanidad sufría y jamás tuvo la fuerza de aceptar su verdadera y
gloriosa situación: un inteligente jefe de guerrillas.

Visto a distancia, aparecía rodeado de una aureola que se esfumaba a medida


que se acercaban a su persona. El lo sabía y es por eso por lo que eludía,
mientras le fuera posible, el contacto con el mundo diplomático; prefería
permanecer invisible y aquí está la prueba. En Francia, el gobierno de los
Borbones se había mostrado constantemente hostil a la insurrección de las
colonias españolas; sin embargo, fue arrastrado por el movimiento que se
acentuaba cada vez más en favor de la independencia americana; el
reconocimiento de las nuevas repúblicas por los Estados Unidos, Inglaterra y
Holanda, las ventajas que de ello resultaban para el comercio de ésas naciones,
determinaron que Francia enviara un comisario real a Colombia, acreditado ante el
Libertador.

El comisario enviado fue el señor Besson, acompañado del duque de Montebello.


Llegaron a Bogotá cuando Bolívar se encontraba en el Sur, en Quito creo, a donde
el señor Besson le escribió pidiéndole permiso de llegar al cuartel general para

277

presentarle las cartas que lo acreditaban. La respuesta se hizo esperar. Luego
Bolívar dio a entender que iba a llegar a Bogotá; se veía claramente que no le
interesaba recibir la visita del enviado francés. Yo veía al señor Besson y al duque
de Montebello en la casa del cónsul general de Francia, señor de Martigny. Los
diplomáticos estaban incómodos al ver el poco interés que el Libertador mostraba
en relación con ellos y no comprendían nada. El ministro los había recibido con la
mayor deferencia y el jefe del estado parecía muy poco preocupado de su misión.

Obtuve la clave del enigma gracias a Pepe París, quien como nunca había
aceptado ninguna posición oficial, permanecía como amigo íntimo y confidente de
Bolívar: éste le había contado, a propósito del incidente, cómo le sería de
humillante recibir en su triste y mezquino cuartel general a los enviados franceses,
uno de los cuales era el hijo del mariscal Lannes, una de las glorias del gran
imperio. Como se puede ver, el motivo era su amor propio.

Los comisarios se devolvieron a Europa sin haber obtenido una audiencia del
Libertador, ni haber logrado autorización para llegar hasta él, como lo habían
esperado.

Yo había encontrado en casa del duque de Montebello a uno de mis condiscípulos


del Liceo Imperial; habíamos estado juntos en sexto año en clase del profesor
Couenne, un antiguo dragón a quien una bala había quitado una parte de su nalga
derecha; el buen hombre tenía una nalga de algodón, una especie de relleno. Era
costumbre, muy humillante además, que si un alumno había cometido una falta
ligera, se le arrodillase cerca de la silla del maestro; el paciente, mientras el
profesor peroraba, se divertía enterrando alfileres en la nalga de algodón; pero
sucedió que uno de los chicos habiendo sido castigado, se equivocó de lado y
enterró un alfiler en la nalga verdadera; juzguen lo que sucedió!.

El general Harrison

Viejo servidor de Estados Unidos, ministro plenipotenciario ante el gobierno de


Colombia; movimientos angulosos, poca educación, afectaba opiniones
demagógicas extremas. Creo que había sido, o lo fue después, presidente de la
Unión. En las más altas reuniones llevaba una corbata negra; por su situación
invitaba a sus recepciones a las americanas de la clase obrera, buenas personas
que tenían mejores maneras que su embajador. En el curso de una gran cena
ofrecida, creo, con ocasión de la Batalla de Boyacá, alguien ofreció un brindis “a la
memoria de dos ilustres libertadores de América, Bolívar y Washington”. Era bien
visto asociar los dos nombres a pesar del poco parecido en el carácter de quienes
lo llevaban. El viejo general Harrison se enfadó y agitando su vaso añadió
groseramente y con mala intención: —“Washington muerto vale más que Bolívar
vivo”. La verdad es que la comparación de los dos héroes sería desventajosa para
Bolívar.

278

La colonia anglo-americana era muy hostil al Libertador y después de un fuerte
altercado, el ministro de relaciones exteriores invitó a Harrison a retirarse de
Bogotá.

—“No saldré sino por la fuerza”, replicó el viejo general y se quedó. Poco tiempo
después fue llamado por su gobierno.

El señor Robinson

Seudónimo de un personaje original, monje franciscano de Caracas, quien fue el


preceptor de Bolívar. Al principio de la revolución botó la sotana y pasó a Europa;
no se volvió a oír hablar de él; no era sino un monje de menos.

Un buen día Robinson apareció súbitamente en Bogotá en busca de su antiguo


discípulo, quien infortunadamente para el ex-monje, estaba en Lima. Robinson
llegaba a los 60 años y tenía una mujer joven, bonita y buena muchacha, que
había sido lavadora de ropa fina y con quien se había casado en París. Habían
traído de Europa un pequeño alambique para fabricar licores de mesa que ella
manejaba y éste fue el motivo que me procuró la oportunidad de conocerla a ella y
a su marido, un hombre todavía fuerte, de figura culta, que vestía una levita negra,
desgastada, lo que indicaba un cierto estado de pobreza. Robinson, o si se
prefiere el franciscano Antonio, poseía una gran instrucción; había vivido en
Francia, Inglaterra y Rusia como profesor de idiomas. Una causa de su pobreza
era su necesidad de desplazarse continuamente; hablaba bien y sobre todos los
temas. Se había ocupado en aplicar las ciencias a la industria; me gustaba mucho
encontrarlo y supe con placer que Bolívar lo había hecho nombrar comisario de
guerra en el ejército libertador del Perú. Robinson salió para Lima con su mujer y
su alambique; por desgracia la muchacha parisiense contrajo fiebres al bajar el
Magdalena y murió en Cartagena.

El Libertador acogió bondadosamente a su antiguo profesor y viéndolo viudo lo


nombró obispo de Chiapa, en Bolivia. Algunos oficiales amigos míos quienes lo
encontraron en su obispado, me aseguraron que era un pastor excelente y
venerado.

El cónsul americano en Santa Marta, asesinado en mi cama, con mi sable

Esta fue una siniestra aventura que siguió a la expedición de los llanos
emprendida para fijar la posición del río Meta en el Orinoco. Llegué a Bogotá
moribundo y el excelente coronel José María Lanz con el objeto de que recibiera
cuidados, me hizo instalar en una pieza de la casa que él habitaba, donde la
señora Gertrudis en el sector de San Victorino, calle de San Juan de Dios, cerca
de la plaza. Después de mi restablecimiento conservé mi habitación que era de
una sencillez primitiva; por todo mobiliario una cama, cuya base consistía en un

279

cuero de res y un delgado colchón de lana, una silla y una mesa y, colgado del
muro al alcance de la mano, mi sable desenfundado.

Me hallaba fuera unas dos semanas con el objeto de inspeccionar un polvorín,


cuando llegó a Bogotá el cónsul americano. Lans le sugirió ocupar mi apartamento
durante mi ausencia; una mañana la señora Gertrudis, al no verlo salir de su
habitación se inquietó y entró allí y cuál no sería su espanto al ver al cónsul
tendido sobre mi cama, cubierto de sangre, con la cabeza casi enteramente
separada del tronco, ¡y mi sable ensangrentado en el piso! Yo habitaba el segundo
piso, a poca altura del suelo y había una ventana que daba a un corral, la cual se
encontró abierta y por ahí se introdujo el asesino en mi cuarto; huellas de pasos
demostraban que había entrado y salido después. No sé por qué motivo se
sospechó primero de un monje de los Hermanos Hospitalarios de San Juan de
Dios; luego se adquirió la certeza de que el cónsul había sido asesinado por un
coronel inglés, al servicio de Colombia, llamado Pedro Grant, uno de esos
desechos de la sociedad que siempre llegan a todo país donde haya problemas
políticos.

Pedro Grant era un buen soldado, pero de muy mala reputación. Fue juzgado y
condenado a muerte por un consejo de guerra: tuvo la suerte de poder huir de la
cárcel. A mi regreso todo estaba en orden: mi sable muy limpio y puesto en el
lugar acostumbrado.

Una batalla contra los monjes

Yo iba con frecuencia a la misma hora y por la misma razón a presentar mis
saludos a una bonita dama que vivía a espaldas de la Iglesia de San Agustín y
pasaba necesariamente por frente al convento del mismo nombre.

Me había fijado que un monje joven permanecía en una ventana y jamás dejaba
de escupir cuando yo pasaba, con la evidente intención de destinarme el proyectil.
Varias veces había fallado, pero al fin el escupitajo del imbécil cayó sobre mi
charretera. Se pueden imaginar mi furia. Quise entrar en el convento pero el
hermano portero me lo impidió y cerró tan bien su puerta que tuve que retirarme.
Me quejé a la autoridad eclesiástica, la cual no hizo sino sonreír de mi historia y al
general comandante, quien me rogó no tener en cuenta el insulto de un infeliz
monje. Hice mal en no seguir su consejo. Mi excusa es que tenía 22 años y que se
hablaba demasiado del escupitajo que me había enviado el discípulo de San
Agustín.

Pero algún tiempo después, al salir de la casa de mi amigo Illingworth, calle de la


Carrera, en el momento en que pasaban ante la puerta una docena de monjes de
blanco y negro, caí sobre ellos a puñetazos y se dispersaron en un instante.

280

El asunto hizo ruido al punto de que tuve que irme a una hacienda situada a 10
leguas de Bogotá para dar tiempo de que se calmaran las susceptibilidades
clericales. ¡Lo que agravaba mi situación era que había dado con monjes que no
pertenecían a la orden de los Agustinos!.

Es el único disgusto que yo haya tenido con religiosos. He vivido siempre en los
mejores términos con ellos; me gusta su compañía y en el curso de mis
expediciones, cuando me era posible escoger mi paradero, me instalaba en un
convento o en una casa cural.

Un duelo entre el cónsul general de Holanda y el comandante Miranda

Había un baile en la presidencia con motivo de la San Simón, fiesta del Libertador;
la reina de la noche era la señora de Roulin, a pesar de sus 28 años. Ese rango
era debido a la elegancia de su atavío, a su hermosura, a su amabilidad, a sus
ojos verdes, al magnífico turbante colocado sobre sus cabellos negros y al hecho
de ser una bailarina incansable.

La reina estaba sentada y hablaba con sus admiradores, cuando el cónsul general
de Holanda la invitó para un vals. La señora de Roulin dejó sobre su poltrona su
abanico y un frasco de perfume y se lanzó en el torbellino. Valsaba de manera
admirable, a pesar de ser bretona.

Como el asiento había quedado vacante, el joven comandante Miranda creyó que
lo podía ocupar durante el vals, y como era miope, al sentarse hizo caer el frasco
de perfume. La señora Roulin, acompañada a su puesto por su pareja, manifestó
su fuerte pesar cuando vio el trasco roto; Miranda se excusó lo mejor posible,
prometiendo reparar su torpeza. El incidente hubiera terminado allí si el cónsul no
le hubiera hablado en términos inconvenientes al joven comandante, quien le
replicó.

Al día siguiente, se batieron en duelo.

El cónsul de Holanda empezaba a tener el pelo gris. De baja estatura, rechoncho,


con por lo menos 45 años, casado, padre de 6 hijos, tenía reputación de duelista,
y servía en la marina.

Miranda, jefe de escuadrón en Colombia, era uno de los hijos del general Miranda,
quien había servido en los ejércitos de la república francesa y había pasado al
enemigo con Dumouriez. Tenía yo buena amistad con el hermano mayor del
comandante, imberbe aún, pues no tenía más de 20 años.

El encuentro debía ser con pistola a quince pasos. La cita fue en la Capucinería, a
una milla de la ciudad, precisamente el convento donde se me había propuesto
fabricar falsas reliquias.

281

Los dos campeones colocados en sus lugares, en presencia del Dr. Roulin y de
los testigos, la señal fue dada por el coronel Johnson, que llamábamos Abelardo
porque una bala lo había privado de ciertas partes esenciales de su anatomía.
Golpeó tres veces sus manos. Los dos disparos fueron simultáneos. El cónsul
cayó muerto; la bala le había entrado precisamente entre ambos ojos. Dejó una
viuda y seis huérfanos.

Miranda quedó ileso; era la primera vez que se batía en duelo. Se dejó al
desgraciado cónsul en manos del doctor, y montando a caballo, los testigos
salieron lejos a buscar un asilo, porque los duelos eran prohibidos y era por lo
tanto prudente mantenerse apartados durante algún tiempo.

El cónsul holandés era un compañero alegre, un marinero que apostaba fuertes


sumas cuando la ocasión se presentaba, en forma por cierto muy interesada, tal
como se puede juzgar: se estaba jugando con fuertes apuestas en casa del señor
Illingworth; la mesa estaba cubierta por el dinero de las apuestas. A las 11 de la
noche ocurrió un sismo fuerte. Todo el mundo huyó, el cónsul como los demás;
pero fue el único que recogió su oro antes de salir del salón.

El comandante Miranda también tuvo un fin triste. Seis meses más tarde su
escuadrón de lanceros se rebeló; fue masacrado por sus soldados, unos malvados
casi todos llaneros. El ejército entraba en la vía de la indisciplina; comenzaba a
matar a sus oficiales.

El general Santander

Yo he conservado un recuerdo poco agradable del general Santander. Era


vicepresidente de la República cuando llegué a Bogotá. Buen mozo, con una
figura interesante, ojos un poco oblicuos que demostraban su sangre india, de
finos modales, instruido y muy trabajador. Había servido con distinción durante la
guerra, de la Independencia, de la cual había participado en todas las campañas,
tanto en los llanos como en las cordilleras. Era un buen jefe de estado mayor en
toda la extensión de la palabra. Se cuestionaba su valor, injustamente tal vez,
puesto que se decía que en lo más álgido de la batalla de Boyacá, fue obligado a
retirarse a una casa, atacado por un cólico nefrítico, habiendo salido cuando ya
todo había terminado. A pesar de la maledicencia, este cólico no había sido
simulado; sufría de ellos frecuentemente y a su muerte se le encontraron varios
cálculos urinarios en la vejiga.

Santander terminó por conspirar contra Bolívar. Se exiló y regresó a América


cuando yo iba a embarcarme para Nueva York. Almorcé con él en su casa en
Santa Marta y me dio noticias de mis amigos de París: de Brongniart, de
Humboldt, de Arago, etc.

282

CAPÍTULO XII
El Salto de Tequendama — Historia de Manuelita
Sáenz.
La arenisca de la meseta de la Cordillera Oriental presenta dos accidentes de
terreno que ya he descrito: El “Hueco del Aire” cerca de Vélez y el puente natural
de Icononzo entre Melgar y Pandi. No me queda por describir sino la incomparable
caída del río Bogotá, en Funza de los muiscas, el Salto de Tequendama. Desde la
capilla Guadalupe, de donde la vista alcanza a todo el llano de Bogotá, llama la
atención al sur oeste, una permanente columna de vapor que se eleva por encima
de la grande y admirable cascada del Tequendama que se encuentra a 3 leguas
de Bogotá y un poco al sur del pueblo de Soacha.

Humboldt ha dicho: “El Salto de Tequendama debe su aspecto imponente a la


relación de su altura y de la masa de agua que se precipita. El río Bogotá,
después de haber regado el pantano de Funza, cubierto de bellas plantas
acuáticas, se angosta y vuelve a su lecho cerca de Canoas. Allí tiene todavía 45
metros de ancho. En la época de las grandes sequías me ha parecido, suponiendo
al río cortado por un plan perpendicular, que la masa de agua presenta una
sección de 700 a 780 pies cuadrados (74 a 82,50 metros cuadrados). El gran muro
de roca, cuyas paredes baña la cascada y que por su blancura y la regularidad de
sus capas horizontales recuerda el calcáreo jurásico; los reflejos de la luz que se
rompe en la nube de vapor que flota sin cesar por encima de la catarata; la
división al infinito de esta masa vaporosa que vuelve a caer en perlas húmedas y
deja detrás de sí algo como una cola de corneta; el ruido de la cascada parecido al
rugir del trueno y repetido por los ecos de las montañas; la oscuridad del abismo;
el contraste entre los robles que arriba recuerdan la vegetación de Europa y las
plantas tropicales que crecen al pie de la cascada, todo se reúne para dar a esta
escena indescriptible un carácter individual y grandioso. Solamente cuando el río
Bogotá está crecido, es cuando se precipita perpendicularmente y de un solo
salto, sin ser detenido por las asperezas de la roca. Al contrario, cuando las aguas
están bajas, y así es como las he visto, el espectáculo es más animado. Sobre la
roca existen dos salientes: la una a 10 metros y la otra a 60 metros; éstas
producen una sucesión de cascadas, debajo de las cuales todo se pierde en un
mar de espuma y de vapor”.

No se podría añadir sino algunos detalles a esta página trazada por uno de los
grandes pintores de la naturaleza. Efectivamente, cerca de la mina de Canoas, el
río Bogotá pierde su placidez y toma el aspecto de un torrente. Se dirige hacia una
cadena de colinas que limitan la meseta al sur oeste y en donde existe algo así
como una brecha o un canal que tiene únicamente doce metros de ancho y por el
cual las aguas se precipitan.

283

Humboldt ha llamado la atención sobre el hecho de que si esta salida se cerrase,
no cabría ninguna duda de que a pesar de la evaporación, el insignificante
pantano de Funza se transformaría en lago alpino. De acuerdo con las
observaciones barométricas, el fondo del canal es 183 metros más bajo que el río
Bogotá en la sabana, en el Puente del Común.

Río en el Puente del Común 2.605 metros


Altura del Salto de Tequendama 2.422 "
Diferencia 183 "

Las riberas en la garganta del Tequendama se embellecen con una abundante


vegetación arborescente: beffarias resinosas, urcuas, melastomasy aralias. El
terreno es de arenisca en capas poco espesas y casi horizontales como en el
puente de Icononzo, que está a 7 u 8 leguas de distancia y cuya fisura no deja de
tener analogía con el abismo de paredes verticales donde cae el río Bogotá.

Siguiendo un estrecho sendero se llega sin dificultad a un sitio horizontal, un tanto


por debajo del principio y sobre el costado occidental de la caída. Se encuentra
uno sobre un muro de arenisca cortado verticalmente, al borde del precipicio. Una
cavidad tallada en la roca y en la cual se puede entrar hasta la cintura, permite
mirar sin peligro la cascada, en toda su extensión vertical. Dos o tres árboles que
se encuentran sobre ese terreno y de los cuales uno se puede sostener, dan una
seguridad suficiente para lanzar un vistazo hacia el abismo. Conocí una sola
persona a quien tendré ocasión de nombrar, que tuvo la suficiente audacia para
permanecer de pie sin ningún soporte, al borde de la roca sin sentir vértigo.

Todas las veces que visité el Tequendama, fue durante la estación lluviosa y por lo
tanto no había sino una sola cascada. Se distinguía una capa de agua continua,
hasta una cierta profundidad en donde comenzaba a diluirse y hacia el final de la
caída ya no se veía el líquido y se podía creer que era un alud de copos de nieve.

Instalado en mi cavidad me extasiaba, pues me imaginaba que la cascada


hablaba, amenazaba, se peleaba, rugía con ecos prolongados y formidables. Por
efecto de la agitación del aire esas voces infernales se modificaban tomando las
más curiosas entonaciones. En dos oportunidades mis compañeros se vieron
obligados a arrancarme de mi observatorio en donde me sostenía de alguna
manera suspendido por encima del caos.

En la posición que ocupaba, muy poco por encima del tramo superior, se
encuentra uno mejor colocado para juzgar el efecto de la catarata, que sobre
algún otro punto más elevado. Allí, como lo he podido constatar, no se ve sino una
niebla espesa de donde sale un ruido formidable y es que, sobre el Tequendama,
existe siempre esta alta columna de agua pulverizada que, a pesar de la distancia,
se ve desde las montañas de Bogotá, la cual vuelve a caer en gotas

284

extremadamente tenues. Así, cuando el Sol en el levante alcanza la altura de 40°
a 45°, aparecen arcos irisados concéntricos.

Las tentativas hechas para llegar al pie de la cascada bajando por la quebrada de
Povara, no han resultado y no ha sido posible encontrar un sitio desde donde uno
pueda abarcar todo el conjunto. Humboldt y Boulin pensaban haber llegado de 40
a 60 metros abajo de la caída, pero la corriente de agua era de tal violencia que
fue imposible remontarla. Las observaciones barométricas hechas por esos
viajeros, comparadas con las que se hicieron en la cima, han dado los resultados
más erróneos para calcular la altura de la caída. Una piedra que dejé caer desde
el sitio donde me había colocado, tomó en promedio, 5,7 segundos para llegar al
fondo.

Caldas había encontrado 6


Humboldt 6

La medida de la profundidad por medio de la caída de un cuerpo sólido, en las


condiciones en las cuales nosotros la observábamos, no podía ser exacta. El
único resultado aceptable es el obtenido por el barón Gros y Joaquín Acosta por
medio de una plomada, perfectamente instalada. Obtuvieron como altura de la
cascada 146 metros, cifra que por una coincidencia singular es, precisamente, la
altura de la más elevada de las pirámides de Egipto.

Como se ve, estamos lejos de la de una legua dada por algunos turistas extraños
a la ciencia. Como lo ha dicho Bouguer con la autoridad de un hombre que ha
practicado la geodesia en los Andes, se debe ser muy cuidadoso con el empleo de
la palabra “legua” cuando se trata de altura.

El río Bogotá corre, después de su caída, de 20 a 25 kilómetros antes de entrar en


el río Magdalena.

Sobre una saliente de una roca del Tequendama se puede ver, según me lo han
asegurado, una botella y se afirma que fui yo quien la colocó en ese sitio,
evidentemente, inaccesible. He tratado de defenderme de esta proeza, pero
persisten en atribuirme el milagro. Decididamente es la “botella del comandante
don Juan”. Ahora es una leyenda.

La bella pintura del barón Gros y una excelente fotografía que poseo, están lejos
de dar una idea del fenómeno que se puede admirar en el Tequendama. A esas
reproducciones, de una exactitud incontestable, falta lo que produce la emoción: la
vitalidad, el movimiento, inclusive diría yo que la palabra: el agua está inmóvil y
muda.

285

Jamás había visto yo la cascada en época de sequía, cuando cae en dos o tres
saltos, así que acepté con entusiasmo la invitación que me hicieron algunos
amigos de unírmeles para un paseo al Tequendama.

Estábamos en pleno verano, tiempo seco, y la cita fue por la mañana a las 8 en la
calle de la Carrera, delante de la casa de Illingworth. A la hora indicada me puse
en camino y alcancé a ver de lejos un grupo de jinetes que iban adelante y entre
ellos, para mi sorpresa, un oficial superior. Sin embargo, de acuerdo con lo
convenido, todos debíamos estar en traje civil. Cuando me acerqué para saludar al
coronel, él maniobró de manera de esconder su rostro, de lo cual resultó una
escena de equitación bastante curiosa por algunos momentos; luego mirándome
soltó la risa y vi que el oficial era una mujer muy bonita, a pesar de su enorme
mostacho: Manuelita, la amante titular de Bolívar.

Nos dirigimos hacia Soacha acompañados de una mula cargada de vinos y de


comestibles. El tiempo era espléndido, una de esas mañanas vigorizantes, como
solamente se ven en las mesetas de las cordilleras. Los caballos piafaban y
tascaban el freno hasta el momento de partir; entonces hubo un galope fantástico
(y pensar que he corrido así). Nos acercábamos a la loma de Canoas cuando el
coronel Manuelita tuvo una caída, que nos aterró: él —o ella— salió de la silla y
fue a caer a seis pasos de su caballo. Aturdida por el golpe quedó sin movimiento,
pero felizmente el doctor Cheyne, un espléndido escocés iba con nosotros; al
desabotonar el uniforme del coronel le dije al doctor: —“¡Haga una exploración, ya
que Ud. tiene conocimientos de los seres!” —“Mala lengua”, dijo Manuelita.
Terminado el examen se vio que no había pasado nada grave: una muy ligera
luxación del hombro izquierdo. La coronela, a quien yo le había quitado los
mostachos, subió de nuevo a la silla sin dificultad y yendo al paso llegamos a
Canoas, en donde dejamos los caballos para seguir por el estrecho sendero que
llega al sitio desde donde se ve la cascada. Aquí tuvo lugar una seria discusión:
Propuse admirar, en primer término, la caída de agua y almorzar en seguida;
Illingworth opinaba lo mismo, pero la coronela propuso el almuerzo inmediato y en
seguida, en un mantel puesto sobre la hierba, se sirvieron los alimentos más
delicados y vinos más exquisitos, entre los cuales descollaba el champaña.

El camino había desarrollado el apetito y se devoró y bebió en exceso. La


coronela, muy comunicativa, daba muestras de una loca alegría y yo me decía a
mí mismo, para no entristecer la reunión: -“Somos 8 personas y es de temer que
por lo menos uno de nosotros caiga al abismo”. Un misionero inglés improvisaba
versos sin sentido sobre el infierno, el paraíso y el fin del mundo; dos irlandeses
más que ebrios, se durmieron y procedieron a roncar como para insultar la bella
naturaleza; yo los observaba cuando vi a Manuelita, de pie, al borde del precipicio,
haciendo gestos muy peligrosos; lo que ella decía no se oía por el ruido del
Tequendama. De inmediato me lancé hacia ella y tomándola por el cuello del
vestido, quise colocarla en mi observatorio, cosa imposible pues la lucha se
convertía en algo arriesgado; entonces me dejé resbalar dentro de la cavidad

286

desde donde así fuertemente su pierna, mientras que el doctor Cheyne, quien
comprendió el peligro que corría esta loca y bebida mujer, se prendió a un árbol
mientras enrollaba a su brazo izquierdo las largas y magníficas trenzas de la
imprudente que parecía resuelta a saltar al vacío.

Así pasamos Cheyne y yo un terrible cuarto de hora, hasta que al fin, con
intervención de los amigos, se pudo llevar a la joven a un sitio seguro. Una vez
reunidos, resolvimos regresar; los dos irlandeses roncaban todavía y les vertí agua
en la espalda; se despertaron sobresaltados, convencidos de que habían caído a
la cascada. Antes de partir lanzamos las botellas vacías al Tequendama; puede
que alguna de ellas cayera, sin romperse, sobre una saliente roca cubierta de
musgo: ¿seña ese el origen de la leyenda de “la botella del comandante don
Juan?”

Regresamos a Bogotá al trote, tranquilamente y bien cansados. A la caída del Sol


entrábamos a la ciudad. Por la tarde los excursionistas del Tequendama
estábamos reunidos en los salones de Manuelita, quien lucía fresca y adornados
sus cabellos con flores naturales. Estuvo encantadora y amable con cada uno de
nosotros; habló del salto con entusiasmo: “Allá volveremos y pronto”, decía. ¡Qué
persona tan extraordinaria Manuelita! Qué de debilidades, de ligerezas, de valor y
devoción a sus amigos. Se podría decir de ella: “es un amigo seguro, pero una
amante infiel”.

Quiero intentar trazar dejando correr mi pluma, el recuento de su vida excéntrica.


Las informaciones más singulares las recibí de ella misma o de sus íntimos.
Nunca intentó esconder la ligereza de sus actos; éramos sus confesores y la
adorábamos. Bolívar la idolatraba y la celaba al exceso.

Manuelita Sáenz

Manuelita no confesaba su edad. Cuando la conocí parecía tener de 29 a 30 años;


estaba entonces en todo el esplendor de su belleza no muy clásica: bella mujer,
ligeramente rolliza, de ojos pardos, mirada indecisa, tez blanca y sonrosada y
cabellos negros. Su manera de ser era bien incomprensible; tan pronto lucía como
una gran señora, o como una “ñapanga” cualquiera; bailaba con igual perfección el
minuet o la “cachuca” (el cancán). Su conversación no tenía ningún interés,
cuando se salía de los adornos galantes; era burlona, pero carecía de gracia;
ceceaba ligeramente con intención, como lo hacen las señoras del Ecuador. Tenía
un secreto atractivo para hacerse adorar y el doctor Cheyne decía de ella: “¡es una
mujer de una conformación singular!”; jamás le pude hacer explicar cómo estaba
conformada.

Manuelita Sáenz nació a principios del siglo en Quito donde su padre mantenía un
comercio importante con España. En su primera juventud lo acompañaba en sus
viajes por la costa del Perú, de Guayaquil a Lima, en donde debió ser una especie

287

de reina durante un corto periodo. A los 17 años entró como interna a un convento
en donde aprendió las labores de aguja y los bordados en oro y plata que son
motivo de admiración para los extranjeros, luego le enseñaron la preparación de
helados, sorbetes y confituras. Las religiosas instruían a sus discípulas en la
lectura y la escritura, únicos conocimientos que posee una joven de buena
sociedad. Las damas suramericanas, gracias a su vivacidad y a sus perfecciones
naturales, son a pesar de eso mujeres agradables, pero absolutamente privadas
de instrucción. En mi época no leían jamás, ni siquiera malos libros, aun cuando,
sin duda, existían raras excepciones.

Un joven oficial, Delhuyart, raptó a Manuelita Sáenz del convento; éste era hijo del
químico a quien se le debe el descubrimiento del tungsteno y que como ingeniero
al servicio de España, había sido enviado a América. Manuelita jamás hablaba de
su fuga del convento; ¿fue abandonada por su raptor y reintegrada a su familia?
Esto lo ignoro. Se la encuentra de nuevo en Lima, hacia el principio de la invasión
de las tropas libertadoras del Perú, comandadas por Bolívar. Estaba entonces
casada con un médico inglés muy respetable a quien dejó para vivir con el
Libertador, en ese entonces en el pináculo de su gloria y con todo el poder
dictatorial.

La conducta del Libertador fue universalmente censurada. El marido reclamaba a


su mujer en los términos más fervientes: a nadie le preocupó y si no me equivoco,
recibió orden de salir del Perú. De todas maneras la opinión pública se pronunció
en tal forma contra este abuso de poder, que Bolívar resolvió enviar a Manuelita a
la Nueva Granada, a Bogotá, en donde la conocí. En Lima Manuelita había sido de
una inconsecuencia increíble; se convirtió en una Mesalina y los edecanes me
contaron cosas insólitas: el único que las ignoraba era el general Bolívar. Los
amantes, cuando están bien enamorados, son tan ciegos como los maridos. Una
noche hacia las 11 ella iba hacia palacio, en donde el Libertador la esperaba con
impaciencia; se le ocurrió pasar por el cuerpo de guardia en donde se encontraba
un piquete de soldados a las órdenes de un joven teniente; la loca comenzó a
bromear con los soldados, incluyendo al tambor; pronto el general fue el más feliz
de los hombres. Usualmente era de noche cuando Manuelita iba donde el general;
en una ocasión llegó inesperadamente y encontró en la cama de Bolívar un
magnífico zarcillo de diamantes. Sucedió entonces una escena indescriptible:
Manuelita, furiosa, quería arrancarle los ojos al Libertador; en ese entonces era
una mujer vigorosa y estrechó tan fuertemente a su infiel que el pobre grande
hombre se vio obligado a pedir socorro. A dos edecanes les costó trabajo
arrancarlo de las garras de la tigresa, mientras él no cesaba de decirle: “Manuelita,
tú te pierdes”.

Las uñas, por cierto muy bonitas, habían hecho tales estragos en la cara del
infeliz, que tuvo que permanecer en su cuarto durante 8 días, debido a una gripa,
como lo decía el estado mayor. Pero durante esos 8 días el herido recibió los
cuidados más solícitos, los más enternecedores, de su querida gata.

288

Manuelita había terminado por hacerle creer al general todo lo que ella que
¡júzguese si no! En el curso de una conversación íntima con sus oficiales, Bolívar
llegó a sostener que jamás había podido constatar que Manuelita satisfaciera
algunas necesidades que siente toda la humanidad; como ellos se manifestaran
incrédulos, él añadió que tenía pruebas sobre lo que había dicho. En el curso de
una navegación en el Océano Pacífico, Manuelita aceptó dejarse encerrar en una
cabina que era vigilada con atención; un guardia permanecía en la puerta; la
observación duró 8 días durante los cuales la prisionera no hizo ninguna emisión.
Se puede pensar que sucede con frecuencia a personas embarcadas que no
pueden ir al excusado por 8, 10 o 15 días y éste es un hecho conocido de los
marinos; sin embargo prefiero admitir que Manuelita usó la superchería:

Hay que saber que ella nunca se separaba de una joven esclava, mulata de pelo
lanoso y ensortijado, hermosa mujer siempre vestida de soldado, excepto en las
circunstancias que contaré más adelante. Ella era la sombra de su ama; tal vez
también, pero esta es una suposición, la amante de su ama, de acuerdo con un
vicio muy común en el Perú, del cual fui testigo ocular con algunos camaradas,
con quienes nos habíamos cotizado para asistir a la ceremonia impura, pero muy
divertida, de una tertulia. Además no hacíamos gala de una moralidad muy severa.
La mulata no tenía ningún interés en hacerse pasar por un ángel; encerrada con
Manuelita en el camarote podía salir y entrar libremente. Se puede adivinar el
resto. Bolívar se había convertido en el Libertador del Perú. La batalla de
Ayacucho, ganada por Sucre, había destruido las fuerzas españolas; este militar
nombrado gran mariscal de Ayacucho, fue hecho presidente vitalicio del nuevo
estado fundado en el Alto Perú (Bolivia).

El Libertador en el colmo de la gloria, iba a ver llegar, cosa que se encuentra


dentro del orden natural, la época de las decepciones. La ejecución del conde de
Torretagle, acusado de haber conspirado en favor de la madre patria, trajo un
cambio en los sentimientos de la población peruana, en lo que se relacionara con
el ejército colombiano. Las damas de Lima corrompían a los oficiales libertadores.
El ocio de las tropas mal disciplinadas hizo nacer la insurrección. Varios
escuadrones se rebelaron contra la autoridad de Sucre. En Lima, toda una división
se levantó, los jefes fueron encarcelados por sus soldados y, en una palabra,
apenas Bolívar dejó la ciudad, un ejército peruano se levantó contra el ejército
colombiano que los había liberado; se organizaron guerrillas en el Ecuador, en la
Provincia de Pasto.

El Libertador había previsto estos movimientos y habiendo decidido regresar a


Bogotá antes de que estallaran, despachó a su querida Manuelita al Ecuador,
quien al desembarcar en Guayaquil partió hacia Quito acompañada de una escolta
de 4 granaderos escogidos por ella misma, entre los mejor parecidos del
escuadrón; marcharon en jornadas cortas, sin otra sirvienta que su mulata y en
cinco días llegó a su ciudad natal. Una indiscreción del brigadier hizo que se
conocieran los incidentes eróticos del camino.

289

Después de haber pasado un tiempo con su familia, Manuelita emprendió viaje
hacia la Nueva Granada en compañía de mi amigo el coronel Demarquet, quien
siempre afirmó haber sido un compañero platónico.

Manuelita se estableció en Bogotá en una encantadora residencia y recibía casi a


diario noticias de su amigo a quien las circunstancias retenían en el Perú. Fue en
Bogotá en donde la conocí y de quien contaré las excentricidades lo mismo que su
valor y la devoción por sus amigos.

Manuelita siempre estaba visible; en la mañana llevaba una bata de cama que
tenía su atractivo; sus brazos, generalmente desnudos que se guardaba muy bien
de disimular; bordaba mostrando los más lindos dedos del mundo; hablaba poco,
fumaba con gracia y su manera era modesta. Daba y recibía noticias; durante el
día salía vestida de oficial y en la noche sobrevenía la metamorfosis, gracias, creo
yo, a la influencia de unos vasos de vino de Oporto que le gustaba mucho; usaba
colorete y sus cabellos siempre estaban artísticamente arreglados; tenía mucha
vida, era alegre sin mucha gracia y a veces usaba expresiones bastante
arriesgadas.

Como todas las favoritas de los personajes políticos, atraía a los cortesanos y su
amabilidad y generosidad no tenían límites. Imprudente en exceso, cometía los
actos más vituperables por el solo placer de cometerlos. Un día, cabalgando por
las calles de Bogotá, vio a un soldado que llevaba la consigna de acción en una
nota colocada, como de costumbre, en la extremidad de su fusil; lanzarse al
galope sobre el pobre infante, quitarle al paso la nota y leerla, fue asunto de un
instante. El soldado disparó sobre ella y regresó sobre sus pasos para devolver el
santo y seña. ¡Un acto de locura!

Ella adoraba los animales y era dueña de un osezno insorportable que tenía el
privilegio de circular por toda la casa. Al feo animal le gustaba jugar con los
visitantes; si se le acariciaba arañaba las manos o se prendía de las piernas, de
donde era difícil retirarlo. Una mañana hice una visita a Manuelita y como no se
había levantado todavía, tuve que entrar a la alcoba y vi una escena aterradora: el
oso estaba tendido sobre su ama, con sus horribles garras posadas sobre sus
senos. Al verme entrar, Manuelita me dijo con gran calma: —“Don Juan, vaya a la
cocina y traiga un jarro de leche que colocará al pie de la cama: este diablo de oso
no quiere dejarme”. La leche llegó, el animal dejó lentamente a su víctima y bajó
para beber; después llamé a un hombre, quien me ayudó a encadenarlo y llevarlo
al patio a pesar de sus gruñidos. Algunos días después lo hice ejecutar. Fue un
inglés, Coxe, quien lo hizo.

— "Vea Ud. decía Manuelita, mostrándome sus pechos, no estoy herida”.

Se contaban escenas increíbles que sucedían donde Manuelita y en las cuales, la


mulata soldado, tenía el papel principal. Esta mulata, el álter ego de su ama, era

290

un ser singular, una comedianta, una imitadora de primera magnitud, que habría
tenido gran éxito en el teatro. Tenía una facultad de imitación increíble; su rostro
era impasible; como actriz o como actor, exponía las cosas más divertidas, con
una seriedad imperturbable. La oí imitar a un monje predicando la Pasión; ¡nada
más risible! Durante cerca de una hora nos tuvo bajo el encanto de su elocuencia,
de su gesto y de las perfectas entonaciones de su voz.

Aseguraban, pero estoy convencido de que esto no era cierto, que en una escena
de la Pasión habían crucificado a un mico. La verdad es que tenían la tendencia
de burlarse de las cosas sagradas, afición muy imprudente e indecente.

Estos espectáculos no se efectuaban sino en las reuniones íntimas; así la mulata


tomaba los vestidos de su sexo como el de ñapanga de Quito, ejecutaba las
danzas más lascivas para nuestra gran satisfacción; entre otras, un paso cuyo
nombre he olvidado: la bailarina giraba sobre sí misma con gran rapidez, se
detenía y se agachaba con su falda llena de aire, haciendo lo que los niños llaman
“un queso” y seguía bajando hasta el suelo y al levantarse se alejaba dando
vueltas de nuevo, pero en el sitio en donde había caído, se podía uno dar cuenta
de que había hecho contacto con el piso. Esto arrancaba aplausos unánimes y era
de una obscenidad asquerosa. Pronto la bailarina volvía vestida con su uniforme
militar, tan sería que parecía que no era ella quien hubiese hecho esa
escandalosa representación.

Jamás se conoció un amante de la mulata y creo que nunca amó con amor sino a
Manuelita. En cuanto a Manuelita, yo no le conocí en Bogotá sino dos enamorados
ostensibles: el doctor Cheyne y un joven inglés de apellido Wills; ¡ningún otro!

¡Y nuestro querido Libertador escribía a mi amigo Illingworth pidiéndole que la


vigilara bien y le diera buenos consejos!

Manuelita llevaba la excentricidad hasta la locura. Yendo de Bogotá hacia el valle


del Magdalena, llegué una tarde a Guaduas; el coronel Acosta, en cuya casa me
iba a hospedar, vino a mí llorando para decirme que Manuelita se moría, que se
había hecho morder por una serpiente de las más venenosas. ¿Sería un suicidio?
¿Quería ella morir como Cleopatra? Fui a verla y la encontré tendida sobre un
canapé, con el brazo derecho hinchado hasta el hombro. ¡Qué bella estaba
Manuelita mientras me explicaba que había querido darse cuenta si el veneno de
la serpiente que me mostró, era tan fuerte como se decía! Inmediatamente
después de la mordedura se hizo que tomase bebidas alcohólicas calientes que es
el remedio empleado por las gentes del país. Prescribí un ponche basándome en
la opinión anterior muy acreditada en América del Sur, la cual asegura que la
borrachera impide la acción del veneno; luego se le aplicaron cataplasmas en el
brazo y Manuelita se durmió; al día siguiente estaba bien. La dejé persuadido de
que había atentado contra sus días. ¿Por qué?.

291

¡La buena Manuelita era una de las mujeres livianas más curiosa! Una tarde pasé
por su casa para recibir una carta de recomendación que me había prometido,
dirigida a su hermano, el general Sáenz, quien residía en el Ecuador, a donde yo
debía viajar. Se acababa de levantar de la mesa y me recibió en un pequeño salón
y en el curso de la conversación elogió la habilidad de sus compatriotas quiteñas
para el bordado y como prueba se empeñó en mostrarme una camisa
artísticamente trabajada. Entonces, sin más ni más y con la mayor naturalidad,
tomó la camisa que tenía puesta y la levantó de manera que yo pudiese examinar
la obra de sus amigas. ¡Desde luego fui obligado a ver algo más que la tela
bordada! y ella me dijo:

—“Mire, don Juan, ¡cómo están hechas!”


—“Pero, hechas en torno”, contesté yo haciendo alusión a sus piernas.

La situación se estaba convirtiendo en un problema para mi pudor, cuando me


sacó de peligro la entrada de Wills, a quien ella dijo, sin desconcertarse:

—“Muestro a don Juan bordados de Quito”.

Tiempo después, durante una cena en casa de Poncelet, Mago contaba esta
historia al edecán de Luis Felipe, general Baudrad, añadiendo: “¡Esto no se
inventa!” Lo que tal vez quería decir era que la prueba de la veracidad se
encontraba en lo extraordinario del suceso.

Manuelita aborrecía el matrimonio y sin embargo tenía la manía de casar a las


personas, como diciéndoles: —“ ¡El himeneo no obliga a nada, es una pasión de
placer!” Especialmente yo fui uno de los escogidos para ser sus víctimas: hay que
saber que en ese entonces en la América española, el matrimonio era un acto
puramente religioso. Era suficiente que en presencia de un sacerdote, los futuros
declararan que deseaban ser unidos; recibían la bendición y ahí terminaba todo.
Se casaban en cualquier parte: en la calle, en el baile y así muchos de mis
camaradas quedaron casados entre dos vasos de ponche, entre otros el coronel
Demarquet, quien después se mordía los dedos, aunque su mujer fuera bella,
encantadora y procedente de una familia muy honorable.

Una noche había tertulia en casa de Pepe París, quien se había convertido en
hombre acaudalado explotando las minas de esmeraldas. Su hija era una persona
deliciosa, muy bajita, 1,50 metros y realmente había una afinidad entre ella y yo.
Manuelita participaba en la reunión y al filo de la media noche, cuando todos
estábamos un tanto sobreexcitados, un amigo inglés se acercó para decirme al
oído: —“Don Juan, tenga cuidado, hay un cura que va a hacer su aparición”.
Entonces, sin que nadie se diera cuenta, procedí a retirarme discretamente.

A pocos días de esto, me encontré con ni novia Manuelita —precisamente el


mismo nombre de la favorita— y le planteé claramente la propuesta de

292

matrimonio, con la condición de que tendría que vivir en Europa. Manuelita no
tenía inconveniente en pasar una temporada en Francia; pero me declaró
francamente que no le gustaría establecerse allá. La dejé, después de haberle
besado su mano en miniatura; mi asistente me esperaba en la puerta de la casa;
salté a caballo y salí para el Magdalena. No volví a ver a la pequeña y graciosa
Manuelita París.

Dejo las excentricidades, las inconsecuencias y lo que se podría llamar actos de


locura de la otra Manuelita, para mostrar el valor y la abnegación de que era
capaz.

Ella había dado pruebas de su valor militar; al lado del general Sucre, asistió lanza
en mano, a la batalla de Ayacucho, último encuentro que tuvo lugar entre
americanos y españoles, en donde recogió, a manera de trofeo, los estupendos
mostachos de los que se hizo hacer postizos.

Se puede decir que tenía entrenamiento, de lo cual no cabe duda, pero Manuelita,
como se va a ver, estaba dotada de gran valor, de sangre fría y de una calma
increíbles, en las circunstancias más peligrosas.

Tan pronto el general Bolívar dejó el Perú, qué ilusoriamente creía pacificado y
organizado, comenzaron los movimientos de insurrección que estallaron desde
Bolivia hasta Lima. La tercera división auxiliar se levantó contra sus jefes y se
puso bajo las órdenes de generales peruanos que surgían como hongos, héroes
de un día, desaparecidos al siguiente. Es un hecho histórico que a los libertadores
primero se les aclama y después se les detesta. El reconocimiento y la gratitud no
existen en política por una sencilla razón: un pueblo que no conquista por sí
mismo su libertad, se encuentra a la merced de aquellos que lo han liberado.
¿Qué se podía esperar en el Perú del ejército libertador, soldadesca indisciplinada
y corrompida? Durante un año, 1827 a 1828, no hubo sino revoluciones locales
desde Guayaquil hasta Caracas. Bolívar cosechaba lo que habíamos sembrado.
Con el militarismo solamente se funda la opresión. Jamás, dígase lo que se diga,
este hombre eminente o más bien, perseverante, se preocupó por organizar el
país. No era capaz de hacerlo; no comprendió que después de la expulsión del
ejército español, su misión había sido cumplida, que debía retirarse y dejar a otros
el cuidado de establecer un gobierno civil.

Las clases inferiores, como siempre, permanecían indiferentes a todas las


agitaciones, solamente las padecían; se les arruinaba con exacciones incesantes,
pero en lo que se podría llamar como las clases pensantes, si no esclarecidas, se
había formado una viva reacción contra el gobierno militar bajo el cual se vivía
desde hacía casi 15 años. Venezuela, la Nueva Granada y el Ecuador, unidos en
una causa común como era la separación de las colonias españolas de la madre
patria, querían constituirse en estados diferentes. A un gobierno central le
quedaba difícil administrar una extensión tan considerable.

293

De acuerdo con la ley llegó la época de la revisión de la Constitución de Cúcuta.
La convención se reunió en Ocaña, pero fue disuelta inmediatamente por el
partido militar.

Un congreso improvisado en Bogotá proclamó a Bolívar dictador supremo y


naturalmente llegaron las adhesiones de todos los puntos del territorio. El dictador
subió al poder el 24 de junio de 1828; promulgó algunas medidas financieras que
no tuvieron éxito, pues las arcas del estado estaba vacías; llovieron los decretos,
las proclamas y las declaraciones patrióticas. A pesar de los memoriales
aprobatorios de las poblaciones, no podía desconocerse que se manifestaba, por
todas partes, una especie de fermentación silenciosa contra lo que llamaban y no
sin razón, el despotismo de Bolívar. Guayaquil, Quito y Caracas ya no obedecían
a las órdenes que emanaban de Bogotá; de hecho, el gobierno central ya no
existía. Había partidarios levantados en favor de España en las costas, en los
llanos de Venezuela y en la Provincia de los Pastos. A pesar de lo que dijeran las
autoridades, se estaba en la más completa anarquía; en Bogotá el partido
monárquico conspiraba activamente, se llevaban a cabo reuniones nocturnas en
casa de los hombres más importantes; nadie se escondía, la policía lo sabía y no
hacían nada; hay que decirlo, se temía a los conspiradores, quienes, después de
todo conspiraban en favor de la libertad, ésta era su excusa y su fuerza; aun
cuando en realidad entre muchos de ellos hubiera más ambición que patriotismo.

La sociedad más activa era la de los jóvenes que se reunían para estudiar;
muchos eran profesionales o alumnos del Colegio de San Bartolomé; su objetivo
secreto era el de expulsar al gobierno del Libertador. Se supo después que este
movimiento estaba dirigido por un viejo francés, Argagnil, uno de los sans
culottes de Marsella en 1793, por otro francés muy exaltado, Auguste Horment y
por un oficial venezolano, el comandante Pedro Carujo. La sociedad había
decidido al principio que la revolución estallaría el 28 de octubre en el curso de
una fiesta que se le ofrecería a Bolívar para celebrar el día de San Simón.
Diversas circunstancias les impidieron actuar.

Las sociedades secretas son generalmente traicionadas por la imprudencia de sus


afiliados; esto fue lo que sucedió el 25 de septiembre. Un oficial, Francisco
Salazar, informó a la policía que un tal Benedicto Triana le había propuesto
participar en una conspiración que tenía por objeto asesinar al Libertador. Triana
fue inmediatamente detenido e interrogado, pero no se le encontró nada
comprometedor y no se tomó ninguna medida. Sin embargo, los conjurados
creyendo haber sido descubiertos, se reunieron al atardecer en casa de uno de
ellos, Luis Vargas Tejada; se convino en actuar sin demora, los papeles fueron
distribuidos: se contaba con el jefe del estado mayor, Ramón Guerra, con el
comandante de las baterías de artillería, Rudesindo Silva, con varios oficiales y
algunos estudiantes. Los comandantes Carujo, Horment, Sulaivar y el teniente
López, fueron encargados de atacar el palacio y de asesinar a Bolívar. A media
noche, encabezando un piquete de artilleros seguido de conjurados, Canijo

294

sorprendió al oficial de guardia, degolló a los centinelas y penetró en el palacio,
después de haber hecho prisioneros a los hombres de turno. Un joven edecán,
Ibarra, trató de detenerlos y fue derribado después de ser gravemente herido.
Bolívar habitaba un entre suelo y los conjurados quisieron entrar allí, golpearon
con fuerza y cuando iban a tumbar la puerta apareció Manuelita.

—“¿Qué desean ustedes?” les preguntó con gran calma.


—“¡A Bolívar!”
—“No está aquí, pueden buscarlo”.

Se buscó en vano porque ella, al escuchar el ruido, adivinó una conspiración e


inmediatamente, con ayuda de una sábana atada a una ventana que daba sobre
la calle, había hecho escapar al Libertador. Puede juzgarse cuál fue la sorpresa de
los conjurados.

—“Pero dónde está el general?”


—“Está acostado”.
—“Llévenos a donde él esté”.
—“Bien, pero con una condición: que no lo matarán”.
—“Lo prometemos”.
—“Entonces síganme".

Manuelita, a la cabeza de estos hombres enfurecidos hasta la demencia, los hizo


recorrer todos los pisos del palacio: se subió se bajó y al fin se regresó al punto de
salida. La impaciencia de los conjurados era extrema: de pronto, Manuelita se
volteó hacia la horda furiosa y les dijo: —“Usé una estratagema para ganar tiempo.
Ya Bolívar está fuera de peligro; lo he hecho escapar por esta ventana. ¡Ahora
mátenme!”, añadió cruzando los brazos sobre su pecho. La tumbaron, la
maltrataron y uno de los conspiradores la golpeó en la cabeza con su bota; 10
puñales se levantaron sobre ella que no dejaba de gritarles: —“¡Pero mátenme,
cobardes, maten a una mujer!”.

Tiempo después todavía se veía sobre la frente de Manuelita el rastro del golpe
que le habían dado.

Los conspiradores salieron de palacio desesperados de que su víctima se hubiera


escapado, gritando “el tirano ha muerto”. Al salir encontraron al coronel Ferguson,
edecán de servicio, quien se dirigía a su puesto: Canijo lo mató de un tiro de
pistola. El “tirano”, una vez en la calle, corrió a esconderse en los pliegues del
terreno, por donde corre un riachuelo, mientras se terminaba el drama que casi le
cuesta la vida. Existía en Bogotá el batallón Vargas, cuyo cuartel Silva atacó sin
éxito, con una batería de artillería. Los soldados dispararon desde las ventanas
sobre los artilleros, tomaron los cañones y logrando una salida, persiguieron a los
atacantes en todas direcciones. El general se puso a la cabeza de las tropas que
permanecían fieles y lanzó, en persecución de los revoltosos, a los granaderos

295

montados, quienes hicieron numerosos prisioneros. Sucedió lo que se puede
observar en todos los golpes sorpresivos y es que los indecisos —que eran
numerosos— se pronunciaron por los vencedores. Yo conocí a varios que se
condujeron en esa forma, entre otros, al vicepresidente de la república general
Santander.

En el curso de esta escena nocturna hubo mucha agitación; los bravos


aparecieron cuando el peligro había pasado y cada uno hacía valer los servicios
que había prestado, según aseguraba. Pero se puede afirmar que a quien se
debió el éxito fue al batallón Vargas y especialmente a su comandante, el coronel
Whitle, excelente y valeroso oficial cuyo triste fin tendré que contar más adelante.

Mientras se desarrollaban los sucesos que acabo de narrar, el Libertador había


pasado 3 horas en el río San Francisco, dentro de la más viva inquietud. Cuando
cesó el fuego ignoraba por completo el resultado de la conspiración. Sus amigos,
después de la victoria, no sabían qué suerte había corrido; fue por casualidad que
una de las patrullas del batallón Vargas pasó cerca del sitio en donde estaba
escondido y oyó a los soldados que por medio de sus gritos de alegría informaban
la derrota de los conjurados. Bolívar pudo entonces reunirse con sus amigos en la
plaza de la Catedral; de allí, después de haber recorrido la ciudad, entró triunfante
al palacio de donde, algunas horas antes, había salido lastimosamente por una
ventana.

Los conspiradores perseguidos por la tropa y por el pueblo, fueron detenidos casi
todos y el general Santander fue llevado a prisión al día siguiente, aun cuando no
hubiese cooperado activamente en la revuelta.

Bolívar se afectó profundamente con los sucesos del 25 de septiembre y puede


decirse que aun cuando escapó de milagro, fue realmente asesinado porque a
partir de esa fecha su salud declinó muy rápidamente.

Un tribunal extraordinario formado por 4 oficiales superiores y 4 jueces civiles,


procedió a juzgar a los prisioneros. Horment, Sulaivar, el comandante Silva y los
tenientes Galindo y López fueron condenados y fusilados el 30 de septiembre. Se
instituyó otro tribunal puramente militar presidido por el general Urdaneta, con la
asesoría de mi amigo el coronel Barriga. El 2 de octubre se pronunció una
sentencia de muerte contra el coronel Guerra y el general Padilla. Algunos días
después —el 14— fueron pasados por las armas un joven muy instruido Pedro
Celestino Azuero, profesor de filosofía en el Colegio de San Bartolomé y algunos
artilleros. El miserable Garujo, asesino de Ferguson, escapó al suplicio, gracias a
las revelaciones que hizo; varios de los conspiradores escaparon de la muerte
porque huyeron o porque les fue conmutada la pena. González, cuya familia
conocí, desapareció en los llanos y jamás, desde entonces se volvió a oír hablar
de él. El proceso de Santander despertó un gran interés. El general no había
tomado parte ostensible en el atentado del 25 de septiembre. De todas maneras el

296

consejo de guerra lo condenó a ser pasado por las armas, pero el consejo de
ministros opinó que era preferible conmutar esta pena por la del destierro. Algunos
años después de estos sucesos, Bolívar había muerto y Santander regresaba a
Colombia como presidente. Yo tuve la oportunidad de almorzar con él en Santa
Marta, cuando yo regresaba a Francia. Se han discutido los motivos que tuvieron
los conjurados para atentar contra la vida del Libertador y se creyó ver en este
atentado la mano de España. Nada menos probable. Los conspiradores eran
simplemente unos exaltados ambiciosos. En lo que se refiere a Horment, el cónsul
general de Francia, el señor Martigny, me ha asegurado que en los papeles que él
examinó después de la ejecución de este infeliz, no encontró sino cartas de
familia, entre otras una muy afectuosa de su madre, dándole el consejo de no
mezclarse en política.

Esa fue la conspiración del 25 de septiembre en la cual Manuelita mostró un gran


corazón, audacia y una rara presencia de espíritu. Nada tan divertido como su
relato de la fuga del general:

—“Figúrese que quería defenderse. ¡Dios mío! era divertido verlo en camisa y
espada en mano. Don Quijote en persona; ¡si no lo hubiese hecho saltar por la
ventana, habría sido hombre muerto!”.

¡Pobre Manuelita! Hacia el fin de su carrera, habiendo desaparecido ya Bolívar,


cayó en la miseria. Un amigo la encontró en Paita, sobre la costa del Perú,
vendiendo cigarros, siempre alegre, afable y lo que nada habría hecho prever en
la época de su grandeza con una obesidad extraordinaria.

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CAPÍTULO XIII
Expedición de 1824— En los llanos del Meta.
Las llanuras al este de las cordilleras de la América intertropical, tienen por límite
las selvas impenetrables del Alto Orinoco y los pantanos de la Guayana; están
atravesadas por numerosos ríos: el Apure, el Guaviare, el Putumayo, ríos
importantes que nacen en las vertientes orientales de las montañas de Venezuela
y de la Nueva Granada. Situadas bajo la zona tórrida, a poca altitud, esas estepas
tienen un clima extremadamente caliente. Su inmensa extensión y su superficie
unida traen a la mente la imagen del océano, si no fuera por su silencio y por su
movilidad, porque así como lo anota Humboldt: “El desierto es inanimado y
muerto, como podría serlo un planeta devastado”.

La tierra caliente tiene en realidad dos estaciones: la de las lluvias y la de las


sequías, de tal manera que ofrece el aspecto bien de una pradera verde, o la de
un suelo desnudo, agrietado, cuyo polvo que levanta el viento, comunica a la
atmósfera un calor asfixiante que llega algunas veces a 40° o 42°. Entonces el
suelo está constantemente descubierto, una fuerte brisa del NE sopla
regularmente desde el amanecer hasta el ocaso. El aire es relativamente calmado
durante la noche; las constelaciones brillan maravillosamente y entre ellas, la Cruz
del Sur, esa guía del viajero perdido, que cuando se ve por primera vez no deja de
causar cierta emoción.

La proximidad de la estación de lluvias se anuncia con grandes truenos; las nubes


oscurecen el horizonte y la sabana pronto queda transformada en un gran lago, en
mar de agua dulce. Las comunicaciones se efectúan por medio de embarcaciones;
únicamente los llaneros experimentados se atreven a recoger a caballo el terreno
sumergido, porque para emprender tamaña travesía es necesario poseer la
prudencia del piloto, unida a la habilidad del jinete consumado. A medida que las
aguas invaden las estepas, el ganado y los caballos dispersos en las praderas, se
retiran a las prominencias, en realidad poco elevadas, pero de gran extensión en
algunos parajes: estas son las mesas y los bancos en donde están establecidos
los “hatos” de las haciendas.

Las estepas son fértiles; es una zona pastoral. En los llanos del Apure se
encuentran algunas ciudades, pueblos y misiones en donde viven indios
catequizados. En Venezuela, los pastizales ocupan una superficie de 6.695
miriámetros cuadrados, de los cuales 717 se inundan cada año.

Los llanos del Apure y de Barinas, de acuerdo con las estadísticas del coronel
Codazzi, contenían en 1839 un millón de cabezas de ganado, caballos y mulas; si
se tienen en cuenta los animales que pastan en la Guayana y Barcelona, se llega
a la cifra de 2000.000 cabezas de la raza bovina y caballar.

298

En el Apure, una superficie de 1.866 leguas cuadradas no contiene sino 15.500
habitantes. Los llanos de Barinas son más poblados y se avalúa su población en
115.000 almas. Allí se cultiva el tabaco, el añil, el cacao, el café y el algodón.

Los llaneros son mulatos y zambos, de una prodigiosa actividad: desnudos hasta
la cintura, pasan su vida a caballo y les es trabajoso hacer la menor diligencia a
pie; armados de una lanza para defender los rebaños contra los ataques de los
tigres, llevan además, enrollado en la cabeza de la silla, el lazo de cuero para
detener y voltear un toro y, cuando hacen la guerra, desmontar al enemigo. Estos
hombres, cuya ocupación es la de reunir el ganado y de marcarlo con un hierro al
rojo, se alimentan de carne secada al aire, después de haber sido espolvoreada
de sal; la raíz de la yuca reemplaza al pan.

La inundación de los llanos coincide con las crecidas del Orinoco, el equinoccio de
primavera, hacia el fin de marzo, cuando la brisa ya no se siente. La creciente no
es continua sino intermitente; el río baja algunas veces en abril y llega al máximo
de su altura en julio y permanece lleno hasta los últimos días de agosto, para
disminuir lenta y gradualmente en enero y febrero.

La tierra que ha absorbido agua, se reviste pronto de diversas familias de


gramíneas y de sensitivas; parece un hierbazal inmenso en donde los rebaños
encuentran en abundancia un alimento que no tenían en las mesas a donde se
habían retirado para escapar a la invasión de las aguas. Las crecientes y el
desbordamiento de los ríos son ocasionados por la abundancia de las lluvias, las
cuales, en la estación del invierno caen en la cuenca hidrográfica del Orinoco,
cuya extensión, de acuerdo con el coronel Codazzi sería de 9.628 miriámetros
cuadrados. Yo añadiría que la cuenca del Orinoco se relaciona con la del
Amazonas. La comunicación entre los dos ríos ha sido, durante mucho tiempo,
motivo de discusiones entre los geógrafos. Se preguntaban si era realmente
posible ir de un río al otro transportando las embarcaciones por tierra y sin tener
que arrastrar las embarcaciones por los “arrastraderos”. Ya en un mapa elaborado
en 1599 se encuentran indicados los sitios de transporte de embarcaciones por
tierra entre el Esequibo, el Caroni y el Rioblanco. En 1739, Horneman había
atravesado en tres jornadas de marcha un arrastradero que iba del río Sauri al río
Rupunuri, pero la comunicación directa entre los dos mayores ríos de América,
siguió siendo incierta y controvertida hasta el descubrimiento inesperado del
Casiquiare, por el padre Román. Este religioso, en el curso de un viaje efectuado
en 1744 para inspeccionar las misiones del Alto Orinoco, se encontró con una
piragua montada por europeos a la altura del Guaviare. En las soledades del
nuevo mundo, en esas espesas selvas en donde se está continuamente en
guardia contra los animales feroces, lo más temido por el hombre y lo que en él
despierta los temores más vivos, es la aparición de un semejante. Justamente
alarmado, el misionero se apresuró a enarbolar una señal de paz: una cruz. El
padre había encontrado unos portugueses que quedaron sorprendidos de saber
que navegaban sobre las aguas del Orinoco. El jefe de las misiones los acompañó

299

por el Casiquiare hasta los establecimientos del río Negro. La noticia de este
increíble encuentro se regó rápidamente y algunos meses después La Condamine
anunciaba el descubrimiento del Casiquiare en el curso de una sesión pública de
la Academia de Ciencias.

Desde entonces la comunicación directa con el Amazonas dejó de ser dudosa. La


Comisión de Límites bajo la dirección de Solano comenzó la exploración del
Casiquiare y del río Negro. Más tarde Humboldt estudió, con mucho cuidado, la
bifurcación del Orinoco a la misión de Esmeralda. Resultaría, de acuerdo con las
observaciones del coronel Codazzi, que por el Casiquiare, cerca de un tercio del
volumen de las aguas del Orinoco van al río Negro y luego al Amazonas (1) .

En Angostura, capital de la Guyana, se ha tratado de cubicar el volumen de las


aguas del Orinoco. En ese punto el río baja encajado en un lecho muy angosto, de
un ancho de no más de 6.688 metros (sic). Una roca que se encuentra en el
centro de la corriente es un verdadero “treconómetro”. En ese estrecho, en estiaje,
el coronel Codazzi constató que pasan 882,7 metros cúbicos de agua por
segundo. Se debe tener en cuenta que en Angostura el río no ha recibido todavía
al río Caroní, de manera que después de un recorrido de 222 miriámetros, en las
cercanías de Piacoa, su anchura es considerable: es allí donde comienza el Delta,
laberinto interminable de canales de una superficie de 133 miriámetros cuadrados.

Las crecientes promedio del Orinoco a Angostura no pasan los 8 metros. Al hacer
retroceder los ríos tributarios hacia sus fuentes, modifican el régimen y así
concurren con las lluvias ecuatoriales de la estación, a la inundación de las partes
menos elevadas de las estepas. El límite del ascenso de las aguas del llano hacia
las cordilleras, depende naturalmente de la pendiente del lecho de los ríos y el
suelo de los llanos se eleva insensiblemente hacia las montañas. De manera que
al comparar las observaciones barométricas hechas durante nuestra expedición
en el Meta, desde el embarcadero superior hasta su unión con el Orinoco, se
encontró una diferencia de nivel de 139 metros sobre una distancia de 430 millas
geográficas (147 leguas colombianas) (2) o sea una pendiente media de cerca de
0,35 metros por milla, pero la pendiente del lecho del río está lejos de ser uniforme
en todo su recorrido; disminuye a medida que se aleja del nacimiento. Así, el
Apure y el Meta tienen corrientes tan poco pronunciadas al acercarse a su
desembocadura que a veces su dirección parece incierta. Con pendientes tan
suaves se puede concebir que la creciente del Orinoco penetre tanto dentro de los
otros ríos que los hace salir de sus lechos. Por ejemplo, en el Meta hemos
encontrado que la diferencia de altura entre la boca del Casanare y el de su punto
de unión con el río es de 37 metros y la distancia de 225 millas; así se obtiene
1,06 metros por la pendiente por milla. La altitud de la misión de San Simón por
encima del punto de unión es nula y la distancia es de 205 millas. Ocurrió que
hasta esta distancia las aguas del Meta siguieron en el llano el movimiento
ascendente de las aguas del Orinoco y que se regaron en las estepas, como
sucede generalmente cuando un río no está encañonado; de esto resultaron

300

desbordamientos que formaron una capa de agua que se extendió más en la
medida que la pendiente del terreno es menor.

A una altitud absoluta de 200 metros los pueblos escapan a las inundaciones; éste
es el caso para los llanos poco alejados de las montañas, como donde está
situada la ciudad de San Martín. Los principales ríos que desembocaban en el
Orinoco son el Apure y el Arauca que vienen de la Sierra Nevada de Mérida; el
Meta y el Guaviare, originarios de las cordilleras de Cundinamarca; y al sur del
ecuador los ríos del Caquetá y el Putumayo que salen de los Andes de Pasto y
corren hacia el Amazonas. El comercio de los llanos de Venezuela que exporta
sus productos como carnes saladas, mulas, etc. hacia la Guayana y las Antillas,
se hace por el río Apure.

El Meta ha sido considerado durante largo tiempo como la vía más conveniente
para la exportación de las harinas producidas en las mesetas de la Nueva
Granada. Los jesuitas apoyaron con ese objeto, el establecimiento de misiones
sobre sus riberas; hasta el presente, no se ha practicado este tránsito de manera
permanente. En primer lugar las tierras temperadas de Bogotá y de Tunja, no han
tenido sino cultivos de cereales apenas suficientes para el consumo del país; en
segundo lugar es más racional llegar al mar por el río Grande de la Magdalena,
ruta directa cuyo embarcadero se halla en Honda, que el camino de la navegación
del Meta, a través de extensiones desérticas y luego la travesía del Orinoco. Los
llanos, por su inmensidad, su aspecto tan variable de acuerdo con las diversas
épocas del año, los bellos ríos que los atraviesan para desembocar en uno de los
más grandes ríos conocidos, ofrece un increíble espectáculo que apenas yo había
entrevisto en mis excursiones de Maracay a las ciudades de San Carlos y de Cura
y fue con una viva curiosidad que recorrí los llanos de Calabozo, pero el proyecto
que había concebido de penetrar hacia el interior de las estepas no se pudo
realizar sino en 1824.

El gobierno deseaba conocer exactamente el curso del Meta y la posición


astronómica de su confluencia con el Orinoco. Humboldt, por medio de sus
observaciones cronométricas había fijado la longitud en 7°4'29"; pero el estado del
cielo no le permitió obtener la latitud de esta estación.

Una expedición formada por el señor Mariano de Rivero, el doctor Roulin y yo, fue
encargada de llenar el vacío dejado por Humboldt y de explorar esta región
principiando por nivelar, con la ayuda del barómetro, la pendiente Este de la
cordillera que llevaba a los llanos de San Martín. Nos acompañó un piquete de
soldados al mando de un suboficial con el objeto de rechazar, en caso de
necesidad, a los indios no sometidos todavía al gobierno.

Los preparativos quedaron hechos rápidamente, los barómetros en orden y


establecida la marcha de los cronómetros. Nuestros amigos estaban lejos de
felicitarnos por la misión que el gobierno nos confiaba. Para todo habitante de las

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regiones frías la permanencia en los llanos del Este era con frecuencia mortal. Se
nos despedía como si no nos fueran a volver a ver; en cuanto a nosotros,
partíamos con toda la despreocupación de la juventud. La víspera de la salida el
ministro me rogó acompañar a un monje de San Francisco para instalarlo en un
curato que debía ocupar en los llanos de San Martín; era un exilio provocado por
una conducta más que ligera, escandalosa. Religioso encantador de una figura
encantadora, muy buscado por las mujeres, jugador y libertino, llegó puntualmente
a la cita. —Yo debía ser su custodio— excelente compañero después de todo y
muy divertido. En camino, cantaba canciones imposibles de traducir; en el vivaque
jugaba con los soldados y les enseñaba a marcar las cartas, nos contaba historias
escabrosas, luego —a la oración— decía sus plegarias con mucha unción.

La ruta que íbamos a tomar para bajar al llano era precisamente aquella por donde
llegaron Federmán y su tropa miserable, extenuados a donde los muiscas,
después de haber andado errantes durante más de un año, buscando el Dorado.

El 13 de enero de 1824 salimos de Bogotá hacia Chipaque a eso de las 12 y


pasamos el Boquerón hacia las 3, a una altitud de 2.595 metros. Era el punto más
elevado que íbamos a encontrar. A partir de allí comenzó el descenso y al
oscurecer llegamos a Chipaque, a una aldea india, de cabañas circulares,
cubiertas de paja como en la época de la conquista. Altitud alrededor de 2.491 m.

El 14 bajamos a la quebrada Munare (altitud 2.219 metros), luego entramos en el


valle del Cáqueza, en donde nos llamó la atención el aspecto irregular de las
capas de arenisca y de caliza, a veces horizontales y a veces fuertemente
inclinadas y onduladas. Ese desorden de los estratos es general; siguiendo el valle
de oeste a este, llegamos al Alto de la Cruz (altitud 2.130 metros) para volver a
bajar al lecho del Cáqueza. Cerca del puente, antes de entrar en el pueblo, se
observa un esquisto negro, cubierto de eflorescencias de sulfato de magnesia;
(sobre el puente altitud 1.611 metros) llegamos a Cáqueza a medio día, altitud
1.745 metros; esquistos que contienen caliza con conchas. La jornada del 15 la
pasamos en la consecución de mulas; salimos el 16 y subimos el Alto de Ubaque
(altitud 1.917 metros) luego pasamos por El Potrerito (altitud 1.884 metros) por el
Alto de Cara de Perro (altitud 1.544 metros) antes de llegar a Ranchería (altitud
1.534 metros) en donde pasamos la noche; esto es una cabaña aislada por
encima de la unión del río Negro y del río Samaná o Fosca, una posada para que
pasaran la noche los pocos viajeros que iban a los llanos.

El río Negro recibe al río Umadea; estos dos torrentes nacen en los páramos de
Sumapaz y de Chingaza y se consideran las fuentes del Meta; en Ranchería se ve
la grauvaca, junto con esquistos negros. Pasamos dos días en la posada,
organizando nuestros transportes. El 19 salimos por el paso del Caballo,
atravesando el Alto del Santuario (altitud 2.342 metros) y Lagunita (altitud 1.867
metros); a las 4 de la tarde llegamos a nuestro destino, una hacienda sobre el río
Negro (altitud 984 metros). La naturaleza del terreno no había cambiado; seguía

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siendo el esquisto mezclado con fragmentos de granito y de rocas talcosas. Por la
noche obtuve una muy buena altura meridiana de “Canopus” para fijar la latitud de
esta estación.

En el paso del Caballo el río Negro corre al SSE, y recibe el torrente del río
Blanco. El 20 de enero, por la mañana, la temperatura era de 19° cuando dejamos
la granja del paso del Caballo. Al salir del valle se sube una fuerte pendiente hasta
el sitio de San Miguel (altitud 1.631 metros); una hora después atravesábamos la
quebrada de Chiraga (altitud 1.561 metros) y dos horas más tarde, ya a medio día,
al paso de las mulas llegamos a Suzumuco, (altitud 894 metros). Una hora y 45
minutos después llegamos a Corrales, cabaña aislada (altitud 1.134). A las 3 y
cuarto a la quebrada Pipiral (altitud 807 metros); a las 5 llegamos al Alto de
Servitá, desde donde se ven los llanos (altitud 1.194 metros). Habíamos andado
sobre terreno esquistoso y nos detuvimos en una barraca llamada Servitá (altitud
979 metros). Desde este sitio se podía seguir el curso del río Negro en dirección
SSO y en seguida hacia el OSO; después de un gran recorrido vuelve a tomar la
dirección ESE que conserva al llegar al llano.

El 21 de enero por la mañana la temperatura era de 24° en Servitá. Subimos la


cuesta de Buenavista en donde reconocimos la arenisca de Santa Fe que contiene
numerosas acumulaciones de mineral de hierro; las capas arenáceas están
inclinadas hacia el NO.

Después de 4 horas de ruta, llegamos al Alto de Buenavista (altitud 1.226 metros).


Establecimos nuestro campamento cerca de un riachuelo, en un sitio de la selva
llamado Gramalote, debido a la abundancia de una gramínea muy alta
(altura:483m); por la noche los zancudos no nos dejaron dormir; cuando estaba
preparando mi horizonte artificial para tomar una altura meridiana de Canopus, fui
rodeado por 3 ó 4 tigres que saltaban alrededor del fuego; me apresuré a
resguardarme y desde luego no hubo observación. Los rugidos de estos animales
eran insoportables; felizmente nuestras mulas escaparon al peligro, ya que su
instinto las había hecho aproximarse a las fogatas que manteníamos para
espantar a los animales salvajes. Por la mañana nos dimos cuenta de que
habíamos sido invadidos por termitas, una especie de hormigas muy pequeñas
que destruyeron por completo un morral de cacería. En ese momento el
termómetro marcaba 23°. El día anterior, después de una fuerte lluvia, había
marcado 32° hacia las 5 de la tarde.

Dos horas más tarde nos detuvimos con la intención de almorzar cerca de un río
encantador; el Ocoa, cuya agua era límpida y fresca; nos encontrábamos entre
palmeras esbeltas y magníficas; colocamos nuestros petates, encima de
bizcochos de maíz y un estupendo jamón de York que el doctor Roulin se dedicó a
trinchar. Ya estábamos dispuestos a comer, cuando de pronto nos inundó una
espesa nube de mosquitos y fuimos literalmente devorados, de manera que
tomamos los caballos y en un instante nos alejamos del sitio. Roulin, al huir,

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mantenía el jamón, por encima de su cabeza, así que fue seguido por los insectos
durante 1 o 2 kilómetros; cuando estuvimos fuera de su alcance, pudimos
almorzar, pero, desgraciadamente, no hubo qué beber.

En este sitio encontramos que el río Ocoa tiene 405 metros de altitud; dos horas
después de haberlo atravesado, desembocamos en la sabana; habíamos llegado
a los llanos de San Martín con un tiempo espléndido; el piso estaba cubierto de
rica vegetación y nos detuvimos ante un pequeño estanque en donde nadaban
algunas tortugas; el agua estaba caliente: 38°, pájaros de rico plumaje permitían
que uno se les acercara y un ciervo bebía. La escena recordaba, bastante bien, la
carátula de la obra del abate Pluche que representa al hombre en el centro de la
creación.

Hacia la una llegamos a la misión de Apiay, si esto puede llamarse población


cuando las casas se encuentran a 1 ó 2 kilómetros, una de otra. Nos alojamos en
una habitación construida a cielo abierto de guaduas y en la cual vivía una familia
de pobres gentes palúdicas, todos con los hígados voluminosos y tan cubiertos de
picaduras de insectos que su piel parecía atigrada; nada tan triste como verlos
agitarse y golpearse para espantar las moscas que no les daban ni un minuto de
reposo.

En Apiay debía residir mi joven monje, le di un abrazo al despedirme de él; le


prometí visitarlo al regreso de las expedición; el pobre joven tenía lágrimas en los
ojos y me decía: “ya no me encontrará”. Tenía razón; a mi regreso, él estaba
muerto y yo moribundo. Ya empezaba como nuestros infelices huéspedes, a
espantar los mosquitos; nosotros hacíamos lo mismo y por la noche nos
devoraron. Por la mañana teníamos los labios hinchados y las manos en un
estado lamentable. Por primera vez era víctima de los insectos, pues todavía no
había navegado por el Magdalena, ni vivido en las selvas pantanosas del Chocó,
pues había llegado a la meseta de Cundinamarca, siguiendo la Cordillera Oriental
de los Andes.

Para no reiterar los increíbles sufrimientos que el viajero enfrenta en las regiones
en donde la atmósfera está infestada de esos terribles insectos, contaré su historia
de acuerdo con Humboldt, quien estuvo expuesto a sus ataques con tanta
frecuencia, durante su memorable navegación por el Alto Orinoco:

En las selvas calientes y húmedas en donde el higrómetro de Saussure se


mantiene ordinariamente entre 78° y 85°, para uno resulta un terrible tormento los
mosquitos y los jejenes durante el día y los últimos son pequeñas moscas o
simúlidos venenosos; por la noche los zancudos que son temibles por su
voracidad. Estos insectos abundan especialmente en las capas inferiores de la
atmósfera, hasta una altura de 4 a 5 metros, de manera que los misioneros
construyen un andamio, cuando tienen los medios, en donde les sea posible
respirar libremente. Cuando uno se encuentra encerrado en un sitio oscuro y mira

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hacia afuera, percibe como una nube animada. Humboldt calcula en un millón la
cantidad de mosquitos encerrados en un metro cúbico de aire. En una selva
atravesada por un río, los insectos disminuyen a medida que uno se aleja de la
orilla y la diferencia es considerable. Así que los indios huyen de las misiones
colocadas cerca de una corriente de agua y prefieren el interior de la selva. En
efecto, sobre el Orinoco y sus afluentes se vive dentro de una verdadera nube de
insectos y un indio Saliva le decía al padre Gumillo: “se debe vivir feliz en la luna
porque al verla tan bella y tan clara debe ser porque está libre de mosquitos”.

La abundancia de moscas en Esmeralda y en el Casiquiare hace que la residencia


en esas localidades sea un verdadero suplicio. En las mezquinas revoluciones que
agitan de vez en cuando la orden de San Francisco, allí es donde el padre
guardián envía a un hermano lego cuando ha cometido una falta.

La aparición de esos temibles insectos depende de circunstancias locales que son


difíciles de apreciar, pero entre las cuales, de todas maneras, existe la de una
temperatura elevada unida a una fuerte humedad; esto es fácil de concebir ya que
estos insectos viven dentro del agua durante una gran parte de su existencia en
donde depositan sus huevos y llevan a cabo su metamorfosis.

Un hecho notable bien conocido de los misioneros del Orinoco es el de que las
diferentes especies de estos seres maléficos no se asocian jamás, o más bien,
nunca funcionan en conjunto, de donde resulta que, de acuerdo con las horas del
día, siempre lo atormentan a uno especies distintas. Cada vez que cambia la
escena, se consiguen unos minutos de calma.

De las seis de la mañana a las cinco de la tarde el aire está lleno de mosquitos
que tienen la forma de una pequeña mosca y no la de sus primos de Europa
(culex pipiens). Son los simúlidos de la familia de los nemóceros del sistema de
Latreille. Su dolorosa picadura deja sobre la piel un punto pardo rojizo de sangre
extravasada y coagulada. Una hora antes de ponerse el sol, los mosquitos son
reemplazados por los tempraneros matinales, así llamados porque también se ven
por la mañana. Los tempraneros ceden el sitio a los zancudos culex, de patas muy
largas y armados de una trompa que sirve de forro a un aguijón agudo que
ocasiona los dolores más fuertes y produce sobre la piel ronchas que persisten
durante varias semanas. El zumbido de los zancudos es más fuerte que el de sus
primos de Europa y Humboldt trajo consigo 5 especies del Magdalena y del río
Guayaquil. La más temible es el culex cyanopteras de vientre azul, el cual es un
gigante. Hay otra especie, apenas visible y muy incómoda para el hombre: es el
jején; no es nocturna, sino precrepuscular; alrededor de una fogata no hay por qué
temerles, sino al principio y al fin de la jornada; de todas maneras, en las
habitaciones poco iluminadas en donde de la mañana hasta la tarde, reina un
crepúsculo permanente, se sufre singularmente por la irritación constante que
ejerce sobre la piel.

305

Humboldt ha dicho, con la autoridad de un mártir de estos insectos, que es
imposible no distraerse en una investigación cuando se es molestado por los
mosquitos, los tempraneros, los jejenes y sobre todo por los zancudos que
perforan la ropa con su aguijón en forma de aguja o que provocan la tos y los
estornudos al introducirse en la boca o en la nariz, por muy acostumbrado que se
esté a aguantar el dolor y por vivo que sea el interés que el viajero tenga por la
ciencia.

Me pude convencer del poder del aguijón del zancudo por haber sido picado a
través de un pantalón de cuero y lana: el único medio de sustraer el cuerpo a los
insectos nocturnos es el de usar un vestido de badana. Un entomólogo de la
expedición del señor Bourdon, llevaba uno de estos que lo preservaba del aguijón
de los zancudos, pero que no pudo resistir por el calor.

De Apiay, en donde permanecimos el 23 (altitud 353 metros) llegamos en una


jornada a San Martín, marchando al este y atravesando el río Negro que corre al
ESE, luego el río Uribe, uno de sus afluentes. Observé en esos ríos los cantos
recubiertos de una materia que tiene la apariencia de plombagina, la cual
Humboldt vio también que recubría los granitos rodados por el Orinoco; esta rara
sustancia contiene manganeso y anteriormente yo la había observado en algunos
riachuelos de las costas de Venezuela.

Atravesamos otros torrentes pequeños, los ríos Acacías y Orotoy que


desembocan en el Humadea, que ya es muy grande y ha recibido el río Negro, y
que luego se convierte en el Meta. Habíamos salido de Apiay a las 7 de la mañana
y llegamos al Humadea a las seis de la tarde; al sorprendernos la noche fuimos
obligados a pasarla en una cabaña abandonada en donde toda la noche tuvimos
que defendernos de gigantescos murciélagos, verdaderos vampiros. Al día
siguiente amanecimos cubiertos de sus excrementos y a las 9 de la mañana
hicimos nuestra entrada en San Martín, en un estado lamentable, empolvados con
ácido úrico.

Nos habíamos demorado 8 días de Bogotá a San Martín, miserable aldea,


pomposamente llamada “La villa de San Martín de los Blancos”; sin embargo el
camino recorrido no excede, en línea recta, 60 millas geográficas o sea 20 leguas
de distancia. Creí mi deber detallar nuestro itinerario porque los mapas son de una
inexactitud increíble, aún el del coronel Acosta, a quien comunicamos nuestras
observaciones. En gran uniforme hicimos nuestra visita oficial a las autoridades
después de ser instalados en una gran ramada, la cual es una sala cubierta de
hojas. El alcalde era un indio de la tribu de los coreguajes, desnudo como el día de
su nacimiento, quien no usaba sino la “guagua”, banda estrecha que llevan sin
excepción todos los indios adultos y como insignia municipal tenía un bastón en
cuya empuñadura había incrustada una cruz de plata.

306

El cura, un monje franciscano, antiguo jefe de guerrillas, nos pareció un excelente
compañero y la expedición llegó a tiempo para él porque su mujer, o más bien su
india, estaba a punto de dar a luz. El caso era grave y el doctor Roulin la atendió
en el acontecimiento, no sin grandes dificultades. Yo lo ayudé en la operación y le
hice al niño una pequeña cofia, cortando la punta de uno de mis dos gorros de
algodón y admiré el valor de la parturienta para soportar los dolores, a pesar de no
tener sino 11 años.

El comandante militar era un agricultor de pies desnudos, muchacho muy amable,


mezcla de indio y de blanco, probablemente producto de un monje y de una
coreguaje.

Puse en orden los instrumentos para seguir las variaciones del barómetro y poder
determinar la latitud; pedí que se me limpiara la habitación, para lo cual me
enviaron dos indias muy jóvenes, acompañadas de un cabo de justicia, algo así
como un sub-alcalde, encargado de vigilar las barrenderas; las indias pusieron
manos a la obra, pero como el representante de la autoridad, armado de su vara,
hacía ademanes de maltratarlas, procedí a sacarlo; apenas hubo salido de la
puerta, regresó por la ventana, sin manifestar la menor emoción; entonces lo tomé
por debajo de los brazos, le di fuete y lo saqué de nuevo de la sala; creo que obré
mal. Sin embargo las barrenderas se mostraron muy felices y reían a carcajadas
con el ruido de los lapos que resonaban en el trasero de su vigilante.

El 27 de enero había dispuesto el telescopio de espejo metálico y había arreglado


el cronómetro para observar una inmersión del primer satélite de Júpiter con el fin
de fijar la longitud. Infortunadamente hacia las 4 de la tarde se presentó una
tempestad y el cielo permaneció cubierto durante la noche.

Las flechas envenenadas con curare son muy utilizadas por los indios. Matamos
un mono araguate con una de esas flechas y comimos la carne asada, flaca, seca
—y, para mi gusto poco sabrosa—; además el animal se parecía tanto a un niño,
que causaba una fuerte repugnancia.

(1)Boussingault. Informe a la Academia sobre los trabajos geográficos del


coronel Codazzi. (Comptes rendus T. XII, Pág.462)

(2)Codazzi da como longitud del Meta 210 leguas colombianas; es un error.

Verdaderos bosques de palmeras (palmichales) se encuentran en los alrededores


de San Martín de los Llanos: ofrecen grandes recursos por las frutas comestibles
que producen y también por los animales que albergan. Del “cularo”, palmera muy
común de tronco espinoso y hojas digitales, se hacen bastones e instrumentos de
música. El “unama” produce una especie de nuez que contiene una almendra

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comestible; con las fibras los indios preparan “birotas”, flechas livianas, cuya punta
untada de “cumare” sirve para matar pájaros al ser lanzada con la cerbatana; del
cumare, la más alta de las palmeras, se obtienen fibras para hacer hamacas; el
“pipiral” produce frutos harinosos; cada año el “chiquichiqui” produce una especie
de cabellera con la que se preparan encordados de notable solidez y elasticidad.
Pero, entre las plantas que producen gran sorpresa por la importancia y amplitud
de sus aplicaciones, se debe colocar en primera fila la palmera “moricho” (caucus
mauritia) conocida por los misioneros con él expresivo nombre del árbol de la vida.
Además de sus nutritivos frutos, que antes de llegar a la madurez ofrecen un
alimento amiláceo y cuando están maduros se extrae de ellos aceite también los
cogollos son alimenticios. De la parte fibrosa de su corteza se hacen telas y
hamacas, con la hoja verde se trenzan sombreros y velas para las embarcaciones
y hasta la corteza de sus frutos procura a los indios un vestido muy adecuado. La
savia, rica en materias azucaradas, produce al fermentarse un licor embriagante;
el tronco antes de la fructificación, contiene una médula de la cual se hace pan y
cuando aquella se putrifica, nacen gusanos blancos en grandes cantidades, que
los caribes consideran un bocado delicioso: en fin, el tronco del mauritia produce
excelente madera de construcción.

Los palmichales, dispersos en los llanos a manera de oasis ofrecen naturalmente


un asilo a los animales y les aseguran su alimentación. En esos bosques se
encuentran bandas de pecaríes, cerdos almizclados, que pasan como un torrente,
derribando los que encuentren a su paso; ¡desafortunado aquel que por
casualidad se encuentre ante un rebaño lanzado a toda velocidad! Sería volteado
y pisoteado. Se atribuyen las carreras locas de estos animales a la persecución de
los tigres, cosa que me parece dudosa. Un tigre, en un instante, mataría
suficientes cerdos salvajes para comer durante muchos días. Sea lo que fuera lo
que causa el paso de los pecaríes, los indios tan pronto lo saben, establecen un
puesto fijo sobre un árbol al pie del cual pasará la manada, armados de chuzos
que entierran en el lomo de los animales; cuando ha pasado el torrente, recogen
los muertos y se los llevan, si no están lejos de su vivienda; de lo contrario,
permanecen en el sitio de la cacería hasta saciarse de carne de cerdo.

Una mañana, cerca de San Martín, encontré un coreguaje chuzo en mano y


cargado de un pecar; lo seguí a su casa en donde asistí al asado del animal, lo
cual se hizo sin haberle quitado el cuero. El indio no reparaba en mi presencia,
como si yo fuese el hombre invisible y cuando el asado estuvo a punto yo corté un
pedazo; es una carne extremadamente grasosa, cuyo olor me repugnó; el indio y
su mujer devoraron la ración; el pecarí pesaba a lo sumo de 12 a 15 kilogramos.

En los palmichales hay tapires, dantas, gacelas y varias especies de tigres y


jaguares. Las frutas atraen también a los monos y a los pájaros.

Yo tenía muchos deseos de asistir a una cacería con birotas, esas finas flechas
que tienen su punta mojada en curare. El buen cura me consiguió un indio

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coreguaje, que tenía una cerbatana de 1,50 m de largo y llevaba a la espalda un
carcaj lleno de flechas envenenadas. Tan pronto llegamos al bosque vimos un
pájaro del tamaño de una gallina, especie de paujil, parado sobre una rama;
llegados a una distancia de 6 a 8 metros, mi cazador lanzó una flecha que se
clavó en el muslo del animal, que cayó muerto cinco minutos después de haber
sido herido. En ese momento, el indio, con la cerbatana apoyada en el piso, me
hizo entender pon un gesto imperioso, que yo debía recoger el ave. Durante un
momento admiré la postura del coreguaje y la belleza de sus formas, pero
reflexioné que me estaba faltando al respeto y le apliqué sobre las nalgas una
sonora palmada. Es por cierto fácil azotar a una persona sin pantalones. Con un
gesto significativo, mucho menos plástico que el suyo, le ordené recoger el
producto de la caza, lo cual hizo caminando lentamente con gracia y dignidad. De
regreso a San Martín, el cabo Jacobo preparó un muy buen guisado de paujil. De
cuando en cuando yo hacía una excursión a Iraca, situado a una legua al norte de
San Martín, cerca del río Ariari, perteneciente a la cuenca hidrográfica del
Amazonas.

Iraca es una misión sin misionero: la iglesia estaba vacía. Los habitantes son
coreguajes que tienen pequeños cultivos de maíz y algunas chacras en la selva;
tienen un intercambio comercial permanente con los indios bravos del interior que
traen hamacas, flechas y aún puntas de lanzas hechas en metal, que consiguen
en las misiones del alto Orinoco. Pero los objetos de intercambio más apreciados
en Iraca son el curare, preparado en el Río Negro, arriba de los raudales y el
achiote pigmento rojo. Las razas de América tienen la costumbre de teñirse la piel
de rojo y en algunos casos rompen la uniformidad de este tinte, por medio de
dibujos amarillos, azules o negros. Los indios del Orinoco y de sus afluentes usan
dos materias colorantes: la bija u onoto, que se obtiene de la superficie de los
granos de la bixa orellana, árbol muy conocido en las colonias, y el achiote, fécula
que se retira de las hojas de una planta enredadera de climas calientes, la
bignonia chica que vi en el jardín del cura de San Martín. Cuando se mastican las
hojas de bignonia, la saliva adquiere un color rojo. Para extraer el achiote, sus
hojas se hacen hervir en agua y se pasa a través de una tela el líquido que
condene en suspensión la fécula roja; para apresurar la precipitación se añaden
algunos pedazos de la corteza de un arbusto llamado “arayumo”; la fécula se lava
y con ella se hacen galletas redondas de 5 a 6 pulgadas de diámetro, por 3 de
altura y luego se pone a secar.

Existe un gran consumo de ese pigmento y me han asegurado que los indios, para
aplicar el achiote sobre la piel, lo trituran con aceite de huevos de tortuga. La
ventaja que presenta el achiote sobre el onoto en la pintura aplicada sobre el
cuerpo, es que resiste la acción de la luz, mientras que el último desaparece
rápidamente cuando se expone al sol. Esta tendencia a pintarse me hizo divertir
en Iraca: no hacía dos horas que había llegado, cuando varios indios desnudos
vinieron a visitarme, con sus cuernos teñidos de manera que imitaban mi vestido
de levita azul con cuello rojo, adornos rojos, solapas negras, botones de plata,

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pantalón rojo y botas, todo pintado sobre la piel; desde luego el pantalón era muy
ceñido.

En San Martín tuvimos la ocasión de observar un oso hormiguero que es un


curioso animal. Introduce su muy larga lengua en los hormigueros para que ésta
se recubra de insectos, los cuales devora después. Es comprensible que por los
servicios que presta destruyendo las hormigas, este animal sea tan bien
apreciado. El doctor Roulin tuvo el inatajable deseo conseguir un animal para
hacer su anatomía; comenzó la cacería que fue terrible; el oso hormiguero tiene
patas dotadas de uñas formidables; se dice que una vez tendido sobre el lomo, es
capaz de destrozar un jaguar, de lo cual dudo, ya que su mandíbula es nula. Sin
embargo, sí destrozaría a un hombre y el doctor, al quererlo agarrar, escapó de un
grave peligro, gracias a un habitante de San Martín quien mató al oso de un
lanzazo.

Acompañado por el comandante de las milicias, visité la región comprendida entre


San Martín e Iraca; allí se ven cultivos de poca importancia y bastante ganado; en
una hacienda fuimos recibidos por el propietario, un mestizo casi blanco. El
comandante no quiso aceptar nada de lo que allí se nos ofrecía y caí en la cuenta
de que se las arregló de manera de no darle la mano al hacendado. Tuve la
explicación a esta reserva, cuando salimos de la propiedad; el hombre que
habíamos dejado tenía fama en la región de haber asesinado a su mujer y
entregado su cadáver a los gallinazos.

En esas residencias aisladas los crímenes permanecen impunes. “¿Concibe usted


hacer devorar tres mujeres por aves de rapiña?”, decía el comandante, pues esta
circunstancia era un agravante del crimen, lo que me recordó una historia que tuvo
lugar en una región vecina del Casiquiare: un indio sáliva estaba convencido de
que su mujer lo engañaba; la estableció confortablemente en el interior de la selva,
la alimentó bien y cuando estuvo “en su punto”, la mató y se la comió en diferentes
cenas. En una palabra, procedió contra la infiel como, en su calidad de
antropófago, lo hubiera hecho con un enemigo.

En el curso de esta excursión tuve la oportunidad de constatar la gran abundancia


del rocío en los llanos, cuando las condiciones meteorológicas son favorables a su
aparición. Nos acostamos varias veces al aire libre, sobre la hierba y me envolvía
en una cobija para defenderme de la picadura de los zancudos. El cielo estaba
claro durante la noche; la atmósfera absolutamente calmada; al levantarse el sol
mi cobija estaba tan mojada que al torcerla chorreaba agua; se sabe que la lana
es uno de los cuerpos cuya temperatura baja más durante la irradiación nocturna;
como ya dije, la hierba del llano estaba cubierta de abundante rocío.

En los llanos de San Juan los bosquecillos de palmeras son muy frecuentes y
contienen mucha caza. Los ciervos son muy comunes y era un espectáculo
interesante ver a esos animales aparecer en los claros, mirar en todas direcciones

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y salir corriendo hacia otro palmichal; nada más gracioso que su paso, la vivacidad
y la elegancia de sus movimientos. Me detuve inmóvil para admirar estos bellos
cuadrúpedos y rara vez vi más de dos juntos. En los llanos, donde vienen a
terminar las pendientes de la cordillera, no hay motivo para temer a las
inundaciones y es probablemente, por la seguridad que brindan, que los
palmichales se convierten en un lugar de refugio para los animales.

San Martín está a 432 metros por encima del nivel del mar y por consiguiente a
más de 200 metros por encima del Meta, en una de las partes más elevadas de su
recorrido. Se habían impartido órdenes al gobernador de la provincia para que se
nos procuraran embarcaciones y estábamos listos para salir. Yo había tenido
buena suerte en la observación del primer satélite de Júpiter y su inmersión, lo
mismo que una buena altura meridiana de la constelación de la Cabra: la posición
geográfica de la población estaba por lo tanto convenientemente establecida.
Durante la observación meridiana de la estrella, me sucedió algo bastante
desagradable: nada que sorprendiera más a los indios que verme observar un
astro con el anteojo. Estaba rodeado de varios coreguajes, silenciosos como
siempre, inmóviles y disimulando su curiosidad. La altura doble había sido tomada
afortunadamente porque, cuando entré a mi alojamiento para guardar el sextante,
los indios comenzaron a mirarse en el mercurio del horizonte artificial, haciendo
grandes esfuerzos para coger el metal.

Hubo una disputa y cuando salí para recoger los instrumentos, encontré el
horizonte volteado, el mercurio perdido y los indios desaparecidos. Por suerte
tenía mercurio de reserva; pero no hay nada más triste que perder un objeto útil
cuando se está en la imposibilidad de reemplazarlo fácilmente.

Yo había hecho algunas observaciones sobre las variaciones barométricas


diurnas, sobre la temperatura y sobre el estado higrométrico del aire. El higrómetro
de Saussure se mantenía entre 72° y 84°; el termómetro entre 20,4° y 31°. Esta
temperatura relativamente baja se puede atribuir al viento que soplaba
constantemente durante el día.

Antes de dejar San Martín visité de nuevo las casas de varias familias: habían
tenido una pesca milagrosa de manera que encontré a los indios tendidos
apaciblemente en sus hamacas, comiendo pescado cocido en agua, sin ningún
condimento, mientras que las mujeres mantenían vivas las llamas. Tuve la
oportunidad de ver preparar el pan, o más bien la torta de casabe, y de conocer la
yuca, cuya raíz es muy venenosa cuando está cruda, pero cocinada en agua o
asada, ya no tiene más veneno; se asegura que el tóxico es ácido prúsico, que el
calor expulsa debido a su gran volatilidad. Para hacer la torta de casabe se toma
la raíz cruda y se raspa con un rallo muy curioso un pedazo de tronco de palmera
en cuya superficie se han implantado fragmentos de cuarzo; la pulpa se coloca en
una larga manga hecha de hojas de palmera trenzadas; el jugo escurre gota a
gota y como es ligeramente azucarado atrae las moscas que mueren tan pronto lo

311

han probado. La pulpa, una vez escurrida, se cuece sobre un plato de arcilla muy
caliente; las tortas, una vez cocidas tenían un diámetro de 33 centímetros, por un
espesor de 3 a 5 milímetros y estaban ligeramente tostadas en la superficie.
Hicimos una buena provisión de ellas, ya que se conservan bien en los climas
húmedos y reemplazan perfectamente el pan y el bizcocho de maíz que los indios
poco utilizan, ya que prefieren llevar maíz tostado en sus peregrinaciones.

El 4 de febrero, después de haber pasado once días en San Martín, nos


despedimos del cura Joaquín Guazi y en compañía del comandante Castro,
salimos hacia el río Meta. Cerca de las nueve montamos a caballo; antes de llegar
al río Humadea, habíamos pasado la quebrada Rubiana. Más allá del Humadea,
encontramos uno de sus afluentes, el río Guano; eran las cinco cuando nos
detuvimos en Machica, casa aislada en donde debíamos pasar la noche. En un
pequeño bosque, a poca distancia del Humadea, nos mostraron una magnífica
orquídea, cuya flor parece un reloj.

En Machica, gracias al comandante, tuvimos una excelente cena; pero en la noche


los zancudos cenaron con nosotros y no nos dejaron dormir; además todos
habíamos soportado durante el día, una penosa insolación, Por la tarde conseguí
la latitud de Machica, tomando una altura de la Cabra. Yo era el especialista de las
observaciones de estrellas y Rivero; se había reservado la de la preparación del
café, utilizando como filtro uno de mis calcetines que a veces dejaba de lavar, aun
cuando los hubiese usado durante varios días. Después de una noche sin sueño y
una tasa de café con leche, tomamos los caballos al despuntar el Sol.

El día estaba espléndido y al fin teníamos a la vista los llanos, que recordaban el
océano por su inmensa extensión. Encontramos varias manadas de caballos
salvajes que huían a nuestra vista. Cuando no se ha visto el caballo libre en la
estepa no puede hacerse una idea completa de la belleza y de la gracia de
movimientos de este noble animal. Los grupos al galope, desaparecieron en un
instante. Qué diferencia con el ganado, acostado tranquilamente al sol y al que
nada asusta, rumiando al aire aceptan con satisfacción a los garrapateros,
(crotophaga major) aves que se alimentan de garrapatas y de otros insectos que
tienen en la piel o que se esconden en el pelo. Hacia el mediodía, la insolación era
insoportable; a pesar de una brisa noreste y de nuestros sombreros de jipijapa,
todos sufríamos y deseábamos fervientemente un abrigo. En la lejanía, algo móvil
se vio en el horizonte y pronto creímos distinguir algunos niños, pero eran tres
hombres armados de flechas que iban de cacería. A las 5 entrábamos a
Giramena, en donde pronto nos rodearon los indios, quienes traían bananos,
casabe, caña de azúcar y una gran cantidad de huevos secos de tortuga, cuya
cáscara arrugada tiene la apariencia de una vejiga; comí en exceso porque me
parecieron excelentes.

La hija del alcalde tenía las pantorrillas pintadas con achiote. El dibujo
representaba bastante bien un zapato y sus hombros eran azules. Conseguí

312

entonces el secreto de esa pintura: se produce con la fruta de un árbol llamada
“yagua” y es una especie de manzana de pulpa blanca, con la que se frota el
cuerno; poco a poco aparece el color azul índigo, pero sobre un papel o sobre una
tela no se manifiesta la coloración; se necesita que sea sobre la piel y
probablemente con sudor. Fue con ayuda de la “yagua” que en Iraca habían
imitado mi uniforme. Me teñí un brazo frotándolo con la “yagua”; la coloración azul
apareció en menos de dos horas y persistió durante varios días. Este tinte no
desaparece con el Sol, sino por la renovación de la epidermis.

La iglesia de Giramena nos pareció curiosa: algunos pedazos de marcos dorados,


revestidos con pieles de animales, eran los únicos objetos de veneración. No
había crucifijo, ni confesionario, ni cura, pues los indios rehusaban
terminantemente confesarse. Son pésimos cristianos que no admiten el
sacramento del matrimonio, pero son muy industriosos y fabrican, con fibras de
palmera, unos sombreros que son muy apreciados.

Por la noche, aun cuando me sintiera indispuesto, tomé una altura meridiana de
Canopus; durante el día, a las 2, el termómetro marcaba 34,5°. Los indios son una
mezcla de achaguas y de amarizanos, al igual que entre Iraca y San Martín, son
los pobladores de Tamas, de Omoas y de Pamiguas, clanes insignificantes que no
habría ni siquiera mencionado, si no presentaran la particularidad de que, aun
cuando muy vecinos y de la misma raza, no hablen el mismo idioma. Lo mismo
ocurre en el alto Orinoco. En cuanto a la fisonomía, pertenecen a la raza cobriza y
si en las misiones se encuentran narices europeas, las atribuyo a la influencia de
los curas, todos de raza blanca o mestiza. Si alguien duda de la influencia de los
monjes sobre las características de la comunidad, diré que mi amigo Gutiérrez,
cura de Guaduas y después canónigo de Bogotá, reunía en su mesa 20 niños que
había tenido con mujeres blancas, indias, negras, mestizas, zambas o mulatas
indudablemente era un buen padre de familia.

De acuerdo con las informaciones obtenidas del comandante, anoto aquí unos
datos de San Martín:

Giramena: 12 leguas castellanas de 3 millas al este.


Iraca: 5 leguas castellanas de 3 millas al SSE.
San Juan: 10 leguas castellanas de 3 millas al SSE.
La Concepción: 30 leguas castellanas de 3 millas al sur.

Encontré que Giramena tiene una altitud de 216 metros que es exactamente la del
río Humadea, en el punto de su unión con el río Nare, en donde debíamos
embarcamos. En realidad, Giramena es el embarcadero del alto Meta, aun cuando
la navegación no sea factible para las grandes canoas y las piraguas de vela sino
a partir de Marayal. Aquí el Meta es ya un gran río, más ancho que el Sena, aguas
abajo de París; la corriente era rápida, aun cuando luchaba contra un fuerte viento
del Este.

313

Con frecuencia yo iba por la mañana a tenderme sobre la playa del río para fumar
un cigarro, gozando del fresco; un día noté las idas y venidas de gentes, cosa que
no me explicaba: un indio o una india pasaban dignamente, entraban en el agua
hasta la cintura, miraban al oeste aguas arriba, permanecían inmóviles durante
algunos minutos, luego salían del río y regresaban al pueblo. Descubrí por fin que
esos indios entraban en el Meta para satisfacer una necesidad, para sentir, de
acuerdo con la expresión del doctor Alambest “el único placer que no dejaba
malos recuerdos”.

Convengamos en que no todo el mundo tiene un excusado tan grandioso. Por lo


demás, es un instinto particular de las razas nómadas disimular sus excrementos
a fin de despistar al enemigo.

Estos indios eran amarizanos y achaguas, de un carácter muy suave, como los de
Iraca. Mientras medía a algunos de ellos, estaturas entre 1,50 y 1,60 metros, sentí
un violento dolor en todos mis miembros que me obligó a tirarme en la hamaca,
donde sufrí un terrible acceso de fiebre. Durante toda la noche los indios
mantuvieron el fuego encendido en la casa donde yo habitaba, cosa bastante
incómoda. Siempre he observado que al hombre desnudo le gusta calentarse,
durante la noche, aún en los climas más calientes. Desde mi hamaca veía las
caras de tres indias, sentadas sobre un banco y a quienes mis gemidos hacían reír
a carcajadas; le pedí al cabo Jacobo que bajara con el fin de no ver los rostros de
estas mujeres, pero fue peor porque ahora veía reír los vientres. Nada más
espantoso que un estómago riéndose a carcajadas, contrayendo el ombligo con
los movimientos más raros y más desordenados. El cabo Jacobo logró hacer salir
a las indias inoportunas con algunos fuetazos. Mi fiebre no cesaba; una especie
de sacristán me regaló una medalla con la efigie de Nuestra Señora del Carmen,
de las que preparan y venden los capuchinos de una misión del Orinoco , como un
remedio milagroso contra las fiebres: la medalla se tritura y se disuelve en agua
para beberla. El hecho es que sentí una momentánea mejoría. ¡Astutos estos
capuchinos! Su imagen bendita es una mezcla de arcilla plástica y de quinina.

Al día siguiente, aun cuando me había tomado toda una Virgen, aumentó la fiebre.
Es que cuando se vive en una atmósfera en donde la fiebre es común a sus
habitantes, sea cual fuere su causa, la quinina produce poco o ningún efecto y eso
lo saben, por cruel experiencia, los pobres religiosos de las misiones. “¡Tengo 20
años de calenturas!” le decía a Humboldt un misionero del río Negro, quien no
cesaba de temblar. Se sufre sin tomar medicinas y no se recupera la salud sino
huyéndole al foco de infección; la mejoría es lenta y los accesos son periódicos y
no desaparecen sino después de varios meses de permanecer en un clima sano.

Procedimos a embarcamos cuando llegaron las canoas y nada más divertido que
nuestra mudanza: para llevarla a cabo habían puesto a nuestra disposición una
cincuentena de indios pintarrajeados de rojo con achiote; cada uno llevaba un solo
objeto por pequeño que fuese; uno cargaba una pluma metálica y se necesitaban

314

dos para llevar un par de botas; seis libros demandaban seis individuos. La
procesión marchaba ceremoniosamente bajo la inspección de un regidor pintado
de rojo como sus administrados, pero que no llevaba más que la vara de
comandante.

Las mujeres formaban una calle desde el pueblo al río y yo cerraba el cortejo,
sosteniéndome difícilmente. Me acostaron en una canoa y tuve un acceso tan
violento que comencé a delirar. Mis compañeros que también temblaban, estaban
muy inquietos y tenían tristes presentimientos.

Los ríos, lo mismo que las selvas húmedas y calientes de las regiones
ecuatoriales, son funestos para la salud. Loefling, discípulo de Linneo, murió en
las riberas del Caroní; Humboldt y Bonpland casi mueren en Angostura, sobre el
Orinoco y yo recordaba que un joven naturalista sueco falleció en pocas horas
debido a las fiebres, al desembarcar en Honda, sobre el río Magdalena. En el poco
equipaje de esta víctima de la ciencia, había algunas plantas secas y la miniatura
de una linda joven, su hermana o su novia; estaba también el perrito que lo
acompañaba y que costó mucho trabajo retirar del cadáver, ya que sus aullidos
provocaban lágrimas.

Nuestros indios remeros no escaparon a la enfermedad. En el momento más


fuerte del acceso de fiebre y por consiguiente antes del abundante sudor que
sigue a este período, se botaban al agua y experimentaban mejoría. En Marayal
nos transbordaron a grandes canoas; el viaje por el río había sido lento debido al
viento del Este, lo suficientemente violento para causar olas. Por la tarde
atracábamos, se prendía fuego en la playa y se cocinaba. Rivero, temblando de
fiebre, preparaba siempre el café; yo ya no tomaba la altura meridiana de las
estrellas, pues estaba en un estado de postración total y no tenía conciencia de lo
que sucedía a mí alrededor. De Giramena en adelante, ya no llevaba el diario. Lo
que voy a contar lo anoté de mis compañeros, porque aun cuando yo asistía al
incidente, no me daba cuenta. Por otra parte nada tan monótono como una
navegación entre dos playas áridas.

En un vivaque nos encontramos al despertar rodeados de un gran número de


indios armados que esperaba nuestro despertar; el centinela roncaba
pacíficamente cerca de su hijo, acostado sobre la arena. Nos tranquilizamos con la
aparición de un monje franciscano, largo, seco y que llevaba un monstruoso
sombrero. Nos contó que iba con sus neófitos a recoger huevos de tortuga. Roulin
tuvo la cortesía de ofrecerle un frasco de ron a medio llenar, el cual bendijo con
mucha compunción y luego, con gran alarma nuestra, tomó hasta la última gota:
era lo último de la provisión.

En ciertas épocas del año las playas de río muestran grandes cantidades de
huevos de tortuga cubiertos de arena; sondeando el terreno con una vara, se
determina la extensión del depósito. Los puntos principales en donde se reúnen

315

cada año los animales para desovar, están situados en la confluencia del Orinoco
y del Apure, donde existen cataratas que no logra remontar la mayor de las
especies, la “arrau”. Allá era a donde se dirigían los indios. Una “arrau” pesa de 20
a 25 kilos; sus huevos son más grandes que los de paloma y tienen una forma
más esférica; eran los que yo había comido en exceso en Giramena. La tortuga
“tseckay” es mucho más pequeña que la “arrau” y su carne es más delicada.

Los grandes desoves tienen lugar cuando bajan las aguas: la misma época de
nuestra permanencia en el Meta. Cuando un campamento indio se establece,
comienza la explotación bajo la dirección de un misionero. Los huevos, sacados
de la arena, se rompen dentro de una artesa llena de agua y se revuelven con una
pala, luego se exponen al sol hasta que un aceite amarillo sube a la superficie y se
recoge para hervirlo: este aceite límpido, sin olor y escasamente coloreado, es la
grasa de la tortuga que se emplea para iluminación y en la cocina.

He aquí algunas informaciones recogidas por Humboldt sobre la industria del


aceite de tortuga: la jarra, con una capacidad de 25 botellas se vende por dos
piastras (diez francos). Para conseguir 5.000 jarras de aceite se necesitan 330.000
arraus, que pesan 165.000 quintales (de 4 arrobas) y que ponen 33’000.000 de
huevos. El comercio del aceite de tortuga dura 3 semanas. Durante ese tiempo las
misiones están en relación con la costa y los vendedores realizan grandes
beneficios porque los indios les venden la jarra de aceite al precio de una piastra.

Todas las tardes, hacia las 5 mientras duró la navegación por el Meta,
desembarcábamos para cenar; luego, cuando llegaba la noche, nos volvíamos a
embarcar para bajar el río en silencio y poder dormir sin prender fuego sobre una
playa, algunos kilómetros más abajo que el punto en donde habíamos cocinado.
Procedíamos así para disimular nuestro paso a los guahibos, indios muy agresivos
que rondaban con frecuencia la región. En una oportunidad, a pleno día, vimos un
campamento de indios y desembarcamos para observarlo de cerca; los indios
estaban cocinando su “picho” en una olla de barro; Roulin fue a tomar un tizón del
fuego para prender un cigarro, cuando uno de ellos, adelantándose, le dijo en
francés: —“Señor, aquí hay fuego”. Este singular personaje de pequeña estatura y
muy pintado, había nacido en las Antillas: era un marinero que hacía años vivía
con una familia india, porque prefería la sociedad del salvaje a la del hombre
civilizado. Estos casos son bastante frecuentes; sin embargo, no logramos obtener
de este individuo ninguna información útil.

Estábamos midiendo una base sobre la playa para tomar el ancho del Meta,
cuando de pronto, sobre la ribera opuesta, vimos aparecer algunos guahibos,
quienes nos lanzaron flechas envenenadas. Como lo he relatado varias veces,
nada influye tanto sobre la moral de un soldado como el riesgo de ser alcanzado
por una flecha que lleve veneno. Hicimos algunos disparos a los agresores para
tranquilizar a nuestros hombres, demostrándoles que el fusil tiene infinitamente
más alcance que el arco.

316

Algunos indios debieron quedar gravemente heridos a juzgar por el afán que
pusieron en llevarlos, posiblemente algunos muertos. Después se pudo medir
tranquilamente el ancho del río.

El doctor Roulin, viendo que mi estado se agravaba, pensó que debía llevarme a
un clima templado, tan pronto fuera posible. Me acostaron en una canoa que me
pareció más un féretro y en compañía del cabo Jacobo y cuatro remeros
remontamos el río. El doctor me recomendó expresamente no tomar ningún
alimento y mantener una dieta absoluta. Las ideas de Broussais de tratar todas las
enfermedades por el hambre, eran adoptadas entonces por los jóvenes médicos.
Cuántos días seguí embarcado, no lo sé. Cuando volví en mí, me encontré en una
hamaca, en la casa cural de Giramena; allí pasé dos días bebiendo limonada. Me
puse en camino en dirección de “tierra fría”, cuando se consiguieron unos
caballos, es decir, que para salir de los llanos tomé el mismo camino que
habíamos seguido para entrar. Me dirigí hacia Apiay al paso, bajo un sol ardiente.
El acceso de fiebre fue tan fuerte que me vi obligado a detenerme en una
miserable choza en donde pasé la noche. También estaba allí un hombre
horriblemente herido en una pierna por un machetazo: ¡cómo gemía el infeliz y
qué infección producía la supuración! Al día siguiente, muy temprano, me subieron
al caballo y el cabo tuvo la precaución de amarrarme a la silla; el llano estaba
ardiente y pronto terminé mi provisión de agua. Por la tarde llegamos a Apiay y me
instalé en una casa construida con guadua; supe que toda la familia que allí
habíamos visto, había muerto. Me arrastré al presbiterio y como lo había dicho
antes, mi joven monje estaba ya enterrado; puse una pequeña cruz sobre su
tumba.

De Apiay fui al vivaque de Gramalote; el abrigo se encontraba como lo habíamos


dejado; este sitio me pareció más fresco, pero toda la noche el cabo tuvo que tirar
piedra a los jaguares, atraídos por nuestros caballos. De ahí se comienza a subir
insensiblemente, anduvimos a la sombra de las palmeras y fue un gran alivio
escapar a la insolación, pero persistía la fiebre y a cada paso del caballo yo sentía
fuertes dolores en los miembros.

Al llegar al sitio de Servitá y tratar de bajar del caballo, tuve un desvanecimiento; lo


que sentí no fue doloroso: la vista se oscureció de repente y cuando volví en mí,
estaba tendido sobre la hierba, con mi cabeza apoyada sobre el seno de una
muchacha arrodillada, que me hacía tragar un huevo tibio. Mi cabo maldecía en
alemán y español, atribuyendo mi extrema debilidad a la dieta y decía que de ahí
en adelante todo cambiaría, porque si me obstinaba en no comer nada, no llegaría
jamás a Bogotá.

De Servitá, en donde pasé la noche bien cuidado por la joven mestiza que me hizo
tomar no sé qué infusión, esperaba llegar a la hacienda de la Cabuya, lo cual no
se pudo, pues la fiebre fue tan intensa que tuvimos que pasar la noche en la selva,
tan espesa en ese sitio, que nos fue imposible prender fuego para alejar a los

317

tigres. Mi hamaca fue suspendida entre dos árboles; el cabo cargó de nuevo su
carabina, prendió su pipa y se sentó sobre una piedra. La luz de la luna penetraba
a través de las hojas y esta escena nocturna debía tener algo de fantasmal: un
joven oficial moribundo, velado por un veterano de las guerras de la
Independencia, ¡con una dedicación maternal! Frecuentemente yo pedía de beber,
el cabo me daba algunas gotas de agua, luego sentía que me ponía en la boca un
pedacito de algo resistente que tragaba con mucha satisfacción y me gustaba: él
continuaba alimentándome y así me dormía. Al despertar, pedía de beber para
recibir al mismo tiempo lo que creía ser una píldora.

—“Jacobo, es increíble cómo lo que me das de comer sabe a ron”, le dije.


—“No tiene nada de raro, porque yo masco la carne y tomo un poco de
aguardiente encima”.

El buen soldado pasó toda la noche haciéndome tragar carne masticada y me


encontré tan bien que cuando amaneció pude montar a caballo sin ayuda.

El cabo estaba orgulloso de esta curación; yo tenía todavía un poco de fiebre y la


frescura de la mañana me hizo sentir una sensación agradable. Llegamos
temprano a Cabuyaro, en donde me acostaron sobre un cuero de res. Me sentía
muy mal, el camino me había cansado y me rodearon las mujeres de la hacienda;
ellas aparecen siempre cuando hay dolor.

A la vieja mamá le costó gran trabajo reconocerme y decía:


-“Vean cómo ha cambiado, a todos les sucede cuando regresan de los llanos”, y
se alejó gritando: “¡rápidamente que se le dé de comer, si no, va a morir!” Pronto
me trajeron un tazón de sopa de arroz que tomé en presencia del cabo, quien
después colocó cerca de mi cama, o más bien, de mi cuero de buey, una calabaza
llena de agua. La noche llegó y con ella una fiebre violenta; tomé ávidamente el
agua de mi protector, que en realidad era guarapo, bebida alcohólica de jugo de
caña fermentado. Por lo menos tomé tres litros y me dormí en un estado cercano a
la borrachera. Al despertar me sentía mejor pero muy débil; llegué a Cáqueza en
donde una buena mujer me ofreció hospitalidad, diciéndome: —“Entre a mi casa,
yo le cuidaré porque veo que está muy enfermo”. Inmediatamente procedió a
prepararme un excelente caldo, aun cuando le hubiera advertido que no tenía ni
un cuartillo en el bolsillo.

Decididamente la fiebre me había dejado y me sentía un poco más fuerte. ¿Sería


el efecto del clima templado o porque, gracias al cabo, había contravenido las
recomendaciones de Roulin, al romper la dieta? No lo sé. De todas maneras me
mantenía a caballo y llegué de un jalón, de Cáqueza a Chipaque. Había llegado a
la meseta; me detuve en una cabaña de indios en donde pasé la noche en mi
hamaca, aun cuando hacía bastante frío (12°) y bien me convino. Efectivamente,
por la mañana al levantarme, vi al cabo acostado sobre una estera, durmiendo
profundamente. Al acercarme para despertarlo me di cuenta de que su uniforme

318

de paño azul estaba completamente blanco, cubierto de grandes piojos, en
prodigiosa cantidad. Cuando el buen hombre se levantó llovían insectos. Se
consoló regañando al dueño de casa. En las regiones frías, bajo el régimen de los
incas, de los zaques y de los muiscas, el indio convivía con los piojos; sigue
siendo así todavía. Después de todo, el piojo es mucho menos incómodo que la
pulga.

Hice mi entrada a Bogotá montado sobre uno de esos caballitos (macho) de la


cordillera, que no conocen otro paso sino el del galope. Una vez instalado en mi
alojamiento, la casa de Mutis, me hice una limpieza muy necesaria para salir de
los parásitos que había traído de Chipaque; fui en seguida a hacer una visita a la
señora R.... ¡Cómo era de linda! ¡Qué felicidad volvernos a ver! Una comida fina y
un postre delicioso, pero esto era demasiado para un convaleciente, porque me
creía convaleciente. Al día siguiente, después de haber tomado mi café, me vino
un violento acceso de fiebre, con unos fríos aterradores: ¡mis dientes
castañeteaban y no recordaba haber sufrido tanto en los llanos! Luego vino el
sudor y el acceso de calor. Tuve una extraña visita cuando la fiebre estaba
bajando: la pieza que yo habitaba era muy espaciosa y tenía por mobiliario un
camastro, mis baúles y algunos asientos; vi entonces entrar a un hombre envuelto
en una sábana, que andaba sin mirarme y se dirigía hacia una alacena de donde
retiró algunos cubiertos de plata; este hombre, amarillo y flaco, que se arrastraba
con dificultad, era Bourdon, el naturalista, que nos había llevado a San Martín los
despachos del gobierno. No había pasado más de dos días en los llanos y sin
embargo las fiebres se habían manifestado a su regreso a las regiones templadas.
Al verlo le dije:

—“Bourdon, no he muerto todavía”.


—“¿Ah! entonces excúseme, volveré más tarde”.

Bourdon era un hombre instruido, pero ladrón por temperamento. Robaba todo lo
que estaba a su alcance. Antiguo cirujano militar durante la guerra de España,
probablemente tenía la costumbre de despojar a los moribundos.

La fiebre ya no me dejaba, era remitente; cuando bajaba, mi espíritu estaba


bastante lúcido, reconocía a mis amigos y aún hablaba con ellos. Un día vi entrar
al excelente canónigo Céspedes:

—“Mi hermana me envía para confesarlo, pero tranquilícese, le hablaré de


botánica”. Fue lo que hizo inútilmente, pues yo no estaba en capacidad de
escucharlo. Cuando mejoré, la hermana del canónigo me decía: —“Si usted no ha
muerto es porque Dios le tuvo piedad, no quiso que muriera sin confesión”. La
señorita Céspedes era una santa mujer; sin embargo, adquirí la prueba de que
ocasionalmente servía de alcahueta a la esposa de ministro del interior, una
excelente y gorda dama que gustaba de muchachos muy jóvenes.

319

Mi coronel José María Lanz venía a verme todos los días y aun varias veces al
día. Juzgó que mi caso era tan grave que me hizo transportar a su casa. Me
colocaron en una silla de mano acompañado por un artillero: en esa clase de
vehículo ordinariamente se llevaba el viático a los agonizantes, de manera que
cuando mi cortejo atravesó la plaza de mercado, todo el mundo se arrodillaba a mi
paso. Me acomodaron en casa de la gorda señora Gertrudis, en donde tuve una
cama con un colchón. Lanz no me dejaba: era un increíble enfermero y eso era lo
que necesitaba porque durante 15 días persistieron las fiebres. En mis momentos
lúcidos entreveía a la señora R .... que lloraba a lágrima viva; no había ningún
médico extranjero en Bogotá, lo cual me salvó; un inglés o un francés, no se
habrían atrevido a administrar la quinina, Ibáñez, un médico de la facultad de
Bogotá, me la dio en fuertes dosis con jarabe de naranjas agrias, medicina que me
hacía tomar el coronel Lanz a horas fijas, con la precisión matemática que era una
de sus costumbres. Cada 24 horas tomaba 60 gramos de quinina en polvo: la
fiebre cedió en algunos días y entré en convalecencia, ¡pero en qué estado!
Escasamente podía tenerme en pie; había perdido mis hermosos cabellos rizados.
Según el coronel Lanz, estaba reducido a mi propio eje. Mi memoria se había
debilitado tanto como yo mismo.

Cuando pude hacer algo pasé mis días elaborando extractos de libros de cocina y
no conseguí salir sino unas dos semanas después de haber dejado la cama. No
pensaba sino en comer y entraba frecuentemente a las confiterías, en donde me
llenaba de golosinas. La señora R... me ofrecía pequeñas comidas finas a las que
siempre asistía el coronel Lanz.

Durante mi convalecencia tuve que cuidar a mi pobre coronel Lanz quien sufrió
una hemorragia pulmonar que sólo se detuvo cuando trasladamos al enfermo a
1.500 metros por debajo de Bogotá.

Roulin y Rivero regresaron a la meseta con fiebres y el primero tuvo una grave
enfermedad del hígado. ¡Cuántos sufrimientos para conocer el curso del río Meta!
Para mí fue un eclipse de dos meses en mi existencia. Habiendo recuperado mis
fuerzas, volví a trabajar al principio de junio de 1824. Fue entonces cuando hice mi
primera excursión a las minas de sal de Zipaquirá.

320

CAPÍTULO XIV
Cordillera Central y Cordillera Oriental— Valle del
Cauca— Minas de oro de La Vega de Supía -
Provincia de Antioquia.
Las cordilleras se desprenden del nudo que forman los Andes cerca del volcán de
Pasto de Popayán. El río Cauca corre entre esas dos cadenas hasta Mompós,
donde entra en el río de la Magdalena, del cual es el principal afluente. Las
comunicaciones entre el valle del Magdalena y el del Cauca, son difíciles debido a
la altura de la Cordillera Central que hay que franquear por senderos abiertos en
espesas selvas.

Se conocen tres pasos en estas montañas: primero el paso de Guanacas, que


sale del pueblo de Guanacas y llega a Popayán. Por esta vía viajan las
mercancías enviadas de Bogotá al alto Cauca. Los transpones se hacen a lomo de
mula, pero el paso del Páramo de Guanacas, cuya altitud es grande, no deja de
tener peligros si consideramos las osamentas de mulas que se hallan en el
camino; segundo, los pasos del Quindío, de Ibagué a Cartago, son los más
frecuentados, pero los transportes se hacen a lomo de hombre, casi siempre entre
la selva y al bajar hacia el Cauca, se atraviesan pantanos impracticables para las
bestias de carga; tercero, más al norte se encuentra el páramo de Herveo, el cual
siguen los cargueros que van de Mariquita a la Vega de Supía. Esta era una vía
de comunicación más o menos abandonada cuando la industria minera, que se
desarrolló nuevamente en Supía, la hizo renacer; cuarto, se introducen también,
hacia el Valle del Cauca, mercancías que vienen de Europa que son transportadas
por el río Magdalena hasta el río Nare y deben remontarlo hasta cerca de la
población de Marinilla, depósito de donde se despacha a Medellín y a Antioquia.
Este paso no es comparable a los de Guanacas, del Quindío y de Herveo, pues es
una comunicación por agua, que termina en la pendiente de la Cordillera Central.

He atravesado varias veces esta cordillera, cuya vertiente oriental había estudiado
durante mis excursiones por el Valle del Magdalena entre Honda y Neiva y con
ocasión de mi ascensión al volcán del Tolima, cuando me fue posible estudiar su
constitución geológica hasta una altura considerable.

De todas maneras fue en 1827 cuando pasé por primera vez del Magdalena al
Cauca con la misión de examinar el estado de la explotación de oro en el distrito
de La Vega de Supía, para dar mi opinión sobre los precios que pedían varios
propietarios de minas a una poderosa compañía inglesa que se había formado en
Londres con el objeto de explotar las riquezas de la Nueva Granada. Debía
relacionarme con el notario (escribano) encargado de las adquisiciones. El doctor
Roulin, en caso de que yo aprobase las transacciones, se uniría conmigo en

321

compañía de un oficial de minas, el señor R. Walker, para ejecutar el plano del
distrito. Yo era, en realidad, el comisario designado por el ministro para conciliar
los intereses del Estado con los de la Colombian Mining Company.

Al terminar mi misión en Supía debería ir a la Provincia de Antioquia para recoger


las informaciones relativas a las minas de oro que allí se explotaban. Recibí la
orden de pasar por el páramo de Herveo con el fin de estudiar la posibilidad de
hacer llegar a Supía, por ese paso, todo el material que sería enviado desde
Inglaterra con un grupo de mineros de Cornualles. Las remesas desembarcarían
en Santa Marta y tendrían que remontar el Magdalena hasta Honda, donde se
encontraba un depósito que abastecía las minas de plata de Santa Ana, lugar en
el que se habían iniciado trabajos importantes. De Honda a Mariquita el transporte
se haría con mulas; más allá no se podrían volver a utilizar sino cargueros, que no
acarreaban más de 4 arrobas.

Son claras las dificultades para cruzar la cordillera con masas de un peso
considerable y que no siempre se podían repartir en cargas de 3 a 4 arrobas.

Me detuve en Mariquita para organizar la expedición: un mestizo inteligente de


apellido Vargas, fue escogido como guía (vaquiano). Conocía perfectamente la
selva en donde debíamos pasar varios días sin encontrar ninguna vivienda. Se
prepararon las provisiones, la carne de res en tiras, a medio secar, tortas de maíz,
arroz, chocolate y ron. Walker debía acompañarme y 5 o 6 cargueros, miserables
cotudos llevaban mi equipaje, reducido lo más posible. En línea recta no teníamos
más de 20 leguas para llegar al Valle del Cauca, pero la marcha iba a ser tan lenta
como fatigante. El 15 de julio de 1825 pasamos la noche en Bocaneme, infeliz
caserío situado a dos horas de Mariquita. El 16 pude seguir a caballo hasta
Guadualejo, en donde permanecí con el objeto de repartir la carga entre los
cargueros. Necesité 6 horas para llegar a El Sitio donde pasé el día 17. El 18 a las
9:30 de la mañana, tomamos el camino de la selva. Vargas, el guía, abría una
trocha a través de la maleza; a mediodía llegamos a Los Frailes y bebimos
suficiente agua del torrente, pues no la volveríamos a encontrar sino hasta el lugar
de campamento. Habíamos subido considerablemente y el barómetro indicaba
una altitud de 2.140 metros y una temperatura de 21°.

Después de un descanso de dos horas subimos al alto del Aguacatal (altitud 2.590
metros) a donde llegamos a las tres; bajamos entonces hasta un riachuelo de
nombre Cruz Gorda, en donde establecimos nuestro vivaque a 2.133 metros. Eran
las 5; durante esta jornada habíamos caminado hacia el Oeste. El fuego fue
encendido para cocinar; abrigados bajo un techo improvisado con grandes hojas
de bijao, habríamos pasado una buena noche si los insectos no nos hubieran
atormentado terriblemente. El 19 a las 7, después de haber tomado chocolate,
subimos al alto de Cruz Gorda (2.164 metros) para bajar en seguida al lecho del
río Perillo, a donde llegamos a las diez (altitud 1.530 metros) muy fatigados,
extenuados porque habíamos tenido que atravesar un terreno cubierto de árboles

322

caídos. Varias veces he encontrado en esos árboles derribados sin comprender
por qué están así. Frecuentemente caen rayos pero sus efectos son muy limitados
y sólo se pueden explicar estos trastornos por el viento, aun cuando no ejerza su
violencia sino sobre un punto limitado, de lo cual tuve pruebas algunos años más
tarde cuando atravesaba el páramo de Herveo para llegar a Mariquita. Fue en
1829 cuando sobrevino un tremendo huracán, llovían ramas de los árboles y por lo
menos durante un cuarto de hora corrí un verdadero peligro porque no había
dónde abrigarse; durante algún tiempo caminamos difícilmente sobre los restos
que cubrían la tierra.

El río Perillo viene de las nieves del páramo del Ruiz y se une cerca de allí al río
Guarinó que cae al Magdalena. Nos pusimos en marcha a mediodía y para salir
del profundo lecho del Perillo tuvimos que agarramos de las raíces de los árboles
porque la pendiente era muy fuerte. Después de esta gimnasia llegamos a la una
al alto de Loaiza (altitud 1.733 metros) que atravesamos en dos horas. Al salir del
torrente del Loaiza tuvimos que luchar contra un obstáculo singular: las hojas
secas sobre las cuales escasamente podíamos paramos, pues hacían el terreno
muy resbaloso; cuando la pendiente era muy fuerte, teníamos que quitarnos las
botas para poder avanzar. A las cuatro llegamos al alto del Chuscal (altitud 2.372
metros). El guía nos hizo bajar un tanto para establecer el vivaque cerca de un
riachuelo. Pasamos la noche sin dormir, devorados por un pequeño insecto
llamado chinche garrapata. El 20 a las ocho dejamos el vivaque en donde
habíamos sido tan cruelmente atormentados y a las diez volvimos a encontrar el
río Loaiza o Guarínó, el cual atravesamos varias veces; en definitiva, al subir
seguíamos el curso de este río que corre sobre neis.

Sobre una playa, la Playa-larga, donde nos detuvimos, vimos un grueso árbol de
una altura prodigiosa, vacío en su interior. En la parte inferior del tronco había una
abertura que parecía una chimenea y al mirarla por dentro vimos que estaba
carbonizada. Nuestros cargueros prendieron fuego y el humo salía por la parte
alta; probablemente había habido un incendio espontáneo o bien ocasionado por
un rayo. La marcha iba muy lentamente debido a la vegetación
extraordinariamente vigorosa de las riberas del río. A la una pasamos la quebrada
Negra en donde se encuentra una caliza granulada. A las tres la fatiga nos obligó
a pernoctar sobre la ribera del Guarinó de Las Letras (altitud 2.066 metros). La
roca era una caliza verdosa de gran tenacidad. Para escapar a los insectos
resolví, a pesar de la temperatura relativamente baja (13°) acostarme en mi
hamaca, en donde dormí mal, debido al frío y a la lluvia.

El 21 a las ocho dejamos Las Letras y a las nueve y cuarto, siempre subiendo el
curso del Guarinó, nos encontramos en el alto del Escobalito (2.335 metros,
temperatura 15). A la una llegamos a la quebrada del Salado donde encontramos
una fuente un tanto salada que salía de un depósito calcáreo. El sitio es de los
más pintorescos: un bosque de palmas de cera (ceroxylon andícola) mezcladas
con bellos cedros. Dejamos el lecho del Guarinó para subir al alto de los Cajones,

323

que nuestros cargueros nombraron muy poco delicadamente, como de los
cagajones, porque por una circunstancia curiosa, toda la expedición tuvo que
satisfacer allí unas ciertas necesidades (altitud 2.789 metros, temperatura 18°).

Desde el alto pudimos gozar de una vista extensa, de la que estábamos privados
desde que bordeábamos el Guarinó, en donde apenas se podía ver el Sol a través
de las hojas. Bajamos a la quebrada de las Dantas, así llamada por la abundancia
de estos animales y de allí llegamos a los Plancitos de Guarinó, donde nos
detuvimos (altitud 2.600 metros, temperatura 9,5°). Por la noche el frío nos hizo
sufrir y allí vi viejos cedros que entraban en combustión espontáneamente ¿Cuál
será la causa de esto? ¿El rayo? Es poco posible por la sencilla razón de que las
copas de los árboles están intactas, pues el fuego se declara en la parte baja, en
el interior del tronco.

El día 22 salimos de los Plancitos a las ocho y pasamos el Guarinó sobre un


puente formado por un árbol que tenía todavía sus ramas, lo que lo hacía muy
incómodo; después de haber bordeado el río, nos detuvimos en los Pantanos a las
9:30 (altitud 2.988 metros, temperatura 13°). Habíamos llegado a las fuentes del
Guarinó. De este sitio una pendiente suave lleva al páramo de Herveo, donde abrí
el barómetro: a las 2 encontré que estábamos a 3.160 metros sobre el nivel del
mar; llovía y que la temperatura era de 14,5°.

En 1829, precisamente en este mismo punto, el barómetro indicaba: altitud 2.174 y


la temperatura del aire 14°, con viento muy fuerte.

Nos encontrábamos en el punto culminante del camino de Herveo, la línea de


separación de las aguas: el río Guarinó que iba al Magdalena y el río Poso que iba
al Cauca. Nos alojamos en una infeliz cabaña, hecha de troncos de robles,
especie de chalet que nos pareció un palacio. La noche fue muy fría; por la
mañana el termómetro, al aire libre, marcaba 6°. Sin embargo, el viento soplaba
con fuerza, circunstancia que se había opuesto al enfriamiento nocturno. Una
mujer habitaba la cabaña, pobre manca, cuya mano se había triturado entre los
molinos de un trapiche. Vivía sola en el páramo para vigilar el ganado que traían a
cebar de las regiones calientes. Como toda persona que vive en el aislamiento,
esta pobre mujer hablaba excesivamente cuando se la visitaba y tan alto que
difícilmente se podía soportar su conversación. Esto también sucede a las
personas que viven al aire libre. En la casa pudimos reconfortamos con carne
fresca, un excelente queso, papas y leche. El ganado que se encontraba en los
pastizales de Herveo era un hato muy bueno, que engordaba rápidamente no sólo
por la abundancia y calidad del forraje, sino también por la ausencia de los
insectos y la profunda tranquilidad de que gozaba en esas soledades. Nunca lo
habría creído antes de haberlo visto: el menor ruido o la aparición de un objeto
nuevo, llamaba la atención a estos vacunos.

324

Fue así como para subir de la cabaña al páramo, con el objeto de tomar las alturas
del sol para fijar la latitud y determinar las variaciones de la aguja imantada,
seguimos Walker y yo un repliegue del terreno; al llegar a la explanada la
encontramos ocupada por unas 1.500 reses, acostadas en la misma actitud; tan
pronto nos vieron, todas las cabezas se voltearon hacia nosotros con una
precisión de reloj. Ligero regresamos al repliegue del terreno y un cuarto de hora
después intentamos una segunda ascensión e inmediatamente las 1.500 cabezas
de volvieron de nuevo hacia nosotros. Permanecimos inmóviles para ver si éramos
simplemente un objeto de curiosidad; pero entonces los animales más cercanos a
nosotros se levantaron agitando la cola y mugiendo amenazadoramente:
consideramos que íbamos a ser atacados y que era prudente regresar a nuestro
refugio; los mugidos cesaron tan pronto hubimos desaparecido y procedimos a
hacer nuestras observaciones tranquilamente.

Las alturas del Sol, tomadas fuera del meridiano, dieron 5° 23’ de latitud norte y
por el transcurso del tiempo, obtuvimos 1,5° al oeste de Bogotá. Pasamos el resto
del día en la cabaña, a la espera de los caballos que se había enviado a buscar. El
23 a las tres monté a caballo, feliz de no tener que andar más a pie; desde la
salida de Guadualejo yo estaba sufriendo de una erupción en las piernas: grandes
pústulas blancas habían hecho que la marcha fuera muy dolorosa. Más tarde el
doctor Roulin reconoció que me había vacunado fuertemente un caballo gris,
cerca del cual yo había dormido en Mariquita y que tenía las “aguas”. En el
caballo, como en la vaca, las pústulas variolosas se desarrollan espontáneamente.

Llegamos al sitio del Cabuyal a las cinco, alrededor de 3 leguas al oeste del
páramo: es una pequeña estancia donde pasamos la noche (altitud 2.377 metros,
temperatura 17°); dormí mal sobre un banco hecho de troncos de roble y a cada
hora tenía que voltearme por la dureza de la cama. El 24 llegamos al Cedrito, en
cinco horas de marcha a lo más; allí fuimos muy bien acogidos por una familia de
agricultores; el propietario había tenido la atención de fabricamos una “mesa” pues
esperaba nuestra llegada. Por la noche tomé una altura doble del Alpha del
Centauro. Al atravesar un torrente volví a ver el neis y el esquisto (altitud del
Cedrito 2.000 metros, temperatura 19°). El 25, habiendo podido cambiar los malos
caballos que teníamos por mulas y después de una jornada muy fatigante debido
a las asperezas del camino, nos alojamos en una habitación situada cerca del alto
del Tambor (altitud 1.862 metros, temperatura 21°). Una altura meridiana tomada
de Vega de la Lira dio para la latitud norte 5° 26’. El cronómetro nos colocaba a
1°18’30” al oeste de Bogotá.

Mi equipaje no había llegado pues los cargueros no habían podido seguirme y


Walker se quedó esperándolo. El 26 bajé solo al Cauca; a mediodía me
encontraba en el paso de Velásquez (altitud 754 metros, temperatura 31,1°). El
curso del río es excesivamente rápido y peligroso para pasarlo en canoa. Hice un
trato con el “pasero”, quien cortó algunas guaduas y con ellas hizo una balsa
sólidamente amarrada con bejucos y en menos de 2 horas la embarcación estaba

325

lista y me condujo, con la velocidad de una flecha, a la ribera opuesta. El río está
fuertemente encañonado y para salir de la playa en donde habíamos
desembarcado tenía que subir un talud de guijarros movedizos, con una
inclinación de 40. La subida no era posible, sino por los escalones que uno mismo
formaba al hundir el pie en el terreno sin firmeza; para ascender 14 metros tuve
que ensayar varias veces, porque cuando estaba a punto de llegar a la cima, el
piso se derrumbaba y volvía a encontrarme en el punto de partida. En el paso de
Velásquez el río corre en dirección NE; el Sol brillaba con fuerza y la tierra, de
color negro, estaba tan caliente que no se podía tocar con la mano. Al fin logré
subir, pero me encontraba tan rendido que temí una congestión; lentamente
llegué, muriendo de sed, a la barraca en donde vivía el pasero; felizmente había
allí aguardiente para hacer “grogs” y no sé cuántos bebí; después de ello, me
tendí en mi hamaca, sudando copiosamente y dormí de un jalón hasta el día
siguiente.

El 27 a las ocho salí para La Vega, a donde llegué a la una; en camino vi la Salina
de El Peñol. La Vega es una calle, a lo largo del lecho del río Supía, bordeada de
construcciones cubiertas de hojas de palmera. Es un sitio miserable; me alojé en
casa de una viuda respetable, doña Margarita, con quien más tarde trabé más
amplio conocimiento y de quien contaré más adelante una historia singular. Una
altura meridiana de Vega de la Lira dio 5°27’56” para latitud norte (altitud 1.225
metros, temperatura 23°). El 28 pasé la noche en Quiebralomo y el 29 me instalé
en la población, o más bien la misión de Río Sucio de Engurumí * , centro de mis
observaciones.

La altura de las estrellas mostraba que a partir de Mariquita no había cambiado


sensiblemente la latitud y que por consiguiente habíamos caminado
constantemente hacia el Oeste. Casi siempre permanecimos sobre los neises y
los esquistos micáceos. Aquí reuní las latitudes observadas durante la travesía de
la cordillera desde Honda, sobre el Magdalena hasta el Cauca en el paso de
Velásquez (Cuadro No. 1).

En relación con las altitudes coloqué las diferencias que fueron observadas entre
dos sitios. Para la diferencia de nivel de los dos ríos se encuentran 519 metros,
precisamente la que fue deducida a la altitud de los dos sitios extremos. Esto es
probablemente una coincidencia que se debe a la casualidad, pero no es menor
prueba de la posibilidad de hacer una nivelación suficientemente exacta entre dos
puntos alejados entre sí, con la ayuda del barómetro.

Así el río Cauca, en el paso de Velásquez, estaría a 539 metros por encima del
Magdalena. Los dos ríos nacen más o menos en el mismo punto y como se unen
a unas 85 leguas de recorrido, (a 20 leguas por grado), se puede apreciar la
rapidez del Cauca, por lo cual no es navegable. Para llegar a Mompós, con poca
elevación por encima del océano, su caída es de 519 metros, mientras que el de la
Magdalena no pasa de los 215 metros.

326

Yo había gastado 12 días para ir de Mariquita a La Vega, acampando 7 veces en
la selva.

Río Sucio, en donde me proponía centralizar las operaciones, se encuentra sobre


la vertiente oriental de la Cordillera Occidental y la localidad era conveniente en
relación con el clima bastante húmedo debido a la proximidad de la selva.

Cuadro No. 1 Latitudes y alturas de Mariquita al río Cauca

Fecha (1825) Lugares recorridos Altitud Asc. Desc.

15 de julio Honda 235

Mariquita 548 313

Pernoctar Bocaneme 908 300

Palenque 1.194 286 "

Boca del Monte 1.294 100 "

16-17 Pernoctar Guadualejo 1.756 462 "

Las Partidas 1.970 214 "

18 Los Frailes 2.140 166 "

Alto del Aguacatal 2.590 450 "

19 Vivaque Cruz Gorda 2.164 " 426

Río Perillo 1.530 " 634

Alto de Loaiza 2.099 569 "

327

Río Guarinó o Loaiza 1.733 " 366

Vivaque Alto del Chuscal 2.372 639 "

20 Río Guaninó de las Letras 2.066 " 306

21 Alto de Escobalito 2.335 269 "

Alto de los Cajones 2.789 454 "

22 Plancitos de Guarinó 2.600 " 189

Vivaque Los Pantanos 2.988 388 "

23 Páramo de Herveo 3.167 179 "

Río Posito 2.651 516 "

Alto de las Brujas 2.982 331 "

Vivaque El Cabuyal 2.377 " 605

Alto del Roble 2.608 231 "

Curubital 2.131 477 "

24 Torrente del Cedrito 1.809 192 "

El Cedrito 2.001 192 "

Chamberí 1.992 " 9

328

Alto del Perro 2.384 392 "

Quebrada del Palo 1.734 " 605

25 Vivaque Alto del Tambor 1.862 128 "

26 Río Cauca 754 " 1.108

6.127 5.608

Ascenso: 6.127 Encontré: La altitud del Río Magdalena en Honda es


de 235m
Descenso: 5.608 La altitud del Río Cauca en Velásquez 754 m

Diferencia 519 Diferencia de niveles 519 m.

* El nombre actual es Ingrumá

La altitud es de 1.818 metros y el promedio de temperatura de 20°; es una


explanada poco tendida a donde llegaba por el Sur un camino que la comunicaba
con Cartago; por el Norte el camino conducía a la población india de Chamí, cerca
de los límites del Chocó. Río Sucio está en la base de una magnífica roca de
sienita porfídica. Las casas, construidas en madera recubierta de tapia, techadas
con hojas de palmera, están dispuestas de manera que encierran un gran espacio,
la plaza, tal como sucede en la mayoría de las misiones. La iglesia, que no difiere
de las habitaciones sino por su tamaño, tiene una torre en donde está suspendida
una campana.

Me alojé en una casa bastante limpia y necesariamente vacía, cerca de la cual, en


una gran cabaña, pude establecer la oficina con una mesa de dibujo que fue
tallada no sin dificultad, en el tronco de un árbol varias veces centenario. Me
prestaron, del presbiterio, un sillón del siglo XVI, masa de madera trabajada,
guarnecida de cuero de Córdoba. Para dormir me dieron una “barbacoa” de
guadua y en fin, pude conseguir el aparato indispensable de toda casa americana;
una bella jarra de barro cocido que puede contener cerca de un hectolitro de agua
y suficientemente permeable para refrescar el líquido al funcionar a la manera de
las alcarazas.
329

No estaba enterado de que hubiera minas en explotación en Río Sucio, sino muy
cerca de allí, un poco más abajo en Quiebralomo (altitud 1.868 metros). Las minas
que debía visitar estaban repartidas en la siguiente forma, de Oriente a Occidente:

Altitud

1o. Quiebralomo 1.768 metros

2o. Llanos de La Vega de Supía 1.225 metros

3o. Marmato, Casa Morena 1.474 metros

Las explotaciones estaban cerca de Río Sucio y únicamente el pésimo estado de


los caminos convertía la inspección en asunto bastante trabajoso. La Vega de
Supía, considerada como centro del distrito minero, está construida en el fondo de
un valle estrecho sobre un aluvión aurífero y atravesada por un torrente que viene
del Noroeste, de las montañas a las que se une Rio Sucio. Este río, después de
haber atravesado en una dirección norte-sur los llanos de La Vega, sale por un
pasaje estrecho, abierto entre dos montadas de sienita porfídica, y dirigiéndose al
este, desemboca en el Cauca. Marmato, donde se encuentran vetas considerables
de pirita aurífera, está separado de La Vega de Supía por un ramal de montañas;
Marmato se encuentra en el Valle de Cauca, a 800 metros aproximadamente
sobre el nivel del río y sobre una pendiente tan inclinada que es difícil encontrar
terraplenes para montar las máquinas.

En Río Sucio encontré al doctor Roulin y al notario Escobar, quienes habían


llegado de Bogotá por el Quindío hasta Cartago y de allí por la selva que va a lo
largo del Cauca, ruta que yo he seguido varias veces y de la cual hablaré más
adelante. Escobar estaba acompañado por su hijo, joven de 18 a 20 años, de ojos
negros con lindas pestañas, tez pálida, tipo de raza blanca mezclada con un poco
de sangre muisca; tenía tan bella figura que a pesar de su vestido masculino, tuve
mis sospechas de que teníamos delante de nosotros, no al hijo, sino a la mujer del
escribano, que fuera quien fuera, había adquirido las fiebres durante el viaje.
Escobar era un hombre muy hábil, con excelentes relaciones, quien me tenía
mucho aprecio, aun cuando poco faltó para que me matase, en las circunstancias
que aquí relato:

Estábamos en gira en Marmato listos para dejar el lugar y Escobar, ya a caballo,


tenía el fusil apoyado horizontalmente sobre la silla cargado con balines
destinados a un venado que esperábamos encontrar. En el momento en que yo
iba a poner el pie en el estribo, el caballo de Escobar hizo un movimiento y se
disparó el fusil; por muy pocos centímetros no recibí la carga en la cabeza ya que
los balines me pasaron muy cerca a la cara en donde se incrustaron algunos
granos de pólvora. ¡Había que ver en qué estado quedó el notario! Creí que se iba
a volver loco y nos costó mucho trabajo convencerlo de que yo estaba vivo

330

todavía.

Entré en contacto con los propietarios de las minas, tan pronto estuve instalado y
después de haber colocado las señales para la triangulación que se iba a llevar a
cabo como base del plan del distrito de Supía.

Las minas de Quiebralomo eran explotadas a mano por mestizos y mulatos, a


veces ayudados por un esclavo o una esclava; en América era muy curiosa esta
asociación de amo y esclavo para el trabajo: el amo hubiera obtenido toda la
utilidad si la costumbre no hubiera dado al esclavo dos jornadas semanales que
éste podía emplear como quisiera, especialmente en el lavado de arenas
auríferas. En realidad, en Supía, un negro o una negra que hubiesen llegado a la
edad de 25 a 30 años, poseía en oro una suma suficiente para comprar su
libertad, como lo permitía la ley, muy humana, de la manumisión; generalmente la
recompra no se llevaba a cabo: la esclavitud es soportable mientras sea
voluntaria, lo cual quiere decir que ya no existe.

El propietario de las minas más importantes del distrito era don Francisco de
Lemos, administrador del correo y personaje que merece una mención especial: él
había recibido por herencia de una tía, la señora Moreno, las minas y los esclavos;
cuando lo conocí en su triste habitación del Guamal, podía tener unos 30 años;
vestía de paño pardo claro y usaba en la cabeza para abrigar su completa calvicie,
un pañuelo de algodón. Su rostro agradable habría sido muy atractivo sin un tinte
brioso que mostraba una afección hepática. Estaba sentado ante una pequeña
mesa que le servía de escritorio y allí permanecía clavado de la mañana hasta la
noche. Su oficio era de lo más sencillo: recibía y expedía 2 ó 3 correos por
semana. Frente a la miserable habitación del Guamal se encontraba una fila de
chozas, semejante a un pueblo africano, que alojaba un número bastante elevado
de esclavos. Los negros y las negras trabajaban todo el día lavando aluviones.
Don Francisco enviaba a la casa de moneda de Popayán solamente una parte del
oro, pues consideraba prudente disimular su riqueza, en una época en la que el
gobierno levantaba fuertes impuestos a los ricos, así que no le gustaba
ausentarse.

Sin embargo, vino a hacerme una visita a Río Sucio. Era un solterón amable, bien
educado no sé cómo, que sabía escribir muy correctamente aun cuando no había
leído jamás nada a excepción de algún periódico. Sus principales ocupaciones
eran fumar y amontonar oro; hacía más de 20 años que permanecía inmóvil en su
silla, alimentándose principalmente de chocolate, de un poco de carne seca y de
algunos bananos y bebiendo únicamente agua.

Este hombre no era casado y su familia consistía en una muy bonita muchacha y
un arrogante muchacho, fruto de los amores de doña Moreno, su tía, con un
equilibrista de los que rara vez aparecen en las ciudades y más aún en los
pueblos de América del Sur y quienes por sus piruetas, sus mallas y sus

331

lentejuelas, hacen perder la cabeza a las más grandes damas. Obtuve estos
detalles del doctor Hervis, cirujano de las minas, quien se convirtió en el
equilibrista de otra señorita de nombre Escolástica. Afortunadamente para don
Francisco esos niños eran bastardos y no tenían ningún derecho a la herencia de
la señora Moreno. Escolástica se destacaba entre su raza: morena, alegre, bien
hecha, ágil y de una audacia increíble; una noche cuando yo iba a recoger mi
caballo que se había quedado en Guamal, pasé el puente de guaduas sobre el
Supia y allí me encontré con un hombre que se lanzó sobre mí, sable en mano; yo
me puse en guardia e iba a darle un golpe cuando mi agresor soltó una gran
risotada: era Escolástica que iba a donde Hervis, como sucedía desde un tropiezo
que él había tenido y lo había determinado a no volver a hacer este paseo
nocturno. Un día, poco antes de la salida del sol, yendo a la Vega, vi los perros del
Guamal que ladraban furiosamente cerca de un horno para hacer pan. Me apeé
del caballo para averiguar lo que los enfurecía —todos los perros eran amigos
míos— cuando una voz lamentable que salía del interior del horno gritó: —“don
Juan, sáqueme de aquí, estos malditos animales hace tres horas que me tienen
acorralado”. Era Hervis, a quien las circunstancias habían obligado a meterse allí
en espera de un instante más propicio para sus amores.

El cura de Río Sucio nos dio la bienvenida con una gran comida que se sirvió en
Quiebralomo. Las autoridades municipales, toda gente de color, asistieron
convenientemente vestidos aunque descalzos. La cena fue pantagruélica, digna
del siglo XV y tuvo lugar en una casa cubierta de teja, relativamente un palacio. Lo
que sirvieron fue grandioso: se comenzó por “ollas podridas” (pucheros)
excelentes, pero que nos hicieron sonreír porque para servirlos utilizaron vasos de
noche de porcelana de Wegdwood a manera de soperas, los cuales estaban
“vírgenes” porque se ignoraba su legítimo destino. Ante cada invitado fueron
colocados pequeños platos de barro que contenían una gran cantidad de
alimentos arreglados a la española. Todo fue muy bueno, pero en demasía. Se
nos sirvió al estilo ruso. El postre fue curioso y suculento: compotas de frutas que
nos eran desconocidas. Se tomó vino seco de España, importado por el Chocó;
ron preparado en la región, por medio de la destilación del jugo de caña
fermentado. El capitán Walker se emborrachó, pero todo estuvo correcto. El
anfitrión permaneció de pie, ocupado en dirigir el servicio, ayudado por una criolla,
Manuela, conocida como la maicera, su ama de llaves, mujer muy digna a quien vi
luego atendiendo a enfermos y convalecientes, sobre todo cuando eran jóvenes.

El cura, padre Bonafonte, era un hombre muy caritativo, nacido en el Socorro;


contaré aquí cómo llegó a la misión de Río Sucio de Engurumí: primero fue militar
y dejó el servicio; era un empedernido jugador y se hizo sacerdote. Cuando lo
conocí tenía 68 años, bajo de cuerpo, bien conformado, con ojos azules de
sorprendente vivacidad, siempre alerta, lo veo leyendo su breviario en su casa,
con todas las puertas abiertas y expuesto a todos los vientos. Nunca nos
separábamos y me daba informaciones preciosas sobre la región, especialmente
sobre los indios chami, sus vecinos, cuyas costumbres observé a fondo, ya que
332

me encontraba diariamente entre ellos.

El buen cura se lanzaba en toda clase de empresas: era un hombre instruido y


poseía una biblioteca de más de 60 volúmenes, entre otros “El Teatro Crítico del
Padre Feijó”, un jesuita creo, que tenía una buena reputación en España. El padre
Bonafonte me mostró con orgullo mi nombre citado en la obra arriba mencionada;
era un artículo del reverendo padre Adán Boussingault, religioso de la Orden de la
Santa Cruz.

Un domingo, me invitó a asistir a una misa, en mi calidad de católico, lo cual poco


me interesaba; insistió y para serle agradable, acepté. Después de la ceremonia
dominical creyó su deber pronunciar un sermón contra Voltaire y Rousseau
durante el cual argumentaba sobre cuál de estos dos impíos era el peor. Los
indios no entendían nada en absoluto, pues jamás he visto un indio converso que
atienda a un sermón. Una vez más asistí al servicio divino, pero declaré que
prefería quedarme en mi casa; el cura no se molestó, solamente para lograr
conciliar todo, me hizo esta aburrida sugerencia: “don Juan, no tendrá que volver a
la misa, pero para hacer un acto de buen católico, hágame el favor de tocar la
campana para llamar a los fieles”. Todas las veces que yo estuve en Río Sucio en
domingo, nunca fallé en mis funciones de campanero. Walker aseguraba que yo lo
hacía a la perfección, pero él era quien se tomaba los refrescos que el cura no
dejaba de enviar al campanero. Roulin decía que yo parecía el campanero de
Saint Paul, héroe de un melodrama famoso. Aun cuando las burlas no faltaban, yo
campaneaba de todas maneras.

Cuando, más adelante, me convertí en habitante de La Vega, en mi calidad de


superintendente de minas, mis relaciones con el padre Bonafonte continuaron,
pues mientras más conocía al buen misionero, más lo estimaba. Era un apóstol y
yo admiraba su celo religioso; sin importar la hora, cuando lo buscaban para asistir
a un moribundo salía con buen o mal tiempo y algunas veces se internaba dentro
de la selva, expuesto a encuentros peligrosos con indios desconocidos o con
negros cimarrones del Chocó. Supe por su sacristán que había estado en peligro
varias veces; desde ese entonces, le ofrecí acompañarlo cuando fuera a sitios
peligrosos, lo que aceptó confesándome que temía que le robaran su crucifijo de
plata, pues era el único que tenía y además lo apreciaba mucho.

Las gentes pudientes de Río Sucio habitaban en casas cubiertas de paja que
formaban una gran plaza. Los pobres, los indios puros y los zambos vivían
aislados en los claros de las selvas, cultivando maíz y criando gallinas; estas
chacras se extendían a grandes distancias. Los días de fiesta estos dispersos
habitantes, se reunían en el pueblo y traían sus productos: gallinas, huevos y
raíces de yuca. Estas reuniones eran curiosas: cada persona tenía en su rostro un
tinte característico de su raza; entre esta agrupación de familias, dignamente
paseaban desnudos los indios chamis, mis buenos amigos, con los cartílagos de
la nariz, las orejas o los labios adornados con anillos de oro y portando un arco o

333

una cerbatana, con su provisión de flechas envenenadas.

Me había vuelto muy popular como campanero: el padre, siempre calzado con
botas de montar, estaba listo tan pronto lo vinieran a buscar para atender los
últimos momentos de uno de sus feligreses, y me rogaba que lo acompañase si
debía ir muy lejos; yo tomaba mi “aguja”, un espadón formidable y nos poníamos
en camino, ¡y qué caminos!, fumando constantemente hasta llegar a nuestro
destino que generalmente era una miserable cabaña; después de haber
confesado y dado la extremaunción, regresábamos al pueblo. “Otra alma salvada”,
no dejaba de decirme mi venerable compañero cuando poníamos el pie en el
estribo. Yo era su guardaespaldas y su gendarme; animado del celo religioso más
puro y, puedo añadir, el más desinteresado, el excelente misionero no conocía la
fatiga; digo el celo más desinteresado porque sus feligreses que habitaban a
grandes distancias no tenían absolutamente nada que ofrecerle. El curato de mi
viejo amigo, visto en conjunto, era muy pobre; no recibía nada o casi nada y en
cambio daba mucho y me tomó bastante tiempo descubrir de dónde provenían sus
recursos.

De todas las empresas que había ensayado el padre Bonafonte, una sola había
tenido verdadero éxito y era el mantenimiento de un burro reproductor, cuyo oficio
era el de procrear muletos. El animal, que era horrible, con pelos largos y
embarrados, ocupaba un pequeño cercado con muy buena hierba y era allí a
donde le llevaban las yeguas que debía servir y cumplía su oficio infatigablemente;
cuando vacilaba, se le administraban unos garrotazos y en seguida comenzaba
una carrera desenfrenada contra la bestia que huía y qué de patadas recibía el
asno, antes de lograr su victoria; su cuerpo estaba cubierto de cicatrices. El cura
recibía una piastra (cinco francos) por cada logro del burro y en los buenos
momentos, cuando se le daba maíz, producía hasta 12 piastras en un día, lo cual
era todo para los pobres. Hoy día, cuando en una iglesia de París el sacerdote me
tiende su bolsa para la limosna y dice: “para los pobres y los gastos del culto”, no
puedo evitar pensar en el burro del cura de Río Sucio.

Cuando el padre Bonafonte iba a mi casa, lo que más admiraba eran mis
instrumentos; el teodolito, las brújulas, el sextante, los barómetros y los
termómetros. Su sorpresa fue extrema cuando al mostrarle el higrómetro de
Saussure le dije que el pelo tendido que veía, indicaba la cantidad de humedad
contenida en el aire y que si éste se alargaba más o menos, se podía predecir la
lluvia o el buen tiempo; en efecto, yo había observado que desde el despuntar del
sol hasta mediodía, a la una o aún a las dos, con un cielo puro y poco nublado, la
aguja del higrómetro andaba con gran regularidad indicando “seco” y que cuando,
la aguja, hacia las diez o las once, en vez de seguir avanzando hacia “seco”, es
decir hacia el 0 de la graduación, permanecía estacionaria y con más razón aún, si
retrocedía, se debía esperar lluvia o tempestad.

Algunos días después vi llegar al cura con aire preocupado y me preguntó qué

334

decían los instrumentos en relación con el tiempo. Terminó al fin por confesarme
que reinaba una sequía muy perjudicial para los cultivos y que sus feligreses
insistían en que se hicieran plegarias y procesiones con el fin de recibir la lluvia; el
buen padre añadió: “mi iglesia se halla bajo la protección de San Sebastián y no
tendría ningún inconveniente en hacer lo que se me pide, si no temiera
comprometer la reputación del santo, así que don Juan, cuénteme si de acuerdo
con sus instrumentos tendremos lluvia”.

En el momento de la consulta eran las once y la aguja avanzaba rápidamente


hacia el 0, el cielo estaba sin nubes así que aconsejé dejar al santo en su nicho;
sin embargo, la sequía continuaba y los feligreses exigían una procesión; el padre
Bonafonte quien creía moderadamente en el poder de la intercesión del santo,
venía todas las mañanas a preguntarme qué decía el barómetro y si se podía
sacar a San Sebastián; mi respuesta siempre estaba sometida a las indicaciones
del higrómetro. Al fin un día famoso para el patrón de la iglesia de Río Sucio, mi
respuesta fue: “¡suelten al santo!” De inmediato se organizó una procesión: la
imagen de San Sebastián, una imagen horrorosa, fue paseada durante una hora y,
a mediodía, un trueno anunció la tempestad. Desde entonces, cada vez que se
pedían procesiones para solicitar lluvia o sequía, el cura no dejaba de
consultarme, preguntando: “don Juan, ¿podemos sacar a San Sebastián?” y mi
respuesta dependía del estado higrométrico de la atmósfera.

Yo comencé a pasar inspección a las minas adquiridas provisionalmente; mis


ocupaciones fueron numerosas y mis relaciones con la parroquia sufrieron
necesariamente. Para poderse formar una idea de la localización de los
yacimientos en explotación que yo debía examinar, trazaré en seguida un corte de
terreno, de oriente a occidente, desde Río Sucio hasta el río Cauca, paso real de
Bufú, que se halla un poco por debajo del paso de Velásquez.

La distancia de Río Sucio a Marmato es de cerca de tres leguas en dirección


occidente-oriente. Aunque las diferencias de altitud son moderadas, el espacio
comprendido entre los dos puntos extremos es muy accidentado, pues el terreno
es ondulado. Río Sucio se encuentra sobre sienita pofídica; se sigue esta roca
más o menos modificada, más allá de Quiebralomo, en donde desaparece bajo un
depósito de apariencia arenácea con partículas finas de cuarzo, de feldespatos y
de anfibol, una arenisca con capas inclinadas sobre las pendentes de sienita. He
vuelto a encontrar casi en todas partes esos depósitos singulares que se
presentan como en pedazos. Me ha costado mucho trabajo fijar su edad y aún no
lo he logrado; allí no se encuentran restos de seres orgánicos. Sin embargo, cerca
de Río Sucio, se han encontrado delgadas capas de lignito; ¿serían esas
areniscas arcosas derivadas de los pórfidos? Es posible. Para los mineros esta es
una roca estéril, en donde jamás se encuentran filones metálicos.

Antes de llegar a Río Sucio, ya se está sobre el aluvión aurífero, que cubre el
fondo del valle con altitudes de 500 a 600 metros por encima del Cauca.

335

Después de haber pasado el llano, se llega a la ramificación que lo separa del
Cauca. Al dejar este depósito al Norte, se encuentra y se sigue la sienita porfídica
hasta su punto culminante, la boca del monte, en donde uno se encuentra sobre
una roca esquistosa, esquisto micáceo y esquisto sienítico, el cual un poco más

336

abajo, descendiendo por el río, está en contacto con el pórfido. La roca esquistosa
parece engastada en la roca cristalina; se la puede seguir hacia el riachuelo de
Cascadel, por encima del cual, subiendo hacia Marmato, aparece la sienita
porfídica que baja hasta la hacienda de Muruyá*.

Allí la roca toma las características de la sienita propiamente dicha por la


presencia del cuarzo y de la mica, bastante raros entre los pórfidos.

Las rocas dominantes del terreno del distrito de La Vega, comenzando por su
parte inferior, el Cauca, son entonces:

lo. Esquistos micáceos, talcosos o arcillosos;

2o. Sienita porfídica;

3o. Depósitos arenáceos (¿arcosas?) dispuestos en jirones;

4o. Un aluvión aurífero formado de restos de sienita porfidica.

La sienita porfidíca de Engurumí es la variedad dominante; es una pasta de


feldespato compacta (“petro-sílex”) en la cual están diseminados bellos cristales
de anfibol y de feldespato blanco (ortosa). No se ve cuarzo y muy rara vez se
encuentra mica.

Yendo de Río Sucio de Engurumí a Quiebralomo, se modifica esta roca que es de


un blanco opaco; siempre es una pasta feldespática que encierra una multitud de
cristales de feldespato; su aspecto es terroso y rara vez se ve el anfibol, pero sí se
encuentran pequeños cristales de hierro oxidulado y de piritas; así como todas las
rocas que pertenecen a los terrenos de sienita y de grünstein porfídico, producen
una ligera eflorescencia en contacto con ácidos.

Los filones auríferos son numerosos en el pórfido de Quiebralomo. Su dirección


me ha parecido ser generalmente de sur a oeste, casi vertical, de poco espesor.
La ganga consiste en cuarzo granulado, cal carbonatada y arcilla blanca. Allí se
encuentran, independientes, oro nativo, pirita, antimonio sulfurado, blenda y
algunas veces cinabrio. Todos estos sulfuros son auríferos; la riqueza de estos
yacimientos a veces es muy grande, aunque muy variable; sucede que una vena
explotada con provecho se estrecha de repente y desaparece para reaparecer en
seguida. Me mostraron un filón sobre el cual una galería llevada a 2 metros rindió
1.000 pesos oro; a esta variación en los productos se debe el nombre de “minas
de tope” (minas de la suerte) dado por los mineros a los yacimientos de
Quiebralomo.

Las minas son explotadas en galerías que se abren sobre el río de Santa Inés y el
trabajo se ejecuta con barra, instrumento de hierro que tiene en su extremidad una

337

punta para picar y en la otra un filo cortante, herramienta de los mineros en toda la
América meridional, que manipulada por un hombre robusto, reemplaza
ventajosamente los picos que se usan en Europa.

Los trabajos ejecutados sobre algunos filones de poca riqueza no tienen más de 1
metro de altura; se trabaja acostado y el techo se sostiene con troncos de madera
muy dura, cuando la poca cohesión de la roca así lo exige. El minero apenas
puede respirar en la posición en que se encuentra, lo que pude confirmar al
examinar un filón muy rico.

La mena “caliche” sale de la mina en sacos de cuero; primero se retira la ganga,


luego es triturado con molino de rueda por mujeres y después se lava en la batea,
especie de plato cónico. El oro en polvo y en laminillas se recoge en el fondo de la
batea, mezclado con una arena negra en gran parte hierro con titanífero, y se
somete a una segunda lavada en un recipiente hecho de cuerno de res; este es el
procedimiento general de extracción de oro en todas las minas de La Vega.

Cerca de la mina de San Leandro, sobre el depósito arenáceo que ya describí, me


llamó la atención un gran bloque de roca negra que tenía la apariencia del basalto.
Después de algunas investigaciones encontré de nuevo esta misma clase de roca
superpuesta al pórfido, en las minas de Botafuego y de Sabaleta: allí tenía una
altura de unos 20 metros y ofrecía una división en prismas. La superposición al
pórfido era evidente, tanto así que en algunos puntos se podía con la mano, cubrir
la línea de demarcación entre las dos rocas.

La roca negra es tenaz, sonora al martillo, con quebradura ceroide; en ella se


distinguen largos cristales de feldespato vidrioso de un blanco amarillento y muy
pequeños cristales de piroxeno; al fundirla con soplete, produce un vidrio negro
opaco; no parece ser un basalto, sino más bien una traquita por el feldespato
vidrioso y la ausencia de olivina a pesar de la disposición en prismas; no es muy
común y parece estar diseminada aquí y allá sobre el pórfido.

El oro que ha sido extraído de la mina de Botafuego, presenta la particularidad de


ser negro oscuro y reconocí por medio de análisis, que la materia negra, que es
superficial, consiste en sulfuro de plata y en sulfuro de mercurio.

El depósito de aluvión aurífero que se encuentra al fondo de la cuenca del Supía,


parece reposar sobre terreno sedimentario (arcosa), tiene un espesor de 3 a 5
metros y está formado por cantos rodados de sienita porfidica.

Cuando me encontraba en el valle del Supía, los negros del señor de Lema,
trabajaban en la extracción de oro, encauzando una toma del río para atacar el
aluvión. Al abrir varias trincheras, los restos arrancados por la impetuosidad de la
corriente del agua, con la ayuda de barras, eran dirigidos en canales; cuando los
cantos habían sido arrastrados por la corriente quedaba arena fina, negra, la cinta,

338

de donde los negros retiraban el oro por lavado. Este oro tenía un color rojizo por
lo que se le conoce con el nombre de “oro colorado”.

Los trabajadores negros no estaban comprendidos en las ventas en proyecto; la


asociación se reservaba la posibilidad de alquilarlos a sus amos, sin que esta
cláusula hubiera sido especificada en el contrato.

El aluvión aurífero del valle debía ser explotado por lavadores de estaño de
Cornualles, pero viendo a los negros pasar la mayor parte del día con las piernas
entre el agua fresca del Supía y la cabeza expuesta a un sol ardiente, pensé que
los europeos jamás soportarían un régimen semejante, como sucedió más tarde: a
los pocos días los lavadores ingleses eran víctimas de las fiebres y varios de ellos
sucumbieron, por lo cual hubo que llamar de nuevo a los negros.

El grupo de minas de Marmato es tan importante tanto por el número de


yacimientos, como por la composición geológica. Es allí donde la sienita porfídica
está más metalizada. Generalmente se explotaba la pirita aurífera en filones de
espesor variable que llegaba algunas veces a varios metros aún de 6 a 7, en los
abultamientos. La roca es lo suficientemente sólida para que no sea necesario
entibarla. Los yacimientos principales tienen una dirección este-oeste, vertical o
poco inclinada. El muro y el techo de los filones está formado por pórfido,
ligeramente alterado; la ganga es una arcilla blanca, untuosa y fácilmente
trabajable. Por la vertiente de la montaña muy inclinada hacia el Cauca, es por
donde se entra a las minas, frecuentemente superpuestas sobre el mismo filón por
medio de galerías horizontales. En los abultamientos los trabajos se ejecutan en
escalones, dejando pilares de mineral para sostener el techo.

Independientemente de la pirita aurífera, se explotaba en Marmato un “paco”,


óxido de hierro hidratado, muy rico en oro. También me mostraron un filón de
Loaiza que produce diferentes sulfuros: blenda, galena, pirita, burnonita, plata
rojiza, plata nativa, verdadera mina argentífera, cuyos trabajos eran por lo demás
insignificantes. En este conjunto de minerales encontré un bello arseniato de
hierro, cuya descripción y análisis he publicado.

Puede tratarse de Maragá

Los trabajos subterráneos de Marmato son los más extensos en el distrito de La


Vega de Supía y no se sabe en qué época fueron comenzados, pero no es
inverosímil que varios de ellos sean anteriores a la Conquista. Es muy seguro que
los españoles hicieran trabajar en las minas a los “repartimientos” que les habían
tocado en suerte; pero allí, como en el resto de la Nueva Granada, los indígenas
sucumbieron por el excesivo trabajo y es a partir de la introducción de los negros
de África, cuando las minas fueron explotadas con cierta actividad. El sitio de
Marmato, porque ni siquiera era un pueblo, consistía en una serie de tristes
cabañas levantadas a diversas alturas, pues habría sido imposible encontrar un

339

terreno plano suficiente para construir 2 o 3 habitaciones por lo pendiente de la
montaña.

Me alojé en la casa vacía del difunto marido de la señora Moreno, a quien el


acróbata había seducido. La única abertura era la puerta, no había muebles, no
había nada y el suelo era la roca porfídica. Una noche dormía profundamente en
mi hamaca cuando fui despertado de repente por la caída de un ser que se enrolló
como una serpiente en mi brazo que de inmediato comencé a agitar fuertemente
para sacar el animal por la tangente: resultó ser una enorme rata con una
desarrolladísima cola. El negro que me acompañaba me aseguró que la casa
estaba llena de estos animales y prendió una vela que colocó en el suelo en una
bola de arcilla, diciéndome: “ya no vendrán más”. Iba a dormirme cuando vi otra
rata que se aproximaba a la luminaria, la mordía y se la llevaba; toda la noche la
gasté, sin éxito, en la cacería de esos repugnantes animales y por la mañana,
cuando recogimos agua para hacer el chocolate, descubrimos que una rata se
había ahogado en la tinaja. ¡Y yo rodaba en oro!.

Era un curioso espectáculo el del cerro de Marmato con las pobres chozas como
suspendidas a la entrada de cada excavación y sus habitantes negros ocupados
en la molienda y lavado de la pirita.

El oro que se extrae tiene un tinte pálido porque contiene una notable proporción
de plata. Al subir por encima de la casa Moreno, llegué a uno de los puntos más
elevados de la loma de Marmato, el alto de la Candelaria (altitud 2.210 metros)
cerca de 1.500 metros sobre el nivel del Cauca, en el paso de Bufú. A una altitud
de 1.757 metros encontré la acequia del Obispo, canal que suministra
olgadamente el agua necesaria e indispensable a los trabajadores, porque la que
sale de las galerías, cargada de sulfato de hierro, no puede servir sino para el
lavado de las menas. La larga trinchera hecha para llevar las aguas de la
quebrada del Obispo a las minas, permite formarse una idea de la relación del
pórfido y del esquisto micáceo en los terrenos auríferos.

Esta asociación de la roca porfídica y de la roca esquistosa se encuentra por todas


partes en las cordilleras Central y Oriental, pero en la acequia se podía ver mejor
que en la selva, en donde la tierra vegetal cubre el suelo en un gran espesor.

En La Vega, la sienita está mucho más desarrollada que el esquisto, sin embargo
el esquisto micáceo no es estéril y allí se explotaba antiguamente la mina de La
Candelaria. En una larga galería abierta en la quebrada de la Cascabela, en la
parte baja del alto de la Boca del Monte, el filón iba encajado entre el esquisto y el
pórfido; este corte no es suficiente para establecer el orden de sucesión de las
rocas; sin embargo es posible que el esquisto haya sido levantado por el pórfido;
esto resulta especialmente de observaciones recogidas en varias localidades de la
Cordillera Central.

340

Una vez terminado el reconocimiento del terreno, procedí a visitar los trabajos
subterráneos, pertenecientes a los registros de la señora Moreno. Hacia la parte
baja del cerro se encontraban las minas del Salto y un poco por encima y más al
norte, las minas del Candado. Entré a 10 galerías superpuestas que atacaban un
filón vertical “la veta de Cruzada”, cuya dirección y contenido están indicados por
la dirección y anchura de las galerías que tienen alrededor de 2 metros de altura.
No.Nombre LargoAncho OrientaciónObservaciones
1 La Caparrosa 40 1 EO
2 El Principal 233 1 a 2 "
3 200 1 a 1,50" Inclinación al norte
4 De abajo 43 " "
5 100 1 a 2
6 20 " Potencialidad con-
7 200 " siderable, punto
8 135 " " de intersección
9 Poco avanzada " " de varias vetas
10 " " Inclinación al sur.

Había 6 galerías abiertas en la mina del Candado.

No.Largo DirecciónObservaciones
1 Poca extensiónSO Inclinación al Norte
2 50 metros EO Filón vertical
3 60 metros " " "
4 70 metros " " "
5 40 metros " " "
6 40 metros " " "

Al visitar las galerías descubrí la “marmatita”, combinación de protosulfuro de


hierro y de zinc. La extensión de los trabajos hechos en el filón aurífero de
Marmato ha sido:

Por el Salto 971 metros

Por el Candado 260 metros

Total 1.231 metros

El Salto y El Candado fueron las minas compradas a la señora Moreno; pero


todavía existen otros yacimientos minerales como en Marmato: la mina de Cumba
con trabajos muy desarrollados, suministra una mena aurífera perteneciente a un
convento de Popayán que la hacía explotar por esclavos. La mina de plata de
Sacafruto, en el camino de La Vega, explotada a pérdida durante muchos años. La
mina de plata del Pantano, en el cerro de Loaiza y al fin, abajo de Marmato, sobre
341

las riberas del Cauca, cerca del paso de Bufú, una tropa de esclavos explotaba un
aluvión aurífero también para el convento de Popayán.

He aquí los productos auríferos que produjo el distrito de La Vega de Supía


durante el quinquenio de 1805 a 1809; éste es un documento oficial, emanado de
la tesorería:

Oro colorado del Valle de Supía 108.043 pesos fuertes

Oro de Marmato 163.979 pesos fuertes

272.022

Este producido no es considerable, pero hay que tener en cuenta que fue obtenido
por unas pocas cuadrillas de esclavos.

La compañía inglesa pagó:

Piastras

I. A varios por las minas de Quiebralomo 9.357

II. A los herederos de la señora Moreno:

1. Por las minas de Oro del Salto

del Candado y del Valle

2. Por las minas de plata 51.352

3. Por la marga de Muela

Total 60.709

Al terminar la misión especial a mi cargo, debía seguir hacia la Provincia de


Antioquia; antes de partir fui a darle un abrazo al cura Bonafonte a quien le
aseguré que regresaría. Vi en Río Sucio algunos indios chami trayendo “birotes”
(flechas para cerbatanas) envenenadas para dárselas al doctor, quien tenía la
manía de matar de esa manera las gallinas destinadas a su cocina; también pasé
algunos días en La Vega de Supía; allí determiné la declinación de la aguja
imantada y encontré:

Por una determinación de Vega de la Lira E. 6° 40’

342

Por una determinación de Acarnas E. 6° 33’
(1)
Para la inclinación 27° 17’

Me hospedé en casa de la señora Margarita en cuya alcoba estaba suspendido un


óleo que representaba un milagro: se la veía a ella tendida en su cama y a su
marido, vestido a la francesa, de rodillas rezando para sacar un diablo que se
alcanzaba a ver dentro de la alcoba con cuernos y garras magníficos. He aquí el
hecho: una noche Margarita, entonces joven y bella, se había quedado dormida
cuando de repente sintió que la vigorosa mano del diablo la estrangulaba;
mientras que gritaba, se revolvía e invocaba a no sé cuál santo, el espíritu maligno
desapareció; Margarita no sufrió sino una equimosis y de acuerdo con los informes
que pude recoger, parece ser que el diablo no era otro que su mismo esposo,
quien por interés o por celos, había resuelto estrangular a su mujer. El padre
Bonafonte estaba de acuerdo con esta teoría.

Antioquia, capital de la provincia que iba a explorar, se halla sobre la ribera


izquierda del Cauca y a una distancia en línea recta, de alrededor de 35 leguas de
La Vega de Supía. Si el Cauca fuera navegable, la distancia se habría podido
cubrir en pocas horas, pero este río corre en un lecho tan angosto a partir del paso
de Velásquez, que aun en una balsa hubiera sido imprudente intentarlo.
Únicamente los indios se atreven a navegarlo agarrándose fuertemente al tronco
de un árbol, sin dirección alguna, que probablemente va a terminar su carrera en
aguas que no se ven sino cuando se ha salido del aterrador desfiladero. Ya en
Marmato, desde un punto donde se podía divisar el río cuyo rugido me aturdía, vi
pasar, rauda como una flecha, una india a horcajadas sobre un tronco al que se
aferraba rodeándolo con sus brazos; la embarcación desapareció bajo el agua,
emergiendo en seguida y al cuarto de hora alcanzamos a ver un indio, viajando en
la misma forma. El ribereño que me acompañaba me dijo que esta escena se
reproducía con frecuencia y que nunca se había sabido de dónde venían, ni a
dónde iban estos indios.

El 17 de octubre de 1825 salí en dirección a Antioquia, acompañado de Walker y


nos alojamos en la hacienda de Maragá, en un gran cobertizo donde se podían
amarrar las hamacas. Me había dormido a pesar del estruendo del río, pero había
tenido la precaución de dejar una vela encendida para espantar las ratas. Hacia la
medianoche —hora de las apariciones—, me despertó una fuerte sacudida: me
encontré en presencia de una mujer a medio vestir y con la cabeza cubierta de
una mantilla amarilla. Era una joven mulata de la hacienda que me proponía que le
comprase oro; a pesar de mi negativa, me llevó a otro sitio y me dijo: “don Juan,
no tema nada; he revisado todo y no hay serpientes”. Luego, colocando en tierra la
luz que traía, me hizo una exhibición de sí misma: era una bella estatua, ¡Qué
muslos! ¡Qué senos! y todo proporcionado a su estatura, 1,58 metros.

Al día siguiente a las 9 salimos de Maragá para costear la ribera izquierda por un

343

camino muy accidentado. Después de haber atravesado el torrente del Arquía,
que corre sobre un esquisto talcoso verdoso, pronto llegamos al Paso Real de
Bufú (altitud 633 metros, temperatura 28°). Este paso se halla 3 leguas más abajo
que el de Velásquez o sea a 1.668 metros, al adoptar la legua marina de 20 por
grado. La diferencia de altitud entre Velásquez y Bufú es de 91 metros, y por lo
tanto se tendría 0,005 m por metro como pendiente de este tramo del río Cauca.

Después de habernos refrescado pasamos a la ribera derecha del Cauca, en una


canoa hecha de un tronco de árbol. En el paso, el río corre pacíficamente para
volver a tomar, un poco más abajo, una extraordinaria rapidez. Seguimos la ribera
atravesando sucesivamente los torrentes Compana y Pácora. El Cauca hace
grandes rodeos, pues allí toma la dirección este-oeste y abandona la norte-oeste
que seguía. Caminamos tranquilamente admirando la vigorosa vegetación que nos
rodeaba, sin suponer el peligro que nos amenazaba. Súbitamente se elevó del
Norte un viento furioso y un árbol arrancado por el huracán, cayó a tres metros de
mi mula; mis compañeros me creyeron perdido, pero felizmente salí sano y salvo
de entre el ramaje; el viento continuaba soplando con una intensidad increíble,
descuajando la selva; no había ningún medio de protegerse de su acción, pero
afortunadamente, habiendo tomado la cuesta de Gaital, llegamos rápidamente a
una elevación en donde la vegetación no se componía sino de arbustos.
Estábamos en el Alto (altitud 1.519 metros, temperatura 21,5°) y a las 6 nos
desmontábamos en Arma, en casa de un excelente cura que tuvo la perfidia de
ofrecernos un baile con la participación de todas las bellezas del pueblo. Después
de una buena cena dormí durante los fandangos que se bailaron hasta el
amanecer. Al salir de Arma, se baja un río que va hacia el Cauca en dirección
noroeste (altitud 658 metros, temperatura 27,7); del río Arma subimos al pueblo de
Abejorral, pasando por el alto del Pantanillo (altitud 2.171 metros, temperatura 20°)
y por el Cerro Pelado (altitud 1.514 metros, temperatura 22°).

Abejorral tiene una población muy numerosa y se halla a una altitud de 2.198
metros, temperatura 14,5º. Allí nos alojamos en casa de un anciano de una
increíble alegría, pero afortunadamente escapamos del baile. Por la noche vimos
el cometa que había perdido todo su brillo. Para ir de Abejorral a Río Negro en
donde debíamos dormir, pasamos el río del Buey (altitud 2.195 metros,
temperatura 18°) desde donde se domina la explanada donde está edificada la
ciudad. En el alto del Peladero ya no marchábamos sobre rocas esquistosas y el
terreno estaba cubierto de una arcilla roja, tan sumamente resbalosa que nuestros
caballos cayeron varias veces. El camino habría sido impracticable para jinetes
menos acostumbrados que nosotros a las dificultades que presenta la marcha por
las cordilleras en tiempo lluvioso; sin embargo, desde el caserío de la Bomitú,
donde nos vimos forzados a pasar la noche, necesitamos siete horas para pasar la
corta distancia que nos separaba de Río Negro.

Don Sinforoso García, rico negociante a quien yo estaba recomendado, puso a mi


disposición una casa muy agradable. En Río Negro encontré una población de
344

12.000 almas y los recursos que no tuve a lo largo de los tres meses de
permanencia en La Vega: había vidrios en las ventanas y me acostaba en una
verdadera cama, sobre mi mesa se encontraban diarios franceses e ingleses y
cada día me servían tres buenas comidas con vinos de Burdeos y de España. Las
damas que pudimos ver caminaban por las calles sin afán y llevaban atuendos
elegantes. Mi sirviente, un indio de Bogotá, veterano debido a una bala que le
había roto la mano, consideró que era menester vestirse de uniforme; limpió con
“paciencia” los botones de mi uniforme; pulió mi “aguja” que estaba sin brillo por la
humedad y al fin logró quitar el moho de las botas de montar. Así de engalanado
me dispuse a visitar a las autoridades y a los personajes importantes del lugar, al
día siguiente de mi llegada. Una vez arregladas las obligaciones impuestas por la
etiqueta, instalé mis instrumentos.

Río Negro, de acuerdo con una altura meridiana del Sol, está por 6°13’ a 1°16’ al
oeste del meridiano de Bogotá. La altitud es de 2.125 metros sobre la plaza
mayor; la temperatura promedio 17 durante la estación de lluvias con una
inclinación de la aguja imantada de 28°12’.

La ciudad se halla en la extremidad de un extenso altiplano formada por un granito


bastante singular, con granos pequeños, que pasa probablemente a sienita. Este
granito es una mezcla de hojas de mica negro brillante, de fragmentos de cuarzo,
de cristales de feldespato blanco vidrioso y de anfíbol de un verde intenso. La roca
algunas veces toma un tinte Rosado, pero lo que ofrece de particular es su fácil
disgregación, podría decirse instantánea, por la acción de los ácidos. Si se
sumerge un pedazo de ese granito en ácido nítrico, se reduce a arena formada de
todos los elementos constitutivos y sin que se vea un desprendimiento de gas
como ocurre con todas las sienitas porfídicas que he podido examinar. Las fisuras
horizontales, separadas una de otra por una distancia de 0,7 m, dan una
apariencia de estratificación a las capas dirigidas este-oeste e inclinadas al norte
de 50º. Dejo nota de esta observación mía , aun cuando nada asegure que existe
esta estratificación.

Este granito sienítico se usa en pavimentación, de la siguiente forma: se prende


un fuego de leña para calentar la roca y se le echa en seguida agua para
resquebrajarla, con el fin de poder utilizar la barra.

Tuve que dejar las delicias de Río Negro para inspeccionar el norte de la
provincia. Algunas recaídas de la fiebre que me había afectado desaparecieron, y
por esa razón decidí salir por Envigado hacia Titiribí. Subí al alto de San Ignacio
(altitud 2.730 metros), luego bajé al valle de Medellín, bonita ciudad en la que no
me detuve, hasta llegar finalmente a Envigado (altitud 1.568 metros, temperatura
16°). Me alojé en la casa cural, en donde por necesidad tuve que asistir a un baile
porque estaban en fiestas. Al salir de la población encontré el granito con granos
más gruesos que en Río Negro; más arriba se podía ver el esquisto micáceo. A
mediodía llegué a Amagá para alojarme, como siempre, en la casa cural (altitud

345

1.423 metros temperatura 23°). El presbiterio estaba lleno de los más grotescos
penitentes.

Cerca de la población, en un torrente que corre sobre un sedimento análogo al de


La Vega, existen bancos de lignito; allí me dieron un grueso trozo de resma copal,
parecida al ámbar amarillo que había sido encontrado en los alrededores. La idea
que me formé de la sucesión de los terrenos desde Amagá es la siguiente:

Llegué a Titiribí muy tarde en la noche, y ya me esperaba el capitán Walker a


quien había enviado desde Río Negro con los equipajes. Esta es una pequeña
aldea en donde viven unos 300 o 400 mineros, a lo sumo. El señor Sinforoso
García había puesto a mi disposición una casa de teja (cubierta de tejas) y
además había asegurado el servicio para mi subsistencia.

Algunos muebles traídos de Río Negro hacían que la residencia fuera agradable.
Me acosté muy cansado, después de haber dado algunas órdenes para el día
siguiente. En la mañana me despertó un ruido poco común; se oía a Walker
perorar afuera, pronunciando mi nombre y gritando: “entren ciudadanos y
ciudadanas y así podrán verlo. Es la primera vez que un francés de París ha
llegado a estas regiones; entren, entren con su ofrenda”. La puerta se abrió y vi
llegar el público; las señoras se sentaron familiarmente en mi cama y todos traían
frutas y flores, el precio de la entrada. ¡Walker había resuelto hacer una exhibición
de mi persona! El gravamen estaba bien puesto y no tenía forma de enojarme. El
resultado fue una gran abundancia de piñas, mangos, chirimoyas, cebollas, ajo,
yuca y tortas de maíz para la casa.

Titiribí está a una altitud promedio de 1.596 metros. La temperatura es alrededor


de 23°. Al tomar una altura meridiana de Fomahault obtuve su latitud norte. La
longitud oeste desde el meridiano de Bogotá sería, según Restrepo, 1°36’.

346

(1) En los primeros días del mes de octubre de 1825 se vio un cometa en el
hemisferio austral; su cola era bastante extendida y muy brillante.

Las excursiones a las minas presentaban mucho interés. Los trabajos del cerro de
La Candela se encuentran a media legua al oeste de la población; es una
acumulación considerable de bloques desprendidos de sienita porfídica más o
menos alterada atravesadas por delgadas venas de arcilla y de óxido de hierro
hidratado (paco) de donde se extraen notables cantidades de oro lavándolas
después de haberlas triturado. No se pueden considerar de aluvión las minas de
La Candela; están formadas por un amontonamiento de bloques que se explotan
de la misma manera que si la roca hubiese permanecido en su puesto. Esos
fragmentos aislados cubren un espacio muy extenso; algunas veces esas minas
ambulantes son de una riqueza excepcional; me mostraron a un viejo negro,
ocupado en rajar leña, quien en muy corto tiempo había retirado 4.000 piastras de
oro al explotar un bloque de roca y que había despilfarrado todo en fiestas de
iglesia.

En 1819 la superficie de la montaña de La Candela se deslizó muy lentamente


hacia el Este; cada día bajaba un poco y me mostraron un árbol plantado en ese
suelo móvil que había recorrido de esta manera una distancia de 80 metros. Ese
deslizamiento duró 3 meses durante la estación de lluvias. La sequía devolvió la
estabilidad, o más bien el terreno encontró algún obstáculo que detuvo la caída.

La mina del Zancudo se halla a una legua al norte de Titiribí y mucho más abajo.
Allí encontré mineros ocupados en hacer descender, con la ayuda de una caída de
agua, algunos bloques con el fin de desnudar un esquisto anfibólico, casi vertical,
que encajaba un filón o depósito de arcilla, en apariencia estratificado, formado
por arcilla amarillo azufre con venas de óxido de hierro.

Los “pacos” que hice moler y lavar en mi presencia, rindieron una satisfactoria
cantidad de oro. En el esquisto descubrí varios afloramientos de un mineral gris
metálico, probablemente plata antimónica.

Después de haber subido durante casi una hora desde la mina del Zancudo,
llegamos a Otramina, sobre un aluvión de guijarros de cuarzo y de arcilla rojiza
que reposaba sobre el esquisto anfibólico en descomposición que entonces tenía
el aspecto de una arcilla verde. Allí se vuelven a encontrar los mismos yacimientos
de arcilla amarilla y de “pacos” del pie de la montaña. Había varias galerías
bastante profundas: me dejé resbalar dentro de una de ellas, la más extensa, y
tuve que reconocer el hecho curioso de que en esos trabajos no se puede decir
que se camina, sino que se arrastra a la manera de una serpiente, sobre la roca
descompuesta con el aluvión como techo; las galerías están dirigidas hacia una
delgada capa de arcilla aurífera muy rica, que se extiende en la superficie de la
roca in situ.

347

Muy cerca de Titiribí en los parajes de Otramina, abundan las venas de “paco” con
una dirección general este-oeste, encajadas en la roca alterada. Este “paco” se
reemplaza con la pirita, la blenda, donde la roca está inalterada: una sienita
porfídica perfectamente caracterizada; el cuarzo es muy común en algunos filones.

Yo había necesitado seis días en el examen de los yacimientos auríferos. De


Titiribí bajé al Cauca en tres horas, a paso de mula. Debíamos embarcarnos en
ese río hacia Antioquia. Don Sinforoso García había hecho construir una gran
balsa, en guadua, lo que no dejaba de ser peligroso. A mediodía llegamos a la
boca del torrente de Amagá, cuya altitud encontré de 588 metros y la temperatura
de 31,5°. El curso del río era de una rapidez aterradora; el sitio era de un
pintoresco sombrío: una masa enorme de agua se precipitaba por una garganta de
100 metros de ancho, no había playa para arrimar en caso de naufragio y un
rugido continuo obligaba a hablarse al oído. “El río está furioso, quitémonos
nuestro calzado y pongámonos calzones de baño”, dijo Walker.

A las dos subimos a la balsa y nos sentamos allí con los pies en el agua. Tan
pronto se cortó la amarra, la embarcación salió como flecha; esta situación era
novedosa y deliciosa para mí; nuestro balsero tomaba los remolinos para cortar la
velocidad de la bajada. Felizmente pasamos sobre los dos escollos que temíamos
en esta navegación desenfrenada; ni siquiera tuvimos tiempo de ver los bancos de
Mocua y la Cara de Perro, debido a la altura de las aguas. A las cinco habíamos
salido de la estrecha garganta y con la corriente ya menos rápida, pudimos ver a
la izquierda la población de Anzá; a las seis la balsa se detuvo en una playa de la
hacienda de Abejuco, en donde fuimos bien acogidos por la propietaria, la señora

348

Juliana, quien explotaba la mina de Oro de Qiuna; al día siguiente tomamos la
balsa a las ocho, con el río más pacífico; dos veces encontramos islas de
pedruscos que atravesamos a pie, con el agua a la rodilla, mientras la
embarcación las bordeaba.

Lo que más nos hacía sufrir eran los ardores del sol y teníamos que mojar
frecuentemente nuestros sombreros para aminorar el efecto de la insolación. El
valle se ensanchaba más y más y a las tres nos detuvimos en el Paso Real de
Antioquia; el barómetro indicaba una altitud de 538 metros, con temperatura de
29,7°. Habíamos navegado durante ocho horas; no tengo ninguna noción de la
distancia que pudimos recorrer; veo solamente al comparar las altitudes hasta el
paso de Antioquia, que la caída del Cauca es de 128 metros; por debajo del Paso
Real el río deja de ser navegable, aún para balsas. Cerca del río Espíritu Santo,
pocas aguas abajo de Paso Real, se encuentran las cataratas de Juan García y
más lejos, la espantosa garganta de Orobajo, en donde el ancho del Cauca se
reduce a 15 o 20 metros.

Después de haber permanecido a la sombra de una gigantesca ceiba donde hice


la observación barométrica a 3 metros por encima del río, fuimos a pie a la capital
de la provincia. Antioquia es una población monótona que no tiene ninguna
animación porque en el curso de la semana sus numerosos habitantes están en
sus haciendas. No conocí sino al señor Eugenio Martínez, a quien yo estaba
recomendado; era un pobre hombre de tez amarilla, minado por una enfermedad
del hígado, quien tenía a su lado, como contraste, a una robusta y hermosa mujer,
la salud personificada.

Tras algunos días de reposo, inicié la exploración de las minas indicadas en mis
instrucciones. Comencé por Buriticá, pequeño villorio de 1.200 almas, situado 4
leguas al norte. Llegué cuando festejaban a San Antonio, un santo a quien
veneraban y cuya estatua se hallaba en la iglesia; su tamaño iba a causar un
desaguisado pues era muy difícil moverlo por lo cual se les ocurrió hacer un santo
de menor volumen, portátil, en realidad una versión reducida de la primera estatua
que pudiera ser llevada por los caminos menos practicables y así llegar hasta
donde los mineros que reclamaban su intercesión. Sucedió que pronto nadie más
le hizo caso al grandote y pesado que pasó de moda. Especialmente los indios no
querían volver a oír de él diciendo que el santo chiquito sabía más que el santón.

Al oeste de Buriticá, en el alto de San Antonio, entré a una galería perforada sobre
un filón vertical encajado en una clase de roca que hasta entonces no había
encontrado: una especie de jaspe de un hermoso gris y suficientemente duro para
producir chispas al ser golpeado. Esta roca, en relación con la sienita porfídica y el
esquisto anfibólico, domina en la región y la volví a encontrar en los trabajos de la
mina de Solimán que se encuentra encima de la de San Antonio. Allí estaban
atacando un filón o más bien, una vena de 1 a 2cm. de espesor, formada de
carbonato de magnesia y de carbonato de calcio blanco cristalino, en los cuales se

349

distinguía la pirita y el oro a simple vista. Esta vena debe ser muy rica si se tiene
en cuenta el hecho de que en el momento en que cortaba una muestra destinada
a mi colección, nuestros guías se disputaban los fragmentos que caían al suelo.

En la mina de Morrogacho vi el jaspe y el esquisto anfibólico que seguí hasta


Cañasgordas, caserío de 300 almas (altitud 1.420 metros, temperatura 16°) de
donde subí al alto de Toyo (altitud 2.550 metros), punto notable porque pertenece
a la divisoria de la Cordillera Occidental, donde se separan las aguas que van al
Cauca y por consiguiente al Magdalena, de aquellas que van al Atrato por el Río
Sucio.

Los numerosos trabajos de Buriticá y de los alrededores se encuentran en las


rocas que he descrito y que difieren sensiblemente de la sienita porfídica. Allí se
explota, por galerías poco desarrolladas y a cielo abierto, una multitud de vetas de
arcilla amarilla que contienen sulfuros metálicos, “pacos” y oro que está muy
diseminado, pero que es necesario reconocer; todas las quebradas los arrastran.
Después de las lluvias se ven por todas partes mujeres ocupadas en lavar las
arenas y yo he observado que allí donde los ríos arrastran oro, nadie implora la
caridad de nadie: el pobre le pide limosna al río.

De Antioquia, después de haber atravesado el río en el Paso Real, fui a Medellín


en tres jornadas, por el camino de Sopetrán y San Jerónimo, poblaciones de
alguna importancia. De San Jerónimo (altitud 653 metros) subí al alto del
Boquerón (altitud 2.556 metros); en camino vi el depósito arenáceo con
yacimientos de lignitos y aguas saladas; llegué después de haber soportado una
dolorosa insolación. Como no me había hecho anunciar, encontré algunas
dificultades para alojarme, pero por fin lo hice en un conveniente primer piso. Por
la noche, a pesar de mi fatiga, tomé una altura meridiana de Acharna y obtuve una
latitud norte de 6° 14’ 52” y una longitud al oeste de Bogotá de 1° 26’, era el 3 de
diciembre y el cometa brillaba en todo su esplendor.

Medellín es una ciudad encantadora colocada cerca de un río que atraviesa un


valle muy bien cultivado. Su altitud es de 1.547 metros y durante mi permanencia
la temperatura promedio ha sido de 22,4° y el higrómetro se ha mantenido, por lo
general entre 70° y 80°, una sola vez lo vi marcar una sequía excepcional, 30°. La
población llegaba entonces a 14.800 almas, el comercio es importante y por todas
partes se observa una animación de la cual carece la capital de la provincia. Mis
relaciones con los habitantes principales se establecieron muy pronto.
Exactamente al frente a la casa que yo ocupaba, teníamos excelentes vecinos: la
familia Vélez. Después de las inspecciones y los trabajos, pasábamos allí nuestras
noches. Se tomaba chocolate y se fumaba, casi sin interrupción, hasta las 11 o 12
de la noche. Cuando el humo se despejaba, leíamos en voz alta las comedias de
Moratin y tuve un gran éxito en el papel de soldado, el asistente de un oficial muy
bien representado por Walker; si no me equivoco era la pieza titulada “El sí de las
niñas”. La señora Vélez era muy alegre a pesar de su edad y tenía para nosotros

350

muchas atenciones. Su hija mayor, Rosita, era la criatura más encantadora que yo
haya jamás encontrado, había sido abandonada por su marido, un ruso. Su
hermana Eleonora había cautivado seriamente al capitán Walker y las tres
señoras fumaban con una gracia inigualable.

Comencé mis exploraciones por la salina de Guaca, en previsión de tener que


montar una fábrica de amalgamación para el tratamiento de los minerales de plata
y me preocupé de los medios de conseguir sal marina. El sitio de Guaca se
encuentra a 6 leguas al sur de Medellín y se pasa al alto de las Cruces sobre la
sienita porfidica. La fuente salada sale de areniscas, especie de pudinga en la cual
se reconocen algunas delgadas capas de lignitos; se recoge en un pozo de dos
varas de profundidad y de dos varas y media de diámetro, cuya capacidad es de
4.460 litros y se llena en 7 horas; el agua se evapora casi totalmente en calderas
de cobre. La sal se pone a gotear en conos de barro invertidos para purgarla, es
decir, para dejar salir el “agua-madre” muy solicitada para curar los cotos; este
líquido se vende bajo el nombre de aceite de sal a causa de su viscosidad y su
eficacia se debe al yodo que contiene.

El conglomerado tiene tan poco espesor en Guaca que se debía pensar que el
agua salada no hace sino atravesarlo. En efecto, al elevarse por encima de la
estrecha garganta en donde se encuentra la salina, se ve la superposición del
depósito arenáceo sobre la sienita porfidica; es allí en donde se capta el agua
salada de la salina de Matasano. Por lo demás, Antioquia presenta numerosas
salinas análogas a las de Guaca. En una memoria que dirigí al ministro de guerra
en 1830, constaté un hecho inesperado y que se hallaba en contradicción con las
ideas aprendidas en geología: la sal que se consume en la provincia provenía de
fuentes saladas que manaban de rocas cristalinas, del granito, del neis, de los
esquistos micáceos, de la sienita, de los grünstein porfídicos y como también lo
reconocí más tarde, de la traquita y de la dolerita.

Estas salinas singulares son útiles no solamente por la sal que producen sino
también por las propiedades que poseen contra el coto, algo muy valioso puesto
que en toda la cadena de los Andes, el hombre sufre generalmente de esta
enfermedad, cuya consecuencia inmediata es el cretinismo, a pesar de todo lo que
se haya dicho sobre esto. En las localidades en donde se usa la sal que proviene
de rocas cristalinas, esta horrorosa deformidad es desconocida. Además de lo
anterior observé que los cotudos dejan de serlo al permanecer algunos meses en
la Provincia de Antioquia, en donde no se consume sino sal yodífera.

El análisis del “agua-madre” de la salina de Guaca dio los siguientes resultados,


por 100 gramos:
Cloruro de sodio 19,9564
Cloruro de magnesio 1,9360
Clorhidrato de amoniaco 0,0787

351

Bromuro de magnesio 0,3556
Yoduro de magnesio 0,3556
Sulfato de potasio 7,5324
Sulfato de cal 0,2966
Sulfato de soda 0,0257
Magnesia en exceso 0,3000
Litina rastros
30,4914

En el trabajo que publiqué sobre las salinas yodíferas de los Andes destaqué la
analogía del “agua-madre” de Guaca con el agua del Mar Muerto o lago Asfaltita.

De Medellín me dirigí a los yacimientos auríferos de Santa Rosa de Osos,


siguiendo el curso del río hasta la cuesta de Niquía. Durante el camino me llamó la
atención la abundancia de rocas ferruginosas que no vi in situ sino en
conglomerados muy voluminosos que formaban el fondo de la cuenca donde está
localizada la ciudad. Muchas de las rocas tienen todos los caracteres de hierro
cromado y las usan para construir las partes bajas y las esquinas de las casas. La
propiedad que yo habitaba tenía un portal ornamentado con columnas hechas con
el mineral cromífero. De todas maneras estos materiales se colocan en donde es
necesaria una gran resistencia ya que la piedra que usan normalmente en la
construcción es un esquisto talcoso, fácil de labrar.

Cerca de la población de San Pedro (altitud 2.288 metros) en donde pasé la


noche, se explotaban en la sienita alterada, filones de cuarzo que encerraban
“paco” y laminillas de oro.

En la casa donde pasé la noche me mostraron dos mellizas de un parecido


perfecto; imposible distinguir una de otra. Los mellizos son muy frecuentes en la
Provincia de Antioquia: una mujer acababa de dar a luz a tres niños. La
fecundidad es grande en esta provincia y frecuentemente se ven de 10 a 12 niños
en una familia. El señor José Antonio Gaviria tenía 23 hijos y yo me preguntaba
por qué este caballero se sentía tan orgulloso de su progenitura. Se atribuye esta
fecundidad al consumo del maíz y de los frijoles en la alimentación.

Al habitante de Antioquia se le designa con el nombre de “maicero”. Las


“maiceras” son bonitas y tienen la reputación de ser esposas virtuosas y
excelentes madres; las madres son buenas en todas partes, pero en cuanto a la
virtud, no quiero pronunciarme...

Antes de entrar a Santa Rosa vi cerca de un río un cono formado por una roca que
no había sufrido la profunda alteración que presenta el terreno circundante*. La
ciudad cuenta con 3.000 habitantes y su altura es más o menos la de San Pedro:
2.621 metros; temperatura 14° a 15°, latitud norte 6°26”; longitud oeste de Bogotá
1°16”. Esta población tiene la misma altitud de Bogotá, pero se afirma que hace

352

más frío en Santa Rosa, debido a que se encuentra en un altiplano aislado y sin
abrigo. Al no estar dominada por montañas, el horizonte es muy amplio y también
la radiación es muy fuerte, suficiente para congelar pequeños charcos de agua
durante la noche. Al salir el sol con tiempo tranquilo, algunas veces queda uno
envuelto en una nube congelada, una caída de escarchas, según dicen los
habitantes.

Los trabajos de los mineros en los alrededores de Santa Rosa han ocasionado
profundos y peligrosos escarpes. La roca dominante es la misma que se observa
desde San Pedro: una sienita cuyo feldespato ha sido transformado en caolín. El
anfibol ha sufrido un cambio similar, es caolín anfibólico. La extensión de los
trabajos se debe a una modificación en la constitución de la sienita, pues la roca
modificada al perder su cohesión, se presta fácilmente al ataque del agua o del
hierro. Así se pone al descubierto una retícula o venas de piritas y de ‘‘pacos’’ que
se entregan al lavado cuando se dirigen a un canal. Esto es exactamente el
yacimiento de vetas auríferas de Titiribí.

El oro obtenido del lavado final en la batea, está mezclado con hierro, titanio, rubí,
con hierro oligisto y con galena; me mostraron algunos granos de platino dentro
del oro en polvo que yo mismo vi retirar. Por primera vez se pudo verificar un
yacimiento de este metal “vagabundo”, que hasta ahora no se había encontrado
sino en las arenas de aluvión. El oro que sale de los filones de la roca alterada de
Santa Rosa, encierra platino en una mínima proporción; sin embargo suficiente
para que en los lingotes fundidos dieran resultados de este metal al ser analizados
por la administración de moneda.

El platino que se encuentra mezclado con el oro de Santa Rosa se presenta en


laminillas desgastadas sobre los bordes, tal como se les recoge en las arenas del
Chocó, lo que tiende a demostrar que estas laminillas han sido rodadas por el
agua. Lo mismo podría decirse del polvo de oro que suministran los filones, pues
es raro que los granos se encuentren en cristales, pues generalmente no difieren
en nada, por su aspecto, del oro que viene de los aluviones. Se puede suponer
que los filones han sido rellenados por su parte alta con materias que
anteriormente han sido arrastradas y rodadas en agua, lo que explicaría la
estructura particular de los granos y de las laminillas de los metales preciosos que
allí se encuentran. No olvidemos, sin embargo, que el oro en granos que parecen
estar gastados en la superficie, va acompañado de oro en cristales que en verdad
no han sido sometidos a ninguna acción mecánica.

Las minas de los alrededores, de las cuales visité 2 bastante productivas, La


Trinidad y El Guacamayo, se encuentran exactamente en las mismas condiciones
geológicas que las de Santa Rosa. En general se consideran tres capas: el lignito
de la arena cuárcica es negro reluciente y algunas veces tiene la apariencia de la
resma copal. Conseguí un fragmento que pesa un kilogramo y encontré que tiene
la misma composición del succino (ámbar amarillo). En opinión de los mineros, el

353

lignito proviene de la madera de encina, lo cual es muy posible ya que allí se
encuentran bellotas carbonizadas.

En la iglesia de la Trinidad me mostraron un San Antonio más poderoso que todos


los demás del mismo nombre, un verdadero monigote de madera que se alquila
por 4 o 5 piastras semanales a los mineros que tengan necesidad de su
intercesión para obtener la lluvia sin la cual no hay trabajo en las minas.

Yo me hospedaba en casa de una señora de edad a quien una tremenda pena


había menguado la mente. Su casa era sencillamente amoblada y de una limpieza
irreprochable y me recibió con viva satisfacción. Mi cama era suntuosa, adornada
de cortinas magníficas, pero sin colchón y a la cabecera había un lindo crucifijo de
marfil, exquisitamente trabajado. Esta señora asistía a mis comidas de pie y me

354

decía siempre, en los mismos términos: “mi hijo tiene su edad y está en el ejército
del Perú, pero hace 3 años que no me escribe, sin duda porque debe llegar de un
momento a otro; yo lo espero todos los días y también ruego a Dios para que
apresure su regreso. Don Juan, Ud. es católico y yo tengo una bonita capilla en
donde rezo; Ud. debe venir alguna vez a rezar conmigo”. Yo no me atreví a
rehusar: el oratorio se encontraba en una pieza retirada.

La señora me hizo arrodillar; ¡pobre mujer, con cuánto ardor rezaba! A pesar del
recogimiento que las conveniencias me imponían, me costó mucho trabajo no reír
cuando me di cuenta de que sobre el altar, en el sitio principal, había un grotesco
cascanueces de Nuremberg que representaba a un hulano con una chaqueta
amarilla, su gran gorro de pelo y una larga cola que funcionaba como palanca.
Este objeto que me recordó a Alsacia, probablemente fue traído a la Nueva
Granada por mineros alemanes. Cuando dejaba a la buena señora, ella me
deslizó en la mano dos onzas de oro y me dijo: “es para mi hijo, sé que Ud. va al
sur y no puede dejar de encontrarlo”. No quise tomar el oro y le prometí entregar la
misma suma a su hijo, a quien siempre esperaba y nunca volvería a ver, pues
supe más tarde que había sido muerto en Bolivia.

Al regresar a Medellín hice algunas excursiones por los alrededores para


completar mis observaciones. Cerca de Río Negro vi un pozo salino en un
esquisto talcoso y otro en la sienita. Cerca de El Cuarzo en donde el capitán
Walker estaba instalado en la casa cural, hay algunas explotaciones productivas.

* Se trata de El Peñol de Entrerríos

355

CAPÍTULO XV

Paso de la Cordillera Central por el Quindío.


Había cruzado la cordillera por el Nare y Marinilla, a 6° de latitud norte; luego un
grado más al sur, por Herveo, yendo de Mariquita a Supía. En 1827 tuve la
ocasión de pasar el Quindío rumbo a Cartago y de esta ciudad a la Vega de
Supía, donde acababa de ser nombrado superintendente con la misión de
organizar y de ampliar la explotación de minas de oro. Se utilizarían materiales y
personal traídos de Inglaterra para trabajar en un sitio en donde no existía ningún
recurso.

Al penetrar al Cauca por el Quindío podía llevar a cabo reconocimientos en


Cartago y Río Sucio, caminando por la Cordillera Central en forma paralela al río.
El paso del Quindío es la vía preferida para el transporte de las telas bastas
fabricadas en el Socorro, que tienen gran consumo en las provincias del sur. Me
instalé en Ibagué con el fin de preparar mi expedición, lugar donde se consiguen
los cargueros y allí reposé algunos días de las fatigas que había sufrido en mis
repetidos viajes por la meseta de Cundinamarca.

Ibagué goza de un clima delicioso y no sin tristeza deja uno ese gran pueblo. Es
un oasis de agradable temperatura en el centro de las regiones ardientes del valle
del Magdalena y de los lugares fríos de las montañas que alcanzan la altura de
nieves perpetuas, sobre los nevados de Tolima, Santa Isabel y Ruiz. En Ibagué se
dispone de víveres en abundancia y cantidades considerables de agua limpia.

En el momento cuando iba a internarme en el Quindío, recibí la orden de vender


un aprovisionamiento de alimentos en conserva, destinados a una expedición que
debía haber llevado a Santiago de Veragua, al oeste de Panamá, pero que fue
suspendida. En consecuencia, abrí un almacén, después de haber hecho anunciar
por medio de tambor que se procedería a la venta de conservas, de jamones y de
lenguas ahumadas, a precio fijo. El botánico señor Goudot se ocupó del mostrador
y yo me mantuve detrás de la puerta, con una gran caña de azúcar a la que había
retirado sus hojas. A la hora señalada los compradores se presentaron: eran
indios, mestizos y todos rechazaban con desdén las conservas en sus cajas de
metal, pero sí apetecían los jamones; desgraciadamente comenzaron a regatear.
Fue entonces cuando salí de mi escondite y apliqué a esos compradores un buen
golpe de mi caña, diciéndoles: “¿Ah, conque regateando, no?” Al día siguiente ya
no había clientes; parte de los víveres los llevamos a la selva y el resto fue
enviado a los oficiales de las minas de Santa Ana.

Tan pronto supieron que yo iba a entrar en la montaña, los cargueros me


ofrecieron sus servicios; por casualidad tengo a mano una lista del personal que

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enganché y que reproduzco como documento interesante, porque allí se
encuentran los precios que se pagaban a los que transportaron nuestros
equipajes.

Nombre Carga

Bautista Medina 4 arr. 17 lbs. baúles

Antonio 3 bulto

Juan José Escandón 5 caja

Jacinto Forero 4 baúl

Juan José Ruperto 4,25 alimentos

Bernardino Vanegas 5,12 caja

Santiago García 3,3 caja

Andrés Saavedra 3,3 ropa

José Vanegas 3,10 caja

Marcos Aguilar 3,12 baúl

Ruperto (niño) 1,2 hojas de bijao y olla

Total 41 arr. 9 lbs.

Se pagan 8 piastras por 4 arrobas = a 100 libras españolas. Las 41 arrobas 9


libras costaron 80 piastras y 6 reales.

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Para el transporte de una persona, un carguero exige 16 piastras y la comida; “el
sillero” debe tener un paso suave, pues su carga viva está sentada sobre una silla
de caña, suspendida por una banda que lleva sobre la frente el portador. El
transportado debe permanecer inmóvil, mirando hacia atrás y con los pies
reposando en un travesaño; en los sitios escabrosos como al atravesar un torrente
sobre un tronco a manera de puente, el sillero recomienda al patrón que tiene
sobre la espalda, cerrar los ojos. Es cierto que nunca sucede un accidente, pero
da lástima ver al carguero sudando gruesas gotas a la subida y oírlo respirar,
emitiendo un silbido tremendo; a pesar de las ofertas que me hizo un sillero de los
más reputados preferí pasar la cordillera a pie.

El bastimento que debíamos llevar consistía en tiras de carne seca de res,


bizcochos de maíz, huevos duros, azúcar en bruto (panela), chocolate, ron,
pedazos de sal que se conocen con el nombre de “piedras” y resisten a la
humedad, y cigarros. Yo debía alimentar solamente a los cargueros que llevaban
los víveres, la cama y las hojas de bijao; los otros llevaban su propia alimentación
o sea “tasajo”, panela, chocolate, arepas y sobre todo “fifí”, bananos verdes
secados al horno, cortados en tajadas longitudinales, todavía harinosos al punto
que adquieren la dureza y la consistencia del cuerno; para comer “fifí” en vez de
pan, se le rompe con una piedra y se remoja en agua esta curiosa preparación,
que no he visto hacer sino por los cargueros de Ibagué, es absolutamente
resistente al ataque de los insectos y una ración pesa la cuarta parte de lo que
habría pesado fresca.

En mi equipaje llevaba la suma de 45.000 francos en onzas de oro e indico esta


circunstancia porque, lejos de disimularla, recomendé el precioso metal a la
atención de los cargueros que iban a llevarla; yo no tenía ni la menor sombra de
duda sobre la probidad de estos hombres y sin embargo íbamos a pasar días y
noches en la selva, lejos de toda habitación y de cualquier socorro.

He tenido la ocasión de cruzar tres veces el paso del Quindío, y daré detalles del
diario de esta primera experiencia, reservándome el hacer conocer, como
complemento, los incidentes sobrevenidos en el curso de los otros dos viajes.

El 23 de mayo de 1827, a las 7 de la mañana, salí de Ibagué después de haber


atravesado el Combeima sobre un puente de guadua. El torrente era muy fuerte,
la temperatura del agua 16° y la altitud 1.282 metros. A las 8 estábamos al pie de
la Cuesta (altitud 1.384 metros); la escalada fue muy penosa a causa del ardor del
sol y de la movilidad de esos singulares granitos desagregados, sin estar
descompuestos, de los que hablé en mi excursión al volcán del Tolima. A las 9
observé el barómetro en las Amarillas, (altitud 1.548 metros, temperatura 22°); en
las Ánimas, cerca de allí, nos detuvimos para almorzar; a la 1 estábamos en
Guayaral, (altitud 2.073 metros, temperatura 20°); siguiendo por la cresta del
terreno llegué hacia las 3 a la Palmilla (altitud 2.135 metros) en donde establecí el
campamento. De allí se domina el llano de Ibagué; la pendiente es muy abrupta y

358

uno queda separado de la ciudad por un profundo valle por donde corre el
Combeima. Cuando sopla el viento del Este aparecen masas de vapor y sobre una
de estas nos vimos proyectados y rodeados, el señor Goudot y yo, de una
magnífica aureola irisada. “Es como una gloria”, dijo Bouguer, quien observó este
fenómeno sobre el Pamba marca. En este sitio estábamos rodeados de bellas
palmeras de cera (ceroxylon andícola), quinquinas blancas descritas por Mutis y
helechos arborescentes. Vino una fuerte tempestad del Sur y llovió toda la noche
sobre el campamento, lo que no me impidió dormir profundamente.

El 24 de mayo nos encontramos en una triste situación: el huracán había


deshecho nuestro campamento y nos pusimos en camino bastante tarde. A la 1
llegamos a la Cara de Perro, (altitud 2.591 metros, temperatura 19°) con una lluvia
fuerte que nos había perseguido desde la salida. El sendero, trazado en un
delgado esquisto descompuesto, era impracticable. De Cara de Perro se baja
hacia la casa de las Tapias (altitud 2.003 metros, temperatura 15,7°) en donde me
acosté bajo techo esperando a mis cargueros. Había uno especialmente que me
obligaba a no seguir adelante: era el muchacho cargado de hojas de bijao, nuestro
abrigo portátil, indispensable con un tiempo tan lluvioso. El 25 de mayo
arrancamos a las 7 de la mañana y llegué a la casa del Moral a las 8 (altitud 2.033
metros, temperatura 18°). Un poco después bajé el estrecho valle del Azufral,
descrito en mi “Ascensión al Tolima”. Con mucho placer volví a ver la bonita
cascada y tomé un baño frío de ácido carbónico para calentarme. Tomé el
desayuno a la orilla del río, donde se sentía el olor del ácido sulfhídrico.

Desde mi visita anterior se había trabajado mucho y los azufreros fundían el azufre
extraído de una galería perforada en un esquisto micáceo carburado, donde
estaban obligados a contener la respiración mientras trabajaban, para no
asfixiarse con el ácido carbónico. Establecí mi campamento, por encima del
Azufral, en Buenavista (altitud 2.100 metros, temperatura 14°) sobre el esquisto
micáceo, en un pequeño sitio en donde me incomodaron cruelmente los
mosquitos. No cesaba de llover y percibíamos un olor de letrinas que indicaba el
vecindario de un azufral. Es posible que los esquistos micáceos empujados hacia
arriba por la traquita del volcán del Tolima, contengan azufre.

El 26 de mayo desde las 7 de la mañana los cargueros se hacían oír en la selva


porque tienen la costumbre de lanzar gritos alentadores cuando se ponen en
camino. A las 8 llegábamos a Contadero de Chachafruto (altitud 2.319 metros, la
temperatura 15,3°). A las 8 y media estábamos en Aguacaliente (altitud 2.276
metros); la temperatura del agua de la fuente caliente era de 53,3° y me
sorprendió esta indicación porque recordaba que en mi anterior excursión al
Tolima había encontrado 58,8°. La cuenca tiene solamente una capacidad de
algunos litros y creo que la temperatura de las fuentes termales poco voluminosas
no es invariable. El termómetro marcaba 16,1°, al aire. Arriba de Aguacaliente hay
un depósito de calcáreo blanco fibroso en bandas de alrededor de un centímetro
de espesor; más arriba se ve una hermosa roca que considero es traquita.

359

Al dejar a Aguacaliente se sube por una pendiente suave hasta el alto del Machin
(altitud 2.435 metros, temperatura 17°). El camino era muy resbaloso, un esquisto
descompuesto que formaba un barro espeso. Al llegar al alto sentí una sed
ardiente y mis guías me dijeron que conocían una fuente cerca de allí, pero que no
era posible beber de esa agua por su sabor picante (ácido), es decir, “que sabía a
ají”. Cuál no fue mi alegría cuando pude calmar mi sed con un agua muy gaseosa,
ligeramente ferruginosa. Mis cargueros no se decidieron a beber pues les
repugnaba esa agua.

Del alto se baja al río San Juan, al sitio en donde se une con la quebrada de
Machin (altitud 1.955 metros, temperatura 19°); este torrente toma el nombre de
Coello antes de entrar al Magdalena, bastante más abajo de Ibagué.

La lluvia no había cesado y cuando llegamos al San Juan se transformó en uno de


esos aguaceros que solamente conocen quienes han viajado por las regiones
ardientes del ecuador. Seguíamos a lo largo del río, remontándolo y caminando
por un sendero cubierto de barro; yo sufría de los pies en tal forma que había
tenido que descalzarme, estaba mojado al máximo, pero gracias a una camisa de
franela basta que llevaba en épocas de lluvia, el frío ocasionado por la humedad
fue tolerable.

Cuando llegué a acostarme me puse una camisa seca, pero al día siguiente volví
a utilizar la húmeda de la víspera; es posible andar con ropa mojada sin que sea
perjudicial para la salud, a condición de no detenerse pues el peligro no se
manifiesta sino cuando se siente el frío; si uno va a caballo, debe apearse y
caminar. A pesar de lo triste de mi estado, visité una fuente gaseosa caliente,
cerca de San Juan, en la orilla derecha. La abertura tenía un metro de largo por
medio metro de ancho; el agua parecía hervir, pero al meter allí la mano la
temperatura era poco elevada, pues la agitación del líquido provenía de un fuerte
desprendimiento de gas carbónico. El termómetro se mantenía a 35,6° y encontré
que el agua era agradable para beber, con un sabor ligeramente agrio parecido al
de la fuente del alto del Machin; no se veía la salida del agua, pero los cargueros
decían que el pozo era profundo porque no habían alcanzado el fondo hundiendo
allí guaduas de 13 metros de largo; yo no encontré en el agua gaseosa de Toche
sino rastros de protóxido de hierro y de sales alcalinas.

Tuvimos dificultades para atravesar el vado de San Juan: la lluvia continuaba y el


torrente, cuyas aguas venían con mucha fuerza, transportaba bloques de traquita.
Atravesé el río sobre los hombros de un carguero que se apoyaba en dos
bastones, protegido por otros dos hombres que se mantenían a un metro de
distancia para romper la corriente y para estar listos a socorrernos en caso de un
accidente. Pasamos afortunadamente, aturdidos completamente por el ruido del
torrente y dándonos un baño de pies bastante desagradable debido a los 13° del
agua. A las 4 llegamos al Tambo de Toche, una posada en donde los viajeros
encuentran un techo bajo el cual pueden abrigarse y cocinar, si es que tienen

360

provisiones; bajo esta ramada abierta por todos lados, quedamos expuestos a un
viento acompañado de ráfagas de lluvia.

Antes de llegar al Tambo nos encontramos a un pobre soldado que caminaba


entre el barro e iba a Cali para reclamar la sucesión de su padre; estaba medio
muerto de frío y lo invité a que siguiera en mi caravana; no me cabe duda de que
hubiera sucumbido sin la asistencia que le presté.

El 27 de mayo habíamos soportado un frío intenso bajo el Tambo y a las 7 de la


mañana el termómetro marcaba 12°, temperatura poco agradable cuando el aire
está húmedo y fuertemente agitado. A las 8, con una lluvia sostenida,
comenzamos a subir a Toche por un camino tan resbaloso que con frecuencia
había que darle forma a la arcilla blanca para que el pie se pudiera sostener. A las
11 llegamos al alto de la Sepultura, en donde había sido enterrado un carguero,
muerto de fatiga; mis hombres aseguraban que por la noche se oía en la selva su
alma pidiendo socorro; de allí (altitud 2.620 metros, temperatura 13°) fui a
Yerbabuena, en donde sin abrigo y con buena lluvia, almorcé con muy buen
apetito. Noté la aparición del esquisto anfibólico. A la una estaba en la quebrada
de las Cruces, (altitud 2.383 metros, temperatura 14°) y a las 2 en el alto de las
Cruces (altitud 2.663 metros, temperatura 13,7°). Desde este sitio la vista
descansa sobre un horizonte de verdura, donde se levanta la gigantesca palmera
de cera (ceroxilon) en grupos numerosos parecidos a blancas columnas; a lo lejos
estas columnas paralelas hacen el efecto de mástiles de buques anclados en una
rada. El descenso del alto fue tan penosa como la subida; huecos llenos de barro
líquido y una lluvia incesante. Vimos aparecer entre ese barrizal a un negro que
acababa de ser juzgado en Buga e iba con las manos esposadas, llevando sobre
la cabeza una provisión de plátano y así avanzaba dando tumbos a cada paso,
apenas sostenido por dos “cabos de justicia”. Este negro había cometido un
asesinato, sin embargo tenía un aspecto tan infeliz, que sentí mucho no poder
darle una limosna, pues yo estaba necesariamente desprovisto de dinero, ya que
no tenía sino mi ropa embarrada. ¡Quién iba a pensar que encontraría una miseria
para aliviar en las soledades del Quindío!.

A las 5 de la tarde llegué al torrente de Tochecito, cuya agua me pareció glacial


(9°) al atravesar el vado; el sitio tenía un aspecto salvaje y allí establecí el
campamento (altitud 2.576 metros, temperatura 10°); nos encontrábamos sobre
esquisto micáceo.

El 28 de mayo a las 7 tomamos un sendero muy visible que llevaba al páramo; el


tiempo era muy bueno y sentí una sensación de bienestar que no había
experimentado desde mi entrada en la selva. Atravesamos un bosque de
ceroxilones adornados de racimos de frutos rojos; la vegetación era espléndida a
medida que volvíamos a encontrar las plantas alpestres del altiplano de Bogotá. A
mediodía abrí el barómetro sobre el punto más elevado del páramo y obtuve una
altitud de 3.390 metros; el termómetro al aire libre indicaba 11,7°. Desde Ibagué

361

habíamos recorrido 10 leguas de 6.660 varas, de acuerdo con una medición de la
ruta, llevada a cabo por orden del gobierno. La cima del páramo está formada por
esquistos micáceos, parecidos a los de la Vega de Supía. Después de haber
almorzado en El Alto, comenzamos a bajar con lluvia y por caminos tan estrechos,
profundos y cerrados, que en ciertos sitios uno hubiera creído estar en la galería
de una mina. Después de 4 horas de una marcha fatigante al más alto grado,
llegamos a Mataficua (altitud 2.200 metros, temperatura 15°) en donde reconocí
un esquisto talcoso que alternaba con el esquisto micáceo, el esquisto anfibólico y
el grünstein que observé un poco más abajo. Alcanzamos al Contadero de
Cruzgorda (altitud 1.950 metros, temperatura 13°) en donde debía pernoctar;
infortunadamente no había llegado el portador de las hojas de bijao, de manera
que la lluvia me obligó a tomar abrigo momentáneo en el tronco hueco de un hura
crepitams, el reloj de arena de la Antillas.

El 29 de mayo encontramos que el terreno para llegar de Cruzgorda al río Quindío


era un pantano; en 3 horas de marcha llegamos a la orilla (altitud 1.816 metros,
temperatura 16°) y pasamos el río sin accidente. En seguida subimos hasta el alto
de Lara Ganao (altitud 2.067 metros), luego seguimos hasta El Roble (altitud 2.114
metros, temperatura 16°). Al salir de allí me picó cruelmente en el pie una avispa
brava; un carguero me trató por medio de la aplicación de tabaco mascado sobre
la picadura y el alivio fue inmediato; pude continuar la marcha. Acampamos en el
Socorro (altitud 1.880 metros, temperatura 17°).

El 30 de mayo fui a desayunar a Buenavista (altitud 1.837 metros, temperatura


17°). Allí comienza la peor parte del camino; uno camina en los guaduales
expuesto a las espinas de esas gigantescas gramíneas y en un barro que llega a
las rodillas; en camino me refrescaba con el agua que se obtiene de las guaduas,
practicando una abertura por encima de uno de los nudos de la vara; con una sola
punción obtuve 1/4 de litro de líquido; agua clara, fresca y como lo demostró
después el análisis, casi pura. Este es un gran recurso para los que atraviesan los
largos guaduales y calman su sed con agua límpida; allí donde no hay en el suelo
sino agua barrosa que es necesario esperar que decante. Por la tarde llegué
cansado, mojado y cubierto de barro al sitio de La Balsa (altitud 1.279 metros,
temperatura 22°). Me alojé en una cabaña en donde esperé la llegada de mis
cargueros; la mayor parte de ellos estaban retrasados y es fácil imaginar que con
sus cargas, en una estación de lluvias, no me podían seguir por lenta que fuera mi
marcha. Llegaron el 1o. de junio, pero faltaba el que traía los 45.000 francos en
oro. Envié a dos de mis hombres a buscarlo y regresaron pronto con el tesoro; el
pobre diablo a quien se lo había confiado tuvo que regresar a Ibagué porque lo
habían atacado las fiebres.

El 2 de junio, muy temprano me puse en camino hacia Cartago, al oeste, sur-oeste


de La Balsa. El camino fue pésimo hasta el río de La Vieja o del Quindío, en
donde me detuve a mediodía, (altitud 972 metros, temperatura 26°). Este río
recibe la quebrada de Piedramoler y es cerca de su unión donde se le atraviesa:

362

existe confusión de nombres, ya que cada uno le da el suyo, pero en definitiva es
la unión de las aguas que bajan de la vertiente Oeste del Quindío. Para llegar del
Magdalena al Cauca, remontamos el lecho del río San Juan y llegados al punto
culminante del camino, al páramo, bajamos por el lecho del río del Quindío. Ya lo
he dicho: las rutas naturales para atravesar una cadena de montañas, son los
torrentes que bajan de sus picos.

Llegué a Cartago por la tarde con la más extraña vestimenta que había ideado
para evitar la lluvia: parecía un individuo que saliera de un baño de barro; mi
ayudante, a quien había enviado adelante, había tomado en alquiler una casa
espaciosa de estilo morisco, con galerías interiores que daban sobre el patio; las
habitaciones que daban a la calle estaban ocupadas por personas encantadoras
entre ellas una sirena de ojos azules. Del páramo a Cartago, midiendo con
cadeneros la distancia, se encontró que hay 12 leguas de 6.660 varas y yo había
necesitado 9 días para recorrer esta distancia. Me limitaré a contar algunos
incidentes:

En enero de 1830 pasé el Quindío montado sobre una mula con tiempo muy
favorable. En esta época, una división del ejército colombiano regresaba del Perú;
el general Bolívar que la había precedido me dio algunas indicaciones. El 26 de
enero fui de Ibagué a las Tapias, el 27 pasé la noche en el Tambo del Toche;
cerca de Aguacaliente encontré un sillero muerto por los golpes que le había dado
un miserable oficial para obligarlo a andar; ¡nadie se preocupó de este asesinato!
A las 3 llegué a la fuente de agua gaseosa. El 28 de enero llegué al punto
culminante de páramo; durante la subida encontré una compañía de lanceros,
camino de Ibagué, y los oficiales y soldados, andando a pie, quedaron muy
sorprendidos de verme montado; cuando los dejé, entré en uno de esos caminos
sombreados que ya he descrito, cuando de repente mi mula dio un salto
prodigioso a tal punto que con mucha suerte pude agarrarme de una rama y
mantenerme suspendido, mientras que mi asistente lograba hacer pasar a la
bestia el sitio en donde se había espantado; el animal había metido su pata en el
abdomen de un soldado enterrado y de allí había salido un gas de extrema fetidez;
fue la jornada de las tristes aventuras.

Al llegar allí, donde termina la vegetación arborescente, noté una fosa que había
sido tapada recientemente y observé que la tierra se movía por debajo:
inmediatamente salté de la mula y, con la ayuda de mi asistente, me dediqué a
desenterrar el muerto que se agitaba; apenas habíamos comenzado, lo vimos
sentarse: era un granadero, tenía los ojos fijos y volteaba lentamente la cabeza a
izquierda y a derecha; lo apoyamos contra un arbusto y acerqué a sus labios mi
cantimplora que contenía ron, pero no tuvo tiempo de tomarlo porque cayó otra
vez pesadamente; su pulso ya no se sentía y lo volvimos a colocar en su tumba
sin cubrirlo de tierra. Pasé la noche cerca de él en el Paramillo, en donde sentimos
frío: el termómetro bajó a 8º.

363

El 29 de enero pasé la noche en el Araganal. El 30 estaba en La Balsa, el 31 entré
a Cartago a las 2 de la tarde. Montado en una mula había pasado el Quindío en 5
días y medio.

Cartago es una de esas poblaciones de las regiones calientes hermosas, bien


construidas, con sus calles centrales que la dividen en manzanas y bordeadas de
casas cubiertas de paja. Una plaza espaciosa, una iglesia y altas palmeras que
dominan las construcciones. No hay movimiento por su escasa población poco
activa y que vive de poca cosa, pero es uno de los centros comerciales del Cauca.
Comunica por el Norte con la Vega de Antioquia, por el Sur con Cali y Popayán y
por el Oeste con el Chocó. Hice pocas relaciones con los habitantes, a excepción
de un francés, Gabriel de la Roche Saint-Andre, cuya fe de bautismo tengo y quien
era administrador del estanco de tabaco; había servido con los guerrilleros
realistas de Vendeé de Francia y emigró, durante la revolución, siendo de los
pocos que pasaron a América; en Cartago se había casado con la hija de un señor
Marisinluma, orgulloso de la nobleza de su familia y tuve a la vista todos los títulos,
escudos, sellos, etc. La señora de la Roche, cuando la conocí, era todavía una
belleza, aun cuando ya era madre de 5 o 6 niños, pero carecía de la más
elemental educación. Yo dudo, inclusive, de que supiera leer y se pasaba la vida
confeccionando cigarros.

El interior de la casa del señor de la Roche puede dar una idea de la vida en
América meridional: construida en adobe y recubierta de teja, no tenía sino un
piso, con una sala inmensa, sin cielo raso, en donde no había sino una mesa,
algunos sillones macizos, recubiertos de cuero de Córdoba, un tinaja gigantesca
colocada en corriente de aire, en donde el agua por efecto de la evaporación,
tenía constantemente una temperatura inferior —en varios grados— a la de la
atmósfera; dos alcobas en las extremidades de la sala, cuyas puertas se abrían
sobre el patio interior. La señora y sus hijos andaban descalzos; no se usaban las
medias sino para ir a la iglesia, seguidos de un esclavo que llevaba un tapete para
sentarse a la manera oriental. Las señoras llevaban, todo el día, flores en sus
magníficas cabelleras. El marido comía solo en la mesa, servido por un niño. El
resto de la familia tomaba sus alimentos en la cocina, en el suelo, cerca del fogón.
En cuanto a la alimentación, era la misma que yo tenía en la selva: tasajo,
bananos, tortillas de maíz y chocolate y agua clara para beber, la cual se obtenía
en el río de La Vieja que baja de los nevados del Tolima.

Cartago se halla sobre la orilla derecha del Cauca y un poco por encima de su
nivel, cuya altura es 978 metros, la temperatura es de 24,5°. En distintas
oportunidades he permanecido bastante tiempo en esta ciudad que cuenta con
algunos millares de habitantes, hacendados y comerciantes; los esclavos eran
muy numerosos. Allí la vida es fácil y ociosa para los blancos. Conocí poca gente,
la mayoría en los vecindarios de la casa donde vivía. Las mujeres graciosas más
que bonitas, agradables con sus cabellos entremezclados de flores.

364

Este adorno puede tener inconvenientes; yo tenía muy buena amistad con una
muchacha joven, fresca, gordita, con hoyuelos al sonreír y bellos ojos negros y
que tenía la increíble facultad de ver, sin anteojos, el primer satélite de Júpiter. Un
día iba yo a cenar a una hacienda a algunas leguas de Cartago y le di un abrazo a
mi bonita amiga, como era costumbre y luego monté a caballo. Por la tarde, al
regreso, le di otro abrazo, cuando de pronto se enojaron todos conmigo y se
alejaron como si yo fuese un leproso, haciendo unas expresivas muecas, corno las
saben hacer las mujeres de las tierras calientes. Pregunté la razón de esta
acogida tan singular y la respuesta fue la siguiente:

—“¿Usted abrazó a Gabrielita?”


--“¿Y cómo lo sabe?”
— "Lo sabemos, porque Ud. huele a las flores que ella usa en sus cabellos”. Me
fue imposible negarlo.

Luego vino una curiosa recomendación:


—“ Después de comida no le daremos café”.
—‘‘¿Por qué?”
—“Porque no”.

Debo callar la razón, pues parece que el efecto atribuido al café está
generalmente admitido por las señoras de la América meridional.

Las señoritas del Valle del Cauca son excelentes bailarinas, como lo son las
damas españolas. Hay que verlas, dentro de un vestido liviano, con su talle
esbelto sin que esté aprisionado por un corsé, bailando un bolero, un fandango, un
molé-molé, sin otra música que la de un negro que agita su alfandoque, un tubo de
bambú que contiene piedritas, improvisando al mismo tiempo canciones, algunas
veces eróticas o historietas escandalosas; para refrescarse, ron, del que rara vez
se abusa. No es fácil describir la animación de las bailarinas, ni la vivacidad de las
jóvenes en estas reuniones nocturnas: es algo así como una embriaguez.

Si se exceptúa la compañía siempre agradable de las mujeres, la ciudad no


ofrecía ningún otro recurso. Yo me ocupé en las observaciones meteorológicas; el
estudio geológico de los terrenos habría tenido muy poco interés si no me
hubiesen llamado la atención algunos raros depósitos silíceos.

El suelo del Valle del Cauca entre Cartago y Anserma Nuevo, es un relleno
depositado en el fondo de un lago. Llaman la atención sobre toda la llanura,
montículos aislados formados de estratos de arena y de arcilla arenosa con la
superficie recubierta por 30 centímetros de una sustancia blanca, la “tierra blanca”,
utilizada para blanquear las casas cuando se ha disuelto en agua, previamente
hecha pegajosa por medio de la savia de algunas plantas, casi siempre el cacto.
Esta tierra, muy liviana y quebradiza es un sílice impalpable, casi puro, parecido al
que depositan las aguas calientes del Quindío y no es improbable que también

365

tengan un origen termal; la extensión superficial de este yacimiento de sílice es
considerable y su espesor es muy pequeño.

Yo utilizaba como combustible en las lámparas de mi laboratorio portátil un aceite


extraído del fruto de una palmera “palma real”, obtenido por medio de la ebullición.
Este aceite tiene un sabor agradable, se usa para freír y podría conseguirse en
cantidades considerables; es el aceite cosmético que las bellas caucanas ponen
en su pelo.

Entre los personajes originales que conocí en Cartago, citaré dos: el uno era un
joven sacerdote, quien en su infancia había caído desde lo alto del campanario de
Anserma Nuevo y se había desplazado la mandíbula en tal forma que la boca se
encontraba en el sitio de la oreja, de manera que cuando comulgaba parecía que
se ponía la hostia detrás de la cabeza. El otro era un fiscal acusador público quien
había perdido la razón a consecuencia de un hecho trágico: gracias a su
requisitonía un asesino había sido condenado a muerte y cuando el hombre iba a
ser ejecutado, una columna española entró en la provincia; el condenado era un
realista exaltado que esperaba ser puesto en libertad por el comandante ibérico,
contando como único motivo que la sentencia había sido proferida por un tribunal
republicano; el acusador público estaba persuadido de que sería acusado ante los
españoles y por ende perseguido y condenado y estaba tan convencido de ello
que llegó a la cárcel y mató al prisionero de un lanzazo así que el juez se convirtió
en verdugo. La impresión que tuvo fue tremenda y perdió la razón sin poderla
recobrar jamás; ¡el pobre hombre era un alucinado! Cada vez que me encontraba
preguntaba si no había cumplido con su deber matando al asesino juzgado por el
tribunal. Naturalmente yo siempre aprobaba su resolución para tranquilizarlo, pero
era en vano; el miserable a quien había matado se convirtió en un espectro que lo
persiguió por todas partes.

Anotaré dos incidentes que me sucedieron durante mi permanencia en Cartago:


estaba en casa del señor de la Roche, mi compatriota, cuando el señor Durán, su
vecino, llegó todo asustado con una taza de chocolate en la mano, dentro de la
cual había una cuchara de plata ennegrecida; su cocinera, una negra esclava,
acababa de servirle el chocolate, cuando notó la alteración que había sufrido el
metal y no fue difícil reconocer que el brebaje contenía sublimado corrosivo:
habían tenido la intención de envenenarlo. El señor Durán hizo aplicar 25 fuetazos
sobre las grandes nalgas de la negra y todo terminó. Estoy convencido de que los
casos de envenenamiento son muy frecuentes en América meridional,
especialmente en las localidades aisladas donde el criminal está seguro de la
impunidad.

El otro incidente tuvo un carácter político: era en 1830 y acabábamos de


enterarnos de la muerte del Libertador, la cual me causó grande pena. El partido
demagógico se alegró de este triste suceso y sus miembros no tuvieron vergüenza
de ofrecer un baile, actitud que me hirió, lo mismo que a uno de mis camaradas,

366

además de que tuvieron la frescura de invitarnos. Por la tarde nos pusimos
nuestros uniformes con una banda negra en el brazo para ir a la invitación; una
vez dentro de la sala y habiendo dado francamente nuestra opinión sobre la
inconveniencia de esta fiesta en un día de duelo público, desenfundamos nuestras
espadas y apagamos las velas. Las mujeres se pusieron a llorar y los caballeros a
gruñir, pero en un instante la sala quedó evacuada. ¡Acabábamos de cometer una
imprudencia que podía habernos costado la vida, pero no hay nada como la
audacia!.

Dejé a Cartago para ir al distrito de la Vega de Supía por la selva que bordea la
orilla izquierda del Cauca; éste es un trayecto difícil puesto que hay que atravesar
torrentes impetuosos y barrizales y además es el camino de las recuas de mulas
que van de la Provincia de Popayán a la de Antioquia.

Río Sucio, a donde se llega saliendo de la selva, estaría en línea recta a 12 o 13


leguas al norte de Cartago. Sin embargo son tales las dificultades que presenta el
camino, que en mula se gastan de 5 a 8 jornadas.

Extraigo de mi diario un trayecto entre Cartago y Río Sucio, con tiempo favorable:

De Cartago a Río Sucio

Días Localidades Altitud


Pasé a la orilla izquierda del
1 986 metros
Cauca (acampé en el río Santa Catalina)
2 Pasé el río Cañaveral 1.002
2 Pasé el alto de Cañaveral 1.200
2 Acampé en la quebrada del Rey 939
3 Pasé el río Tutuy 1.031
3 Pasé el río Apía 995
3 Acampé en Las Colas
4 Alto de Honda 1.326
4 Quebradahonda 1.061
4 Acampé en el río Guarinó 1.177
5 Pasé el río Sopinga o Risaralda 1.086
5 Quebrada Chatapa 1.094
5 Quebrada Papayal 1.111
5 Quebrada del Diablo 1.511
5 Quebrada Tusa 1.604
5 Quebrada Caula 1.531
6 Pasé por Ansermaviejo 1.788
6 Acampé en el Tabuyo

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6 Alto de Villalobos 2.007
6 Pasé el río Opirama 1.276
6 Población de Quinchía 1.776
6 Alto de Quinchía 1.672
6 Alto del Higo 1.717
6 Quebrada del Higo 1.691
6 Alto del Aguacatal 2.128
6 Torrente del Río Sucio 1.698
8 Llegada a Río Sucio de Engurumí 1.818

El punto más elevado de la ruta es el alto del Aguacatal, cerca de Río Sucio de
Engurumí. Los numerosos cursos de agua que se encuentran, bajan de la
Cordillera Occidental. Se pasa a poca distancia de su desembocadura en el Cauca
y si el camino no está más cerca a este río es con el objeto de evitar los
guaduales, los barrizales y también para encontrar vados que los cargamentos
puedan pasar sin demasiado peligro.

La impetuosidad de los torrentes es tal que arrastra a una mula cuando el agua le
llega a la cincha; el animal da una vuelta sobre sí mismo y no siempre puede ser
salvado. Algunas veces sucede que el viajero debe demorar varios días debido a
las crecientes del Cañaveral, del Apía, del Sopinga y del Opirama.

Las rocas que se pueden observar son aquellas de las que ya hablé en la
Cordillera Central y la Vega: esquistos, sienitas y grünstein porfídico. Las
observaciones geológicas, por consiguiente, no presentan sino un mínimo interés;
nada tan monótono como el recorrido de esta gran selva que cubre los
contrafuertes de la Cordillera Occidental; el viajero se encuentra en la soledad,
luchando contra los torrentes y los pantanos, cerca de Anserma Viejo y del
Quindío.

Anserma Viejo “el dueño de la sal” fue en otro tiempo una localidad importante.
Los caciques hacían explotar sus aguas saladas que salían de las rocas
porfídicas; de allí también se extraía oro de la Mina Rica, cuyo rastro se perdió; allí
me alojé en casa de un alcalde indígena, quien me dio lo que vanamente había
buscado hasta allí, es decir, la fecha de la famosa lluvia de cenizas que venían del
Este y que cayó también en Cartago y en el Chocó: 14 de marzo de 1805, entre la
1 y las 3 de la tarde, cuando el cielo, de una gran pureza se oscureció de pronto.
En Anserma se esperaba una lluvia muy fuerte, pero lo que cayó fue una ceniza
negra de olor sulfuroso, lanzada por un volcán del páramo del Ruiz que cubrió
toda la región. Dos años después, en 1807, se transfirió la Anserma fundada
durante la Conquista, al sitio en donde se encuentra hoy día con el nombre de
Anserma Nuevo. Los indios de raza pura permanecieron en la antigua localidad;

368

Quinchía, cerca de Río Sucio, estaba habitado por tribus antropófagas, de acuerdo
con la tradición.

En la travesía de la selva me sucedieron algunos incidentes: yo había salido de


Cartago con una recua de mulas que portaban equipajes, víveres, etc. Después de
un desayuno en el río Apía, se estableció el campamento cerca de la quebrada de
las Coles, en un claro que ofrecía muy buen pastaje a las bestias. El cielo estaba
magnífico, el aire tranquilo y me sorprendió oír llover abundantemente en la selva;
podría decir que veía caer la lluvia: veía escurrir el agua, a la luz de la luna, desde
la superficie de las hojas; era un fenómeno curioso que he observado varias veces
al acampar en las selvas de las regiones cálidas. Es el efecto del enfriamiento
ocasionado por la radiación nocturna, un rocío de abundancia excepcional. En la
selva llovía fuertemente y a unos pocos metros de allí, donde acampábamos en el
Contadero de las Coles, no caía ni una gota de agua.

He sido testigo de una fuerte aparición de rocío inclusive fuera de la selva: era en
el litoral del océano Pacífico, en una zona donde no llueve jamás. Un poco antes
de la salida del sol el rocío caía y se podía recoger en suficiente cantidad, de las
hojas de un plátano; los habitantes de la región creían que la planta extraía el
agua del suelo, pero ésta es una condensación de vapor de la atmósfera por
medio de las hojas que se enfrían y que además tiene el papel importante de
contribuir a formar los ríos. A una cierta altitud en las montañas, gracias al agua
condensada y por su extensión, los pantanos que se hallan en la base de lo
páramos del Quindío y de Herveo, son realmente las fuentes de estos torrentes.
Las regiones boscosas al tiempo que llevan a la tierra la humedad que las hojas
sustraen al aire, atenúan también la evaporación con su sombra. Así dan
nacimiento y conservan el agua de los meteoros que han caído al suelo.

Tuve necesidad de ir de Cartago a la Vega de Supía en tiempo lluvioso y fue


necesario superar varios obstáculos, además de tener encuentros bastante
inesperados. Desde mi salida de Anserma Nuevo no había dejado de llover y al
entrar en lo más espeso de la selva, las mulas avanzaban con dificultad: tomé la
delantera acompañado de mi asistente; al llegar al río Cañaveral apresuré la
marcha con la esperanza de arribar al río Apia antes de una creciente; caminaba
lentamente en los barrizales de Villalobos bajo una especie de techo de guaduas
gigantescas, cuando vi a un hombre acurrucado cocinando alimentos; se enderezó
y se dirigió a mí, manteniendo en la mano un largo cuchillo; yo desenfundé la
“aguja” y colocándome en posición le ordené detenerse si no quería que le
tumbara el brazo; bajó entonces su arma y permaneció inmóvil: era un anciano de
barba blanca, un europeo o un mestizo; me contó que venía de Cartagena hacia
Popayán, le di una moneda y un cigarro y le advertí que tuviera cuidado con mi
asistente; el infeliz volvió a su marmita; se sospechó que fuera un galeote, evadido
de prisión.

369

La lluvia redoblaba y el trueno se oía a lo lejos; era absolutamente indispensable
atravesar el Apía o correr el riesgo de quedar demorado por una creciente; casi
anochecía cuando llegué al río, el agua estaba alta y el mugido que se oía río
arriba y las piedras que se desplazaban anunciaban la creciente; no había un
instante que perder y empujé resueltamente mi mula que cayó al agua para
levantarse de inmediato; el agua no le llegaba a la cincha y mantenida por mi
ayudante llegó a la orilla opuesta sin accidentes. La noche era profunda, los rayos
nos alumbraban y completamente mojados no encontramos otro abrigo que un
rancho; la tempestad reventó en forma violenta y nos protegimos habiendo
amarrado sólidamente la mula a un árbol. Después de una marcha tan fatigante,
no teníamos nada qué comer y ni siquiera la posibilidad de fumar pues mi morral
se había mojado. Nuestro olor atrajo una nube de zancudos y para proteger de las
picaduras mis pies desnudos, se me ocurrió envolverlos en la tela encerada que
protegía mi sombrero. En esta triste situación, empapado, muriendo de hambre,
permanecí 12 horas sentado sobre una piedra y expuesto a la tempestad; fue una
de las noches más tristes que pasé en el curso de mis viajes.

Por la mañana salí del lecho del Apía sobre mi mula, para seguir una cuesta en
suave pendiente, que llevaba a Anserma Viejo. La niebla obligaba a andar al paso,
cuando de pronto apareció una banda de indios armados, quienes se detuvieron,
lo mismo que hice yo, sable en mano con mi asistente armado de su húmedo fusil;
nos observábamos cuando un indio avanzó hacia mí llamándome “compadre don
Juan”; era el cacique de mis buenos amigos los chami, de Río Sucio, quienes iban
de cacería; les hice comprender por un gesto que estábamos sin recursos e
inmediatamente todos nos dieron galletas de casabe; desfilaron delante de mí con
ese porte digno que tienen los hombres de su raza. Así quedé abastecido por
estos buenos indios, mis compadres.

Al salir del Apía se enrumba hacia el Este para acercarse así a la Cordillera
Central; el camino empapado y resbaloso me impidió llegar al río Sopinga, en
donde tenía la intención de acampar, lo que fui forzado a hacer en el torrente del
Diablo, viejo conocido y llamado así por su impetuosidad y por los bloques de una
fanolita, roca negra y sonora que arrastra. Nada más curioso que esos enormes
fragmentos que dan a la playa un aspecto lúgubre; parecen menhires y algunos de
ellos tienen las formas más raras. Había claro de luna y estábamos acostados, sin
abrigo, mojados, con frío y con hambre al pie de una roca, estado favorable a las
alucinaciones. Creímos ver un hombre escondido detrás de una roca espiándonos
a unos 100 metros de nuestro fuego; envié mi asistente a mirar y resultó ser una
ilusión. Las apariencias de movimiento de este ser fantástico provenían del
desplazamiento de las sombras originadas en la luz de la luna; la fatiga era la
causa de esas impresiones; tranquilizados hubiéramos podido dormir si no
hubiese sido por una invasión de jejenes, moscas microscópicas, cuyo ataque es
incesante.

370

Al día siguiente salimos de El Diablo; llovía, yo iba a pie y llegados al río Sopinga,
que encontramos en plena creciente; tuvimos que esperar 6 horas para que
bajaran las aguas. Allí estaba esperando, desde hacía 2 días, un mulero que
llevaba una carga de cacao. Cuando el torrente me pareció vadeable me desvestí
y me arriesgué: la mula vaciló al principio, pero al fin llegó sin accidentes a la orilla
opuesta; también logramos pasar la carga del mulero y el buen hombre me llenó
de bendiciones y me recomendó a todos los santos. La demora que sufrimos en el
río Sopinga me impidió ir hasta Quinchía y entonces me alojé en la estancia de
Juan Romero, en donde mi mula pudo llenarse de caña de azúcar. La buena
bestia se merecía un forraje de esa calidad.

Después de haber atravesado a pie los barrizales profundos, llegué con fuerte
lluvia a un alto de donde bajé al valle del río Opirama, dejándome resbalar, por lo
cual quedé cubierto de una arcilla rojiza y en un estado indescriptible; una india de
edad madura, de unos 25 años, ayudó a desvestirme y logró desembarrarme;
luego llamó a su marido para que pudiera admirar la blancura de mi piel, en lo cual
no había ningún inconveniente, ya que los tres estábamos en el mismo estado de
desnudez.

Estaba tan cerca de alcanzar el objetivo de mi viaje que era Río Sucio, que no
tenía afán de ponerme en camino; además tenía que hacer secar mi ropa. Había
dormido bien, aun cuando acostado en una simple estera, utilizando como sábana
un periódico inglés el “Morning Herald” que había preservado de la humedad
durante mi viaje; allí se leía la lista de los alimentos consumidos en el curso de un
banquete ofrecido al alcalde por la corporación de los sastres: sopa de tortuga,
roast-beef, patés, etc.; era como una ironía... un bizcocho de casabe y una tortilla
de maíz me parecieron también muy agradables, además tenía chicha, el vino de
los indígenas, y tabaco.

Algunos indios me hicieron una visita; su fisonomía era bastante ruda porque sus
antepasados eran antropófagos, pero eran buena gente y muy serviciales.

Durante largo tiempo tuve a mi servicio a un curioso muchacho, ¡joven indio


quinchía! Le encantaba comer monos asados que parecían niños chiquitos, decía
él y reclamaba para sí el interior de las patas de esos animales; mientras estuvo
conmigo no le di librea y me servía enteramente desnudo; sin embargo en La
Vega tuve la visita de algunas jóvenes y temiendo que les chocara su completa
desnudez, le mandé hacer una camiseta, un pantalón y un chaleco en calicó. Pero
sucedió que tan pronto tuvo bolsillos comenzó a robarme pequeños objetos sin el
menor escrúpulo; así que tuve que hurgarle la ropa todas las noches y cuando las
jóvenes se fueron lo volví a dejar desnudo. Sin bolsillos no volvió a haber robos.
Esta especie de salvaje tenía una antipatía marcada por ciertos olores. Una vez
que le di una tajada de queso de Chester la escupió inmediatamente y me
preguntó cómo un cristiano como yo podía comer m...

371

Antes de salir de Quinchía fui a ver la salina, luego la iglesia, donde tuve una
sorpresa inesperada que me puso de buen humor. Cuando por primera vez, hace
dos años, atravesé la selva de Anserma, pasé la noche en Quinchía. Tenía entre
mis equipajes una cantina de oficial que contenía todo lo necesario para cocinar y
servir a la mesa en un campamento: marmita, tetera, platos esmaltados, frascos
para licores, etc. y, objeto de mis predilecciones, un par de candeleros de latón
muy portátiles, pues se ajustaban como una tabaquera: una verdadera joya. Al día
siguiente, en el momento de la partida, eché de menos los candeleros de latón.
Me di cuenta también que me habían robado una bufanda roja en seda de las
Indias y mi cepillo de dientes. Las investigaciones para descubrir al autor del hurto
fueron inútiles ese año. Cuál no sería mi sorpresa al entrar a la iglesia y ver mis
candeleros sobre el altar al lado de una imagen de la Virgen, esculpida en madera,
que llevaba mi bufanda como manto; también estaba el cepillo de dientes que la
Virgen inmaculada apretaba contra su corazón. Recuperé mis candelabros, pero
no quise despojar a Nuestra Señora de su manto; también la dejé en posesión de
mi cepillo de dientes. Se ve que el ladrón había actuado con buena y santa
intención.

A las 3 llegué a Río Sucio de Engurumí y llegué a casa de mi amigo, el cura


Bonafonte, quien se apresuró a disponer un estupendo pavo asado y a hacerme
tomar, a pico de botella, el vino de una decena de misas. Reasumí mis funciones
de campanero; ¡nada había cambiado! Admiré el burro reproductor, un poco más
embarrado y sucio, de cuya industria se obtenía ampliamente el dinero para los
gastos del culto y de la clerecía y como decía la maicera Manuelita, mostrándome
el animal en pleno trabajo: “¡Ah, si nuestros maridos tuvieran ese ímpetu!”.

Después de un descanso que realmente necesitaba, me puse a organizar el


servicio de las minas. Creo que nunca había desarrollado tanta actividad ni
energía. Una partida de 100 mineros y obreros enviados desde Inglaterra, habían
subido el río Magdalena, conducidos por el señor Bodmer. La expedición sufrió la
insalubridad del clima: casi todos los hombres tuvieron fiebres; un joven médico y
su mujer murieron en Mompos. El material que consistía en herramienta, hierros y
máquinas, fue enviado de Honda a Marmato por la montaña de Samaná, cuyo
punto culminante es el páramo de Sonsón, (altitud 3.234 metros). Una mula que
lleve 4 arrobas (100 libras españolas = 45.900 kilos) gasta 9 o 10 días para llegar
a la población y otros 4 para llegar a Marmato. El capitán Walker dirigía el tránsito.
El personal siguió el camino de Herveo, encabezado por el doctor Jervis, quien
todavía sufría de fiebre y estaba convertido, a raíz de sus sufrimientos, en un
asiduo fumador de opio; había llegado antes a Supía y no lo pude reconocer: su
viva inteligencia había desaparecido y se había convertido en un idiota;
afortunadamente el amor lo curó.

No era fácil construir campamentos sobre la pendiente abrupta del Cerro de


Marmato y poder alojar allí a mi gente. En Supía fue fácil hospedar a los lavadores
de estaño, destinados a explotar el aluvión aurífero por medio de sus

372

procedimientos, pero nos vimos forzados a hacer rellenos para establecer las
trituradoras, los molinos y, ante todo, los talleres de construcción porque
necesitábamos ruedas de canjillones de gran diámetro. Yo hubiera debido estar en
todas partes: para facilitar la vigilancia construí tres residencias muy modestas con
ayuda de los obreros europeos: armazón de guadua y helechos arborescentes y
tejado en hojas de palmera; mis muebles consistían en mesas y taburetes y me
encontraba por lo demás muy a gusto en la desnudez de esos apartamentos.

He aquí los sitios escogidos para acelerar el servicio:

1o. Río Sucio de Engurumí, cerca de las minas de Quiebralomo, (altitud 1.828
metros, temperatura promedio 20°).
2o. Vega de Supía, residencia principal sobre el aluvión aurífero; (altitud 1.225
metros, temperatura promedio 23°).
3o. Marmato, sobre los trabajos dirigidos en los yacimientos de piritas (altitud de la
casa en donde habitaba, 1.426 metros, temperatura promedio 21°)

Mientras estaban listas las casas donde debía alojarme, me establecí en una
dependencia de las minas de plata abandonadas de Chachafruto (altitud 1.709
metros, temperatura promedio 20,5°) que es una casa aislada en plena selva, a
mitad de camino entre Marmato y Supía, cerca de un bonito riachuelo. A la
entrada de los subterráneos encontré buena cantidad de “pacos” de donde retiré,
por medio de lavado, mercurio argentífero.

Allí tenía un vecino singular, una serpiente de metro y medio de largo, una traga-
venado, especie de boa; la veía deslizarse, generalmente por la mañana en el
torrente, cuando después de una cacería nocturna regresaba al sitio que había
escogido en una galería de la mina. Varias veces tuve la idea de matarla, pero
como no me molestaba para nada y como probablemente limpiaba los alrededores
de animales incómodos, la dejé vivir.

En América meridional las grandes serpientes son menos peligrosas que las
especies más pequeñas que tienen, con frecuencia , colmillos venenosos como
pude comprobarlo: me encontraba en Supía y ofrecía una comida a los oficiales de
minas y cuando estábamos en los postres, el sirviente apoyó de repente su
servilleta sobre el plato lleno de frutas: “una serpiente”, gritó asustado y nos
mostró un delgado reptil, bastante fuerte llamado “atabacado” debido a su color;
se le puso en alcohol y ahora figura en las colecciones de Historia Natural de
París; es una serpiente cuyo veneno actúa con una gran prontitud, según me han
asegurado.

Después de mi organización definitiva, la hacienda de El Rodeo era un oasis en


donde iba a descansar de los problemas de negocios. Allí había instalado algo así
como un observatorio y un laboratorio. Fue allí donde creo haber constatado que

373

en la región ecuatorial, el higrómetro de cabello mantiene una marcha muy
regular. Durante un bello día, desde la salida del sol, la aguja avanza
gradualmente hacia el punto de sequía y luego de permanecer estacionaria se
dirige hacia los 100, máximo de humedad hasta por la noche. Si por la mañana su
movimiento hacia ese punto se interrumpe, si la aguja permanece estacionaria y
con mayor razón, si marcha hacia la humedad, se puede estar muy seguro de que
sea cual sea el estado del cielo, lloverá en la tarde; el barómetro no hace prever
nada y es al higrómetro que yo consultaba cuando tenía algún consejo para dar al
San Sebastián del padre Bonafonte para saber si había llegado el momento de
pedir la lluvia o la sequía. El Rodeo fue para mí un sitio de delicias; esa soledad
era mi paraíso, con una serpiente y, hay que confesarlo, con una Eva encantadora
que me asistía en mis observaciones.

Los trabajos relacionados con las minas de Marmato fueron impulsados


activamente; se tumbaron árboles y se establecieron aserríos para utilizarlos. Se
operaba en la parte más alta de la selva con el fin de hacer llegar, lo más
fácilmente posible, los materiales a los sitios en donde se les daría uso. Aun
cuando estábamos rodeados de bosques, la madera nos resultaba tan cara y aún
más que en Francia, debido al alto precio de la mano de obra y a las dificultades
de transporte.

En Marmato monté un laboratorio para las pruebas de oro y de plata, provisto de


todos los utensilios necesarios y una fundición para convertir el oro en polvo y en
lingotes. Una de mis principales ocupaciones fue la de asegurar el agua necesaria
para el servicio; el riachuelo de que disponíamos no era muy abundante;
afortunadamente contábamos con una caída de cerca de 1.000 metros, diferencia
de nivel entre el río Cauca y la acequia del Agua del Obispo, lo que me permitió
superponer las norias y los lavaderos. Me ocupé en hacer limpiar el lecho del río
Obispo, cerca del filo de la montaña y procedí a efectuar captaciones importantes.
Durante estos trabajos sobrevino un derrumbe de tierra mueble que nos enterró
hasta las rodillas; esto no presentaba peligro inminente, pero Davy, un buen galés
constructor de molinos, sufrió un susto tal que le produjo un “volvulos” (obstrucción
de los intestinos). El doctor Jervis, a quien llamé inmediatamente, juzgó
desesperado el estado si el enfermo no consentía en dejarse operar. El pobre
hombre se rehusó y el mal hizo rápidos progresos: expiró llamando a su mujer y a
sus hijos que había dejado en su país; fue una triste escena y me reprocharé
siempre no haberlo hecho operar sin su consentimiento. En mi situación yo podía
actuar como lo considerara mejor; no lo hice y procedí mal.

Creo que ya he dicho cómo era el trabajo ejecutado por los negros para extraer el
oro de la pirita; un lavado y una trituración con molino movido por rueda de
canjillones, luego el mineral en un estado de pulverización era arrojado en una
especie de canal de madera que recibía un débil chorrito de agua; el lavador
devolvía la pirita hacia la cabeza del canal hasta que la juzgaba suficientemente

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concentrada y enriquecida y entonces se extraía el oro en polvo, lavando en
pequeñas cantidades en un plato cónico de madera llamado batea.

¿Cuál era la pérdida del oro en este proceso de una lentitud desesperante? Es
imposible saberlo; algunas de las tentativas que hice para enterarme dieron
resultados que no inspiraban ninguna confianza. Para tomar de nuevo el asunto
en las manos, esperé a que una trituradora estuviera terminada y conduje
entonces una larga y penosa serie de investigaciones hasta que,
independientemente de la trituradora, instalé un laboratorio bien organizado,
provisto de sus instrumentos de precisión, de manera que pudiera llevar a cabo los
ensayos de oro y plata con la misma exactitud con que lo hacían en los
laboratorios de las casas de moneda.

El metal en polvo, muy impuro necesariamente, extraído por el lavado final a la


batea, era fundido en lingotes que determinaban el tenor o ley de oro y plata. No
sabría describir los trabajos que ejecuté con el decidido concurso de la gente bajo
mis órdenes. Me limitaré a dar alguna información general sobre la riqueza —sería
más exacto decir sobre la pobreza— de los minerales sometidos a tratamiento. En
efecto su tenor de oro no pasa de 0,00005.

Sobre los “tyes” ingleses, mesas o cajas para lavar el material triturado, este
contenido subía a 0,00012; sin embargo la ventaja de este enriquecimiento
desaparecía durante el lavado final hecho a mano, de manera que esta operación
fue reemplazada por la de amalgamar la pirita concentrada en un “arrastre”
mexicano. Se redujeron las pérdidas por este medio, pero aún no se retiraban sino
0,60 del oro contenido. Fue lo que se estableció por medio de un experimento
llevado a cabo sobre 4.113 toneladas inglesas salidas de las minas del Salto. El
rendimiento máximo fue de 0,71 y el mínimo de 0,30. La pérdida promedio en oro
de 0,40 es la suma de las pérdidas parciales que sucedieron al total de las
operaciones: por el procedimiento de trituración, por el lavado sobre las mesas o
“tyes” y amalgamación en el arrastre.

Como prueba de la actividad que tenía lugar en la construcción de las fábricas y


en la explotación en el curso del año de 1831 se habían extraído y tratado en
Marmato 4.168 toneladas de piritas, allí en donde un año antes no existía ni la
menor construcción. El aluvión de llano de Supía continuaba siendo lavado por
esclavos negros, cuyos jornales eran pagados a sus amos. Como lo había
previsto, los lavadores de mineral de estaño venidos de Inglaterra, no pudieron
soportar este rudo e insalubre trabajo; los utilizamos en el laboreo de la pirita. Bajo
mi administración comenzamos la explotación de los yacimientos de Quiebralomo.
Algunos años más tarde produjeron grandes cantidades de oro, lo que demostró
que la opinión que yo había emitido en mis informes sobre la importancia de esas
minas, era justificada. Al echar un vistazo sobre los planos y cortes del cerro, se
podrá comprender la actividad desarrollada en los trabajos de Marmato. Allí,
donde sobre una pendiente abrupta no se veían sino algunas miserables chozas

375

de esclavos, vimos surgir una fábrica que producía mensualmente en 1832, 32
libras de oro en lingotes.

La población negra ya no alcanzaba para el trabajo; se trajo mano de obra de la


Provincia de Antioquia y llegaban, trayendo con ellos, víveres para 15 días y luego
regresaban para volver de nuevo. Para tener obreros fijos, había necesidad de
asegurar su subsistencia y fue así como se comenzó el gran cultivo de bananos
en la hacienda de Cucurusapé, en las orillas del Cauca. Se comenzó a talar el
bosque para sembrar maíz, yuca y leguminosas, y el comercio de Antioquia pronto
aportó harina de trigo, cacao y café. Al organizar esta agricultura tropical,
comprendí que se debían pedir a la tierra los alimentos indispensables para la
población, en una palabra, que había que cultivar para vivir. De esta época datan
mis estudios de agronomía.

Consignaré ahora los sucesos acaecidos durante mi residencia en el distrito de la


Vega de Supía y las observaciones que pude hacer sobre la meteorología de esta
región, una de las más húmedas de América meridional.

Las tempestades son frecuentes y se manifiestan sobre todo en las épocas


cuando a mediodía, el Sol pasa casi al cenit, es decir, cuando la declinación boreal
es de 5° a 7°. Las descargas eléctricas ocasionan graves accidentes; el ruido del
trueno es formidable y prolongado, efecto que se debe a los ecos de las
montañas, como lo admiten los físicos. Tuve la prueba a principios de septiembre,
en el curso de una tempestad espantosa que estalló a mediodía: el ruido del
trueno persistía durante 10, 15 y 20 segundos. Al fin el tiempo aclaró y por la
noche el cielo estaba lleno de estrellas. Entonces hice disparar algunos tiros de
fusil que produjeron un ruido igual de prolongado al del trueno: se oyeron
perfectamente las explosiones de las armas en Río Sucio de Engurumí, situado
muy por arriba de La Vega; eran las 9 y el termómetro marcaba 16° y el
higrómetro de cabello 84°.

Cerca de la Vega de Supía se señala un sitio conocido por la frecuencia de las


caídas de rayos: es Tumbabarreto, sobre el camino de la mina de Botafuego,
cerca de Quiebralomo. Aseguran que muchos habitantes habían perdido allí la
vida y yo tuve la triste ocasión de dar fe sobre esta opinión: al pasar por
Tumbabarreto me sorprendió una tempestad a mitad de camino; tronaba
fuertemente y yo estaba rodeado de rayos por todos lados; mi caballo ya no
obedecía cuando vi caer a un joven negro que me precedía a pocos pasos; me
desmonté inmediatamente para socorrerlo, pero todo fue inútil; había quedado
fulminado. Al llegar un poco más lejos a una casa, envié gente para recoger al
infeliz y hacerlo enterrar. En la Vega de Supía el rayo cayó una noche sobre mi
residencia e incendió el techo de paja; María, una esclava negra, murió en su
cama; la pobre muchacha iba a ser liberada al día siguiente y tenía en sus brazos
a su hijo de 3 años, quien se hallaba bien y profundamente dormido sobre el
cadáver de su madre. En El Rodeo, en el curso de una tempestad que estalló a las

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5 de la tarde, el rayo cayó a 200 pasos de mi habitación, sobre unos matorrales:
yo me hallaba precisamente en mi puerta, admirando el espectáculo; durante 10
minutos oí claramente, entre trueno y trueno, un chasquido que recuerda el de las
chispas que salen de una poderosa máquina eléctrica. En el Valle del Cauca las
tempestades llegan a tener proporciones grandiosas y aterradoras, desde
Popayán hasta Antioquia, en donde los siniestros causados por el rayo son muy
comunes. La cantidad de personas que mueren a causa de las tempestades es
verdaderamente considerable si se tiene en cuenta la poca densidad de la
población.

En una oportunidad me encontraba en Marmato y la lluvia no había dejado de caer


desde hacía 15 días; tronaba continuamente y el Cauca había crecido en tal
forma, que el ruido de sus aguas que arrastraban enormes bloques de piedra, no
nos dejaba dormir a pesar de que estábamos a más de 700 metros por encima de
la hacienda de Maraga.

Las oscilaciones de la tierra son tan frecuentes que puedo afirmar que de las
montañas de California a las de Chile, la tierra está en un estado de agitación
incesante. Las trepidaciones fuertes son las que se notan, porque son las únicas
que se perciben claramente; pero la aguja imantada, suspendida de hilos de seda
no trenzados, evidencia los movimientos de la tierra casi todos los días, como lo
observé al ver las variaciones magnéticas diurnas con una brújula de Gambey,
instalada primero en El Rodeo y luego en Marmato. Únicamente mencionaré dos
temblores de tierra notables por su duración y su intensidad: ya describí la terrible
situación en que me encontré cuando inspeccionaba los trabajos de las minas de
oro de El Salto, en donde tuve la buena suerte de lograr mantener el orden y de
sacar a la superficie a unos 100 mineros, aterrados, haciéndolos pasar, uno a uno
por una estrecha galería de 300 metros de largo donde habrían muerto todos si yo
no hubiera podido disipar el terror que les causaban los bramidos siniestros y los
ruidos subterráneos a los cuales se unían los clamores, los rezos y los cantos
fúnebres de una multitud enloquecida. Un temblor de tierra, en una mina, es
todavía más aterrador al considerar que uno está rodeado y envuelto por una
masa de rocas en movimiento; ¡el minero tiene ante sí la imagen de la tumba
donde quedará sepultado!.

Los dos temblores de tierra de que hablaré ahora fueron observados por mí, en La
Vega, en plena tranquilidad, ya que mi casa estaba cubierta con pamiche y no
corría ningún peligro. El primero tuvo lugar el 10 de octubre de 1827 a las 4:25; la
sacudida fue instantánea y sumamente fuerte; el movimiento parecía venir del
sureste al noroeste; el segundo se presentó el 16 de noviembre del mismo año, a
las 6 de la tarde. Yo me hallaba escribiendo y mi casa se remeció; como el
movimiento continuaba salí y vi a mis sirvientes rezando y entonando el famoso
cántico: “Santo Dios, Santo fuerte, Santo inmortal, líbranos de todo mal...”.

377

Regresé a la casa y comencé a contar el tiempo en mi cronómetro; la tierra
todavía tembló durante 3 minutos; no creo exagerar diciendo que las oscilaciones
horizontales de sureste a noroeste duraron 6 minutos en total. Después supe que
en Bogotá, a la misma hora, había temblado, durante 8 minutos.

Existen pocos ejemplos de temblores de tierra tan prolongados y la circunstancia


de haber podido seguir la aguja de un cronómetro es suficiente para establecer, de
la manera más precisa, que el fenómeno tuvo una duración anormal. Mientras la
tierra temblaba, tuve la oportunidad de observar varios animales: dos cabras
permanecieron tranquilamente echadas, dos mulas y un caballo siguieron
pastando, un perro cuyo triste fin pronto contaré, continuó durmiendo y un gato
que aprovechó el desorden, robó de la cocina un pedazo de carne destinado para
la comida. Anoté estos detalles porque siempre se ha pretendido que los animales
se asustan durante los temblores de tierra. Un jinete me aseguró que el caballo
que montaba se había parado cuando tembló; nada similar sucedió a mi alrededor
el 16 de noviembre.

Apenas había llegado, un sirviente me pidió que saliera porque el cielo producía
un ruido que no era de trueno. Efectivamente oí detonaciones parecidas al ruido
lejano del cañón, pero secas. No se veía ningún resplandor; el intervalo de tiempo
entre dos detonaciones era muy regular: alrededor de 30 segundos, conté 10
detonaciones y la gente que estaba afuera, había oído 6 antes de que yo las
oyese; el cielo estaba despejado.

El correo que llegó del Sur el 25 de noviembre me informó que el temblor de tierra
había sido muy fuerte en Cartago, Buga y sobre todo en Popayán. De Cartago me
escribieron que cada detonación sonaba como un cañonazo de 24. Más al sur, la
intensidad del sonido fue menor y no hubo señales de erupción en el volcán de
Pasto. La causa de estos ruidos en el aire no ha sido explicada.

Prometí contar la triste historia del perro que dormía durante el temblor de tierra.
Hela aquí: es el primer caso de rabia canina que yo haya visto: Azor había
acompañado una partida de mineros que venía de Inglaterra y había remontado el
Río Grande de la Magdalena y atravesado la Cordillera Central por la ruta del
páramo de Herveo; era un magnífico danés amarillo, muy manso, que se había
convertido en el amigo de todo el mundo, pero vivía especialmente conmigo y
tenía gran cariño por mi caballo. Un día lo encontré acostado bajo un banco en mi
casa de El Rodeo: lo llamé y el animal de ordinario tan obediente, no se movió;
quise entonces echarlo afuera y se abalanzó furioso contra mí, mordiendo el palo
de que me había servido y lo hizo tan fuertemente que pude alzarlo y arrojarlo con
todo y palo; mi buen caballo se hallaba afuera, como de costumbre, esperando
que le permitiera entrar al comedor porque cuando yo estaba solo cenábamos
juntos y él se comía todo el postre. Azor se botó sobre la pobre bestia mordiéndola
cruelmente en el cuello, luego perro y caballo desaparecieron a toda velocidad;
por el camino el primero mordió a un niño negro y a varias vacas que pacían en la

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pradera. Yo había dado orden de matar al perro, lo que hizo un minero inglés.
Visité al pobre negrito, quien murió de la rabia al cabo de algunos días, lo mismo
que varias vacas; a mi excelente caballo no lo volví a ver y solamente a los 2
meses se encontraron sus restos, que pudimos identificar por ser el único caballo
herrado en la región y las herraduras estaban entre sus huesos.

De este suceso se concluye que la rabia se había desarrollado probablemente en


forma espontánea en el perro, único que existía en los alrededores; digo
probablemente porque el animal podía haber sido mordido en Europa o durante el
viaje y se sabe con qué lentitud, algunas veces, el virus rábico se insinúa en el
organismo. La rabia se manifestó en el caballo, en el negrito y en las vacas
inmediatamente después de la mordedura. Se afirmaba que antes de
desaparecer, el caballo había mordido a varias vacas; si el hecho hubiera sido
bien observado, lo que dudo, resultaría que la rabia se comunica del caballo a la
especie bovina.

En Marmato sufrimos un accidente que habría podido tener terribles


consecuencias: era el 23 de octubre de 1828 a las 2 de la tarde; un bloque de roca
de varios metros cúbicos se separo de la parte más elevada de la montaña y bajó
a tumbos por encima de las fábricas para llegar a orillas del Cauca; nadie sufrió y
los daños se redujeron a poca cosa. Estas caídas de roca son frecuentes en los
terrenos de grünstein y de roca porfídica. Ya he contado atrás de un derrumbe de
este estilo, cuando cayó el cerro de Tacón que sepultó a todos los habitantes de
un villorrio indio.

Cuando caen las lluvias torrenciales permanecer sobre la pendiente abrupta de la


montaña de Marmato no deja de tener peligro. Una vez sucedió lo que llamamos
“la noche triste”. Hacia las 11 estalló una tromba encima del canal de Agua-
Obispo, acompañada de un violento huracán; yo me hallaba en Marmato,
afortunadamente, pues así pude organizar el servicio y mantener el orden. La
lluvia caía en forma tan densa que se hacía difícil la respiración; la pendiente del
cerro estaba desbaratada por un torrente de piedras; todo el personal se reunió a
mi alrededor y a cada uno le indiqué lo que creí útil para conservar nuestras
construcciones; durante toda la borrasca permanecí trepado sobre un bloque de
roca, sostenido por dos negros vigorosos. Se abrieron las compuertas, se
fortificaron los muros con postes y las órdenes eran prontamente ejecutadas y
puedo decir que con mucha sangre fría. Muchas trituradoras fueron desmontadas
y los lavaderos trastornados; pero logramos retener los restos del desastre.

Pasé algunas horas en medio de una gran inquietud y fue con viva satisfacción
que comprobé que no faltaba nadie, al llamar a lista después de la borrasca.
Estábamos en un estado indescriptible: totalmente mojados y cubiertos de barro,
pero tuvimos la suerte de que la lluvia que nos inundó no era fría pues su
temperatura no bajaba de 19° y la del aire era de 22°.

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Los trabajadores bajo mis órdenes eran negros esclavos, negros libres, mulatos y
mestizos, lo cual, en mi aislamiento, me daba un gran sentido de seguridad:
gentes sobrias, sumisas y leales que mantenían a respetuosa distancia los 150
obreros europeos, hombres turbulentos, aficionados al licor en su mayoría. Con
ellos tuve dos asuntos desagradables: en una oportunidad los ríos crecidos en la
cordillera de Herveo impidieron que llegasen a tiempo los correos que traían los
fondos enviados desde Bogotá, para el pago de los obreros. Los mineros y los
obreros ingleses se declararon en huelga y me enviaron una delegación para
reclamar su dinero; en ese momento me encontraba en El Rodeo y los vi subir la
pendiente que los llevaba a mi casa; los recibí en ropa de casa y les pedí que se
detuvieran y botaran los palos en los que se apoyaban, lo cual obedecieron.
Expliqué entonces a su portavoz, una mala persona, la causa de la demora en el
pago y se retiraron murmurando que no volverían al trabajo hasta que se les
pagara. Los fondos llegaron dos días después del reclamo y en el momento del
pago se les retuvo lo correspondiente al tiempo durante el cual se habían
ausentado de sus trabajos.

El segundo asunto fue mucho más serio: a las 4 de la mañana, hallándome en Río
Sucio de Engurumí, fui despertado por un alcalde que llegó al galope de la Vega
de Supía. Los ingleses querían quemar el pueblo y se paseaban por la calle
principal y única, con antorchas encendidas; no esperaban para ahorcar al cura
sino haber incendiado la iglesia.

—“Pero, el capitán Walker está en Supía, por qué no se dirigió a él; creo que
habría restablecido el orden”, le dije al alcalde.
—“No lo crea, don Juan, el capitán encabeza a los revoltosos y está tan borracho
que casi no puede tenerse en pie. Si Ud. se demora Supía será destruido, la
iglesia y los santos quemados y el cura ahorcado”, contestó el pobre magistrado
con voz temblorosa.

Mi asistente había ensillado mi mula, mientras yo me vestía, preparaba la “aguja” y


renovaba la carga de mis pistolas; jamás había bajado yo de Río Sucio a La Vega
con tal velocidad; todavía era de noche cuando llegamos: la iglesia estaba abierta
e iluminada y yo entré a caballo; al desmontarme pregunté por el capitán Walker,
quien llegó con rapidez oscilando visiblemente; este excelente muchacho tan
suave e instruido, se puso a llorar cuando me vio y aun cuando me era penoso, lo
hice poner al “cepo”. Después de todo era un servicio el que le prestaba al retirarlo
de sus compañeros. Luego comencé sin detenerme, a interrogar. El primero fue
Budge, quien era un individuo de ojos azules, con la fisonomía de un bribón; dijo
que el cura se había ufanado de haber invitado a los ingleses a tomar de un
aguardiente que le había servido para darse un baño de pies. Esta historia
desagradable indudablemente no era cierta, pero había exasperado a los
extranjeros, la mayoría de los cuales dormían por el suelo en un estado tal de
borrachera que fue imposible despertarlos. En cuanto al cura, a quien yo quería
oír, antes de enviar un informe a su obispo, no se logró descubrir su escondite. Lo

380

hice buscar por auxiliares que yo había organizado para el caso de que los
obreros extranjeros hubiesen puesto resistencia.

En el momento en que salía de Río Sucio había enviado a Marmato orden de


reunir a los mineros negros y que los enviaran armados de sus machetes a la
Vega de Supía. Pronto llegaron, pero su intervención ya no era necesaria; todo
terminó en gran calma y a las 9, el cabildo vino a agradecerme el haber salvado la
ciudad del incendio y del pillaje.

¡Yo no había salvado nada! Había sido un desorden causado por hombres
borrachos que sedujeron a uno de sus jefes, quien en lugar de hacerlos entrar en
razón, se había asociado a su mala conducta. Walker, una vez en su juicio, me
escribió una carta muy emotiva. Lo hice poner en libertad y lo envié a Sonsón para
que vigilara el transporte del material. Algunos meses después el desdichado
joven murió a consecuencia de sus excesos y tuve la ocasión de verlo una vez
más, antes de su muerte. Estaba irreconocible, al punto que escribí a un amigo
común: “Walker ya no es más que una masa de carne impregnada de alcohol”.

Debo dejar anotado aquí un rasgo característico de las costumbres de la región en


donde vivía: un domingo por la mañana me encontraba a la puerta de mi casa de
Marmato, cuando me di cuenta de que dos hombres salían de uno de los
campamentos de obreros y discutían acremente. Uno de ellos sacó su cuchillo y lo
hundió hasta la empuñadura en el corazón de su adversario; la muerte fue
instantánea y el asesino, con el arma en la mano, amenazaba a quien tratara de
detenerlo y llegó, con la velocidad de un ciervo, a la cima de la montaña en donde
desapareció entre un matorral; todas las búsquedas fueron inútiles. El asesino era
un muchacho muy apreciado, se llamaba Vanegas y era el hijo de un guía muy
experimentado con quien yo había atravesado muchas veces la Cordillera Central
y que también empleaba con frecuencia para misiones de confianza. El crimen
había sido causado por una querella de juego; la justicia dio su informe y las
piezas del proceso fueron enviadas a Popayán; dos meses después hubo una
sentencia de muerte contra Vanegas y la orden fue trasmitida al alcalde para la
ejecución del culpable, pero el muchacho estaba libre; nadie había podido, o
querido detenerlo; en todas partes se le acogía y se le protegía; su crimen no era
sino un pecadillo: había tenido un mal momento y, como atenuante: “¡Qué belleza
de puñalada!”.

Yo iba de La Vega a Marmato en una bella mañana y subía lentamente la cuesta,


cuando al llegar cerca a El Rodeo salió bruscamente de detrás de unos árboles,
un hombre armado de una lanza y detuvo mi mula, cogiéndola por la brida. Mi
primer movimiento fue el de sacar mi sable, cuando reconocí a Vanegas, quien
botando su arma, me besó las manos. Le informé de su condena instándolo a que
dejase la región, persuadido de que sería fusilado si llegaran a detenerlo. Me
contó entonces cómo vivía: cambiando de lugar cada mañana, bien acogido en
todas partes y añadió que más de una vez había pasado la noche en mi casa,

381

escondido y bien tratado por mis sirvientes. Debo confesar que yo lo ignoraba e
insistí en que debía alejarse y le di algún dinero; partió y no lo volví a ver sino dos
años después, en la Provincia de Socorro, donde se había establecido y había
cambiado su nombre; tenía éxito en los negocios y era un hombre muy apreciado;
entonces prometí darle noticias de él a su padre y el muchacho estuvo encantado
de poder pasar algún rato conmigo.

El tribunal se mostró más indulgente de lo que había sido con Vanegas, en otro
asunto que tenía realmente menor gravedad. Se trataba de un considerable robo
de oro, cometido por un mulato libre, jefe de los lavaderos de Marmato: escondía
el oro en polvo en el cabello de su cabeza y también en el de otras partes del
cuerpo de las negras lavadoras. El sistema piloso, por su contextura de lana
crespa formaba un escondite en donde se podía tener en reserva notables
cantidades del precioso metal y después del trabajo, peinaba a las mujeres. Hice
vigilar al miserable y constatamos el delito; las negras confesaron todo y delante
de mí se llevó a cabo un baño de esclavas doradas. El oro disimulado en esa
forma, llegaba a 3 o 4 onzas, en una sola mujer. Mandé al mulato a la cárcel y se
le siguió un proceso y los documentos fueron enviados a Popayán; el tribunal
consideró que un mes de prisión preventiva era ampliamente suficiente para
castigar a un hombre por haber robado un “poquito” de oro y declaró suspendido
el proceso. En cambio, la justicia local me reprendió por haber actuado como lo
hice, pues de acuerdo con el alcalde se debía dar de azotes al culpable, hasta que
hubiese restituido el metal robado.

Terminaré lo que concierne a mi administración del distrito de la Vega de Supía,


dando cuenta de una misión que me fue encargada para enganchar indios del
Chocó para trabajar en las minas. Por esta misión comenzaron mis relaciones con
los indios chami. Después de haberme puesto de acuerdo con el cacique y el cura
de la misión, me enviaron tres delegados chami, quienes durante dos días se
instalaron en Marmato, cerca de los molinos; permanecían sentados en el suelo,
mirando con la apatía particular de la raza cobriza todas las operaciones que
llevaban a cabo nuestros obreros. En la mañana del tercer día, los indios me
encontraron y uno de ellos me dijo: “no queremos trabajar, nos vamos”. Me
pareció que era gente sensata al preferir su existencia de grandes señores que
gastaban su tiempo en caza y pesca; los despaché con una buena ración de sal,
el mejor regalo que se les pudiera ofrecer. Jamás se ha logrado que un indio
trabaje en las minas, a menos que sea por medio de la violencia, como lo hicieron
los conquistadores.

En diciembre de 1830 dejé la Vega de Supía para no regresar a pesar de la


insistencia del gobierno y de las ventajas pecuniarias que me fueron ofrecidas.

Cuento aquí un incidente: cuando se decidió mi salida una vieja negra de nombre
Juana me contó que quería comprar su libertad; era la esclava de una
congregación y pasaba su vida sentada en una silla; la mantenían bien sin pedirle

382

el menor trabajo; me pidió que la evaluara de acuerdo con la ley de manumisión
que permitía recomprarse a todo esclavo; la evalué en 5 piastras, pero le aconsejé
permanecer en donde estaba, pues era libre de hecho, pero la vieja no quiso
aceptar. Después de haber puesto el grito en el cielo sobre el poco valor que le
atribuía, me dijo que una vez que yo me hubiese ido, no quería quedarse con los
ingleses heréticos. Le entregué su carta de libertad.

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CAPÍTULO XVI

Viaje a la región aurífera y platinífera del Chocó.

El Chocó está situado al oeste de la Cordillera Occidental de los Andes, entre los
4° y los 8°, en la desembocadura del río Mira; 1°35’ en el Golfo del Darién; 8° de
latitud norte. Esta provincia está bañada por el océano Pacífico y el mar de las
Antillas. El terreno es pantanoso, atravesado por una multitud de ríos que forman,
al reunirse, dos ríos navegables, el Atrato con dirección norte y el San Juan, con
dirección sur-oeste.

El Chocó, por la disposición de su sistema hidrográfico, comunica con los dos


mares. Es una región poco habitada y poco habitable, debido a su excesiva
humedad. La tierra apenas está cultivada y las vías de comunicación son los ríos y
los canales naturales, (cañones) (sic). La población está compuesta por negros
esclavos y no pasa las 87.500 almas. Existen dos ciudades de alguna importancia:
Quibdó sobre el Atrato y Nóvita sobre el San Juan; hay 8 parroquias y 25 anexos,
formados por la aglomeración de algunas viviendas.

El Chocó obtiene sus alimentos del Valle del Cauca y de la Provincia de Antioquia
y los trae por caminos o trochas que atraviesan la Cordillera Central. Las
mercancías de origen europeo suben el río Atrato y por el San Juan se introduce
el tasajo que se prepara en los alrededores del puerto de Chirambirá. La carne de
res, de cerdo, el maíz y la panela son la base de la alimentación de los negros
empleados en los trabajos de las minas.

La exploración del Chocó comenzó por la costa del océano Pacifico que Pizarro y
Almagro reconocieron desde el Golfo de San Miguel hasta la desembocadura del
río Mira. Balboa y Colmenares visitaron el Golfo del Darién y penetraron en una
ramificación del río Grande o Atrato; es probable que no pasaran más allá del
punto llamado la Altura del Vigía. Esto debió ser un poco antes de que Balboa
descubriera el Mar del Sur, al atravesar el istmo; más adelante el licenciado
Pascual de Andagoya llegó a la bahía de San Buenaventura y después de un viaje
a España fue nombrado, en 1539, gobernador de San Juan, es decir, de la parte
de la costa comprendida entre el Golfo de San Miguel y el río San Juan; llegó a la
desembocadura del río Dagua y subiendo la cordillera por el Valle de El Salado
llegó a la ciudad de Cali, situada en el Valle del Cauca.

Ya en 1522 un habitante de Anserma Viejo, Gómez Fernando, había recibido


autorización de atravesar la Cordillera Occidental para descubrir las tierras de los
indios chocós. Su expedición no tuvo ningún éxito.

384

En las crónicas no se encuentra ningún informe sobre el origen de la ocupación
del interior de la región. Sin embargo, parece indudable que el Chocó fue invadido
progresivamente por negros pertenecientes a propietarios de minas en las
provincias de Antioquia, del Cauca y de Popayán, que enviaron sus esclavos a
explotar los ricos aluviones auríferos que allí habían sido encontrados. Puede
decirse que el Chocó jamás ha sido ocupado por los criollos españoles, en el
sentido de que en ese entonces, como en nuestros días, no tenían sino reales de
minas en donde no hacían sino cortas residencias.

El Chocó propiamente dicho, las tierras bajas, calientes y pantanosas, tal vez no
haya sido jamás habitado por los indios chocós. Estos indígenas vivían
generalmente, como lo hacen ahora, sobre la pendiente de la cordillera, a una
altitud en donde la temperatura es menos elevada. Claro que recorrían la región
baja, como todavía lo hacen, para pescar y cazar, teniendo en cuenta que el
pescado con la caza y el maíz, que cultivan en la montaña, son su alimento
habitual.

El clima del bajo Chocó es de los más insalubres. Es muy caliente y llueve, puede
decirse, sin interrupción. Caldas atribuía esas lluvias persistentes a que el vapor
acuoso traído por el viento del mar, se condensaba por el enfriamiento que sufría
al llegar a la Cordillera Occidental, formando como una barrera al aire saturado de
humedad. La verdad es que la pendiente de las montañas está casi siempre
cubierta de espesa niebla que nunca pasa al otro lado de las cimas.

La presencia del platino en algunos aluviones auríferos, me hacía sentir deseos de


visitar una región tan mal conocida. Además, al poner este proyecto en ejecución,
llevaba hasta la orilla del océano Pacífico, la exploración geológica que había
comenzado sobre el litoral de Venezuela. De Anserma Nuevo, en donde yo residía
hacía un tiempo, salí para internarme en el Chocó.

Anserma queda precisamente en la base oriental de la cordillera que yo debía


atravesar. Iba a encontrar en esta travesía los mismos obstáculos que había
tenido que vencer al penetrar del valle del Magdalena a aquel del Cauca: caminos
casi impracticables, torrentes y además, pantanos y barrizales más profundos que
los del Quindío y de Herveo. Encontré en Anserma cargueros mestizos y muleros,
que habitualmente transportaban carga a Nóvita. Reduje mis instrumentos a lo
estrictamente necesario y lo más voluminoso de mi equipaje consistía en tasajo,
bizcochos de maíz, arroz y chocolate, porque debíamos pasar muchos días en la
selva y la creciente de los torrentes podía entrabar nuestra marcha. Un joven
inglés, John Lane, mi secretario; un minero negro de Marmato, portador de un baúl
que contenía un sextante, un horizonte artificial, una brújula y algunos
termómetros, viajaban conmigo. El barómetro que había comparado con mi bello
barómetro inglés de nivel constante, fue confiado a mi asistente, Vicente. El
botiquín, había sido renovado porque me habían dicho que la región era
eminentemente insalubre. En cuanto a la ropa que adopté para la marcha, era de

385

lana debido a las lluvias constantes a que iba a estar expuesto y además varias
mudas de ropa liviana para soportar el calor.

El 11 de febrero de 1829 a las 10 de la mañana dejé Anserma; al salir de la ciudad


remontamos la quebrada de la Boca del Monte, la cual se vadea varias veces;
descansamos una hora en una cabaña y continuamos siempre con los pies entre
el agua hasta el momento en que llegamos, hacia la 1 y media a la cuesta llamada
el Pico de la Cabecera en donde varios riachuelos desembocan en la quebrada de
la Boca del Monte, altitud 1.092, temperatura 28°. Estábamos solo a 42 metros por
encima de Anserma Nuevo, habíamos andado sobre el esquisto, al principio
cuárcico y poco hojoso, luego pizarroso, bien caracterizado y con inclinación 45° al
oeste; la misma roca se encuentra en los ríos Tolú y Cañaveral. La cuesta nos
llevó de las Cabeceras a una miserable cabaña abandonada, La Raíz, que es la
primera etapa de los cargueros que vienen de Anserma. De allí se goza de una
hermosa vista sobre el Valle del Cauca: al este se puede ver a Cartago. Nos
encontrábamos sobre el esquisto alterado de color rojo y nos detuvimos hacia las
4 (altitud 1.598, temperatura 21°).

12 de febrero. Pasamos una pésima noche en La Raíz; los zancudos nos


devoraron y sufrimos una formidable tempestad. Salidos de allí a las 9, seguimos
subiendo hasta el Osadero, donde llegamos a las 10; sigue el esquisto, (altitud
1.899 metros, temperatura 24° a las 11 El Roble, esquisto, (altitud 2.080 metros,
temperatura 21°). De El Roble bajamos por un camino espantoso hasta Honduras
del Ternero; esquisto, (altitud 1.727 metros, temperatura 29,5°). De allí subimos
penosamente la cuesta hasta la Cienaguita (altitud 2.518 metros, temperatura
18°). A las 5 establecimos el campamento, pero como los cargadores de hojas de
bijao, que nos servirían de techo no habían llegado, nos empapó una fuerte lluvia,
lo que nos obligó a acostarnos sobre una cama de hojas mojadas. Habríamos
dormido profundamente a pesar de la humedad, si los rugidos de un león no nos
hubieran mantenido despiertos. El sitio de Cienaguita, donde habíamos
acampado, es un claro rodeado de robles la noche había sido muy despejada y
noté lo que había visto varias veces: que por efecto de la radiación nocturna de las
hojas, llovía abundantemente en el monte.

13 de febrero. Salimos de la Cienaguita a las 8 y llegamos al alto de Palo Gordo a


las 9 y media; esquisto muy cuárcico; (altitud 2.518 metros, temperatura 18°). Creo
que habíamos llegado al filo que divide la cordillera; el sendero era muy estrecho y
caminábamos sobre el borde de un precipicio muy profundo. El Voladero de las
Pavas (altitud 2.485 metros, temperatura 18,3°): cuarzo negro. A las 11, siguiendo
la cuchilla, llegamos a Carisolito, en donde afortunadamente había un pozo de
agua salobre, porque teníamos mucha sed. Desde que marchábamos sobre la
cuchilla no habíamos vuelto a encontrar agua corriente. Esquisto alterado, (altitud
2.467 metros, temperatura 23°). De allí bajamos a la quebrada de las Vueltas, por
una pendiente abrupta llena de raíces que nos hicieron caer frecuentemente. Mis
pies, aunque calzados con mocasines indios, estaban destrozados y sangrantes.

386

Sin este calzado especial nos habría sido imposible avanzar: son botines de cuero
de venado, tal como se le quita al animal; pronto este calzado entra en
putrefacción y emite un olor fétido; para acostarse uno se los quita y al día
siguiente, en el momento de salir, vuelve a ponérselos, aún mojados y exhalando
la misma fetidez; ¡nada tan desagradable como la sensación que se experimenta!.

A las 3 y media logramos calmar la sed con el agua límpida de la quebrada de las
Vueltas. En el punto donde nos detuvimos, la altura era de 1.569 metros y la
temperatura de 22°. Esquistos. Acampamos a la orilla de la quebrada, en una
garganta de aspecto salvaje, conocida con el nombre de El Bejuco; el torrente de
las Vueltas se une al río Garrapata, el que, después de un recorrido de 54 millas
entra en el Sipi a 12 millas del San Juan. La quebrada de las Vueltas queda a 8
millas al oeste de las cabeceras. Se puede ver la lentitud con que habíamos
caminado.

14 de febrero. Del Bejuco seguimos remontando el curso de la quebrada de las


Vueltas con el agua hasta las rodillas. El esquisto se presentaba en estratos casi
verticales, con inclinación hacia el Occidente. Después de una hora de marcha,
reconocí una cantidad considerable de grünsteín, encajado en el esquisto.
Subimos algunas cascadas de aspecto muy pintoresco y a mediodía llegamos a
las cabeceras de las Vueltas, punto de unión de varios riachuelos. Por el camino y
en la superficie de los bloques de roca que salían del torrente, vimos varias
serpientes dormidas al sol, digiriendo sin duda su cacería nocturna. Uno de
nuestros indios mató varias de ellas, golpeándolas vigorosamente con una vara,
entre otras una coral de colores muy vivos y una verde prado, de vientre amarillo
que es muy venenosa. A mediodía descansamos un instante en Piedra Lisa,
situada sobre esquistos, entre dos riachuelos, (altitud 1.958 metros, temperatura
22°). De este sitio se sube para alcanzar la cima del contrafuerte que separa las
Vueltas de otros afluentes. A la 1 y media llegamos al alto del Paramillo (altitud
2.164 metros, temperatura 21°), de donde bajamos por un camino pedregoso,
hasta El Pie. Esquistos (altitud 1.764 metros, temperatura 21,1°). De El pie
caminamos por un pantano, verdadero barrizal, de donde salimos a las 4 y media
para establecer el campamento en las Cruces, (altitud 1.703 metros, temperatura
18°). Estábamos rendidos de cansancio; durante el día habíamos pasado 75
veces el río de las Vueltas o sus afluentes.

De un momento a otro quedamos envueltos por una niebla espesa. Mis hombres
sostenían que habría sido suficiente silbar para hacer llover; la lluvia debía ser casi
continua en la selva, si juzgamos por los pozos de agua que se encuentran aquí y
allá, sobre el terreno, por lo cual no se puede uno acostar sin haber armado una
especie de tarima formada por troncos de guadua. Vimos a un hombre negro
profundamente dormido y escurriendo sudor; sobre su enorme pecho reposaba un
sapo gigantesco y no lo despertó el ruido que hacían mis hombres tumbando
guaduas para organizar nuestra pernoctada. Al despuntar el día, seguía
durmiendo con su sapo, cuyo contacto probablemente le daba sensación de

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frescura. Los árboles que circundaban nuestro campamento estaban invadidos por
una banda de monos negros, afortunadamente silenciosos. De haber sido
gritones, nos habrían dado un concierto que nos hubiese quitado el sueño, del
cual estábamos tan necesitados.

15 de febrero. A las 8, al dejar Las Cruces, entramos por un camino profundo que
recordaba una galería de mina; salimos a Los Cajones de Barra-Blanca. De allí
fuimos a Portachuelo y a mediodía encontramos altitud de 2.387 metros,
temperatura 24°, esquistos alterados. A las 3 nos detuvimos en el Chorro de Poya,
cabaña aislada en la selva, habitada por un negro viejo que permanecía sentado a
la morisca, sobre una barbacoa. El hombre sacaba un excelente partido de su
finca, pues sus precios eran considerables: 1 huevo, un real; un pollo flaco, 2
piastras. Allí la altitud es de 883 metros, temperatura de 21°.

Desde Portachuelo habíamos bajado 504 metros y nos encontrábamos en pleno


Chocó; nos acomodamos lo mejor posible en la cabaña de la Poya y una vez
bañados, nos acostamos y la noche no habría sido mala si no hubiésemos sido
asaltados por dos enemigos temibles: una multitud de cucarachas asquerosas y
una legión infernal de grandes murciélagos, casi vampiros, contra los que tuvimos
que combatir incesantemente para defender nuestra sangre. Cerca del chorro de
Poya se unen los ríos Abitá e Ingarra, que vienen del Sur y del Norte
respectivamente, a 8 millas de las Vueltas. Después de recibir al Sumaná, el
Ingarra corre hacia el Tamaná.

16 de febrero. Salidos de El Chorro a las 8, reposamos a la orilla del Abitá (altitud


380 metros, temperatura 25°). Habíamos marchado constantemente, o más bien
nos habíamos arrastrado por el barro, lo que explica la increíble lentitud de nuestra
marcha. Sobre el Abitá, cuyo curso es torrentoso se había colocado un puente de
bejuco. Cuando llegamos tuve la ocasión de asistir a una escena de las más
pintorescas: un indio y su niño atravesaban el puente cuyas fuertes oscilaciones
habrían inquietado vivamente a un europeo; un puente de bejuco es en realidad
una hamaca suspendida por sus extremidades a los árboles de lado y lado; los
dos indios eran de magnífica apariencia y estaban completamente desnudos, el
padre guiaba a su hijo llevándolo de la mano; se veía que iban a pescar porque
llevaban anzuelos de oro artísticamente colocados en su negra cabellera y me
pareció encantador este extraño modelo de peinado; el hombre de piel cobriza
pasó a nuestro lado sin dignarse mirarnos.

Antes de pasar el puente mis cargueros elevaron una plegaria; a mí me


inquietaban estos buenos muchachos cuando los miraba oscilar como péndulos
cargados de bultos bastante pesados; caminamos a lo largo del Ingarra, siguiendo
un sendero escarpado. A las 5, establecimos el campamento en el Contadero del
Caucho. Esquistos, (altitud 468 metros, temperatura 23°); allí me divertí dándole
sablazos a la corteza de un árbol de caucho; el jugo lechoso salió en abundancia y
prontamente coaguló en una cinta de goma elástica.

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17 de febrero. Del Caucho que dejamos a las 8, subimos hasta Contadero del
Hormiguero en donde nos detuvimos a las 10. Todavía se veía el esquisto
pizarroso, parecido al del río de las Vueltas, (altitud 894 metros, temperatura 24°).
En una fuente el termómetro indicó 21,7°. Avanzábamos con dificultad debido a la
presencia de raíces que la lluvia había descubierto; saltábamos de raíz en raíz
para encontrar un punto de apoyo y cuando lo fallábamos, nos hundíamos en el
barro hasta media pierna. A mediodía almorzamos en el alto del Pozo. (altitud
1.132 metros, temperatura 22°); un poco más abajo emerge el chorro de Iparrá en
donde el esquisto se inclina en 45º al suroeste, (altitud 989 metros, temperatura
22°). A las 3 acampamos en Guadualejo, antes de que llegara la lluvia (altitud 711
metros, temperatura 22,3°). Por el camino nos encontramos con una piara de
puercos que venía de Cartago; uno de estos animales, que allí cuesta 8 piastras,
se vende por 16 en el Chocó. Habíamos marchado al oeste-noroeste.

18 de Febrero. Salidos de Guadualejo a las 9, para las Juntas de Tamaná; el calor


nos incomodó mucho pues ya no estábamos a la sombra de los árboles de la
selva. En el río de Pidramoler nos detuvimos para almorzar y todos los cargueros
se dedicaron a afilar sus cuchillos y sus machetes. Era una labor general a la que
invitaba la roca de la región, una grauvaca de granos muy finos. A la 1 y medía
estábamos en las Juntas a orillas del río Tamaná, en el punto de unión con el
Ingarra (altitud 169 metros, temperatura 27,8°). Las Juntas se hallan muy cerca del
Chorro de Poya, en donde se encuentra el puente colgante. En línea recta la
distancia es de 7 a 8 millas, pero es tal la dificultad del terreno, que necesitamos
más de 2 días para recorrerlas. En las Juntas, a la orilla del Ingarra, el esquisto
pasa a una grauvaca en la que creí encontrar indicios de cuerpos organizados
(fósiles). La roca está inclinada de 45° a 50° al suroeste; del otro lado del río se
encuentra un depósito aluvial cuaternario de escombros de rocas porfídicas que
reposan sobre el terreno esquistoso. Pasamos el Ingarra en canoa para ir a
ocupar una gran casa en guadua, cubierta de hojas de palmera y como en todas
partes en el Chocó, montada en una especie de enrrejado, debido a que el suelo
es extremadamente húmedo.

Juntas es un sitio miserable, formado por un grupo de chozas elevadas sobre un


pantano; allí llueve casi siempre y el calor parece intolerable aun cuando a las 9
de la mañana no pasa de 28°. Es imposible salir de una habitación sin caer en el
barro; el pasero, un negro viejo, era muy divertido: se trepaba sobre una arcada y
de allí no bajaba a menos que tuviera alguien a quien pasar el río. El Tamaná y el
Ingarra se reúnen a la entrada del pueblo; los tigres son muy comunes en los
alrededores y frecuentemente entran de noche a Tamaná. Me mostraron un
negrito a quien uno de esos animales había herido cruelmente en circunstancias
bastante singulares: se ofrecía un baile y la familia dejó al niño dormido en la casa;
la puerta había quedado abierta y cuando regresaron del fandango, la puerta
estaba cerrada y con espanto oyeron rugir un tigre en la habitación; el animal daba
brincos frenéticos buscando alguna salida. Los vecinos acudieron armados de
lanzas, entraron en la habitación y mataron a la fiera; el niño estaba en su cama,

389

donde lo habían dejado sus padres, pero tenía la cara profundamente lacerada por
las garras de la bestia.

Sin el calor, la frecuencia de las lluvias y la consiguiente humedad, las Juntas de


Tamaná serían una localidad agradable, pues el valle es amplio y allí crecen
magníficas palmeras. Yo habría podido ir a Nóvita por la selva, atravesando los
pantanos, que es la ruta seguida por los negociantes en cerdos y que además
procura a sus piaras la ventaja de la buena comida de los frutos de la palma, pero
preferí bajar el Tamaná, ya que debía visitar el Real de Minas de Aguas Claras.

19 de febrero. El interior del Chocó es tan poco conocido y el mapa que


poseíamos era tan inexacto, que no creo inútil informar minuciosamente de los
levantamientos hechos durante mi viaje.

En Juntas alquilé dos piraguas hechas en troncos de árboles ahuecados


rápidamente, tan estrechos que escasamente me podía sentar. La inestabilidad de
estas embarcaciones es tal que juzgué prudente conservar por todo vestido un
sombrero de jipijapa; un negro dirigía la canoa, ayudándose con un remo corto. En
el embarcadero la corriente era muy rápida y nos instalamos a bordo a las 9:10.

Hora Dirección Observaciones


9:15 NO
9:20 N Rápidos

9:25 NO Remolinos
9:30 O Río Virabuba
9:33 OSO Quebrada Suagara entra a la izquierda
9:35 NNO Rápidos muy fuertes de Boquío
9:4 OSO Rápidos
9:45 SO Rápidos
9:48 NO Rápidos
9:52 NO Quebrada Marta entra a la izquierda
9:55 OSO Rápidos
10:00 NO Rompientes peligrosas. Se desembarca para hacer pasar la
canoa
10:05 SSO Rápidos
Desembarcamos a las 10:10 sobre la orilla izquierda, pues las piraguas no podían
continuar debido a las cascadas. Seguimos el curso del Tamaná por la orilla hasta
el río Guayabal, en donde encontramos una bella platanera; antes de llegar
habíamos pasado sucesivamente sobre la orilla izquierda del río de las Cabeceras
de las Piedras, hasta alcanzar el río Guayabal; aquel era suficientemente profundo
para tener que atravesarlo a nado. Tuvimos que esperar en la hacienda de
Guayabal antes de poder encontrar bogas para que nos llevaran al Real de Aguas
390

Claras. Guayabal es el embarcadero del Tamaná y la navegación, a partir de este
sitio no ofrece tantas dificultades. Eran más de las 3 cuando salimos; el negro que
dirigía mi piragua era un magnífico ejemplar humano, pero tenía en el muslo un
enorme tumor escrofuloso o venéreo, enfermedades muy comunes en los sitios
por donde atravesábamos. De Tamaná se sigue bajando; embarcados a las 3:50
navegamos oeste-nor-oeste.

Hora Dirección Observaciones


4:00 SO
4:10 S
4:20 NO
4:30 S Rápidos del Caucho
4:35 SO Sobre la orilla izquierda, quebrada del trigo
4:40 SSO
4:45 SSO Rápidos
4:50 OSO
5:00 OSO El río de Aguas Claras sobre la orilla izquierda del Tamaná
5:50 OSO
Desembarcamos en el Real de Minas, atravesado por el río de Aguas Claras; yo
estaba vestido como lo describí antes: enteramente desnudo, con un jipijapa y
llevando mi pantalón sobre el brazo. Antes de entrar en la casa del Real, de bella
apariencia, le pregunté a un negro de cabellos, o más bien de lana blanca, especie
de mayordomo que me recibió en el desembarcadero, si no había nadie en la
vivienda y si podría entrar a vestirme.

— "Suba, suba,” me contestó el viejo. Así lo hice y entré en un salón de cierta


elegancia en donde, en mi estado de completa desnudez, me encontré en
presencia de tres encantadoras damas, sentadas en un canapé, ocupadas en
labores de aguja: la dueña de la casa, la señora Petronila y Gual, su hija y una
joven mulata probablemente una de esas bastardas que acogían las familias
criollas. Estas señoras estaban vestidas con elegancia y por primera vez vi
mangas abollonadas. Para vestirme llamé a mi asistente, le pedí que subiera mi
maleta y me retiré a una pieza contigua al salón. Pronto salí, vestido
irreprochablemente, en uniforme con charreteras de plata con el objeto de
deslumbrarlas. La conversación continuó, la señora contestaba muy claramente a
mis preguntas; mi falta de ropa no la había sorprendido, ya que estaba
acostumbrada a vivir en medio de muchos esclavos de los dos sexos, quienes
durante su trabajo no usaban nada sobre el cuerpo; la peor vergüenza la padecí
yo y la cena fue muy alegre.

Durante mi viaje al Chocó tuve otra ocasión para constatar la indiferencia de las
mujeres por la desnudez; en uno de los sitios a la orilla, entré en una casa para
esperar que mi canoa hubiera pasado un rápido; una mujer todavía joven me
recibió y me hizo sentar; yo estaba tan escasamente vestido que mostraba lo que
391

se debía esconder; mi secretario John Lane, quien me acompañaba, me hacía
toda clase de señales que yo no entendía y al fin resolvió cubrirme con un
pañuelo; la joven señora viendo lo incómodo que se encontraba mi púdico
secretario, dijo: “¡Oh!, eso no tiene importancia, no se preocupe, yo veo de lo
mismo todo el día, solamente que son negros. Encontré 127 metros de altitud en
Aguas Claras y temperatura de 24,4°.

24 de febrero. Por la noche hubo una tremenda tempestad... Antes de salir de


Aguas Claras visité las minas en compañía de la señora Petronila. Como en toda
esa región, se explotan aluviones formados de escombros de sienita porfídica,
roca que pude observar en la quebrada del Guayabal. En el Real de Minas, el
aluvión reposa sobre un esquisto que tiene la apariencia de la grauvaca. El trabajo
se hace de manera de recoger la arena que se halla en proximidades de la roca:
se retira el terreno suelto y se limpia el esquisto que lo soporta; la gravilla se
amontona y se lleva a los canalones en donde algunas negras colocadas en una
corriente de agua, la agitan con la ayuda del almacafre, retirando los guijarros para
botarlos, hasta no tener en el canal sino arenilla o sea arena negra en donde
domina el hierro titanáceo. Algunas gemas como rubíes, granates, etc. Esa arena
pasa en seguida a ser lavada en la batea, en donde queda oro en polvo,
ensuciado por la arenilla que el agua no ha arrastrado; este oro se coloca en el
“cacho” para llevar a cabo la limpieza final.

Como se puede observar, esta es la misma modalidad de lavado que se sigue en


la Vega de Supía y en la Provincia de Antioquia. En Aguas Claras, en una libra de
polvo de oro, se encuentran generalmente de 6 a 8 castellanos de platino: 6 a 8
centésimas. Esta proporción es variable en las minas del Chocó y todo el oro que
se retira de los aluviones del río Tamaná o de los riachuelos adyacentes, es
platinífero. Estos aluviones no me presentaron ninguna diferencia con los de
Supía, sino que están asentados sobre un esquisto de granos finos que tiene, lo
repito, la apariencia de la grauvaca.

Después de haber almorzado en el Real de Minas y antes de ponerme “mi vestido


de baño”, di un caluroso abrazo a doña Petronila y me monté en una piragua, lo
suficientemente grande para llevar mi gente y mi equipaje; continuamos bajando el
Tamaná:

Hora Dirección Observaciones


9:35 NO
9:45 NNO
9:5 SE
10:0 SO
10:10 OSO Sobre la orilla derecha, desembocadura del río Sesebo que viene
del Norte
10:20 ONO

392

10:26S SSE
10:35 SSO
10:45 NO
A las 11 llegamos a la bodega de Nóvita, sobre la orilla izquierda (altitud 100
metros, temperatura 29,4°). Desde las Juntas habíamos bajado 69 metros,
diferencia de nivel considerable si se tiene en cuenta la poca extensión de camino
recorrido: 13 o 14 millas. Hubo necesidad de subir una cuesta fuerte para llegara
la ciudad de Nóvita, en donde nos alojamos en casa de Joaquín Hurtado, hijo de
doña Petronila (altitud 180 metros, temperatura 26,4°). ¡Triste estancia allí! Las
casas son de guadua, cubiertas de hoja de palmera, construidas sobre un pantano
y como apiladas las unas sobre las otras. Las tiendas estaban repletas de
mercancías de toda clase y el terreno totalmente desbaratado, pues Nóvita está
construida en medio de antiguos lavaderos. Comenzaba a llover y sentíamos un
calor sofocante; a las 2, a pesar de la lluvia, el termómetro se mantenía en 28°.

Nóvita tiene una casa de fundición, establecimiento a donde llega la mayor parte
del oro en polvo que sale de los Reales de Minas para ser transformado en
lingotes que son enviados a las casas de moneda de Popayán o de Bogotá, para
ser convertido en onzas de oro amonedado, que valían de 15 a 16 piastras fuertes
de plata.

Una fundición en la que estuve presente me interesó mucho, porque vi practicar la


“desplatinización” del oro en polvo: yo estaba acompañado por un caballero que
en mi honor se había vestido a la europea, con todas sus galas: pantalón blanco,
sombrero de paja de gran finura, chaqueta en paño azul, que me llamó la atención
porque tenía 8 bolsillos, de donde salían las extremidades de 8 pañuelos de seda,
lo que no impedía a mi hombre sonarse con los dedos que inmediatamente se
limpiaba en sus cabellos crespos; pies desnudos que es el calzado más higiénico
que se puede recomendar en una región en donde se camina constantemente
entre el barro. Era un sabio que me explicó en teoría lo que iba a ver: el fuego, uno
de los 4 elementos de la creación, el mercurio, una lejía para purificar los metales,
etc. Al fin comenzamos... Primero se procedió a la desplatinización del oro en
polvo, antes de ser fundido; el polvo de oro generalmente 2 o 3 libras, se coloca
en una batea y se añade gradualmente el mercurio, al tiempo que se le frota
fuertemente con la palma de la mano y así se constituye una amalgama bastante
líquida; los granos de platino resisten a la acción del mercurio. Se filtra éste a
través de una tela para obtener la amalgama sólida de la cual se separan, dentro
de la batea, los granos del platino. La amalgama moldeada en discos de 2 o 3
pulgadas de diámetro y un espesor de 3/4, se destila para sacarle el mercurio y
esto se hace en un aparato de gran sencillez el que más tarde apliqué en la
purificación del mercurio con que llenaba mis tubos barométricos. En una bandeja
poco profunda, de madera o de barro sólidamente asegurada y llena de agua, se
coloca un ladrillo, cuya superficie queda por encima del líquido; luego se calientan
al rojo dos placas rectangulares de hierro, de cerca de 2 centímetros de espesor,

393

13 de largo y 8 de ancho; tan pronto están al rojo, se coloca una de ellas sobre un
ladrillo, luego el disco de amalgama que se cubre con la segunda placa de hierro
también al rojo y sin perder un instante, se encierra todo en una marmita boca
abajo, cuya abertura, como es lógico, llega hasta el fondo de la bandeja donde se
ha puesto el agua; el mercurio emite vapores que se condensan en metal líquido
que se recoge bajo el agua. Al terminar la operación se retiran los discos que se
han convertido en oro poroso. Algo así como una esponja metálica, obtenida por
los medios empleados en Bogotá y que ya he descrito.

De 6 libras españolas de oro en polvo, fueron retirados en mi presencia, 19


castellanos de platino en grano, o sea, 2/10, lo cual sería muy poco, pero no hay
que olvidar que en las reales minas, se procede a una primera desplatinización,
antes de enviar el oro en polvo a las casas de fundición. Nada tan curioso como
esta primera operación: el oro en polvo se coloca en la batea, imprimiéndole con
los dedos un movimiento muy rápido que deja ver el oro ir hacia afuera, mientras
que los granos de platino quedan en el centro. Como se ve, yo había recibido de
los negros una buena lección de manipulación.

Durante mi permanencia en Nóvita no cesó de llover y como dicen en el Chocó,


allí no hay ni sol, ni estrellas. Sin embargo tenía muchos deseos de fijar la latitud
del lugar, lo que me fue imposible, aun cuando tuve siempre listos mis
instrumentos; durante la noche miraba frecuentemente el cielo. De acuerdo con
nuestra marcha que desde Anserma Nuevo fue siempre al ONO, deduje que
Nóvita debe estar a 4°55” de latitud norte.

El cura de esta ciudad, el padre Cañarte, me dijo que el termómetro se mantenía


entre 23° y 29°, mi higrómetro de cabello marcó de 950 a 1000. Este era un
hombre original, gran entusiasta de la Revolución francesa; sobre las paredes de
su habitación había hecho pintar los acontecimientos más destacados del terror,
entre ellos, la ejecución del desafortunado Luis XVI, según un grabado de la obra
de Prudhomme. Francamente yo no esperaba ver pinturas de ese estilo, en medio
de una selva del Nuevo Mundo.

De Nóvita se descubre un pico aislado, del cual se habla en toda la región: el cerro
de Torrá que se deja ver rara vez debido a la permanente niebla; tuve la suerte de
poderlo medir en el Sur-Este, por medio de una rápida operación y considero que
se halla a 6 o 7 millas de la ciudad. La leyenda dice que es un volcán, también que
una mina de plata; nadie nunca se ha acercado a él y me aseguraban que los
navegantes del océano Pacífico lo ven desde una gran distancia de la costa.

En la capital del Chocó se vive entre una nube superpuesta a un barrizal, de


manera que uno se acostumbra a hábitos que no se ven en otra parte: la gente
permanece escasamente vestida y sin calzarse; se usan sombreros-paraguas, de
metro y medio de diámetro y cuando llueve pueden abrigarse allí sin mojarse,
unas 6 personas. Para mi visita oficial al gobierno, atravesé la gran plaza de la

394

ciudad que se parecía a una pradera en donde pululaban los batracios; yo llevaba
la ropa bajo mí sombrero y mis botas y el sable en la mano y llegado a la puerta
de Su Señoría, vestí mi uniforme y me calcé; después de una amable recepción
que me hizo el imbécil que gobernaba la provincia, volví a poner mis efectos bajo
el sombrero y regresé a mi vivienda.

Yo había pedido y obtenido un favor del señor gobernador: uno de mis


trabajadores que vivía en Anserma Nuevo, al saber que él iba al Chocó, salió de
su casa desnudo como un gusano, ya que iba a un sitio donde no necesitaba
vestirse; esto es cierto, con la excepción del domingo durante la misa, pero un
alguacil de Nóvita que encontró en ese momento a mi carguero, le pidió ponerse
un calzoncillo o una camisa, no importaba cuál de las dos prendas.

—“¿Mi camisa?”, ¡pero si está a 30 leguas de aquí!”


—“ Entonces a la cárcel por 24 horas".

Gracias a mi intercesión el gobernador hizo poner al muchacho en libertad.

En otra oportunidad me llevaron a la cárcel para mostrarme a una mujer


admirablemente bella, condenada a muerte, pero la sentencia no había podido ser
ejecutada por falta de soldados para fusilarla; esta infeliz era una mestiza de
formas perfectas, joven, no más de 20 años y soportaba su cautiverio con
resignación; me contó que para desembarazarse de su marido, un viejo feo y
celoso, le plantó una flecha envenenada en la espalda: —“Nada más”, añadió ella;
le ofrecí un cigarro y continuamos conversando y fumando. Sin embargo había
algo feroz en su mirada; algún tiempo después supe con satisfacción que esta
encantadora criminal se había evadido y se me acusó de haber contribuido a la
fuga. ¡Pura calumnia! La belleza hace abrir muchas puertas.

El 24 de febrero salí de Nóvita para llegar al río San Juan y acercarme a la


Cordillera Occidental. A las 5 de la mañana el patrón me anunció que la
embarcación estaba lista. Bajamos a la bodega con una fuerte lluvia y allí encontré
una piragua bastante espaciosa, según se me aseguraba, para contener toda la
expedición: pero habiéndonos embarcado, hubo que reconocer que estaba
demasiado cargada pues la línea de flotación no estaba sino a 2 centímetros del
borde de la canoa y el menor movimiento nos habría podido voltear. Conseguí una
segunda piragua, pero todo esto nos tomó algunas horas. Al pasearme por las
orillas del Tamaná, vi a una mujer ocupada en lavar arena: la operación debía ser
buena porque cuando llueve río arriba, la corriente siempre arrastra oro; lavaba
directamente en la batea sin previa concentración; en cada operación la negra
retiraba un poco de oro en polvo mezclado con algunos granos de platino; la
lavadora era una mujer muy pobre, como siempre lo observé en las regiones
auríferas; allí la gente pide limosna al río, el cual nunca la niega.

395

A las 9 y media dejamos la Bodega de Nóvita, para entrar al río San Juan que
debíamos remontar para llegar a Tadó; en cada canoa teníamos dos remeros,
indios Chocós, que no sabían ni una palabra de español, El juez Político de Nóvita
les había dado instrucciones:

Hora Direc. Observaciones


9:35 NNE
9:45 ONO
10:00 ONO Río de Moncada sobre la orilla de derecha
10:10 O Sobre la orilla derecha, Real de Minas de San Lorenzo. Sobre
la izquierda capas esquistosas que soportan el aluvión
10:15 SO Fuerte lluvia
10:20 NO Entrada del río Caistana, orilla izquierda
10:45 SO
11:00 NO
11:15 ONO
11:30 ONO
11:40 NNO Entrada del Tamaná, aguas muy altas
11:45 N Navegamos río arriba
12:00 NNE
12:15 N
12:30 NE
12:45 NNE
12:55 NNE A la izquierda, es decir a la orilla derecha de San Juan, entrada del
torrente del Lavadero
1:00 N
1:30 N
1:40 NNO Orilla derecha del San Juan, entrada del Suruco
1:45 N Rápidos
2:15 ENE Se ven al NE un grupo de pequeñas montañas: Las Mojarras
2:21 ENE Quebrada Majaqué a la orilla izquierda
2:30 NE Entrada del río Iro, orilla derecha, muy abundante en oro
2:42 NNO
2:45 NNO
3:15 N Orilla cubierta de chontaduros
3:30 N
4:45 ENE Pequeño río, orilla izquierda entrada del río San Pablo, orilla derecha
4:55 ENE

En ese punto hay un arrastradero, o sea un sendero por el que se puede arrastrar
una canoa. En 3 horas de marcha llegamos a la entrada del Cértegui, en el río
396

Quito (1) , donde uno se embarca para llegar a Quibdó. El arrastradero puede tener
14 millas y su dirección es al norte del Cértegui; se baja el río Quito por 22 millas,
en dirección norte. Entre Nóvita y el río Quito no hay divisoria visible.

Al subir el San Juan, a partir de la quebrada de San Pablo se revela:

Hora Dirección
5:00 ENE
5:15 NNE
5:30 ESE

A las 6 abordamos la orilla derecha frente a la vivienda llamada “Calle de los


Popos”. Los negros que nos recibieron están cubiertos de llagas, de úlceras
venéreas, desfigurados por afecciones cancerosas. Se consideran felices en una
familia, cuando hay una nariz completa para 10 personas: es un espectáculo muy
penoso. Hice establecer el campamento fuera de la casa y cocinamos sin la ayuda
de estos infelices que nos ofrecían sus servicios y naturalmente, pasamos la
noche en las canoas.

(1)N. del T. Aquí hay una equivocación pues los ríos Quito y Cerlegue son
afluentes del Atrato.

Desde que salí de la bodega de Nóvita me pareció que el lecho del río es una
grauvaca; de todas maneras es una roca esquistosa.

25 de febrero. A las 6 y media continuamos nuestro camino, río arriba.

Hora Dirección Observaciones


7:00 E
7:15 ESE Entramos en las Mojarras, pasamos el primer rápido: La
Mojarrita
7:42 NE Sobre la orilla izquierda, entrada de la quebrada de La
Mojarrita
7:50 NE

Llegamos al segundo rápido que es muy peligroso, donde nos salvamos de


perecer: es la Mojarra; allí el San Juan corre en medio de numerosos obstáculos;
la piragua que yo montaba fue lanzada vigorosamente y quedó aprisionada entre
dos rocas; nuestros remeros no podían sacar la embarcación; el agua nos
inundaba y amenazaba con voltearnos, pero afortunadamente John y yo no
perdimos la cabeza y saltamos sobre una de las rocas. Tan pronto la piragua
quedó aliviada, partió hacia abajo como una flecha; los indios nos hicieron señas

397

de que traerían una embarcación más estrecha. La superficie de la roca donde
estábamos era tan exigua que nos obligó a apretarnos el uno contra el otro;
estábamos rodeados de espumas y el ruido era tan intenso que impedía oírnos: la
situación era crítica, pues ni siquiera podíamos pensar en llegar a la orilla a nado,
porque habríamos perecido. Agachándome con precaución, sostenido por John
Lane, pude soltar un fragmento de la roca sobre la que estábamos trepados y la
encontré descompuesta, gris, con láminas de mica; es probablemente un
grünstein de grano fino lo que constituye el terreno de Mojarra; después de 20
minutos de espera vimos con una satisfacción fácil de entender, que llegaban
nuestras embarcaciones: la piragua grande seguida de la canoa que llevaba mis
hombres y en la cual se había trasbordado el equipaje. Así aliviada, gracias a la
destreza de nuestros indios, la piragua atravesó el paso peligroso.

A las 8:50 habíamos atravesado las Mojarras. Por fuerza habíamos tenido que
quedarnos a bordo porque las orillas muy escarpadas y llenas de vegetación, no
presentaban facilidades para bajarnos.

Hora Direc. Observaciones


9:00 NE
9:15 NO Sobre la orilla izquierda, entrada del río Profundo. Roca
estratificada
9:30 NNE
9:45 NNE
10:00 E Rápidos
10:15 ENE Rápidos
10:20 ENE
Nos detuvimos para que nuestros remeros almorzaran; vi varias negras ocupadas
en lavar la arena del río. En el oro en polvo que retiraban se veían granos de
platino.

Hora Direc. Observaciones


11:00 E
11:30 NE
11:45 NE
12:00 ONO
12:15 N
12:30 NE
12:45 ENE
1:00 NE Sobre la orilla izquierda, entrada del río Santa Lucía
1:15 NE
1:30 NE
Llegamos a Tadó sobre la orilla izquierda del San Juan; ésta es una ciudad poco
importante, situada en el punto de unión de los ríos de Mongorá y de La Platina,

398

cuyo curso es NO. Su altitud es de 127 metros, temperatura 29,4°, es decir 27
metros más alto que la bodega de Nóvita, sobre un aluvión depositado sobre una
diorita de un verde muy oscuro, rico en cristales de anfibol. Tomé en alquiler una
tienda, verdadera celda. El cura a quien yo iba recomendado estaba ausente, pero
fui recibido amablemente por su vicario, el padre Cerizo. Tan pronto me instalé
tuve varios visitantes insoportables que me enloquecieron con preguntas
imposibles.

Tadó es tal vez el punto central de la región platinífera; el padre Cerizo pretendía
que las minas de oro de los alrededores podían producir grandes cantidades de
platino y me aseguró que había algunas en las que se encontraba ese metal,
mezclado en una proporción insignificante de oro. Como me permitiera dudarlo,
ofreció mostrarme una de esas minas; no había necesidad de desplazarse para ir
a verla: ¡estaba en la huerta de la casa cural! Se hizo que una negra lavara tierra
vegetal en una batea y para mi sorpresa, sacó platino en granos que tenían
solamente algunas partículas de oro. Existen, sin duda, en los alrededores de
Tadó, lavaderos que dan mucho platino; pero en el jardín del cura, la tierra
producía sólo ese metal; hice continuar el lavado y sucedió que en la batea se
descubrió un anillo de oro con un rubí, junto a los granos de platino. El misterio fue
explicado por un negro viejo que vigilaba el trabajo: el huerto estaba sembrado
sobre un antiguo lavadero, explotado en una época cuando no se recogía el
platino y por consiguiente se botaba el que se encontraba mezclado con el oro.
Esta era la razón para que el platino se encontrase acumulado en la superficie.

De Tadó me embarqué para el Real de Minas de Santa Lucía, sobre el río que
había pasado el día anterior; una vez en tierra, se necesitó cerca de 1 hora a pie,
por terreno fangoso, para llegar al Real, cuyo terreno examiné con atención. La
Barranca, donde se ejecutaban los trabajos, presentaba de arriba a abajo: 3 pies
de tierra vegetal; 30 pies de sienita porfídica y de anfibolita, 7 a 8 pulgadas de una
delgada capa de arcilla arenosa y “la cinta” de los mineros en donde se
encuentran el oro y el platino. La cinta reposa ordinariamente sobre la roca; sin
embargo no la cubre totalmente, hay puntos en donde no se encuentra. La roca
que soporta el aluvión de Santa Lucía está tan alterada que es difícil definir su
naturaleza, pero a alguna distancia es negra, de grano fino, granular, micácea y
con estructura esquistosa.

Por medio del lavado de la cinta se obtiene una arenilla que contiene oro y platino
mezclados con zircones, rubíes y piritas. Todo el valle de río San Juan es rico en
esos metales preciosos. No se puede dudar que las aguas de ese gran río
arrastren continuamente arenas auríferas y platiníferas a tal punto que no se oye
hablar sino de proyectos para cambiar el curso del río para lograr explotar el
fondo, obra que me parece imposible de llevar a cabo. Creo que sería menos
costoso explotar la arena arrastrada por las aguas, que un aluvión; no se
necesitaría retirar la enorme masa de escombros que cubre la cinta.

399

Me divertía mucho ver a las negras hundirse en el San Juan para sacar la arena;
llevaban a la altura de sus riñones, sostenida por un cinturón que sujetaban con la
mano izquierda, una gran piedra que ayudaban a soportar sus enormes nalgas;
así lastradas entraban resueltamente en el agua hasta la mitad del cuerpo y con la
mano derecha sacaban la arena sobre la batea y entonces dejaban caer la piedra
de lastre aflojando el cinturón y se dirigían a la orilla derecha, donde lavaban la
arena así recolectada.

Al final de la tarde estábamos de regreso a Tadó: un cielo despejado me permitió


tomar una altura de Canopus (32°12”) de latitud norte. La lluvia que sobrevino me
dio una observación un tanto dudosa; sin embargo la estrella tenía que estar muy
cerca del meridiano; el calor era excesivamente fuerte, 29,4°; una violenta
tempestad estalló durante la noche, lo cual causó una creciente considerable en el
río, la que me impidió embarcar por la mañana, como era mi intención. Utilicé el
día en recoger varias informaciones, así supe que en el Chocó el trabajo de los
aluviones lo hacen únicamente los esclavos; los indios chocós lavan por su cuenta
la arena arrastrada por el río, porque son libres.

El 28 de febrero por la mañana continué remontando el San Juan y me dieron 2


remeros indios y una piragua de gran tamaño; sobre la orilla alcancé a ver,
buzando hacia el norte, las capas bien estratificadas que creo son de grauvaca.

Hora Direc. Observaciones


6:12 ENE
6:30 NNE
6:45 ENE Conglomerados de gravas
7:00 E
7:15 ESE Rápidos; los indios saltan el agua y arrastras la piragua
7:30 E
7:45 NE Sobre la orilla derecha entrada del río Tadocito
8:00 EN Sobre la orilla izquierda entrada del río Solera
8:15 NE Rocas estratificadas que se inclinan al SO

Vemos varias negras trabajando en el San Juan, tal como lo he descrito


anteriormente; constato que mantienen la cabeza bajo el agua durante 15”
(segundos).

8:30 NE Sobre la orilla, entrada del río Turumba

8:50 N Sobre la izquierda, entrada río Moya

400

9:00 NNE

9:15 NNE

Parada para desayunar. Nos embarcamos de nuevo a las 9:45.

9:55 NNO Sobre la izquierda, entrada río S. Bárbara

10:00 N

10:10 NN Orilla derecha, entrada río Lecuro

10:15 NE

10:25 E Orilla derecha, entrada río San Antonio

10:30 NNE

10:42 NNE Orilla izquierda, entrada de El Palmito

10:55 E Orilla derecha, quebrada Yaretín

11:00 E

11:15 NE Orilla izquierda, quebrada Scoroto o de Guaduas

11:30 NN

11:45 NNE

12:00 E

12:45 ENE

401

12:20 SE Orilla derecha, quebrada Chebadé

12:30 SE El río San Juan va encajado entre rocas estratificadas que


tiene una inclinación de 80 al NNO

12:45 SE Orilla derecha, quebrada Honda

Llegamos a La Angostura, un punto en donde el río está muy encerrado, y que no


ofrece sino una playa muy limitada en la orilla derecha, agreste, rodeada de
palmeras con el tronco inflado, “palmas barrigonas”.

Los indios chocós, sin decirnos una palabra ni hacer un gesto, colocaron su
piragua y bajaron el San Juan a fuerza de remo; yo noté que se llevaron varios
atados de una planta parecida a las solanáceas; me aseguraron que la usaban
para pescar. Parecían estar recelosos. Yo había remitido su salario, 2 piastras, al
alcalde de Tadó quien probablemente no les había dado nada. La desconfianza de
los chocós con los hombres blancos, es consecuencia de los procedimientos poco
delicados que se usaban con ellos. Me contaban que un gobernador de Nóvita,
enamorado de la mujer de un indio, imaginó encargarlo de un despacho para una
autoridad de Charambirá, en el Pacífico, para alejar al marido; al día siguiente el
indio se presentó en su canoa con su mujer:

—“¿Pero por qué llevas a tu india? Irás mucho más despacio”, dijo el gobernador y
el indio se contentó con responderle:

—“Tú pensar, yo también pensar”, y lanzó su embarcación río abajo.

En La Angostura, algunos mulatos estaba ocupados en construir balsas para


embarcar ganado con destino a Nóvita: era un ensayo pues generalmente no se
aprovisionaba el interior del Chocó con ganado en pie.

Ya era muy tarde para ir a los lavaderos de oro platinífero del Real de Minas de
Pureto; tuvimos que acampar en las orillas del San Juan, en una ribera estrecha
se veían los vestigios de otro campamento. Nuestros hombres estaban
empeñados en establecerse allí, lo que yo no consideré prudente, pues
estábamos a nivel de las aguas y la menor creciente nos alcanzaría. El cielo
estaba oscuro y el trueno se oía a lo lejos, así que decidí acampar en la selva, a 8
o 10 metros por encima de la orilla y como se verá, fue una resolución muy
prudente.

402

La roca estratificada de La Angostura es idéntica a la de Tadó y se podría
confundir con arenisca: su aspecto cristalino es lo que la asemeja a una grauvaca;
se le encuentra en todo el valle del Tamaná y su color es gris sucio; al examinarla
con más atención de lo que antes había hecho, me inclino a pensar que constituye
un verdadero pórfido. Con la lupa, se le reconoce un facies cristalino, como ya lo
he dicho; se funde muy fácilmente con el fuego del soplete en un vidrio negro en el
cual se distinguen algunos puntos blancos; su masa es evidentemente
feldespática y está coloreada por partículas de anfibol diseminadas, es un
grünstein dispuesto en estratos, cosa muy rara. Todas las rocas presentan una
ligera efervescencia cuando entran en contacto con un ácido; ésta es una
característica general de los pórfidos metalíferos de los Andes. Esos grünstein me
parecen superpuestos a los esquistos en Juntas de Tamaná y estoy inclinado a
equipararlos al grünstein estratificado que soporta la sienita porfídica de la Vega
de Supía, lo mismo que en la Provincia de Antioquia y que algunas veces he
tomado por una roca arenácea; estos grünstein se parecen a una arenisca.

El lecho del San Juan, en La Angostura, está excavado en el grünstein


estratificado que acabo de describir. Sobre la orilla opuesta a donde habíamos
desembarcado, hay un corte de terreno muy interesante. Se ven en la forma más
nítida las capas casi verticales de cantos, de guijarros rodados de sienita porfídica,
enclavadas entre los estratos de grünstein donde parecen haber sido producidas
por los aluviones que han reemplazado, llegando por arriba, las capas destruidas.

Nivel del Río San Juan

Al subir el San Juan desde Tadó, había notado capas de cantos, de guijarros
rodados, intercalados en los estratos de grünstein, pero no había visto ningún
perfil donde la disposición fuera tan clara como en La Angostura; en ese lugar
encontré por altitud 151 metros, temperatura 24,4°.

403

Pasamos allí una noche terrible: al anochecer el cielo estaba cubierto y numerosos
rayos anunciaban por el Norte una tempestad en las montañas a la 1 y media, uno
de mis hombres me despertó gritando que el río iba a entrar al campamento. La
tempestad era violenta y pude ver, a la luz de los rayos, que el agua no se
encontraba sino a 4 o 5 pies por debajo de nuestro alojamiento; el río había
crecido más de 20 pies desde la tarde y seguía subiendo.

Ordené inmediatamente atizar el fuego para tener luz; el agua ya estaba a 3 pies,
los mugidos del San Juan eran espantosos y con ansiedad caí en la cuenta de que
no podíamos subir sino 10 o 12 pies hacia la selva, pues detrás del filo de terreno
que ocupábamos, pasaba otro torrente tan impetuoso que no era posible cruzarlo.
Estábamos completamente encerrados entre dos enormes masas de agua
animadas de una increíble velocidad. La lluvia seguía cayendo a cántaros; el
campamento estaba inundado y la situación era cada vez más crítica. Mis
cargueros, desesperados, entonaron cantos religiosos invocando a los ¡santos del
cielo! Entonces di orden de tumbar algunas palmeras y de cortar bejucos para la
construcción de dos balsas, con el objeto de escapar, bajando el San Juan hasta
el océano, si no podíamos detenernos antes. A los que inmovilizaba el miedo les
apliqué algunos planazos con el sable, gritándoles, porque había que gritar —tal
era el ruido de las aguas que se podía rezar y trabajar al tiempo—. El río seguía
subiendo; la selva estaba espléndidamente iluminada por un fuego eléctrico
incesante; el trueno sonaba permanentemente y era una escena grandiosa,
terrible, imposible de describir. A un árbol gigantesco, de la orilla opuesta, le cayó
un rayo y todas sus hojas se volvieron luminosas en un solo instante, lo que me
pareció un efecto mágico y alrededor de nosotros, varias palmeras quedaron
fulminadas; el temor a la muerte, cuando no paraliza las facultades, es un
poderoso estimulante; nunca he comprendido cómo, en tan poco tiempo, nuestras
dos grandes balsas quedaron casi terminadas, los maderos cortados, los bejucos
listos para ser utilizados, faltando solamente hacer las ligaduras para ponerlas a
flote, lo que no fue necesario, pues la creciente cesó y el agua bajó rápidamente.

Sentado a la orilla, bajo un paraguas improvisado, hecho de hojas, veía sobre el


río árboles que había arrancado la tempestad y que bajaban las aguas con una
rapidez vertiginosa. La lluvia cesó al tiempo con la tempestad y después de una
comida frugal, dormimos una hora para reponemos de nuestras fatigas. Cuando
me desperté, el río había regresado a su lecho y yo calculé que la creciente había
llegado a una altura de 30 pies.

El 1 de marzo a las 9, el río que nos había inquietado porque cortaba nuestra
retirada hacia la selva, estaba casi seco. Para ir al Real de Minas del Puerto, que
yo debía visitar, no tenía sino una información, de siempre marchar al norte, es
decir, caminar, remontando el San Juan y atravesando sus numerosos afluentes.
En realidad nos encontrábamos dentro de un dédalo de riachuelos, que podían ser
lo mismo las fuentes del San Juan, o las del Atrato: en efecto, un riachuelo cuya
agua va al Pacífico, no está sino a 2 o 3 millas de otro que lleva al Atlántico. Esta
404

corta distancia es la que separa el chorrito de agua de Caramanta que va al San
Juan, de uno de los chorritos de agua de la Aguita, afluente del Atrato. Después
de haber recibido el río Tatamá, el San Juan pierde su nombre: se encuentra uno
entonces sobre un punto bastante elevado de la pendiente occidental de la
cordillera.

Jamás olvidaré lo que sufrimos sobre un suelo tan húmedo, en donde nos
enterrábamos en el barro; después de 3 horas de una marcha así de penosa, nos
detuvimos cerca de un riachuelo en donde pudimos calmar nuestra ardiente sed.
Poco después llegamos al río Pureto, muy cerca del punto en donde desemboca
el que seguiré llamando el San Juan. Allí el Pureto cae en una magnífica cascada
que atravesamos no sin dificultad; debajo de la caída de agua la corriente es tan
fuerte que, de haber sido arrastrados, no habría quedado rastro de nosotros. Fue
a 3 o 4 metros más arriba de la caída, donde pudimos atravesar; era bastante
profundo y no se encontraba pie. El negro Vicente fue quien me ayudó a pasar
agarrándome yo de su cinturón de cuero y flotando hasta la otra orilla. Eran las 2
cuando toda la expedición atravesó el Pureto. Después de 4 horas de marcha,
encontré a un negro joven que iba en una pequeña canoa, camino hacia las
minas; el agua era tan poco profunda que se me ocurre que nos encontrábamos
en presencia de una derivación del Pureto; monté en la canoa, que no flotaba sino
que rodaba sobre los cantos; más tarde revisé esta manera singular de utilizar los
gijarros rodados que el agua escasamente cubría y caí en la cuenta que habría
podido adoptar este medio de transporte desde La Angostura.

Después de haber ayudado a salir de entre un barrizal en donde iba a morir, a un


indiecito quinchío que me acompañaba voluntariamente, llegué, al caer la noche,
al Real de Minas de Pureto; allí tuve la buena suerte de encontrar al mayordomo
Tomás Ayala, cuya familia yo conocía, un excelente hombre que me acogió en la
forma más cordial. Yo estaba extenuado y después de un excelente baño, me
dieron huevos fritos, chocolate y bebí una fuerte ración de ron; luego me boté en
una hamaca tendida bajo una enramada en donde dormí, de un tirón, hasta el día
siguiente.

Cuando me levanté, una vieja negra, una “curiosa”, un verdadero doctor, me curó
las heridas de las piernas con ciertos jugos de hierbas y así me encontré en
estado de visitar los lavaderos. Había llovido toda la noche en el Real de Pureto,
donde no pasa ni un solo día del año sin llover.

El aluvión del Real de Pureto reposa sobre un grünstein de granos finos, los
metales preciosos están diseminados en una delgada capa arcillosa llena de
hierro titanáceo. Los gijarros rodados que cubren la cinta son idénticos a los de
todos los aluviones del valle del San Juan. El oro que se extrae de Pureto por
medios que ya no debo repetir, es pobre en platino. No se obtienen más de 10
libras anuales de ese metal; todo el Chocó no produciría más de 4 quintales. Es
cierto que la producción aumenta cuando sube el precio del platino y que se vende

405

la libra a 25 piastras, pero entonces ya no es por el metal extraído por lavado, sino
el que se va a buscar en las minas abandonadas. Así se obtiene platino sin oro,
como lo observamos en el jardín del cura de Tadó.

Del Real de Minas de Pureto es de donde provenía un anillo en platino y una


argolla que había visto en Bogotá, ornamento que los indios llevan como
nariguera; este ornamento es de mucho uso, pero generalmente es hecho en oro y
la de platino que vi en Bogotá, sin duda fue hecha con una sola pepita: tiene 2
centímetros de diámetro y su peso es de 30 gramos.

A mediodía obtuve la altitud de Real de Minas: 185 metros, temperatura 26,7°;


habíamos subido 34 metros por encima de la Angostura de San Juan.

Aun cuando las minas de Pureto se hallan en el centro de un terreno atravesado


por numerosos riachuelos, el agua no es suficiente para el trabajo porque se halla
a un nivel demasiado bajo; de ello resulta que partes de gran riqueza no pueden
ser lavadas, entre éstas puedo citar los aluviones del río Iró y del Viroviro.

Salí de Real de Minas el 2 de marzo a las 4 de la tarde, subiendo el Pureto sobre


una pequeña canoa que rodaba sobre las piedras; un cuarto de hora después
entrábamos en el río Anime dejando a nuestra izquierda el Pureto; a las 5
desembarcamos cerca de una casa donde debíamos pasar la noche; estaba
habitada por negros cubiertos de bubas venéreas. Desde este sitio se podía
relevar a Nóvita al sur y Tadó al sur y Tadó al sur-oeste. El Anime está sobre la
ruta que se sigue para llegar al puerto de Andagoya, en 6 horas de marcha. El
terreno es plano, es una lengua de tierra que separa los afluentes del San Juan de
los del Atrato, es decir, que separa las cuencas de los dos ríos.

El 3 de marzo a las 6 de la mañana remontamos a pie las orillas del Anime, el cual
atravesamos varias veces; realmente marchamos en el río avanzando al ENE. A
las 7 y media llegábamos a la unión de la quebrada del Lavadero (altitud 281
metros, temperatura 25,5°). La roca es un grünstein alterado. Del lavadero
subimos hasta el alto de Aramuguera (altitud 370 metros, temperatura 25°).
Seguimos durante un tiempo el Aramuguera de donde salimos para llegar al río
San Juan, o si se quiere uno de los afluentes de este río en la desembocadura de
la quebrada del Arrastradero, a donde llegamos a las 11 (altitud 218 metros,
temperatura 26,7°). El arrastardero acarrea cantos de grünstein porfídico. El San
Juan corre al oeste y seguimos su curso remontando por la playa; a mediodía
llegamos al alto del Arrastradero, sobre roca porfídica (altitud 378 metros,
temperatura 25,5°). Hacia la 1 atravesamos una quebrada llamada Aguaclara,
sobre sienita porfídica descompuesta (altitud 302 metros, temperatura 27,2°). A las
2 pasamos el riachuelo Aguaclara, a las 3 el río Mombú, en donde hay un
grünstein casi compacto, verde oscuro en el cual se ven como concreciones de
sienita porfídica; a las 4 nos alojamos en el tambo de Mombú, construido en donde
el río Mombú corre al oeste, pertenece a la cuenca del Atrato. Habíamos salido del

406

San Juan, caminando hacia el Norte; el espacioso valle nos pareció muy
agradable, debido a que ya habíamos salido de los pantanos y de la humedad
permanente. Este terreno es muy accidentado. El oro que se retira del Mombú
contiene platino, según nos aseguraron (altitud del Tambo 248 metros,
temperatura 24,4°); la noche fue buena allí, pero infortunadamente, debido al cielo
muy nublado fue imposible obtener una latitud.

El 4 de marzo, a las 8, comenzamos a subir una cuesta hasta el alto de Mombú,


en donde suspendimos la marcha a las 9, después de haber caminado
constantemente sobre sienita porfídica descompuesta, en la cual observé un
hidrato de óxido de hierro, (altitud 593 metros, temperatura 25,3°); Del alto se baja
al río Marmolejo, en donde abrí el barómetro a las 10 (altitud 297 metros,
temperatura 27°). A las 11, a lo largo del lecho del Marmolejo pasamos la
quebrada Antón (altitud barométrica 29,20 pulgadas inglesas, temperatura 26,7°)
para subir luego al alto del mismo nombre a la 1 (altitud 560 metros, temperatura
25°). En el lecho de la quebrada Antón se observa en una gran extensión una roca
de cuarzo muy dura, gris, intercalada en el pórfido. Después de haber pasado y
vuelto a pasar el río, se atraviesa el Guatapa; a las 5 nos disponíamos a
acostarnos bajo un tambo construido cerca del río Gitó, que probablemente se
dirige hacia el Cauca. Nos hallábamos en el centro de un magnífico grupo de
palmeras barrigonas en plena floración (altitud 349 metros, temperatura 25°). El
Gitó arrastra bloques y cantos de grünstein porfídico.

El 5 de marzo, a las 8, al salir del tambo después de haber atravesado el río Gitó,
encontramos el primer riachuelo, el Sinto; el camino no presentaba ningún
obstáculo, el tiempo era bueno, John Lane ya no tenía la fiebre que había
contraído en Nóvita y la expedición sentía un gran bienestar después de haber
permanecido húmeda durante un mes; a las 4 nos encontrábamos frente al río
Aguita que venía del Norte y desemboca en el San Juan un poco por encima del
torrente de las Piedras, precisamente en el punto en donde sobre la orilla
izquierda entra el río Tatamá (altitud 465 metros, temperatura 25,1°). El río Aguita
es uno de los más importantes afluentes del alto San Juan.

Los pocos indios que pude consultar me aseguraron que este río, especialmente
hacia sus fuentes, es muy rico en oro en polvo y que contiene granos de platino,
mientras que en esta localidad las arenas del San Juan son pobres en oro y no es
platinífero. Si estos hechos estuvieran bien constatados, tendría importancia: de
ello se podría concluir que El Aguita sale de las montañas porfídicas, como la
mayoría de los ríos que habíamos visto sobre nuestro camino, mientras que el San
Juan, o más bien, los riachuelos que forman sus fuentes, nacen en terrenos no
auríferos. Cerca del Aguita volví a ver capas casi verticales con inclinación hacia el
Sur-Oeste, de un cuarzo muy frágil, que pertenece a la formación esquistosa que
se desarrolla en la Cordillera Occidental; sin embargo en Aguita no se observan
esquistos. Aun cuando el río estaba muy bajo, tuvimos dificultades en atravesarlo
debido a la rapidez de la corriente; nos hospedamos en el tambo de un indio y la
407

noche fue buena a pesar de una fuerte tempestad.

El 6 de marzo a las 7 y media seguimos un deshecho muy escabroso que se


encontraba sobre la cuchilla de las capas de cuarzo y que bordea el río. Tuvimos
un encuentro bastante curioso: dos indios chocós, uno armado con una lanza con
punta de hierro pulido de evidente origen europeo, ataviado con gran sombrero de
plumas y un collar de vidriería del cual pendía un pedazo de espejo que le caía
sobre la nuca; tenía el cuerpo cubierto de pinturas extrañas y lo seguía el otro
indio, completamente desnudo y sin ninguna pintura, quien se miraba
constantemente en el espejo del compañero. Cuando nos vieron nos pidieron
tabaco haciéndonos señas y pasaron en seguida, al otro lado del río, saltando de
piedra en piedra con la habilidad de saltimbanquis y desaparecieron en la selva.
¿Qué irían a hacer allí?

Al salir del lecho del Aguita subimos una cuesta que nos llevó al alto de la
Horqueta (altitud 735 metros, temperatura 25°). Nos hallábamos sobre un esquisto
arcilloso, parecido al de las Juntas de Tamaná; a continuación bajamos al lecho
del río San Juan, riachuelo esquistoso, que habíamos seguido y que separa el
Aguita del San Juan y a las 11 teníamos una altitud de 542 metros y una
temperatura de 25,5°. Nos hallábamos en un pueblito cerca a la desembocadura
del Tatamá en el San Juan; allí no había nadie: los indios estaban todos en la
selva, en donde cultivaban pequeñas plantaciones de maíz. Después de haber
comido frugalmente, pues nuestras provisiones se habían reducido, comenzamos
un ascenso de los más penosos pues estábamos a pleno sol y faltos de agua. El
suelo totalmente seco, era tan quemante que escasamente se podía poner el pie.
Llegamos:
A la 1 al Alto de San Juan Altitud 1.082 Temperatura 240
A las 2 a Cienagüita Altitud 1.382 Temperatura 240
A las 4 a Humacá Altitud 1.500 Temperatura 230

Esperábamos llegar a Chami, pero estábamos muy fatigados; yo había sufrido de


insolación al subir la cuesta de San Juan; mis pulsaciones eran tan frecuentes y
fuertes que me lograron inquietar; mis hombres no estaban en mejor estado. Nos
detuvimos en la selva, en donde nos acostamos sin comer, circunstancia
incómoda, pues teníamos mucha hambre y nos atormentó mucho la sed. Mi indio
quinchío salió a buscar agua a una hondonada y como se oía el rugido del tigre,
cantaba con una voz temblorosa para darse ánimo. Envié a un hombre armado
para que lo acompañara y trajeron agua estancada, una fusión de hojas podridas
que hubo que colar a través de una tela para poderla beber.

El 7 de marzo a las 7 tomamos el camino de Chami; el sitio en donde habíamos


acampado estaba a una altitud de 1.496 metros, con una temperatura de 19,4° a
las 7 de la mañana; caminábamos sobre esquistos y una pendiente suave nos
llevó a las 9 al alto de Suaya (altitud 1.623 metros, temperatura 19°); seguíamos
una cuchilla ya las 9:45 llegamos al tambo de Suayá (altitud 1.569 metros,

408

temperatura 19°); esquistos. Dejé a mis hombres en el tambo y tomé la delantera;
no hice sino subir y bajar hasta una altura que dominaba el poblado de los chami.
Allí me encontré en medio de unos 30 indios, pintados y tatuados, que estaban
descansando; llevaban ramas de palmera destinadas a renovar la techumbre de
su iglesia; todos eran mis amigos y me rodearon afectuosamente llamándome
“compadre”; era la 1 cuando llegué y me hospedé donde el misionero, quien me
acogió amablemente y me sirvió un almuerzo ¡que bien necesitaba! Chami es una
misión como las hay en las regiones montañosas; las cabañas están diseminadas
sobre la pendiente; yo había apresurado la marcha para pasar el domingo con los
indios; ese día se les obligaba a asistir a la misa y a la doctrina, lo que poco les
importa; el resto de la semana se retiran a sus chacras o se van a cazar y a
pescar; los alrededores de Chami son muy boscosos.

El domingo 8 de marzo por la mañana había muchos indios: sabían que verían a
su amigo el comandante don Juan, quien para ellos y ellas era una gran atracción:
¡don Juan podía llevar 3 indios, uno en cada brazo y el tercero montado sobre sus
hombros! Los hombres estaban desnudos; las mujeres llevaban la “pampilla”,
pedazo de tela de algodón de dimensiones exiguas, tanto que al desbaratar una
de mis bufandas, vestí decentemente a 10 de ellas, quienes mostraban una
felicidad infantil al estrenarlas. Para mostrar su nuevo vestido, lo levantaban con
gran indiferencia y yo no había sido generoso sino con las jóvenes. La mujer del
cura, porque vivía maritalmente con una mestiza de la Vega de Supía, lamentaba
que no le hubiese dado mi bufanda en vez de dividirla en pedazos, para darle
alegría a unas idólatras. La mayoría de los indios e indias estaban pintados de rojo
con achiote o de azul con el jugo de una fruta de carne blanca, que gradualmente
se torna azul oscuro cuando se aplica sobre la piel. Después de que sonó la
campana, los indios llevados por el cacique y el gobernador, entraron todos a la
iglesia, en donde no había sino 3 personas vestidas: el cura, su mujer y yo. Todos
los asistentes se arrodillaron y cuando el sacerdote les indicó que debían besar la
tierra yo estaba en el mejor sitio, la puerta de la iglesia, para mirar sin cometer
indiscreciones, los traseros desnudos de las indias, ¡singular exhibición en un
templo!. Primero el cura hizo practicar a los neófitos el signo de la cruz, lo que
hicieron bastante mal, luego pronunció un sermón en español, idioma que a los
indios no entendían con la excepción del cacique y el gobernador; al fin comenzó
la misa sin que la asistencia prestara ninguna atención al servicio divino; reían y
charlaban y el cacique los reprendía para que se mantuvieran dignos, aplicándoles
bastonazos en los hombros.

Los chamis llevan una existencia vagabunda: aman la selva y las corrientes de sus
ríos, donde pescan. Durante semanas dejan a sus mujeres el cuidado de cultivar
el maíz y la yuca; el primero es la base de su alimentación vegetal, como en toda
Sur América y México. Cuando la mazorca no está madura todavía, la ponen a
cocinar bajo ceniza y entonces es un alimento harinoso, ligeramente dulce,
llamado “choclo”; cuando los granos están maduros, los mojan en agua y los
trituran en una piedra, para hacer una pasta que modelan como una galleta y que
409

cocinan en un plato de barro: así obtienen la “arepa”, especie de pan ácimo.
También acostumbran tostar el grano maduro, molerlo y convertirlo en una harina
de color carmelita, que diluyen en agua fría y lo usan preferentemente durante sus
viajes; con frecuencia los he visto, después de una marcha forzada, detenerse
cerca de un río, sacar de una bolsita una manotada de esta harina, meterla en una
calabaza, añadir el agua y tomar esa mezcla. También preparan la chicha, de uso
general en los Andes, con maíz tierno y me aseguraron en Chami, porque no lo he
visto, que el maíz destinado a esta bebida, no es molido sobre piedras sino
masticado por las mujeres, quienes lo escupen en una gran olla de barro. La edad
de las masticadoras no debe sorprendernos, porque los indios, tanto hombres
como mujeres, conservan sus dientes hasta una edad muy avanzada; lo que sí
creo yo de esta historia es que si se añade maíz masticado al maíz molido, se
provoca la fermentación.

Asistí a una borrachera y me di cuenta de lo que cada indio tomaba, tanto


hombres como mujeres y era algo increíble. Estas gentes silenciosas hasta el
punto de que uno podría creerlos mudos, bajo la influencia del alcohol, hablan sin
parar, se agarran del cabello, luchan y caen como muertos y se duermen; las
mujeres se emborrachaban a la par con los hombres; pero no había durante este
episodio, ningún acto obsceno; lo que no habría faltado si fuera en Europa;
realmente son más castos los indios desnudos que los que están vestidos. Puede
ser también que la raza cobriza, sin barba ni vello, sea menos lasciva que las
razas peludas, lo que justificaría lo dicho por Ninon de Lenilos al gran conde
cuando ella le hizo observación de cómo era él velludo y respondió con el verso de
Horacio: “Vir pilosus, vel libidinosus, vel fortis”, a lo cual la cortesana respondió: —
“¡Monseñor, usted debe ser muy fuerte!”

En la cacería los chamis frecuentemente usan flechas envenenadas, cuya punta


está untada de uno de los venenos mas activos, el cual extraen de una especie
particular de ranas. Yo he visto el suelo literalmente cubierto de esos bonitos
batracios, de lindos colores, pero que tienen algo de satánico. Infortunadamente
las que yo había recogido se perdieron. He aquí la forma como los indios obtienen
el veneno: los animales son mantenidos sobre una tabla que se acerca a una
hoguera y entonces se ve surgir de la espalda de las ranas un liquido bastante
espeso, con el cual untan las puntas de las flechas, o el extremo agudo de un
birote (aguja delgada de madera de palmera, de unos 2 o 4 centímetros con la
cual se caza con cerbatana). Una vez humedecida la pieza en una de sus
extremidades se le deja en el piso cerca al fuego para que se seque; este veneno
que secretan las glándulas de un batracio es tan poderoso como el curare extraído
de una planta. Yo no he visto el veneno de los chamis sino aplicado a las flechas y
no tengo idea de cuál es su naturaleza; lo que sí puedo afirmar es que se
conserva activo durante largos años.

Por la noche el cielo estaba cubierto y fue imposible tomar la altura de ninguna
estrella; felizmente el 8 de marzo, al salir de la misa, pude ver el Sol. Tan pronto
410

instalé mi teodolito, me rodearon hasta casi ahogarme, todos los indios; el cacique
hizo formar un círculo alrededor de mi instrumento, distribuyendo palo a sus
administrados: indudablemente era un curioso espectáculo el de verme apuntar y
seguir la ascensión del Sol, hasta su llegada al meridiano; yo debía parecer un
escamoteador operando en una plaza pública y obtuve para la latitud norte de
Chami 5°30’, un poco más al sur de Supía.

Chami está sobre una loma, en la cuesta que separa el torrente de Chami del río
San Juan, cuyo valle se abre al oeste; el Chami viene del Sureste y después de
haber hecho una vuelta se une al San Juan, al occidente del poblado. Los indios
que excursionan frecuentemente por las fuentes del San Juan, están de acuerdo
en decir que este río nace en las montañas de Caramanta, al oeste del Cauca, a la
altura de Armá, situada alrededor de 5º35’ de latitud norte, lo que no está de
acuerdo con la posición del río Chami, indicada sobre el mapa del Chocó, muy
confuso, entregado por el señor Ponce de León. Mientras yo observaba el paso
del sol por el meridiano de Chami había oído el sonido de una trompa, instrumento
que consiste en una gran concha marina de la que se obtienen sonidos muy
lúgubres; luego vi, con gran sorpresa a un indio haciendo vibrar una “gumbara”
fabricada en Saint-Etienne; la tomé y con gran satisfacción del músico toqué
varios aires muy variados de mi repertorio; obtuve un gran éxito y cuando regresé
a la iglesia continuando con mis melodías, me seguía un centenar de indios que
no sabían cómo demostrar la admiración que les causaba mi talento.

El cura me había hecho preparar una cama en un sitio en donde pude aislarme y
descansar a gusto. Apenas extendido sobre una barbacoa, vi aparecer la cabeza
de una joven mestiza que no me retiraba la mirada. Era la hija del cura, una niñita
de 10 años, y tuve un gran trabajo para sacarla de mi lugar; yo tenía sueño,
después de haber oído una misa, practicado astronomía y ejecutado algo de
música; al despertarme volví a ver a la niña, sentada cerca de mi cama; desde
entonces me siguió por todas partes, como un perrito; la utilicé como intérprete,
pues hablaba muy bien español y chami:

Las viviendas en Chami son lo que eran en la Conquista: ranchos de cañas


cilíndricas con una muy pequeña puerta, techumbre cónica y con una abertura por
donde escapa el humo del fogón. En el interior nada más que 3 piedras colocadas
en el centro de la cabaña, trípode sobre el cual se colocan los utensilios donde
cocinan los alimentos. Algunas ollas de barro que cada indio hace fabricar, un
banquito de cañas, una hamaca de fibras de palmeras, una piel de tigre o de oso y
la cama de la pareja. Ni la más mínima prenda de vestir, puesto que el chami vive
desnudo, aun cuando la temperatura promedio de la localidad no pase de 25°.

A mediodía encontré en la iglesia 23° y la altitud siendo de 1.060 metros, creo que
es el límite de temperatura en que el hombre puede vivir en total desnudez. En el
Chocó el aire es generalmente poco agitado y ésta es una condición favorable, ya
que el viento es una causa poderosa de enfriamiento. Más arriba, en las

411

cordilleras, cuando la temperatura promedio y constante se mantiene cerca a los
20, el indio lleva algunos vestidos de algodón, como una camiseta y un poncho, un
pantalón y una especie de mantilla enrollada al cuerpo, desde la cintura hasta las
rodillas. En las altas montañas de Ecuador, el poncho está tejido de lana de llama
para los pobres y de vicuña para los ricos. En la altitud y temperatura de Chami,
en épocas húmedas, por la noche vi a los indios acostarse muy cerca unos de
otros y al despertar se notaban como entumidos.

Siempre sentía un vivo placer de encontrarme con los chamis; con frecuencia
grupos de estos indios se instalaban en mi casa cuando me encontraba en Río
Sucio de Engurumí; todos me conocían y a mí me gustaba observarlos porque
representaban el estado en que fueron encontrados los indígenas cuando se
presentó la invasión de América por los españoles. No habían cambiado de
costumbres porque, felizmente para ellos, habían escapado gracias a su
aislamiento, de ser conquistados primero por los grandes civilizadores de los
Andes, los incas y luego por los europeos. Los chamis viven en familias o clanes
que hablan lenguas diferentes, aun cuando las poblaciones se hallen con
frecuencia, muy cerca unas de otras. Esos clanes estaban muy extendidos sobre
toda la superficie de América meridional y en realidad no hay sino que mirar el
mapa de Venezuela, trazado por el coronel Codazzi y el de la Nueva Granada, del
coronel Acosta, para estar seguro de ello. Se habían establecido particularmente
en la pendiente de las cordilleras, en las tierras calientes y templadas, en las
selvas que atravesaban los grandes ríos. La civilización indígena, en la parte
meridional del Nuevo Continente, se había desarrollado, sobre todo, en las altas
mesetas, de climas suaves, por ejemplo de incas, desde el Lago de Titicaca hasta
Quito y por los zaques de Tunja en la Cordillera Oriental. En realidad esta
civilización era una conquista, pues consistía en apoderarse de las tribus
independientes, contra su voluntad. Se buscaban estas pequeñas poblaciones
diseminadas, para recogerlas, someterlas a un poder absoluto y con ellas formar
verdaderos falansterios que en el Perú han suscitado la admiración, no sé por qué,
del ilustre historiador Prescott.

El hombre cuya existencia ha sido mejorada no podría estar satisfecho si se le


entraba su libertad. Este es el caso de las familias indias que eran arrancadas a
sus costumbres para mezclarlas con una población extranjera. Estos infelices, a
quienes se trataba de civilizar, es decir de hacer trabajar en común para un jefe
que debían respetar y adorar como a una divinidad, añoraban siempre la familia, el
clan, la tribu. La prueba está en que cuando los ejércitos españoles tumbaron el
imperio tan poderoso y extenso de los incas y más tarde el poder del Zaque de
Cundinamarca, los indios esclavizados se apresuraron a regresar a las selvas y a
las pendientes de las cordilleras, cuando lo pudieron hacer. El indio ya
catequizado y que permaneció bajo el dominio de los misioneros, aprovechaba
todas las ocasiones de escapar a la autoridad bajo la cual había quedado después
de la caída de sus jefes.

412

En un informe secreto dirigido al gobierno español, don Antonio Ulloa, uno de los
oficiales adscritos a los trabajos de los académicos franceses que medían el
meridiano terrestre en el Ecuador, dice que todos los quechuas de un pueblo
importante de los alrededores de Riobamba, huyeron llevando con ellos a su
misionero a quien querían mucho y le trataron con tanto afecto, que él no quiso
dejarlos a pesar de las órdenes reiteradas del arzobispo de Quito.

Bajo el imperio teocrático de los incas, lo mismo que bajo el reino de los zaques
de Tunja, el indio trabajaba en común para la realeza, para la clerecía y un poco
para sí mismo; se le empleaba en los grandes trabajos públicos que todavía hoy
producen admiración: la vía abierta de Quito a Cusco, los canales de irrigación, la
institución de los chasquis, correos pedestres que llevaban las noticias con una
increíble velocidad y los monumentos grandiosos que han resistido la dura mano
del tiempo. La subsistencia del indio estaba asegurada; no tenía ninguna
preocupación: había reservas y almacenes de víveres y de vestidos que permitían
proveer todas las necesidades de la vida. A primera vista, uno queda encantado
del bienestar que debían sentir las poblaciones sometidas a tal régimen, pero el
individuo perdía toda iniciativa, el sentimiento más vivo y más útil de la humanidad;
el hombre se embrutecía y vivía como la abeja en la colmena o como la hormiga
en el hormiguero. Las masas actuaban bajo el impulso de una inteligencia única y
superior que emanaba de una aristocracia ante la cual tenían que prosternarse y
obedecer. Sin duda el indio no tenía qué temer ni el hambre, ni el frío, lo cual era
suficiente para el bruto, pero insuficiente para el hombre, aun cuando no está muy
lejos del estado salvaje. Es verdad que al indio lo alimentaban con el maíz que él
cultivaba, pero no comía nada más; se le racionaba como al ganado, al cual
reemplazaba en las regiones en donde no existían los animales de trabajo.

La carne ya no formaba parte de su alimentación; aun cuando tenía todo lo que


era necesario, nada era propio, ni siquiera su persona; no se pertenecía a sí
mismo y se le incorporaba en una masa que se enviaba bien a la guerra, o bien a
las canteras del estado. Los mitamayeros, así se llamaban y todavía se conocen
así en Quito, los indios que fueron violentamente transportados por orden de los
incas sobre las mesetas elevadas, no dejaban de lamentar amargamente la falta
que les hacía la región de donde habían sido arrancados tan bruscamente. Allá
eran los dueños y gozaba de libertad, cultivaban el maíz y tanto la caza como la
pesca les procuraba los medios de variar su alimentación; no estaban reducidos a
un alimento único, lo que seguramente produce un pésimo efecto sobre la
inteligencia. Así que el indio de las selvas era más inteligente y más diestro, por el
solo hecho de que tenía que preocuparse de los medios de asegurar su
existencia.

La raza cobriza, como todas las demás, teme ser coaccionada, aun cuando ello
contribuya a su bienestar; yo he vivido suficiente tiempo en las misiones para
saber que esta raza no soporta, sin ser obligada a ello, ni siquiera a la autoridad
eclesiástica. No creo que jamás se haya obtenido un buen cristiano de un indio;

413

las ceremonias religiosas los divierten, nada más. Mi excelente amigo el padre
Bonafonte, el viejo y venerable misionero, estaba persuadido de ello; me contaba
que su sacristán, nacido en Chami robaba el vino destinado a la misa, rindiéndolo
con agua, lo que lo hacía avinagrar y riendo me decía: —“Ese bandido me ha
hecho pasar más de una vez el Cuerpo de Cristo a la vinagreta”. El indio, cuando
el clima le permite vivir desnudo, detesta vestirse; he aquí una prueba: yo tenía
una carta de recomendación del padre Bonafonte para el señor Novoa, un blanco
establecido en Chami; este hombre se había casado con la hija del cacique, quien
había aportado como dote algunas libras de oro en polvo. Novoa estaba ausente
cuando me presenté en su casa y su mujer me recibió desnuda, tendida sobre su
cama; era una mujer gorda, deformada por la obesidad, se levantó y me acogió sin
el menor embarazo y pensando que yo debía estar sorprendido de ver a la esposa
de un caballero blanco sin otro vestido que la “pampilla”, me dijo que no se
encontraba cómoda, sino desnuda, la única manera que convenía a una india; ella
hablaba bastante bien el castellano, aun cuando con un acento gutural muy
pronunciado y abriendo un cajón, sacó un surtido de vestidos, de medias, de
camisas y de zapatos para probarme que gracias a la generosidad de su marido,
los medios para vestirse correctamente no le faltaban; llamó luego a sus hijos, un
niño y una niña, quienes se hallaban vestidos a la europea; la escena era
divertida: la señora Novoa me ofreció un cigarro y siguió hablando con ciertos
conocimientos; el señor Novoa llegó durante esta conversación, leyó la carta que
le entregué y me ofreció sus servicios. Era un individuo seco como un leño y hacía
contraste impresionante con su compañera que estaba tan bien provista de carne
y de grasa.

Las indias chami, en su juventud, son esbeltas, bien proporcionadas, con senos
que miran al cielo, como bonitas estatuas y se mantienen así, mientras no les
venga la menstruación, ya que inmediatamente después engordan muy
rápidamente; están en el apogeo de su belleza cuando van a convertirse en
mujeres; la obesidad se vuelve a veces excesiva, sin que hayan tenido un
contacto regular con los hombres, porque esa relación todas las han tenido antes
de la edad de la pubertad. Esto tiene de singular que aun cuando engorden el
abdomen no les crece, de manera que su obesidad no tiene nada de deforme; la
señora Novoa era un ejemplo. El chami es bajito, como todas las razas que viven
en las cordilleras. Yo no he encontrado adulto de más de 1,70 m y menos de 1,50
de altura y su configuración es más fina que la de los muiscas de la meseta de
Bogotá. No sé si pueda decirse que los chamis se casan; cuando una pareja ha
vivido unida, el cura exige que haya matrimonio, a lo que los interesados se
someten, con mucho entusiasmo, si se tiene en cuenta que la ceremonia es una
fiesta seguida de una borrachera.

He aquí algunas palabras chami, recogidas por mí de la boca de un cacique:

sol pieza
luna edoco
414

estrellas caincain
fuego tíbucha
tierra yerro
agua baniga
aire naun
hombre ambera
mujer nuena
niño guarra
tigre ibama
serpiente tama
rana basó
pescado retá
pájaro ipanachaqué
dolor ipana
paíz pe
banano parta
trueno ba
calabaza salm
hablar bedea
vivir trua
morir binsuna
río do
casa te
Este idioma no es desagradable al oído y el indio lo habla rápidamente con voz
suave; el sistema de numeración es sencillo: se cuenta hasta 5, que es la cantidad
de los dedos de una mano. Yo he visto pocos indios ancianos, pero ninguno con
canas. Sus medicinas provienen del reino vegetal: cada médico (curandero) tiene
la reputación de ser brujo; es lo que sucede en todo el Chocó, en donde los
negros, especialmente, son consultados en casos graves como mordeduras de
serpientes, muy frecuentes en esas selvas pantanosas; el remedio que aplican en
esta circunstancia es la hoja de una planta descrita por el botánico Mutis, “el
guaco”; se aplica en cataplasma sobre la herida y también se hace beber la
infusión, pues es un poderoso sudorífico. Los curanderos son muy charlatanes y
cuando no pueden ir de inmediato cerca del enfermo, envían su “montera” que es
un gorro, para que con él se cubra la herida hasta su llegada.

El chami, o como se le dice pomposamente en la misión, la nación Chami, habría


escapado, lo mismo que todos los chocós, a la absorción de los incas, cuya
marcha hacia el Norte no pasó del río Mayo, cerca de Popayán; los castellanos del
Perú detuvieron a los Hijos del Sol.

415

Las poblaciones diseminadas sobre la pendiente de la Cordillera Occidental
conservaron su independencia, pero el destino de la raza americana era el de
pertenecer a los más audaces: allí, como en todas partes, una minoría dominaba a
una mayoría indiferente; el indio conquistado se transformaba en el esclavo del
conquistador y es curioso ver la invasión española frenar la ambición de los jefes
que surgían en la montaña. En definitiva, por todas partes las poblaciones indias
estaban en permanente estado de guerra, ofensiva o defensiva, que no cesó sino
al llegar la potente dominación extranjera. Fue así como los chocós escaparon de
la esclavitud.

En la Vega me encontraba frecuentemente con esos indios; llegaban a mi casa


como a su misión; cuántas veces al llegar a mi vivienda encontré a un grupo de
chamis instalados en mi cocina, comiéndose su harina de maíz tostado,
preparando un pescado, asando un mono y habiendo dejado sus flechas sobre mi
escritorio. Luego se iban, después de haberme pedido un pedazo de sal que
causaba su delicia. Nunca noté que tuvieran curiosidad y cuando quería
proporcionarles un gran placer, disparaba mi fusil. Yo tenía una gran satisfacción
cuando me encontraba en presencia de esta gente sencilla; de su trato me han
quedado recuerdos imborrables. Con frecuencia, en el seno de nuestra sociedad
vigilada, en los salones al lado del emperador, en medio de personajes agitados
por toda clase de ambiciones, mezclado con los cortesanos que hacían gala de un
lujo desenfrenado, se me aparecían mentalmente mis buenos chamis; los veía de
caza, de pesca o asistiendo sin provecho alguno a las instrucciones religiosas de
su misionero y siempre me preguntaba quiénes serían los realmente felices, silos
poderosos o los humildes de la humanidad.

Cuando a uno no le falta espíritu de observación y de sensibilidad y se complace


en el trato de estos hombres sencillos, se le encuentra atractivo a su existencia y
así, para mi amigo, el botánico Goudot, un poeta latente, era el colmo de la
felicidad.

En París vi a un hombre rico, de buena familia, quien después de haber vivido


varios años en el valle de las Amazonas, regresó al gran río porque la sociedad
europea le era intolerable.

A menos de haber nacido con una propensión determinada por la vida


contemplativa, se puede examinar si la felicidad que procura el aislamiento en
esas regiones salvajes no se debería al gusto del amor físico, el único que es allí
tan fácil de satisfacer y si a la edad madura esta existencia tendría todavía algún
atractivo. Sin embargo yo he conocido misioneros, quienes después de haber
envejecido en las misiones del Orinoco y del Meta, no sentían ningún deseo de
regresar a España; tal vez por lo que en su misión gozaban de la libertad más
absoluta, les atemorizaba caer de nuevo bajo el yugo de la regla y de la disciplina
del convento.

416

Prescindiendo de las necesidades superfluas desarrolladas por una civilización
avanzada, tales como la ambición, el lujo, la necesidad de hacer hablar de sí
mismo y de dejar una reputación adquirida por la inteligencia y el trabajo, lo que
sería, de acuerdo con Humboldt, el presentimiento de la inmortalidad del alma, por
intuición se reconoce que en todas partes el móvil de la actividad del hombre está
determinado por la necesidad de proveer tanto a su subsistencia como a la de su
familia. Veamos lo que sucede en una gran ciudad: se va, se viene, se lucha por
los negocios y se hacen los oficios más penosos... Los que se agitan en ese
torbellino, con frecuencia no tienen más objetivo que el de proveer a sus
necesidades; el trabajo incesante es una de las condiciones de la humanidad.

El indio de los grandes ríos, de las selvas y de los llanos pasa todo su tiempo
cazando y pescando con un ardor increíble; se detiene, se duerme cuando está
satisfecho y si a su despertar regresa a su febril actividad es porque tiene hambre.

Cuando un ser que pertenece a nuestra civilización se encuentra mezclado a esta


existencia, hasta cierto punto animal, obligatoriamente contrae sus hábitos y se
convierte en pescador, mientras sienta hambre, pero muy pronto notará el vacío
intelectual en que se halla; entonces mirará hacia el mundo donde nació y que
dejó en un momento de obnubilación y en ese momento la más espléndida
naturaleza no le será suficiente; la sensualidad perderá fuerza y se aburrirá de una
existencia sin placeres, sin pasiones y sin sucesos.

Poco me queda por contar sobre los chamis; el cura y el caballero Novoa los
ocupaban como cargueros, pero los indios no tomaban sino cargas livianas: una
damajuana de vino de España, algunas telas, carne salada que buscaba en
Quibdó y se les pagaba miserablemente con cinturones, vidriería, piedras falsas y
algunos adornos de baratija. Si no se les pagaba mucho, hay que reconocer que
evitaban fatigarse y nunca marchaban sin sus flechas y sus elementos de cacería
y pesca y se detenían en donde encontraba oportunidad de practicarlas. Rara vez
hay más de un niño en la casa de un chami, sin embargo nunca he oído que las
mujeres abortaran, como tampoco se constató en el Orinoco. Estos indios no
parecen tener propensión al acto sexual y así me lo aseguraba una señora de Río
Sucio, Ana de Chaves, ama de llaves del cura y supongo que debía saber algo
sobre el tema, porque los indios a quienes con frecuencia ofrecía hospitalidad,
dormían con un sueño profundo al pie de su cama.

¡Un personaje original era la señora Manuelita! Tenía en ese entonces unos 25
años y su hija, a quien ella sustraía sobre todo a las miradas de los extranjeros,
tenía por padre a mi buen amigo el cura Bonafonte, como lo indicaban sus ojos
azules. Manuelita era de un trato agradable, bien formada, bailaba con gracia y a
la perfección el bolero, el fandango y, en una palabra, era apetitosa: tenía un
corazón de oro y se prodigaba para aliviar las enfermedades; más de una vez ella
me hizo beber sus famosas infusiones sudoríficas de las que los indios tenían el
secreto, cuando yo estaba resfriado al regreso de mis excursiones; ella se prendó

417

locamente de uno de mis oficiales, quien estaba “amañado” con una mujer blanca,
una niña de 16 años, fresca como una rosa, que él había importado para su uso,
como estaba permitido entre nosotros. El teniente se dio cuenta de las piruetas de
Manuelita para atraparlo y le hizo una propuesta amigable: —“Con gusto, pues yo
lo deseo a usted, pero si se lo doy (2) es con la condición de que apartaremos la
muchacha del medio”, dijo ella, lo que literalmente significaba “despacharemos a
la muchacha”—, pero en boca de doña Manuelita esta frase tenía un sentido
criminal y quería decir: “mataremos a quien está de por medio”. El joven oficial
rechazó con indignación semejante propuesta, al contestar lacónicamente: “Eso
no”. Así, pues, no sucedió nada de lo que deseaba Manuelita.

El homicidio por celos no es raro en estas regiones; no sé si ya haya contado una


tentativa de envenenamiento con “soliman” (sublimado corrosivo) que una mano
femenina había introducido en una taza de chocolate, destinada a un habitante de
Cartago. En el estado social del país los crímenes de esa clase quedan sin
castigo. Los indígenas y los negros conocen cantidad de vegetales con
propiedades tóxicas muy enérgicas; los muiscas usaban un cocimiento del fruto de
la datura arbórea para producir, de acuerdo con la dosis, borrachera, idiotismo o
demencia. También se producía ceguera con el jugo de las plantas de la familia de
las estrignas, el cual también introducido en pequeñísimas cantidades en la
circulación sanguínea, ocasionaba la muerte.

El 9 de marzo dejé el pueblo de los chamis, después de haber dado un buen


abrazo al cura, a su “amañada” y a su hija, jovencita que me había seguido como
mi sombra y que era de una indiscreción inocente bastante molesta; allí dejé de
recuerdo un catalejo que había servido a mi tío el coronel de dragones, durante la
expedición de Egipto.

Me puse en camino a pie, a las 9, con un solo zapato; bajamos en media hora
hasta el río Chami, (altitud 901 metros, temperatura 22,2°); en seguida subimos
hasta el Asomadero (altitud 1.242 metros, temperatura 22,2°). En el estrecho valle
del río Chami el esquisto constituye todo el macizo principal de la cordillera. De allí
continúa la pendiente poco sensible hasta el alto del Paramillo, a donde llegamos
a mediodía (altitud 2.285 metros, temperatura 17,2° Esquistos que buzan al este;
es la cuchilla de una ramificación que separa las aguas que van al río Chami y al
río San Juan de las que se dirigen al Oquía.

En el esquisto alterado del alto del Paramillo vi afloramiento de mena de


manganeso, más allá se puede ver una roca granulosa no estratificada que
encierra algunos cristales, un grünstein. Más allá esta roca adquiere una
apariencia decididamente porfidica con cristales del anfibol. Almorzamos en las
orillas de una quebrada “La Robada” y llegamos al tambo de Oquía; eran las 2
(altitud 1.858 metros y la temperatura 18,8°). A las 2 y media pasamos el río Oquía
(altitud 1.592, temperatura 20°); sienita porfídica.

418

El valle de Oquía se abre al sur; el río se une al Guática y forma el Sepinga; la
unión tiene lugar un poco antes del pueblo de Anserma viejo. Pasamos la noche
en la tumba de un indio y sentí frío, aunque al salir el Sol el termómetro marcaba
13,9° y es que el organismo se vuelve muy sensible a las caídas de temperatura
después de una corta estancia en una región caliente.

El 10 de marzo a las 7 seguimos a algunos indios que nos llevaron por un sendero
abierto en la espesa selva hasta Guática; a las 10 habíamos llegado al alto de
Quebradagrande (altitud 2.209 metros, temperatura 20°). A mediodía habíamos
bajado al río El Salado, en donde se explota agua salada que sale de un pórfido
parecido al del Río Sucio; después de haber pasado y repasado El Salado,
llegamos a las 2 al río Guática (altitud 1.608 metros, temperatura 25,5°) grünstein
porfidico. El valle del Guática se abre al SSO. Entramos a la población de Guática,
después de un ascenso muy penoso para mí, puesto que seguía descalzo de un
pie; los indios estaban ausentes y yo tomé posesión de la casa del cura; las nubes
me impidieron medir una altura meridiana de Canopus (altitud 1.971 metros,
temperatura 18,3°).

El 7 de mayo (3) a las 7 nos dirigimos hacia Río Sucio, pasando por la selva de El
Oro. Este camino es más corto que el que va por el Quindío; desde esta población
localicé a Ansermaviejo, exactamente al sur magnético.

Pasé por Hora Altitud Temp.

El Alto de Guática 7:30 2.175 metros 18,3°

Alto de Miomis 8:00 2.285 metros 18,2°

Quebrada del Oro 12:00 2.136 metros 19,4°

Las Cruces 2:00 2.311 metros 19,5°

Tusaja 2:30 2.307 metros 19,1°

Llegamos a Río Sucio de Engurumí a las 4; mi cocinera, la mulata Petronila, me


había preparado mi habitación. La pobre mujer se sentó a llorar al ver mi estado y
lo que más le entristecía era que un caballero blanco como el comandante don
Juan, hubiese llegado descalzo, como cualquier esclavo; la buena mujer me lavó
de la cabeza a los pies y luego me acostó, después de haberme servido una
comida.

419

(2) En español en el original.

(3) N. del T. Aquí encuentro un error de fechas.

Llamé al doctor Jervis, el médico de las minas, para que me tratara las cortaduras
y raspones que tenía en las piernas: me ordenó completo reposo y luego tuve la
visita del padre Bonafonte, quien me obligó a relatarle mi penosa expedición.

Habíamos salido de Anserma nuevo el 11 de febrero para entrar en el Chocó y


después de 34 días de camino bastante penoso debido a las dificultades del
terreno y a las vueltas que había que seguir para pasar la cordillera, salí por la
misión de Chami el 7 de mayo.

Las sinuosidades de los ríos no permiten evaluar, ni siquiera aproximadamente, el


camino recorrido en cada jornada. De acuerdo con un mapa errado en lo relativo
al Alto Chocó, habríamos recorrido, si la marcha hubiese sido en línea recta:

Millas

De Ansermanuevo ajuntas de Tamaná 24 ONO

Por el Tamaná, de juntas a Nóvita 14 O

De Nóvita a San Juan 8 ONO

De San Juan a San Pablo 8 NO

De San Pablo a Tadó 10 ENO

De Tadó a las Bocas de jatmo (sic) 19 EE-SE

118 millas (hay un error)

A añadir a esas estancias rectilíneas por lo menos un tercio por las vueltas, o sea
39 millas, se hubieran recorrido, en 34 días, 157 millas o sea 4,6 millas.

420

Trataré ahora dos temas que no pueden dejar de ser comentados cuando se ha
recorrido el Chocó:

I. La posibilidad de establecer allí una comunicación entre el océano Atlántico y el


Pacífico.
II. Los límites del terreno platinífero, tan parsimoniosamente repartidos en los
terrenos de aluvión del Chocó.

El continente americano se angosta entre el 7° y el 18° de latitud boreal. Es una


estrecha lengua de tierra en donde la cordillera sufre una fuerte depresión, ofrece
varios istmos, por donde se pudieran llegar a abrir canales que comuniquen los
dos mares. El istmo. más al norte es el de Tehuantepec, en México. Ya en 1520,
Fernando Cortés lo señaló a Carlos V como “el secreto del estrecho”. Vienen a
continuación, avanzando hacia el Sur, el istmo de Nicaragua (latitud N 10° a 12°)
luego el de Panamá (latitud N 8°) y en el de Darién o de Cupica (latitud 6° a 7°) (4).

Desde hace tiempo se han hecho y se continúan haciendo proyectos para


establecer por uno de esos cuatro istmos un canal de gran comunicación, pero
hasta el presente no ha resultado sino una línea de ferrocarril que atraviesa el
istmo de Panamá. Lo que yo quiero discutir aquí es la comunicación del mar del
Sur con el de las Antillas, por el Chocó, remontando el río San Juan de
Charambira, para bajar luego al Atrato, recorriendo así una línea de 263 millas
geográficas, aproximadamente, (28 leguas marinas de sur a norte). He insistido
anteriormente sobre la curiosa disposición del valle del Chocó, atravesado a lo
largo por dos ríos que corren en sentido contrario y cuyas fuentes se confunden
hacia el 3° latitud, en proximidad a Tadó. Allí hay un dédalo de riachuelos que van
unos al San Juan y otros al Atrato, el cual después de haber recibido al río Quito
en Citará, sigue una dirección norte hasta su desembocadura en el mar de las
Antillas.

El San Juan y el Atrato nacen en un pantano común, ya lo he dicho, y que no


ofrece ninguna separación visible. Este sitio, muy reducido, que he nivelado
durante mi excursión, puede ofrecer una comunicación real entre los dos océanos.

Las altitudes de las localidades cercanas a San Pablo son:

Ribera derecha del San Juan 218 metros


Alto del Arrastradero 378
Tadó 127

Estos son, sin duda, los puntos más elevados del relieve del terreno comprendido
entre San Pablo y el río Cétegui, el cual va al río Quito, afluente principal del
Atrato.

421

En 1788, el cura de Nóvita hizo cavar el pequeño canal de la Raspadura a los
indios de su parroquia, en una zanja natural que periódicamente llenan las aguas
de las inundaciones. En las épocas de sequía se va en pocas horas de Santa
Lucía al río Cétegui, ruta que generalmente siguen los indios de chami cuando van
a buscar mercancía a Quibdó.

Las caídas y los rápidos, tanto en el San Juan como en el Atrato, serán obstáculos
insuperables para establecer por el Chocó, no una línea de navegación oceánica,
sino una comunicación accesible a pequeñas embarcaciones, como se pudiera
realizar al canalizar el pasaje de la Raspadura, en cuyo caso habría ya cierta
facilidad para el comercio del interior, por cierto no muy importante. En cuanto a
las grandes vías que no exigen trasbordos, es evidente que tendrán que ser
abiertas, ya sea en Tehuantepec o en Nicaragua o por último en la bahía de
Cupica. Estos canales al unir al Atlántico con el Pacifico, evitarían a los
navegantes tener que doblar el cabo de Hornos.

Para completar mi estudio geológico sobre el Chocó tengo que regresar a los
yacimientos platiníferos. Los aluviones que encierran el platino mezclado con oro,
ocupan un pequeño lugar sobre el inmenso terreno aurífero que se encuentra
hacia el Occidente, desde la cima de la Cordillera Central hasta el borde del mar
del Sur.

En el Chocó se han considerado los aluviones como los más productivos de la


Nueva Granada. El oro en polvo que de ellos se retiraba anualmente, llegaba en
1800 a más de la mitad del producto total del Virreinato de Santa Fé y estaba
avaluado en 10.800 marcos. La Provincia de Barbacoa y el Sur del Valle del
Cauca, producían 4.600 marcos por año y la Provincia de Antioquia 2.400. El
Chocó es la única provincia de la Nueva Granada en donde se hayan encontrado,
hasta la fecha, arenas en las cuales el oro en granos está mezclado con granos de
platino. Los lavaderos platiníferos presentan la particularidad de que comienzan
hacia las fuentes del Atrato y del San Juan. Los más ricos en platino son los de
Santa Lucía, Tadó, Santa Rosa, Condoto y Tapieto.

El platino de aluvión ofrece, excepto por el color, el mismo aspecto que el oro: los
granos parecen como gastados en la superficie y son generalmente de pequeño
volumen, aun cuando a veces se encuentran de buen tamaño; Humboldt regaló al
Museo de Mineralogía de Berlín, una pepita de platino que pesaba 67,8 gramos;
en el Museo de Madrid se conserva una con peso de 653,18 gramos; una pepita
de oro encontrada en la misma provincia, pesaba 25 libras españolas.

En los libros más informados se lee que las minas de platino fueron descubiertas
en 1735, en el Chocó, cuando es evidente que el descubrimiento de ese metal
data de 1520 a 1530, cuando se empezaron a explotar los aluviones
auroplatiníferos en esta provincia, es decir, poco después de la conquista de la
Nueva Granada por Jiménez de Quesada, y cuando llegaron los esclavos

422

importados de África al continente americano. Si el nuevo metal permaneció
desconocido en Europa durante tanto tiempo, fue porque como no tenía ningún
uso y ningún valor, no se recolectaba y los lavadores lo botaban; sin embargo la
gran cantidad de granos de oro blanco que se separaban de los granos de oro
amarillo en el lavado final, llamó la atención y se comenzaron a utilizar. Los
catadores lo usaban como pequeña munición de cacería y en las ciudades se le
guardaba en sacos, para que sirviera como contrapeso a los relojes públicos.

Pronto se denunció al gobierno que este metal, hoy día tan precioso, podía servir y
en efecto así se hizo, para producir moneda falsa; por medio de fusión se le
añadía al oro que se transformaba en moneda en los establecimientos del Estado;
llegó a tanto esta falsificación que las autoridades hicieron arrojar al río Bogotá
varios quintales de platino. Añadiré que muchos años después cuando este
mineral adquirió valor, se le buscó en el río y no se encontró, probablemente por la
buena razón de que los agentes encargados de llevar a cabo las órdenes del
virreinato, lo habían robado.

En Europa se tuvieron las primeras nociones sobre el oro blanco, o sea el platino,
cuando llegaron al Perú los académicos franceses enviados en 1731, para que
midiesen, bajo el ecuador, 3 del meridiano con el objeto de determinar la forma de
la tierra. Los químicos se entregaron con ardor a experimentar con el nuevo metal.
De 1741 a 1752, Schoefer en Suecia y Lewis, Margraf y Macquer publicaron una
serie de trabajos notables que revelaban sus propiedades principales; pero
únicamente en 1790 fue cuando un orfebre de París, Jeannetty, al tratar el mineral
del Chocó con arsénico, logró obtener platino maleable que estiraba en barras con
el cual fabricó utensilios de química y de física. Fue el encargado de preparar en
platino la regla con la cual se hizo el patrónmetro que se conserva en los archivos
nacionales.

Con el tratamiento ideado por Jeannetty se estaba lejos de obtener el platino puro,
pues retenía el arsénico y los metales que después fueron descubiertos: el
paladio, el iridio, el sodio, el rutenio y el osmio. El doctor Wollaston perfeccionó la
extracción del platino, tratando el mineral con ácidos.

Los cantos rodados, las arenas de aluviones auroplatiníferas del Chocó, de la


misma naturaleza que los de los aluviones que producen únicamente oro y que en
una extensión considerable de la Nueva Granada, ocupan el fondo de los valles
del Magdalena, del Cauca, del San Juan y del Atrato, de donde hoy se retiran
cantidades de oro considerables. De acuerdo con una cifra oficial publicada en
1800, la producción anual del antiguo virreinato de la Nueva Granada se elevaba a
17.880 marcos; ese era el peso del metal que recibían las casas de moneda y
sobre el cual se cobraba el derecho del quinto, pero muy probablemente hay que
añadirle un tercio, si se tiene en cuenta el oro enviado a Europa por contrabando.
No volveré a hablar sobre los aluviones auríferos que ya he descrito; me limitaré a
recordar sus principales características.

423

Son acumulaciones, en depósitos de rocas y cantos, cuya constitución geológica
es idéntica a la de las montañas de donde se han desprendido: de la sienita
porfidica, del grünstein y menos frecuentemente del granito de mica negra. Los
cantos de esquistos son raros, lo cual se debe, sin duda, a la facilidad con la que
se desmorona toda roca esquistosa. Es sobre todo en la cuenca muy circunscrita
de la Vega de Supía, donde se puede asegurar que el depósito aluvial ha sido
producido por la desagregación de las rocas vecinas, ricas en filones metálicos. Es
el caso para el oro del llano de la Vega de Supía, donde se nota que los granos de
ese metal son más grandes a medida que salen de aluviones más cercanos a las
montañas; parece que se debe a que no ha “viajado”, según la opinión de los
lavadores y que por lo tanto se ha desgastado menos por la falta de rozamiento y
no es raro ver pequeñas pepas que todavía se adhieren a la ganga o sea oro
“sobre venero”.

En los valles donde el oro ha sido depositado a grandes distancias de las


cordilleras, es decir, lejos de las montañas, se encuentra en granos más
pequeños; así, en las arenas arrastradas por el San Juan, el terror es tal que el
lavado debe hacerse con mucho cuidado.

En algunos aluviones del Cauca y de la Provincia de Antioquia, el oro está


asociado con sustancias minerales que también se encuentran en los filones.
Nombraré la pirita de hierro, los cinabrios que se retiran en grandes cantidades en
los lavaderos de cuarzo y que he visto acompañar frecuentemente al oro nativo en
las sienitas porfídicas Quiebralomo, el sulfuro de antimonio, conocido también en
los yacimientos que se explotan cerca de Río Sucio, sulfuro que contiene, en su
interior, partículas de oro, bismuto nativo de gran pureza (que no ha sido
encontrado in situ) y glóbulos de cobre casi puro.

Gracias a su densidad estas sustancias como el hierro titanáceo y cromado, el


hierro oligístico y alguna gemas como el rubí, el zafiro, el granate, etc.
permanecen en el fondo de la batea, junto con el oro en polvo.

Después de examinar personalmente una gran cantidad de residuos del lavado de


los aluviones del Cauca, de Antioquia y del Chocó, y del examen realizado por los
señores Damour y Descloiseaud, puedo mostrar la lista de las materias
concomitantes del oro y del platino.

Granate almandino Plomo molibdatado


Zircón rosado y amarillo Cuarzo en granos
Hierro titanáceo Hierro odidulado
Rutilo Hierro arsenical
Mica Cimófano
Disteno Hierro oligístico
Baierina (hierro niobo) Zircón incoloro

424

Monacita (cerio y lantano fosfatados)
El señor Boussingault también encontró:

Bismuto nativo Antimonio sulfurado


Cobre Cinabrio

Las sustancias comprendidas en esta enumeración no se encuentran en todos los


aluviones: cada uno parece tener sus elementos propios como, por ejemplo, el
cinabrio que se ha encontrado solamente en ciertos lavados de Antioquia; no ha
sido encontrado en ninguna otra parte.

El bismuto y el cobre caracterizan algunos depósitos y no se encuentran en los


depósitos vecinos; así sucede con el platino que no aparece sino en una zona muy
limitada, en la inmensa extensión de aluviones que contienen únicamente oro.

De acuerdo con mis observaciones y las informaciones desgraciadamente poco


precisas que he podido conseguir, esta zona platinífera estaría colocada entre la
Cordillera Occidental y las orillas del Pacífico y comenzaría hacia el río Chami,
todavía tributario del San Juan. De ese punto en adelante, al oeste de
Ansermaviejo, las aguas corren hacia el Cauca por los ríos Opirama y Sopinga; el
oro de esas localidades no tendría mezcla de platino.

Este metal lo encontré por primera vez en el valle del Tamaná, al atravesar la
cordillera y se manifiesta constantemente en los aluviones del San Juan y es
posible considerar que Tadó es un centro platinífero. Los Reales de Minas de los
alrededores de esta población producen el oro más rico en platino y se puede
pensar que éste existe más al norte, hasta los afluentes superiores del Atrato.
Como ya tuve la ocasión de decirlo, en el dédalo de riachuelos donde se
encuentran también dos picos montañosos, los cerros de Momboa y de Pojuarrá
se debe considerar que comienza el terreno platinífero que se extiende al sur en el
valle del San Juan. De Nóvita hacia el Sur es tierra que no se ha explorado y por
lo tanto se ignora si se encuentran aluviones auríferos.

En Barbacoas, cerca del río Patía, se explotan aluviones de gran riqueza y el oro
no contendría platino, aun cuando se hayan publicado análisis de ese metal donde
se afirmaba haber sido recogido allí a 4 ó 5 miriámetros de la costa. En cuanto a
las arenas arrastradas por el San Juan, contienen oro acompañado de platino,
proveniente, sin duda, de la parte alta del río. El aporte de estos metales es
continuo en las regiones bajas, puesto que si al cabo de cierto tiempo y aún
después de una gran creciente se lava de nuevo una playa cuyos metales
preciosos han sido agotados por las lavadas, se puede conseguir una buena
cantidad de metal.

En resumen, la principal extracción de platino tiene lugar en el valle del Alto San
Juan y este metal está siempre mezclado con oro en proporción de algunos

425

centésimos. Es verosímil que en los yacimientos metálicos de las montañas en
donde nace el San Juan y el Atrato, se encuentra el platino en filones. Yo pude ver
oro con algunas partículas de platino en un “paco” (óxido de hierro hidratado) de
las minas de Santa Rosa de Osos, cerca del punto culminante de la Cordillera
Occidental.

El hecho sobresaliente de mi exploración es el haber encontrado que los


materiales de los aluviones que contienen oro mezclado con platino, son
absolutamente idénticos a los que no contienen sino oro y que se encuentran en
los valles del Cauca, Antioquia y Chocó en el valle superior del San Juan. Las
masas de agua que han desagregado esos materiales para transportarlos, en
algunos casos, lejos de su punto de origen, han debido ser enormes y han podido
alcanzar algunas veces alturas superiores a las del nivel del mar. Es posible que la
formación de esos depósitos de cantos, de guijarros y de arena se remonte a un
cataclismo contemporáneo al del levantamiento de las cordilleras. Los depósitos
aluviales ocupan, naturalmente, el fondo de los valles; así que, con raras
excepciones su altitud no es muy grande.

En el Cauca se encuentra para los aluviones auríferos:

Tuluá 1.000 metros


Vega de Supía 1.200 metros
A nivel del río 500 a 600 metros
En el Chocó los aluviones auríferos
se hallan en Juntas de Tamaná a 169 metros
Real de Aguas Claras 127 metros
Nóvita 180 metros
Tadó 127 metros
Real de Pureto 185 metros
Esas diferencias de nivel de los depósitos que no contienen sino oro y de aquellos
con oro y platino, podrían tener algún valor si sobre la vertiente occidental de la
Cordillera Central fuera del valle de San Juan a Barbacoas, a una altitud que se
acerca a aquellas observadas en la zona platinífera, los aluviones no produjeran
sino oro.

(N. del T.) En este viaje por el Chocó encuentro errores de geografía y de tiempo,
pero los he dejado como los anotó el autor).

(4)(Humboldt, Viaje a las regiones equinocciales del Nuevo Continente, tomo


IX, Pág. 327).

426

CAPÍTULO XVII
Viaje al Ecuador- Estudios sobre la región
volcánica.
Cuando me resolví a explorar el Sur de Colombia, la república parecía próspera;
ya en 1822, cuando desembarqué en La Guayra, los españoles vencidos en los
llanos del Apure y del Orinoco, así como en la Cordillera Oriental de los Andes, no
ocupan sino dos puntos importantes del litoral: Puerto Cabello y Maracaibo. La
plaza de Cartagena, todo el curso del río de la Magdalena, Bogotá y la Provincia
de Popayán, en una palabra el territorio de Venezuela y de la Nueva Granada
estaban libres hasta Pasto.

Puerto Cabello y Maracaibo capitularon, pero las provincias de Pasto y del Patía
permanecieron mucho tiempo como un obstáculo infranqueable que detenía la
marcha del ejército republicano hacia el Sur. Los pastusos después de una terca
resistencia en los desfiladeros de Juanambú, fueron atacados y derrotados varias
veces, pero reaparecían prontamente. No fue sino después de una sucesión de
combates sangrientos, seguidos de terribles represalias, como Bolívar pudo llegar
a Quito. Sin embargo el sentimiento realista persistía en Pasto y desgraciado del
oficial colombiano que se aventurase por esas montañas sin escolta.

La ciudad fue saqueada e incendiada, pero de todas maneras los habitantes


jamás dejaron de estar listos para el levantamiento contra el gobierno republicano
al grito de: "Dios y el Rey". En realidad los pastusos jamás fueron sometidos
totalmente: no cedían sino a la fuerza.

Por ese entonces una gran parte del territorio de la América meridional estaba
libre de la dominación española y ya no se trataba sino de consolidar la Conquista
para organizarla. Un movimiento de insurrección contra España provocado por el
general San Martín, estalló en Lima y Bolívar fue llamado para establecer allí la
república. El Libertador se apresuró a responder el llamado de los peruanos, lo
que fue un error, pero él no era un político y no soñaba sino con la gloria militar.

Colombia, Venezuela, Bogotá y Quito no eran fáciles de unificar debido a las


distancias que separaban los tres estados cuyos habitantes, además, no eran de
la misma raza. De hecho, la fusión jamás tuvo lugar.

Bolívar, a la cabeza de las divisiones colombianas que condujo hasta el Sur,


derroto a los españoles, fomentó la revolución y llegó prontamente al apogeo de
su reputación. Se le proclamó "Libertador" de Colombia, del Perú y fundador de
Bolivia, república de la cual Sucre fue nombrado presidente vitalicio. El prestigio
del Libertador fue inmenso, aun en Europa; fácilmente se pudo contraer un
empréstito en Inglaterra que permitió, afortunadamente, pagar lo que se debía,
427

porque aun victoriosos y comandados por un héroe, éramos más pobres que las
ratas.

¡Una admiración exagerada no dura jamás! La aureola que rodeaba a la persona


de Bolívar, desapareció rápidamente. Los partidarios del rey se agitaban
sordamente en Lima; el descubrimiento de una conspiración produjo el arresto y la
condena de un personaje importante por su nacimiento, su fortuna y sus
relaciones: el conde de Torretagle, quien fue pasado por las armas.

Con la vista puesta hacia el Perú, nosotros podíamos prever las situaciones que
traería un ejército indisciplinado comandado por jefes incapaces. Las tropas
auxiliares de la II División abandonaron su bandera; varios regimientos se
rebelaron contra sus oficiales a quienes enviaron prisioneros al Ecuador y el
ejército quedó completamente desorganizado. Bolívar, de regreso a Quito,
encontró su poder tambaleante en Colombia. La dictadura era imposible y se
dirigió hacia Bogotá en donde un congreso debía presidir la elección de un
presidente. No sin peligro atravesó el Libertador las provincias de Patía y de
Pasto, ya bastante agitadas desde que se había conocido lo que se podría llamar
el desastre del Perú, confirmado por la fuga del general Sucre, herido en una
revuelta en Bolivia. Venezuela, en donde se había logrado mantener el general
Páez, se separó de la Nueva Granada, lo mismo que Quito.

Colombia se encontraba así dividida en tres estados independientes. El partido


democrático bien pronto ejerció una reacción sobre el militarismo. Bolívar,
asqueado y enfermo murió en Santa Marta, de paso para Caracas, de donde tenía
la intención de pasar a Europa. Murió pobre el 17 de septiembre (sic) de 1830, a la
edad de 47 años, 4 meses y 23 días, después de haber sacrificado su gran fortuna
por la causa de la Independencia. Fue un hombre honrado, valiente y
perseverante y en la guerra era un infatigable guerrillero. En realidad, no podría
haber sido sino soldado, teniendo en cuenta el ambiente en donde se había
colocado con la firme intención de sustraer a su país de la dominación española.

Al desaparecer Bolívar, la anarquía fue general. Cada jefe militar apareció como
una especie de potentado. Yo viví durante un tiempo en el centro de esta
tempestad política. Es cierto que tanto el general Flórez, al tomar el poder en
Quito como lo había hecho el general Páez en Caracas, lograron mantener el
orden en los dos extremos de la antigua Colombia. Los miserables conflictos que
tuvieron lugar durante el efímero reino de esos pequeños déspotas, no merecen
mención alguna. Este fue un caos indescriptible que no vacilo en atribuir a la
indiferencia absoluta de lo que llamamos el pueblo americano, por tal o cual forma
de gobierno. Los indios, los mestizos, los zambos y los negros tienen tendencia de
someterse al más fuerte y así se convierten en los instrumentos inconscientes de
las castas superiores, a las cuales obedecen mientras no les sea posible escapar.
Triste país aquel en donde no se encuentra la clase media reguladora que es la
verdadera fuerza de una nación.

428

No contaré por orden cronológico los incidentes de los que fui algunas veces
testigo y algunas veces actor, pero hablaré de ellos a medida que el recuerdo
llegue a mi memoria, es decir que trazaré un simple itinerario de mi travesía del
Valle del Cauca al Ecuador, recordando que tenía por principal objetivo el estudio
de los fenómenos naturales y, como accesorio, la descripción de la sociedad
mezclada con la que conviví en las cordilleras. Esas serán, si se me permite
decirlo, las indiscreciones del viajero.

Salí de la Vega de Supía el 8 de diciembre de 1830 para llegar a Quito; en ocho


días atravesé a caballo la selva pantanosa y el 17 de diciembre entré a Anserma
nuevo en donde debía hacer los preparativos de viaje y llevar a cabo algunas
observaciones para relacionar la cima del Nevado del Tolima con las cimas
nevadas de los páramos del Ruiz y Santa Isabel. Bogotá y Anserma nuevo, cuyas
posiciones eran conocidas, se convertían entonces en la base de un inmenso
triángulo. Los acontecimientos políticos me retuvieron tres meses en Anserma, en
donde había pensado demorarme solamente unos días. El camino hacia el Sur no
era utilizable durante el caos del cual he hablado, en el que se veía nacer y morir
un congreso, mientras que la revolución era permanente y los asesinatos
frecuentes. Sucedió que el general Urdaneta estableció en Bogotá la sombra de
una administración, soñando siempre en la reconstrucción de Colombia y en el
restablecimiento de la preponderancia militar. El Colegio de San Bartolomé fue
convertido en cuartel: era una ciudadela en el centro de la capital, ocupada por
Urdaneta y los veteranos, restos del ejército de Bolívar. El resultado fue un
desagrado general en toda la Nueva Granada que encontró eco, especialmente,
en el Sur. Anteriormente, por una de esos movimientos repentinos que tienen
lugar durante los alzamientos civiles, la guarnición de Bogotá había aclamado a
Obando y a López como jefes absolutos.

Con el objeto de reprimir las tentativas que Obando pudiese hacer para tomar el
poder como resultado de esta aclamación el general Mosquera marchó sobre
Ibagué con una columna que debía reunirse con las milicias del Valle del Cauca,
comandadas por Murgueitio y hostiles a Obando y a López. Pero sin pérdida de
tiempo estos generales habían conseguido partidarios desde el Patía hasta
Popayán, contra lo que llamaban la tiranía y la usurpación de Urdaneta. Así
lograron reunir y armar una columna de 600 hombres, formada por infantería y
caballería, a la que fueron incorporados los antiguos e intrépidos guerrilleros
realistas que siempre habían conservado relaciones con Obando.

Este ejército de la libertad se encontraba el 9 de diciembre concentrado en


Palmira y allí fue donde Murgueitio resolvió atacarlo. Desgraciadamente el lobo se
encontraba en el rebaño y el batallón de cazadores de Bogotá pasó en gran parte
al enemigo; el resto, después de haber combatido valientemente, sucumbió ante
una fuerza superior; los jefes además eran hostiles al gobierno que servían,
Obando atrajo prontamente las tropas divididas de Urdaneta, las que, después de
su derrota, se incorporaron al ejército de la libertad, siguiendo el sistema de

429

"lanzadera" que los combatientes de América practican con tanta frecuencia,
desde la Conquista. Sesenta infelices quedaron en el campo de batalla de la
hacienda el Papayal, cerca de Palmira.

El número de soldados de Obando se dobló por la defección de los bogotanos y


este jefe de partido se convirtió en amo del Valle del Cauca: la ruta de Popayán a
la capital de la Nueva Granada, quedaba abierta y todas las ciudades del valle
declararon que se unían al Estado del Ecuador. Obando estableció su cuartel
general en Cartago y fue allí en donde lo conocí: era un hombre notable, dedicado
en cuerpo y alma a España, que sabía disimular perfectamente; amable y elegante
oficial que escondía, bajo maneras afables, una increíble ferocidad. Nuestras
relaciones fueron agradables y no se apartaba de mí y creo que en Anserma
nuevo nos acostamos en la misma cama con botas y espuelas. Me pidió que lo
acompañase a Bogotá y le respondí que mi contrato con el gobierno de Colombia,
firmado en 1822, había expirado y que yo había decidido regresar a Francia,
después de pasar al Ecuador, donde me llamaban la atención algunos trabajos
científicos. Comprendió mi natural repugnancia a hacer la guerra a mis amigos de
Bogotá y me exigió que le prometiera visitarlo a mi paso por Popayán; también me
aseguró que me ayudarla en mi viaje al sur, lo cual cumplió.

Obando era el más encantador de los asesinos que yo haya conocido ¡que no son
pocos! De estatura elevada, esbelto y a no ser porque tenía cabellos y bigotes
rojizos, nuestro parecido hubiera sido perfecto y nos habrían podido confundir. Su
humor era divertido, de lo cual tuve pruebas un día que lo acompañaba cuando se
dirigía sobre Buga y marchábamos los dos, delante de un escuadrón de patianos
que nos seguía a media legua de distancia. Al llegar cerca de una población cuyo
nombre he olvidado, vimos salir una mujer asustada y cargada de petacas; el cielo
estaba oscuro y el trueno sonaba amenazante; el general le dijo: -"¿A dónde va
usted, buena mujer? ¡La tempestad va a estallar!". Ella le respondió: -"No voy a
ninguna parte, huyo de Obando, ese asesino que debe llegar". El general me miró
sonriente: -"¡Vea don Juan la clase de reputación de que gozo!", y botándole una
piastra a la mujer, seguimos nuestro camino.

Su fama se fundaba en que él había tomado parte activa en todos los movimientos
de insurrección del Patía y de Pasto. Nacido en Popayán de un padre que ejercía
la profesión de barbero, especie de cirujano a la manera de Fígaro, había recibido
una educación clerical; muy joven se distinguió en las bandas realistas sostenidas
por la clerecía. Los hombres que comandaba antes de la guerra de
Independencia, cuan do no había ni realistas ni republicanos, robaban y mataban
a los comerciantes que no tenían una escolta suficiente para protegerse en los
desfiladeros por donde era obligatorio transitar en el Sur porque en Pasto se era
bandido, contrabandista, o guerrillero. Así pudo organizar fácilmente una banda
que más de una vez persiguió y desmanteló columnas del ejército colombiano.
Hubo de procederse con vigor contra este bandidaje.

430

Bolívar logró conquistar a Obando al admitirlo en el ejército republicano. Gracias a
su conocimiento de la región de Pasto y a sus continuas relaciones con los
montañeses, pudo prestar servicios en algunas circunstancias, pero nunca rompió
sus relaciones con los enemigos de la república; las disimuló.

"Yo me dejaba estimar del Libertador", me decía un día y me contó que cuando
Bolívar lo encontró en Popayán, de regreso del Perú, lo abrazó y pareciendo
extrañado de verlo solamente como comandante, le puso las insignias de coronel.

A pesar mío había pasado tres meses entre Cartago y Anserma, sin aburrirme, es
cierto y varías veces he dicho que el tiempo no pasa en los países donde no hay
estaciones. Además tenía amigos y especialmente amigas que me vieron partir no
sin una cierta tristeza.

Sin embargo no permanecí inactivo: había observado cuidadosamente la poca


profundidad en donde, desde un sitio abrigado, se puede encontrar la temperatura
promedio, deduciéndola de una observación única y me había preparado para la
exploración del valle alto del Cauca. Iba a dejar Cartago (latitud norte 4°45,
longitud 0,78° 26' 48") a la orilla del río de La Vieja y a cuatro kilómetros del
Cauca. Esta ciudad fue fundada por el conquistador Robledo en 1540, a 4 ó 5
leguas al norte del punto que ocupa hoy. Su altitud es de 980 metros y la
temperatura promedio de 24,5°. La población es de 7.000 almas aproximadamente
con castas bastante mezcladas, pero donde se encuentran bonitas mujeres
blancas; hay varias iglesias, siendo la principal la del convento de San Francisco,
en la plaza mayor.

El 24 de marzo a mediodía, tomé al fin la ruta del Sur y recorrí la hacienda la


Guabina, en donde se encuentra un grünstein parecido al de la quebrada del
Diablo. Se sigue, remontándolo, el curso del río Cauca y se encuentra la misma
roca, un poco más lejos, en la quebrada del Yunque. A las dos llegué al Altillo, en
donde fui recibido por una fuerte lluvia que me acompañó hasta Toro, a donde
llegué a las cinco. En este pueblo todo el mundo estaba ocupado en la extracción
de aceite o de mantequilla del fruto de la palmera corozo, al precio de un real la
libra, Toro, fundada por el conquistador Juan José del Toro, se halla a la orilla de
un río (altitud 958 metros, temperatura promedio 24,4°).

25 de marzo. A las 9 salí hacia Roldanillo; durante algún tiempo se sigue el río que
arrastra guijarros de grünstein compacto y de esquistos arcillosos, de la misma
clase que se encuentra desde Anserma nuevo hasta Nóvita; antes de llegar a las
Juntas de Tamaná en el Chocó, se pasa un río Toro, en el punto llamado la cueva;
¿será la fuente del Toro que desemboca en el Cauca? Esto parece dudoso, pero
es cierto que es la misma roca de que está formada la Cordillera Occidental. Antes
de llegar a Roldanillo, salió de un bosquecillo, como una aparición, una bonita y
vigorosa mestiza quien me invitó a reposar junto a ella. ¡Qué reposo! A las 4 llegué
a Roldanillo, situado entre dos riachuelos que parten del Sipi, afluente del San

431

Juan. La roca dominante es fonolita, de las más sonoras que contiene muchos
cristales de pirita. Nos encontrábamos sobre la vertiente occidental de la cordillera
del mismo nombre, de lo cual yo no tenía ni idea. La cordillera tiene que estar muy
deprimida en esos parajes, de allí sale un camino que lleva a San Agustín, Chocó,
el cual es poco frecuentado. A las tres, al noroeste, pasamos por la población de
Cajamarca junto al río cuyas aguas desembocan en el San Juan.

27 de marzo. Hacienda de Sabaletas. Salimos a las 9 y pasando por el alto del


Lobo vimos el anfibol compacto y sonoro. Remontando la orilla izquierda del
Cauca, llegamos a mediodía a la orilla derecha, pasando la barcaza de Mona. A la
1 seguimos el camino hacia Tuluá, a través del bello bosque de Morra. A las 6 de
la tarde, vadeando el río Buga, lo atravesamos sin dificultad y a las 7 la oscuridad
nos obligó a detenernos en la hacienda de Sabaletas. Nos fue mal: tuvimos
problemas con una legión de zancudos atrozmente desagradables y nos
ácompañó un huésped de lo más charlatán que se pueda encontrar. Estábamos a
2 leguas del Cauca.

28 de marzo. Buga. Habiendo salido de Sabaletas a las 7 llegamos a Tuluá a las


10, (altitud 1.039 metros, temperatura 27°). Al dejar esta población a nuestra
derecha, tomamos la ruta de Buga, a donde llegué a las 4 sin mi equipaje. Tendí
mi hamaca en una casa cercana al río y fui a presentarme al general Obando,
quien se mostró encantado de volverme a ver y me aseguró que toda la Provincia
del Cauca estaba pacificada y que pronto marcharía sobre Bogotá. Tomé el
chocolate en compañía de ese bribón de general.

El río Buga sale de las montañas situadas al este y arrastra guijarros de sienita.

29 de marzo. El cerrito. Había llovido durante la noche y me fue imposible pasar el


río Buga antes de las 11 de la mañana; en la población la altitud es de 985 metros
y la temperatura de 25,5°; llegué a la quebrada de Sonso a la 1 y allí me demoré
para esperar mi equipaje, ya que los soldados de la libertad no me inspiraban
suficiente confianza para dejarlos demasiado atrás. A las 4 dejé el río Sonso y
después de haber atravesado varios riachuelos que van al Cauca como las
Guayas, las Paporrinas, el Sabaleta, llegué a las 6 al caserío de El Cerrito en
donde me alojé en la escuela (altitud 1.053 metros, temperatura 23°).

30 de marzo. Palmira. Salimos del cerrito a las 7 de la mañana con dirección de


Palmira; a las 10 pasé el río Amaime que sale del páramo cuya cima algunas
veces se cubre de nieve, lo que implica una altura de 4.000 metros y luego
atravesamos el torrente de Nima que desemboca en el Amaime. A la 1 y media
llegamos a Palmira (altitud 1.085 con temperatura de 23,8°). He visto muchos
cotos en Palmira, especialmente en las mujeres; allí se bebe agua de una acequia
o canal que deriva del Himo, cerca al lugar donde ese torrente entra en una
planada muy extensa. Esta agua tiene arcilla blanca en suspensión y se le deja
reposar durante un día antes de beberla; sin embargo todavía se ve lechosa. En

432

Palmira, cuya posición fue fijada por Humboldt, determiné la inclinación de la aguja
imantada, así como la intensidad del magnetismo. Me alojé en una gran casa
cubierta de teja; en el suelo el termómetro indicaba 23° y la temperatura del aire, a
las 11 de la mañana era de 24, 2°.

2 de abril. Quebradaseca. Salí a las 8 y llegué a las 6 de la tarde a Quebradaseca,


después de haber atravesado los riachuelos de Honda, de Aguaclara y el río del
Bolo; mi equipaje se quedó en un sitio llamado Santa Ana. Las montañas, al
oriente de Quebradaseca deben estar formadas de esquistos micáceos.

3 de abril. Río del Palo. Tuvimos que caminar de 11 de la mañana a 6 de la tarde


al paso de las mulas, para llegar al río del Palo que desemboca en el Cauca, 2 o 3
leguas más abajo. Este río nace en el Nevado del Huila, en la Cordillera Central y
lo que caracteriza los guijarros arrastrados al Valle del Cauca por los riachuelos es
la ausencia de traquitas. Altitud del río del Palo 1.111 metros, temperatura 23,3°.

4 de abril. Mandirá. A las 8 de la mañana me dirigí del río Palo a Caloto, miserable
caserío en donde gracias al salvoconducto que me había otorgado Obando pude
cambiar las mulas de carga sin ninguna dificultad, ya que el jefe político me tomó
por un horroroso obandista. De allí salí a las 10 y necesité dos horas para llegar a
Quilichao, en donde quería examinar los lavaderos auríferos. El oro que se retira
de un terreno porfidico descompuesto tiene una ley muy elevada, de 21 a 22
kilates; estos lavaderos me recordaban las de Santa Rosa de Antioquia y me
pesaron los trabajos que sufrí para llegar allí, donde fui testigo de una tempestad
espantosa. De todas maneras, tuve la oportunidad de verificar un hecho
interesante: se trataba de una arenisca estratificada superpuesta, en capas poco
espesas, a la roca de grünstein porfídico, exactamente como en Supía y en
algunos lugares de la Provincia de Antioquia. Ese granito, especie de ortosa,
encierra un esquisto extremadamente carburado y es tan fiable que fue imposible
tomar una muestra. Mandirá: altitud 1.427 metros, temperatura 24,4°. Llegamos a
la quebrada en donde me alojé en una cabaña.

5 de abril. Venta del Cabuyo. Antes de partir, constaté que la quebrada Mandirá
corre al noroeste, hacia el Cauca. Al pasar la quebrada de Cascabel se ve una
arenisca estratificada, cuárcica, que reposa sobre una roca porfidica
descompuesta. Este terreno es aurífero, pero infortunadamente falta casi siempre
el agua necesaria para establecer los lavaderos. A mediodía pasé la quebrada
Mondomó, después de haber atravesado un barrizal donde sufrí una peligrosa
caída de la mula; tuve la fortuna de poderme soltar a tiempo, puesto que de otra
manera habría sido aplastado por mi montura. A la 1 y media atravesé el río
Ovejas (altitud 1.363 metros, temperatura 26,7°), afluente del Mondomó; a las 4 y
media el río Pescador; subí al alto del Fabullo, donde me alojé en una venta
(altitud 1.637 metros, temperatura 20,5°).

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6 de abril. Durante la noche hubo una tremenda tempestad en Cabullo, de donde
salí a las 9 bajo una fuerte lluvia. Almorcé a las 2 y media en Piendamó y de este
lugar (altitud 1.974 metros, temperatura 19,4°) llegué a las 6 completamente
mojado, a la venta de Cajibío en donde no encontré nada para comer (altitud
1.919 metros, temperatura 16,6°). El río Piendamó sale del páramo de Guanacas,
se une con el de Aguas Claras y va al Cauca.

7 de abril. Popayán. A pesar de una fuerte lluvia y después de un insomnio


motivado por la falta de comida, salí a las 8 de Cajibío; a mediodía llegué al sitio
de Palacé en donde pude desayunar; atravesé la quebrada del Cofre y el río
Aguasblancas. A las 2 estaba en Popayán. Pasé el río Molino sobre un viejo
puente; este río rodea la ciudad antes de correr hacia el Cauca. Habíamos
marchado constantemente sobre un pórfido en descomposición.

Popayán me hizo el efecto de una ciudad muerta y contaba en ese entonces con
4.000 almas. Me alojé en donde un viejo original, Manuel Varela, a quien iba
recomendado; allí dormí la primera noche. Al día siguiente me apresuré a buscar
habitación distante, por las siguientes razones: en primer lugar me desagradaba
dormir en la misma alcoba donde lo hacía Varela, a quien una negra friccionaba
continuamente para calmarle los dolores reumáticos y en segundo lugar porque la
señora de Varela se permitía conmigo familiaridades comprometedoras. Continué
tomando mis alimentos en casa de estas buenas personas, pero me alojé en una
casa grande, cuyo único habitante era una pobre señora muy enferma, cuidada
por una negra que jamás dejaba de persignarse cuando me veía, por temor a la
presencia de un hereje. Una mulata joven, de la familia Varela, se había venido a
esta casa, en su calidad de sirvienta para atenderme.

Los habitantes de Popayán, generalmente instruidos, tienen un barniz de


pedantería, son presumidos; se pretende que Don Quijote de la Mancha se halla
enterrado en el centro de la inmensa plaza mayor, invadida por la hierba y
rodeada de casas de dos pisos que tienen un carácter anticuado. Esta ciudad fue
fundada en 1538 por Belalcázar, quien se había establecido en Quito; es sede
episcopal y tiene edificios notables, entre los cuales están la catedral, construida
por los jesuitas, como todas las catedrales de la América meridional, cuatro
conventos, dos de monjas, y el monasterio de San Francisco, en donde hay una
biblioteca de 5.000 volúmenes. (Latitud norte 2° 26', longitud 0,79° 98, altitud
1.809 metros, temperatura 18,9°). Dos estaciones lluviosas, de marzo a mayo y de
octubre a diciembre. ¡Popayán es, se asegura, la tierra del rayo! Cada año mueren
varias personas por su causa; allí, como lo he observado varias veces en
diferentes puntos de las cordilleras, las nubes se acumulan en las mañanas a lo
largo de la cadena de montañas que domina la planicie y se hacen más densas al
tiempo que bajan a un cierto nivel; comienza entonces la lluvia y el trueno: es la
tempestad que estalla generalmente después del paso del Sol por el meridiano.

434

Yo pasaba agradablemente mi tiempo: el clima de Popayán es delicioso con una
temperatura permanente de 18° a 19°, mi instalación era conveniente y cuando
regresaba en las noches, mi sirvienta me hacía la cama que consistía en una
hamaca cubierta por un cuero de oveja; mi mobiliario, increíblemente sencillo,
consistía en una mesa coja, un platón y una jarra de barro cocido, una silla y un
canapé en cuero de Córdoba, sobre el que se extendía perezosamente Juana, con
su pelo crespo y sus 14 años.

Para escapar de las pulgas, flagelo de Popayán, mi negro Vicente me tomaba en


sus brazos y me instalaba en la hamaca y una vez acostado, me quitaba las botas
de montar que yo mantenía puestas de la mañana hasta la noche, por la siguiente
razón: la cantidad de pulgas que existen en las habitaciones es aterradora.
Imagino que lo que favorece la reproducción, independientemente del clima, es el
modo como enladrillan los pisos: colocan los ladrillos uno cerca del otro sin unirlos,
de manera que las pulgas viven y se multiplican en el polvo que llena los
intersticios. Para mi sorpresa, estas pulgas pequeñas y planas, no saltaban, sino
marchaban. ¿Quiere esto decir que es una especie diferente o serán pulgas
ordinarias, debilitadas por una alimentación insuficiente? Desde luego, cuando
encuentran un cristiano, lo devoran. No pueden subir por una superficie vertical y
lisa, lo que explica el uso de mis botas de montar. Cada habitante de Popayán
está lleno de pulgas y cuando se habla con ellos, frecuentemente se les ve agarrar
un insecto, aprisionándolo entre el pulgar y el índice para evitar que se mueva y
espicharlo entre las uñas y esto que he visto hacer con las pulgas de Popayán, lo
hacen en Quito con los piojos.

Los popayanejos no parecen ser muy sensibles a las picaduras de estos insectos;
por ejemplo, Juana tenía el cuerpo lleno de picaduras, excepto en los senos. Mi
negro primero se enfureció con las pulgas, porque no lo dejaron dormir durante
varias noches y luego ya se acostumbró a ellas. He notado esta particularidad
porque la he comprobado por mí mismo; cuando era presa de las garrapatas o de
los piojos, terminaba siendo insensible a su ataque por lo cual deduzco que un
individuo puede quedar vacunado por el veneno de algunos insectos. Para
demostrar el color sanguinolento que toma la ropa interior de un hombre atacado
por las pulgas, es suficiente contar que el señor Mollien, cónsul general de Francia
en Colombia, llevó como curiosidad a París, una camisa que había tenido puesta
en Popayán.

Cada vez que terminaba las observaciones sobre los fenómenos magnéticos y las
observaciones barométricas, salía a hacer visitas, a hablar y pedir algunas
informaciones. Fue así como pasé algunas veladas con la familia de Obando, cuya
esposa era muy amable, aun cuando se descubría una huella de tristeza en su
fisonomía que se explicaba por el papel que desempeñaba el general. Esto fue
poco después del asesinato del gran mariscal Sucre, en el que se decía en voz
baja, Obando había tomado parte. Todavía veo a la joven señora, sentada con

435

nosotros, vigilante, pero silenciosa, y sin aprobar todos los proyectos que se
comentaban delante de ella.

La última vez que vi al general estuve con él hasta las 10 de la noche; me


acompañó proponiéndome de nuevo, pero inútilmente, marchar sobre. Bogotá.
Dos de sus acólitos nos seguían a distancia, temiendo por la seguridad de su jefe,
porque él no tenía armas y yo sí. Obando me dio un abrazo y nos separamos. No
lo volví a ver jamás. Primero tuvo un gran éxito, luego, un año o dos después,
perdió la vida en una escaramuza que tuvo lugar en la meseta de Bogotá. No
podía terminar de otra manera, por su amor a la sangre.

Olvidaba decir que cuando lo encontré en Palmira, pocos días antes de que
llegase al Cauca la columna enviada por el general Urdaneta, me senté a su
mesa. Sabía que varios oficiales del ejército de Bogotá eran sus prisioneros y se
me ocurrió decir, por interés hacia esos desdichados, que después de la insigne
victoria obtenida por los soldados de la libertad, convenía mostrarse generoso con
los vencidos y le recordé lo que acababa de suceder en Francia durante las
jornadas de julio. Un joven alférez, mi vecino de mesa, no cesaba de darme
codazos para hacerme callar, cosa que hice. Obando aprobaba la conducta de los
jefes de las 3 jornadas (1) gloriosas cuando mi alférez me dijo a media voz:
"cállese, por Dios, que ya los pasaron por las armas".

Un incidente parecido tuvo lugar en otra oportunidad y sobre un escenario más


grande: después de la insurrección de El Cairo, Bonaparte ofreció una gran cena a
la que asistió el intendente general del ejército de Egipto, a quien conocí como
miembro de la Academia de Ciencias. Como yo lo hice en Palmira, el intendente
tuvo palabras de clemencia a favor de los jenisarios revoltosos ya tomados
prisioneros, excusando su crueldad por su fanatismo; un vecino tocó con el codo
al oficial y le dijo: "a estas horas ya están muertos".

Un alto personaje que me ofreció su amistad en Popayán fue el obispo Salvador,


español ilustrado y correcto, pero realista furibundo, agente sin duda del gobierno
de la Península; cuando lo encontré me dijo: -"Su cubierto estará siempre listo en
el arzobispado y beberemos un vaso de buen vino que no encontrará en otra
parte, si no es en mi casa". Con frecuencia fui, en efecto, a cenar donde
monseñor, cuyo vino era delicioso, el servicio de mesa atendido con el mejor de
los gustos y la cocina excelente. También me gustaba mucho su conversación que
era muy interesante; era un hombre que se acercaba a los 60 años y quien vivía,
honorablemente, con una dama que ya no era de primera juventud; ella no comía
con nosotros, yo la veía poco y me pareció bien educada; era indudablemente una
sociedad como para monseñor, posiblemente una parienta. El obispo se
interesaba en mis trabajos y me hacía muchas preguntas, las que trataba de
contestar de la mejor manera; su secretario, antiguo oficial de caballería del
ejército español, había tomado las órdenes, era un sacerdote curioso, de una
moralidad dudosa y de quien uno debía desconfiar.

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(1) Se refiere a la revolución de 1830, que puso fin a la Restauración e implantó en
Francia la monarquía constitucional de Luis Felipe.

Las ñapangas son mujeres blancas, de costumbres ligeras, que se visten


elegantemente, pero sin zapatos y que usan anillos algunas veces de gran valor,
en los dedos de los pies. Estas mujeres, muy bonitas en general, se apresuran a
visitar a los extranjeros desde que llegan a Popayán; afortunadamente a mí me
vigilaba muy bien mi mulata, un verdadero perro de guardia: ¿Cómo se había
instalado en mi casa este cancerbero? Lo ignoro. Todo lo que yo sabía es que era
una esclava de la familia Varela; ¿su dueña le habría dado como misión la de
protegerme contra las provocaciones del bello sexo? Así lo creo. Un día, al volver
a mi casa, asistí a una escena que habría podido ser trágica: encontré a Juana en
la escalera, con una navaja en la mano y agarrada con una ñapanga y si no
hubiera sido por la intervención de mi buen Vicente, habría corrido sangre. De
resto, mi sirvienta no me molestaba en nada; cuando yo tomaba el desayuno en la
casa, preparaba el chocolate y nunca dejaba de recitar el “benedicte”. Muy por la
mañana se arrodillaba y rezaba en voz alta a las primeras campanadas de
maitines, luego volvía a subir a su canapé, después de asegurarse que las pulgas
no me atormentaban. Mientras me hallaba ausente de la ciudad, ella permanecía
sola al cuidado de la casa, tendida sobre un cuero de cordero, cerca de un baúl en
donde sabía que había oro; era muy discreta y no tenía sino un solo defecto muy
excusable: el de exigir que le admirara los senos, por cieno irreprochables ya que
ella tenía el sentido de su valor. La buena muchacha se ausentaba ordinariamente
algunas horas, probablemente para rendir su informe a la señora Varela.

Fue durante una de sus ausencias que recibí la visita de una ñapanga célebre por
su belleza y por su inmoralidad, a quien llamaban “Bayonetica”. Trabajaba con su
madre, otra ñapanga todavía joven, llamada “Bayoneta”. Vicente, quien no era un
cancerbero, se divirtió mucho con su presencia, aunque temiendo el regreso de la
sirvienta, quien tuvo la buena idea de demorarse hasta que la visitante se había
retirado, sin conseguir el préstamo que había venido a hacerme. Tan pronto entró
en mi habitación, Juana cayó en la cuenta, por el perfume, que una mujer acababa
de salir y Vicente le dijo quién era la ñapanga. Nada tan divertido como la furia de
la mulata encargada de protegerme. —“Es la más despreciable de la mujeres,
figúrese usted don Juan, que el obispo se acuesta entre ‘Bayoneta’ y ‘Bayonetica’.
Qué monstruosidad, madre e hija”. No logré convencerla de que lo que decía era
una calumnia y Vicente no logró callarla sino mostrándole mi fusta. ¡Singulares
costumbres! Otro ejemplo:

Un guerrillero de Pasto famoso por sus crímenes, y soporte de Obando, el


comandante Zarria, un zambo, se apresuró a presentarse en mi casa cuando supo
que yo era amigo del obispo; era un hombre grosero, de mirada falsa y me ofreció
sus servicios que yo no acepté pues no tenía a quien eliminar. Corría entonces el

437

rumor de una atroz venganza llevada a cabo por este miserable. He aquí los
hechos perfectamente comprobados:

La mujer de Zarria tenía como amante a un buen y simpático muchacho; esto no


tenía nada de extraordinario, conociendo las costumbres de la región. El
comandante hizo el simulacro de partir para una expedición que debía durar varios
días, pero la misma noche de su partida de Popayán, se introdujo silenciosamente
en su casa y encontró a su esposa, quien dormía el sueño de la inocencia en los
brazos de su querido amigo: el despertar fue emocionante, la dama huyó y
entonces Zarria hizo coger al joven por 4 de sus soldados y le dijo: “no temas
nada, no te haré sufrir, te voy a castrar; la época es favorable y sé este oficio
porque antes de entrar al servicio fui un hábil capador”. Dicho esto, operó al infeliz
y metiendo los testículos en una botella de aguardiente, los envió a la señora
Zarria. Cuando se supo esta horrible venganza, no se oyó sino un grito de
indignación. Las mujeres estaban furiosas; yo conocí al “mártir” quien se había
recuperado rápidamente; estaba un poco más gordo y su voz se había aflautado,
pero lo más singular es que la señora Zarria lo amó con frenesí, en la misma
forma en que Eloisa amó a Abelardo y todavía más curioso es que las señoras
buscaban al castrado por una razón bien conocida por los fisiólogos. “Oh, querida
amiga, decía una mujer liviana, es verdaderamente delicioso este pobre inútil, te
aseguro que se debería hacer castrar a nuestros maridos”.

A pesar de la sencillez del mobiliario de las principales familias, se veían objetos


que habrían sido muy estimados en Europa: sillones que databan de la Conquista,
magníficas tapicerías en cuero de Córdoba, vajillas espléndidas y en cantidades
que databan del siglo XVI.

Los temblores de tierra son muy frecuentes en Popayán, debido a la vecindad del
volcán Puracé y en el curso del siglo pasado llegaron a contarse 120. El 17 de
mayo de 1831 a las 4:05 de la tarde, la tierra tembló durante varios segundos y la
sacudida fue suficientemente intensa para alarmar a la población. Era una
invitación a salir de la casa: el gentío afluía a la plaza mayor con el terror pintado
en los rostros; los rangos y las castas se confundían; se rezaba y se entonaban
cánticos; unos besaban la tierra, otros se confesaban en voz alta; era una escena
digna del fin del mundo; grandes damas y ñapangas fraternizaban a los pies del
obispo. Después de la oscilación el temor se disipó y cada uno regresó a su casa.
Encontré a Juana rezando fervorosamente cerca de mi baúl, pues decía ella que
no había querido abandonar el tesoro que se imaginaba, estaba confiado a su
cuidado. A las 7 y media de la noche la tierra tembló de nuevo, tan suavemente
que nadie se alarmó. La gran sacudida de las 4:05 que movió la tierra en sentido
vertical, no causó ningún daño sino el de desplazar los muebles en las casas.

Yo efectué numerosas excursiones: fui a ver los prismas porfidicos de Pisojé. Me


perdí en el camino y llegué a la cantera de Yanaconas, a una legua de la ciudad;
de allí se extrae una piedra para construcción que está formada por una traquita

438

de pasta terrosa, de gris claro, que encierra cristales de feldespato vítreo y de
mica negra hexagonal. La roca está fracturada en todos los sentidos y no pude
reconocer la relación de este yacimiento con el de los pórfidos de Popayán. Hacia
la tarde, con un magnifico cielo que dejaba ver las nieves del Puracé, tomé desde
la plaza un ángulo de altura del nevado: 5° 50’.

Yo tenía gran interés de confirmar si el pico del Sotará era realmente un volcán:
salí a las nueve hacia Pisimbalá y marchando al sur, después de haber atravesado
dos quebradas, seguí el camino de las Estrellas. A mediodía había llegado a la
hacienda de Chiribío (altitud 2.096, temperatura 20,5°) cerca del riachuelo de los
Robles. Al salir de allí se entra en la montaña por el más horrible camino que
hubiese tenido que usar, sin exceptuar los pantanos del Quindío; no se entiende
cómo pueden pasar las mulas por tales barrizales y trepar una pendiente bastante
fuerte, formada por una fila de hoyos llenos de agua. Gracias al vigor de mi mula a
las 2 había llegado al alto de las Estrellas (altitud 2.664 metros, temperatura
17,7°). La lluvia no había cesado y este alto parece ser la continuación del alto de
los Robles. La bajada de las Estrellas es tan mala como la subida, un poco menos,
quizás; estaba sobre un esquisto en tal estado de alteración que no se podía
especificar su naturaleza. A las 5 me detuve para pasar la noche en el molino de
Pisimbalá: la lluvia y la fatiga me habían producido una fuerte fiebre. Una mujer
me instaló en una especie de cocina y me dijo: —“si el señor blanco viene, lo
podremos alojar en la casa”. El “blanco” llegó; pasé a la hermosa casa a la que le
faltaban puertas y ventanas, me acosté sobre una tierra húmeda y el señor blanco
se apellidaba Caldas y era sobrino del infortunado mártir, que había sido llevado a
Bogotá en donde los españoles lo pasaron por las armas. No pude dormir por la
fiebre, las pulgas, el frío y la lluvia que el viento empujaba dentro de la habitación.
Los alrededores de Pisimbalá son muy arborizados; a las 9 me puse en camino
hacia la hacienda de Sotará, a pesar de la fiebre que no me había dejado. En el
riachuelo de la chorrera se ve el grünstein porfidico y a las 11, al pasar el río de
Danta Salada, encontré un esquisto micáceo, con concreciones de cuarzo; el
esquisto estaba dispuesto en capas verticales en dirección este-oeste.

A mediodía llegué a la hacienda donde me acosté en una cama aceptable, muy


abatido por la fiebre; allí fui cuidado por una muchacha blanca que no dejaba de
hacerme tomar leche caliente. ¡Qué bien me trató esta niña! 24 horas después de
mi llegada resolví subir al Sotará para asegurarme de que no era un volcán. Había
necesitado 3 días para llegar a la hacienda. Nadie me quiso acompañar; los indios
me aseguraban que se corrían los peores peligros al aproximarse al pico y que era
suficiente gritar o silbar para determinar la formación de una tempestad
inmediatamente o para hacer caer el granizo. La muchacha blanca, mi nodriza, me
abrazó como si no me volviese a ver nunca. A las 8 pasamos el río Quilcacé,
cuyas aguas van al Pacífico, después de haber recorrido el valle del Patía; el sitio
en donde nos hallábamos era un torrente tan impetuoso que habría sido
imprudente atravesarlo a caballo; así que se estableció un puente formado de
troncos. Al salir de Quilcacé se asciende una cuesta que sigue el curso del

439

torrente. A mediodía, llegamos a la quebrada de las Flautas, en donde se observa
la traquita. Después de haber atravesado la región de los pajonales, se descubre
el pico del Sotará como una masa oscura; dejando un sendero que lleva al pueblo
de Rioblanco, nos dirigimos en línea recta hacia el pico. A mediodía nos
desmontamos y a la una y treinta estábamos en la base traquítica del Sotará. Al
explorarlo pudimos verificar que ese cono no es un volcán, ni siquiera un volcán
apagado. Al pie del Sotará: altitud 3.544 metros, temperatura 13°.

A las 4 encontramos nuevamente nuestras mulas y nos encaminamos a la


hacienda bajo una fuerte lluvia. La noche nos sorprendió antes de llegar al
Quilcacé: el torrente rugía debido a una creciente súbita; los bloques de traquita
arrastrados por las aguas hacían un ruido espantoso; el puente de troncos se
sacudía y nuestra situación fue singular al atravesar el abismo en completa
oscuridad y todavía no sé cómo nuestras mulas pudieron pasar el río sin
accidente; probablemente el mestizo conocía el sitio de donde debía lanzarlas a la
orilla opuesta. A las 8 de la noche llegamos a la hacienda, ¡pero en qué estado! Mi
joven nodriza, después de haberme administrado un baño de pies, me hizo
acostar y me trajo un tazón de leche caliente que tuve que tomar; decididamente
me estaba tratando con biberón; ¡la misma estaba provista de un magnífico
aparato mamario! Al día siguiente ya estaba bien y fui a examinar el otro lado del
río Molino, que corre cerca de la hacienda por una montaña de un raro aspecto: la
mina Zurco, una roca anfibólica en la cual, poco después de la Conquista, se ha
explotado el oro porque contiene cristales de pirita; esta roca se relaciona con el
esquisto micáceo.

Monté a caballo a las 8 en la hacienda de Sotará (altitud 2.256 metros,


temperatura 16,9°). Después de haber atravesado varias veces el río Paispambá,
que iba al Quilcacé, me encontraba a la 1 en la hacienda de Riofrío, de donde se
sube para bajar de nuevo hacia Timbío; a las 3 dejamos el poblado al sur para
llegar al alto de los Robles (altitud 2.049 metros, temperatura 24,4°). A las 5
quebrada de las Lajas, a las 6 las Dos Quebradas a las que les sirve como lecho
pórfido con cristales de feldespato que sirve para pavimentación; a las 7 llegaba a
Popayán bien mojado y bien cansado.

El Sotará se halla a algunas millas al sur-este de Popayán y al oeste se divisa la


cordillera de Monchique, que va hasta el Chocó. La cadena de los Robles limita la
vista al sur. De acuerdo con Humboldt, Monchique está asentado sobre sienita en
la que se encuentran numerosos cristales de cuarzo que a veces llenan cavernas
enteras. Varios de esos cristales contienen especies minerales, como feldespato,
cinabrio y anfibol, además de manchas cuya naturaleza ignoro. El señor Varela se
había casi arruinado explotando esas cavernas de cuarzo que pretendía ser
diamante. Como sucede con frecuencia, comenzó por ser engañado y terminó
siendo un estafador. Su mujer nunca le perdonó haber gastado tanto dinero en
una empresa que juzgaba quimérica y el pobre hombre me mostraba una linda
colección de cristales de roca, afirmándome que lo que veía eran diamantes de un

440

precio inestimable. No logré desengañarlo y le dije: “si esto es diamante, venga
conmigo a la casa de moneda y si arden y desaparecen en la mufla de los
encargados de los ensayos, admitiré que sí son diamantes”. El no quiso ensayar
esta prueba y terminó ofreciéndome por 50.000 francos los cristales que me
mostraba y que valían, a su parecer, varios millones, lo que me convenció de que
se trataba de un alucinado.

Cuando me fui para Pasto, el señor Varela me entregó una caja que contenía un
kilogramo de cuarzo, cuyo valor, decía él, era 1’000.000. de piastras, pidiéndome
que yo sacara de él el mejor partido posible cuando lo llevara a Francia. Como el
paquete aumentaba inútilmente el peso de mi equipaje, boté ese tesoro en el río
Molino. Pero aquí comienza la estafa: yo había depositado en la casa de moneda
un pequeño lingote de oro para hacer fabricar unas medallas y autoricé a Varela
para retirarlas y enviármelas a donde yo le indicara; algunos meses más tarde, en
la mesa del general Flórez, me entregaron una cajita con fragmentos de cuarzo y
una carta de Varela, en donde me informaba que me reembolsaba el producto del
lingote de oro , con varias libras de diamantes de la mejor calidad. Los presentes
se rieron mucho, cada uno cogió algunos “diamantes” para utilizarlos como
piedras de yesca. Esta gracia me costo algunos centenares de francos.

Una excursión interesante fue la que hice a los Ubales, para ver la Tetilla de
Julumito. Después de haber atravesado el torrente de Pandiguando, cerca al lugar
en donde desemboca el río Molino, llegué al Cauca que corre dentro de un canal
muy profundo, en una hora de marcha; dos horas después entraba en la hacienda
de los Ubales, sobre terreno porfídico descompuesto. En la tierra de todos los
campos cultivados se encuentran cantidad de pequeños trozos de obsidiana, cuyo
origen es difícil de establecer: el Puracé no los lanza, el Sotará tampoco y los
indios pretenden que estas curiosas esquirlas cayeron de “arriba” y les dan el
nombre de “piedras de rayo” de las cuales hice una bonita colección. Entre esas
obsidianas hay algunas absolutamente incoloras, transparentes, de un bello reflejo
y que por su dureza podrían ser utilizadas en joyería.

Cerca de Ubales se encuentra la Tetilla, que como su nombre indica, tiene la


forma de un seno y está formada por una roca negra compacta que se puede
tomar por basalto, si no tuviera piritas. Probablemente es un grünstein porfídico,
muy anfibólico. Sorprendido por una tempestad, regresé a Popayán.

441

CAPÍTULO XVIII
Ascensión al volcán del Puracé.
La cima nevada del volcán se ve desde Popayán con el aspecto de una masa
semiesférica y se calcula que se halla a 27 kilómetros al este de la ciudad.

A las 9 tomé el camino de Coconuco y a las 10:30 me detuve para esperar mi


equipaje en un sitio llamado Samenga (altitud 210) metros, temperatura 18,3°). A
mediodía llegué al alto de la Poblazón, desde donde se ve la aldea de Puracé
(altitud 2.381 metros, temperatura 23°). Al bajar cerca de 600 metros desde el alto
de la Poblazón, se llega al río Cauca que corre por un valle estrecho, habitado por
indios que cultivan maíz y papa. Se sube en seguida por un sendero hasta el alto
de los Pesares, para bajar hasta el río que se cruza por un puente, caminando
sobre una roca terrosa, con cristales de feldespato, fragmentos de cuarzo vidrioso
y de cuarzo de lidita, de un bello color negro. Entonces se entra en una garganta,
sitio de Coconuco, atravesada por un torrente que sale de las nieves del volcán y
desemboca en el río Cauca.

Había llovido toda la tarde y me alojé cerca al torrente en casa de un mestizo, el


señor Manuel Prado. Por la noche sentí frío y al día siguiente a las 7 el termómetro
marcaba 11,6°. Visité la fuente termal cercana que se halla a unos 400 o 500 m
por encima del pueblito. Esta fuente, muy abundante, es conocida con el nombre
de Cobaló y sale de la cima de un cono de fragmentos de traquitas, aglomerados
por una concreción calcárea, cubierta de una película carmelita, casi negra. En el
interior, el calcáreo es blanco, fibroso, traslúcido, y tiene algunas veces apariencia
de la goma; en algunas partes, está revestido de azufre pulverulento.

El traquito es una pasta gris que encierra cristales alargados de piroxeno. La


disposición del cono de Cobaló hace creer que fue quebrado y levantado por la
erupción de la fuente termal. La salida de gas de ácido carbónico y de ácido
sulfhídrico es tan abundante y tan sostenida, que da la impresión de que el agua
estuviera en plena ebullición, aun cuando su temperatura no pase de los 73°. El
volumen de agua es considerable; 24 años después de mi paso, mi amigo el
coronel Codazzi encontró que la temperatura de esta fuente era de 79°, es decir,
que en ese intervalo habría habido un aumento de 6. No puede haber
incertidumbre en cuanto al sitio donde se tomó la temperatura; fue necesariamente
en los borbotones que se levantan 102 decímetros sobre el nivel del cono, donde
se debe colocar el termómetro. Por lo demás, no se ha demostrado hasta el
presente, que la temperatura de una fuente termal sea invariable y se puede
suponer lo contrario, de acuerdo con las observaciones hechas en la cadena del
litoral de Venezuela en las fuentes de Mariara y de las Trincheras, cerca de Puerto
Cabello.

He aquí la comparación de las cifras del señor Humboldt con las mías:

442

Año Mariara Las Trincheras

1800 59,2° 90,4°

1829 64° 96,9°

Diferencia 4,8° 6,5°

En el mismo sitio donde brota la fuente de agua termal de Cobaló, cerca de


Coconuco, hice un análisis de un litro de agua (1) que dio el siguiente resultado:

Gramos

Sulfato de soda 3,89

Cloruro de sodio 2,75

Bicarbonato de soda 0,69

Carbonato de calcio 0,10

Carbonato de magnesia indicios

Carbonato de manganeso —

Gas de ácido carbónico cantidades

Gas de ácido sulfhídrico indeterminadas

Nitrógeno

Más tarde en París, examiné la composición calcárea depositada tan


abundantemente por el agua caliente y encontré lo siguiente:

443

Gramos

Carbonato de calcio 74,2

Carbonato de manganeso 21

Carbonato de magnesia 4

Sales alcalinas 0,8

Total 100

Yo había descubierto una especie de nuevo mineral, una dolomita, dentro de la


cual la mayor parte del carbonato de magnesio estaba reemplazado por carbonato
de manganeso. La presencia del manganeso explica cómo la superficie de la
composición producida por el agua termal adquiere un tinte negro brillante. Es una
oxidación, en contacto con el aire, del manganeso que entra en calidad de
protóxido, en la constitución del carbonato.

En Coconuco, la altitud 2.481 metros, temperatura 17,7°. A mediodía salí para la


misión del Puracé, a donde llegué a la 1:30, después de haber atravesado el
torrente de Coconuco y el de Anambió que se une al Pasambió o río Vinagre.
Cuando atravesé el Anambió me mostraron los rastros de la gran creciente que
tuvo lugar durante la terrible erupción del Puracé, en 1827. Las aguas se elevaron
a más de 20 metros por encima del lecho del río, arrastrando una mezcla de lodo y
de azufre. Un poco más tarde, el Pasambió sufrió una creciente igualmente fuerte,
durante otra erupción del volcán.

El cura Figueroa a quien había sido recomendado, me acogió cordialmente. Era


un hombre de 60 años, todavía muy vivo y alerta y que había dado asilo a
Humboldt. “Comandante, sabía de su llegada y le he preparado un alojamiento en
mi granero, en donde usted puede disponer convenientemente sus instrumentos,
va a estar muy bien y cada día tendrá tres comidas”, me dijo. Me había recibido en
la plaza de la iglesia y me instaló de inmediato, pero se las arregló para prohibirme
la entrada a su casa. ¿Por qué? Lo supe más tarde: tenía en la casa a una joven y
bonita mestiza, su hija, según lo supe por una indiscreción; me tenía agobiado con
sus prevenciones y con frecuencia iba a visitarme y a mirarme trabajar, cosa que
le gustaba.

“Esto me recuerda al Barón, a quien yo acompañaba en sus excursiones”, me dijo.

444

Allí tenía a mi servicio a una anciana negra, de pelo blanco, mujer excelente que
me cuidó como sí yo hubiera sido un niño. Después de haber montado mi
laboratorio, comencé el análisis del agua de Cobaló. En el Puracé sentí frío aun
cuando me acostaba sobre muy buenos colchones de lana. Mis sondeos indicaron
que la temperatura promedio era de 12,8° y en el aire de La Trocha, el termómetro
se mantenía entre l6° y 18°, altitud tomada en la granja del cura, un poco más
abajo que la plaza de la iglesia, 2.651 metros, temperatura 16,2°. Por una altura
meridiana del Sol, tomada con teodolito, obtuve para el Norte del Puracé una
latitud de 2°19’14”.

Fui al río Pasambió o del Vinagre que baja del volcán y que está profundamente
encajado en una traquita. La cascada del Pasambió cae en una sola cortina,
desde una altura calculada en 80 metros y es un espectáculo extraordinario. Como
el terreno está cortado a pico, para llegar al hemiciclo pasé el río bastante aguas
abajo de la caída, luego lo remonté por un camino muy escabroso trazado a 20
metros por encima de su nivel. Para llegar al pie de la cascada tuve que
descalzarme porque el terreno era muy resbaloso; al llegar al fondo me mojó una
lluvia fina acidulada, incómoda para los ojos, que era el resultado del agua
arrastrada por el aire. Aforé el río Vinagre que vertió ese día 34.765 metros
cúbicos en 24 horas (400 litros por segundo). A mi regreso a la finca comencé el
análisis del río Vinagre con gran admiración de mi buen cura, quien me decía
viéndome trabajar: “así trabajaba el señor barón...” inmediatamente me di cuenta
de la fuerte acidez del agua, pues al dejarle caer limadura de zinc, inmediatamente
soltaba hidrógeno (2).

Las noches habrían sido monótonas, probablemente, por la razón de que el


alumbrado producido por una vela de cera (mirica cerífera) no permitía escribir;
pero para distraerme, la negra me contaba la historia de los santos más
renombrados en la localidad, a quienes se invocaba para salir de los insectos
malignos, para curarse de ciertas enfermedades, para conjurar el granizo y el
rayo; ¡nada tan emocionante como esta fe sincera! El cura me daba informaciones
interesantes sobre el gran temblor de tierra que tuvo lugar a las 6 de la tarde, un
día del año de 1827 y al día siguiente, por la mañana a las 11. Hacía cuatro años
la iglesia de la población se había desplomado, la cabaña de un indio osciló
durante un rato; el suelo tembló durante cerca de una hora y la terrible sacudida
que acabó con la iglesia se sintió en Pasto, pero no alcanzó hasta Quito, mientras
que al E-NE, el temblor causó desastres en Timaná y en Neiva; se sintió en Santa
Fe de Bogotá y en Tunja, sin causar daños a los edificios. Al norte, en la Provincia
de Antioquia, no se sintió nada.

De esas coordenadas resulta que el centro de acción se encontraba en el volcán


del Puracé, el cual, como ya lo he dicho, arrojó enormes masas de lodo líquido y
sulfuroso.

445

El 20 de abril comencé mi ascensión al volcán, a las 8 de la mañana , en vista de
que los indios habían juzgado que el tiempo sería bueno. Me acompañaban 2
guías y yo iba a caballo: nos dirigimos hacia el Este y después de haber pasado a
Belén y el Tabor, penetramos en una selva que era un verdadero barrizal. Todas
las selvas de las tierras frías son semejantes y comunican al viajero un profundo
sentimiento de tristeza: árboles torcidos, enclenques, cubiertos de líquenes y
musgo. A las 9:30 entramos y salimos a las 10:30 para subir una cuesta que
llevaba a Pajonales. La vegetación arborescente había desaparecido y fue
necesario apearse, como lo había hecho en la selva y andar penosamente en un
barro espeso. Al salir de las gramíneas, encontré la traquita in situ y pronto
llegamos a la región de las espeletias fraylejón, en cuyo centro podíamos ver
bloques de rocas traquíticas; ese lugar es conocido como Cascajal y
avanzábamos en dirección SE. Apenas entrábamos allí, donde pude volver a
montar, fuimos sorprendidos por una tempestad que soltaba torrentes de lluvia y
granizos de más de 1 centímetro de diámetro y el viento soplaba del Sur con tal
violencia, que casi me arrastra.

Es curioso que 30 años antes en ese mismo lugar, Humboldt estuviera en otra
terrible tempestad de granizo y que 24 años después, siempre en la misma
localidad, el coronel Codazzi fuera sorprendido por otra parecida.

Más allá de Cascajal bajé del caballo para subir la pendiente que llevaba la
azufrera del Boquerón de donde salían columnas de vapor: marchábamos sobre
azufre y yo estaba en un triste estado, porque después del granizo había
sobrevenido una nieve, lanzada por un viento impetuoso que me enceguecía;
avanzábamos hacia el Sur y para poder respirar era necesario mirar hacia el
Norte; al fin, al mediodía suspendimos la marcha en el azufral, sintiéndonos bien
pues nos calentábamos y secábamos al calor que salía del volcán. Por debajo del
suelo se oía el ruido que hubiera producido un líquido en ebullición.

La pendiente nor-oeste del Puracé, debajo de la línea de las nieves, está llena de
fisuras, especie de orificios, por donde salen vapores con un ruido aterrador; estos
vapores están mezclados con gas de ácido carbónico y azufre que se deposita en
numerosos cristales.

Una vez caliente y seco, procedí a llevar a cabo los experimentos: primero sobre
un punto en donde el chorro de vapor salía por una abertura de 30 centímetros de
diámetro, coloqué la superficie exterior de un vaso lleno de nieve y observé que el
agua que se condensó tenía una particularidad notable al no tener rastros de ácido
clorhídrico, contrariamente a lo que Gay-Lussac había encontrado en el Vesubio.
Un termómetro sujetado por un alambre y suspendido en la corriente de vapor,
marcó 86,5° de temperatura; nos encontrábamos en una altitud de 4.360 metros y
el mercurio en el barómetro se sostenía a 459 milímetros, la tensión del vapor se
reconoce en 458,7 milímetros de mercurio. Así que el vapor emitido en ese lugar
del Boquerón estaba a la temperatura del agua hirviendo. A la altitud en que

446

estábamos, el terreno trepidaba incesantemente. A 5 metros del re3piradero el
termómetro se mantenía en 49, como se ve, a 86 no fue fácil recoger el gas que
acompañaba el vapor acuoso, pero logré hacerlo y encontré que ese gas está
formado, en su mayor parte por ácido carbónico mezclado con un poco de ácido
sulfhídrico y de nitrógeno: eso ya lo había comprobado yo en el Tolima y después
en los volcanes del Ecuador. Estos resultados generales han sido confirmados por
los viajeros que han observado las bocas ignívomas y las solfataras. En América,
desde California hasta Chile, en Europa y en Asia, se encuentra constantemente
en los cráteres y en las fumarolas, el vapor acuoso asociado al ácido carbónico, al
ácido sulfhídrico y al ácido sulfuroso; algunas veces, como en el Vesubio, al ácido
clorhídrico y a gases combustibles.

Terminé mis experimentos llevados a cabo en condiciones muy difíciles porque


mientras de un lado bocanadas de vapor me quemaban, del otro me congelaba un
viento glacial que varias veces estuvo a punto de hacer volar mis instrumentos;
después subí hasta la nieve , en donde encontré a una india que la recogía para
llevarla a Popayán en donde se la pagaban a dos pesos la carga de 100 kilos.

Mis guías se negaron a subir al glaciar, pero al final uno se decidió a seguirme; la
ascensión era más y más difícil: dos veces me tumbó el viento hasta que después
de muchos trabajos llegué a 200 metros de la cima del volcán. La nieve estaba tan
sólida y resbalosa que habría sido imprudente continuar el camino ascendente y la
pendiente era tan fuerte que una caída me habría costado la vida. Allí abrí el
barómetro y encontré una altitud de 4.669 metros y una temperatura de 7,8°
aceptando que la cima esté a 5.000 metros de altura absoluta, me encontraba
entonces a 300 metros de la boca del volcán. Por debajo del límite de las nieves,
muy bajas en ese entonces, se encontraban bloques de traquita estratificada.

Un higrómetro de Saussure fijado en una estaca enterrada en la nieve, marcó


entre 9Y y 97, lo que se puede considerar como humedad máxima, observación
que me sorprendió en un principio, pero que pensándolo bien, comprendí que no
podía ser de otra manera: el pelo del instrumento, lo mismo que mis cabellos,
estaba cubierto de gotas de rocío formado por el vapor que al elevarse de
regiones inferiores, se condensa por el enfriamiento. Eso explica también por qué,
durante mi permanencia sobre la nieve, de un momento a otro quedaba envuelto
en la niebla liviana que desaparecía para reaparecer en seguida; varias veces he
visto esas brumas intermitentes manifestarse sobre los glaciares.

El azufral del Boquerón, incluyendo los varios respiraderos que lo rodean y que
lanzan con un ruido a veces formidable, gases y vapores, no presentaba ningún
caso de ignición: era una solfatara. Los bloques de traquitas con aspecto de
escoria y fundidos en algunos puntos, era lo único que mostraba la intervención
del fuego. Ahora bien, en la cordillera, una solfatara no es un volcán muerto, es un
estado de reposo al que puede suceder, sin que nada lo haga presentir, una
terrible y prodigiosa actividad. Así que el Puracé, tan calmado cuando lo visité, en

447

el curso del año 1859, tuvo una serie de erupciones. Los terrenos circundantes
fueron inundados por un barro líquido que al consolidarse formaba una cerca
circular de unos cien metros de diámetro, en el punto de emisión, un verdadero
cráter de derrame. En los años siguientes los temblores de tierra fueron frecuentes
en la Provincia de Popayán, siendo los precursores de la catástrofe del 4 de
octubre de 1869.

Ese día, a las 3 de la mañana, el Puracé tuvo una erupción formidable: piedras
incandescentes y cenizas fueron lanzadas a muchas leguas de distancia. Los
lechos del Anambió y del Pasambió se llenaron de barro sulfuroso; la misión de
Puracé fue destruida y dos días después, el 6 de octubre a las 3 de la tarde hubo
una segunda erupción: los proyectiles llegaron a la ciudad de Popayán, situada a
más de 27 kilómetros, a vuelo de pájaro. Masas considerables de materias negras,
mezcladas de azufre, devastaron toda la región. Estas emisiones de lodo, estas
“mogas”, no son raras y los montañeses de los Andes dicen que sus volcanes
lanzan fuego y agua a la vez.

A las 3 el cielo tomó un color azul oscuro y hubo que pensar en regresar al punto
de partida. Tratamos de ir a una fuente caliente, sulfurosa, situada más allá de una
hondonada profunda, cortada por masas de traquitas que tenían aspecto de ruinas
de castillos, marchamos por largo tiempo sobre los bordes de un precipicio. El
sendero, o más bien la cornisa, se hizo tan estrecha que no se podía avanzar sino
muy lentamente y con muchas precauciones debido a la espesa escarcha. Nos
vimos obligados a abandonar nuestro proyecto, pues ya se avecinaba la noche y
así volvimos a los Pajonales, en donde tomé la altitud que fue de 3.546 metros y la
temperatura de 12,2°. A las 5 llegamos a la misión, después de haber gozado un
instante de la vista que se tiene desde el alto de Belén. Al cura le encantó yerme y
tan pronto me divisó gritó: “La negra le va a servir tres platos”. Verdaderamente yo
los necesitaba pues había sufrido un gran desgaste en mi excursión. Al día
siguiente continué el análisis del agua ácida del río Vinagre.

Gramos
Ácido sulfúrico 1,1 monohidrato 1,34171
Ácido clorhídrico 1,2117 cloro 1,1784
Aluminio 0,4028
Cal 0,1333
Sílice 0,0237
2,8715
A mediodía miré el barómetro colocado sobre la plaza de Puracé que estaba
situada un poco más abajo de la granja. Altitud 2.720 metros, temperatura 16,6°.

El 23 de abril a las 11 me despedí del excelente cura y de “su familia” y me


presentó a la joven mestiza cuando yo ya estaba a caballo. Seguí la ruta de San
Isidoro, bajando primero al lecho del río Vinagre (altitud 2.297 metros, temperatura

448

16,8°). A la 1 dejé este lugar al este ya las 10 atravesé el torrente de Las Piedras;
a las 5 llegué a Popayán bien mojado, pues la lluvia no había cesado desde
Purace.

Seguí observando las costumbres de la región: muchos hombres casados tienen


una amante a quien suministran un negocio para asegurar su subsistencia. La
esposa legítima queda abandonada, secuestrada como una mujer oriental. Así
descubrí, por casualidad, la niña de la casa de la familia Varela, a quien se
mantenía escondida a todos los ojos, muy bonita por cierto, y cuyo marido vivía
con una ñapanga que atendía una pulpería. El secretario del obispo tenía también
una mujer con negocio: iba a visitarla por la noche para fumar allí un cigarro.

Dejé a Popayán el 23 de mayo, después de haber pasado un mes y medio, tiempo


que me pareció corto por haber estado muy ocupado y por la influencia de este
clima delicioso , en donde se vive sin darse cuenta. Tanto el señor Varela como su
esposa estaban emocionados por mi partida, parece que ella sentía por mi un
amor puramente platónico, pero el mayor dolor fue el que me manifestó mi
sirvienta, quien creo que se llamaba Juana y nunca había visto yo tamaña
abundancia de lágrimas; es que un pobre esclavo siente un cariño sincero por el
dueño que lo trata con bondad y me fui llenándole las manos de monedas plata. A
la 1 monté a caballo para despedirme del obispo, quien me esperaba para
testimoniar su afecto: “usted va a atravesar una región peligrosa, especialmente
por la situación política actual; he aquí una carta dirigida a los curas de mis
diócesis, que le ruego mostrársela, especialmente a los que le parezcan
sospechosos”, me dijo con emoción; esta carta era en realidad un salvoconducto
que decía: “El teniente coronel don Juan Bautista Boussingault es uno de mis
amigos; va a Quito. Les ruego ayudarlo cuando ello sea necesario”. Salvador,
Obispo de Popayán.

(1)Anales de Química y Física, segunda serie, tomo LII, Pág. 181:


“Consideraciones sobre las fuentes termales de las Cordilleras”. Obra
citada: Tomo LIII, Pág. 3966: “Examen químico de una sustancia mineral
depositada por el agua caliente de Coconuco, cerca de Popayán.

(2)Anales de Química y Física, segunda serie, Tomo LI, página 107. Análisis
del río Vinagre.

449

CAPÍTULO XIX
Viaje de Popayán a Pasto — Estancia en Pasto.
Me dirigí a Pasto, pasando por Timbío a donde llegué después de 4 horas de
marcha al paso de las mulas. El cura me recibió bien, pero estando yo sin comer
desde Popayán, me pareció que cenaba mal y muy tarde; la mesa estaba puesta
con un espléndido servicio de plata en el cual no vi sino una sopa aguada y un
pedazo de tocino. Cayéndome de fatiga pude, al fin, extenderme sobre un
camastro (altitud 1.860 metros, temperatura 19.9°). La población está construida a
media ladera, sobre la orilla izquierda del río Timbío y rodeada de encinas
gigantescas (Quercus Humboldii).

El 24 de mayo, a las 11 bajamos a la quebrada de las Piedras y luego, caminando


hasta el alto de las Cueritas (altitud 2.000 metros) bajamos de nuevo al río
Quilcacé (altitud 1.377 metros, temperatura 24,4°). La población de Timbío se
halla sobre una cuchilla que es una prolongación de la Sierra del Tambo, al oeste
de Popayán, línea de separación de las cuencas del Cauca y del Patía. Este es un
río cuyo curso es de lo más extraño y en donde el viajero está expuesto a cometer
errores, debido a los distintos nombres que le aplican los indios.

Nace en el pretendido volcán del Sotará y, sobre su largo total que no es menor de
500 kilómetros, recorre 80 kilómetros con el nombre de río Sotará y de Quilcacé;
no toma el nombre de Patía sino después de la entrada del Timbío; entonces corre
entre dos cadenas de montañas en donde recibe sucesivamente el Guachicono,
Mayo, Juanambú y Guáitara y, como si allí hubiese roto un dique, sube de pronto
hacia el NNO para desembocar en el océano Pacífico.

A las 5 llegué a una posada en la Horqueta, en donde existen algunas miserables


cabañas y donde el mal tiempo me obligó a pasar todo el día 25. Además las
mulas necesitaban descansar, lo mismo que yo; allí me llamó la atención que en
un rayo de Sol que penetraba en mi choza, más o menos oscura, no vi ninguna de
esas partículas que uno está acostumbrado a ver suspendidas en el aire, hecho
que se debió sin duda a la transparencia del mismo, pues debido a la lluvia que
había caído sin interrupción en las últimas 24 horas, el terreno circundante estaba
mojado en una gran extensión. El 26, la Horqueta (altitud 1.520 metros,
temperatura 17,2°). A las 8 dejé con gusto mi habitación en donde había pasado
dos noches bajo un techo que daba abrigo a una mujer muy enferma; a muchos
niños pequeños, a algunas gallinas y a un cerdo. Encontré que la temperatura del
suelo era de 19,2°. A las 10 nos resbalamos por un camino embarrado hasta la
quebrada de Portachuelo; a las 11 pasamos el torrente Esmitá que arrastra
bloques de cuarzo, probablemente arrancados al esquisto micáceo, cerca de la
hacienda de Esmitá (altitud 1.158 metros, temperatura 25,4°) se explota un
calcáreo que se transforma en cal; parece ser un depósito salino y en efecto, supe

450

más tarde, que en la hacienda de Quilcacé hay fuentes saladas. Caminando a lo
largo del torrente, atravesamos la quebrada de Salvaleta, cuya arena que proviene
de escombros porfídicos, parece ser aurífera. También se ven, en el lecho de la
quebrada, estratos de ese peculiar depósito arenáceo, que ya señalé en la Vega
de Supía y que cubre las rocas que contienen oro. Seguimos marchando sobre un
suelo árido, expuestos a un Sol muy ardiente y solamente a las 2 de la tarde
llegamos al sitio de los Árboles, en donde había un rancho rodeado de algunos
árboles que habían crecido en plena sabana; allí acampamos después de haber
tenido buen cuidado de preparar las armas y de alistar la carta del obispo, porque
temíamos un ataque de los bandidos que infestaban la región. Después de haber
apostado a un centinela, dormí profundamente, gracias al silencio y a la frescura
de la noche. En los Árboles (altitud 1.475 metros, temperatura 29,9°), localicé la
Horqueta al NNE. Al este se ve el camino que conduce a Almaguer.

El 27 salimos a las 8. A mediodía llegamos a quebrada del Limoncito, (altitud


1.086, temperatura 28°). Por la tarde teníamos el río Guachicono, a la izquierda,
formado por los ríos San Pedro, Limoncito y San Antonio y a las 5 estábamos en
El Bordo, desde donde se domina el valle del Patía. Allí no se encuentran sino
algunas casas habitadas por mulatos famosos durante la guerra de la
Independencia, por las atrocidades que cometieron con las tropas de la República
y por su devoción a la causa realista. Para mí, que no disimulaba mi cargo, era un
vecindario peligroso. Allí es donde reside ordinariamente el cura de Patía a quien
hice una visita. Ya sabía de mi llegada y me pidió noticias de mi amigo el obispo
de Popayán: el pillo me dio su bendición como un sapo que lanza su veneno; a mi
parecer tenía ante mí a un verdadero jefe de bandidos; nunca habría logrado
hacerme una idea exacta de la ignorancia de este miserable, si no me hubiera
llenado de preguntas: apenas entré, me averiguó si París era más grande que
Francia, si había correos en mi país, si los soldados franceses sabían utilizar la
bayoneta, si a los ingleses les estaba permitido entrar en Roma, etc. Compadecía
a los ingleses por su herejía.

Me hizo un gran elogio de la nación española, la más rica y la más poderosa del
mundo y me dijo: “Si mañana yo gritara ¡viva el rey! vería usted comandante, que
todos los habitantes del valle del Patía me rodearían y con este grito los muertos
resucitarían”, y para mi gran sorpresa me preguntó si había leído a “Telémaco” y
habiéndole traducido “Calypso no podía consolarse de la partida de Ulyses”, el
cura gritaba: “Ha leído Telémaco”.

Sobre la ruta que seguí, varios curas me hicieron la misma pregunta: “¿Ha leído a
Telémaco?”, cosa que me sorprendía, pero la explicación fue fácil cuando supe
que un vendedor que me había precedido llevaba un cargamento de
“Telémaco” (1) que vendía por el camino. El cura de Patía parecía un espectro,
efecto del clima, según él: hacía meses que no podía montar a caballo debido a
encordes (hemorroides); le aconsejé un tratamiento que le haría un gran bien.
Rehusé la cena que me ofreció este poco agradable personaje y fui a acostarme

451

en la cabaña de un viejo guerrillero; antes de subir a la hamaca reemplacé,
delante de él, las cargas de mis armas. El Bordo (altitud 1.011 metros,
temperatura 23,5°).

28 de mayo. Noche muy desagradable la que pasé en el Bordo; tenía como


compañeros de habitación algunas negras y negritos, tendidos en el suelo y que
exhalaban un olor repugnante. Varios cerdos habían invadido la habitación y lo
peor era que una parte de la familia ocupaba, encima de mí, una barbacoa,
especie de una buhardilla, de donde caía un polvo sospechoso; como la lluvia me
impedía acostarme afuera, me puse a fumar para conjurar los miasmas. A las 9
bajé hacia el valle, siguiendo un río ya mediodía entraba en el Patía. ¡Qué
habitantes! El calor era asfixiante; en una casa en donde almorcé, el propietario,
enfermo, me confundió con un español, lo que me cuidé mucho de negar. El Patía
tiene un clima mortífero, nadie puede aclimatarse y se vive entre un pantano; el
agua que se bebe es caliente, causa primordial de insalubridad, de acuerdo con mi
experiencia. (Altitud 697 metros, Temp. 30,5°).

Bajando hacia el río Guachicono, la roca parecía un grünstein en fragmentos


globulares que creo que pertenezca a un depósito aluvial que encierra, además,
cantos de esquisto micáceo, de granito y de pórfido. A las 5 atravesamos el río
cuyas aguas estaban muy altas, pasando por un vado seguro. Al borde el
Guachicono altitud 635 metros, temperatura 24,4°. El San Jorge que debíamos
atravesar de primero, está dividido en tres ramas, generalmente poco profundas,
aunque poco faltó para que hubiésemos naufragado. Nuestro arriero quiso pasar
el primer brazo que era vadeable: lancé mi mula y me di cuenta de los grandes
esfuerzos que hacía para resistir la corriente, pero como el agua no le llegaba a la
cincha, consideré que no había ningún peligro; una de la mulas de carga que
seguía de cerca, pero que no era suficientemente alta, fue arrastrada, dio varias
vueltas sobre sí misma y la creíamos perdida; su cargamento consistía en dos
baúles que contenían mi ropa, mi diario e instrumentos preciosos, además de mi
dinero; afortunadamente la corriente la llevó a una playa en donde logró hacer pie.
Mientras que yo consideraba con tristeza la pérdida que iba a sufrir, el arriero gritó
con desesperación: “que todo se pierda, pero por amor a Dios; apresúrese a pasar
el río que está creciendo y si nos demoramos, moriremos todos.” El grito fue muy
a tiempo porque el peligro era inminente: me boté al otro brazo, las mulas me
siguieron y al fin el paso del tercer brazo se llevó a cabo en la misma forma.

Todo fue a tiempo: si nos hubiésemos demorado algunos minutos, nos habríamos
ahogado. Apenas habíamos llegado a la orilla opuesta, la playa de donde salimos
estaba inundada y los tres brazos formaban uno solo y el torrente crecía a ojos
vistas con un terrible rugido causado por las piedras que rodaban. La lluvia caía
con acompañamiento de truenos: era una escena espantosa. Al huir de la
inundación encontramos en el centro de un barrizal, una cañada miserable donde
vivía la familia de un negro: el padre, la madre y los niños estaban afectados de
una enfermedad venérea y cubiertos de horribles “bubas”. Logramos colgar mi

452

hamaca en el rancho y fue una gran suerte, pues en el suelo croaban asquerosos
sapos.

29 de mayo. Los zancudos, un ejército de cucarachas y el croar de los batracios


me privaron de un sueño que me habría venido muy bien, después de una jornada
tan fatigante. Se habían perdido dos mulas, así que no pude salir sino hasta la 1 y
utilicé la mañana para hacer secar, gracias a un pálido Sol, los papeles y libros
que se habían mojado. Siempre encontrábamos los espesos aluviones
estratificados en el fondo de los valles.

A las 5 nos detuvimos en el alto de la Mojarra, en donde obtuvimos carne fresca,


chicha excelente y sin moscas; habíamos atravesado tres ríos: el Poturito, el
Cangrejo y el Mojarra que van al Patía.

30 de mayo. Tuve una buena noche en el alto de la Mojarra (altitud 1.018,


temperatura 22°); a las 9 salimos caminando siempre sobre los aluviones
estratificados; me parecía estar en los llanos de Mariquita y de Ibagué sobre la
orilla izquierda del Magdalena, pues era el mismo paisaje, el mismo calor y la
misma miseria. A mediodía llegamos a la población de Mercaderes (altitud 1.236,
temperatura 27,7°). Desde el río Guachicono marchábamos en dirección sur-
occidente; a las 4, para protegernos del violento Sol, nos alojamos en el sitio de
Sombrerillo, en una cabaña llena de enfermos y de moribundos (altitud 1.271
metros, temperatura 29,7°).

1 de junio. Salimos de Sombrerillos a las 9 y anduvimos constantemente sobre el


aluvión estratificado. En el valle del río Mayo, este aluvión atrajo mi atención por la
enorme cantidad de traquita blanca porosa, con hojillas de mica negro; estos
fragmentos de pómez son de forma ovoide; bajando hacia el salto de Mayo me
mostraron la casa de Erazo, uno de los más famosos bandidos del Patía. A
mediodía estaba sobre el puente del río Mayo (altitud 1.187 metros, temperatura
27,7°). Allí me demoré para contemplar la belleza del lugar. El puente está
construido en piedras, a más de 13 metros por encima del río, encajado entre dos
muros tallados a pico: hacia arriba una de las rocas presenta una saliente tan
cercana a la roca opuesta, que parecería que fácilmente se podría saltar de una a
otra; entre esas dos rocas de traquita se precipita el torrente formando una bella
catarata, un poco arriba del puente: éste es el salto de Mayo. El esplendor de la
vegetación, la cascada que cae con ruido presentan un espectáculo imponente;
¡allí uno no se siente solo! Decidí tomar la delantera y no tardé en desaparecer de
mi gente; mi dirigí hacia las cuchillas cuando me encontré con un hombre de
semblante poco atractivo; ¿sería Erazo? En todo caso, amablemente me indicó el
camino que debía tomar, pues yo había andado inútilmente durante 2 horas. La
dueña de la venta a donde llegué, mujer excelente, demostró una viva inquietud a
la vista del cuello rojo de mi uniforme y me dijo: “entre usted en esta pieza y no
importa lo que oiga esta noche, no se mueva” e hizo esconder mi silla y mis baúles
en alguna parte de la casa. Había un “angelito”, un encantador niño muerto,

453

colocado sobre una mesa, rodeado de flores y con su madre acongojada sentada
cerca de él, mientras que se bailaba un “fandango” endemoniado y se bebía en
exceso para celebrar el viaje del alma del querubín hacia el paraíso. Nada más
triste que el contraste que hace un dolor profundo y una loca alegría; varias veces
me tocó asistir a esta triste escena del “angelito”. Hacia medianoche oí gritar:
“¿quién vive? y una voz desde el exterior contestó: “el rey”. Comprendí en seguida
que me encontraba en medio de una partida de realistas y que esto era un
conciliábulo de pastusos insurrectos. Discutieron con vehemencia, pero a través
de la puerta de mi cuarto no pude comprender nada de lo que dijeron; una hora
después todos se habían ido. Cuando desperté, la buena posadera me anunció
que podía salir a desayunarme y añadió que quien había contestado “el rey” era el
famoso Erazo. El hecho fue que la excelente mujer había tenido mi vida en sus
manos y más tarde supe que había pasado la noche en la misma habitación en
donde se había acostado el gran mariscal Sucre, la víspera de su asesinato. A
propósito de este terrible acontecimiento debo remontarme algunos años:

Después de los desastres del Perú, los Estados que por su unión constituían la
República de Colombia—Venezuela, Nueva Granada y Ecuador— manifestaron la
intención de separarse para formar tres estados independientes. Venezuela tuvo
su congreso y luego Bogotá. El Ecuador, administrado por el general Juan José
Flórez, resolvió también emanciparse y además asimilar al nuevo Estado la
Provincia de Pasto. El general Mosquera, elegido presidente de la República del
centro (Bogotá), ordenó al comandante general de Popayán, ocupar lo más pronto
posible a Pasto con el regimiento Varylas, para dar al traste con los proyectos de
Flórez. Sucre, el gran mariscal de Ayacucho, se encontraba en Bogotá
disponiéndose a ir a Quito para reunirse con su familia. Prometió al vicepresidente
Caicedo, utilizar toda su influencia para evitar la separación de los departamentos
del Sur y salió de la capital por la ruta de Popayán a Pasto, aun cuando varios de
sus amigos le aconsejaron tomar el camino del Valle del Cauca y embarcarse en
Buenaventura con destino a Guayaquil; temían por su vida si atravesaba las
provincias de Pasto y de Patía, llenas de miserables entre los cuales se contaban
muchos enemigos personales, debidos a la implacable guerra de 1822 a 1823. El
gran mariscal fue inflexible; llegó sin problemas a Popayán y después supo que
tan pronto llegó allí, el estado mayor envió un correo al comandante general de
Pasto, Obando. Se solicitó de nuevo a Sucre ir por Buenaventura, pero el deseo
de volver a ver a su mujer y a su hija, le hizo rechazar esta sensata proposición y
sin pedir una escolta, se puso en camino acompañado solamente por García
Trelles, diputado de Cuenca y de dos sirvientes. Debo añadir que fue gracias a
circunstancias especiales que yo no me hallaba con el gran mariscal, pues
habíamos convenido en que yo le seguiría a Quito.

En el salto del río Mayo, el 2 de junio Sucre pasó la noche en casa de Erazo; no
había recorrido sino dos leguas, cuando llegó a la venta y le sorprendió encontrar
a Erazo, a quien había dejado atrás. Algunas horas después llegó el comandante
Zarria que venía de Pasto; Sucre comprendió rápidamente que el encuentro de

454

esos dos miserables no era fortuito y que su vida estaba amenazada y aun cuando
Zarria le aseguró que iba a Popayán en una misión urgente, le ordenó a sus
asistentes preparar las armas. El 4 a las 8 de la mañana, Sucre y su compañero
salieron de la venta para entrar en la espesa selva de Berruecos; apenas habían
recorrido media legua, cuando en la angostura de la Jacoba en donde el camino
es muy angosto, salió un disparo de fusil de la espesura y el mariscal gritó: “una
bala” y en el mismo momento hubo tres disparos más, hechos de los dos lados del
camino. El infortunado general cayó golpeado por cuatro balas, su asistente
principal que le seguía de cerca, voló a su socorro pero lo encontró muerto; bajó a
la venta para buscar hombres y llevar allí el cuerpo del infortunado; los asesinos le
seguían ocultos en la selva y le gritaron que no tenía nada que temer; de la venta
nadie osó seguirlo para entrar al monte y solamente a la mañana del día siguiente,
Sucre fue enterrado muy cerca del sitio en donde fue atacado; allí se colocó una
cruz sobre su tumba. Su muerte produjo gran conmoción y se le atribuyó, no sin
razón en mi opinión, a los generales Flórez y Obando, quienes tenían interés en la
desaparición del gran mariscal; Zarria y Erazo fueron los ejecutores.

Sucre fue uno de los hombres realmente más importantes entre los libertadores de
América del Sur. Poseía, en el mayor grado, el espíritu militar. La victoria sobre los
españoles de Ayacucho, fue decisiva; el ejército castellano comandado por
Espartero, entregó las armas y por su capitulación obtuvo la facultad de
embarcarse hacia la madre patria; los oficiales que así lo desearon pudieron entrar
al ejército de la República.

El 4 de junio de 1831, precisamente un año después del asesinato, salí de la venta


a las 7 para entrar en la selva de Berruecos. A las 8 pasé cerca de un claro, a la
derecha del camino, llamado La Capilla porque ahí hubo alguna vez una capilla,
pero en ese entonces no había sino una gran cruz formada por dos troncos de
árbol: en ese sitio enterraban a quienes encontraban muertos en la selva y allí
reposa el cuerpo del infortunado gran mariscal. Me apeé y me descubrí; mis
gentes se arrodillaron para rezar. Pronto llegamos a la Jacoba en la angostura, en
donde los asesinos se habían emboscado para disparar sobre Sucre. A la una
estábamos en el Arenal, el punto más elevado de la selva en donde almorcé de
pie, bajo una fuerte lluvia (altitud 2.779 metros, Temp. 16,2°).

El descenso fue difícil porque seguimos una hondonada llena de cantos rodados
de grünstein.

A las 2 logramos salir del monte y reconocí la sienita porfídica, en un todo


parecida a la roca negra de las minas de oro de Marmato. A las 5 llegamos bien
mojados a una choza en un sitio conocido con el nombre de Olaya, en donde
resolví pasar la noche; las mulas no habrían podido seguir adelante. En el centro
de la cabaña habla un fogón y muy cerca una mujer ocupada en tejer un poncho o
algunas ruanas; la obra me pareció perfecta, ¡pero cuánto trabajo para
manufacturarla! Hilar la lana, teñirla, tejerla, no menos de tres meses de trabajo; el

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poncho se vende entre 16 a 20 pesos (80 o 100 francos); hablando de la tintura
debo decir que el azul proviene del añil, el rojo de la cochinilla, el amarillo de una
planta muy común en la región y como alcalificante usan orina fermentada. En
cuanto al alumbre utilizado como mordiente, se encuentra por todas partes en
abundancia. Cerca de la cabaña se veían muros inaccesibles, de una roca de
blancura enceguecedora y de la cual se encontraban bloques en el riachuelo
vecino; yo nunca había visto una roca similar. Estaba compuesta de una pasta de
un grano muy fino, en la que se encontraban diseminados cristales de feldespato
alterado y de cuarzo. En Olaya (altitud 1.800 metros, temperatura 19°).

5 de junio. El humo me hizo salir de mi hamaca, pero no pude salir de Olaya antes
de mediodía, debido a que dos mulas se habían extraviado en el monte por la
noche. Seguimos la cresta de una cuhilla que llevaba al torrente, muy encajonado,
de las Mazamorras, en donde se ve entrar la quebrada de Olaya. A la 1:30
comimos un estupendo sancocho de papa en La Cañada, casa de bella
apariencia. Hasta el torrente de las Mazamorras no habíamos dejado de caminar
sobre sienita porfidica, rica en piritas, probablemente auríferas; nos volvimos a
encontrar con el poderoso y singular aluvión estratificado del Patía (altitud de La
Cañada 1.517 metros, temperatura 29,7°). Temperatura subterránea de La
Cañada 200. Me fue imposible salir ese día, pues mi equipaje no llegó sino a las 4.

6 de junio. Había llovido toda la noche. La creciente del Juanambú era tan fuerte
que el arriero no se atrevió a tratar de pasar; pernoctamos de nuevo en La Cañada
y supe que el propietario de esta casa y su hijo habían sido asesinados.

7 de junio. Ya había escampado y el Juanambú podía ser vadeado por las mulas;
necesitamos una hora para bajar al Paso. El torrente viene, puede decirse que
cae, del páramo de Apunto. Corre ruidosamente entre dos muros de pórfido,
perpendiculares, que forman un estrecho canal; su rapidez es tal que el agua,
violentamente agitada por las rocas que arrastra, parece una masa de espuma. Es
un espectáculo seductor que es frecuente en las cordilleras y que no deja de
admirarse, como sucede con las cataratas. El Juanambú se atraviesa con ayuda
de tarabitas, diferentes de aquellas que ya he descrito y que por un accidente del
terreno son en realidad dos, colocadas paralelamente y que van en sentido
contrario, cada una con su punto de salida más alto que el de llegada, es decir que
las cuerdas, o más bien, las tiras de cuero están tendidas, formando un plano
inclinado, único, por encima del río: el pasajero, una vez colocado en la silla se
desliza de una orilla a otra, muy rápidamente. Por mi parte, experimenté una
sensación agradable con este sistema de transporte, mientras que en las tarabitas
ordinarias, la cantidad de tiras de cuero tendidas horizontalmente, no permiten
sino deslizarse primero por el efecto del peso hasta el centro de la carrera, sitio a
partir del cual el pasero de la playa opuesta, tira de una cuerda para que el
pasajero pueda llegar. La tarabita de Juanambú, como plano inclinado, podría
encontrar otros usos (altitud 1.179 metros, temperatura 23,3°).

456

Los hombres y el equipaje pasan por la tarabita y los caballos y las mulas
atraviesan el torrente. Se debe obligarlos a pasar por entre el agua; nunca pensé
que pudieran luchar contra la impetuosidad de la corriente; primero desaparecían
por un instante para aparecer en seguida del otro lado, pero mucho más abajo del
sitio por donde se habían lanzado. Los pobres animales no solamente deben
vencer la rapidez del torrente sino que también están expuestos a golpearse
contra las piedras que se hallan en la corriente; mi buena mula, la infatigable,
sufrió un accidente de esa clase; se hirió en el casco de una de sus manos y hubo
que hacerle una sangría y desde luego no pude volverla a montar hasta que
estuvo completamente curada. El arriero a quien le pregunté sobre el peligro de
ese paso para las bestias de carga me aseguró que no había ningún accidente
que temer, mientras que el animal no estuviera ensillado. A las 3, ascendimos una
cuesta de las más fatigantes, debido a los pedruscos; nuestras mulas quedaron
cojas; yo subí a pie muy difícilmente y llegados a una explanada desde donde se
ve el curso del Juanambú, divisamos a Ortega donde se cultiva la caña de azúcar.
Esquisto inclinado hacia el Este (altitud 1.836 metros, temperatura 18,9°)
temperatura del suelo 12,4°).

8 de junio. A las 9 llegamos a una explanada, gracias a que hicimos una rápida
subida desde donde vi el esquisto que buza hacia el Este, inclinado en 80°; es
plateado y abundante en capas de cuarzo granular blanco y se hunde bajo los
aluviones. Estuvimos en Meneses a la 1:30, ya en la tierra fría (altitud 2.503
metros, temperatura 14,4°). Un riachuelo corre cerca del camino y a poca distancia
de allí, emerge de la tierra vegetal una masa de traquita. La entrada de la choza
en donde pasé la noche en Meneses, estaba cerrada por un cuero de buey.
Siempre el hogar al centro de la pieza, salía el humo por una abertura hecha en el
techo. Me encontré en compañía de una pava y de una gallina con sus polluelos,
del indio y de su mujer, de 4 niños y de 6 extranjeros, sin yo entrar en la cuenta.
Por primera vez caí en la cuenta de que había una numerosa familia de cerdos de
las Indias. La superficie de la cabaña era de 16 metros cuadrados, tal como el
Arca de Noé, con sus piojos y sus pulgas; allí hice extender mi hamaca, la noche
estaba muy bella y por consiguiente, fría: el termómetro suspendido a 1,50 m. Por
encima del suelo, marcaba 6,7°. Otro, depositado sobre la hierba cubierta por un
fuerte rocío, indicaba 4,4°. Esta baja temperatura se debía a la irradiación
nocturna.

9 de junio. A las 8 salimos de Meneses, dejando allí mi mula coja que recomendé
al indio. Pronto penetramos en la selva para subir continuamente por un camino
pedregoso y espantoso. A las 10:30 estábamos en el tambo del Obispo (altitud
2.931 metros, temperatura 16,1°). Perdimos una hora mientras desfilaba un
convoy de mulas que llevaban a Popayán harina de trigo y de maíz. A las tres
llegamos al alto de Aranda (altitud 3.076 metros, temperatura 16,5°) una bella vista
sobre una vasta extensión de pradera, desde donde se puede ver a Pasto.
Después de una bajada tan penosa como lo había sido la subida, hice mi entrada
en la ciudad. Eran las 4:30. Las ciudades de las regiones frías siempre me han

457

parecido tristes. Pasto estaba entonces en un estado lamentable. La población
estimada en 20.000 almas en la época de su esplendor había quedado reducida a
8.000. Por todas partes las mismas ruinas que yo había visto en una época
anterior en lo más fuerte de la guerra; las casas tienen sin embargo una bella
apariencia y la mayoría de ellas estaban deshabitadas. La industria del tejido de
las telas de lana, la confección de sombreros de paja antaño tan activas, estaban
lejos de ser prósperas.

Fundada hacia 1539 por Belalcázar, uno de los tenientes de Pizarro, Pasto
encierra edificios bastante notables; la iglesia de Santo Domingo, la catedral de la
plaza mayor y varios conventos. Por su altura y su posición, el clima de Pasto se
acerca bastante al de Santa Fe de Bogotá (altitud 2.610 metros, temperatura
promedio 14,7°, latitud N 1° 13’ 5”, longitud 0,79°41’40”). Al día siguiente a mi
llegada a las 6 de la mañana, el termómetro se mantenía a 6,7°.

Presenté la carta del obispo de Popayán al cura, quien me dio una agradable
acogida y me dijo: “lo esperaba”. Decididamente yo estaba bajo la protección de la
clerecía. Me había hecho preparar una gran casa y puso a mi disposición a un
antiguo soldado español, para que la cuidase durante mis ausencias. Mis comidas
debía tomarlas en el convento de los Agustinos: todo estaba previsto.

La primera ceremonia que presencié fue la Octava de Corpus: altares arreglados


en las calles, tropas bajo las armas, indios disfrazados de marqueses del antiguo
régimen danzando cadenciosamente delante de la procesión y casi todos
borrachos, tomando chicha todo el día y en la noche rellenándose de “locro”
(papas) y de su cacería favorita, el cuy. Hice la observación de que los fusiles de
los milicianos estaban en muy buen estado y se me contestó: “sí, porque están al
servicio de la Iglesia: pero que se les solicite para otro servicio no habrá ni
milicianos, ni fusiles”. El padre Urbano, prior de los Agustinos, vino a buscarme
para llevarme al convento ocupado por 8 o 10 hermanos. La primera comida fue
excelente, ceremoniosa, grave, aburrida y no terminaban el benedícite, ni las
gracias. Me formé el proyecto de cocinar en mi domicilio, pero poco a poco se
rompió el hielo y pronto, al momento de ir a la cena, los reverendos padres se
hicieron servir por indias y mulatas; ya no estaban intimidados por la presencia del
comandante; yo bebía bien el vino de las misas y oía sin ruborizarme los chistes
más alegres y las canciones más o menos obscenas. Fueron los monjes quienes
me enseñaron “La molinera”; agradables monjes, después de todo. Por la noche el
padre Urbano, disfrazado, me llevaba con él para cantar, acompañándose de una
bandolina, bajo el balcón de una señora. Era el erudito de la comunidad, por
ejemplo, me hizo un día esta reflexión: “era bien curioso que al evadirse Napoleón
de la isla de Elba, hubiese desembarcado en Cannes, precisamente en donde
Aníbal había derrotado al ejército romano”. El prior era doctor en filosofía,
graduado de la Universidad de Quito, tenía una bella figura y una edad cercana a
los 40 años; sabía tomar la actitud de un venerable prelado, cuando la ocasión lo
demandaba, de lo cual juzgaremos:

458

Algunos meses más tarde me encontraba en Quito en donde se festejaba yo no sé
qué aniversario de un acontecimiento político. Durante 8 días hubo corridas de
toros en la plaza mayor, transformada en un amplio anfiteatro, ocupado por la
gente elegante; hubo en esos días en casa de Flórez, presidente del Ecuador, una
gran recepción: yo pertenecía a su estado mayor y debí permanecer en gran
uniforme; me encontraba al lado del jefe del Estado cuando un religioso llegó a
presentarle sus respetos: era el prior de los Agustinos de Pasto, el padre Urbano.
Cuando levantó los ojos que había mantenido bajos en señal de humildad, se
manifestó un poco sorprendido al reconocer, bajo mi brillante uniforme, al oficial
que había hospedado en su monasterio, enseñándole las cosas más mundanas;
luego ofreciéndome la mano en la forma más afectuosa, me recordó los momentos
felices que había pasado conmigo. Admiré al buen padre, pero una vez terminada
la recepción, le conté toda la historia al general Flórez, cosa que lo divirtió
muchísimo.

Visité en Pasto las raras industrias que todavía estaban en actividad: tinturas y
textiles; una de ellas me interesó vivamente. El barniz de las obras de madera con
el sistema conocido como “de Pasto”. La sustancia conocida con el nombre de
“barniz” es traído por los indios de Mocoa, es verde y tiene la apariencia de una
goma que dicen ser producida por la Elaega utillis de la familia de las rubiáceas.
No se puede pulverizar y para poderla analizar tuve que rasparla con cuchillo. Esta
goma no se disuelve en el alcohol, ni siquiera en el éter, pero sí infla enormemente
como si fuera caucho. Tiene una característica específica curiosa: pierde la dureza
con el calor, pero no se disuelve y la aplican aprovechando esta plasticidad que
permite estirarla en una membrana delgada transparente, cuando está caliente.

He aquí la forma como operan los indios para barnizar: los objetos de madera
como calabazas, cajas y recipientes dedicados a guardar vino o aguardiente, se
pintan de diversos colores. El barniz, tal como viene de Mocoa, se somete a la
acción del agua hirviendo; al cabo de un instante está lo suficientemente blando
para ser estirado en una lámina delgada que se aplica cuando todavía está
caliente, teniendo cuidado de afirmarlo con un trapo para que adhiera a la madera;
luego, con un carbón al rojo, sostenido con una tenaza, que se pasa muy cerca del
objeto decorado, se hacen desaparecer las burbujas: en esa forma se obtiene una
superficie unida, brillante y transparente, a través de la cual aparecen las pinturas
con toda la vivacidad de sus colores, mejorados con oro y plata algunas veces.
Este barniz es de una solidez notable, ya que es resistente al agua, al alcohol y a
los aceites fijos y volátiles, lo que lo distingue del caucho.

Las soluciones alcalinas son las únicas que lo atacan.

El análisis elemental que hice de este barniz, arrojó como resultado:

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Carbono 71,4

Hidrógeno 9,6

Oxígeno 19

100

(1) En español, en el original.

operarios que conocí eran de raza india y los procedimientos de aplicación del
barniz, lo mismo que el arte de hilar la lana, de tejerla y de teñirla, seguramente
son anteriores a la Conquista. Las telas confeccionadas en Pasto no dejan nada
qué desear. Poseo un poncho de una gran belleza, que fue regalado a Bolívar por
los pastusos; el general se lo regaló a Manuelita, quien me lo lanzó sobre los
hombros como un recuerdo, el día que montaba a caballo para dirigirme hacia el
Sur.

En las divertidas veladas pasadas en el convento de los Agustinos, pude


formarme una idea del personal monástico; muy pronto me di cuenta de que estos
monjes eran tan sacerdotes como soldados; todos sabían guerrear y uno de ellos,
de fisonomía siniestra, me confesó que había participado en una matanza en la
que fue derrotado un oficial de gran valor, a quien llamábamos “cola de caballo”
debido a la crin que llevaba su casco de dragón. De él ya he hablado cuando dije
que lo conocí a mi llegada a Bogotá, precisamente cuando él iba a salir para la
Provincia de Pasto, en donde fue hecho prisionero por los insurgentes; lo
dedicaron al oficio de pintar las celdas y limpiar viejos cuadros y cuando yo le
pregunté al monje qué había pasado con él y dónde estaba, se hizo un gran
silencio, evidencia de que habían hecho desaparecer a este infortunado oficial.

Hice mis preparativos para llevar a cabo la ascensión al famoso volcán de Pasto y
para ello fui a entenderme con el cura a quien estaba recomendado, para que me
procurase guías y he aquí lo que fue convenido: cuando yo dejara la ciudad, mi
soldado español vigilaría mi equipaje y no lo dejaría ni un solo instante; yo iría a
pie acompañado de mi asistente hasta el sitio de Genoy, situado en la base de la
montaña donde encontraría cuatro hombres de toda confianza: responderían de
mí y suministrarían los víveres necesarios. Así fue: dos días después me puse en
camino; el padre Urbano, un hermano, don Pedro Gallardo y el gobernador de
Pasto, el coronel Gutiérrez, habían resuelto acompañarme con gran entusiasmo,

460

pero afortunadamente ninguno se presentó. A las 4 de la tarde tomé un
encantador camino que lleva a Genoy, a lo largo de la orilla izquierda del río
Pasto, que desemboca en el Juanambú, a una legua de la ciudad. Mí equipaje se
componía de un barómetro, una brújula y un laboratorio portátil; dos horas
después de mi salida llegué a Chorrera de Genoy, algo maravilloso: me
encontraba en presencia de la caída de una enorme masa de agua, casi tan ácida
como la del río Vinagre, que se precipitaba desde una gran altura formando 4
cascadas superpuestas que saltaban de roca en roca, produciendo un ruido
ensordecedor; no podía retirar la vista de este espectáculo, pero tenía que llegar a
mí posada; el Sol ya se había escondido detrás de las montañas gigantescas que
nos dominaban. En la casa a donde entré había, en una sola habitación, una
fábrica de sombreros, una cocina y un corral de gallinas, sin hablar de una
verdadera carnada de cerdos de las Indias. El bastimento no faltaba, cosa bien
importante, pero lo que más me llamó la atención fue una india, muy anciana, que
apenas tenía aspecto humano, acostada cerca al fuego dentro de una nube de
humo y quien era el fuelle de la cocina; la pobre mujer tenía la piel apergaminada
y los ojos ulcerados; me dijo que estaba acostumbrada y que dormía sobre un
cuero que me mostró pues hacía más de 30 años que no había cambiado de sitio
y me dijo que ni siquiera iba a la misa, pues estaba muy lejos para sus piernas. La
cocinera fuelle preparó una espléndida cena compuesta de una mezcla de pollo,
de cerdo de las Indias y de papas, todo muy picante, preparado con ají; tomamos
chicha a discreción, pues el cura de Pasto había dispuesto muy bien las cosas.
Comí todo revuelto, sentado en el suelo, cerca de la pobre anciana y manifesté mi
sorpresa por la abundancia de la cena, a lo cual “el fuelle” contestó que todavía
faltaban otras personas para comer; me volví y vi en la oscuridad a cuatro
mocetones de buena estatura: los hice acercar y vi que eran mulatos o zambos,
envueltos en trapos sucios con fisonomías verdaderamente patibularias; cada uno
tenía un machete y eran los guías que habían sido enviados por el cura.

Mientras devoraban los restos, bastante copiosos, de mi cena, les hice algunas
preguntas: “¿quiénes son ustedes? ¿De dónde vienen?” Uno de ellos contestó:
“somos antiguos soldados del rey, nos escondemos en las cavernas del volcán
desde la ‘rebusca’ (desde que nos persiguen); recogemos azufre que llevamos a
vender”. Después de darlas gracias, dichas por uno de estos hombres al margen
de la ley, se acostaron en el suelo, yo al lado del viejo “fuelle” que olía fuertemente
a creosota. Pronto se durmieron todos los presentes. Excepto yo que fumaba un
cigarro pero al fin también dormí, arrullado por los ruidos que hacían los curíes
que habían escapado de formar parte de mi cena; muy por la mañana mis guías
dieron la señal de salida, los puse en fila y le dije al primero: “tú llevarás mi sable”,
al segundo le confié mi bolsa y la caja de reactivos, al tercero le confié el
barómetro y al cuarto una brújula y las cobijas; yo me reservé mi abrigo y en
cuanto a los víveres, los repartí. Al entregarles a esos bandidos mis armas y mi
dinero, procedí prudentemente: era una muestra de confianza que daba a aquellos
a cuya merced me iba a encontrar. Después del chocolate nos pusimos en camino
a las 5:15; el viejo “fuelle” dándome la bendición me prometió rezar por mí, lo que
461

le agradecí afectuosamente. Como la noche había sido clara, hacía frío y
anduvimos a través de unos matorrales donde los guías abrieron una trocha con
sus machetes: ese era un trabajo rudo y subíamos lentamente.

Tres horas después, a las 8, habíamos logrado pasar lo más espeso de la selva y
nos encontrábamos en un claro llamado El Salado; luego vimos los pajonales y
más arriba, con gran sorpresa mía, entramos a un lugar de helechos
arborescentes. A las 9 habíamos llegado a la base de un muro de traquita, la
piedra Rumichaca, con fisuras en todos los sentidos, especialmente en forma
horizontal, de manera que a distancia aparecía estratificada. La piedra está
cubierta de bloques de roca y la traquita en este punto es una pasta negra,
compacta, brillante que contiene cristales de feldespato blanco vidrioso; sobre
algunos fragmentos la roca tiene el aspecto de pómez y contiene agujas de
piroxenos; allí nos detuvo una hondonada muy profunda llena de bloques de roca
y teníamos que atravesar este obstáculo para llegar, por una pendiente muy
suave, hasta el volcán. La dificultad consistía en bajar al abismo, empresa que no
dejaba de tener peligros, debido a la profundidad que calculé en 400 metros.

La opinión de los guías se hallaba dividida. De acuerdo con unos debía atravesar
por donde estábamos, pero los otros calculaban que era peligroso caminar por un
piso tan movedizo, así que pensaban que era preferible llegar hasta el Guáitara
que se alcanzaba a divisar en el Sur y de allí subir, por el lecho del torrente, por
una pendiente relativamente suave que terminaba en el volcán y creían que una
jornada sería suficiente para llevar a cabo sus proyectos. En el estado de
incertidumbre en que me encontraba, pedí a 2 guías que ensayasen el paso
directo: a gritos nos avisarían cuando hubiesen llegado al fondo del precipicio. Los
dos hombres comenzaron a bajar sin ninguna vacilación y una hora después de su
salida, la señal convenida anunció que podíamos seguirlos, lo que hicimos
marchando con mucha precaución. De pronto se soltaron algunas piedras que se
veían rodar a una velocidad increíble hasta el fondo del abismo; los guías
enviados adelante y que ya se hallaban al lado opuesto, nos observaban; con la
voz y el gesto trataban de indicarnos la dirección que debíamos tomar, pero poco
los oíamos porque en las regiones elevadas la voz pierde intensidad y sus gestos
se distinguían mal, debido a la distancia. Al seguir caminando nos encontramos,
de pronto, en un paso escabroso arriba de un lugar escarpado de mas de 60
metros de altura; una saliente, especie de cornisa permitía el paso; pero estaba
compuesta de arcilla mojada y resbalosa: uno de los guías que se aventuró por
ahí, no se pudo mantener sino hundiendo con fuerza los dedos de sus pies en el
barro y no se atrevió a dar un paso mas hacia adelante. En ese momento los
guías que se encontraban al otro lado, lanzaron grandes gritos de alarma y
gesticularon de manera de hacernos comprender que había que pasar mas arriba.
En efecto, seguimos sus indicaciones y nos dimos cuenta de que por encima de
nosotros había una roca en donde nos fue posible apoyarnos y agarrarnos, lo que
nos permitió llegar al fondo de la hondonada del Rumichaca.

462

Recogí diversas variedades de traquitas, entre otras una roca blanca, compacta,
que toma las características de la alunita y procedentes de un espeso yacimiento
de mineral de alumbre. Tuvimos más dificultades en salir de la hondonada, de las
que habíamos tenido al bajar; en efecto, el piso era poco estable y la pendiente
más fuerte. Necesitamos 2 horas para ascender. Nos encontrábamos sobre el
volcán: se veían surgir los vapores y las rocas estaban pintadas de azufre y lo que
era más curioso, se veían masas enormes de yeso anhidrita granular, con
estructura sacaroidal; se podrían haber confundido con bloques de mármol de
carrara; el yeso contenía azufre, de manera que el sulfato de calcio es un producto
del volcán de Pasto. Continuando la ascensión llegamos al cráter, que no es de
erupción, formado por la expansión de la lava; esta cavidad que se encontraba
entre muros de traquitas, tiene una dirección NE-SO. Describir este sitio sería
imposible; en una longitud de varias centenas de metros hay una acumulación de
fragmentos de roca de toda dimensión, entre los cuales aparecen grandes fisuras,
verdaderos orificios, de donde salen chorros de vapor de azufre con un silbido
formidable; el suelo temblaba bajo nuestros pies. La situación era singular: un
cielo azul oscuro, una atmósfera sulfurosa que hacía difícil la respiración, una
calma perfecta y, a pesar del calor subterráneo, un aire frío, pues a una veintena
de metros de las fisuras, el termómetro marcaba 3,9° y el barómetro indicaba una
altitud de 4.085 metros, con temperatura de 6,1°.

Allí me instalé a conveniente distancia de una fumarola, para sentir calor sin correr
el riesgo de quemarme. Mis bandidos me cuidaban como si fueran nodrizas y
después de haber tendido mis cobijas procedieron a cocinar prendiendo fuego con
leña cortada en el bosque de helechos; luego uno de ellos bajó, no sé a dónde,
para tratar de encontrar agua que no fuera sulfurosa. Dormí profundamente
durante una hora y luego almorcé: eran las 2. Habían pasado 9 horas de violentos
ejercicios, sin que hubiera tomado más que una taza de chocolate antes de salir
de Genoy. Una vez reposado, examiné el terreno: cerca del orificio principal, las
traquitas, excesivamente porosas, están constituidas en parte por una
aglomeración de tenues cristales de piroxeno mezclado con feldespato vitroso; por
todas partes se encuentran pedazos poco voluminosos de una especie de pómez,
de gris sucio, de una densidad superior a la del pómez ordinario; con frecuencia la
roca tiene cristales de azufre de color naranja cuando está caliente que recupera
su color amarillo pálido al enfriarse. Aquí y allá, recogí obsidiana negra y
translúcida; algunos fragmentos tenían la particularidad de que estaban
tumefactos. La traquita in situ no difería mucho de la que habíamos visto. Era tal el
calor en la boca del orificio principal que no logré obtener gases; tuve que
limitarme a reconocer que los vapores emitidos estaban evidentemente
sobrecalentados por su contacto con las rocas del interior porque a la altitud en
que me encontraba, el mercurio se sostenía en el tubo barométrico a 472
milímetros y a esta presión el agua hierve a 87°. Un termómetro colocado en el
vapor, subió rápidamente a 102° y se habría roto sino lo hubiese retirado
inmediatamente; tuve que reconocer que a muy poca profundidad el estaño
entraba en fusión, lo que no sucedía con el plomo que tenía preparado. Como
463

resultado encontré que la temperatura fue un poco superior a los 235° sin llegar a
332°. Para obtener gas necesité apelar al vapor de un orificio menos caliente, ya
que el vapor no pasaba de 91°, tuve la seguridad de que estaba mezclado con aire
frío; sin embargo, contenía 78 panes por 100 de gas de ácido carbónico gaseoso y
muestras de ácido sulfhídrico. No encontré ácido clorhídrico en el vapor, lo que me
demostró que, como en los volcanes del Tolima y de Puracé, las emanaciones
gaseosas son formadas por vapor de agua, ácido carbónico y ácido sulfhídrico.

Para tomar la temperatura de los orificios, me había colocado sobre una gran
piedra que formaba un puente sobre la fisura; quise hacer cocer un pedazo de
carne amarrado a una pita, al calor del volcán; la piedrapuente se movía
constantemente y estábamos rodeados de fumarolas, nos ensordecían los rugidos
y los bramidos subterráneos que es el ruido que procede o acompaña los
temblores de tierra. El guía cocinero mostraba su inquietud y me dijo a media voz:
“¿y si escupiese?” Le contesté que estaríamos perdidos y entonces con una calma
absoluta me contestó: “es lo que me parece”. No había duda: además todo
anunciaba una gran actividad volcánica: el movimiento continuo del suelo, los
silbidos de los chorros de vapor, el ruido del agua hirviente que alcanzábamos a
oír debajo de nosotros, parecían anunciar una catástrofe: mis hombres, habitantes
de Pasto, sabían del asunto, pero no se veía ningún indicio de un fenómeno ígneo.
Parece que es durante las erupciones propiamente dichas, cuando el fuego se
manifiesta.

Bloques de traquita incandescentes son entonces lanzados a una altura


prodigiosa: el general Flórez fue testigo un día que dirigía una columna armada
sobre Pasto: “El aire estaba lleno de globos de fuego y las detonaciones
recordaban el ruido de cañones de gran calibre”, me dijo. Me mostraron en los
pajonales, cerca de Rumichaca, bloques de una traquita negra, porosa,
escarificada, enterrados en la tierra hasta 1 metro de profundidad. Se debe
imaginar la altura que alcanzaron las piedras incandescentes para haber
penetrado tan profundamente al caer en un terreno tan resistente.

El volcán de Pasto lanza también cenizas que los vientos llevan a grandes
distancias durante ciertas erupciones; las plantas están recubiertas de ellas. Yo
me había instalado confortablemente entre los bloques de roca, sobre un piso
caliente y al abrigo del viento a más de 4.000 metros por encima del nivel del mar;
muerto de fatiga y mecido por el canto de mis guías, caí en un profundo sueño.
Puedo decir, sin metáfora, que dormí sobre un volcán. Al terminar mis
observaciones resolví bajar por una pendiente diferente a aquella por donde había
subido. A las 3 encontramos una fisura muy profunda en donde, afortunadamente
existía un puente de piedra construido antes de la Conquista, según me
aseguraron el puente de Rumichaca, muy cercano al abismo que habíamos
atravesado con tantas dificultades: por este camino, debíamos haber subido,
haciendo sin duda una gran vuelta, pero de más fácil acceso. Si no lo hice así, fue

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porque mis guías de raza india, prefirieron marchar en línea recta, sin dejarse
detener por los obstáculos.

En el puente de Rumichaca: Altitud 3.076 metros, temperatura 11,6°.

Así que por una pendiente bastante suave habíamos bajado a metros por debajo
del punto de nuestro volcán: 2 horas después entrábamos en el pueblo de Genoy.
La traquita sobre la que habíamos andado presentaba un aspecto distinto de la del
cráter, una pasta gris claro con cristales alargados de feldespato azul. Para
reposar bien, fui a dormir a la cabaña del indio; el viejo “fuelle” encantado de
yerme, atribuyó a sus rezos una buena parte de mi feliz viaje, alegría de la cual
fueron víctimas los curíes pues tuvimos un excelente sancocho. Al día siguiente, a
las 7 me despedía del indio y de la vieja india. Hice poner en fila a mis guías y a
cada uno le di una piastra; estos pobres proscritos me agradecieron con una
efusión que me emocionó; me rogaron acordarme de ellos si regresaba al volcán;
yo había sido su huésped y estos hombres endurecidos por el sufrimiento y
quienes me colmaron de los más afectuosos cuidados, habrían robado y
seguramente hasta asesinado sin el menor escrúpulo, al oficial republicano si no
les hubiese sido recomendado por el obispo de Popayán.

Me dirigí lentamente a Pasto después de haberme detenido para admirar una vez
más la fantástica cascada de Genoy y la espléndida vegetación que la enmarca.
Encontré que la altitud en la base de las cascadas es de 2.631 metros y la
temperatura de 12,8°. El viento venía del Este, dirección que había observado en
la cima del volcán; por lo demás me parece haber tomado nota de que, con buen
tiempo, los vientos alisios reinan constantemente en las altas montañas
intertropicales.

Desviándome un poco del camino entré en el caserío de Panciaco, para examinar


una fuente termal de la que me habían hablado. Sale a la derecha de un río; tiene
agua ácida, gaseosa, ferruginosa y con temperatura de 36,1°, siendo la del aire de
15,6° es abundante y deposita un sedimento calcáreo concrecionado del que está
formado el fondo del pequeño valle de Pandiaco. Este calcáreo produce la cal que
se usa en Pasto, (altitud 2.511 metros, 16,7°). A las 10 estaba en Pasto en donde
encontré a mi soldado español en su puesto, cerca de los equipajes y no aceptó
ninguna gratificación, diciendo que había cumplido una orden.

Mis monjes de San Agustín y especialmente el padre Urbano, me acogieron con


demostraciones del más vivo afecto y me prometieron una cena deliciosa; me
apresuro a agregar que cumplieron su palabra. Me visitaron el cura y el
gobernador, quienes me felicitaron por el éxito de mi exploración; a mediodía fui a
visitar la iglesia de Jesús, en donde la mayor parte de los habitantes se encierran
una vez al mes, por lo menos, para meditar, orar y flagelarse. Creo, sin tener la
prueba, que pasan cosas curiosas entre los flagelados y flageladas, porque los
sexos se azotan recíprocamente: un devoto me decía: “don Juan, no hay nada que

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agite los sentidos como esto. Venga conmigo a Jesús y verá...” Le respondí:
“¿Pero me flagelarán?”, y me contestó: “Sí pero sin mucha fuerza”. El prior
deseaba presentarme a la abadesa de Santa Clara y yo rehusé debido a que
había logrado, hasta ese momento, mantener mi incógnito pues yo no era un
extraño en el convento: he aquí las circunstancias por las cuales había conocido a
la madre abadesa, mujer muy respetable tanto por su edad como por su carácter.
Pero para ello tendremos que retroceder unos años.

Fue en 1827, poco después de la fatal expedición que hice por los llanos del
Apure y del Meta y cuando mi salud estuvo tan comprometida. El ministro del
interior, Manuel Restrepo, me había encomendado la tarea de levantar el curso del
Río Grande de la Magdalena de Honda a Neiva, misión que no pude cumplir por
haber sido llamado por las autoridades militares para nivelar los desfiladeros del
Juanambú y del Mayo, tan célebres por los combates que el ejército patriota había
tenido con los insurgentes de las provincias de Pasto y del Patía. Hacia el año de
1827, el Libertador derrotó a los realistas en una batalla sangrienta: el enemigo
había cometido atrocidades y había asesinado a algunos prisioneros; el castigo
que en 1823 Sucre infligió a los pastusos al destruir una parte de la ciudad, no
había producido ningún efecto; las bandas de insurrectos eran difíciles de
capturar, pues al ser derrotadas, se dispersaban en las montañas, para
reagruparse de nuevo. Después de una acción de las más violentas, Pasto fue
ocupada y Bolívar, quien deseaba hacer un escarmiento, decidió que la ciudad
sería sometida al pillaje durante dos horas. Los habitantes, consternados, enviaron
al cura para que suplicase al vencedor que protegiese, por lo menos, al convento
de Santa Clara, en donde vivían en paz unas cuantas religiosas inofensivas y en
donde las mujeres y las jóvenes de las principales familias encontrarían un asilo.
El Libertador acogió la solicitud y prometió enviar como salvaguarda a un oficial
para que protegiera a la comunidad. Fue así como momentáneamente dejé mi
barómetro y mis brújulas y salí con el cura en compañía de un lancero; me
presentaron a la superiora y me alojaron en una habitación confortable y pusieron
a mi disposición y servicio a una hermana conversa, mientras mi soldado quedó
de vigilante en la puerta del monasterio. No describiré las escenas de desorden a
las que asistí: felizmente para todos pronto la soldadesca se emborrachó al asaltar
todas las chicherías. Esta fue una orgía tremenda; al terminarse el tiempo
señalado para el saqueo, tocaron a retirada y cesó el desorden. Parecía que mi
misión hubiese terminado, así que ordené a mi lancero que ensillara y fui a
despedirme de la madre abadesa: la buena religiosa no quiso dejarme ir, pues por
miedo a los asaltantes, deseaba que permaneciese algunos días más. La
tranquilicé y le recordé las instrucciones que yo había recibido y debía obedecer,
pero como ella había previsto todo, me contó que a solicitud suya el cura me había
autorizado a diferir mi partida. Así que seguí en mi celda, sin ninguna inquietud y a
falta de oficio, me puse a observar a la hermana conversa; era una morena pálida,
mate, con ojos y cejas negros, lo que le daba una fisonomía extraña y además
poseía un bigote de lo mejor que yo había visto; su carácter era alegre y me
contaba en forma divertida, las insensatas descripciones que hacía de mí a las
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otras religiosas que no dejaban de inquirirle. Al preguntarle si en vista de sus
excelentes bigotes, no tendría ante mi a un muchacho en vez de una mujer, soltó
una gran carcajada: ¡evidentemente era una mujer!.

Me encontraba en el convento muy a mi gusto: hacía tiempo que no dormía en


una buena cama, la cocina era espléndida, especialmente las confituras que eran
deliciosas, como solamente saben prepararlas las monjas: la abadesa venía de
cuando en cuando a averiguar cómo estaba yo, al igual que “Bigotilla”, que así
llamaba yo a mi ayuda de cámara, pues nunca le conocí su nombre y me confesó
que ese era el que le daban. Nada tan divertido como la beata apariencia que
afectaba en presencia de la superiora: los ojos bajos sin abrir la boca, a me nos
que fuera para contestar alguna pregunta. Al fin, a mi salida del convento, hice
pedir a la madre el permiso para ir a besarle su mano: la buena señora me acogió
con mucha amabilidad y agradeció mis servicios; pude volver a ver otra vez el
rostro ascético, marcado por más de medio siglo de vida monástica; a “Bigotilla”
no la volví a ver. ¿Dónde se habría escondido cuando yo salía?

Al llegar al cuartel general fui sometido a un curioso interrogatorio: el general me


preguntó:

—“¿Qué vio usted en Pasto?”


—“Borrachos”.
—“¿Qué ha hecho usted?”
—“Nada”.
—“Tiene la cara de un desenterrado, ¿no lo trataron bien las señoras?”
—“Al contrario, mi general, no vi sino a una religiosa, la venerable abadesa, quien
me llenó de atenciones. Cuánto diera para que tuviéramos aquí una cocina como
esa de la que gocé allá”.
—“Pero entonces, ¿por qué está tan pálido? Parece enfermo”.
—“Ah, mi general, es que para cuidarme me habían asignado como asistente a
una hermana conversa, a quien puse por nombre ‘Bigotilla’, debido a sus bellos
bigotes negros”.
—“Bien, bien, parece que lo asistió muy a fondo su asistente”, replicó riendo el
general.

Terminado el interrogatorio, regresé a mis instrumentos y de “Bigotilla” jamás volví


a oír hablar.

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CAPÍTULO XX
Viaje de Pasto a Quito.
Dejé a Pasto el 19 de junio, después de haber pasado allí 11 días. No me gustaba
esa ciudad y con satisfacción volví a tomar el camino del Sur. Había determinado
la temperatura promedio de 12,5° por la inclinación y declinación de la aguja
imantada. Teniendo en cuenta que había permanecido en medio de una población
tan hostil al ejército republicano, si alguien me hubiese preguntado cómo me había
ido, le habría respondido como Sieyés, después, de “El Terror”: “Viví”.

Abracé a los monjes de San Agustín jurándoles una amistad eterna y monté mi
mula para dirigirme a Muechisso (sic); eran las 9:30 cuando salí. Atravesamos el
monte de Piedra pintada, paso muy peligroso porque era el refugio de una banda
de malhechores; al salir del monte antes de comenzar el descenso, vi a dos
oficiales de uniforme rojo, dos alféreces que subían a pie y se dirigían hacia mí;
cuando estuvieron a corta distancia les hice señal de detenerse, siguiendo el
saludable principio de que un jinete no debe dejar jamás que un infante se
acerque a su montura; esperé que me hicieran el saludo debido a mi rango y les
pregunté hacia dónde iban:

—“A Popayán, a encontrar al general Obando”, me contestó uno de ellos.


—“Está bien, probablemente lo encontrarán allí todavía: díganle que encontraron a
don Juan, a la salida de Pasto”.

La ruta de la Piedras Pintadas en ese momento era más segura que de costumbre
debido a los movimientos de tropa; por ejemplo encontré al batallón de Quito, que
iba a relevar la guarnición de Popayán.

A las 3 estábamos en Yacuanquer (altitud 2.792 metros, temperatura 16,7°). A las


4 me instalé en Muechisso (sic), pero no me atreví a alojarme en una casa llena
de enfermos de viruela, dolencia que asolaba todo el país (altitud 2.700 metros,
temperatura 11,6°). Por la noche hubo un huracán con su correspondiente lluvia
teniendo en cuenta que para llegar al río Guáitara, el camino de bajada es pésimo,
estábamos resueltos a quedarnos, pero el frío nos obligó a dejar a Muechisso; esa
mañana el termómetro marcaba 11 ,7°.

Yo montaba un caballo de montaña, un “vaquiano” que conocía el camino y era


muy seguro para su jinete si éste sigue correctamente los movimientos del animal;
éstas son bestias de ancho pecho, piernas cortas, que resbalan y se tropiezan sin
nunca caer. A mediodía llegué al Guáitara; el torrente corre por una garganta
estrecha y profunda, formada por dos muros de aluvión estratificado; se llega al
puente por un camino que da vueltas como un tornillo; me detuve un instante para
admirar el efecto imponente de este terreno escarpado que presenta salientes que

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le dan, en algunos puntos, la apariencia de una galería de mina. La sombra y el
ruido del agua, que repercute como el trueno, dan a ese lugar un aspecto
siniestro. Cerca del puente reconocí perfectamente la roca sobre la cual reposa el
enorme depósito aluvial; es un pórfido de pasta feldespática, carmelita oscura con
cristales blancos. La roca tiene fisuras en todos los sentidos y hay algunas que
llegan a tener tal tamaño, que se convierten en cavernas; todo indica que el
pórfido ha recibido choques violentos. En el puente del Guáitara la altura es de
1.551 metros y la temperatura de 21,6°. De manera que, desde Yacuanquer y
Muechisso hasta el torrente, el espesor del aluvión estratificado llega a 1.300
metros.

El camino que se toma para salir del Guáitara es tan tortuoso y presenta tantas
dificultades como el que baja, saliendo del Muechisso. Llegados a un sitio desde
donde se distingue el curso del torrente, me hicieron ver, sobre la orilla izquierda,
enorme cantidad de piedras. Me dijeron que allí había un gran trapiche, La Argolla.
Un día, en 1813, a las 8 de la mañana, la montaña que dominaba la hacienda se
derrumbó, sepultando bajo sus escombros a la propietaria, hijos y esclavos, 80
personas en total. Durante un momento se pudo ver correr como locos a los
desgraciados habitantes de La Argolla elevando sus brazos al cielo, tratando de
huir y luego desaparecer bajo una avalancha de piedras. Allí están todavía, añadió
el narrador, testigo ocular de este triste suceso que me recordó el derrumbe del
cerro de Tacón, en la Vega de Supía. Seguimos subiendo y a las 2 atravesamos la
quebrada de Santa Rosa, que desemboca en el Guáitara, un poco más abajo del
puente. A las 4 entrábamos en la hacienda de Imues y como también se
encontraban allí los enfermos de viruela, pasé la noche al aire libre, a pesar del
frío bastante fuerte (altitud 2.967 metros, temperatura 9,4°). Al día siguiente, 23 de
junio, salimos a las 7 y llegamos a Túquerres a mediodía (altitud 3.107 metros,
temperatura 11 ,9°).

En el trayecto entre Imues y Túquerres, me sucedió una curiosa aventura: en


Pasto, el gobernador me había entregado un ordenanza que me protegería en
caso de encuentros desagradables: era un soldado de los llamados “colorados”,
un estupendo negro de 6 pies, con un bigote formidable y una cara siniestra, que
llevaba una lanza de 4 metros de largo; habían puesto a mi disposición a este
hombre porque no estaba en servicio activo debido a su salud, pues era epiléptico
y cuando le daba un ataque caía de su caballo y permanecía sin conocimiento
durante algún tiempo, con los ojos perdidos y la boca espumante; lo vi dos veces
en ese deplorable estado: era un intrépido jinete, es decir un bandido completo,
taciturno, quien jamás hablaba a menos que tuviera que contestar a las preguntas
que le hacían. Durante mis marchas yo iba siempre adelante de mi equipaje y
cuando encontraba un sitio conveniente me detenía para desayunar;
ordinariamente la mula de carga que portaba los víveres llegaba media hora
después; la ruta que seguía desde Imues llegaba a un bosque: era el sitio donde
comenzaba un descenso y me di cuenta de que algunos indios se metieron entre
el bosque, tan pronto me vieron y yo, temiendo una emboscada preparé mis

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armas, pero fue en vano, porque más tarde supe que no tenían ninguna intención
hostil, sino que habían sido maltratados por oficiales. Esperé más de dos horas en
ese sitio encantador, al borde de un riachuelo límpido, extendido sobre la hierba y
ya comenzaba a inquietarme, cuando vi a mi ordenanza salir del monte, llevando
la mula, sobre la cual venía mi desayuno de una sencillez extrema: una porción de
tasajo frío, una tortilla de maíz y un pedazo de panela, todo envuelto en un lienzo,
sobre un plato de lata, además de un aditamento: un frasquito de aguardiente. Yo
tenía apetito y me satisfacía la comida que iba a hacer. Mi soldado, sin decir
palabra, colocó delante de mí un ave asada, pan de centeno, mermelada, una
botella de vino de España, un plato de plata, todo cubierto por una servilleta
bordada. Me llamó mucho la atención y comencé a comer copiosamente y
después de haber desocupado la botella, prendí un cigarro y comencé el
interrogatorio, mientras el ordenanza comía los restos:

—“Dime, ¿en dónde conseguiste todo eso?”


—“Le contaré; en la pampa, antes de comenzar la bajada, me atacó mi mal, caí
del caballo y cuando volví en mí, vi que me habían robado el saco que contenía
las provisiones. Al montar de nuevo vi a un señor cura montando una bella mula,
camino a Imues; lo alcancé y le pregunté quién era y me respondió: “soy el cura
de Túquerres”. Entonces usted tiene víveres, “démelos” y lo hizo de inmediato; el
señor cura arrancó a gran velocidad”.

A mi llegada a la población me apresuré a entregar al alcalde lo que pertenecía al


cura, junto con una carta para excusar a mi ordenanza, a quien devolví
inmediatamente a Pasto. Decididamente, mostraba demasiado celo.

Túquerres es una cabecera de municipio; el corregidor me aseguró que la


población es de 3.000 almas, lo que estimo difícil al ver las casas dispersas sobre
una colina. Allí se cultiva trigo, cebada, alfalfa, papas, cultivos éstos de tierra fría;
efectivamente a las 6 de la mañana el termómetro marcaba 8°. A las 8:30 salí para
el Azufral, acompañado por dos indios; la mañana era lindísima. Apenas habíamos
salido de la población vi dos volcanes cubiertos de nieve: el Chile y el Cumbal.
Subíamos insensiblemente por un camino trazado sobre el pastizal, pero después
de haber atravesado la pampa, comenzó la subida; en seguida entramos a un
terreno pantanoso del cual salimos para trepar una cuesta que llevaba a un alto,
desde donde descubrimos repentinamente el Azufral, lo que nos sorprendió
agradablemente (altitud 4.058, temperatura 11°).

La vista abarca un circo, se pudiera decir un pozo, encerrado por inmensas


murallas de traquitas de colores variados: rojos, amarillos, negros, grises etc.,
consecuencia de las alteraciones producidas por las exhalaciones volcánicas. El
fondo de este recinto encierra tres lagunas de poca extensión; la primera a la que
le di el nombre de “Lago Verde”, está situada abajo del alto del Azufral; el agua
parece ser de un verde esmeralda magnífico; estimo —porque no lo he medido—,
que tiene una milla de largo, por media de ancho, aun cuando posiblemente

470

exagere. Más allá hay otras dos más pequeñas, la una con agua de apariencia
negra, color que refleja frecuentemente el agua a grandes alturas; la otra con agua
cristalina azulosa, lo que prueba que el tinte aparente del líquido depende del color
del fondo donde reposa. Así que el agua del “Lago Verde” de tan vivo color
esmeralda, al ser colocada en un vaso y vista trasluz, es tan incolora como la de
cualquiera de las otras dos lagunas. El color verde es causado, indudablemente,
por el azufre puro que, en bloques considerables, reposa en el fondo del lago.

Habiendo admirado el Azufral en conjunto, bajé del caballo para examinar el


interior del circo: cuando la roca no ha sido alterada, ofrece todas las
características y la constitución de la traquita; los bordes o las paredes
suficientemente inclinadas del Lago Verde están recubiertas de fragmentos de
azufre de un espesor hasta de 2 pies; éste es de un amarillo fuerte y parece haber
sido fundido; también se le ve en cristales y algunos pedazos tenían un color
verde muy pronunciado. Por todas partes salían vapores de numerosas fumarolas
y el gas encerraba una proporción tan fuerte de ácido sulfhídrico, que incomodaba
su olor. Almorcé en medio de todos esos chorros de vapor cuya emisión era
silenciosa, sin duda porque no llegaba a tener la intensidad de las ruidosas
fumarolas del volcán de Pasto. Cerca al punto de llegada al Lago Verde al bajar
del alto, sale del agua una especie de cúpula formada de azufre y de materias
terrosas: la superficie está llena de fisuras de donde salen vapor acuoso y gases.
Encontré 86° como temperatura del vapor lo que podría ser la de la ebullición del
agua a la altitud donde nos encontrábamos. Por un medio que yo había
perfeccionado, pude recoger gas en esa fisura y encontré que su composición es
de 85 partes sobre 100 de ácido carbónico. No pude apreciar el volumen del ácido
sulfhídrico y es probable que el residuo de 5 volúmenes consistiera en aire
atmosférico. La temperatura del agua en la base de la cúpula era de 26° poco más
lejos de 100 y la del aire, a la 1 de la tarde, de 12°.

El Lago Verde se encuentra a cerca de 6 millas al OSO de Túquerres; su altitud es


de 3.906 metros, es decir que está a 152 metros por debajo del alto del Azufral y a
800 metros por encima de la población. Se debe señalar el Azufral como un
importante yacimiento de azufre, ya que el que arroja fundido en masas
frecuentemente grandes, difiere esencialmente del escaso que sale de los
volcanes de Puracé y de Pasto.

El agua del lago me pareció tan ácida al gusto, como la del río Vinagre del volcán
de Puracé, con un sabor estíptico, que indica la presencia de una sal de aluminio.
Se observa, en efecto, sulfato de alúmina depositado sobre las rocas
circundantes. Reconocí la presencia de esta sal en el residuo de la evaporación
del agua del lago y sentí no haber podido sondear para reconocer su profundidad,
pero al arrojar una piedra pude observar que es bastante hondo. Al evaluar en 5
metros esta profundidad, se llegarían a obtener 400.000 metros cúbicos como
volumen de agua del Lago Verde, lo que debe variar considerablemente porque no
se distingue ninguna salida de escape y es conveniente recordar que en las

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regiones altas de los trópicos, la cantidad de agua meteórica que se mide
anualmente en el pluviómetro, llega a 1 y a veces hasta 2 metros. El Lago Verde
del Azufral contiene cantidades considerables de ácido sulfúrico y de sulfato de
alúmina, lo cual no es un ‘hecho aislado. Esas aguas ácidas las he encontrado en
la pendiente del Pasto, las que caen en cascada en Genoy y resbalan en el
Puracé, formando el río Vinagre, y se manifiestan en abundancia en fuentes
termales en las cimas del páramo del Ruiz, en la Cordillera Central y el ácido
sulfúrico que todas estas aguas contienen en cantidades prodigiosas, es el
resultado de una acción volcánica.

Dejé el Azufral muy satisfecho de mi excursión; había visitado un volcán


desconocido. A las 5 estaba de regreso en Túquerres, a donde llegué muerto de
frío y mojado hasta los huesos por la lluvia incesante que había recibido desde la
salida de la pampa; felizmente me repuse con una deliciosa cena, el sancocho de
cuy y excelente chicha. La noche me pareció muy fría; por la mañana (23 de junio)
al salir el Sol, el tiempo era hermoso; se distinguían las nieves del Cumbal, de
donde salía una columna de humo y de llamas; infortunadamente el cielo se cubrió
cuando le iba a tomar un ángulo vertical.

Tomé todas las disposiciones necesarias para ir a conocer esta curiosa reunión de
hielo y de fuego. El alcalde y los indios consideraban imposible mi expedición.
Partí, sin embargo, recordando lo que Fernando Cortés decía a los soldados que
enviaba a la cima Popocatépetl: “vayan, se trata de descubrir el secreto de ese
humo”.

A las 7:30 me puse en camino por una trocha muy averiada por la lluvia y casi
impracticable. A las 9:30 pasamos cerca de Sapuyes (altitud 3.080 metros). La
población se encuentra cerca del torrente del mismo nombre, que va al Guáitara;
continuamos subiendo la orilla derecha del Sapuyes y durante la marcha veíamos
los nevados de cuando en cuando; se oscureció el cielo y cayó granizo; nos
encontrábamos en la pampa de Chillanquer que es una llanura en donde observé
una especie de túmulo ,“una sola” con apariencia de tumba india que había sido
profanada con la esperanza de encontrar oro y estos trabajos mostraban que esta
giba era nada más que un domo de traquita. Los rayos se sucedían rápidamente y
redobló la intensidad del granizo, que era del tamaño de alverjas, de formas
esferoides aplanadas y opacas; calculé que al llegar a tierra caían con una
velocidad de 5 metros por segundo. Las nubes de donde venía este granizo se
hallaban a más de 4.800 metros de altura, a juzgar por el límite inferior de las
nieves perpetuas; a la 1 atravesamos la quebrada de Chillanquer, a las 3 la del
Muerto, que ambas van al río Sapuyes, como las quebradas de Chaquilul y de la
Calavera, que encontramos un poco más lejos. Durante todo el camino recibimos
alternativamente granizo y lluvia, hasta la población de Guachucal, en donde el
mal tiempo nos obligó a suspender el camino a las 4 de la tarde; nos
encontrábamos en un triste estado, casi congelados. Me hospedé en casa de una

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mujer cuyos 5 niños acababan de pasar una viruela. La mortalidad causada por
esa enfermedad era considerable desde hacía unos meses.

Había oído decir que los indios comían los piojos y charlando con mi huésped, una
mestiza casi blanca, la vi ocupada en buscar piojos en la cabeza de una niñita y
tan pronto como un insecto caía en sus dedos, lo hacía traquear en sus dientes.

24 de junio. Altitud 3.124 metros, temperatura 6°. Por la mañana se distinguían


claramente al SO los nevados de Cumbal y de Chiles y la iglesia de Cumbal. De
Guachucal, de donde salí a las 8, se pasan las quebradas de Muellamues,
Guachucal, Cumbal y las Partidas y en esta última comienza un camino que va
hacia Barbacoas; los ríos que habíamos atravesado, desembocan en el Sapuyes.
A las 11 estaba en Cumbal, en donde la viruela hacía de las suyas (altitud 3.219
metros).

25 de junio. Cumbal es una población grande; al SO vi las nieves del volcán que
iba a escalar y obtuve 5°32’ como ángulo vertical de la cima.

Ascensión al cumbal. A las 7:30 de la mañana, con muy buen tiempo, me puse en
camino, aun cuando el alcalde y varios caballeros considerasen mi tentativa como
insensata, añadiendo que me debía estimar feliz si únicamente llegaba al sitio en
donde los indígenas iban a buscar nieve, pero que llegar a “Las bocas del Volcán”
era una empresa imposible. Me acompañaban 2 indios y mi negro: los caminos
eran excelentes al salir de la población; apenas una pendiente insensible. Primero
uno se dirige al oeste y permanecí a caballo hasta llegar a la región de los
fraylejones. No hay nada más monótono que la subida de la pampa y sentí el
efecto del “soroche” en su más alto grado: se me dificultaba mantenerme despierto
y mi mula se habría dormido también, de no haberla espoleado; caminábamos
sobre un tapete verde, el silencio era absoluto y un zorro que salió corriendo fue el
único ser viviente que vimos en la llanura. Llegados a los fraylejones, los indios me
mostraron un sendero que lleva al Lago de las Tocas; a las 10 nos encontrábamos
en el centro de un laberinto de rocas desprendidas y tuve que bajar de mi mula.
Los indios, cuando van a buscar nieve, tienen el cuidado de colocar hojas de
fraylejón sobre las rocas a corta distancia una de otra, a manera de puntos de
referencia, con los cuales se ayudan en caso de niebla, para encontrar el camino.
La prudencia obliga a tomar esa precaución; el dejar de hacerlo ocasiona el
peligro de perderse. Así lo hicimos y subimos en silencio, en fila, hasta una
hondonada que llevaba al glaciar; una vez allí hubo una viva oposición de parte de
mis dos indios, quienes rehusaron seguirme ya que no querían desviarse de la
ruta que tomaban generalmente para buscar hielo; les expliqué que al llegar a una
roca que les mostraba probablemente se nos facilitaría la subida a la cima y por
consiguiente, el cráter del volcán, pero no quisieron oír razones. Efectivamente, yo
había visto desde la llanura, algo así como una solución de continuidad en la nieve
y por encima una especie de cúpula bastante elevada; luego caí en la cuenta de
que de allí se veía salir humo de día y fuego de noche, como lo afirmaban, no digo

473

mis guías, sino las personas con quienes yo había consultado. En realidad yo era
quien guiaba a mis guías, y ellos no tenían el menor deseo de acercarse al cráter.
Una vez tomada mi determinación obligué a los indios a marchar conmigo y
comencé a subir hacia el muro de traquita. Se debe haber escalado las montañas
escarpadas de las cordilleras para poderse formar una idea de las dificultades que
teníamos que superar. Marchábamos sobre piedras de todas dimensiones,
mezcladas con gravilla lo que hacía el piso movedizo y a veces había que saltar
de un bloque de roca a otro; también se debía hundir fuertemente el pie en la
gravilla para obtener un escalón. Por estos medios, bastante difíciles, logramos
subir pendientes muy abruptas y en realidad, la dificultad y el peligro de una
ascensión de esta clase, se presentan donde el terreno es demasiado resistente
para que se pueda imprimir una huella. Avanzamos lenta y difícilmente hasta
arriba de la gran peña: a derecha e izquierda nos rodeaba la nieve y si el camino
que seguíamos estaba desprovisto de ella, es porque la pendiente no lo permitía.
Llegué de primero a la peña y allí esperé a mi negro y a uno de los indios que él
llevaba como si fuese un prisionero: el otro había desertado.

Cuando logramos reunirnos seguimos escalando y me coloqué a la cabeza para


dar el ejemplo; algunas veces faltaba la gravilla y escaseaban las piedras de un
cierto volumen. En algunos sitios me vi obligado a tallar gradas con mi martillo y al
mirar hacia atrás me asustó ver la fuerte y larga pendiente que ya habíamos
escalado. La situación se complicó debido a la niebla que nos envolvió y cuya
intensidad era tal que no se veía a un metro de distancia. Tuvimos que detenernos
hasta que la niebla se disipara y dicho sea de paso, si hubiera persistido, no creo
que hubiese sido posible regresar porque nos encontrábamos en tinieblas.
Felizmente el Sol reapareció y su luz me volvió el ánimo. En la elevación donde
me encontraba me causaba una fatiga extraordinaria cualquier esfuerzo, que
desaparecía al cabo de algunos minutos de reposo. Este efecto lo he sentido a
grandes alturas. Después de haber atravesado un sitio tan escarpado que era
necesario gatear sobre la nieve, comencé a oler el ácido sulfúrico; la ascensión se
facilitó y pronto me encontré en el centro de numerosas fumarolas y rodeado de
un circo de hielo. ¡El volcán del Cumbal había sido conquistado!, y yo había sido el
primero en llegar a la cima, lo que me produjo una viva satisfacción. El
espectáculo era magnífico: las llamas emergían del centro de la nieve y un cielo
de un azul tan profundo que parecía negro. Mi negro y el indio llegaron a poco, se
sentaron y me miraron sin proferir una palabra, pues estaban agotados. Yo me
sentía perfectamente bien y estando prácticamente en ayunas, les pedí preparar
las provisiones y supe, con tristeza, que el indio desertor se las había llevado; por
toda comida teníamos dos huevos en mi morral, los cuales repartí con mis
compañeros.

A mediodía llegué a la cúpula, se podría decir que a la tonsura del volcán,


después de haber subido penosamente durante dos horas, que parecieron
larguísimas (altitud del volcán 4.167 metros, temperatura del aire 4,4°). En el límite
inferior de las nieves, la altitud era de 4.484 metros, el cráter se halla a 2.532

474

metros por encima de la población de Cumbal). La cúpula tenía numerosas fisuras
en todas direcciones, orificios de donde salía ácido sulfuroso, mezclado sin duda
con ácido carbónico y vapor acuoso, cuando la temperatura era suficientemente
elevada, porque entonces el azufre volatilizado y el gas sulfhídrico entraba en
combustión. Cuando la temperatura es más baja, el ácido sulfhídrico que no se
quema, no produce ácido sulfuroso, de manera que la plata puesta en la corriente,
se negrea. Se notaban espacios circulares de donde el gas y chorros de vapor
salían en mayor cantidad y sobre los que había fragmentos de traquita
escorificados y corroídos, era suficiente enterrar un bastón en el piso para que
salieran llamas y arriba del sitio donde yo me hallaba, por el lado sur, se veían
elevarse torbellinos de vapor que al principio tomé por niebla, pero el viento lo trajo
hacia nosotros y el olor del ácido sulfuroso fue tal, que tuvimos que alejarnos para
evitar asfixiarnos.

La calma se restableció y pudimos comenzar a descender, pero el viento del Este


me forzó a llegar al sitio donde salían los vapores, pues soplaba violentamente.
Era una superficie circular de unos 25 metros de diámetro, ligeramente cóncava.
El piso estaba tan caliente que era imposible permanecer en un solo sitio y
además nos encontrábamos rodeados de llamas sulfurosas de 0,50 metros de
altura, que aparecían y se ocultaban como fuegos fatuos; sin duda caminábamos
sobre un suelo hueco; en algunos sitios el vapor producía silbidos horribles al salir
y no traté de tomar la temperatura, que como mínimo debía ser aquella en la que
se quema el vapor del azufre. Me apresuré a examinar la naturaleza del gas en los
orificios menos calientes: mi laboratorio fue improvisado tan pronto pude
procurarme agua por la fusión de la nieve. El gas que logré recoger contenía 95%
de ácido carbónico, un poco de ácido sulfhídrico y vapor de agua.

El residuo que no era absorbido por el álcali, debía ser en gran parte de nitrógeno,
pero no tenía los medios para constatar si éste tenía gases combustibles. Así
como en los volcanes de Puracé y de Pasto, los principales fluidos elásticos
emitidos por los orificios cuya temperatura no es suficientemente elevada para
determinar la combustión del azufre, consistían en:

Vapor de agua
Ácido carbónico
Ácido sulfhídrico

Sobre los sitios negros que mostraba el suelo se veían, aquí y allá, grandes
pedazos de azufre y en un punto recogí laminillas de una sustancia brillante que
tenía aspecto de plomo. Creo que era arsénico metálico y el tinte rojizo que
mostraban algunos pedazos de azufre me hizo pensar en la presencia de rejalgar,
o sulfuro de arsénico.

Monté el aparato para verificar el agua extraída de la nieve y hube de reconocer


que el vapor condensado no contenía ácido clorhídrico. El hielo que rodeaba el

475

cráter tenía por origen la nieve y ésta se había convertido en una verdadera roca
transparente que reflejaba un tinte azul y en la que se notaban grandes fisuras que
provenían de las sucesivas compactaciones ocasionadas por la fusión de las
partes inferiores que reposaban sobre la traquita. El espesor de esta agua
congelada no era más de 6 u 8 metros, por lo menos en donde la pude observar.
Este límite al espesor del hielo que cubre las cimas de las cordilleras, se debe a
un fenómeno que explicaré más adelante.

Las características de la traquita sobre el Cumbal, no difieren de las del volcán, de


Pasto; sin embargo, hice una colección completa de estas rocas. A pesar del
interés que sentía por observar más este cráter, no habría sido prudente
demoramos más tiempo, ya que el viento del Este, mi protector, podía cesar de un
momento a otro y entonces habríamos corrido un gran peligro. Cuando
comenzamos a bajar no había niebla, pero las hojas de los fraylejones que
habíamos dejado como marcas, fueron muy útiles porque nos mostraron el camino
por donde habíamos subido. En la pampa encontré mi mula y no hubo nada nuevo
que anotar, sino el encuentro con dos perritos de monte que tenían un singular
parecido al zorro que habíamos visto al subir.

Llegado a la laguna de las Tocas tomé la altitud 2.558 metros, temperatura 15°.
Sonaban las 6 cuando entré en Cumbal con un gran pedazo de azufre en la mano,
para probar al alcalde ya los señores de la localidad, que había llegado a la cima
del volcán.

El punto culminante de este volcán está a 6 millas al NNO de la población, que se


halla situada a 0° 54’ de latitud N y a 80° 10’ 28” de longitud oeste y de 6 a 7 millas
al SSO del Azufral de Túquerres, distancia suficientemente grande para poder
considerar estos dos volcanes como focos independientes.

476

CAPÍTULO XXI
Ecuador.
26 de junio. Antes de dejar a Cumbal en donde el frío me impidió dormir, tomé la
temperatura del suelo: 10,6°. Salí a las 11 y después de 2 horas de marcha llegué
al río Carchi; a las 2 llegué al río de la Juntas, tributario del primero; cerca de las 4
entré a Tulcán, población situada en la extremidad sur de la Nueva Granada, con
0°53’ de latitud norte y 80° 12’ 30” de longitud oeste. Altitud 3.019 metros,
temperatura 11,6°.

Me encontraba sobre territorio de la República del Ecuador. Tulcán se halla a una


legua de Carchi. La noche fue desagradable, pues en la casa en donde me había
hospedado había una fiesta. Una docena de indias borrachas de chicha me
divirtieron al principio, por su locuacidad, pero yo no entendía lo que decían pues
hablaban “quechua”; los indios dormían profundamente y ellas continuaban riendo
como locas, que es su manera de expresarse; ordené a mi negro que las hiciera
entrar en razón y pensé en el singular efecto que tiene el alcohol, pues si esas
indias no hubiesen estado bajo la influencia de la bebida, no habrían articulado ni
una palabra. Más adelante describiré una escena de borrachera en la muy alta
sociedad del Ecuador. La orgía, el humo del fogón y los tristes gritos de los curíes,
no me permitieron cerrar los ojos. Temperatura 12°.

27 de junio. A las 8 dejé Tulcán. Ascendí continuamente hasta el páramo de


Boliche (altitud 3.485 metros, temperatura 12°) y de este sitio se baja hasta Guaco
(altitud 3.010, temperatura 16°). Me dirigí en seguida a Tusá (altitud 2.943 metros,
temperatura del suelo 12,8°). En los alrededores se explotan árboles de quina. En
una localidad llamada el Pun, detrás de la cordillera y entre la selva, existe una
población de indios no cristianizados, más o menos salvajes, los “yambos”,
absolutamente inofensivos, entre otras cosas. Los principales riachuelos
conocidos en la proximidad de Tusá son: al sur, el Puntal y Guesaca que van al
Chota y al norte varias quebradas que van al Carchi. El negocio de engordar
ganado está muy desarrollado en la región, ya que los pastos son excelentes.

28 de junio. De Tusá, de donde salí a las 8, el camino no ofrece nada que valga la
pena y seguía siempre sobre la traquita, cuyos escombros forman aluviones
bastante gruesos. Después de haber atravesado las quebradas de Tusá, Capulí y
Honda, me detuve a mediodía en la venta de Guesaca, cerca de la población de El
Puntal (altitud 2.783 metros, temperatura 23°). El suelo es de extrema aridez. A las
5 me detuve en la hacienda de Pucará, propiedad de los padres dominicos, (altitud
2.995 metros, temperatura del suelo 13,3°, bastante elevada si se considera la
altura del sitio).

477

29 de junio. A las 8 dejé la triste hacienda y pronto comenzó una rápida pendiente
que me llevó al río Chota. A mediodía, llegué al ingenio de San Vicente, en donde
reposé una hora y seguí mi camino; a las 2 pasé el puente de Chota (altitud 1.622
metros, temperatura 26°); desde allí envié mi equipaje a Ibarra y tomé el camino
de Salinas; un poco más abajo del puente el río Chota se une al Mira donde pierde
su nombre y se vuelve importante; seguí la orilla izquierda de este nuevo río por
un sendero resbaloso, trazado sobre un terreno escarpado y después de una hora
de marcha se sale del valle para entrar en el de Ambi, y bordear, subiéndolo, el
curso de este torrente, a cuyo lecho se baja por otro camino muy accidentado y
verdaderamente aterrador en muchos sitios. Desde Puracá me había mantenido
sobre este aluvión traquítico y sobre las orillas del Mira vi un horno de cal que
sirve para calcinar un calcáreo sedimentario, parecido al de Pasto y depositado
por una salina yodífera que sale de una traquita negra de pasta fina que contiene
cristales de feldespato vítreo. Esta roca, muy agrietada, soporta el aluvión del que
hacen parte la arena y la arcilla salífera del Mira. Después de haber pasado el
Ambi, alcancé la explanada de la población de Salinas, donde llegué un poco
antes de las 6. El alcalde me ofreció alojamiento en su casa.

Salinas de Mira es triste y árido: arena sin árboles, pero sin embargo reina allí
cierta animación, debido a la extracción de la sal marina por un proceso de los
más primitivos. La tierra, tomada de la superficie del suelo, apenas tiene un sabor
salobre y se la lava a través de filtros hechos de cuero de res; cuando se juzga
que el agua tiene suficiente sal, se le evapora en calderas de cobre (fondos). El
residuo salino es granulado, de color gris y se le moldea en pequeños sacos de
tela, para darle la forma de panecillos oblongos, que pesan de 2 a 3 libras; para
consolidar estos panes de sal se les cocina en un horno a una temperatura que
me pareció que es apenas comenzando el rojo y así adquieren una dureza
suficiente para soportar el transporte sin desbaratarse. Se les exporta hasta Pasto,
en donde no se consume otra clase de sal y es posible que se deba a su uso la
carencia de cotos entre los pastusos, pues la sal del Mira es yodífera. La carga,
que pesa 10 arrobas, se vende a 10 piastras en las salinas, venta que produce
anualmente alrededor de 40.000 piastras. La tierra lavada se devuelve al suelo y
se asegura que algunos meses después se la puede volver a lavar con buena
utilidad. De acuerdo con los indios salineros la sal se formaría espontáneamente,
pero lo más lógico es suponer que no habiendo sido completa la lavada, la masa
contenga todavía sal que, en razón de sus propiedades “trepadoras”, se reúne con
el tiempo en la superficie de la arena. En cuanto al mismo origen de la sal, la
atribuyo a fuentes producidas en las traquitas que soportan el aluvión. Estas
aguas saladas penetran en las partes terrosas por empapamiento, ya que se
opera en la superficie del terreno a consecuencia de una evaporación, una
especie de concentración salina. Los llanos salados están circunscritos al centro
de la enorme planicie del nevado de Cotocachi, que yo veía por primera vez.
Como no tenía mi barómetro no pude determinar la altitud del Mira.

478

Es curioso que el clima de las salinas sea malsano: las fiebres son frecuentes de
acuerdo con el clérigo que me acompañaba; habrían muerto allí 5 curas en 8
años. ¿Será debido a la humedad que impregna el suelo? Lo cierto es que los
habitantes tienen muy mal aspecto, sin exceptuar al alcalde que me había ofrecido
su hospitalidad: el pobre hombre sufría de una grave enfermedad en el hígado.
Después de la cena me invitó a acostarme, mostrándome una especie de cama de
campaña sobre la cual se tendió medio desnudo para que su mujer le aplicara,
sobre el lado derecho, un gran cataplasma de olor penetrante; luego, habiendo
fajado al paciente, se acostó cerca de él, invitándome a tomar el lugar de la
derecha, lo cual hice conservando mi uniforme, mis botas y mis espuelas. Gracias
a mi poncho tuve una cobija: el hombre y la mujer comenzaron a recitar las
letanías y todos nos dormimos.

30 de junio. Al día siguiente ensillé mi montura y sin despertar a nadie salí antes
del amanecer, a las 5 de la mañana. El camino estaba en buen estado porque lo
frecuentaban los salineros. Pasé el río Ambí mucho más arriba de donde lo había
atravesado al dirigirme a Mira. A la 1 todavía en ayunas, hice mi entrada en Ibarra,
en donde me encontré con mis mulas de carga que llegaron simultáneamente
conmigo. Esta población fue fundada en 1606, en una bella planicie entre los ríos
de Taguando y Agavi, por 0° 24’ de latitud norte y 80° 37’ 30” de longitud oeste,
del meridiano de París; sus calles son anchas y rectilíneas y las casas,
generalmente construidas en adobe, están cubiertas de teja; contiene algunos
edificios importantes que son: la matriz (catedral) que forma un lado de la plaza
mayor, los conventos de la Compañía de Jesús, de Santo Domingo, de La Merced
y de San Francisco en donde se encuentra el colegio, el monasterio de las
Concepcionistas, escuela primaria para niñas, la casa del gobierno y un hospital.
Se calcula que la población es de unas 14.000 almas.

De Ibarra se divisa al OSO, a 16 millas de distancia, el Cotocachi, cuya cima,


cubierta de nieve, llega a una altitud de 5.165 metros. Al pie de la pendiente sur de
la montaña, se encuentra la laguna de Cuicocha y el lago de Agutí. Al norte de la
ciudad hay otro lago, el Yaguarcocha, o lago de sangre. Al SE se divisa el nevado
de Cayambo: una observación con teodolito dio un ángulo vertical de 5°4’. El
alcalde me alojó en una encantadora habitación que pertenecía a una señora de
edad mediana. Todo en la casa daba la impresión de gran holgura: 4 lindos niños
de 5 a 10 años admiraban mis instrumentos y la dama, al responder a un cumplido
que le dirigí sobre la amabilidad de su joven familia, me dijo ingenuamente, que
ella no era casada y que sus hijos tenían 4 padres diferentes. Se imaginarán que
no me permití ninguna reflexión, pero he encontrado en el Ecuador a varias
mujeres ricas, dueñas de tierras, que habían conservado una independencia
similar. De todas maneras, eran excelentes madres, pero sin maridos, lo que se
comprende cuando se sabe cómo algunos hombres disipan la fortuna de sus
esposas: casi todos son jugadores y su conducta es poco ejemplar, con
honorables excepciones; pero en ninguna parte del mundo existen tantas madres

479

solteras como en las antiguas posesiones españolas. Los “amancebados”, gentes
que viven en concubinato, se ven en todas las clases de la sociedad.

Ibarra me recordó una historia bastante curiosa que hizo algún ruido en una época
y que no había sido olvidada. Era cuando el ejército de la República de Colombia,
enviado para dar la libertad al Perú, comenzaba a encontrarse con decepciones:
en las provincias del Sur había un cambio de opinión en favor de los peruanos; se
temía un levantamiento que no se realizó. El gobierno colombiano, deseando
conocer el estado de los espíritus en las ciudades importantes del Ecuador,
aprovechó una misión científica confiada a un joven ingeniero para encargarlo de
llevar al mismo tiempo una especie de encuesta sobre las tendencias políticas de
la población. Naturalmente Ibarra fue designada como uno de los puntos de la
encuesta. Las instrucciones ya estaban redactadas cuando el general Bolívar
añadió verbalmente una singular posdata: “a propósito, hay en Ibarra un
funcionario casado con una señora de lo más agradable y quien podrá
comunicarle información útil. Por necesidad será usted recibido en esta casa”.
Pero era difícil hablar en serio de asuntos públicos con la señora en cuestión,
encantadora, pero poco comunicativa y se trataba de hablar con ella sin testigos.
El ingeniero se encontró muy embarazado para llevar a cabo una relación íntima,
ya que había resuelto no escribir una sola línea, cuando recibió, muy
oportunamente, a una de esas visitantes que, en las ciudades americanas,
esperan a los extranjeros para hacerles ciertas propuestas: son las alcahuetas,
generalmente vestidas con hábito de alguna orden religiosa; la intermediaria de
que tratamos llevaba el hábito de la Concepción. El ingeniero, después de haber
pasado una pieza de oro a la mano de la beata proxeneta, que es el nombre que
se da a esta especie, le pidió conseguirle una cita con la dama en cuestión, a lo
cual la beata se persignó varias veces y le dijo que esto era algo de lo cual no
podía encargarse:

—“Bien, entonces no hablemos más”.

Pasado algún tiempo, nueva visita de la beata para anunciarle que la dama había
reflexionado y que el joven ingeniero debía asistir a la misa del domingo siguiente
y arreglarse de manera de ofrecerle agua bendita después del servicio divino y
que si aceptaba quería decir que consentía en una entrevista. Así se hizo: apenas
el sacerdote pronunció el Ite Misa est que el enamorado, o más bien el
diplomático, dio una gratificación al repartidor de agua bendita y agarró el hisopo
que presentó a la dama a la salida de la iglesia. Bajando la esquina de su mantilla
con el arte que únicamente poseen las mujeres del Sur y lanzando una mirada
oblicua sobre el joven, parecía vacilar: al fin, mojó su dedo e hizo el signo de la
cruz. La causa había sido ganada. Fue entonces cuando sobrevino un incidente
lamentable: en la felicidad excesiva en que se hallaba, podríamos decir su delirio,
el ingeniero mojó varias veces el hisopo en la pila del agua bendita, se puso a
rosear en tal forma al sacristán, que lo empapó y el efecto de esta ablución
exagerada fue que el pobre viejito pegó un estornudo formidable. ¡Nunca había

480

visto ni oído estornudar en esa forma! La gente rodeó al pobre hombre y costó
enorme trabajo tranquilizarlo. El joven loco que había ocasionado este accidente,
temiendo una manifestación hostil, juzgó prudente, de acuerdo con el consejo de
sus amigos, desaparecer durante algunos días, yéndose al campo. El asunto no
tuvo consecuencias, pero de él se habló largo tiempo en Popayán y en Quito. El
resto no merece ser contado: la diplomacia no sacó ningún provecho de los
coloquios de la señora con el oficial, pues no tenía ninguna idea de la opinión del
país, o si la tenía, no reveló nada. Fue amable y eso fue todo.

Después de mi paso por allí, la ciudad de Ibarra fue destruida totalmente por un
temblor de tierra (1) . Más de 5.000 de sus habitantes quedaron sepultados entre
las ruinas y entre ellos, muchos de mis buenos amigos. Salí de allí a las 10 de la
mañana y pasé la quebrada de San Antonio; una hora después, hacia mediodía,
almorcé en la población de ese nombre (altitud 2.475 metros). Se tiene la
impresión de estar rodeando al Imbabura (altitud 4.930 metros) montaña que
parece estar aislada de la cordillera, a 9 millas al SSE. de Ibarra y que se
considera como un antiguo volcán como parece indicarlo su nombre indígena. En
lengua quechua “imba” significa “pequeño pez negro” y “bura” criadero. Se
asegura que durante las erupciones acuosas del volcán, salían de allí cantidades
de peces (preñadillos) del Ecuador. Que yo sepa, jamás se ha hablado de una
erupción volcánica del Imbabura y en cuanto al nombre del pequeño pez, proviene
sin duda de que los “preñadillos” son abundantes en las aguas que corren sobre la
vertiente de la montaña.

A las 4 pasamos cerca de la población de Otavalo, la que dejamos a nuestra


derecha (altitud 2.500 metros, latitud N 0°, 15’; longitud 0,80° 47’ 30”); la población
no pasa de 8.000 almas y sin embargo se encuentran 5 iglesias y 2 capillas de
peregrinaci6n. A las 5 llegamos al espléndido valle de San Pablo, localizado cerca
de un gran lago. Debía escoger entre dos senderos trazados en el llano, en donde
vi por primera vez llamas criadas como bestias de carga y conducidas por un indio
con poncho de lana negra, pantalón de algodón y sombrero de paja de rara forma
con las alas pequeñas. Me acerqué al hombre para preguntarle cuál de los dos
caminos debía seguir para llegar al pueblo, pero él no hablaba español y yo
ignoraba el quechua; comprendió sin embargo la pregunta y con gestos me indicó
el camino de San Pablo (altitud 2.760 metros). Acababa de presenciar una escena
anterior a la Conquista, un quechua que conducía llamas. El lago también se
conoce con el nombre de Chilpacón, debido a las nutrias que allí viven; se dice
que las aguas contienen abundancia de “preñadillos”. San Pablo se halla al SS O
en la base del Imbabura; es una localidad poco importante y llama la atención el
gran número de chozas indígenas diseminadas sobre el borde del lago, en donde
la vida es fácil por la abundancia de peses y de aves acuáticas. En ninguna parte
de las cordilleras he visto una situación más atrayente que la de este gran valle de
San Pablo, con suave clima (temperatura promedio 14°) con fértiles praderas que
permiten los cultivos de Europa y el engorde de ganado, especialmente de los

481

merinos que en todas partes de las regiones altas, han hecho desaparecer las
llamas.

1 de julio. Al salir de San Pablo a las 8, bajé a Tabacundo en donde me demoré de


las 12 a las 2, para esperar mi equipaje (altitud 2.980 metros, latitud N 0° 7’;
longitud 0). Tabacundo es una población india de 2.000 almas. A las 4
atravesamos el riachuelo Fachicanya, que arrastraba bloques de traquita. A las 6
me alojé en la hacienda de La Chorrera, cerca de una casa de nombre Cocherqui,
extremidad norte del arco medido por los académicos franceses. Me encontraba
en el valle del río Pisque. Desde Tabacundo hasta La Chorrera se encuentran en
la arena fragmentos de obsidiana parecidos a los de los Ubales, cerca de
Popayán.

2 de julio. En La Chorrera (altitud 2.493 metros, temperatura del suelo 11,7°). El


terreno pertenece a este aluvión, o si se quiere al conglomerado traquítico que
nivela toda la región y cuyas capas superiores consisten en arena fina poco
coloreada, que alterna con las capas formadas por una arena negra débilmente
aglutinada. Al llegar a la quebrada vi una magnífica columnata de basalto
prismático de gran altura que soportaba el aluvión y constaté que las columnas de
basalto con formas pentagonales, en varios puntos, recubren parte de un
conglomerado de granos muy finos de color amarillento. Esta masa basáltica, que
no parece tener gran extensión, se encuentra hasta el río Pisque. Había dejado La
Chorrera a las 8 y a las 9 había llegado al puente de Pisque; seguí la orilla
izquierda del río hasta la población de Guaillabamba, a donde llegué a mediodía.
Habría continuado si mi negro, extasiado ante un cordero colgado en la puerta de
una carnicería, no me hubiese suplicado por bien de mi salud, comer costillas de
este animal, haciéndome ver que había comido muy mal los últimos días; me rendí
ante esta excelente razón y el negro descolgó el cordero. Durante este coloquio yo
seguía a caballo y me di cuenta que unos 12 indios se aproximaban a mi
montura:saqué mi sable, lo que fue suficiente para hacerlos desaparecer. Después
de una buena comida, durante la cual mis hombres y yo dimos buena cuenta del
cordero, seguimos la marcha. La cuenta por pagar no era muy alta: 2 francos, sin
contar la chicha. A las 2 pasé el río Guaillabamba por un puente; sus aguas entran
más abajo en el río Pisque, para formar el Perucho, afluente del Esmeraldas que
desemboca en el Pacífico. Fue en ese puente donde, algunos meses más tarde,
asesinaron a mi amigo el coronel White. Quiere decir que actué prudentemente al
hacer huir lejos de mí a los indios que querían acariciar mi mula. Un desperfecto
sucedido a uno de los tornillos de mi barómetro, me impidió verificar la altitud del
paso de Guaillabamba, cosa que lamenté. Después de haber subido durante 2
horas una cuesta rápida, desemboqué en la explanada de Quito. Me alojé en la
hacienda de Las Carretas: el cielo estaba límpido y por primera vez pude ver las
cimas nevadas del Cotopaxi y del Antisana. En esta hacienda hay cultivos de trigo
y de papa, y se cría ganado. La pieza en donde me hospedé estaba invadida por
curíes con los cuales, naturalmente, prepararon la comida; los que escaparon a la
masacre me impidieron dormir por el ruido que hacían.

482

4 de julio. Dejé Las carretas a las 9 de la mañana (altitud 2.773 metros,
temperatura 16°). El camino es muy monótono y después de 2 horas de marcha
divisé Quito. En la calle principal encontré a muchas personas que se detenían
para observarme. Estaba limpio y nadie podía pensar que acababa de hacer tan
largo viaje; antes de mediodía me apeé en casa del señor Valdivieso, ministro de
Relaciones Exteriores. Allí vi a una dama encantadora, quien me miró de pies a
cabeza, luego llegaron los paseantes, que me habían observado, mis futuros
amigos y amigas: el coronel Demarquet, primer edecán del Libertador y la señora
Demarquet, bella mujer, el general Barriga, cuya familia yo había conocido en
Zipaquirá y que acababa de casarse con la viuda del gran mariscal Sucre, quien
se hallaba allí completamente consolada. La señora Dumarquet, era una mujer
hermosa y nada más. Se había puesto a mi disposición el palacio del arzobispo de
Quito en la plaza mayor, el señor Lasso, que había visto en Bogotá en el
congreso, un hombre santo de una perfecta ignorancia; acababa de morir, de
manera que estuve solo en su inmenso palacio: una cama magnífica, sin colchón,
algunos sillones y una mesa. Ningún otro lujo.

La señora Valdivieso me dijo, con una gracia encantadora, que no debía dejar de
ir a comer a su casa en donde no se sentarían a la mesa sin mí. Yo conocía hacía
bastante tiempo la reputación de esta dama, de quien tendré la oportunidad de
hablar algunas veces. Su fisonomía me pareció simpática desde el principio; sin
ser bonita en el verdadero sentido de la palabra, era agradable, tenía una piel
mate y ojos azules o verdes, de acuerdo con la luz; mediana estatura con pies
microscópicos; sus manos no dejaban nada que desear y tenía la elasticidad
andaluza, con un cuerpo que no está aprisionado por un corsé; sus cabellos eran
de bella tonalidad; difícil de describir, parecían de un bello castaño dorado.

Todas estas personas formaban una curiosa asamblea que la casualidad había
reunido a mi llegada a Quito; todas ellas ya han muerto, con excepción creo de
Barriga. He pronunciado algunas palabras de despedida sobre la tumba de mi
camarada el coronel Demarquet, en el cementerio del Pére Lachaise; así mismo vi
morir a su esposa en París y supe que los esposos Valdivieso murieron algunos
años después de mi regreso a Francia.

La misma tarde de mi llegada me retiré al arzobispado y me había sentado en uno


de los grandes sillones de cuero de Córdoba del siglo XVI, cerca de una mesa en
donde escribía mi diario, cuando sentí por dos veces que mi silla se movía. Cuál
no sería mi sorpresa al ver detrás de mí a una joven mestiza, pasablemente
presentada, con un par de cejas arqueadas de un negro profundo que hacían
juego con las trenzas del mismo color.

—“¿Quién eres, qué haces aquí?”


—“Lo he seguido, pertenezco a la casa de la señora Catita” (señora Valdivieso).
—“¿Qué quieres?”
—“Nada”.

483

Era una adhesión espontánea, en absoluto incómoda. La muchacha podía tener
de 16 a 17 años y por ella supe, cada mañana, lo que sucedía en la ciudad. Lo
divertido fue que corrió el ruido, desde que yo habitaba el palacio, que el arzobispo
aparecía por la noche envuelto en una gran capa blanca y el portero juraba que lo
había visto varias veces. La joven mestiza se cubría con una mantilla o rebozo
blanco para sus expediciones nocturnas. En el arzobispado me hallaba
cómodamente instalado y mi negro dormía en la antecámara que abría sobre una
galería exterior; las ventanas de mi apartamento daban a la plaza mayor, en el
centro de la cual se elevaba una fuente, donde también se encuentra la catedral.
La señora Valdivieso había enviado algunos objetos de cocina, lo que permitía a
mi negro preparar el desayuno con chocolate y espléndidos trozos de carne,
fuertemente condimentados.

Generalmente trabajaba en mi casi hasta la 1 y luego iba a almorzar donde mis


huéspedes. La mesa estaba dividida así: arriba, los dueños, los niños, los
extranjeros distinguidos y abajo: un monje franciscano, dos pobres estudiantes de
teología, etc. Nos servían muy bien algunas indias y la comida muy abundante,
consistía en carne proveniente de las haciendas, un pan muy blanco como no se
conoce en Europa, legumbres variadas, confituras, quesos y para beber agua
clara; el monje decía el “benedicite” y la acción de gracias. Después de comer
cada uno se retiraba. La señora se ocupaba de atender al administrador de las
haciendas, el esposo iba a su ministerio y el ejército de jóvenes mestizas y de
mulatas, trabajaban en obras de aguja o hilaban algodón o lana. Por la tarde, entre
7 y 8, había tertulia, una religión sin ceremonia a la que no faltaban los amigos de
la casa. La tertulia tiene un carácter particular y la charla no es general; se forman
grupos separados y en un momento dado se sirve el chocolate con una cena
escogida que cada uno consume donde se encuentre y recibe las porciones de
carne mechada, de locro y de sancocho.

Jamás se jugaba en casa de la señora Valdivieso. Se contaban historias y cuentos


divertidos; los hombres dominaban en las reuniones, pues las mujeres en Quito y
se puede decir que en las grandes ciudades de la América meridional, no salen
sino por la noche, cuando están invitadas a un baile o a una fiesta, ya que cada
una de ellas, tiene tertulia en su casa, lo que se puede definir así: reunión íntima
en un apartamento mal iluminado. Hacía las 10 u 11 de la noche se retiran los
participantes y como la ciudad no tiene iluminación, cada uno se hace acompañar
de sirvientes que llevan linternas, además de machetes. Yo jamás me he aburrido
en una tertulia; allí se encuentran magníficos conversadores, arte que los
españoles tomaron de los orientales. Frecuentaba la casa de la señora de
Valdivieso un anciano presidente de la Alta Corte de Justicia, quien era un
verdadero maestro de la conversación: el doctor Quintana me hizo pasar ratos
muy agradables y lamento no haber anotado sobre el papel algunos de sus
historias.

484

Quito, como todas las ciudades situadas en las cordilleras, tiene un carácter
profundamente monástico. Aun cuando su población se asegura es de 60.000
habitantes, no se encuentran en las calles sino monjes y sacerdotes. El coronel
Demarquet se apresuró a advertirme que, por mi propio interés, debía hacer acto
de presencia en la iglesia, aun cuando no fuera sino una sola vez, con el fin de
establecer que, aunque extranjero, no era un herético. El siguiente domingo, en
gran uniforme, acompañé a Demarquet a la misa mayor en la catedral; lo mismo
que en Caracas y que en Bogotá, las señoras se sentaban al estilo morisco, sobre
un tapete con los pies debajo del trasero, acompañadas de una esclava negra o
de una india que no parecían convencidas con el servicio divino. Allí estaba yo
bastante incómodo conmigo mismo, pero todo llega a su fin: a la salida,
Demarquet me presentó algunas de las amigas de su familia, muchas de ellas
lindísimas.

Creo que Quito es una de las ciudades de los Andes más ricas en edificios: en
primer lugar la catedral con un bello portal, luego el arzobispado (mi residencia), la
casa de Gobierno, el convento de la Compañía de Jesús, el Colegio de los
Jesuitas que comprende algunos establecimientos importantes; la universidad
donde se encuentra grabado sobre una pieza de mármol el resultado de las
observaciones llevadas a cabo por los académicos franceses en 1736 y en donde
se ve un cuadrante solar construido por los mismos sabios, pero que las
oscilaciones del suelo debidas a los temblores de tierra han desplazado de la línea
meridiana. Una parte de la inmensa construcción ha sido entregada al seminario
de San Luis y contiene una biblioteca de 15.000 volúmenes. Más lejos se ha
establecido la casa de moneda. En la época de mi visita se fabricaba allí,
ostensiblemente, moneda falsa; el director falsario era un excelente anciano: en
una palabra, el convento había sido utilizado de varias maneras y no faltaban sino
los jesuitas que habían sido expulsados, ya no sé en qué año (2) .

El convento de San Francisco es un edificio notable que presenta una bella


fachada; se ve todavía una iglesia rodeada de dos capillas dedicadas a San
Buenaventura y a Santa Cantima (sic). Siguen las iglesias del Sagrario de Santa
Clara, de arquitectura liviana, los conventos de Santo Domingo, de la Merced y de
San Agustín y los de monjas como las Carmelitas Santa Catalina y de La
Concepción. Los grandes conventos tienen sus conventillos que son anexos, en
las afueras de la ciudad. Además de las iglesias y de los conventos, hay
parroquias servidas por la clerecía secular, como San Blas, San Roque, San
Marcos y San Sebastián, más 22 capillas repartidas en diversos sitios con
numerosos oratorios establecidos en las casas de los particulares: cada uno
escoge su santo y cada santo tiene su clientela. Además en Quito hay 2 o 3
hospitales muy mal tenidos. Cuando, desde lo alto de una montaña, se alcanzan a
ver todos sus conventos, iglesias y capillas, se hace la reflexión de que esta
población debe ser fanática: no hay nada de eso; lo que sucede es que el pueblo
es supersticioso y practica su religión en la forma que considera más agradable;
las ceremonias del culto les gustan y después de las corridas de toros es allí

485

donde encuentran mayor placer. Yo conocí más de una bella pecadora que me
decía confidencialmente: “Yo peco, me ponen una penitencia, no la cumplo y
vuelvo a empezar”. Todo se reduce a práctica exterior y estoy seguro de que
especialmente las mujeres, no tenían la menor idea de la religión que practicaban
con tanta devoción; muchas de ellas no adoraban a la Virgen María; en cuanto a
Dios, las tenía sin cuidado.

Quito está en la base oriental del volcán de Pichincha a 0° 3’ de latitud sur y 81° 5’
de longitud oeste, del meridiano de París. Su altitud en la plaza mayor es de 2.990
metros y su temperatura promedio de 15° aproximadamente. El suelo es muy
desigual y en varios puntos se han visto obligados a cubrir las hondonadas para
aplanar el terreno. La ciudad tiene agua abundante gracias a varios torrentes, el
principal de los cuales es el Machangara que recibe los riachuelos que nacen en
las pendientes del Pichincha y recibe en Quito, el río Jerusalén. El Machangara,
después de reunirse con los ríos San Pedro y Chicha, forma el Guaillabamba que
más al norte, después de haber tomado el nombre de río de las Esmeraldas,
desemboca en el océano Pacífico. A pesar de la abundancia de agua, los
habitantes raramente se bañan y los indios jamás lo hacen, así que es difícil ver
una población más sucia, que se complace en sus parásitos. Cuando don Quijote
le decía a Sancho Panza que les sería fácil reconocer su llegada a la línea
ecuatorial, porque no encontraría un solo piojo sobre su persona, se equivocaba.
Para darse uno cuenta de la cantidad de piojos que cubrían a la clase baja de
Quito, he aquí el siguiente relato: la cárcel tenía una abertura enrejada que daba
sobre la plaza mayor y por la cual los prisioneros pedían limosna a los viandantes:
desgraciado aquel que rehusaba darles un óbolo pues recibía una descarga de
piojos y qué descarga, que le lanzaban por medio de una pluma de cóndor que
servía de cerbatana. En un extremo de la ciudad se encuentra el «Panecillo” (pan
de azúcar) de una altura de 200 metros; es el “Yavirá” de los indios; allí se había
establecido el depósito de pólvora. Al norte y al sur se extienden dos grandes
altiplanos: Ina Quito y Los Ejidos y también espacios considerables de
rumipampas, campos de piedras cubiertos de bloques de traquitas que la tradición
atribuye a erupciones del Pichincha.

La ciudad está en medio de montañas de gran elevación, desde donde se goza de


un bello panorama de la ramificación de los Andes; en efecto, se ven varias cimas
cubiertas de nieves eternas: el Cayambe, el Antisana, el Cotopaxi, el Corazón, el
Illinisco, el Pichincha y el Cotocachi; fue erigida sobre el sitio del Reino de Quito,
residencia del Inca Huaynacapac y después capital del imperio de Atahualpa. El
capitán Sebastián de Belalcázar la ocupó pacíficamente en el año de 1533, y
desde allí ese conquistador dirigió sus expediciones hasta el Valle del Cauca, con
el resultado de la fundación de la ciudad de Popayán, y la conquista de los jefes
indios establecidos sobre una parte de las cordilleras occidentales y centrales.

Instalé mis instrumentos en una pieza del arzobispado y comencé por determinar
la inclinación de la aguja imantada. El 15 de julio de 1831 a mediodía, la encontré

486

marcando 16,32°. Mi vida pasaba muy agradablemente: cada noche una tertulia;
mi negro permanecía en mi domicilio porque sabíamos que los ladrones de Quito,
de los que tendré ocasión de hablar más adelante, eran muy audaces. Después
de un buen descanso, resolví llevar a cabo una expedición al Pichincha: Humboldt
ya había visitado este volcán y después de mí lo hicieron los señores Visse y
Moreno que llegaron al cráter. En la ciudad tenía como compañeros a 2 señores
con quienes hice muy buena amistad durante mi permanencia en el Ecuador, dos
seres originales, pero muy instruidos: el coronel Hall y el doctor Jameson. Siguen
unas palabras sobre mis dos amigos. Hall llegó al servicio de Colombia como
coronel del estado mayor; tenía unos 40 años, bajo de cuerpo, muy vivo, con la
fisonomía parecida a Sócrates, algo sardónico y había pertenecido al ejército
inglés y como corneta había hecho la guerra en España; fue herido gravemente
por un sablazo que le pegó un dragón francés; estaba casado con una mujer a
quien había dejado por incompatibilidad de humor, pero conservaba con ella
buenas relaciones, como su correspondencia muy activa lo confirmaba; sostenía
pues un amor platónico. El coronel también tenía un amor en Quito, de lo cual me
di cuenta un día cuando le pregunté por qué venía a verme al arzobispado
siempre en viernes y se quedaba todo el día; me respondió en forma sincera y
muy divertida:

—“Usted sabe que vivo en una casa en las faldas del Pichincha con la bonita
mestiza que usted conoce y ella es la que atiende la casa: Ana es la mujer de un
zapatero, muy buen hombre y muy devoto, quien consintió en alquilarme a su
esposa legítima con la condición de que un día por semana podría pasarlo con ella
y que ese día yo me iría, saldría de casa y no regresaría sino después de la
‘oración’ y escogimos el viernes para ese efecto”.

Hacía tres años que el convenio estaba vigente con gran satisfacción de los
interesados. Hall dejó el servicio activo de Colombia, para convertirse en
periodista “de la oposición”.

Páez lo había expulsado de Venezuela y él se mudó al Ecuador con su imprenta.


Le hice caer en la cuenta que era muy imprudente atacar los actos del gobierno y
me respondió que existe la libertad de prensa y que realmente no se podía impedir
que escribiera un periodista, a lo cual le contesté:

—“Sí se puede impedir que escriba”.


—“¿Cómo?”
—“Haciéndolo asesinar”.

Confieso que al pronunciar estas palabras estaba muy lejos de pensar que mi
predicción se realizaría. ¡Pobre y excelente Hall!

En cuanto al doctor Jameson diré que era un hombre que no vivía sino para las
plantas; un coleccionista agente de la sociedad botánica de Londres. Obtuve de él

487

un herbario casi completo de los vegetales de la meseta de Quito, el cual envié a
Berlín por intermedio de Humboldt. Jameson hablaba poco, contestando
lacónicamente a las preguntas que se le dirigían. Hizo llegar a Europa verdaderos
tesoros, una gran cantidad de plantas desconocidas hasta ese entonces; vivía al
aire libre y se acostaba en donde le cogía la noche. En alguna oportunidad Hall lo
recomendó a una familia de Latacunga a donde llegó un día y golpeó a la puerta y
como no le contestaran se acostó a la entrada y así lo encontraran por la mañana,
profundamente dormido. Una joven le aseguró que la había pedido en matrimonio
y se casó con ella y siguió viviendo sin perder independencia. Creo que él aún vive
en Quito y añadiré que los dos ingleses eran amigos inseparables y Jameson era
conocido como “el loco” por la singularidad de su existencia y por su mutismo.

(1)Este temblor de tierra tuvo lugar el 16 de marzo de 1868.

(2)Fueron llamados de nuevo en 1852, bajo la presidencia de mi antiguo


discípulo García Moreno y ocuparon el sitio conocido con el nombre de
convento de los Camilos.

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CAPÍTULO XXII
Ascensión al volcán de Pichincha.
Los picos más elevados en el centro de los cuales se halla el volcán, llevan el
nombre de Rucu Pichincha (Pichincha el viejo); sus cimas siempre están cubiertas
de nieve y la altitud del punto más elevado sería, de acuerdo con Caldas, de 4.736
metros. Un poco al este del Rucu se ve el pico de Guagua Pichincha (Pichincha el
joven). Sobre la pendiente del volcán tuvo lugar el famoso combate de Pichincha,
a una altitud cercana a los 4.000 metros; tal vez la primera vez que se combatió a
tan gran altura.

El 16 de julio, a las 10, subimos al oeste por un camino muy inclinado, hasta una
gran cruz de piedra que se puede ver desde todos los rincones de Quito; luego
siguiendo una pendiente suave, llegamos a la base de un cinturón de rocas, de las
que sobresale el Guagua Pichincha. Marchábamos lentamente deteniéndonos de
cuando en cuando para esperar a los indios portadores de nuestros equipajes y
provisiones; tan pronto pasamos el Guagua, cayó una granizada tan abundante
que toda la tierra quedó cubierta; felizmente se trataba de granizo seco, sin lluvia y
sin rayos; una de esas nevadas tan comunes en las altas regiones, de manera que
no nos incomodó, ni siquiera nos mojó. A las 5 de la tarde, después de 7 horas de
un continuo ascenso, nos detuvimos en “El Machai” de San Diego, en la base de
una enorme masa de traquita que presentaba una excavación. Machai en quechua
significa esas especies de abrigos en donde se puede acampar a refugiarse al ser
sorprendido por un temporal. Nuestros indios trajeron madera, prendimos fuego y
encontramos que las provisiones eran excelentes pues Catita de Valdivieso nos
las había enviado. Después de una buena cena y de una excelente charla,
tendimos las mantas a las 9 de la noche y nos acostamos fuera del machai,
teniendo por encima de nosotros un cielo magnífico lleno de estrellas tan brillantes
que iluminaban el campamento.

El 17, al despuntar el sol que era espléndido, el termómetro marcaba 0,6°; la


hierba estaba cubierta de escarcha y en las cavidades del suelo el agua se había
congelado. La roca del machai es una traquita de pasta fina, gris, con numerosos
cristales de feldespato blanco medio vítreo y algunos otros de piroxeno. Después
de haber atravesado un riachuelo, subimos una pendiente que nos llevó a un filo
de traquita con feldespato vidrioso y al bajar del lado opuesto vimos el arenal, a
donde llegamos a las 8; allí nos apeamos para seguir al volcán. La subida fue muy
penosa porque caminábamos sobre fragmentos de traquita que tenían el aspecto
de piedra pómez, en las cuales se resbalaba fácilmente porque el terreno era muy
suelto. A las 8:30 habíamos llegado a una tronera que se encontraba en un muro
de la roca. Desde el sitio a donde habíamos llegado veíamos el volcán Rucu
Pichincha, al fondo de una especie de pozo de gran diámetro, de 1.500 a 1.600
metros, evaluados a simple ojo. Alrededor de 400 metros de profundidad debajo
del sitio donde estábamos, veíamos una zona de donde se desprendían vapores
489

con fuerte olor a gas de ácido sulfuroso que indicaban la combustión del azufre.
Desde la tronera hasta las bocas volcánicas, los restos de traquita y de pómez
formaban un talud que habría sido peligroso tratar de franquear, debido a la
extrema movilidad del suelo. De todas maneras ensayé, pero habiendo bajado 15
o 20 metros, tuve que reconocer que el terreno huía bajo mis pies y que habría
llegado a la abertura ígnea, más rápidamente de lo deseado. Hall y Jameson me
suplicaron que renunciara a mi ascensión, pues ya me era imposible, inclusive,
volver a subir; apenas había logrado un metro, fui arrastrado por las piedras que
resbalaban debajo de mis pies; por fin Hall me lanzó una cuerda que tuve la
felicidad de agarrar y así desapareció todo el peligro y muy a tiempo, porque se
presentó una niebla tal, que me encontré en la oscuridad. De todas maneras la
expedición había tenido el resultado de poder afirmar que el Pichincha estaba en
actividad, tanto como el volcán de Pasto, pero menos que el Cumbal.

Para llegar a las bocas del Pichincha habríamos tenido que seguir el riachuelo por
donde bajan las aguas fluviales que reciben los terrenos donde se hallan los
cráteres. El recinto está limitado por muros de traquita muy elevados que parecen
cortados verticalmente y cuyas cimas he recorrido para reconocer la constitución,
que por cierto difiere poco de la que presenta la roca del machai. Los cristales de
piroxeno son más numerosos y dispuestos por bancos de tal simetría que la roca
parece formada de cintas. En los bloques de rocas aisladas, dispersos sobre el
arenal, se reconoce la traquita y acercándose al Mirador, desde donde se ve el
fenómeno volcánico, son pedazos de piedra pómez, de tamaño suficientemente
reducido para constituir la gravilla móvil sobre la cual es tan difícil caminar. Es
impasible indicar el origen de esas traquitas de pómez que no se ven in situ en
ninguna parte. ¿Serán fragmentos que han sido dejados en ese sitio por el
volcán? Para gozar de la vista de los cráteres es necesario llegar al Mirador muy
temprano en la mañana, porque a menudo después de levantarse el Sol, la gran
cavidad donde quema el azufre se llena frecuentemente de una espesa niebla que
fue lo que sucedió cuando me pescó Hall. Más allá del Mirador, desaparece esta
niebla, como si se hubiese disuelto en el aire.

He aquí cómo explico el fenómeno: el viento soplaba del Este, lo que


generalmente es el caso en las altas montañas del Ecuador cuando hace buen
tiempo. El aire pasa rápidamente sobre la cresta de las rocas en donde nos
encontrábamos; ese viento frío, al entrar en contacto con el aire cargado de
humedad que se eleva de los cráteres, determina de inmediato una precipitación
de vapor y la consiguiente formación de niebla que la corriente arrastra hacia el
Oeste. Se habría podido pensar que era del filo de la traquita de donde salían los
vapores, pero tan pronto cesaba el viento del Este, la niebla desaparecía y
entonces se podía ver muy claramente la combustión del azufre.

Al abrir el barómetro en el Mirador a las 10, encontré que la altitud es de 4.800


metros y la temperatura de 5° Al tomar como profundidad del cráter 400 metros, se

490

puede calcular que la altura total de 4.400 metros, se encuentre a 1.480 metros
por encima de la plaza mayor de Quito, pero esas cifras son aproximadas.

Hace alrededor de un siglo, en junio de 1742, La Condamine y Bouguer habían


hecho una ascensión al Pichincha, con la esperanza de ver el volcán que
llamaban el “Vesubio de Quito”. Fue una empresa desafortunada que tuvo su lado
simpático: su primera tentativa se llevó a cabo el 12 de junio; salieron de la ciudad
a las 2 de la tarde y un poco antes de la puesta del Sol, los dos académicos
llegaran al punto más alto que se puede alcanzar a caballo, lo cual
indudablemente debió ser cerca a San Diego. Había caído tanta nieve las noches
anteriores que no se veía ni rastro del sendero. Los guías desorientados huyeron,
mientras que La Condamine trataba de reconocer el espesor de la nieve
acumulada en una hondonada que había que atravesar para llegar a la tienda de
las observaciones, donde se hallaba Bouguer. La mula estaba a cargo de un joven
indio y se trataba de llegar a una hacienda situada mucho más abajo. La noche
sorprendió a La Condamine y a las 8 juzgó conveniente tomar la delantera para ir
en busca de socorro; pero la niebla era tan espesa que le fue imposible encontrar
la dirección: entró en un pantano y se caía a cada paso que daba, era media
noche y esta triste situación duraría todavía 6 horas; aprovechando una claridad,
nuestro viajero vio la cruz de piedra e hizo esfuerzos increíbles para llegar allí,
confiando en que le sería más fácil orientarse. La niebla redoblaba y cuando había
llegado a la zona en donde ya no nevaba, comenzó a llover. Al fin pudo llegar a la
cruz, pero las tinieblas habían aumentado desde que la Luna se había puesto y
temiendo perderse se detuvo en el centro de un montón de hierba. Su estado era
indescriptible: sin víveres y completamente mojado. Aquí dejo hablar al
académico:

“Me acurruqué envuelto en mi capa, habiendo pasado el brazo por la brida de la


mula para dejarla pacer más libremente; así dejé pasar la noche, con el cuerpo
mojado y con los pies en la nieve fundida; en vano los agitaba para procurarles
calor por medio del movimiento. Hacia las 4 de la mañana no los volví a sentir y
creí que se habían congelado totalmente y estoy convencido todavía de que no
habría escapado a este peligro difícil de prever en un volcán, si no se me hubiese
ocurrido un medio que me dio resultado: los calenté por medio de un baño natural
que dejo adivinar al lector; el frío aumentó al amanecer y con los primeros rayos
de luz vi a mi mula y la creí petrificada. Al fin, hacia las 7, todo cubierto de
escarcha, pude bajar a la hacienda; el mayordomo estaba ausente y su mujer,
asustada con mi aspecto, salió corriendo”. La Condamine hizo encender fuego,
volvió a reunirse con su gente, que lo había abandonado, y quienes llegaron
totalmente secos, en comparación con lo empapado que él estaba. Desde que
habían visto la niebla, se habían detenido, encontraron un abrigo, habían cenado a
discreción con sus provisiones y habían pasado buena noche. El francés regresó a
Quito de donde salió al día siguiente a las 7 de la mañana. Después de una
marcha penosa encontró a Bouguer, quien lo esperaba desde hacía 2 días. El 17
de junio, los dos académicos, después de tremendas dificultades, llegaron a la

491

cima de una roca, desde donde divisaron con facilidad la boca del volcán, una
abertura redonda, del lado oriente (La Condamine estimó su diámetro entre 800 a
900 toesas) bordeadas de rocas escarpadas, cuyas cimas estaban cubiertas de
nieve. Esta gran hondonada estaba separada en dos por una especie de muralla y
no se distinguían rastros de humo. Un viento glacial que les helaba los pies y las
manos, obligó a los científicos a regresar a su tolda; después de haber asistido a
una erupción del Cotopaxi, regresaron a Quito. Como cosa curiosa se debe anotar
que cuando la ascensión de Bouguer y La Condamine, los bordes del Pichincha se
hallaban bajo la nieve, mientras que en julio de 1831, no la había. Los académicos
notaron sobre esta nieve huellas de algunos animales especialmente los leones.
Yo recuerdo que cuando acampaba en la base del Tolima fui importunado, durante
una noche, por los rugidos de los tigres.

Bouguer y La Condamine, Humboldt y yo, habíamos logrado llegar a la cima del


Pichincha y habíamos podido confirmar la presencia de fuego en las
profundidades que dominábamos pero se debe a los señores Visse y García
Moreno, una descripción completa del volcán a cuyos cráteres llegaron en el curso
de viajes efectuados en enero de 1845 y en agosto de 1846. Resumiré aquí el
informe que dirigí a la Academia de Ciencias, basándome en la memoria de estos
intrépidos exploradores, pero ante todo, quiero presentarlos: ambos fueron mis
amigos y murieron prematuramente; el uno, García Moreno fue mi discípulo y
nació en Quito. Llegó a Francia para estudiar ciencias y de regreso a su patria
entró en la vida política y fue presidente, o más bien director de la República del
Ecuador: después de haber pacificado el país y dominado el militarismo, mantuvo
el orden durante 15 años, pero fue asesinado por una banda de demagogos, en
las escalinatas del altozano un día que salía de la catedral. García había hecho
regresar a los jesuitas a Quito, pues era un clerical determinado y convencido;
después de su muerte no se ha podido volver a gobernar el Ecuador. Era hombre
de voluntad de hierro y es extraño que no habiendo pertenecido al ejército, haya
podido dominar todas esas ambiciones malsanas de los jefes militares que habían
gozado hasta allí de una gran influencia.

Los habitantes de Quito habían conservado el recuerdo de los padres de la


Compañía de Jesús: y leí en las salas de sesiones del congreso, en enormes
caracteres trazados sobre el muro, la frase “¡Honor a los jesuitas!” Así que cuando
regresaron fueron vivamente aclamados y con felicidad de todos se vio que García
los había colocado a la cabeza de la educación.

La iniciación de la carrera del señor Visse fue extraordinariamente penosa: de


familia pobre de Pont-a-Mousson, se presentó en el ejército para ayudar a su
madre que en ese entonces se hallaba en la miseria. Fue incorporado en la
artillería, en donde pudo seguir con éxito la escuela regimentana, debido a que era
inteligente y que había recibido instrucción primaria y pronto fue nombrado
sargento mayor. Como gozaba de la estimación de sus jefes, fue propuesto varias
veces para el grado de oficial de los inspectores generales, solicitud que siempre

492

fracasó ante el prejuicio de que había entrado al ejército como soldado raso. No se
tuvo en cuenta el afecto a su madre: si había entrado así, era que se había
vendido. Habiendo expirado su contrato, Visse se retiró del servicio y después de
haber trabajado en el laboratorio del College de France, entró como jefe de obras
en Puentes y Calzadas; ocupaba esta posición cuando Regnault lo presentó a
García Moreno, entonces presidente del Ecuador, quien se había dirigido al
gobierno de Francia para conseguir un ingeniero instruido. Visse llevó a su familia
a Quito, donde vivió algunos años en excelente situación; aprovechando sus
conocimientos científicos hizo llegar al museo una bella colección geológica del
nuevo país y envió a Regnault muestras de aire atmosférico, obtenido de las
cordilleras, el cual fue analizado por el ilustre físico. En medio de sus trabajos y
cuando gozaba de una honorabilidad muy bien adquirida, y de una vida muy
activa, sufrió una congestión cerebral que lo llevó a la tumba. Sus últimos
pensamientos fueron para mí en agradecimiento a los modestos servicios que le
había podido prestar; no tuvo tranquilidad sino hasta cuando consiguió los
pescaditos “preñadillos” (pimelodes cyclopum) que viven en los riachuelos que
bajan del Cotopaxi y que Humboldt ha descrito: era una promesa que me había
hecho cuando yo le conté, un día en París, cómo me había perdido las muestras
que me disponía a llevar a Europa. Yo había puesto buena cantidad de
“preñadillos” en un bocal con ron,. pero al atravesar las selvas del Chocó, el indio
a quien se los había confiado, no pudo resistir el deseo de beber el ron y según lo
confesó, encontró tan delicioso el primer pescadito, que acabó por comérselos
todos. Tal vez tenía razón el indio: los peces “al licor” deben ser un alimento muy
delicado. Hay que tener en cuenta que los japoneses son de paladar menos
refinado, ya que se comen los peces crudos. Mientras tanto y gracias a Visse, hice
muy felices a los naturalistas de Estocolmo y de Cristianía, al hacerles llegar
especimenes de los “preñadillos”.

El 14 de enero de 1845 a las 3 de la tarde Visse y García salieron para pasar la


noche en una pequeña choza en Sloa (sic) al pie del Pichincha, a donde llegaron a
las 7:30. El 15 salieron de allí a las 7 de la mañana y se apearon en el limite de la
vegetación para subir una fuerte pendiente, cubierta de una pómez muy fina; los
viajeros llegaron a las 11:30 al punto más elevado; infortunadamente la niebla les
impidió ver el fondo del cráter; se encontraban a una altura absoluta de 4.775
metros; el agua hervía a 85,16° y la temperatura del aire era de 8,1°. La altitud era
muy cercana a la que yo había registrado en el Mirador. Al levantarse la niebla
ellos vieron claramente el muro de rocas en dirección del NNE al SSO que separa
el cráter en dos partes: era mediodía cuando Visse bajó por el terreno movedizo
hasta el cráter oriental, al que encontró ser de una altitud absoluta de 4.447
metros, es decir, inferior a 328 metros a la del pico donde había hecho hervir el
agua; atravesaron la muralla que separa los dos cráteres, pasando por el punto de
más fácil acceso en un sitio en donde la altitud no excede de 4.597 metros; fue
entonces cuando se comenzó a sentir el olor del ácido sulfuroso. En seguida
bajaron dentro del cráter occidental, cuyo piso tendría 4.172 metros de altura
absoluta, o sea, 275 metros menos que la altura del piso del cráter oriental. Una
493

vez sobre el filo de la separación de los cráteres se nota dentro del occidental, un
montículo de donde salen numerosas fumarolas; su cima tiene una altitud absoluta
de 4.322 metros, o sea una altura de 150 metros por encima del fondo.

La lluvia caía mezclada con granizo; los riachuelos se convirtieron en torrentes,


por todas partes aparecían cascadas que arrastraban bloques de rocas, la
situación se había convertido en peligrosa y los viajeros resolvieron regresar al
pico en donde habían hecho hervir el agua, a donde llegaron a las 7 de la noche;
los indios y las mulas habían desaparecido. Visse y García anduvieron errantes en
la oscuridad hasta que encontraron una cabaña en donde pudieron pasar la noche
cerca del fuego. Al día siguiente los exploradores regresaron a Quito,
prometiéndose llevar a cabo otra excursión antes de la época de las lluvias, pero
este proyecto no se realizó sino al año siguiente en 1846.

El 11 de agosto fueron a pasar la noche a El Corral (altitud 3.693 metros). El 12


llegaron a caballo al arenal y luego subieron por un piso movedizo de piedra
pómez, una pendiente de 25° a 35°; necesitaron hora y media para subir 470
metros y poder llegar al filo del cráter, en donde comenzaron el levantamiento del
plano y regresaron por la tarde a El Corral. El 13 subieron a caballo hasta la punta,
cargados de instrumentos; un indio llevaba víveres, vino y hielo; bajaron al cráter
oriental; a las 2:30 llegaron a su destino, después de haber bajado 320 metros. El
fondo del cráter oriental no es sino una hondonada seca que se convierte en
torrente cuando llueve; allí se estableció el campamento a una altitud de 4.400
metros. Por la noche la temperatura del aire fue de -2°. El 14 emplearon toda el
día en levantar el curso del torrente; el 15, remontaron el lecho seco hasta una
altitud de 4.547 metros, que es el punto más bajo del muro que separa los dos
cráteres; por allí bajaron los exploradores a la parte occidental del volcán. Este
cráter, más o menos circular y de un diámetro cercano a los 450 metros, tiene la
apariencia de un embudo; sus paredes son inclinadas en 50° a 70°; por el fondo
corren dos torrentes que se unen hacia el Oeste para salir por una abertura. En la
extremidad occidental se eleva un cono, cuyo punto culminante tiene una altitud
absoluta de 4.178 metros, o sea una altura de 80 metros por encima del fondo.
Este montículo está rodeado por los dos torrentes, de manera que cuando cae una
fuerte lluvia, aparece como una isla. Es sorprendente encontrar en este abismo
tierra vegetal cubierta de juncos, especialmente una planta vigorosa la “achupalla”
de los quechuas, de la familia de las bromeliáceas y que se parece a las piñas.
Todas las bocas volcánicas, activas o apagadas, están situadas en la
protuberancia que Visse ha designado con el nombre de “cono de erupción”, no
muy acertadamente según mi opinión. Estas bocas o más bien orificios, se hallan
agrupados en un círculo de 25 metros de diámetro, aproximadamente. Al llegar a
la parte superior del cono se ve el grupo más considerable de orificios, dentro de
un embudo de 80 metros de diámetro y de 20 metros de profundidad, que muestra
el índice de los cataclismos más aterradores: pedazos de roca hasta de 4 metros
en sus 3 dimensiones, a pilados y de donde salían abundantes chorros de vapor.

494

El francés contó 70, que arrastraban gas de ácido sulfuroso y gas sulfhídrico; creo
que se debe añadir gas de ácido carbónico y vapor acuoso que mi amigo no
especifica por no tener a su disposición otro sistema de análisis que el olfato. Los
vapores salen de algunos orificios con silbidos comparables a los que provienen
de las locomotoras. La superficie de las rocas en contacto con los gases
producidos por el fuego volcánico, estaba tapizada de cristales aciculares de
azufre o recubierta de azufre fundido en una especie de escoria de color verde,
depositada en placas semividriosas de 2 centímetros de espesor. Visse y García
Moreno salieron del cráter occidental a las 3 de la tarde con tanta niebla que les
fue imposible reconocer el camino que habían seguido en la mañana; para colmo
de desgracias comenzó a caer una lluvia que duró el resto del día y toda la noche.
Al subir una hondonada el último corrió un serio peligro: un trueno espantoso
retumbó en las alturas e inmediatamente pasaron a dos metros de su cabeza,
fragmentos de roca disparados como proyectiles con silbidos horribles; podría
haber sido arrastrado por este alud que el rayo había desencadenado desde la
cima de la montaña. Aquí recordaré que sobre la pendiente del Tolima, Goudot y
yo corrimos un peligro análogo, pues durante los 10 minutos que nos costó
atravesar un espacio abierto, estuvimos expuestos a los proyectiles que parecía
lanzar la nieve del volcán; a las 5 de la tarde Visse y García se hallaban en el
cráter oriental, teniendo por toda comida pedazos de hielo; la lluvia no les permitió
acostarse, pasaron la noche acurrucados cerca de una roca, con la cabeza entre
las rodillas, al estilo de los indios. El 16 tomaron de nuevo el camino al despuntar
el día y llegaron a las 9 a la cima del volcán y en la tarde se hallaban de regreso
en Quito.

De acuerdo con las observaciones hechas por Visse, resulta que el diámetro total
de los dos cráteres es de 1.500 metros en la parte superior y de 700 metros el del
fondo. Las paredes gigantescas del volcán ennegrecidas por el tiempo, la débil luz
que recibe el fondo del abismo en donde los rayos del Sol no penetran sino de las
9 de la mañana a las 3 de la tarde, los vapores que salen de una profundidad de
750 metros dan al Pichincha un aspecto siniestro característico. ¡Un volcán en el
fondo de un pozo! La piedra pómez en fragmentos y las cenizas, debido a su
liviandad, pueden ser lanzadas por encima de los muros de traquita y arrastradas
a grandes distancias; en cuanto a los bloques de roca, si admitimos aún que
pueden ser lanzadas a grandes alturas en las erupciones, vuelven a caer al sitio
de donde salieron y allí se amontonan. En esta interesante descripción del
Pichincha, caigo en la cuenta que no se hace mención de incandescencia. De los
orificios sale un vapor recalentado, determinado por la combustión de azufre, ya
que hay formación de ácido sulfuroso; pero la combustión tiene lugar en el interior;
en una palabra, el vapor del azufre quemaría por dentro, para emplear la
expresión usada en los laboratorios para indicar que en una boquilla el gas quema
sin luz aparente en la parte superior. De manera que estos exploradores no dieron
cuenta de las luces errantes, parecidas a fuegos fatuos, ya señaladas por
Humboldt, ni de las llamas que Hall y yo podíamos ver claramente desde lo alto
del Mirador, en el cráter occidental. Es así como en el volcán de Pasto no observé
495

ningún fenómeno ígneo, aun cuando el vapor de los orificios fuera la
suficientemente caliente para fundir el estaño, pero no el plomo. El Pichincha tiene
sus analogías con el Azufral de Túquerres por la producción de azufre y de gas,
sin ninguna apariencia de fuego. El único volcán, verdaderamente incandescente
que he observado, es el de Cumbal, de resto los volcanes tienen su estado de
reposo y sus paroxismos.

Las aguas que recibe el Pichincha corren hacia el Noroeste y entran en el Yana
Yacu (río de fuego), en el Nambilbo y se reúnen en el río Blanco, uno de los
afluentes del Guaillabamba, que desemboca, como ya lo he dicho, en el mar del
Sur.

Visse me ha hecho llegar, con la descripción de sus dos exploraciones del


Pichincha, vistas de los cráteres tomadas desde diversos puntos y un mapa muy
detallado de los alrededores de Quito, que contiene cotas de altitud muy
numerosas que permiten formarse una idea precisa de la topografía de ese
terreno volcánico. Por el camino de Guaillabamba a Quito, encuentro como altitud
de la población 2.140 metros; las altitudes que se encuentran en la meseta son las
siguientes:

2.796 Chinguillina
2.797 Ina Quito
2.821 La Carolina

Se puede decir que Quito está en la base del Rucu Pichincha y que la distancia en
línea recta no excede de 10.700 metros que es lo que explica la frecuencia con
que se sienten temblores en esta ciudad y también cuando se conoce la singular
conformación del volcán se entiende la rareza de las erupciones, que hubieran
ocasionado grandes desastres. Independientemente de lo que digan las crónicas,
es posible que nunca haya habido erupciones volcánicas, diferentes a las lluvias
de piedra pómez y de cenizas. Humboldt dice que cuando se trata de discutir la
veracidad de los fenómenos de los que se conservan recuerdos en el Nuevo
Continente, es difícil remontarse más allá del Descubrimiento y de la Conquista
española. Estas fechas sí podrían darse por ciertas cuando los sucesos tuvieron
lugar bajo el reino de los incas. En lo que se refiere al Pichincha, se citan
erupciones de 1534 a 1660.

De la primera da fe el conquistador mexicano Pedro de Alvarado quien tuvo la


temeridad de subir a la cabeza de 230 jinetes, desde el puesto de Pueblo Viejo,
sobre el mar del Sur, hasta la meseta de Quito, a través de espesas selvas; llegó a
Riobamba, después de haber perdido la mayor parte de su escolta, hombres y
caballos. Los españoles se espantaron por una lluvia de cenizas que cegaba y que
salía de la cima de la montaña en efervescencia. Durante varios días el aire
estuvo lleno de polvo que vomitaban las llamas con acompañamiento de truenos
subterráneos; después de todos los sufrimientos causados por el hambre y el frío

496

en su rápido camino para llegar a la meseta de Quito, Alvarado a quien los
mexicanos llamaban “el hijo del Sol”, debido a sus cabellos rubios, fue
dolorosamente impresionado al ver huellas de herraduras sobre un terreno
arenoso; perdió la esperanza de ser el primero en llegar a robar los tesoros de
Quito; otros aventureros que seguían a Belalcázar lo habían precedido. El 17 de
octubre de 1566, el Pichincha vomitó durante 24 horas una lluvia de cenizas que
cubrió todas las llanuras de la provincia; un mes después del 17 de octubre, las
cenizas cayeron más abundantemente; los indios se refugiaban en las montañas
para escapar de esta calamidad y durante todo el siglo XVI todos los Andes, Chile,
Quito y Guatemala, se encontraron en un estado temible de irritación volcánica.

En dos raras biografías dedicadas a las obras milagrosas de la beata Mariana de


Jesús, cuyo nombre místico era “Azucena de Quito”, escritas por dos jesuitas,
Jacinto Morán de Butrón y Tomás de Gijón, hablan del Pichincha, pero no
contienen detalles sino de la erupción de 1660.

Dice Butrón: “desde la aterradora escena de 1580 el volcán estaba en descenso;


pero el 27 de octubre de 1660, entre las 7 y las 8 de la mañana, la ciudad de Quito
se encontró en gran peligro en medio de tremendos crujidos, parecidos a truenos.
Pedazos de roca, torrentes de resma y de azufre bajaban al mar a lo largo del
Rucu Pichincha. Las llamas se elevaban por encima del cráter; pero la lluvia de
ceniza que caía en Quito y la misma situación de la ciudad, no permitían verlas. A
la ciudad no llegaban sino cenizas y ‘lapilli’ (cascajo); el suelo de las calles subía y
bajaba como las olas del mar y a los hombres y a los animales les costaba trabajo
mantenerse en pie. Esas erupciones duraron 8 a 9 horas sin interrupción y al
mismo tiempo la lluvia de ceniza envolvía la ciudad en una oscuridad profunda.
Todo el mundo corría por las calles con linternas, pero las llamas quemaban
difícilmente y no iluminaban sino los objetos cercanos. Los pájaros caían muertos
en el suelo, asfixiados por el aire espeso y negro” (Humboldt, segunda Memoria
sobre los Volcanes del Altiplano de Quito). En este cuadro, tal vez un poco subido
de color, el índice de la erupción fue únicamente la lluvia de cenizas que cayó
sobre la ciudad; lo amenazante para los habitantes fue un espantoso temblor de
tierra y ellos no fueron conscientes de lo que sucedía en el fondo del abismo en
donde están situadas las bocas volcánicas. Los productos de la erupción como
bloques de roca y barro sulfuroso, fueron arrastrados por los torrentes, cuyas
aguas se dirigían hacia el mar del Sur.

Quito se halla en la base de un volcán, pero lo que le da seguridad es la situación


de los cráteres, colocados a gran profundidad dentro de un recinto circular
formado por rocas; así que en ninguna parte, en las cercanías de la ciudad, se ven
vestigios de erupción, salvo algunos depósitos de piedra pómez. Esta es una
seguridad que no tienen otras ciudades; cuando la boca del volcán se halla cerca
de la cima, las erupciones de barro bajan hacia la base, destruyendo todo lo que
encuentran a su alcance. Por ejemplo, las cercanías de Popayán fueron
destruidas por masas de lodo sulfuroso salidas del Puracé; en una época anterior

497

el valle del Magdalena, en diversos puntos, tuvo que sufrir por torrentes de lodo y
de nieve fundida que bajaban de los volcanes del Tolima y del Ruiz. En los
cataclismos atribuidos a fuegos subterráneos se agita generalmente el suelo y en
el curso de los desastres a los que se asiste, no siempre se distinguen los efectos
ocasionados por las materias volcánicas y los que han sido resultado de las
trepidaciones del suelo causadas por temblores de tierra.

De acuerdo con Ulloa, el Pichincha estaría a 25 leguas de las costas del mar del
Sur. Quito está construido entre dos llanuras: al norte la de Maquito y al sur la de
Turubamba. Son vastas llanuras de un largo de dos a tres leguas; al llegar a la
ciudad, ambas se estrechan y es cerca de la protuberancia del Panecillo, donde
tiene lugar la unión. La Provincia del Ecuador se extiende sobre esta llanura de los
Andes, siguiendo bien una línea única, o bien sobre tres líneas paralelas, unidas
por estrechas cadenas que forman cuencas de una altitud promedio de 2.600
metros, pero dominadas por montañas de tal elevación, que ofrecen el curioso
espectáculo de cimas cubiertas de nieve, junto con las llamas de los volcanes.
Considerado en conjunto el estado ecuatorial, comienza al norte de Popayán y se
extiende al sur hasta Piura, presentando la zona volcánica, cuya existencia está
marcada por el Puracé, el Pasto, el Túquerres, el Tunguragua, el Pichincha, el
Antisana, el Cotopaxi y el Sangay, línea que se ve interceptada por el Cayambe y
el Chimborazo.

La raza india domina en toda la región. En Quito se considera que es la tercera


parte de la población; los mestizos corresponden a otra tercera parte. Los
quechuas recuerdan, por su fisonomía, a los muiscas de Bogotá: tez cobriza,
cabellos abundantes, rudos y negros, imberbes, sin vello; nariz pequeña y
delgada, que se curva hacia el labio superior. El quechua, como el muisca, es
ceremonioso, perezoso e indiferente a todas las comodidades que ofrece la vida;
hace trabajar a su mujer, quien hila y teje la ropa. Como en toda la cordillera, la
habitación es una cabaña en la que se encuentran ollas de barro, algunas gallinas,
un cerdo y algunos cuyes. La familia no se desviste jamás y duerme acurrucada
sobre pieles de oveja.

En Quito, los indios, especialmente los mestizos, se convierten en hábiles obreros


y aun en artistas, pintores y escultores, dotados de una gran aptitud de imitación.
Lo único que hace salir al quechua de su alelamiento habitual es una fiesta. Su
inclinación a la ebriedad es tal, que es un triste espectáculo el fin de una orgía.
Todos caen entremezclados, sin preocuparse si están cerca de la mujer de otro o
de su propia hermana o de su hija, de manera que olvidan todo. Los curas vienen
ordinariamente a terminar el escándalo, rompiendo las ollas llenas de chicha.
También se encuentra entre la población blanca el gusto desenfrenado de la
danza, casi al mismo grado que en las castas inferiores. Los fandangos son más
frecuentes y más licenciosos que en cualquier otra parte y acompañados de las
posturas más extravagantes.

498

La base de la alimentación de los quechuas es el maíz en arepas o transformado
en “machea”, obtenido al tostarlo después de haberlo molido; el maíz es el
alimento de la raza cobriza. Lo he visto consumir por los indios del Cauca durante
los viajes; llevan la “machea” en un taleguito de tela, llamado “cicrito”. Se llevan a
la boca, sucesivamente, dos o tres cucharadas y la pasan, después de haberla
conservado algún tiempo; en seguida beben agua o chicha. El idioma de los incas,
el quechua, es todavía el de los indios que no hablan español cuando viven
aislados y que sólo hablan con dificultad en las ciudades. En Quito, los hijos de los
blancos no comprenden sino el quechua por la razón de que sus nodrizas y
generalmente los sirvientes, son de raza india.

El cristianismo —de acuerdo con la opinión de los misioneros que he consultado—


no ha progresado en absoluto entre los quechuas. No les desagradan las
ceremonias del culto; les gusta bailar en las iglesias al son de la pandereta, lo que
les es permitido en el curso de las fiestas, costumbre que se ha conservado casi
en todas partes en las cordilleras. En lo que se refiere a las prácticas religiosas,
los indios no se someten sino por la fuerza. En la confesión niegan todos sus
pecados y el sacerdote se ve obligado, para hacerles hablar, de decirles lo que
deben haber hecho y de ahí resultan las confusiones menos castas. El neófito
aprende de su confesor cosas que habría podido ignorar; todos los trabajos que
cuesta en las misiones, catequizar a los indios jóvenes, se pierden. No se logra
hacerles aprender los más sencillos principios de la religión. Lo que saben son las
tradiciones de la religión de los incas: un poderoso espíritu, invisible, que llena el
mundo y que no se puede encerrar en un templo; tradiciones delimitadas por el
tiempo transcurrido. Lo que sí es cierto es la indiferencia y posiblemente, el
desprecio que el quechua siente por la Iglesia cristiana. Los monjes hacen todo lo
que pueden para inculcar la doctrina, trabajo difícil cuando se trata de instruir por
la palabra. En los campos, cada cura tiene un indio ciego, cuya función consiste
en repetir la doctrina sin cesar; está colocado en el centro de la escuela en donde,
en un tono que va entre la oración y el cántico, recita las oraciones que el auditorio
repite. Ulloa, al establecer este hecho en un informe al gobierno español, añade
que con ese sistema de instrucción los indios de 60 años no tienen más
conocimiento de la religión del que pueden tener los niños chiquitos.

Los matrimonios de los quechuas tienen lugar como los de los muiscas de Bogotá:
el indio vive algunos meses en concubinato con su novia; si les conviene, el cura
los casa y si no, se separan para un nuevo ensayar. El indio es ladrón y el
quechua es, sobre todo, un pillo hábil; por la tarde puede robarle el sombrero a un
viandante y robar en la iglesia, mostrando en la abertura anterior de su poncho un
par de manos juntas en cera, mientras le roba a su vecino. La habilidad del
quechua es grande cuando de robar se trata; así sucedió que el coronel Hall y yo
estando sentados a la puerta de un potrero, vimos pasar dos indios que llevaban
una magnífica mula blanca, parecida por su tamaño y su aspecto a la mula negra
que yo había dejado allí; así se lo comuniqué a Hall, quien de inmediato arrestó al
indio. Era mi mula negra, sobre la que habían aplicado una capa de pintura

499

blanca. Después de haberla hecho lavar, el color negro reapareció y los ladrones
se retiraron no sin haber recibido un buen castigo.

El quechua aislado es cobarde, pero vale la pena desconfiar de un grupo de estos


indios. Se vuelven agresivos y son capaces de llegar a todos los excesos, cosa
que tuve oportunidad de constatar porque, si Hall y yo no hubiéramos tenido las
costumbres de la vida militar, habríamos seguramente sido víctimas de un tropel
de quechuas. Explorábamos el campo al sur de Quito y al llegar a la salida del
llano de Turubamba, subíamos montados en excelentes caballos un camino que
desemboca en un bosque; íbamos al paso y vimos que se acercaban a nosotros
algunos indios, cada uno con un garrote; la cantidad aumentó y pronto pude contar
una quincena de individuos, uno de los cuales tuvo la osadía de golpear mi
caballo. Le dije a Hall: “¡sable en mano y carguemos!” En un instante salimos de
los importunos, quienes se refugiaron sobre los montículos, hasta donde no
podíamos llegar. Así pudimos continuar nuestro camino sin que nos molestaran.

El artesano, indio o mestizo, ejerce su oficio con una seriedad increíble. He aquí
un ejemplo: una bella dama cuyo marido comerciaba con la China, me regaló una
pieza de lino de Nankin. Hice venir un sastre quechua, pura sangre, vestido a la
usanza de los incas; pantalón, poncho negro, camiseta y sombrerito de paja, y le
pregunté si podía hacerme un pantalón. Contestó en tal forma que creí que me
decía que podía hacer dos. “Con la mayor facilidad”, me respondió. Viéndolo como
con tanta facilidad y no teniendo ninguna idea del tamaño de la pieza, contraté con
el maestro la hechura de cuatro pantalones. Estuvo de acuerdo y como le dijera
que tomara mis medidas me aseguró que no era necesario: diré que debía tener
un excelente ojo y ocho días después el artista estaba en mi casa, abriendo un
paquete en el que había cuatro pantalones para niño. Le di las gracias y le pagué
lo convenido. Admiré la impasividad de este indio. La raza cobriza disimula
perfectamente sus sentimientos. Ulloa cuenta que iban a ahorcar en Quito a dos
malhechores, un criollo y un indio; mientras que el blanco se desesperaba ante el
cadalso, el quechua no manifestaba la menor emoción.

El indio es de constitución vigorosa y hay ancianos centenarios, todavía bastante


robustos, atribuyéndose esta larga vida a la sobriedad.

El clima de las cordilleras es saludable y la enfermedad más temida es la viruela;


es esporádica y aparece cada 7 u 8 años, así para la absorción de ciertos
miasmas no se renueva sino en épocas bastante distantes unas de otras
(Humboldt “Nueva España”, t.1). En México esta enfermedad (matlazahuatl)
demora el crecimiento de la población. En 1770 se llevó a 9.000 habitantes de la
capital; una parte de la juventud mexicana pereció en este año fatal. En 1797 una
epidemia fue menos mortal debido al interés con que se había propagado la
inoculación, porque no fue sino en 1804 cuando se difundió la vacuna: los barcos
de la marina real la llevaron a las colonias de América. Humboldt consigna un
hecho importante: hasta el mes de noviembre de 1802 no se conocía la vacuna en

500

Lima. La viruela hacía su agosto en las costas del mar del Sur cuando el “Santo
Domingo de la Calzada” que iba de España a Manila con alimentos conservados,
atracó en el Callao, el doctor Unanue, profesor de anatomía, tuvo la feliz idea de
vacunar a varios individuos en Lima. No se vio crecer ninguna pústula: el virus
parecía alterado. El doctor Unanue observó que los que habían sido vacunados
tuvieron una viruela especialmente benigna y se sirvió de esta vacuna para tratar
que la epidemia fuera menos funesta por inoculación ordinaria. Reconoció así, por
vía indirecta, los efectos de una vacunación que se había creído fallida. Así
comprobó que la vacuna conservada no producía pústulas en la piel, sino una
erupción comparable a la de una ligera varicela y fue con estos enfermos que el
doctor Unanue trató con éxito la viruela. Humboldt dice que si la vacuna o la
inoculación ordinaria hubiesen sido conocidas en el Nuevo Mundo desde el siglo
XVI, varios millones de indios no habrían perecido víctimas de esta epidemia.

La altura promedio de la meseta del estado del Ecuador en donde se encuentran


Ibarra, Quito, Cuenca, Riobamba, Latacunga y otras poblaciones, es de 2.500 a
3.000 metros. El terreno dominante es la traquita: en varios puntos esta roca
parece salir del neis, del esquisto micáceo y del granito. Bocas ignívomas indican
una fuerte intensidad volcánica. La composición de la traquita no difiere de la que
se encuentra al norte del Tolima, el Puracé y el Pasto. He visto en esos volcanes
obsidiana que no se encuentra sino accidentalmente en fragmentos diseminados.
En cambio en Ecuador se han señalado desde hace tiempo yacimientos
importantes que se explotan como antes de la Conquista para fabricar espejos e
instrumentos cortantes; me informaron que había un depósito abundante de vidrio
volcánico cerca de Siccipamba, a una legua de Quito. Fui a visitar esta localidad
en compañía de los coroneles Hall y Datz; salimos por la mañana y llegamos a la
1 a Guapulo, a las 2 a Combaima, después de haber pasado el río Tumaco (es el
río Guaillabamba). A las 3 atravesamos el Tumaco cerca del torrente de Chiche
que corre en una hondonada cortada a pico y que mide 60 metros de profundidad.
A las 4 entramos en la hacienda en donde se cultiva la caña de azúcar y después
de un descanso subimos a pie al Siccipamba, en la base de la cadena de
montañas que cierran por el Este el valle de Quito. Al día siguiente a las 6
tomamos el camino del Páramo; en el sitio de El Corral hay una traquita negra y
porosa y sin embargo bastante sonora; su pasta lleva cristales de feldespato
blanco vítreo que está dispuesto en columnas prismáticas. Por encima
encontramos varios bloques casi todos formados de obsidiana; al sur la traquita es
negra y compacta: es el “estanco” o mas bien la “cueva del estanco” que tiene ese
nombre debido a una gran cavidad que abrieron los indios en otras épocas y la
obsidiana, de poco color, se halla en el centro de una especie de perlita. También
hay obsidiana negra en el estanco, la cual es opaca y está acompañada de una
variedad curiosa por su color rojo y carmelita que le dan apariencia de ágata; más
allá del riachuelo de San Lorenzo se ve una traquita de pasta azul llena de
feldespato blanco y en varios puntos la obsidiana está mezclada con una especie
de perlita. Desde por la mañana estaba cayendo nieve; en el valle y en la
cordillera el termómetro marcaba más de 33; llegamos al Machay de Guillacé,
501

localidad que la tradición designaba como la explotación más importante llevada a
cabo por los quechuas: era una roca sobre la pendiente de la montaña, en cuya
base había una saliente en donde se abrigaban hombres y animales. Una abertura
que comunicaba con el interior permitía examinar la posición del vidrio volcánico.

En primer lugar la masa tiene cintas de arcilla y después ya no se ve sino la


obsidiana en grandes piezas esféricas. Regresamos a Siccipamba, caminando
sobre la nieve y recibiendo una granizada tan fuerte que nos dolía el rostro;
cenamos copiosamente en la hacienda, gracias a la previsión de Catita Valdivieso.
Al este del páramo, las aguas van al Amazonas. Al dejar Siccipamba, fuimos a
visitar la llanura de Yaruqui donde los académicos franceses en 1736 midieron
una base que debía servir de fundamento para sus operaciones trigonométricas.
Después de 2 horas de marcha, llegamos a la hacienda de Oyambaro, extremidad
sur de la base. Allí se había elevado una pirámide de la cual no vi sino los restos
de una inscripción, servía a una molinera para treparse sobre la mula. A las 2
llegamos a Quito y se consideró que la expedición había sido un éxito. La
obsidiana había sido encontrada in situ, en relación con la traquita, pero lejos un
foco en actividad. Este mineral, a pesar de su apariencia vidriosa, no parece haber
estado en forma fluida, antes de su consolidación. Existe, sin embargo, una
analogía entre su composición y la de la traquita; así de acuerdo con Bunsen, la
traquita normal contendría:

Sílice 76,67
Alúmina y hierro 14,23
Cal 1,44
Magnesio 0,28 100
Potasio 3,20
Soda 4,18
Se dosificó en:

Obsidiana negra de Obsidiana incolora de

Islandia (Bunsen) Puracé (Boussingault)


Sílice 75,8 75,0
Alúmina 10,3 10,7
Hierro 3,8 2,7
Cal 1,8 2,7
Magnesio 0,3 3,0
Potasio 2,5 4,9
Soda 5,5 3,0
Cloro 5,5 indicación
En efecto, la obsidiana expuesta a la acción del fuego, presenta un curioso
fenómeno: al rojo cereza, no muestra ningún cambio, pero entre el rojo naranja y

502

el rojo blanco, se infla de pronto, se vuelve esponjosa, incolora y llena de
cavidades; se parece a la piedra pómez. A una temperatura más elevada, el
producto inflado cae y filtra en fusión. Esta forma de inflarse de la obsidiana ha
sido comprobada desde hace tiempo: en Quito, Humboldt hizo ensayos
interesantes a ese propósito, con el señor Larrea. Por mi parte, tuve la ocasión de
comprobar que al inflarse la obsidiana no pierde sino una pequeña cantidad de
materia.

Spallanzani había establecido, con anterioridad a estas investigaciones y con la


sagacidad que caracteriza todos sus trabajos, los efectos de un fuerte calor sobre
los productos volcánicos. Las burbujas que se ven en las lavas y en la obsidiana
de Lipari, las consideraba el ilustre naturalista, como engendradas por fluidos
aeriformes o por vapores que no había logrado extraer, pero notó un hecho
interesante: que a una temperatura muy elevada, siempre se obtiene un poco de
agua acidulada por el ácido clorhídrico. Con el señor Damour llevé a cabo una
serie de experimentos para determinar el motivo de la tumefacción. Evaluamos
así: primero, la pérdida que la obsidiana sufre por la aplicación del fuego;
segundo, si durante la aplicación del fuego hay emisión de gas; tercero, las
cantidades de agua y de ácido clorhídrico eliminadas; cuarto, las proporciones de
cloro contenidas en la obsidiana antes y después de la inflada. He aquí algunos de
los resultados:

Pérdida durante la tumefacción

Obsidiana de Puracé 0,0055


México, con reflejos metálicos 0,0063
Islandia 0,0046
Lipari 0,0073
Siccipamba 0,0024

Generalmente las obsidianas, al inflarse, aumentan de 2 a 7 veces su volumen


inicial y la rapidez con que el mineral llega al rojo, tiene influencias sobre esta
expansión. Por ejemplo, al arrojar un fragmento de obsidiana entre una retorta de
platino a temperatura de la fusión del hierro, se sopla instantáneamente y la
materia así inflada, extremadamente liviana, ocupa un volumen de 15 a 20 veces
más considerable; al trabajar con vasos de porcelana impermeable no pudimos
retirar un gas permanente, pero obtuvimos una pequeña cantidad de un líquido
incoloro y límpido: era agua acidulada por ácido clorhídrico.

Se ha logrado extraer un gramo de materia:

Agua Ácido clorhídrico


Obsidiana tornasolada de México 0.00636 0.00112
Obsidiana de Islandia 394 38
Obsidiana de Lipari 471 144
503

Obsidiana de Siccipamba 121 19
El ácido clorhídrico, que no estaba en estado libre, es producido por la acción que
ejerce el sílice, a una temperatura elevada, sobre los cloruros, en presencia de
vapor de agua. Después de haber sido inflada, la obsidiana debe contener menos
cloro, según lo ha mostrado el análisis. El agua necesariamente es expulsada
durante la inflación; sin embargo al rojo cereza, es decir a una temperatura
cercana a los 800°, permanece en el mineral. Aunque su tensión sea considerable,
cuando el calor es suficientemente intenso para evitar la cohesión (rojo naranja) se
escapa este vapor y el gas clorhídrico de la obsidiana ya ablandada, aun cuando
todavía con suficiente consistencia para conservar la disposición celular. Se
necesita que la temperatura esté al rojo blanco, para licuarla.

504

CAPÍTULO XXIII
Ascensión al Antisana.
Uno de los sitios más curiosos de la ramificación oriental que limita el valle de
Quito es la hacienda de Antisana, situada al pie de una montaña considerada
como un antiguo volcán. El Antisana se halla a 5 leguas al sur del ecuador y para
llegar se pasa por Piñantura.

El 5 de agosto, a las 10, salimos de Quito para bajar al valle del Chillo, dejando a
nuestra izquierda las aguas termales de Allangazi, cuya temperatura es de 34°.
Pasamos el río Machangura que más al norte toma el nombre de Guaillabamba;
íbamos hacia el Este y el terreno no ofrecía ningún interés: siempre el mismo
aluvión con grietas profundas. Pronto descubrimos la hacienda de Piñantura en
donde entramos a las 4; es un viejo castillo, un patio rodeado de pilares de los
cuales colgaban cabezas de ciervos, dantas y leones, en una palabra, una de
esas construcciones que los conquistadores levantaban para defenderse de los
ataques. Piñantura tiene pequeñas ventanas y en el exterior hay torrecillas para
dispararle al enemigo; en el interior balcones de estilo morisco, sobre los que se
abren las habitaciones.

La familia de los Valdivieso había reunido allí libros en su mayoría teológicos;


también se encontraban vestidos y fue allí en donde vi capuchones con velos que
usan las señoras en sus esporádicas excursiones a las nieves, que a pesar de
haber caído en terrenos con alturas inferiores al nivel de la congelación,
permanecen sobre el suelo. Efectivamente la elevación del Piñatura no excede los
3.155 m y la temperatura media es de 11,11. Salimos de la hacienda a las 9:30 del
6; media hora después llegamos a Lysco; allí la temperatura del suelo era de 8,9°
y la altitud de 3.550 metros. Al norte veíamos una enorme acumulación de piedras,
cuyos fragmentos estaban en ángulos agudos. Se decía que salieron del volcán
del Antisana. La primera impresión al ver este amontonamiento es que una
enorme montaña se ha derrumbado, pero no se puede estar de acuerdo con la
opinión común de que estas rocas hayan salido del volcán y corrido como si
fueran lava, porque no son lavas. Además la explosión habría tenido lugar no
mucho tiempo atrás, pero no me pudieron decir cuándo. Es cierto que un molino
de la hacienda de Lysco fue totalmente destruido. A las 3 llegamos a la finca de
Antísana, que se asegura es la habitación más alta del mundo: son dos cabañas,
se puede decir aéreas, construidas al borde de un río. El frío que se siente y el
aspecto aburrido de los que allí viven, tiene algo de glacial; la nieve caía
abundantemente. En varios lugares se ven bloques de traquita y muy cerca de la
habitación existe una masa de esta roca que forma una cavidad parecida a una
boca, de manera que se le da el nombre de volcán, sin duda debido a la
apariencia de escoria.

505

El 6 de agosto, el aire al exterior era de 1,7°. Nevaba y no se veía el pico del
Antisana; a pesar de esas condiciones desfavorables, resolvimos llevar a cabo la
ascensión. A las 8:30 nos dirigimos al NNE; la pendiente de lo que parece ser la
base de ese cono nevado es de alrededor de 30° a 35°. En el momento cuando
me iba a apear, tuve una caída peligrosa: la silla se volteó y mi pie quedó
prisionero en el estribo, pero felizmente no solté las riendas. Este accidente fue el
preludio de lo que sucedió en el curso de la expedición. La consistencia de la
nieve era tal, que nos vimos obligados a tallar escalones con la ayuda del martillo,
de manera que subíamos con una extrema lentitud. El señor Hall, decepcionado,
bajó para buscar una vía más fácil; yo continué el trabajo porque me sostenía la
esperanza de que a una cierta altura la pendiente disminuiría, lo que
efectivamente sucedió. Pronto pudimos mantenemos en pie y llegar rápidamente a
la parte superior de la cuesta. La mayor dificultad había sido vencida y nos
hallábamos a la vista de una planicie que se elevaba gradualmente hacia el punto
más alto. Eran las 11. Yo había hecho observaciones en la vecindad de los
nevados como en el Tolima, el Puracé y el Cumbal, pero la extensión interrumpida
de esa meseta nevada, era para mí un espectáculo nuevo. En lontananza se veían
algunas montañas; ocasionalmente había sol y un fino granizo caía casi
continuamente; el cielo, cuando se le podía ver, tenía el color negro muy profundo
que llamó la atención de Saussure durante su ascensión al Monte Blanco. Al
acercarse a la cima del Antisana la pendiente era mucho más fuerte y yo sentía la
molestia característica de la respiración en lugares muy elevados. Mi pulso batía a
mis de 130 pulsaciones por minuto, pero al detenerme unos instantes pasaba la
molestia. El indio que me seguía se sintió mal, tuvo vértigo y lloraba a moco
tendido; lo dejé acostado sobre la nieve y al subir un poco más, alcancé a divisar a
Hall, quien había seguido nuestro rastro. Una nube lo escondió y yo llegué cerca
de una enorme grieta, cuya profundidad deber ser considerable y cuya entrada
tiene todo el aspecto de un portal. Me detuve al pie de una masa sólida y
compacta de hielo transparente que me pareció tener de 30 a 40 metros de altura.
Me fue imposible alcanzar la cima. El barómetro indicó 4.871 metros y una
temperatura de 0,7°. Recordemos que otras observaciones astronómicas dan
4.072 metros para la hacienda (altitud absoluta del pico 5.878 metros). En un
hueco de 0,38 metros abierto en el hielo, un termómetro se mantuvo a 1,7°.

La parte superior del Antisana está llena de fisuras en un hielo azul pálido por
reflexión e incoloro por refracción. La masa de hielo está recubierta de 30 a 40
centímetros de granizo. Caí en una de esas fisuras a 1 metro de profundidad.

El regreso fue rápido y fácil; a la 1:30 estábamos al pie del nevado. Marchamos al
oeste, sobre la pampa y a las 4 tuve una segunda caída del caballo, cuando
perseguíamos dos ciervos en un pajonal. Muy poco después llegamos a Lysco en
donde pasamos la noche; apenas me había acostado sentí un horrible dolor en los
ojos, añadido a una fuerte inflamación. El coronel Hall y mi negro sufrían del
mismo mal. El accidente había sido causado por el reflejo de la luz en la nieve:
habría sido prudente usar máscaras. Al levantar el día yo estaba ciego y resolví

506

regresar a Quito vendado sobre mi caballo, guiado por el indio. Al llegar a
Piñantura, los encargados de la hacienda me aplicaron ají sobre los párpados, lo
cual calmó la inflamación, aunque llegué a la ciudad todavía enfermo y el doctor
Dast me prodigó sus cuidados. Gracias a las atenciones de mis amigas, mi
residencia del arzobispo presentaba un lujo sorprendente: todo giraba alrededor
del enfermo y se podía observar en un rincón del salón a una espectadora inmóvil
que miraba todo con inquietud: era la mestiza, mi primera conocida en Quito. El
accidente que sufrí no me permitió continuar las observaciones barométricas que
había comenzado en la hacienda y yo consideraba que estudios de esta
naturaleza, hechos en un sitio a tal altitud sobre el ecuador, ofrecían mucho
interés. Felizmente, algunos años más tarde, pude convencer a un joven
americano, el señor Carlos Aguirre, discípulo distinguido de la Escuela Central,
para que estableciera un observatorio en el Antisana. Indudablemente esta es la
primera serie de las observaciones hechas a una altitud igual a la del Monte
Blanco. He aquí un corto resumen: la altura promedio del barómetro, deducida de
las máximas y de las mínimas durante 364 días, fue de 471,27 mm. La
temperatura por hora, entre las 6 de la mañana y las 6 de la tarde fue:

1845 Diciembre 7,04°


1846 Enero 6,67°
1846 Febrero 5,80°
1846 Marzo 5,99°
1846 Abril 6,34°
1846 Mayo 6,00°
1846 Junio 3,12°
1846 Julio 3,56°
1846 Agosto 3,42°
1846 Septiembre 4,12°
1846 Octubre 5,33°
1846 Noviembre 5,81°
1846 Diciembre 5,37°

Un termómetro colocado durante la noche a 0,4° al fondo de un hueco hecho en


una mina, marcó a las 8 de la mañana -5°, con una temperatura exterior de + 1,7°.
El descenso debido al efecto de la radiación nocturna, fue de 6,7°, lo que explica
por qué con frecuencia, al salir el Sol, la hierba está cubierta de hielo, aun cuando
un termómetro suspendido en el aire, muestre varios grados por encima de 0. La
lluvia recogida en 10 meses en el Antisana, fue de 2 metros, aproximadamente. El
cielo generalmente está nublado y se podrá juzgar por las siguientes
observaciones: se registró en 175 días:

Días con niebla 130

507

Promedio 5,44°

Días de lluvia 122


Días de nieve 36
Días de granizo 12
Días de tempestad 17
Días despejados 34
Durante mi reposo obligado pude observar las costumbres, no muy estrictas, de
Quito. Catita de Valdivieso redoblaba sus atenciones y me contó su historia:
pretendía no haberse casado. Un Valdivieso, su tío, decidió que debía casarse con
su primo. Un día la hizo venir hasta su cama, sobre la que había expuesto
magníficas joyas. Al lado del enfermo había un sacerdote, pero los novios no
mostraban ningún apresuramiento. Cuando se le preguntó a Catita si tomaba a su
primo por esposo, contestó: “¡No!”, pero de lo que se trataba era de no dividir una
gran fortuna. Habiéndose llevado a cabo esta extraña unión, ella me contó haber
ido sola a pasar la noche en una fiesta desordenada que daban algunos amigos.
Los dos esposos vivieron un perpetuo acuerdo. La señora Valdivieso no tenía sino
relaciones pasajeras, llevando a cabo la maniobra habitual de ir a la oración, al fin
del día, en donde alguien la esperaba, teniendo siempre la precaución de llevar un
rebozo que le cubría el cuerpo, un gran sombrero de fieltro y un abrigo de lana. En
Quito, como en todas las ciudades de las cordilleras, a los primeros tañidos del
Angelus, se ven salir “amigas” que van a pasar algunos instantes con “amigos”.
Brantome habría dicho: “Se permanecía vestidos”.

Mi ocio me permitía pasar parte del día cerca de Catita, pasatiempo muy
agradable. Un día, me sorprendió saber que se iba a pasar varias semanas a la
gran hacienda de Pomasqui y quedé mucho más sorprendido cuando su marido
me pidió ¡que la acompañara! El coronel Dast, a quien conté este hecho, me dijo
riendo que el señor Valdivieso me condenaba a un mes de trabajos forzados;
lógicamente esto era un chiste. La caravana compuesta de mestizos y de mulatas,
salió para Pomasqui y nosotros tomamos la delantera. La señora estaba
encantadora; nunca antes la había visto a caballo e íbamos a una velocidad de
miedo. A mediodía nos detuvimos en Cotocoya y a las 3 volvimos a montar bajo
una fuerte lluvia que mojó del todo la ropa ligera de la amazona y la mostró
moldeada tal como si estuviese desnuda. A las 5 llegamos a la hacienda y Catita
se desvistió y se acostó delante de mí sin ningún reato.

Pomasqui, cuya altitud es de 2.500 metros, está al norte de Quito, sobre un


altiplano que atraviesa un río que va al Guaillabamba. La casa es una inmensa
construcción, casi vacía, que tiene en sus extremidades, de un lado, una
habitación para el dueño y del otro un cuarto oscuro, en donde me alojaron.
Estábamos separados por un gran espacio que no era fácil de franquear durante
la noche.

508

Las ocupaciones diurnas y nocturnas fueron casi las mismas durante 9 o 10 días.
Yo ayudaba a la dueña de casa a desempeñar sus trabajos y un día, preparando
confituras, el fuego prendió su vestido de lana verde, teñido con una sal de cobre.
La tela se inflamó como la yesca y los asistentes quedaron estupefactos cuando
yo, sin perder ni un minuto, le rasgué el vestido y se lo quité.

Pensaba en marcharme y a las 8:15 monté mi caballo, que Dast me había


enviado; a las 9:45 había pasado, al galope, las 4 leguas que separan a Pomasqui
de la ciudad. Desde el Ejido vi muy bien el Antisana y el Cotopaxi, de donde salía
una espesa columna de humo y aun cuando la mañana había sido soberbia, en la
tarde hubo tempestad con granizo.

El 8 de noviembre (un martes) regresé a Pomasqui y el 11 salí de allí


definitivamente y llegué a Quito en muy buena salud.

El 5 de septiembre comenzaban las corridas de toros: esto era todo un


acontecimiento. La plaza mayor de Quito fue transformada en un enorme
anfiteatro; ¡las mujeres lucían resplandecientes! En el momento señalado un toro
entró a la plaza arremetiendo contra banderilleros que lo atacaban. Un espléndido
caballero, armado con una lanza, atraía todas las miradas. La lucha fue terrible y
el toro cayó bajo el hierro de sus atacantes, en medio de aplausos prodigiosos.
Hubo tres personas gravemente heridas. El 6 continuaron las fiestas: hubo cinco
heridos, uno de ellos mortalmente. El 7 un banderillero quedó herido y el 8 no
hubo toros, sino danzas sobre la cuerda floja, ejecutadas por un artista de primer
orden, a quien aplaudieron con entusiasmo, especialmente las mujeres. El 9 toros,
que más bien es una diversión que un combate: se molesta al animal y se le
excita; los indios le prendieron al cuello fuegos artificiales y en el centro de la
arena se distinguía una mujer que tomaba las posturas más indecentes: este ser
impúdico era un monje. Después de la fiesta hubo una gran recepción en la
presidencia; el padre Urbano, quien asistía, se sorprendió mucho de encontrar en
el estado mayor del general Flórez, al oficial a quien había hospedado en Pasto.

Mis relaciones en Quito eran de lo más agradables. Allí encontré a varios de mis
antiguos camaradas. En el palacio, brillantes recepciones y comidas de gala; todo
iba a pedir de boca cuando sobrevino un grave accidente: la revuelta del batallón
Vargas. Fue una consecuencia de la situación política ocasionada por la muerte
de Bolívar. La República de Colombia había sido dividida en tres estados
independientes: Venezuela, administrada por el general Páez; la Nueva Granada,
bajo la dirección de Urdaneta y el Ecuador, gobernado por Flórez. En la noche del
10 al 11 de octubre de 1831, por instigación de un sargento mayor, el negro
Arboleda, los oficiales del batallón Vargas, con excepción del comandante White,
fueron arrestados; el 11 por la noche, una bala que vino de la plaza mayor, mató al
asistente de Flórez, quien se encontraba en el palacio en una pieza que daba a la
calle. De inmediato comprendió el general que había un movimiento de
insurrección y habiendo salido a caballo por una puerta trasera, fue a la ciudad

509

para dar órdenes a un regimiento de húsares, acampado a algunas leguas, de
marchar contra los insurgentes. El 12 por la mañana se notaba una fuerte
agitación en la plaza: el batallón Vargas había tomado las armas.

Hice enterrar en el jardín del arzobispado mi “tesoro” y mis papeles; luego logré
salir sin ser visto y a pesar de los consejos que se me daban, monté a caballo y
me coloqué al lado del general Flórez. En ese momento se parlamentaba con los
insurgentes, quienes declaraban que era cierto que no se les había pagado y
reclamaban su sueldo para regresar a las provincias centrales. Se decidió darles
dinero y el coronel Demarquet y yo fuimos los encargados de la repartición; él
tomaba de un saco algunas piastras que ponía en manos de los soldados y yo
asistía como testigo y mi papel no fue inútil porque hubo un momento cuando un
granadero demasiado impaciente, colocó la trompa de su trabuco sobre la espalda
de mi camarada y apenas tuve tiempo de desviar el disparo que salió sin
alcanzarlo. Después de la indemnización acordada, se convino que antes de
autorizar la partida del batallón, el presidente de la República del Ecuador
formularía algunas propuestas y para este efecto, la tropa debía reunirse en la
plaza. A las 3 encontramos alineados a los soldados, Flórez avanzó con nosotros
a alguna distancia del frente, pero en el momento, cuando comenzaba a hablar, el
batallón disparó. Rara vez uno está expuesto a una granizada de balas como la
que fue dirigida contra nuestro grupo y jamás se olvida un ruido tan ensordecedor.
El general Flórez, con el movimiento acostumbrado por los llaneros, tenía las
piernas cruzadas sobre la silla y el cuerpo bajo el vientre del caballo; nosotros
extrañados de estar vivos todavía nos retiramos rápidamente a una calle para
protegernos; únicamente dos caballos habían sido heridos ligeramente y así
pudimos regresar a los alrededores del arzobispado. Los revoltosos se pusieron
en marcha con la intención de llegar a Pasto, para unirse al general Obando,
indudable promotor de la rebelión. El coronel White los seguía con la esperanza
de regresarlos a sus deberes, lo que le costó la vida, pues cayó en una
emboscada y fue fusilado sobre el puente de Guaillabamba.

Una vez fuera de Quito, los soldados marcharon sin orden, como sucede siempre
a una tropa obligada de proveer a su subsistencia. Los atrasados eran alcanzados
por los húsares que los perseguían y así se aprisionó al sargento mayor Arboleda,
quien fue pasado por las armas en la plaza mayor, a pesar de las solicitudes de
gracia elevadas por las señoras que se interesaban singularmente en él. Ninguno
de los soldados del batallón Vargas llegó al interior, la mayor parte fue llevada a
Quito. Fue triste ver morir con tanta resolución e indiferencia a hombres dotados
de un valor incontestable; los que lograron escapar, se dispersaron por todos
lados. Yo encontré varias veces a algunos de ellos; me hacían un saludo militar,
una especie de confesión; yo comprendía y los compadecía.

510

CAPÍTULO XXIV
Tertulias y puros.
Las tertulias de Quito eran cenas improvisadas, que tenían lugar en alguna casa,
dentro de una habitación mal iluminada por algunas velas; las conversaciones
eran parciales y a veces se oían historias muy divertidas. Estas recepciones, en
algunas ocasiones, eran reemplazadas por un «puro”, verdadera orgía, especie de
bacanal, en donde las damas de la alta sociedad que generalmente bebían
solamente agua, caían en una semiborrachera. Esta fiesta desordenada, el “puro”,
tiene lugar en circunstancias determinadas: un suceso favorable e inesperado, un
cambio de domicilio, el estreno de una casa. Pero para comprender sus fases hay
que saber cómo está organizada la vida de la familia en las grandes propiedades
del Ecuador. Se vive con los productos de las tierras cultivadas; los indios que
ocupan estas tierras dan como canje una cierta renta. El indio es libre desde la
Conquista, pero permanece en el suelo donde ha nacido; los lazos no han sido
rotos con el antiguo dueño, así que toda una familia quechua se establece en la
casa de Quito: ellos son los “guacicamas”, no se les ve, están disimulados en los
pisos bajos, pero ellos conocen a quiénes pueden dejar entrar e intervienen
cuando se presenta un desconocido.

Durante una cena muy animada se habían servido refrescos en el salón y se


habían colocado colchones sobre el piso de las habitaciones vecinas. Al
levantarnos de la mesa se comenzó a bailar boleros desenfrenados: Catita vestida
de oficial, bailó sobre la cuerda floja, simple cordón mantenido a poca altura por
encima del piso, por dos manos que la sostenían rígidamente y con un balancín
ejecutó las evoluciones más excéntricas; el alcohol la había desbocado. Después
de este baile vino el molet-molet que consistía en danzar alrededor de una botella
de marrasquino que se colocaba en el suelo, haciendo los pasos más fantásticos:
aquel que tumbara la botella estaba obligado a tomar, como castigo, un vaso de
licor. Caí en la cuenta que todos los bailarines sufrían el mismo castigo y fui el
único que no hizo caer la botella y me pareció que la sobreexcitación general
llegaba a un diapasón bastante elevado; pensé en retirarme aun cuando me
proponían descansar si me encontraba fatigado. Tuve que batallar con los
“guasicamas” para salir pero los indios, sabiendo que yo no hacía chistes,
terminaron por abrirme la puerta, en contra de la consigna que les había sido
dada. Pronto estaba en el arzobispado, inocentemente tendido sobre la cama del
buen padre Lasso. En la casa de Catita, el “puro” llegó a proporciones
monstruosas: era una mezcla tremenda, ya no se reconocían los sexos, tal como
me lo contó una mulata que había asistido a la fiesta. Yo temía mucho esas
agitaciones nocturnas, así que una noche de carnaval fui asaltado en mi
respetable domicilio, por una banda de enmascarados que dirigía Catita. No
contesté y como temía que tumbaran la puerta, estaba dispuesto a abrirla cuando

511

una mestiza me dijo: “don Juan, no se mueva, ya se irán”, lo cual sucedió
efectivamente.

Estas damas cuando se hallan bajo la influencia de un poco de alcohol, toman


actitudes singulares, de lo que resultan escenas bastante divertidas. He aquí una:
habíamos cenado donde la señora de Valdivieso y no se cómo se habló de un
recién nacido; esto fue el preludio de una extraña comedia; yo leía un diario
cuando me distrajeron unos gritos provocados por un agudo dolor y ¿qué vi? A
Catita, extendida en un canapé, haciendo esfuerzos para dar a luz y ¿qué parió?
Una guitarra que fue envuelta en pañales; un monje franciscano, maestro de
música de la familia, entonó un salmo y se procedió al bautizo: esta escena era
¡escandalosa, inmoral, pero divertida!.

He aquí otra, cuyo final habría podido ser fatal: yo asistía a una gran comida oficial
en casa del general Flórez; entre los adornos de la mesa se veía una Venus hecha
en hielo por algunas religiosas; la estatuilla casualmente quedó enfrente de mí.
Por efectos del calor se cubrió de gotas, parecía que transpirase, y pronto el agua
acabó por correr en buena cantidad y me vi obligado a recibirla en un vaso que yo
vaciaba; esa fue mi ocupación continua, con gran satisfacción de mis vecinos. Al
salir del palacio del general, vi al coronel Dast, quien volvía de Guayaquil, seguido
de una mula cargada de cajas de vino y se detuvo para invitarnos a ir a su casa y
probar su champaña; éramos 607 oficiales extranjeros, entre ellos el mayor
Marchese, médico que venía de Bolivia, también iba con nosotros un joven
comerciante inglés, cuyo nombre yo ignoraba, lo llamábamos Breguet, a causa de
una llave de reloj que llevaba y, además, dos camaradas, los coroneles
Demarquet y Klinget. Se comprenderá cómo probamos el vino de Dast: ¡a vasos
llenos! Yo me manejé con cuidado y esto sin ningún trabajo pues daba mi copa al
joven amigo Breguet, quien tendido sobre un canapé, bebía con entusiasmo el
vaso que yo le acercaba a los labios, había perdido el sentido y dormía a pesar del
ruido; en un momento de calma Marchese propuso decir quién de entre nosotros
había tenido mejor éxito con las mujeres, cada uno contó su historia, siempre la
misma, más o menos: todo el mundo ha tenido buena suerte, incluyendo los
jorobados. El médico me reprochó no haber cortejado a una india de Paita, todavía
amable, a pesar de sus 125 años, pobre vieja que recogía con lástima y de quien
hablaré más tarde. Luego vino el asunto de Dast y Catita de Valdivieso, cuyas
peripecias yo conocía por habérmelas contado la pecadora: ella había ido a la
catedral para hablar con su confesor, pero el buen sacerdote decía misa en ese
momento y tuvo que esperarlo en la sacristía en donde Dast la encontró; me es
imposible contar todo lo que siguió. Al día siguiente Catita se confesó y por toda
penitencia hubo de leer ¡una plegaria! Dast fue proclamado por Marchese el rey de
los conquistadores, se brindó a su salud y yo daba y daba más champaña a mi
amigo Breguet, de quien pensaba que moriría. Ni muchos menos; por la mañana
lo encontré fresco como una rosa, aun cuando un poco nervioso.

512

Como sucede frecuentemente entre militares bebidos, hubo palabras inoportunas
y provocaciones y se evitó un duelo por un luto de familia.

Desde mi estancia en Pomasqui, Catita y yo éramos los mejores amigos del


mundo: una relación platónica. Felices de estar juntos, la señora Valdivieso hacía
todo lo que podía para serme agradable: era una penitente cuyos pecadillos yo
conocía; tenía sus caprichos y sus exigencias y con frecuencia me invitaba a
permanecer con ella.

La hermana de un coronel amigo mío, iba a ingresar a un noviciado y yo debía ir a


la fiesta que se ofrecía en el convento, como despedida de la joven al mundo que
iba a dejar: al mediodía una mestiza y una mulata vinieron a recordarme que su
ama, Catita, quería verme esa noche de todas maneras; yo no entendía el por qué
de esta insistencia, ya que ella no ignoraba que yo tenía un compromiso. A las 8
de la noche fui al convento: los asistentes resplandecían y no vi a la señora
Valdivieso en el primer momento; cuánta sorpresa tuve al verla vestida en forma
brillante y singular: traje de terciopelo azul cielo, corpiño y adornos de lo mismo en
negro, una corbata roja, todo guarnecido ricamente en bordados de plata. Al
darme la mano, Catita me dijo en voz baja: “¡su uniforme!” Fue una curiosa idea,
un capricho.

El 21 de septiembre a las 7 de la mañana salí de Quito. Poco tiempo antes hubo


un temblor de tierra. Algunos de los adioses fueron emocionantes; Catita me
abrazó en silencio, pues éramos y seguimos siendo, los mejores amigos. Con gran
alegría seguí recibiendo sus cartas en Europa, las cuales expresaban con una
exquisita fineza de estilo, los sentimientos más afectuosos. La mestiza estaba
inconsolable: es muy notable el extremo apego que demuestran con frecuencia las
castas inferiores, pues, en Guayaquil recibí una carta que la joven quechua había
hecho escribir por un monje, donde decía que sentía no tener la pluma de San
Agustín para expresarme cuán infeliz se sentía desde mi partida.

Mi equipaje iba adelante; a las 5:30 llegamos a la hacienda de Callo (altitud 3.160
metros, temperatura del aire 13,3°). Nos alojamos entre las ruinas de un tambo,
asilo para viajeros, construido antes de la Conquista. Las piedras de traquita negra
tienen una superficie convexa y están yuxtapuestas sin cemento; en los muros
existen cavidades y sobre las paredes salientes para colocar o suspender objetos.
Tuvimos una buena comida, pero infortunadamente por la noche nos asaltó una
legión de grandes piojos blancos.

23 de septiembre. Al día siguiente a las 7 me puse en camino con Hall y un negro


que llevaba el barómetro. Tenía la esperanza de medir la temperatura de la nieve
del Cotopaxi. Vista a distancia, la montaña tiene la forma de un cono perfecto; es
un pan de azúcar de nieve. Hall y yo estábamos a caballo, pero nuestro guía no
conocía el terreno puesto que los quechuas no pasan sino rara vez el límite de los
glaciares. El cielo se descubrió y nos dimos cuenta de que nos hallábamos al pie

513

del volcán; ante nosotros había una hondonada muy profunda y después de haber
inspeccionado a fondo el sitio, encontramos conveniente ensayar el ascenso
siguiendo una cuchilla llamada La Plancha. La pendiente era rápida y a las 11
llegamos a la nieve; la subida se hizo más difícil, pero felizmente no hubo
necesidad de cortar escalones en el hielo. Nos cubrimos la cara con máscaras que
llevaban anteojos de vidrio de colores, para no sufrir los accidentes que habíamos
padecido en el Antisana. Continuamos avanzando sobre la nieve, muy lentamente,
porque la inclinación era muy fuerte; ocasionalmente nos encontrábamos con
pequeños espacios de rocas; los esfuerzos que hacíamos para subir una
pendiente tan pronunciada a la altitud en que nos hallábamos, convertían la
ascensión en algo muy penoso. Escasamente caminábamos 5 o 6 pasos y
teníamos que sentarnos. La respiración era difícil durante la marcha, un viento
violento añadía más dificultades; la pendiente era abrupta y ya no encontrábamos
un sitio horizontal; la nieve era más y más blanda y la fatiga era tan violenta que
varias veces, después de haber dado algunos pasos, nos veíamos forzados a
acostarnos para reposar; la sed era ardiente, aumentada por el calor del Sol y
recurrí a un medio que ya había usado en una circunstancia análoga: chupé hielo.

La intensidad del sonido había disminuido considerablemente a la altura donde


habíamos llegado y a las 2, a muy corta distancia, no se podían distinguir las
palabras y cerca del punto más elevado del Cotopaxi, allí donde se encuentra una
roca cortada a pico y la inclinación casi no permitía mantenerse en pie, la
pendiente de la nieve presentaba un peligro inminente; se puede juzgar por el
hecho de que los bastones que habíamos puesto cerca de nosotros, tratando de
protegerlos de una caída, resbalaron de pronto con una rapidez vertiginosa y se
perdieron en el abismo. Hall y yo intercambiamos una mirada muy expresiva, sin
decir una palabra; comprendíamos nuestra situación. Mi negro, quien se había
detenido un poco más abajo que nosotros, sintió vértigo, parecía borracho y sus
pies estaban absolutamente dormidos: le habría sido imposible subir algunos
pasos más y tuve que ir hacia él para buscar el barómetro. En una atmósfera tan
rarificada se piensa dos veces para bajar y tener que volver a subir. Ascendíamos
muy lentamente, descansando a cada paso. A las 3 llegamos un poco por debajo
de la roca que parece coronar el volcán; la nieve estaba tan blanda que me hundía
hasta la cintura y corría el riesgo, si continuaba, de que me tapase y me ahogara;
se percibía un olor muy pronunciado de ácido sulfuroso y sentí no poder bajar
dentro del cráter. Abatí el barómetro que indicaba una altitud de 5.716 metros, con
una temperatura del aire de +2,1°. Cavé en la nieve un hueco de un pie de
profundidad en donde coloqué un termómetro que después de 15 minutos
marcaba 0°, la temperatura del hielo fundido. En una hora bajamos a lo que nos
había demandado tanto tiempo para subir; a las 4:15 estábamos en el límite
inferior de la nieve, a una altura de 4.804 metros, temperatura del aire +6,6°. A las
4:30 llegamos al sitio donde habíamos dejado las mulas y después de un rápido
refrigerio tomado al pie del volcán, regresamos a Callo, a donde llegamos a las
7:30.

514

El día siguiente lo utilicé para hacer un estudio del terreno;reconocía una inmensa
acumulación de pequeños fragmentos de traquita en Impiopongo. Al acercarse al
volcán se encuentran pedazos de roca que parecen haber sido proyectados; es
una traquita negra y compacta y el suelo está cubierto de escombros de traquita
pumicea. Al lado de una pequeña laguna examiné atentamente los enormes
bloques diseminados sobre el terreno, los “rumipambas” que una tradición errónea
atribuye a una erupción de 1746, pues La Condamine los había visto antes de esa
fecha. El señor Visse midió varios de esos bloques, los que probablemente
provienen del Cotopaxi; el más grande tenía 904 metros cúbicos; en las cercanías
de la población de Mulato cantó 54, con volúmenes que variaban entre 84 y 405
metros cúbicos. No son morrenas que hayan sido arrastradas por la marcha de los
glaciares, como lo sugiere Visse, y su enorme peso no permite suponer que hayan
sido lanzados por una acción volcánica; la conjetura más probable es la de que
esos bloques provienen de los picos de las cadenas de montañas y que se han
desprendido debido a un levantamiento.

25 de septiembre. Salimos de Callo a las 9; a las 10 dejamos a la izquierda a


Mulato y tomamos el camino de Latacunga, a donde llegamos a las 2. Todo el
fondo de la cuenca de esta ciudad es de traquita que pasa a pómez; todas las
casas están construidas con esta piedra porosa y están provistas de terrazas. Era
sorprendente ver a los albañiles subir escaleras llevando bloques de gran
volumen.

Latacunga (altitud 2.860 metros, temperatura promedio 15,6°) fue una ciudad
importante antes de ser destruida por el gran temblor de tierra de 1764; ya no es
sino un montón de ruinas. La catedral de los jesuitas era un cerro de escombros;
las paredes parecían haber sido volteadas por la explosión de alguna mina. Al
este de la ciudad se encuentra la fuente de Timbug-poyo (temperatura 17,8°); a
mediodía se veían diferentes nevados:

Tunguragua al SE
Buminave al NE
Cotopaxi al NE
Corazón al NO
Ilinisa al NO

La Condamine habla de la laguna de Quilatoa en el relato histórico de su viaje al


Ecuador; de tiempo en tiempo lanzaba llamas, según se decía y se producían
detonaciones. No se necesitaba más para interesar al académico, quien en 1738
estaba allí para llevar a cabo una expedición a la laguna. El observó en ese
pequeño lago circular de un diámetro de 200 toesas que el agua se mantenía a 20
toesas por debajo del nivel de la orilla. En 1831 visité también a Quilatoa que se
puede comparar con un cráter cuyo fondo contendría agua. La altitud es de 3.920
metros y se halla en la región fría, rodeado de pastizales; 500 metros más abajo,
está el aprisco de Piliputzin; al este la cordillera está cubierta de selvas

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inexploradas. Los datos que me dieron los pastores hicieron desaparecer todo el
prestigio que se le atribuía al lago: jamás se habían visto llamas, ni tampoco se
habían oído detonaciones, nada había cambiado desde la excursión de La
Condamine; era la misma escena con un siglo de diferencia: ovejas, un pastor y
un académico francés.

El 27 de septiembre a las 6:30 de la tarde llegamos a la hacienda de Piliputzin


(altitud 3.380 metros) allí se nos había preparado una cena de circunstancia:
cordero y locro. Salimos el 28, siguiendo el valle del río Toache, llamado
Guanguage por los indios (altitud 3.115 metros). El camino es mucho mejor que el
que habíamos tomado antes. Salimos del páramo y después de haber dejado el
Yana-urcu (montaña negra) a nuestra izquierda, llegamos muy fatigados a Pujili ya
las 6 a la Latacunga. Al día siguiente fuimos a San Felipe en donde se encuentran
las explotaciones de piedra pómez utilizada para la construcción; allí recogí gran
cantidad de muestras, algunas de las cuales han sido analizadas por el señor
Joseph Boussingault.

En la ciudad y en las cercanías de Latacunga se forman, espontáneamente,


grandes cantidades de nitro, siempre donde haya presencia de materias vegetales
o animales; allí instalé para servicio del estado, una fábrica de pólvora negra, cuyo
consumo es considerable aun en tiempo de paz, debido a la fabricación de fuegos
artificiales que se usan en las ceremonias religiosas.

El 30 salimos de Latacunga para Ambato, pasando por San Miguel, donde


llegamos a la 1:30 (altitud 2.786 metros). Atravesamos el río Tacunga y llegamos a
Ambato (altitud 2.680 metros, temperatura promedio 16,1°).

1o. de diciembre. Al día siguiente llegamos a las 3 a Pelilco (altitud 2.540 metros,
temperatura promedio 15,5°). El 2, muy temprano, fuimos a visitar La Moja, que
describiré más tarde. El 3 a las 10 salimos de Pelilco y nos dirigimos a Baños. Se
me había dicho que encontraría cerca de Tunguravilla, una cavidad de donde salía
un gas que mataba a los animales. Hall y yo llegamos allí a mediodía y nos
presentamos al cura para obtener algunas informaciones: el buen monje nos miró
sorprendido y juzgando que, de acuerdo con nuestros uniformes, éramos
incapaces de interesarnos en ese fenómeno, nos volteó la espalda; mi compañero
se sintió profundamente humillado sin embargo nos dirigimos hacia el sitio
indicado y encontramos que debajo de un tronco de árbol que se veía, acostado y
casi enterrado, existía una pequeña cavidad de donde sale ácido carbónico, lo que
pude comprobar, porque había algunos pájaros muertos en el suelo y se
apagaban los cuerpos en combustión y nos costaba trabajo mantener quietos a los
caballos. Ese gas es perfectamente inodoro, característica que lo distingue del que
sale en el Tolima, en el Quindío y que contiene ácido sulfhídrico. A las 2:30
pasamos el pintoresco puente de Cusua, sobre el profundo valle del río Achambo,
en donde vimos una linda caída de agua. Este puente está formado por dos
troncos botados a gran altura a través del lecho y unidos con guaduas para formar

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el piso; tiene cerca de 14 metros de largo por 1,50 de ancho. Su altitud es de
2.146 metros (temperatura promedio 21,1°). La caída de agua se encuentra un
poco más arriba y debe tener de 25 a 30 metros de altura, corre con un ruido
ensordecedor y lleva un volumen de agua superior al del río Bogotá.

Continuamos por la orilla izquierda del torrente y llegamos al miserable sitio de los
Baños (altitud 1.910 metros, temperatura promedio 16,7°). El 3 la lluvia nos impidió
salir antes de las 3 de la tarde para ir a visitar el puente y el salto de Agozán, a
donde llegamos a las 4, después de haber seguido el curso del río Achambo. Este
puente es más peligroso que el del Cusua y se halla a más de 60 a 67 metros de
altura y la base de la caída está cubierta de vapores; a las 4 regresamos a Baños,
en donde visitamos la fuente termal cuya temperatura es de 50°. El gas que sale
de allí está formado de ácido carbónico mezclado con algunas centésimas de aire.

El 4 salimos a las 10 y una hora más tarde estábamos al pie de Tunguragua, allí
donde en otros tiempos hubo un derrumbe considerable. Siguiendo nuestra
marcha llegamos al caserío de Puela (altitud 1.418 metros). Para llegar allí se
atraviesan los restos de traquitas que rodean la base del Tunguragua y se alcanza
a ver la cima cubierta de nieve, cuya altura es de 5.200 metros y hubiera subido si
mis cálculos no me hubieran hecho presumir que duraría varios días de ascenso.
El alcalde de Puela no estaba de acuerdo conmigo y me aseguraba que llegaría a
las nieves en pocas horas. Hizo llamar a un cargador de hielo, indio idiota que
escasamente hablaba español, para que fuera mi guía; sin tener en cuenta la
distancia que me separaba del volcán, yo tenía la certidumbre de que era
necesario subir una vertical de cerca de 4.000 metros y sin embargo ensayé la
exploración.

A las 8 del día salí de Puela y a las 10 llegué a una selva. El vigor de la vegetación
probaba que estábamos muy por debajo del nivel inferior de las nieves; le dije
entonces al indio que había que regresar a la aldea y él trató de hacerme
comprender que debíamos seguir subiendo. Yo insistí y desapareció gritando:
“subir, hielo”. Una media hora después volvió con nieve: el cretino tenía razón;
estábamos a una altura de 3.660 metros y la nieve había caído del Tunguragua en
una cavidad del Grandisagua, formando una gran cúpula de donde corría agua a
4,4°. La masa de nieve tenía un espesor de 6 a 7 metros, sobre una extensión de
1 kilómetro y terminaba al pie de un muro formado por bloques de roca que no
pudimos escalar. El barómetro indicaba una altura de 4.080 metros. El
Tunguragua se halla en actividad desde tiempos inmemorables. Una de sus
erupciones más notables tuvo lugar en 1677(?). En 1669 violentas sacudidas
destruyeron casi todas las casas de Latacunga y mataron a 12.000 de sus
habitantes. Las nieves reunidas en el Grandisagua recuerdan exactamente los
glaciares de los Alpes y de los Pirineos, con la diferencia de que debido a la
igualdad de la temperatura, éste es estático y no se mueve como los europeos,
siguiendo las líneas de pendiente y empujando las morrenas hacia adelante.
Marchando hacia el Sur pasamos por el valle de Pecipe, en donde es notable el

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gran puente colgante, obra de los incas. A las 3 atravesamos el río Blanco que
baja del Condorato y a las 8 llegamos a Riobamba Nueva, en donde yo tenía
interés en demorarme para estudiar los grandes fenómenos volcánicos que han
tenido lugar en el Ecuador y tomar algunas disposiciones para la ascensión al
Chimborazo.

Riobamba Nueva había sido la residencia de los soberanos antes de la Conquista;


los incas habían construido allí un palacio y un templo del sol; se asegura que la
población pasaba de 20.000 habitantes.

El 4 de febrero de 1795 a las 7:45 de la mañana tembló la tierra y la ciudad fue


destruida completamente. De acuerdo con un documento oficial, hubo 12.763
víctimas entre las cuales se contaron 48 sacerdotes y religiosas. En ese mismo
momento también se derrumbaba el pico de Zicalpa y acontecía un hecho curioso
algunas millas al sur, a 2.540 metros de altitud: durante varios días la fuente de
Pelilco arrojó lodo que cayó al río Patate, arrastrando de paso varias viviendas.
Durante el siglo XVI, cerca del ecuador, los Andes fueron fuertemente sacudidos;
el 27 de octubre de 1660, de acuerdo con Burton, Quito estuvo en gran peligro
hacia las 8 de la mañana se oían fuertes traquidos, salían llamas del Rucu
Pichincha y una lluvia de cenizas caía sobre la ciudad; el suelo se movió durante
varias horas y por las calles se debía caminar con luces que no iluminaban sino
los objetos vecinos; los pájaros, sofocados, caían al suelo.

El 15 de agosto de 1768 la tierra se agitó: a la 1 de la mañana se oyó en Quito un


ruido sordo, las campanas tañían y después de los primeros instantes de estupor,
la población se precipitó fuera de las casas; las iglesias de San Agustín y la de
Santa Clara sufrieron daños; se supo que Imbabura había sido destruida y
entonces la emigración fue general. Se calcula en 9.000 o 10.000 el número de
muertos.

En los Andes se tiene la idea deque el suelo no vuelve a oscilar cuando ha habido
una sacudida, pero como lo ha dicho Humboldt, en la ciudad de Riobamba que fue
construida en 1798 sobre el llano de Tapia, se contradice esta opinión popular.

Tremendas sacudidas, traquidos y el ruido del trueno subterráneo se sucedían uno


tras otro y esto fue suficiente para acabar con la confianza que en un principio se
tuvo para reconstruir la ciudad.

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CAPÍTULO XXV
Ascensión al Chimborazo (1831).
Después de 10 años de trabajos continuos yo había realizado los proyectos de mi
juventud que me llevaron al Nuevo Mundo. La altura del barómetro había sido
determinada en el puerto de La Guayra, se había fijado la posición geográfica de
las principales ciudades de Venezuela y de la Nueva Granada, varias nivelaciones
hacían conocer el relieve de las cordilleras y yo llevaba los datos más precisos
sobre los yacimientos de oro y del platino de Antioquia y del Chocó. En fin, mi
laboratorio había sido establecido sucesivamente en los cráteres de los volcanes
vecinos del Ecuador y había tenido la suficiente suerte de poder continuar mis
investigaciones sobre la disminución del calor en los Andes intertropicales hasta la
enorme altura de 5.500 metros.

Me encontraba en Riobamba descansando de mis últimas excursiones al


Tunguragua y al Cotopaxi. Quería contemplar tranquilamente, saciar la vista, por
así decirlo, en esos glaciares majestuosos que me habían deparado con
frecuencia las emociones de la ciencia y a los que pronto iba a decir un eterno
adiós. La ciudad es tal vez el más singular diorama del univero; allí no hay nada
que la destaque. Está colocada sobre una de las mesetas áridas tan comunes en
los Andes y que a esa gran elevación tienen un aspecto invernal característico que
imprime al viajero una cierta sensación de tristeza. Esto se debe, sin duda, a que
para llegar allí se pasa primero por los sitios más pintorescos y es con pena que
se deja el clima de los trópicos por los fríos del Norte. Desde mi casa podía ver el
Capac-Urcu, el Tunguragua, el Cubilli, el Cargairaguay al norte el Chimborazo,
además de otras montañas de los páramos, las cuales, sin tener nieves eternas,
no son menos dignas del interés de un geólogo. Este vasto anfiteatro de nieves
que limita el horizonte de Riobamba por todas partes, se presta a observaciones
variadas. Es curioso observar el aspecto de estos glaciares a diferentes horas del
día y ver variar su altura aparente de un momento a otro por efecto de las
refracciones atmosféricas. Es con verdadero interés como se ven producir, en un
espacio tan estrecho, ¡todos los grandes fenómenos de la meteorología! Aquí una
de esas nubes inmensas que Saussure ha definido tan bien con el nombre de
“nubes parásitas” que se adhieren a las piedras y ni el viento que sopla con fuerza
puede moverlas; pronto revienta la tempestad en esas masas de vapor, granizo
mezclado con lluvia inunda la base de la montaña, mientras que su cima nevada
está vivamente iluminada por el Sol; más allá la cima espigada cubierta de hielo y
resplandeciente de luz que se dibuja claramente sobre el azul del cielo, dejando
distinguir los contornos y todos los accidentes; la atmósfera es de una pureza
notable y sin embargo esta cima de nieve se cubre con una nube que parece
emanar de su seno como si fuera humo. Esta nube no se ve sino como un ligero
vapor que pronto desaparece, pero a poco se reproduce para volver a borrarse.
Esta formación intermitente de nubes es un fenómeno muy frecuente sobre las
cimas cubiertas de nieve; se le puede observar principalmente en épocas serenas,
519

siempre algunas horas después de la caída del Sol. En esas condiciones los
glaciares pueden ser comparados a condensadores lanzados hacia las altas
regiones para secar el aire por medio de frío y traer así a la superficie de la tierra
el agua que se encuentra en estado de vapor.

Esas mesetas rodeadas de glaciares presentan a veces un aspecto lúgubre y es


cuando un viento sostenido trae un aire de las regiones calientes. Las montañas
se tornan invisibles, el horizonte desaparece oculto por una línea de nubes que
parecen tocar la tierra, el día es frío y húmedo porque esta masa de vapor es
impenetrable a la luz solar, es un largo crepúsculo, el único que se conoce en los
trópicos porque en la zona ecuatorial la noche sucede repentinamente al día:
parece que el Sol se apague al acostarse.

Yo no podía terminar de mejor manera mis investigaciones sobre las traquitas de


las cordilleras, sino con un estudio especial del Chimborazo. Para esto era
suficiente llegar hasta su base; pero lo que me hizo pasar el límite bajo de las
nieves, fue la esperanza de obtener la temperatura promedio en un sitio
extremadamente elevado. Pues bien, aunque esa esperanza se frustró, la
excursión no dejará por eso de tener alguna utilidad. Dejo así expuestas las
razones que me llevaron al Chimborazo porque no estoy de acuerdo con las
expediciones peligrosas a las montañas, cuando no se llevan a cabo con un
interés científico. A pesar de las numerosas ascensiones que se han hecho desde
la época de Saussure, este célebre sabio es el único que ha publicado resultados
importantes. A sus imitadores nada se les debe ya que no han aportado algo que
justifique los peligros de su empresa.

Mi amigo el coronel Hall, quien ya me había acompañado a la cima del Antisana y


del Cotopaxi, no tuvo inconveniente de venir conmigo en esta expedición, con el
objeto de aumentar las informaciones que tenía sobre la topografía de la Provincia
de Quito y el de continuar sus investigaciones sobre la geografía de las plantas.

El Chimborazo presenta desde Riobamba dos pendientes con inclinaciones muy


diferentes. La que mira hacia el Arenal es muy abrupta y se aprecian varios picos
de traquita debajo de los hielos; la otra que baja hacia el sitio llamado Chillapulcu,
no lejos de Mocha, es por el contrario, poco inclinada pero considerablemente
extensa. Después de haber examinado cuidadosamente los alrededores de la
montaña, escogimos ésta última para subir. El 14 de diciembre de 1831 fuimos a
pasar la noche en la hacienda del Chimborazo y tuvimos la suficiente suerte de
encontrar paja seca para acostarnos y algunas pieles de cordero para protegernos
del frío. La finca se encuentra a 3.800 metros de altura, las noches son frías y la
estancia bastante desagradable ya que es difícil prender fuego porque la madera
es escasa. Ya estábamos en la región de las gramíneas (pajonales) las que se
atraviesan antes de llegar al límite de las nieves perpetuas y allí termina la
vegetación leñosa. El 15 de diciembre a las 7 de la mañana nos pusimos en
camino, guiados por un indio de la hacienda; los indios de las mesetas por lo

520

general son muy malos guías porque ellos casi nunca pasan el límite de las nieves
y por esto conocen muy poco de los caminos que llegan a la cima de los glaciares.
Para subir seguimos remontando el río encajonado entre dos muros de traquita;
pronto dejamos esta hondonada para dirigirnos hacia Mocha, a lo largo de la base
del Chimborazo. Subíamos insensiblemente; nuestras mulas andaban con
dificultad entre los restos de roca que se habían acumulado al pie de la montaña.
Debido a que la pendiente era muy rápida, el piso no era firme y las mulas se
detenían a cada momento para una larga pausa; la respiración de los animales era
rápida y entrecortada; estábamos a 4.808 metros, altura del Monte Blanco.
Después de habernos cubierto la cara con caretas de tafetán liviano, comentamos
a ascender una cuchilla que llega a un punto bastante elevado del glaciar. Era
mediodía; subíamos lentamente y a medida que entrábamos en la nieve, se hacía
sentir más apremiante la dificultad de respirar mientras caminábamos;
restablecíamos las fuerzas deteniéndonos, sin sentarnos cada 8 o 10 pasos; creo
haber anotado que a una altura igual se respira más difícilmente sobre la nieve
que sobre una roca y trataré de explicar esto más adelante. Pronto llegamos a una
roca negra, que se elevaba un poco más adelante y continuamos ascendiendo un
poquito durante unos instantes, pero sintiendo mucha fatiga ocasionada por la
poca consistencia de un suelo nevado que se hundía bajo nuestros pies, llegando
a hundirnos hasta la cintura. A pesar de todos nuestros esfuerzos, nos
convencimos de la imposibilidad de seguir adelante; en efecto, un poco más allá
de la roca negra la nieve tenía más de 4 pies de profundidad. Fuimos a reposar
sobre un bloque de traquita que parecía una isla en el centro de un mar de nieve.
Nos encontrábamos a 5.115 metros de altura; la temperatura del aire era de 2,9° y
era la 1 y media. Así que, después de muchas fatigas nos habíamos elevado
únicamente 307 metros sobre el punto en donde nos habíamos apeado. En ese
lugar llené una botella con nieve con el objeto de hacer un examen químico del
aire encerrado en sus poros y pronto se verá con qué objeto llevaría yo a cabo esa
investigación.

En algunos instantes habíamos bajado a donde se encontraban nuestras mulas y


utilicé algunos momentos para examinar esta parte de la montaña y recoger
algunas rocas; a las 3:30 nos pusimos en camino y a las 6 habíamos llegado a la
hacienda. El tiempo había sido magnífico y jamás nos había parecido tan
majestuoso el Chimborazo, pero después de nuestra infructuosa expedición no
podíamos mirarlo sino con un sentimiento de frustración.

Resolvimos intentar nuevamente la ascensión por el lado abrupto, es decir, por la


pendiente que mira hacia el Arenal.

Sabíamos que el señor Humboldt había subido por ese lado y desde Riobamba
nos habían mostrado el punto a donde él había llegado; nos fue imposible obtener
información exacta sobre la ruta que había seguido, pues los indios que
acompañaron a este intrépido viajero, ya no existían. A las 7 de la mañana del día
siguiente tomamos la ruta del Arenal; el cielo estaba clarísimo y al este podíamos

521

ver el famoso volcán de Sanyay, en la Provincia de Machas, el cual había sido
visto por La Condamine en estado de permanente incandescencia, un siglo antes.
A medida que avanzábamos, el terreno se elevaba de una manera sensible; en
general las mesetas traquíticas que soportan los picos aislados se inclinan, poco a
poco, hacia la base de esos picos. Las hondonadas que cruzan por todas partes,
parecen venir todas de un centro común; no se podrían comparar mejor que con
las fisuras de un vidrio que ha recibido un impacto. A las 9 nos detuvimos para
almorzar a la sombra de un enorme bloque de traquita al que dimos el nombre de
Piedrón del Almuerzo. Allí hice una observación barométrica y tenía el deseo de
repetirla a las 4 de la tarde, para anotarla y conocer a esta altura la variación
diurna del barómetro. El Piedrón tiene una elevación de 4.335 metros y pasamos
el límite de las nieves montados en nuestras mulas. Nos encontrábamos a 4.945
metros, cuando nos apeamos. El terreno era totalmente impracticable para los
animales que parecían hacemos comprender el cansancio que sentían; las orejas,
ordinariamente rectas y atentas, estaban abatidas y durante las frecuentes pausas
no cesaban de mirar hacia la llanura. Pocos jinetes han llevado a sus monturas a
tal elevación.

Después de haber examinado la región, nos dimos cuenta que para llegar a un filo
que iba hacia la cima del Chimborazo, primero teníamos que subir una pendiente
excesivamente rápida, formada en su mayor parte por bloques de roca de todo
tamaño, cubierto de hielo en algunos sitios. Claramente se veía que esas piedras
reposaban sobre la nieve endurecida; esas caídas de rocas que son frecuentes en
los glaciares, son peligrosísimas porque de allí se desprenden los aludes en los
cuales hay más piedras que nieve. Eran las 10:45 cuando dejamos nuestras mulas
y mientras caminábamos sobre las rocas no había muchas dificultades, se podría
decir que subíamos por una escalera en mal estado y lo fatigante era la necesidad
de una atención continua para escoger la piedra sobre la que se pondría el pie;
hacíamos pausas cada 6 u 8 pasos, pero sin sentamos y a veces ese descanso se
utilizaba para desprender muestras geológicas; cuando llegábamos a una
superficie nevada, el calor del Sol era sofocante, nuestra respiración se hacía
difícil y por consiguiente eran necesarios los descansos más frecuentes.

A las 11:45 terminamos de atravesar una extensión de hielo sobre la cual


cortamos escalones. Este paso presentaba un peligro pues un resbalón nos habría
costado la vida; de nuevo estábamos sobre la traquita que para nosotros era tierra
firme y desde entonces pudimos ascender más rápidamente; marchábamos en
fila, yo a la cabeza, luego el coronel Hall y mi negro en seguida, quien vigilaba
nuestros pasos con el fin de no arriesgar la seguridad de los instrumentos.
Guardábamos un silencio absoluto durante la marcha, pues la experiencia nos
había enseñado que no hay nada tan extenuante como una conversación al aire
libre; durante nuestras pausas, si intercambiábamos unas palabras, era en voz
muy baja y a esta precaución atribuyo, en gran parte, el estado de salud de que he
gozado constantemente durante mis excursiones a los volcanes y por considerarla
saludable, la imponía a mis compañeros, se puede decir, de manera despótica. A

522

un indio que no atendió esta orden en el Antisana y llamó al coronel Hall con toda
la fuerza de sus pulmones, mientras atravesábamos una nube, sufrió de vértigo y
de un principio de hemorragia. A poco llegamos al filo que debíamos seguir y que
era diferente a como lo habíamos supuesto desde lejos; tenía poca nieve, pero
presentaba dificultades para ser escalado: se necesitaban esfuerzos increíbles y la
gimnasia es penosa en esas altitudes; al fin llegamos cerca de un muro de traquita
cortado a pico, de varios centenares de metros de altura; tuvimos un momento de
desfallecimiento cuando el barómetro nos mostró que estábamos solamente a
5.680 metros, lo que era poco para nosotros, puesto que en el Cotopaxi habíamos
subido más, lo mismo que Humboldt en el Chimborazo. Los exploradores de
montaña cuando pierden su valor, siempre están dispuestos a sentarse y fue lo
que hicimos en la estación de Peña Colorada y era el primer descanso que nos
permitíamos; teníamos una sed atormentadora, así que nuestra primera ocupación
fue la de chupar pedazos de hielo.

A las 12:45 sentimos mucho frío (0,4°) y nos encontrábamos entonces dentro de
una nube; el higrómetro de cabello indicaba 91° y cuando ésta se disipó, marcó
84°. Una humedad así parecerá extraordinaria a tal elevación, pero con frecuencia
la he observado sobre los glaciares de los Andes y tiene una explicación muy
natural: durante el día la superficie de las nieves es húmeda ordinariamente; la
roca de la Peña Colorada estaba mojada y el aire ambiente cerca del glaciar podía
estar saturado de un vapor acuoso. Saussure vio su higrómetro mantenerse entre
59° y 51°, con la temperatura que variaba de 0,5° a 2,3° Reamur sobre el Monte
Blanco. En las cordilleras, las grandes sequías se observan en las mesetas de
2.000 a 3.500 metros. En Quito y en Bogotá hemos visto el higrómetro de
Saussure bajar a 26°.

Los inconvenientes que experimenta el hombre al estar en los glaciares, tales


como la alteración profunda de la piel del rostro, de acuerdo con mis
informaciones, provienen no solamente de la extrema sequía del aire, sino que
parece según mis observaciones, que provienen de la luz demasiado fuerte ya que
para evitar las grietas es suficiente cubrirse con una simple tela de color. Es
evidente que un tejido tan liviano no puede evitar del todo el contacto con el aire,
pero es suficiente para atenuar la luz y me han asegurado que es suficiente
teñirse la cara de negro para defenderla; no dejo de creerlo ya que mi negro, en el
Antisana, tuvo como yo una terrible inflamación de ojos por haber olvidado
ponerse la careta, pero la piel de su cara no sufrió como la mía.

Cuando se disipó la nube donde nos hallábamos, examinamos nuestra situación: a


nuestra derecha teníamos un abismo espantoso y a la izquierda se alcanzaba a
distinguir una roca avanzada que parecía un mirador y a la que era necesario
llegar con el fin de saber si era posible darle la vuelta a la Peña Colorada. El
acceso parecía difícil, pero pude llegar con la ayuda de mis dos compañeros;
entonces me di cuenta de que si podíamos ascender una superficie de nieve muy
inclinada que se apoyaba a una pared de roca opuesta al lado donde nos

523

encontrábamos, podíamos llegar a una elevación considerable. Para hacerse a
una idea bastante clara del Chimborazo, es necesario imaginar una inmensa roca
sostenida por todas partes por arbotantes; estos son los filos o cuchillas que salen
de la llanura y parecen apoyarse en este enorme bloque para sostenerlo. Antes de
emprender este paso peligroso, ordené a mi negro “ensayar” la nieve: era de una
consistencia conveniente. Hall y el negro lograron dar la vuelta al pie de la Peña
Colorada y me reuní con ellos cuando se habían establecido convenientemente
para recibirme, porque para alcanzarlos hube de descender, resbalando más o
menos 25 pies de hielo. En el momento de ponernos en marcha, una piedra se
soltó de lo alto de la montaña y cayó muy cerca del coronel Hall, quien cayó a
tierra; lo creí herido y me tranquilicé cuando lo vi levantarse y examinar con su
lupa la muestra de roca tan brutalmente sometida a su investigación; esa traquita
era idéntica a la que teníamos bajo nuestros pies.

Avanzábamos con precauciones: a la derecha podíamos apoyarnos en la roca, a


la izquierda la pendiente era aterradora y antes de entrar y seguir adelante,
comenzamos a familiarizarnos con el precipicio. Esta es una precaución que
jamás se debe dejar de tomar en cuenta, cada vez que haya que pasar por un sitio
peligroso en las montañas Saussure lo dijo hace tiempos, pero es bueno repetirlo
y en mis expediciones por las cimas de los Andes nunca he olvidado este sabio
precepto. Comenzábamos a sentir, más que nunca antes, el efecto de la falta de
aire. Nos deteníamos cada dos o tres pasos y a veces nos acostábamos durante
algunos segundos: una vez sentados nos aliviábamos; nuestro sufrimiento no
tenía lugar sino cuando estábamos en movimiento. Pronto la nieve presentó una
consistencia que transformó nuestra marcha en lenta y peligrosa: no había sino 3
o 4 pulgadas de nieve y por debajo se encontraba un hielo duro y resbaloso; nos
vimos obligados a tallarla para asegurar nuestros pasos y el negro iba adelante
haciendo los escalones, trabajo que lo dejaba exhausto. Quise pasar adelante
para ayudarlo y resbalé, pero felizmente me retuvieron con fuerza mis
compañeros. Durante un instante corrimos todos un peligro inminente y este
incidente nos hizo vacilar un instante, pero resolvimos continuar. La nieve se tomó
más favorable; hicimos un último esfuerzo y a 1:45 estábamos sobre el filo al cual
deseábamos llegar. Allí nos convencimos de que era imposible hacer más: nos
encontrábamos al pie de un prisma de traquita, cuya parte superior, cubierta de
una cúpula de nieve, forma la cima del Chimborazo. El filo donde nos hallábamos
tenía pocos metros de ancho, por todas partes estábamos rodeados de precipicios
y nuestros alrededores ofrecían los accidentes más curiosos: el color oscuro de la
roca contrastaba con la blancura de la nieve, largas estalagmitas de hielo parecían
suspendidas sobre nuestras cabezas: se habría podido pensar en una magnífica
cascada que acabara de congelarse; el tiempo era admirable y solamente se
veían unas pequeñas nubes al oeste; el aire estaba en perfecta calma y nuestra
vista abarcaba una inmensa extensión; la situación era novedosa y sentíamos una
muy viva satisfacción: estábamos a 6.004 metros de altura absoluta que creo es la
más grande elevación a que los hombres hayan llegado en las montañas, por
ahora.
524

A las 2 el mercurio se sostenía en el barómetro a 371 mm (13 pulgadas 5,5 líneas,
el termómetro del barómetro marcaba 7,8°; a la sombra de una roca, el
termómetro libre indicó también 7,8°9. Busqué en vano una cueva donde pudiese
tomar la temperatura promedio; a un pie bajo la nieve el termómetro marcó 0°,
pero esta nieve estaba en estado de fusión y el instrumento debía mostrar la
temperatura del hielo. Después de algunos instantes de reposo nos encontramos
completamente descansados, ninguno tuvo los problemas que han tenido la
mayoría de las personas que han ascendido las altas montañas; 45 minutos
después de nuestra llegada, mi pulso y el del coronel Hall latían a 106 pulsaciones
por minuto; teníamos sed y evidentemente estábamos bajo una influencia febril,
estado que en ningún caso era desagradable. La alegría de mi amigo era
expansiva: no cesaba de decir las cosas más picantes, aun cuando estuviera
ocupado en dibujar lo que él llamaba el infierno de hielo. La intensidad del sonido
estaba atenuada de una manera notable y la voz de mis compañeros era tan
modificada, que en otra circunstancia me habría sido imposible reconocerla. Nos
llamó la atención el poco ruido que producían los martillazos que dábamos contra
la roca; el enrarecimiento del aire produce generalmente en las personas que
suben las altas montañas, efectos muy marcados, por ejemplo, sobre la cima del
Monte Blanco, Saussure se sintió muy mal; sus guías, todos habitantes de
Chamonix tuvieron la misma sensación; este estado aumentó cuando se movía un
poco o cuando fijaba su atención en sus instrumentos. Los primeros españoles
que subieron las altas montañas de América, de acuerdo con el informe de
Acosta, sufrieron de náuseas y de mal de estómago. Bouguer tuvo varias
hemorragias en las cordilleras de Quito y el mismo accidente le sucedió al señor
Zumstein en el Monte Rosa; Humboldt y Bonpland, sobre el Chimborazo durante
su ascensión del 23 de junio de 1802, sintieron deseos de vomitar y su sangre
salió de sus encías y de sus labios.

Nosotros, en verdad, habíamos sentido dificultad al respirar y un cansancio


extremo mientras ascendíamos, pero esos inconvenientes cesaron al detenernos;
estando en reposo creíamos sentimos en nuestro estado normal; tal vez se debe
atribuir a nuestra permanencia prolongada en las ciudades altas de los Andes, la
causa de nuestra insensibilidad a los efectos del enrarecimiento del aire. Cuando
se ha visto el movimiento que hay en ciudades como Bogotá, Micupampa y Potosí,
alturas de 2.600 a 4.000 metros; cuando se ha sido testigo de la fuerza y de la
prodigiosa agilidad de los terneros en las corridas de Quito, a 3.000 metros;
cuando se han visto mujeres jóvenes y delicadas, bailar durante noches enteras
en localidades tan elevadas como el Monte Blanco, allí donde Saussure
encontraba apenas suficiente fuerza para consultar sus instrumentos y en donde
vigorosos montañeses desfallecían abriendo un hueco en la nieve, y si añado
además que un combate célebre como el de Pichincha tuvo lugar a una altura
poco diferente de la del Monte Rosa, estarán de acuerdo en que el hombre puede
acostumbrarse a respirar el aire escaso de las más altas montañas, según creo.
En todas las excursiones que he emprendido en las cordilleras siempre he tenido
una sensación infinitamente más penosa, a igual altura, al subir una pendiente
525

cubierta de nieve, que sobre una roca desnuda; sufrimos mucho más escalando el
Cotopaxi que subiendo el Chimborazo; y es que en el primero permanecimos
constantemente sobre la nieve.

Los indios del Antisana nos aseguraban que sentían un ahogo cuando marchaban
durante largo tiempo en una llanura nevada y yo confieso que al considerar las
incomodidades a las que Saussure y sus guías se encontraron expuestos al
acampar en el Monte Blanco a una altura de 4.000 metros, las atribuyo, por lo
menos en parte, a la acción de la nieve, todavía desconocida, porque ese
campamento ni siquiera llegaba a tener la altura de Cajamarca y de Potosí. Sobre
las altas montañas del Perú y en los Andes de Quito, los viajeros y las mulas
sienten algunas veces y casi súbitamente, una gran dificultad para respirar y se
asegura haber visto caer a los animales en un estado cercano a la asfixia. Este
efecto no es constante; en muchos casos parece independiente del aire
enrarecido y esto se observa especialmente cuando la nieve abundante cubre las
montañas y el tiempo está tranquilo. Aquí se puede anotar que Saussure se sentía
mejor en el Monte Blanco, cuando soplaba una ligera brisa. En América se conoce
bajo el nombre de “soroche” el estado meteorológico que afecta fuertemente los
órganos de la respiración. “Soroche” en el idioma de los mineros americanos
significa pirita, nombre que indica que se atribuye este estado a las emanaciones
subterráneas, cosa que no es imposible. La sofocaci6n que yo sentí en varias
oportunidades al subir por la nieve calentada por los rayos del Sol, me ha hecho
suponer que de allí puede salir, por acción del calor, aire sensiblemente viciado.
Lo que me sostenía en esta idea singular era una experiencia de Saussure, por
medio de la cual creyó aprender que el aire que salía de la nieve contenía menos
oxígeno que el de la atmósfera y que dicho aire había sido recogido en los
intersticios nevados del paso del Gigante.

El análisis fue hecho por Sennebier por medio de gas nitroso y en comparación
con aire de Ginebra. Hacía tiempo que yo tenía deseo de repetir esta experiencia
porque al suponer que fuera cierta y admitiendo que el aire aprisionado en la nieve
de las montañas contuviese menos oxigeno que el aire ordinario, se podría
concebir cómo este aire impuro, liberado por la acción del Sol, podía al extenderse
en la atmósfera, incomodar a las personas expuestas a respirarlo. Con este objeto
llené una botella con nieve del sitio de Chillapullu; cuando llegamos a la hacienda
del Chimborazo, la nieve se había derretido completamente y el agua ocupaba
alrededor de 1/8 de la botella; por consiguiente los 7/8 restantes estaban
ocupados por el aire que provenía de la nieve; yo analicé este aire con mucho
cuidado por medio del eudiómetro de fósforo y obtuve el siguiente resultado: 82
partes dejaron como residuo 68 partes de nitrógeno, así que 14 partes de oxígeno
habían desaparecido y no quedaba por 100 partes de aire, sino 16 de oxígeno.

Los físicos han visto en las altas montañas que el color azul del cielo parece más
intenso a medida que se está a una mayor elevación. Sobre el Monte Blanco
Saussure vio el cielo color azul rey muy pronunciado y durante la noche la Luna

526

brillaba con el más vivo resplandor en medio de un cielo de un negro de ébano.
Sobre el paso del Gigante la intensidad del color del cielo era muy marcada y
Saussure había inventado un instrumento, el cianómetro, para comparar las
observaciones de esta clase. En el Chimborazo observé que el cielo era de una
pureza notable, pero no nos pareció más oscuro que en Quito; sin embargo como
tuve la oportunidad en alguna ocasión, de ver el cielo casi completamente negro
hallándome a menor elevación, informaré sencillamente los hechos como los
tengo registrados, así: sobre el Tolima el cielo tenía su tinte ordinario y yo me
encontraba a 4.686 metros, un poco por debajo de las nieves; sobre el Cumbal el
cielo estaba de un azul añil extremadamente oscuro y en ese momento yo estaba
rodeado de nieve y la cúpula del volcán termina en una corona de hielo; durante
mi ascensión al Antisana, antes de llegar a la nieve, el cielo tenía su color
ordinario, pero una vez que estuve sobre la gran planicie de hielo, me pareció
negro como tinta; por la tarde sufrimos, mi negro y yo, una inflamación de los ojos,
que nos mantuvo ciegos durante varios días. Cuando subí al Cotopaxi, tanto mi
compañero y yo, teníamos anteojos de vidrios de colores y cuando después de
haber caminado durante 5 horas sobre la nieve, suspendimos el ascenso a 5.719
metros, el cielo, a simple vista, no nos pareció más oscuro que el de la llanura, lo
mismo que ya he dicho del Chimborazo, donde reconocimos el cielo azul igual a
Riobamba y Quito.

No pretendo negar que el color del cielo parezca más oscuro sobre las altas
montañas que a nivel del mar. Yo no tenía cianómetro, pero estoy dispuesto a
admitir los resultados generales obtenidos por Saussure con la ayuda de este
instrumento; los montañeses que a él lo acompañaron en su memorable
ascensión al Monte Blanco pretendieron haber visto estrellas en pleno día, eso fue
a la subida que llevaba a la cima del glaciar. Saussure no las vio pero no duda de
la veracidad de sus acompañantes.

Sobre las montañas de los Andes yo he llegado a alturas considerables, pero


nunca he visto estrellas durante el día.

Sobre el Chimborazo el cielo se había mantenido muy límpido y hacia las 3 de la


tarde alcanzamos a ver algunas nubes sobre la llanura; el trueno estalló pronto
debajo de nosotros con un ruido poco intenso que tomamos por el de un bramido
o rugido subterráneo; nubes oscuras no tardaron en rodear la base de la montaña,
elevándose hacia nosotros con lentitud; no teníamos tiempo qué perder, pues para
bajar era necesario llegar a los malos pasos antes de que los cubrieran las nubes,
pues de otra manera habríamos corrido grandes peligros, ya que una caída de
nieve o una helada eran suficientes para impedir nuestro regreso y no teníamos
ninguna provisión. El descenso fue penoso: después de haber bajado unos 300 o
400 metros, entramos en las nubes; un poco más abajo comenzó a lloviznar y se
enfrió el aire y en el momento cuando nos encontrábamos con el indio guardián de
nuestras mulas, la nube lanzó un granizo suficientemente grueso para hacernos
sentir dolor; a las 4:45 abrí mi barómetro en el Piedrón:

527

Por la mañana el instrumento se mantenía a 457 mm 6

A las 4:45, encontré 458 mm 2

El termómetro por la mañana, en el suelo 10,6°

El termómetro por la mañana, en el aire 5,6°

El termómetro por la tarde, en el piso 4,8°

El termómetro por la tarde, en el aire 3,9°

La variación diurna había tenido lugar en sentido inverso. A medida que


bajábamos, una lluvia helada se mezcló con el granizo y la noche nos sorprendió.
A las 8 entramos en la hacienda del Chimborazo.

Las observaciones recogidas durante esta excursión tienden a confirmar las ideas
emitidas sobre la naturaleza de las montañas traquíticas que forman la cresta de
las cordilleras, porque he visto repetirse sobre el Chimborazo, todos los hechos ya
señalados en los volcanes del Ecuador como el Cotopaxi, el Antisana, el
Tunguragua y en general, las montañas que erizan las mesetas de los Andes. La
masa del Chimborazo está formada por la acumulación de escombros de
traquíticos amontonados sin ningún orden. Estos fragmentos de enorme volumen
frecuentemente, han sido elevados en estado sólido y sus ángulos son cortantes;
nada indica que haya habido fusión o simplemente un estado de blandura. En
ninguna parte de los volcanes del Ecuador se ve que haya corrido un río de lava,
de esos cráteres no han salido sino deyecciones de lodo y fluidos elásticos o
bloques incandescentes, más o menos escoriáceos que a veces son lanzados a
grandes distancias. La base del Chimborazo es un altiplano que estudiamos cerca
de la hacienda. Aquí también la traquita no está estratificada sino fisurada en
todos los sentidos; esta roca es de pasta feldespática, generalmente de color gris,
que encierra piroxenos y cristales de feldespato semivítreos. La roca se eleva
hacia el Chimborazo; presenta fracturas considerables, más anchas y más
profundas a medida que se aproximan a la montaña. Se podría decir que la masa
al levantarse ha hecho abombar el altiplano que le sirve de base.

La roca que constituye en gran parte el terreno de la Provincia de Quito, ofrece


poca variedad. Los bloques amontonados que forman los conos volcánicos son
parecidos, por su naturaleza mineralógica, a la roca que forma la base. Esos
conos, esas montañas que sobresalen han sido levantados, sin duda, por ruidos
elásticos que han aparecido en los puntos de menor resistencia. La traquita rota

528

en infinidad de fragmentos, ha surgido en la superficie, levantada por una emisión
de vapores. Después de la erupción, la roca quebrada debió ocupar un mayor
volumen, por necesidad, puesto que todos los fragmentos no habrán podido
regresar al sitio de donde salieron y se amontonaron por debajo del orificio por
donde salen los ruidos. Precisamente es lo que sucedería si después de haber
perforado un pozo profundo en una roca dura y compacta, se quisiera rellenarlo
con los restos extraídos; pronto la excavación se llenaría y sí se formaría, por
encima de ella, un cono tanto más elevado cuanto mayor haya sido la profundidad
perforada. Es así como se puede concebir la formación del Cotopaxi, del
Tunguragua, del Chimborazo, etc.

Las emisiones gaseosas al abrirse paso a través de la capa traquítica, después de


haberla hecho estallar, han podido establecer una comunicación con vacíos
considerables existentes a una profundidad más o menos grande; entonces en
lugar de un cono que se eleva por encima del punto de erupción, se producirá una
concavidad en la superficie del terreno y así se pudieron formar las notables
depresiones que presenta el cráter del Rucu-Pichincha y el Lago Verde del Azufral
de Túquerres, cuya descripción ya hice. Por esto considero la aparición de los
conos traquíticos de las cordilleras como posterior al levantamiento de la masa de
los Andes. Sin embargo, no son estos levantamientos los más recientes que
hayan tenido lugar en estas montañas. En las cercanías de los picos más
elevados como el Cayambe, el Antisana y el Chimborazo, se pueden ver
montículos compuestos de fragmentos, pero de una roca sensiblemente diferente
a la traquita ordinaria: es negra, porfídica y en su consistencia lleva cristales
feldespáticos vidriosos y tiene coloración procedente del piroxeno. Los cristales
feldespáticos son raros y con frecuencia uno se creería encontrar basalto; sin
embargo, jamás he encontrado peridota (olivino). Algunas veces esta roca
compacta está dispuesta en prismas; algunas veces escoriforme, llena de
agujeros, parecería una lava si cubriera un espacio poco extendido, pero siempre
se presenta en pedazos que rara vez llegan al tamaño de un puño; este material
surgió, evidentemente, en una época reciente. En la Chorrera de Pisque, cerca de
Ibarra, se ve una bella columnata que reposa sobre un aluvión. En la hacienda de
Lysco, esta roca en estado fragmentario, se abrió un pasaje a través de la traquita
al levantarla y es allí donde Humboldt creyó ver una corriente salida del Antisana.
Ya he discutido las razones sobre las cuales me baso para no participar de la
opinión del ilustre viajero.

El volcán apagado de Calpi que se encuentra en la base del Chimborazo, está


compuesto de esta clase de basalto; lo visitamos al regresar de Riobamba. En el
centro del piso arenoso que ocupa toda la llanura se nota, cerca del villorrio de
Calpi, una colina de color oscuro: es el Yana-Urcu (la montaña negra). En la parte
inferior del montículo puede verse la traquita que sale de debajo de la arena. La
roca parece haber sido sacudida violentamente y está llena de fisuras y fracturada
en todos los sentidos. La pendiente del Yana-Urcu que mira hacia el Calpi está
formada por pequeños fragmentos de roca negra y este montón de fragmentos

529

recuerda la erupción pedregosa de Lysco. Parece que esta erupción del Yana-
Urcu tuvo lugar posteriormente a la de arena que cubre la planicie, porque su
superficie, en los alrededores del volcán está cubierta de esas piedras negras
escoriformes. Nuestros guías que eran indios de Calpi, nos llevaron a una
hendidura en donde se oía distintamente el ruido de una cascada subterránea; a
juzgar por la intensidad del sonido, la masa de agua en movimiento debía ser
considerable.

Me había llamado la atención la aridez del suelo desde Latacunga hasta


Riobamba y me preguntaba cómo los glaciares y las montañas que dominan ese
terreno no daban origen a numerosos torrentes. La sequía de esa meseta es
solamente superficial, pues parece que las aguas de las montañas, después de
haber penetrado en ese terreno permeable, circulan a mayor o menor profundidad
bajo el suelo. La cascada subterránea de Yana-Urcu es una prueba y en varios
puntos se ve salir a la superficie agua abundante, al bajar por las gargantas
profundas del terreno aluvial de la meseta. Muy cerca de Latacunga, entre esta
ciudad y el Cotopaxi, existe una capa de agua que se encontró al perforar algunos
metros de profundidad en el conglomerado de piedra pómez y que los indios
llaman “Timbo-pollo”. En realidad es un verdadero río subterráneo, porque el agua
se renueva sin cesar y se percibe claramente el sentido de la corriente; encontré
que su temperatura es de 18,8° centígrados y que la temperatura promedio de
Latacunga es de 15,5°C.

El 21 de diciembre estábamos de regreso en Riobamba donde permanecí algunos


días más para terminar las observaciones que estaba empeñado en hacer: con
curiosidad vi, a una legua de la ciudad, un caserío donde se fabricaba ácido
sulfúrico en muy pequeñas cámaras de plomo, es decir, por un procedimiento
adoptado actualmente por la industria. Como el tiempo era favorable, tomé varias
series de distancias de la Luna a las estrellas, para rectificar la longitud de
Riobamba.

El 23 de diciembre, por la tarde, dejé esta ciudad y me dirigí hacia Guayaquil, en


donde debía embarcarme para visitar la costa del Perú. Me despedí del coronel
Hall a la vista del Chimborazo. Durante mi permanencia en la Provincia de Quito
había gozado de su confianza y de su amistad; su perfecto conocimiento de las
localidades me había sido sumamente útil y yo había encontrado en él un
excelente e infatigable compañero de viaje y ambos habíamos servido, durante
largo tiempo, a la causa de la Independencia. Nuestra despedida fue emocionante:
algo parecía decirnos que no volveríamos a vernos y este funesto presentimiento
resultó fundado, pues algunos meses después mi desafortunado amigo fue
asesinado en una calle de Quito.

A las 6 de la tarde llegué a la miserable hacienda del Guayo; la temperatura media


del suelo era de 7,8°; el 24 de diciembre continuamos nuestro camino y cerca del
torrente se ve la traquita muy escarpada en varios sitios y cuya masa forma el

530

inmenso altiplano, base del Chimborazo. La roca no es estratificada, sino
fracturada en todos sentidos por fisuras generalmente verticales; a las 11 llegamos
al punto más elevado del Arenal, paso muy temido en la región por la violencia del
viento que algunas veces se lleva hombres y animales; el tiempo estaba calmado
y cubierto; allí pudimos almorzar. Las bocanadas de viento que venían de
Guaranda se cambiaban por una niebla espesa y encontré como altitud del Arenal
del Chimborazo, 4.372 metros y la temperatura del aire de 12,2°. Al bajar se ven
las rocas estratificadas de grünstein y de esquistos. A las 5 llegué a la población
de Guaranda (altitud 2.722 metros, temperatura 13,6°); allí sentimos un violento
temblor de tierra. A algunas horas de marcha se encuentra la salina de Roma-
bella, la cual produce sal cargada de yodo y por consiguiente “anti-bocio”, así que
el coto es desconocido en toda la provincia donde se consume esta sal y en
donde, de acuerdo con las condiciones geológicas, esta enfermedad debería ser
endémica. Dejé este poblado a las 8:30 y a las 9 estaba en Puente del Socavón,
sobre el río del Molino (altitud 2.604 metros, temperatura 16,7°); la roca está
compuesta de grünstein y de esquisto. A las 11:30 llegamos a Chimbo (altitud
2.514 metros, temperatura 23°) y al seguir nuestro camino llegamos a la 1 a San
Miguel de Chimbo, en donde esperé mi equipaje (altitud 2.464 metros temperatura
20°); a las 2:30, cuando el barómetro estuvo montado para efectuar
observaciones, una mujer que pasaba por allí en ese momento, aterrada, cayó sin
conocimiento; de inmediato fui a su socorro y cuando volvió en sí me preguntó con
angustia: “¿Reventará el bastón español?” A las 3:30 alto de Piscuru (altitud 3.000
metros, temperatura 21°); a las 5, tambo de la Chima, a donde llegamos después
de una caminata fatigante.

Estaba en Chima el 26 de diciembre y me disponía a partir cuando llegó el general


Flórez acompañado del coronel Datz, en camino para Guayaquil; cediendo a su
insistencia decidí acompañarlos y nos pusimos en camino inmediatamente: llovía,
el camino era resbaloso y peligroso, especialmente por la rapidez con que el
general encabezaba nuestra marcha; el descenso de Augas fue horrible; el caballo
que montaba un capitán de la escolta cayó y murió instantáneamente; felizmente
el oficial no sufrió ninguna herida; un poco más lejos el camino mejoró: seguimos
el valle del río Guaranda, el cual atravesamos en varias oportunidades. A las 6:30
llegamos a la población de Sabaneta, en donde nos consiguieron caballos frescos
que nos llevaron, siempre a buen paso, hasta la Bodega a donde llegamos a las
11 de la noche, cansados, mojados y muertos de hambre. Nos alojamos en la
hacienda del general Flórez.

27 y 28 de diciembre. Me vi obligado a quedarme en la cama hasta que me


hubiesen lavado y remendado mi pantalón, que tuve que secar sobre mi cuerpo;
ese último día a mediodía, el coronel Datz y yo nos embarcamos en el río Guayas
con marea descendente; a las 8 de la noche llegamos a San Borromeo, donde
cenamos. Las canoas que utilizábamos habían sido hechas en troncos largos y
estrechos. Pasamos la mayor parte de la noche sobre el río, y las rodillas de
Flórez me sirvieron de almohada; tuvimos tiempo de charlar y le pregunté:

531

—“¿Por qué hemos hecho una marcha tan desordenada?”
—“Es que mi viaje debe ser disimulado; quiero lograr atrapar la caja de la tesorería
de Guayaquil y arrestar al tesorero”.
—“¿Pero cómo es posible, general, que con su independencia conserve aún el
peso de los asuntos del gobierno?”
—“Tiene razón cuando habla de la independencia que puede darme mi fortuna,
pero para conservarla tengo que mantenerme en el poder porque el día en que
deje de dirigir los asuntos públicos, seré prontamente desposeído de mis bienes”.
—Pensé entonces que más bien sería desposeído de los bienes ajenos, agregué
mentalmente.

El general Flórez procedió tal como lo había anunciado, una vez que hubo
desembarcado; la caja fue recuperada, el tesorero arrestado y Datz y yo fuimos
simples testigos. Nos alojamos en el palacio del gobierno y se puso una guardia
numerosa; mi apartamento comunicaba con el del general que tenía un centinela
interior, lo que poco me llamaba la atención. El servicio de mesa en el palacio era
suntuoso y le pregunté a Datz por que tanto lujo, a lo cual contestó muy serio:

—“Porque salvamos la caja”.

La moralidad de ciertas damas de la buena sociedad de Guayaquil sería muy


sospechosa, si uno se refiere a propuestas hechas por ciertos agentes.

Guayaquil se encuentra sobre la orilla derecha del Guayas, que un poco más lejos
recibe el Danlé. El 18 de enero de 1832 me hice vacunar y al día siguiente mi
nombre apareció encabezando una lista impresa de dos bebés que habían sido
vacunados conmigo, cosa que sirvió para que mis amigos se burlaran de mí.

Las casas de la ciudad son de madera y la población se calcula en 20.000 almas y


el producto de la aduana está avaluado en 200.000 piastras.

24 de enero. A las once de la mañana subí a bordo de la goleta La Ecuatoriana,


que salía para Paita. Bajamos el río con la marea y por la mañana estábamos a la
vista de la isla de Puna, en donde esperamos la marea descendente. A mediodía
vimos la isla del Muerto, que horizontalmente presenta el perfil de una estatua
colosal que estuviera acostada sobre la superficie del mar. Veíamos las costas de
Chocó y el Perú.

25 de enero. Pasamos a Tumbez, siempre a la vista del Muerto, la costa es muy


árida.

26 de enero. Doblamos el Cabo Blanco.

532

27 de enero. A las 2 desembarcamos en Paita; los alrededores son de lo más
árido que uno se pueda imaginar; ni una planta, ni un riachuelo, todo es arena. El
agua potable se debe buscar en el río Colan, a más de 6 leguas de distancia. El
puerto es muy seguro y en ese momento, en la rada había una buena cantidad de
barcos, entre ellos dos balleneras de los Estados Unidos. Ocupaba una casa
aislada al borde del mar que estaba a 4 metros por encima de la marea promedio
y en donde establecí mi barómetro. Durante la noche el ruido de las olas era muy
intenso, de día con el Sol, era muy débil. Medí la temperatura del aire y encontré
que con tiempo calmado era de 36,Y y cubrí el termómetro con una sombrilla para
protegerlo de los rayos del Sol y de la radiación nocturna: a las 10 de la mañana, a
un pie bajo la tierra, marcó una temperatura promedio de 27°.

8 de febrero. A las 8 de la noche apareció una luz muy viva que iluminó durante un
instante la ciudad. Yo recibía algunas visitas nocturnas: indias más oscuras que
las de las montañas. Carmen, a quien mi asistente Vicente me la traía por la
noche.

Una vez oí ruidos de pelea y la voz de mi asistente a quien dos hombres querían
detener; salí sable en mano para ayudarlo; los dos agresores desaparecieron y
Carmen entró en mi casa; después supe que los malhechores se habían
escondido en la escalera y habían detenido, robado y ahogado a alguien que me
había precedido en la casa.

A veces llega a la playa una gran cantidad de peces que la cubren enteramente y
se refugian allí asustados por las ballenas, durante la marea baja. La bella Carmen
me dejó el 9 de febrero con buen viento SO.

Tuve también una visita muy interesante: la de una pobre india de quien decían
tenía 125 años. Todavía era vigorosa y caminaba fácilmente y sin bastón. Le
ofrecí un vaso de vino que bebió con gran gusto. En su juventud asistió al
desembarco de la flota inglesa comandada por el vicealmirante George Anson.
Esto sucedió el 24 de noviembre de 1741 cuando “El Centurión” entró en el puerto
de Paita; la ciudad fue saqueada e incendiada y los marineros partieron en dos, de
un sablazo, la imagen de la Virgen que se hallaba suspendida en una iglesia; la
india me contó que había asistido a esta escena.

9 de febrero. De nuevo a bordo de “La Ecuatoriana”; levamos ancla a las 5 de la


tarde con un fuerte viento SO.

10 de febrero. Por la noche pasamos delante de la isla de la Plata.

11 de febrero. Navegamos a lo largo de las costas del Chocó.

12, 13, 14 y 15 de febrero. El mar en calma; imposible avanzar.

533

l6 de febrero. A la vista del Cabo Manglar. En un espacio de una milla cuadrada el
agua del mar está roja por reflexión e incolora por transmisión.

17 de febrero. A mediodía desembarqué en Tumaco, isla que hace parte de un


pequeño grupo que se encuentra no lejos de la costa; allí la vegetación es
espléndida, lo que ofrece un contraste con la aridez de Paita. Aun cuando esta
isla, que tiene cerca de tres millas cuadradas, esté naturalmente rodeada de agua
salada, tiene varios pozos de agua dulce. El terreno es de arena poco sólida y hay
mucho tiburón en la costa, tanto que nuestro pobre perro “Turc” fue devorado por
uno de esos animales. A un pie dentro del suelo la temperatura promedio es de
26,1 grados.

18, 19, 20y 21 de febrero. Observaciones barométricas.

22 de febrero. Nos embarcamos a las cinco de la mañana con buen viento.

23 de febrero. Pasamos ante la Gorgona. Viento y lluvia muy fuertes.

24 de febrero. Estamos a la vista de San Buenaventura. La calma chicha nos


impide entrar.

25y 26 de febrero. Desembarcamos a mediodía. El puerto es muy grande pero la


ciudad es sucia; las casas se parecen a jaulas en donde se encuentran
encerrados los negros más feos del Chocó. La fiebre es endémica porque la
población vive sobre un pantano.

27 de febrero. A las nueve nos embarcamos en pequeñas piraguas que pueden


llevar 10 quintales; son hechas en troncos de árboles y parecidas a las que
navegan en el río San Juan. Hay que permanecer completamente acostados
porque no se puede tomar ninguna otra posición. Aprovechamos la marea alta
para llegar a la boca del Dagua. Encontramos en seguida el río Dagua en donde
montamos en piraguas que más que flotar rodaban sobre un fondo de guijarros
cubiertos por escasos 20 centímetros de agua. A las 6 desembarcamos en la
hacienda de Santa Gertrudis en donde encontré 757 milímetros para altura del
barómetro (temperatura del barómetro: 25°. Temperatura del aire: 25°, altitud 29
metros).

28 de febrero. Desembarcamos en la Bodega con una bella noche, lo que es raro


en el Chocó.

29 de febrero. Llegamos al saltito de Dagua, pequeña caída de 4 metros de altura.


Antes de llegar habíamos cruzado una serie de rápidos que rodeamos por medio
de pequeños canales laterales abiertos a mano por los bogas. Cambiamos
nuestras piraguas por pequeñas canoas y comenzamos a ver las rocas
esquistosas.

534

1 de marzo. Llegamos a las Juntas del Dagua en donde pasamos la noche (altura
barométrica 734,1 mm, temperatura en el aire 24°, altitud 321 metros).

2 de marzo. Salimos a las 6 de la mañana y a las 7 llegamos al alto de la Puerta,


altura barométrica 689,4 mm, temperatura del barómetro y del aire 24,4°, altitud
911 metros. A las 8:30 llegamos al alto de la Hormiguera, (barómetro 680,1 mm,
temperatura 23°, altitud 1.032 metros). A las 9:45 llegamos a El Palmar (barómetro
673 mm, temperatura 22°, altitud 1.118 metros). A las 10:30 llegamos a la
quebrada del Higuerón (barómetro 687,3 mm, temperatura 25°, altitud 939
metros). A mediodía llegamos a Jiménez (barómetro 680,3, temperatura 26°,
altitud 1.029 metros). A las 2 estuvimos en el caserío de las Hojas, barómetro 667
mm, temperatura 24°, altitud 1.178 metros.

Allí dejé a mi negro con la misión de llevar mi equipaje hasta Cartago y seguí mi
camino. Durante 2 horas estuve descendiendo y me encontré con el río Dagua, el
cual atravesé varias veces. Toda la roca es grünstein en masas redondas.
Después de una caminata muy fatigante llegué a las 8 de la noche al caserío de
Papagallero, donde cené miserablemente.

3 de marzo. Al día siguiente salí a las 7 y a mediodía llegué a una venta donde
almorcé y después de haber pasado la montaña arribé a Cali a las 6 de la tarde,
después de haber atravesado el río de ese nombre. La distancia de esta ciudad a
Juntas, donde me encontraba la víspera, es de 11,5 leguas. El gobernador me
recibió muy bien y me alojó en una casa vecina a la suya, cuyos dueños estaban
ausentes.

4 de marzo. Domingo. Pasé el día en Cali, ciudad triste, grande y bien situada y de
clima muy ardiente. Allí no es endémico el coto, pero existe en los alrededores en
donde hay pantanos.

5 de marzo. Salimos a las 7:30; a mediodía almorcé en Magamé; a las 5 llegamos


a Posadas.

6 de marzo. A las 4 de la mañana salí y a las 5 llegué a Buga y a las 6 me detuve


en La Paila. Caí en una emboscada en donde corrí un gran peligro.

7 de marzo. En camino a las 3:30 de la mañana; pasamos el río de La Paila y


llegamos a las 6 al Zarzal, a las 11 a Santa María y al fin a las 3 a Cartago en
donde establecí mi campamento.

21 de marzo. Cartago. Altura barométrica 683,6 mm; temperatura del aire y del
agua 23°, altitud 977 metros. A un pie bajo tierra, después de 24 horas, el
termómetro marcó 24,5°.

535

5 de abril. Por la mañana a las 8 estalló una tormenta, cosa rara, de acuerdo con
lo que dicen los habitantes. En las regiones cálidas como Honda, Mariquita, la
Vega de Supía, Cartago y todo el Chocó, las tempestades tienen lugar de noche,
entre las 11 y las 12; en las regiones elevadas y por consiguiente frías, como
Santa Fe, Sonsón y Quito, tienen lugar generalmente entre las 3 y las 5 de la
tarde. En los sitios muy elevados como la hacienda de Antisana, o el páramo de
Herveo, las tempestades son muy raras y duran muy poco; casi siempre la lluvia
redobla su fuerza después de un tremendo trueno, con frecuencia se detiene de
repente, pero después de un momento de silencio se oye una violenta detonación.

7 de mayo. Salimos de Cartago a las 8:30 y llegamos a las 3 al paso de Piedra de


Moler.

8 de mayo. Siguiendo mi viaje llegué al río de Quimbaya, (altitud 979 metros) por
un camino horrendo me vi obligado a atravesar los Guaduales, sobre la espalda
de un sillero. Pasamos la noche en la Balsa.

9 de mayo. La temperatura es de 21,4° a un pie bajo el suelo y la del aire de 28,3°.


Atribuyo a esta temperatura el poco éxito que ha tenido Marisansero en la siembra
del cacao; todos los caminos que conducen a la Balsa son unos barrizales
espantosos. Salimos en la mañana y llegamos a acampar a las 4 al contadero de
Buenavista.

10 de mayo. Por segunda vez acampo en Cruz Gorda de Boquia.

11 de mayo. Acampé en Las Cruces, altitud 2.132 metros.

12 de mayo. Pasé al páramo con pésimo tiempo y llegué a las 4 al contadero del
Volcancito (altitud 3.203 metros).

13 de mayo. Llegamos a las 3 al tambo de Toche, en donde nos alojamos en la


posada. Este lugar está rodeado de selva y por el camino recogí algunos granos
de palma de cera; creo que este árbol podría ser aclimatado en Francia. Visité las
fuentes termales y pude constatar que su temperatura había disminuido después
de mi primera visita efectuada unos 10 años antes.

14 de mayo. Llegamos a El Moralito (altitud 1.865 metros). El termómetro a un pie


bajo tierra marcó 16,5°, después de haber estado expuesto toda la noche. Había
atravesado el San Juan con mucha dificultad.

15 de mayo. A las 5 llegué a Ibagué, después de haber gozado del espectáculo


del Nevado del Tolima desde La Palmilla.

16 y 17de mayo. Tomé la altitud 1.323 metros, temperatura del suelo a un pie bajo
tierra 21,5°.

536

18 de mayo. A las 8 salí de Ibagué para llegar a las 6 al callejón de Caima. Por el
camino recogí varias arañas “coya” que tejen su tela sobre el suelo, entre las
piedras; en el recorrido desplegué mi barómetro en Alvarado (altitud 269 metros,
temperatura 30°). En Callejón de Caima (altitud 393 metros, temperatura 27,7°).
Ese día pasamos la quebrada de Caima que lleva a la China. Este río estaba tan
crecido que tuvimos que buscar prácticos para pasarlo; yo lo atravesé nadando
entre dos hombres; mi equipaje fue llevado sobre la cabeza de los indios. A la 1 el
río de la China (altitud 367 metros, temperatura 30°); a las 2 pasamos el Totare,
que desemboca en el anterior. A las 3 llegué a Venadillo; mi amigo, el cura
Mantilla, había muerto de una fiebre inflamatoria, enfermedad muy común en esos
llanos. A la salida de la población atravesamos el Venadillo, sin accidentes, aun
cuando estaba muy crecido (altitud 344 metros, temperatura 31,5°). Nos alojamos
en una casa en La Sierra y no olvidaré jamás la impresión que sentí al ver la
horrible familia que la habitaba: todos cotudos, bobos y cretinos. Los moradores
de la Sierra beben malas aguas de los pantanos casi todo el año y algunos meses
agua de un riachuelo que desciende de los glaciares de Santa Isabel.

20 de mayo. Después de dos horas de viaje nos detuvimos a las 8 de la mañana


para desayunar en Peladero (altitud 429 metros, temperatura 30,7°). El Sol me
hizo sufrir todo el día y después de haber pasado por Los Tasajeros, llegamos a
una hacienda situada cerca de la población de Guayabal, en donde me acosté
entre carne seca y salada (altitud 346 metros, temperatura 34°).

21 de mayo. Llegué a Santa Ana a las 11 en donde se encuentran algunas minas


de plata; allí me quedé hasta el 6 de junio y llevé a cabo varios ensayos y
experimentos sobre minerales y también algunas observaciones astronómicas;
salimos el 6 y llegamos a Honda, sobre la margen derecha del Magdalena (altitud
276 metros, temperatura a un pie bajo tierra 27,7°).

7 de junio. Nos embarcamos a mediodía y llegamos a las 6 a Guarumito.

8 de junio. Salimos a las 6:30 de la mañana y llegamos a Nare a las 3:30.

9 de junio. Nos embarcamos a las 6 y llegamos a San Bartolomé a las 3.

l0 de junio. Salimos a las 6:30; a las 5 acampamos en la playa y allí pasamos la


noche.

11 de junio. Salí a las 6 y llegué a San Pablo a las 5, sobre la orilla izquierda del
río.

12 de junio. Salí a las 8:30 y llegué a las 6 a Badillo, sobre la orilla derecha.

13 de junio. Subimos a bordo del bongo que hace el servicio de transportes


fluviales y llegamos a las 3:30 a Puerto Diana.

537

15 de junio. Habíamos salido el 14 y llegamos a Mompós el 14 a la 1 de la
mañana y nuevamente embarcamos a las 4 de la tarde.

16 de junio. Llegamos a Barranca de Loba.

18 de junio. Salimos a las 6 de la mañana, desayunamos a las 8 en Arroyohondo y


salimos a las 8:45; llegamos a Santa Cruz a mediodía y a las 3 de la tarde a
Machetes.

19 de junio. Tomamos camino a las 6:30 y almorzamos en Arjona a mediodía;


llegamos a Turbaco a las 2:45 y al fin a las 8:45 a Cartagena. En esa ciudad no se
bebe sino agua de lluvia recogida en cisternas construidas a algunos pies bajo el
suelo. Temperatura de una de esas cisternas 27,5°.

Permanecí allí hasta el 11 de julio, día en que me embarqué a bordo del “Medina”,
que debía llevarme a Nueva York donde efectivamente desembarqué el 7 de
agosto.

538

Correspondencia 1818 - 1826
I

Boussingault a su padre

5 diciembre 1818 (fecha del sello)

Mi querido papá:

Aun cuando lejos de ti, no se me ha olvidado que hoy es el día de tu santo y


aprovecho esta ocasión para agradecerte todas tus bondades conmigo, las que no
olvidaré jamás. Por medio de mi aplicación y mi obediencia trataré de ser digno de
ti.

Deseo para ti y toda la familia una buena salud y los abrazo de todo corazón,

Boussingault

II

Boussingault a sus padres

Chalon-sur-Saóne, lunes 7 de diciembre, 1818

Mis queridos padres:

Aprovecho la oportunidad de nuestra llegada a Chalon para escribirles esta carta.


Tengo necesidad de dirigirme a ustedes para aliviar la tristeza que me causó la
separación; confío en que su salud sea tan buena como la mía, que es excelente.
En seguida les contaré de mi viaje.

El día en que salimos de París recorrimos ocho leguas y pasamos la noche en


Lieusaint; ese día gastamos 2 francos. Al día siguiente caminamos hasta
Montereau a donde llegamos por la noche, con la intención de pasarla allí muy
cansados de haber recorrido once leguas con mal tiempo, pero después de cenar
tuvimos la oportunidad de viajar en carreta, por 2 francos, hasta Sens y allí
nuevamente encontramos otra carreta que salía para Joigny y continuamos a

539

Auxerre donde desayunamos y partimos en seguida, tratando de que nos trajeran
por 7 francos a Chalon que queda a 43 leguas.

Después de haber descansado 2 días llegamos hoy a Chalon donde no nos


embarcaremos sino que iremos a pie a Lyon porque el barco vale 10 francos y hay
que pasar la noche en Macon, lo que nos costaría en total 15 francos y
gastaríamos el mismo tiempo que haciendo el camino a pie.

Nuestro viaje podrá terminar el 10 del presente; de paso visitamos el castillo de la


Roche-Pot que está en ruinas y allí tuve la ocasión de recoger rocas bastante
interesantes; no recogí más por viajar a pie.

En la carreta que nos llevó a Chalon encontramos a un hombre excelente, alcalde


de una de las comunas de las cercanías de Saint-Etienne, quien nos prometió ir a
vernos a la escuela; nos aseguró también que por 4 francos diarios podríamos
comer muy bien. Los víveres no son demasiado caros en el camino y se bebe un
excelente vino a 30 céntimos el litro.

Quisiera estar ya en vacaciones para poder abrazarlos tanto a ustedes como a mis
hermanos y a toda mi familia; confío en que Vaudet no esté adelgazando.

Cordiales abrazos de su devoto hijo,

Boussingault

Todavía me quedan 90 francos.

Dirección: señor Boussingault, calle de la Parcheminerie, No. 60, París.

III
Boussingault a sus padres

Saint-Etienne, diciembre 11 de 1818

Llegué el jueves por la tarde a Saint-Etienne, muy cansado de haber atravesado


las montañas que hay en el camino de Lyon a nuestro destino final. Hoy nos
presentamos al señor Breaunier, director de la escuela quien nos acogió muy bien
y luego asistimos a la clase de aritmética y después fuimos presentados a los 17
alumnos, entre los cuales hay jóvenes de muy buen aspecto y nos aseguraron que
si somos suficientemente instruidos, al cabo de dos años tendremos una buena
posición.

Siento cierta desazón que no se calma, al pensar en las estrecheces que ustedes
padecen y que pueden aumentar por los gastos que exige mi mantenimiento. Ya

540

he preguntado a muchos jóvenes que viven en pensión por el costo de su
mantenimiento y me han dicho que pagan 53 francos mensuales, lo que sería muy
costoso para ustedes. Todas esta consideraciones me preocupan
insoportablemente, sentimiento que ha sido aumentado por no haber recibido
noticias de ustedes a mi llegada a Saint-Etienne. Benoist sí encontró carta.

Les ruego reflexionar seriamente sobre lo que yo deba hacer, si, como me figuro,
mi mantenimiento fuera demasiado costoso, podría regresar y entrar en una casa
de comercio en París; si consideran que pueden pagar mi pensión, deberían
enviarme pronto mis pertenencias y sobre todo, mis libros y mi estuche de
matemáticas y lápices de dibujo, lo que necesito urgentemente.

Por ahora me resigno a esperar sus órdenes; temo solamente que su buen
corazón los haga sacrificarse por mí; deben pensar en mi hermano y en ustedes
mismos; además, después de mi salida de la escuela, tal vez pueda conseguir una
colocación de 1.200 francos, lo mismo que podría ganar al entrar al comercio o en
una fábrica.

Espero una respuesta positiva en relación con esta carta para saber si debo
permanecer en Saint-Etienne; desde Chalon no me siento bien de salud y me
molestan considerablemente los insomnios.

Yo les abrazo de todo corazón, así como a mis hermanos, mis tías y toda mi
familia.

Su hijo,

Boussingault

Mi dirección: Escuela de Mineros de Saint-Etienne, en Saint-Etienne. Deben


franquear las cartas. (A la misma dirección que la precedente).

IV

Boussingault padre a su hijo

(Respuesta a la carta precedente)

París, diciembre 16 de 1818

Mi querido hijo:

He recibido tus dos cartas y me apresuro a contestarlas para calmar tus


inquietudes. Si tu nuevo estado te conviene, puedes contar exactamente con el

541

dinero necesario para tu mantenimiento; tu baúl y los objetos que pides, saldrán el
20 del presente.

Tu carta, que por un aspecto me preocupó por tu estado de salud, por el otro me
consoló al ver que reflexionas sobre tu posición y la mía. Sin embargo, a pesar de
la tristeza que me ha causado tu partida, quiero asegurarte que encontrarás en mí
un padre amante y que si el peligro y tu salud te impidieran quedarte, puedes
regresar, pero te pido que medites sobre las ventajas de la carrera que has
elegido; yo haré todos los esfuerzos posibles para que la termines con éxito.

Tu madre y tus hermanos te abrazan, lo mismo que yo que soy tu padre


afectísimo.

Boussingault

Escríbeme y no me ocultes nada. Recibí tu carta a las 9 de la noche y no tuve sino


el tiempo para contestarla en vista de que no hay sino dos correos por semana. Al
señor Boussingault, Escuela Real de Mineros, de Saint-Etienne en Saint-Etienne,
en Forez.

Boussingault a sus padres

Saint-Etienne, diciembre 22 de 1818

Queridos Padres:

Recibí su carta de ayer y me apresuré a contestarla para informarles que mi salud


está perfectamente restablecida y que espero que ustedes estén en las mismas
condiciones. Voy a darles detalles exactos sobre mi manera de vivir aquí, pero
antes quisiera agradecerles mil veces por el enorme sacrificio que hacen por mí y
por el cariño que me demuestran al permitirme regresar a donde ustedes, de no
gustarme la escuela.

Nos ocupamos del estudio de matemáticas, del diseño de máquinas y de las


ciencias químicas; como he estudiado esta última ciencia con gran interés, soy
muy útil en el laboratorio y hoy ya preparé las cosas necesarias para la lección; así
gozo de una cierta consideración. El señor de Gallois, ingeniero jefe, quien busca
minerales hierro en el departamento, va a montar un laboratorio en donde
contarán mucho conmigo. Confío que me perdonarán esta pequeña digresión
sobre mí mismo, sirve únicamente para probarle a papá que no perdí mi tiempo en
París.

542

Mi manera de vivir es la más económica posible, pero a pesar de lo cual es
costosa: la habitación nos cuesta 19 francos mensuales, o sea 9,50 para mí; para
comer compramos un pan de varias libras (vale 20 céntimos la libra), almorzamos
con papas o queso, a las 5 de la tarde ponemos nuestra cena al fuego y hacemos
guiso de carne con papas y como tenemos dos platos y dos tenedores, no hay
ningún problema. La sartén en que cocinamos es muy cómoda, sirve para todo,
desde huevos fritos hasta ensalada, pasando por puchero. Conocemos ahora a un
joven condiscípulo que vive en Saint-Etienne y su madre tiene la bondad de
cocinar en su horno lo que nosotros llevamos; hoy, por ejemplo, somos los felices
propietarios de un enorme y excelente pernil de cerdo que nos costó 1,60 francos
y mañana compraremos por 15 céntimos papas guisadas con mantequilla; en
cuanto a la bebida, existe una fuente a nuestra puerta y puedo asegurarles que
nunca he tomado tanta agua en mi vida como en esta ciudad, en donde me
prometieron poder tomar vino en cantidades. El domingo nos tomamos un litro de
vino que cuesta 40 céntimos. Al principio pensamos en beber medio litro diario
entre los dos, pero nos dimos cuenta que al cabo de un mes esto nos habría
costado 3 francos, así que economizando lo más posible no podemos vivir con
menos de 80 a 90 céntimos diarios, sin contar lavandería, mantenimiento de
zapatos, papel, plumas, etc.

El señor Beaunier nos entregó hoy la patente de alumnos y nos dijo nuevamente
que al salir de la escuela nos será muy fácil encontrar buenos trabajos, pero que
será muy distinto para los que vengan dentro de 3 o 4 años. Ruego a ustedes, mis
queridos padres, retener 2 o 3 tres francos de mis mensualidades para comprar la
segunda edición del Tratado de Química de Thénard, que es muy necesario.

Les ruego abrazar en mi nombre a mis hermanos, a mis tías Colombe y Duhamel
y a mis primos. Si ven a Loubry, muchos recuerdos.

Termino abrazándolos de todo corazón y repitiéndome respetuosamente como su


hijo,

Boussingault

VI

Cadet Boussingault a su hermano

Enero 1819

Mi querido hermano:

543

Tú sabes que guardo dinero y cuando vi que tenía suficiente para hacerte un
regalo de Año Nuevo te compré un gorro de algodón. Te deseo una perfecta
salud.

Te abrazo de todo corazón y te pido que regreses;

Cadet

Te mando 15 francos, ya me arreglaré con papá y mamá.

VII

Boussingault a sus padres

Saint-Etienne, enero 14 de 1819

Mis queridos padres:

Debía haber escrito al principio de este año, para agradecerles y desearles mucha
felicidad. Lo habría hecho, pero habiendo sabido que había en correo un paquete
para mí, esperé la carta que habría podido contener; sin embargo, hace 8 días que
no me ha llegado ninguna noticia, lo cual me inquieta y si he demorado en
escribirles es porque esperaba la carta de Uds. para contestarla. Así que les ruego
me perdonen y tengan en cuenta que todos mis pensamientos son para ustedes y
toda mi familia.

Si yo hubiera venido aquí a divertirme, de seguro no lo había logrado pero como lo


que busco es otra cosa, estoy contento y no extraño a París sino por Uds.

Pocas son las amistades que he hecho, pero he conocido a un joven de Saint-
Etienne, alumno como yo, hijo de un rico propietario de minas de carbón, con
quien algún día planeamos hacer algo juntos.

No tengo nada más para contarles, sino que creo haber adquirido buena
estimación de mis profesores y de mis compañeros. Les ruego también desear
buen año a todo el mundo, abrazar a mi hermana y a Vaudet sobre todo a mi
hermanito, a quien llevaré alguna cosa cuando salga de vacaciones.

Tampoco olvido a mis tías Colombe y Duhamel, lo mismo que a toda la familia.

Como no sé qué contiene el paquete que me han enviado, les rogaría que si no
han despachado el tratado de química del señor Thénard, me lo manden lo más
pronto que puedan.

544

Si el costo de mi pensión es excesivo, les ruego me lo digan para regresar y
trabajar con mi hermano.

Recuerdos a Soubry y a todos mis amigos. Los abrazo de todo corazón.

Boussingault

VIII

Boussingault padre a su hijo

París, enero 20 de 1819

Tu carta, querido hijo, me inquieta al ver que no has recibido ninguno de los
objetos que te anuncio y te incluyo el recibo del baúl que te fue enviado el 17 de
diciembre pasado. Ahora te toca a ti reclamarlo al señor Duprez en Lyon y todo
debe llegarte libre de porte, hasta tu residencia. También te envío una carta
fechada el 14 del presente, con un bono de la tesorería; estoy esperando que se
presente una ocasión para conseguir los libros de química que necesitas.

Te ruego contestarme lo más rápidamente posible, informándome del resultado de


tus averiguaciones sobre el baúl y dándome algunos detalles sobre tu manera de
vivir en esa región y de tus relaciones con el señor Benoist.

Creo haberte contado ya que he logrado ampliar mi negocio, lo que facilitará la


instrucción de tu hermano. El resto de la familia bien y te abraza lo mismo que yo.

Boussingault

Artículos que van dentro del baúl:

Una levita azul

Un pantalón

Un chaleco

Tres camisas

4 corbatas de cuadros rosados

1 corbata lila

1 corbata blanca bordada

545

1 corbata de perca

4 pañuelos

4 pares de medias de algodón

2 pares de zapatos (1 nuevo)

1 gorro de algodón y 15 francos dentro del mismo.

IX

Boussingault padre a su hijo

París, febrero 15 de 1819

Querido hijo mío:

Te envío un giro de la tesorería que, a pesar de mis ruegos, no se pudo obtener


con un plazo más corto ya que el pago de éste se efectuará el 13 del mes
entrante; así que para el futuro, trataré de conseguir alguna forma que sea más
rápida.

También recibí tu última, sin fecha, en la que me informas haber recibido los
objetos de la lista, menos los libros de química que debes tener ya en tu poder.

Estoy muy satisfecho del interés que tienes por instruirte; trata de merecer la
estimación de tus profesores y la amistad de tus camaradas. Acabo de alquilar mi
casa número 18 en donde estaba mi comercio de tabaco, el cual pasé al número
20, lo que lo hará menos fatigante y permitirá a Cadet regresar donde el señor
Caulon. Toda la familia bien, incluyéndome a mí. Tu padre,

Boussingault

Boussingault padre a su hijo

París, abril 5 de 1819

Querido hijo:

546

Recibí a tiempo tu carta del 13 de marzo, la cual nos tranquilizó sobre tu situación:
los detalles que nos das son satisfactorios y te invito a que continúes, sin
imprudencias, mereciendo la estimación de tus profesores y la amistad de tus
nuevos compañeros. Me habría gustado, mi querido Boussingault, que hubieras
dado algunos detalles sobre los motivos que indujeron tu separación del señor
Benoist, hijo; si es por economía o por una mejor alimentación, tu antiguo amigo
habría podido seguirte a esta pensión. Te confieso que esta separación me ha
sorprendido tanto como al señor Benoist, pero de resto, eso es asunto tuyo;
cuéntame algo sobre este problema, en la carta en que me avises haber recibido
ésta. Yo te guardaré el secreto.

Aquí encontrarás un giro que puedes cobrar en el correo el 9; me pides que te


aumente en el mes de junio y te garantizo que haré lo que pueda. Alquilé al señor
Charles la casa del negocio de tabaco y estamos instalados en la casa número 20,
lo que nos ha facilitado mucho la vida. Tu hermano va donde el señor Coulon y
confío en que este año hará su Primera Comunión; como siempre, sigue muy
negligente en sus estudios.

El joven primo Boussingault murió el 2 del presente; había leído tu carta con
mucho placer; recibí noticias de tu tío Luis, de Quebec, Canadá; parece que
demorará allí algún tiempo y que se encuentra bien.

Toda la familia bien y te desea salud y éxitos y te abraza lo mismo que yo.

Boussingault

547

Correspondencia 1818 - 1826

XI
Boussingault a su padre

Saint-Etienne, 21 de abril de 1819

Mis queridos padres:

Aprovecho de dos horas de descanso para contestar su carta del 5 del presente.
Habría contestado antes pero me encontraba en Saint-Bel cuando ella llegó.

Supe con tristeza la prematura muerte de mi joven primo, aun cuando desde hace
meses su salud no era muy buena.

Las noticias sobre mi tío me han traído sentimientos diferentes, como se lo podrán
imaginar, yo desearía que no se fuera tan lejos, pero confiemos en que regresará
con la misma salud que tenía antes de este viaje.

Como ya les había anunciado, hice el viaje de Saint-Bel y Chessy acompañado


por mi compañero Leferme. Salimos a principios del mes con el morral a la
espalda y el martillo en la mano, provistos de cartas de recomendación de nuestro
ingeniero jefe, señor Gallois. Pasamos la noche en el castillo de Soleillant,
hermosa propiedad del padre de uno de nuestros camaradas. Al día siguiente
caminamos todo el día a través de las montañas del magnífico Lyonnais, para
llegar a nuestro destino. ¿Qué camino, por bien mantenido ofrecería tanto
atractivo al viajero, como esta cadena de montañas de suaves pendientes fáciles
de remontar? En esas largas avenidas trazadas difícilmente por los hombres, el
caminante no encuentra sino monotonía; pero en aquellas trazadas por la
naturaleza, en donde jamás ha ordenado nada el compás del frío geómetra, allí,
digo, se encuentra ese encantador desorden que sobrepasa lo artificial. Aquí una
colina dominada por una capilla a donde los buenos montañeses van a rezar por
la felicidad de sus hijos; más lejos un caserío en donde los grandes personajes
son el alcalde y el cura, en donde no hay tribunales, pero se encuentran sabios
árbitros; en donde ni siquiera hay médicos (aun cuando los hay en todas partes) y
en donde se ve la salud de sus habitantes por su frescura y alegría naturales. A
este panorama sucede otro; un riachuelo, un bosque de pinos, una falda cultivada
por los laboriosos campesinos, etc.

Estos cambios súbitos descansan la fatiga, preocupan la imaginación y liberan el


aburrimiento del viaje.

548

Estas fueron las sensaciones de esta travesía; sin embargo dejamos la parte
agradable para entrar a una montaña estéril en donde los únicos que podían
lamentar el cambio en este panorama, éramos los mineralogistas.

Un silencio perpetuo reina en estos lugares; nuestra única distracción era el


examen de las rocas; después de tres horas de caminar sin oír ruidos, vimos el
campanario de Saint-Bel.

Al llegar a la mina por el camino de Besnay, saliendo de esos sitios áridos, uno se
encuentra de repente a la orilla de un río encantador, orlado a lado y lado por
magníficos álamos y el cambio repentino es verdaderamente espectacular. El
espíritu todavía entristecido por la impresión recibida en los terrenos estériles que
se acaban de atravesar, experimenta un sentimiento de alegría con las escenas
de vida y de movimiento que se pueden contemplar.

La vista del hermoso castillo que habitan los directores, las de los talleres y de las
casas que los rodean, las espesas columnas de humo que salen de las chimeneas
de la fundición y se elevan al aire, el ruido de las máquinas y de las formas, todo
esto unido a la agitación de los obreros, forma un contraste singular con el silencio
y el aspecto triste de la región que hemos dejado.

Al llegar nos presentamos al director quien, después de haberse asegurado de


que éramos alumnos, nos permitió la entrada a los subterráneos y a la fundición.
Desde entonces hemos permanecido unas veces dentro de las entrañas de la
tierra y otras entre los vapores sulfurosos de los talleres metalúrgicos. Así que
nuestra atención ha estado dedicada a la explotación del mineral de cobre; su
tratamiento y a su afinamiento. Debo agregar que debíamos hacer un informe
sobre estas minas: todas las preguntas de nuestros profesores, aun cuando muy
honrosas para nosotros, eran extremadamente difíciles; no citaré sino las más
importantes:

Mercados para la venta del cobre.

Causas políticas favorables o desfavorables a la venta.

Influencia de las fábricas sobre la agricultura y el comercio.

Influencia sobre las costumbres de los habitantes.

Esta última pregunta fue la que nos costó más trabajo. El cura de Saint-Bel nos
ayudó en lo que pudo y en lo que le permitían las conveniencias, en cuanto a la
moralidad de las gentes de ambos sexos.

Mi amigo se quedó 12 días más para observar las costumbres; yo regresé a Saint-
Etienne donde había sido llamado por el ingeniero Gueynivaud, profesor de

549

química, para que le ayudara a presentar las clases, cosa conveniente para mi
bolsillo.

En cuanto a mi separación con Benoist les voy a contar lo siguiente: en la escuela


se distinguen fácilmente dos clases de alumnos, porque la educación de todos no
es la misma; como podrán imaginar, cada uno busca los amigos que le convienen;
yo frecuento principalmente los alumnos distinguidos, de quienes ya les he
hablado y Benoist otros, y además, conserva algunas costumbres de París que
aquí no son convenientes; llevaba sus amistades bullangueras a su casa, que era
la misma mía, cosa que me molestaba; discutíamos con frecuencia y terminamos
por vivir cada uno solo y así me va muy bien.

Los abrazo, lo mismo que a toda la familia; mis recuerdos a Loubry y a Enault y a
todos mis amigos.
Boussingault

XII
Boussingault a su padre

Saint-Etienne, mayo 8 de 1819

Mi querido papá:

Recibí tu carta del 6 del presente con el giro, del que me apresuro a acusar recibo;
si he olvidado esta formalidad para otras cosas recibidas anteriormente, ha sido
inadvertencia; si olvidé hablar sobre mí mismo en mi última carta, fue por el poco
espacio del papel; preferí llenarlo con la narración de un viaje que fue muy
satisfactorio para mí, puesto que nuestro informe sobre Saint-Bel y Chessy acaba
de ser laureado en el último examen, pero me siento feliz de que me hayas
reclamado ligeramente esta negligencia a propósito de mí mismo, pues me
demuestra que tu cariño prefiere las noticias de Lolo propiamente dicho, a las de
un aspirante a director de mina.

Me pides que te informe sobre mi trabajo, mi alimentación, etc. En cuanto a esta


última te cuento que únicamente ceno con los mismos alumnos; por lo que pago
33 francos mensuales; desayuno en mi cuarto y como una libra de pan para mi
almuerzo, por 6 francos mensuales, lo que representa 39 francos por alimentación;
puede ser excesivo sin duda, pero no encuentro más barato, a no ser suprimir el
almuerzo y la comida, lo que no es nada agradable, como se imaginarán. En
seguida viene el alquiler que me cuesta 10 francos mensuales, es decir, 49 en
total. Tengo ganas de mandarme hacer mediasbotas porque necesito calzado y
además no ensuciaría las medias, lo cual sería una pequeña economía; te puedes
dar cuenta que si quiero atender mis asuntos, me vería forzado a no almorzar ni a

550

cenar. En cuanto a mi presentación todavía es pasable, aún suficiente, porque ya
no frecuento la sociedad, lo que no me preocupa. Es cierto que pasábamos tardes
agradables donde el sub-prefecto, lo mismo que donde el dueño de una fábrica
que ayudé a prosperar en Andrezieux, a las orillas del Loira. Todas estas gentes
encantadoras, aun cuando provincianas, pero ¡qué le vamos a hacer! la estación
cambió y la enorme levita no se transformó en un traje de etiqueta.

Mi trabajo no afecta en absoluto mi salud, al contrario. Los domingos los paso


ahora en el laboratorio.

Terminó el primer semestre de la escuela y entramos en el segundo que estudia la


explotación de minas, el ensayo de minerales y de metales y el dibujo. El primer
examen mensual del segundo semestre acaba de tener lugar y quedé tercero en
dibujo, y primero en explotación y ensayo de materiales; de todas maneras
primero en la lista de méritos generales.

Confío en que la indisposición de mamá haya cedido y que se encuentre en buena


salud; deseo ardientemente que lleguen las vacaciones para verlos a todos; ya
están cercanas y dentro de tres meses pasaré un tiempo allá y regresaré a Saint-
Etienne para terminar mis estudios.

Algunos de los alumnos de primera división ya tienen ofertas para directores, sub-
directores o inspectores.

Agradezco a Vaudet por sus recuerdos y aplaudo sus éxitos; mi hermana


seguramente gozará de buena salud, lo mismo que mi hermano, mis tías y toda la
familia; mil abrazos para ellos; para ti y para mamá uno muy especial.

Boussingault

P.D. Por ahora creo que no debo cambiar mi manera de firmar, pues así está
registrada en la Dirección de Minas y teniendo la seguridad de que existirán
negocios con esta administración, podrían presentarse dificultades.

Te ruego informarme lo que la gente piensa de los misioneros en París, aquí son
el hazmerreír de las gentes sensatas; fui a oírlos predicar en Saint-Chamond; le
escribiré a Vaudet sobre estos vendedores de oraciones.

XIII
Boussingault padre a su hijo.

551

París, mayo 24 de 1819

Al contestarte, querido hijo, tu carta que recibí el 12 y cuyos detalles me han


llenado de satisfacción, te invito a continuar en la misma forma, tanto por tu
conducta, como por tu instrucción y me da placer pensar que te están
compenetrando con esos dos objetivos; me duele la severa economía a que mi
posición te obliga, pero, te lo repito, haré lo posible para que nada te falte. No me
cuentas si recibiste el chaleco y 5 francos que tu madre había puesto en uno de
los bolsillos; has olvidado también hablarme del señor Benoist y sin embargo él no
te olvida y habla muy bien de ti y su madre se complace en traernos tus noticias.
Infórmame cómo van ustedes para podérselo decir a sus amables padres.

Encontrarás un giro de 60 francos para el 12 de este mes y confío en julio te lo


pueda aumentar en 10 francos; no olvides darme aviso de su recibo, esto no será
sino 12 cartas mensuales.

Cadet comienza a entusiarmarse y están contentos con él en su pensionado;


recibirá su Primera Comunión el 17 de junio; ganó la cruz en composición y nos es
muy útil y estoy muy contento porque además, se ha logrado corregir de un
pésimo defecto.

En cuanto a los misioneros, aquí es al contrario y son los tontos los únicos que los
ridiculizan porque tienen la mala suerte de no comprenderlos.

Toda la familia está bien y desea que continúen tu buena salud y los progresos
que haces.

El primo Boussingault te pregunta siempre y comenta con placer que haya


resultado lo que dijo de ti.

Abrazos de toda la familia.

Boussingault

XIV
Cadet Boussingault a su hermano

París, 23 de junio de 1819

Mi querido hermano:

Veo con placer que te gusta Saint-Etienne y en cuanto a mí te digo que quisiera
verte y me parece muy agradable que vengas a nuestra casa en vacaciones por
dos meses. Te contaré que Loubrie está prestando servicio militar y papá te
552

informará de su suerte. Mi querido hermano, es preferible no volver a hablar de
misioneros, porque papá no está muy contento y esto ocasiona disgustos con
mamá; cuando vengas de vacaciones encontrarás muchos cambios en la casa y
me gustaría que nos enviaras una muestra de tus dibujos ya que Benoist ha
enviado dos y esto alegraría mucho a papá y a mamá. Quisiera hablarte de un
gorro de algodón que quemaste; dentro de él había una carta y 15 francos que te
había enviado para tu cumpleaños; dudo que los 15 francos se hayan quemado y
no he sabido de ellos.

Te deseo un buen cumpleaños; mamá te ha comprado un pantalón y una levita


azul; si quieres que te lo envíen tendrás que poner de post-data "gas hidrógeno",
lo que querrá decir sí y "sulfúrico" si deseas decir no. Como papá te va a enviar 10
francos menos porque está furioso con tu carta y como viste en su último que no le
gustaba que hablaras mal de los misioneros, no deberías haberlo hecho de nuevo
ya que esto le causó desagrados a mamá. Te enviaré 15 francos por medio de la
señora Benoist; si esto te gusta, pon como post-data "sí, Cadet". Contesta
inmediatamente y cuenta si Benoist te entregó un chaleco y 5 francos que estaban
entre un bolsillo.

Te abraza tu hermano,

Cadet Boussingault

XV
Cadet Boussingault a su hermano

París, julio.

Mi querido hermano:
Estoy muy contento de saber que regresarás el mes entrante; pero noto que tratas
de prolongar tu ausencia con tus viajes y no tendrás mucho tiempo para quedarte
con nosotros; mamá no quiere enviarte la levita y el pantalón para que cuando
regreses te los hagas hacer a tu gusto y si no te has mandado confeccionar una
chaqueta de cacería con la levita de mi tío, hazlo porque está muy de moda en
París con una fila de botones; mamá me pidió decirte que no olvidaras comprar
botones para traerlos a París; te envío 20 francos; ella también quiere que
compres un pantalón liviano para el camino. Te pido el favor de traerme un
cortaplumas para mi cumpleaños y no olvides una muestra de tus dibujos.
Mamá y yo te deseamos buena salud y mi tía Duhamel quisiera que tuvieras
buenos sueños y que se los contaras.
Cuando hayas recibido los 20 francos pon una R en la carta que envíes a Papá;
esto querrá decir recibido.
Cadet Boussingault

553

XVI
Boussingault padre a su hijo
París, agosto 3 de 1819
Recibí oportunamente tu última carta y dentro de esta respuesta te envío un giro
de 70 francos y que aun cuando sea para el 22, creo que fácilmente pudieras
cobrarlo el 15 o el 16 por medio del encargado de la oficina.
Como temo que estés inquieto por el retraso, te cuento que a pesar mi buena
voluntad, me ha sido imposible enviarlo antes.
Desde el 23 de julio tu madre ha estado en cama debido a una enfermedad
nerviosa; tengo la satisfacción de contarte que ya está fuera de peligro y que
comienza a levantarse, lo cual nos reconforta. Debido a este accidente, Cadet dejó
su escuela durante un tiempo y se porta muy bien. Tus tías y tu hermana, quien
trabaja mucho, te abrazan, lo mismo que madre y yo.
Boussingault

XVII

Cadet Boussingault a su hermano

Mi querido hermano:

Mi hermana te ha comprado un pantalón para ti y uno para mi padrino; es azul,


pero mamá te comprará uno azul o te dará el dinero para que compres uno;
escríbenos tan pronto llegue el baúl. Mamá se encuentra bastante bien y sus
dolores ya no son sino ocasionales. El día de tu partida almorzaste donde la
señora Benoist; yo fui donde mi tía quien no me ofreció almuerzo sino me regaló
tres nueces. Le dije: "Me voy", me contestó: "Sí, vete". Fui a ver si ya te habías ido
y vi a Saint-Remi que bajaba al sótano y le pregunté si ya te habías ido. Me dijo
que no y el señor Prechi-Precha dijo que tu habías ordenado entregarle un mineral
que encontraba entre una caja encima de mi cama; me dirás si es cierto, pues
pienso cuidar tus minerales. Confío en que no olvides escribir una carta para el
santo de mamá, que bien sabes es el mes entrante y ella ha dicho que no
olvidarás comprar el reloj que te pedí y yo romperé mi alcancía te enviaré por lo
menos 15 francos. Papá y yo, mi hermana y toda la familia nos encontramos muy
bien.

Cadet Boussingault

554

XVIII

Boussingault a su padre

Saint-Etienne, 7 de agosto de 1819

Mi querido papá:

El año escolar acaba de terminar y salgo hoy mismo de Saint-Etienne; creí poder
partir antes, pero los exámenes generales fueron más largos de lo que se
pensaba.

La distribución de premios tuvo lugar ayer domingo. El conde de Nonneville,


prefecto del departamento, debía asistir, pero una indisposición repentina nos
privó de su presencia y fue reemplazado por el sub-prefecto de la ciudad. La
reunión estuvo brillante; todos los ingenieros de minas en uniforme lo mismo que
los oficiales de artillería que dirigen la manufactura de armas; el resto de la
concurrencia estaba compuesto por ricos negociantes, cuyas esposas se
destacaban por la magnificencia de sus vestidos.

Después del discurso del sub-prefecto, habló nuestro profesor de explotación


sobre la utilidad del arte de las minas y sobre la conducta que deben seguir los
alumnos de estos establecimientos.

Este discurso, notable por su elegancia y su precisión fue vivamente aplaudido.

Tuve la felicidad de recibir el primer premio de mi división que consistió en un


bonito nivel de agua en forma de bastón y una rama de encina.

La lista de la premiación es como sigue:

Segundo año

Primer premioRemmel Alumno de la Loire

Segundo premioSolbergeAlumno de Lozère

Tercer premioFourneyron Alumno de la Loire

Primer año

Primer premioBoussingaultAlumno de la Seine

Segundo premioDyevre Alumno del Finistère

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Tercer premioBourlyAlumno de la Loire

Después de la premiación fuimos a comer, los seis premiados, a casa del señor
Beaunier. Sobra decir que la comida fue admirable y se brindó por la prosperidad
de la escuela y la de todos sus alumnos.

En seguida fuimos a casa del padre de Remmel, director de una mina de los
alrededores; jugamos bolos, escondidas, etc. hasta por la noche; luego nos
sentamos a comentar los acontecimientos del día y nos retiramos.

Aquí está haciendo mucho calor y hay una gran sequía; la ruta que vamos a tomar
será pesada; de todas maneras, en 8 días estaremos en París.

Te abrazo de todo corazón lo mismo que a mamá, mis hermanos, tías, primos,
etc.,

Boussingault

XIX

Boussingault a su padre

Saint-Etienne, octubre 27 de 1819

Mi querido papá:

Llegué a mi destino en muy buena salud; este fue un feliz viaje y te voy a dar
algunos detalles. Como tú sabes, salimos el 15 y llegamos a dormir a Melun; el 16
tomamos los coches en Montereau y nos llevaron a Roigny; el 17 fuimos a pie a
Auxerre donde desayunamos; allí, un coche nos llevó a Vermanton; el 19 pasamos
la noche en la Roche-en-Brenil; el 20 caminamos hasta Autun y salimos por la
mañana para llegar a Creuzot con el objeto de ver a nuestro camarada. Lo
encontramos vivo de milagro, porque según el accidente que acababa de ocurrir,
debíamos haberlo encontrado muerto y enterrado. En las minas se hablaba mucho
de este suceso cuyos detalles siguen: En Creuzot se baja por escaleras colocadas
verticalmente dentro de pequeños pozos; cada 40 o 50 pies se encuentra un
descanso para tomar una nueva escalera; así bajaban nuestro camarada
Fourneyron, el señor Chagot, hijo del propietario y director, finalmente un minero;
los dos últimos se hallaban ya en la última escalera que tiene cerca de 80 pies,
cuando Fourneyron que creía haber llegado al final, perdió el apoyo, cayó sobre
Chagot y éste sobre el minero y los tres descendieron una distancia de 80 pies en
3 segundos. El minero cayó al fondo del pozo sin conocimiento, Fourneyron se
detuvo a 4 pies del fondo porque su pierna se enredó en la escalera y habría
seguido a no ser que Chagot en su bajada quedó aprisionado por el cuerpo de

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nuestro amigo y ambos se detuvieron. El hijo del propietario reunió fuerzas, subió
la escalera que había bajado tan rápidamente y pidió socorro a los mineros,
quienes los sacaron en vagonetas por el gran pozo de extracción, los auxiliaron y
al día siguiente todos tres estaban listos para volver a bajar. Cuando llegamos,
tuvimos el placer de acompañarlos por esas mismas escaleras, todavía
manchadas de sangre.

Fuimos muy bien recibidos en el Creuzot; el señor Chagot nos invitó a almorzar a
su casa, en donde todo fue servido en vajilla de cristal, puesto que es propietario
de la fábrica de Montcenis.

El 22 a mediodía salimos del Creuzot y caminamos hacia Chalons; ya próximos a


llegar, nos sorprendió una tempestad espantosa, nos mojó hasta los huesos y
tuvimos que pasar la noche en Bourgneuf; el 23 nos embarcamos en el Saone en
Tournus, desembarcamos en Lyon el 24 y llegamos el 25 a Saint-Etienne, bien de
mañana.

El señor Beaunier me escribió durante mi ausencia y te ruego enviarme su carta lo


mismo que una geometría de Legendre que Vaudet me comprará donde un librero
de viejo; ojalá me la envíen pronto, pues tengo necesidad de ella. Adiós, te abrazo
lo mismo que a mamá, mis hermanos, mis tías, primos, etc.,

Boussingault

XX

Boussingault padre a su hijo

París, diciembre 5 de 1819

¿Qué te sucede, hijo mío, para dejarnos en la inquietud mortal de tu silencio?


Había motivos urgentes que te obligaban a contestar la carta que Vaudet te
escribió y dentro de la cual te enviaba 6 francos; él cometió el error de no retirar el
giro y de colocar en la carta el boletín que es necesario para cobrar el giro de la
tesorería y que es indispensable que yo lo recibiera inmediatamente.

2o. La salud más bien delicada de tu madre.

3o. El accidente que me sucedió al sufrir un derrame del que estoy mejor, en
parte, todo esto exige un poco más de consideración de tu parte para con
nosotros; estoy convencido de que tú no puedes ser indiferente con quienes te
quieren y no dejarán de quererte. Así que tememos que algo malo te haya
sucedido. Para sacamos de este incómodo estado, escríbenos ya o por medio de
alguno de tus amigos para enviarme el boletín. A propósito, aprovecha para

557

informarme si llegó tu baúl que debías haber recibido el 2 de diciembre. Madame
Benoist tuvo la bondad de hacer algunas diligencias en ese sentido. Te ruego
encontrar adjunto un giro de 50 francos para diciembre y si te apuras podrás
cobrar el de noviembre dentro de 8 días.

Toda la familia está bien, tu mamá un poco mejor lo mismo que yo.

Boussingault

Cadet continúa estudiando bien.

Recibirás el libro que pediste por medio de la diligencia de Lyon, lo mismo que un
pequeño paquete para el señor Benoist, cuyos padres se encuentran bien.

XXI

Boussingault a su padre

Saint-Etienne, diciembre 24 de 1819

Querido papá:

Te ruego me excuses si demoré en dar respuesta a tu última carta; esperé a


recibir noticias de Vaudet; creo que la carta que él recibió lo debió tranquilizar
sobre mi salud, la cual es excelente, fuera de las ampollas que tengo en las
manos y que son el resultado del trabajo de minero. Si, mi querido papá, ahora me
puedes decir que ya soy un verdadero trabajador: te escucharé, aprobaré lo que
digas y te mostraré mis honrosas cicatrices, mi frente cubierta de barro y de
carbón: Si los parisienses nos vieran saliendo de las minas con el pico y la
lámpara en la mano, más sucios que los más negros deshollinadores, si entraran a
los trabajos subterráneos a profundidades considerables, si nos viesen acostados
boca arriba y boca abajo, entre el agua y muchas veces entre el barro, siempre
cavando con las picas, se estremecerían sin lugar a dudas; en cambio nosotros
reímos, hablamos de las noticias del día, etc.

Cualesquiera que fueran los accidentes que me pudieran ocurrir, si quedo con
salud, me río de ellos, querido papá, ni me sentiré infeliz, pues ya sé un oficio. Si
estando colocado perdiera el empleo, si tuviera reveses de comercio y no me
quedase sino mi fuerza como única fortuna, tampoco tendría importancia; me hago
minero.

Ahora que te he probado que si yo me empleo estoy al abrigo de la intriga y de la


calumnia y de la miseria -si alguna vez me arruino- quisiera hablarte de otra cosa,
por ejemplo de mi hermano. ¿Qué hace Cadet ahora? ¿Qué quiere hacer en el

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futuro? Yo le aconsejo que estudie el primer libro de aritmética de Bezout; cuando
lo haya aprendido en dos meses, que vaya al Liceo Carlomagno como externo
para aprender las matemáticas y leerá tratados sobre el tema; al final de su
segundo año entrará a la escuela de alta industria que el rey acaba de crear; si
trabaja bien podrá obtener una beca de 1.000 francos anuales. Una vez haya
terminado lo traigo a las minas y me hago cargo de él, me podrá ayudar en la
posición que espero ocupar; sobre todo que aprenda bien la aritmética y dentro de
un mes me cuente en qué está.

Si el señor Guillemin, el joven, está resuelto a dedicarse a la química, es muy


probable que entre en la Escuela de Alta Industria puesto que allí se estudia la
química, la mecánica y la economía política. Si lo que yo presumo es cierto, le
rogaría enviar a la Escuela de Minas los cursos que haremos y la administración
pagará, como es lo justo, los gastos de copia que esto pueda demandar.

Termino, mi querido padre, pidiéndote abrazar a mamá en mi nombre y confio que


siga cada día mejor y que mi hermana engorde al infinito. Mis tías, sin duda, se
encuentran como cuando salí de París, lo mismo que mis primas. Te ruego darle
mis recuerdos al primo Boussingault y a la prima Lallemand.

Nuestros uniformes han sido mejorados con un bordado de 10 francos y necesito


un nuevo pantalón y un chaleco azules que tengo deseos de comprar en Saint-
Etienne, espero tu consentimiento.

Te abrazo y soy de por vida tu devoto hijo.

Boussingault

Benoist acaba de entrar tan negro y lleno de aceite que no lo reconocí; les manda
saludes a sus padres a quienes yo también saludo; cuéntales que él trabaja
mucho y que sus profesores están muy contentos.

P.D. Escribiré a Vaudet tan pronto haya visto al director Baude; quisiera saber la
dirección de Loubry.

XXII

Boussingault a su padre

Saint-Etienne, febrero 26 de 1820

Mi querido papá:

559

Perdona mi negligencia involuntaria al no haberte enviado los buenos deseos que
tengo para ustedes; infortunadamente dejé pasar enero, pero creo poder reparar
mis olvidos en febrero.

El retraso de esta carta se debe al asunto de los carbones. Yo esperaba la llegada


del señor director Baude, quien se halla en gira por los departamentos vecinos,
pero como no ha llegado todavía y no quiero demorar más mi correspondencia
contigo, te informaré el resultado de mi negociación en una carta próxima.

En realidad Vaudet cree que se le puede hablar al señor Baude como a un


mercader sedentario de París, pero cuéntale que éste se halla actualmente de
visita por las riberas del Allier y del Loira, para encontrar medios de transporte y
ver los establecimientos que pueden entrar en competencia con sus minas, pero
Vaudet puede estar seguro de que tan pronto llegue le hablaré de sus negocios.

En Saint-Etienne hemos tenido un frío violento; el termómetro marcó -18,5º, el vino


se congeló en las bodegas; afortunadamente el carbón no cuesta mucho y aún los
infelices pudieron calentarse. Ahora nos damos cuenta que estamos en el
mediodía por los bellos días de verano que tenemos.

Mi ocupación principal es el laboratorio; ya les he contado que me ocupaba en


compañía de dos profesores, ingenieros de minas, en experimentos de química
manufacturera y acabamos de terminar un trabajo sobre la papa y hemos
avanzado mucho en nuestras investigaciones sobre esta materia; todos los
ensayos han sido hechos sobre un quintal de papa mínimo, de manera que los
resultados son apreciables. Fabricamos con la papa un jarabe muy superior al de
uvas, pero inferior al del azúcar; lo hemos obtenido en menos tiempo y a menor
costo de lo que se ha logrado hasta ahora y podrá ser entregado en el comercio a
40 o 45 francos el quintal. Confiamos en poder fabricar aguardiente con granos de
lino o con madera y trapos.

Tan pronto sea posible te enviaré una muestra de nuestros productos. Esperamos
noticias de Lyon y si los destiladeros y los hospitales lo adoptan, mis compañeros
se mostraron dispuestos a montar una fábrica que podría ofrecer buenas
utilidades, pero para ello sería necesario que yo la dirigiese; además, iría unida a
una fábrica metalúrgica que se ha propuesto establecer para el afinamiento del
hierro fundido y la fabricación de limas, al estilo alemán. Yo aceptaría la dirección,
pero con la condición de que por lo menos pudiese comprar una acción. En cuanto
a las limas si ese proyecto se lleva a cabo, se lo contaré a Vaudet a quien podría
interesarle para sus negocios. En cuanto a mi acción, tú me dirás si puede
prometer comprarla.

Como es seguro que permaneceré en Saint-Etienne, sería posible que me envíen


de París un colchón de 2 pies, 6 pulgadas de ancho, una manta y sábanas para
formar una cama al estilo Rumford, para instalarlo en un pequeño apartamento si

560

tengo que cambiar de alojamiento, ya no necesitaré tomarlo con muebles, así que
si te es fácil te ruego me envíes estos objetos.

Todavía estoy esperando noticias de Cadet para saber cómo va en la aritmética


de Bezout.

Al año pasado vi un "Boussingault" jefe de escuadrón de los cazadores del Oise,


de guarnición en Caen; no te había dicho nada porque quien sea ese
"Boussingault" (que tiene todo el aspecto de un ultra-monarquista) de acuerdo con
los datos que me acaban de dar, puede permanecer en donde está y conservar su
incógnito para siempre. Te abrazo, mi querido papá con mamá, mis hermanos y
toda la familia; recuerdos a todos los conocidos.

Tu devoto hijo,

XXIII

Boussingault padre a su hijo

París, febrero 29 de 1820

A pesar de mi buena voluntad, no me fue posible escribirte antes. Como conozco


tus necesidades, esto me ha incomodado pero se me ocurre que encontrarás
amigos que puedan cambiarte el giro; en caso contrario escríbeme y el 8 de marzo
te envíaré por correo 60 francos.

Tu última carta me ha hecho reflexionar y te aconsejo seguir los cursos de tu


escuela y de preferir lo seguro a lo incierto. Los artículos traídos de las colonias
bajan todos los días, los aguardientes Montpellier se venden 7 francos la welte
(sic) lo que quiere decir a 17 francos el litro; en cuanto a los jarabes, Vaudet se las
arreglará para conseguir un depósito, comprando algunas acciones.

La salud de mamá no es muy buena, pero la mía sí; tus hermanos y hermana
están bien lo mismo que tus tías.

En cuanto a los objetos que me pides, creo que sería mejor esperar un tanto antes
de comprarlos. Además la carta que espero de ti a principio del mes entrante, me
decidirá sobre el particular y te invito a enviarme algunos detalles sobre tu
situación en la escuela.

El asesinato del duque de Berry causó consternación en París. Ya no hay


comercio, cerramos a las 9, ya no hay espectáculos ni Bolsa. Ese fue el resultado
del crimen; el bandido se encuentra en la Conciergerie.

561

Te ruego de nuevo que no demores tanto en escribirnos y recibe un abrazo de tu
padre,

Boussingault

XXIV

Vaudet a Boussingault

(En el mismo pliego que la carta precedente)

Mi querido Boussingault:

Estaba esperando noticias tuyas y al fin las recibimos y con gusto veo que estás
bien de salud. Tenía la esperanza de tener alguna noticia sobre el barco de carbón
que te había pedido negociar para mí; me dices que el dueño (quien de acuerdo
contigo es más dificil que los negociantes de París) está ausente. Sin embargo
hace más de tres meses que regresaste a Saint-Etienne; ¿no habrá forma de
escribirle o de tratar el asunto con uno de sus empleados o con su esposa? Te
ruego no olvidar este asunto porque tengo mucho interés en él y desearía saber
cuánto vale una embarcación puesta en las minas de Charenton. Tan pronto
reciba esa noticia, te contestaría para que tú consigas, por cuenta mía, el mejor
carbón para forjas.

Me parece acertado montar una acería y una fábrica de limas en Saint-Etienne. Si


se logran hacer buenas limas, como no lo dudo, no habrá dificultad para venderlas
porque las de Saint... no valen nada.

Estudia mucho y gánate el primer premio. Tuyo,

Vaudet.

XXV

Boussingault padre a su hijo

París, 21 de marzo de 1820

Querido hijo:

562

Recibirás con ésta un giro de 60 francos pagadero el 5 de abril; yo esperaba tu
respuesta a mi última carta, para enviártelo, pero sabiendo tus necesidades pasé
por alto tus negligencias.

La carta que has escrito a Vaudet demuestra que supiste de mí, pero no
mencionaste las observaciones que te hacían, relacionadas con el tiempo que
transcurre para cobrar el giro, lo cual creo que te cause incomodidades o si has
encontrado algún medio para conseguir el dinero inmediatamente y sin ninguna
pérdida. También quiero saber cuál es tu forma de vivir y en dónde estás alojado.
Si continúas progresando, ¿qué perspectiva habrá al final de los cursos? Estas
son algunas de las cosas que quisiera saber porque confío en que harás un
esfuerzo para satisfacerme al respecto, ya que siempre he pensado que las cartas
merecen una respuesta; también en esta forma, me dejarás complacido y se
terminarán mis inquietudes.

Tu mamá, aun cuando mejor, sigue delicada. A Cadet le cuesta trabajo estudiar,
ha regresado a las calificaciones de "pasable" y no progresa en absoluto, cosa
que me inquieta.

Desde el asesinato del duque de Berry, nuestro negocio va muy mal. Cierro a las
10, como todos mis vecinos. La señora Charles quiere vender su almacén y temo
que una parte de lo que me debía su esposo, se va a perder.

Luther hace rato que no tiene nada que hacer; la señora Duhamel se queja,
Vaudet va regular, ahí tienes el resultado de este crimen funesto.

Espero recibir una respuesta a vuelta de correo. Toda la familia te abraza, lo


mismo que tu devoto padre,

Boussingault

XXVI

Boussingault a su padre

Ahora estoy bien, lo cual no era así hace unos días y me impedía contestarte;
durante algunas noches tuve fiebre, por las mañanas me sentía mejor y durante el
día no me molestaba sino un catarro espantoso que era la causa de todos mis
males. Felizmente volvió el buen tiempo que logró mejorarme, lo que las
medicinas no habían hecho. Olvidemos las enfermedades, ya que me siento bien.
Te habría escrito a propósito del dinero, pero no tuve fuerzas, pues todo me
aburría.

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Con mucha tristeza me enteré de la baja del comercio en París; infortunadamente
Saint-Etienne no se libró de esta desgracia. Las Cámaras fueron las culpables; la
libertad individual indigna a todo el mundo y se espera con ansiedad la supresión
de la libertad de prensa...

Un desgraciado accidente acaba de suspender mis reflexiones políticas; en una


mina cercana a nuestra Escuela trabajaban 14 mineros. El 19 por la mañana,
cuatro de ellos abrían una galería en uno de los sitios más altos de la mina, cerca
de la entrada. A las 7, cuando sacaban carbón, un torrente de agua se precipitó
sobre el lugar donde trabajaban, los arrastró y en 5 minutos se llenó el socavón de
agua. Los otros mineros que se hallaban al fondo huían delante del chorro, pero
no podían ir muy lejos y se vieron obligados a apilarse en el fondo de una de las
galerías, a la espera de una muerte segura. El más váliente de ellos los exhortó a
morir tratando de escapar y no quedarse ahí para esperar la muerte. Nadie se
atrevió a seguirlo y él partió solo dirigiéndoles un adiós para siempre y tuvo la
suerte de salvarse, gracias a un milagro. En el curso de su terrible viaje debió
marchar bajo el agua por lo menos 50 metros; iba a sucumbir cuando llegó a un
sitio en donde pudo respirar; sabía que estaba cerca de la salida, pero lo asustó la
cantidad de agua que todavía debía atravesar y salió por un hueco que encontró al
tacto y se halló en una enorme caverna desconocida en donde pudo encontrar un
camino que lo llevaría a la tan deseada salida con la buena suerte de que alguien
vino a su socorro.

Otro minero que salía corriendo cuando el agua comenzó a subir, tuvo el valor de
regresar para salvar a algunos de sus camaradas que ya no tenían fuerzas. Los
otros 10 mineros murieron irremediablemente, pues conocemos la disposición de
los socavones; la mayor parte de estos infelices son padres de familia y hay un
joven minero de 17 años que era el sostén de su padre lisiado.

Tan pronto se supo del accidente, todos corrimos para ofrecer nuestros servicios,
pero fue inútil pues no pudimos entrar a los socavones; al día siguiente
regresamos y ya el agua había desaparecido; allí encontramos el cuerpo de
Chavanne maestro minero; había muerto a dos pasos de la salida, lo que nos
causó fuerte impresión, aumentada por la luz pálida de la lámpara y la vista del
subterráneo. Chavanne había bajado con varios de nosotros hacía algunos días y
su hermano también murió. Regresamos a Saint-Etienne con mucho dolor por no
haber podido auxiliar a nadie; volvimos a la mina al día siguiente y encontramos el
cuerpo de otro de los mineros. Se está trabajando en el desagüe con la esperanza
de encontrar gente con vida, pero los mineros que conocen bien su lugar de
trabajo aseguran que todos deben haber muerto.

En lo que se refiere a las mantas que he pedido, seguiré tu consejo y esperaré


hasta que abandone la Escuela. En este momento estoy especialmente dedicado
a la química aplicada y no sé todavía a dónde iré. Si dejo a Saint-Etienne sin duda
iré a la minas de Firminy.

564

El curso de química comienza y el ingeniero jefe que vino de París para dirigirlo,
me ha rogado que lo prepare. No tengo mucho tiempo para ello, pero no me atreví
a rehusar.

Sigo esperando noticias de mi hermano y confío en que toda la familia se


encuentre bien. Abraza a mamá de mi parte. Tu devoto hijo,

Boussingault

XXVII

Vaudet a Boussingaul

París, abril 11 de 1820

Mi querido Boussingault:

No sé si estás enterado de que tu hermana está encinta, si lo ignorabas, ya lo


sabes; el bebé debe llegar en el mes de junio y nos gustaría que tú no dieras el
placer de ayudar a lavar de la mancha original a tu futuro sobrino, (o si lo prefieres,
te hemos nombrado padrino). Contéstame si te llama la atención y si puedes venir
durante las vacaciones y si realmente quieres ser el padrino; te ruego escribirnos
inmediatamente y te comunico que estos proyectos han sido aceptados por tu
papá y que tu mamá será la madrina.

Hablemos ahora de algo distinto: estamos todos bien y a ese respecto no hay
novedad, pero tengo varias solicitudes para hacerte.

¿Cómo vas allá? ¿Qué haces? ¿Qué esperanzas tienes? ¿La fábrica de aceros y
de limas entregará pronto sus productos al comercio? Las fábricas de esta buena
ciudad de París suspiran por tener buenas limas; yo, como francés, quisiera no
necesitar comprar a las fábricas alemanas e inglesas. Líbrennos ustedes, señores,
de esta clase de impuesto y no permitan que salga más nuestro dinero por esa
vía. Tenemos en París a un excelente fabricante, pero solamente hace limas para
relojería; valen menos que las inglesas y también tenemos la manufactura de
Saint-Brix que las produce de toda clase y muy buenas, pero solamente en la
superficie son de verdadero acero y el carbono no llega al centro, de manera que
se podría comparar con hierro templado y eso está mal.

En este momento se está estableciendo una manufactura en Sèvres, la que, de


acuerdo con lo que prometen los constructores, producirá maravillas. Sin duda
habrá otras que no conozco; pero confío en que la de ustedes sea sensatamente
organizada y donde la parte química de la fabricación del acero sea tratada por
manos hábiles y que ustedes logren ser los mejores.

565

Cuéntanos de tu amigo Benoist; sabes que su madre le ha escrito a nuestro
prefecto del Sena (me explicó de cuál de ellos, puesto que tenemos dos prefectos)
para saber si tú y su hijo serían dispensados del servicio militar y él tuvo la
amabilidad de contestarle que aun cuando ambos están obligados a prestarlo,
serían exentos.

Contéstame de inmediato como te lo he pedido y cuéntame como tu mejor amigo.


Todo tuyo,

Vaudet

P.D. Hubiera deseado poder esperar un depósito de limas. Con gusto me volvería
accionista con esta condición.

XXVIII

Boussingault padre a su hijo

París, abril 24 de 1820

Querido hijo:

Recibirás con ésta un giro pagadero el 2 de mayo. Te lo habría hecho llegar antes,
pero temí que te sucediera el mismo accidente que con las cartas del señor
Guillemin, lo que no nos convendría a ninguno de los dos; trata de ser más
prudente en el futuro y si puedes cobrar antes del vencimiento, dímelo en
respuesta que darás a la presente, para poder informar a la tesorería.

Recibí tu carta el 27 del mes pasado y te invito a continuar con entusiasmo y valor
tu instrucción, tomando las precauciones necesarias para evitar las desgracias
que han sufrido estos infortunados mineros, tal vez víctimas de la imprudencia de
sus jefes.

Estoy satisfecho de que tu incomodidad no haya tenido consecuencias. Es


preferible recurrir al arte, que dejarse abatir.

Todo está muy tranquilo por aquí: el comercio renace y la construcción va muy
bien; Vaudet hace buenos negocios, los malhechores se han escondido y todo va
a la perfección en París. Cadet fue recibido al fin en la escuela; recibirá su Primera
Comunión el 4 de mayo, en Notre Dame y confío en que las gracias que reciba le
traigan más aplicación pues va muy lentamente y nada le entra en su pobre
cabeza.

566

Tus hermanos, tías y el resto de la familia se encuentran bien, así como yo que te
abrazo cariñosamente.

Tu padre,

Boussingault

XXIX

Boussingault a su hijo

He recibido, mi querido hijo, tu carta del 18, llegada aquí el 26 y me apresuro a


contestarla y aprovecho para enviarte un giro para el 9 de junio. Afortunadamente
tu experimento no ocasionó más daños; por lo menos, trata que la próxima vez no
tengas los mismos resultados.

El primo Boussingault me contó de la visita que te hizo el primo Foucher; pero ni


tú, ni él me informan de ese encuentro.

Me habría gustado saber cómo lo recibiste, si se vieron varias veces, etc. Habrías
podido darme algunos detalles a este respecto.

Tus reflexiones me recuerdan el placer que sentía de tenerte cerca de nosotros,


pero bien sabes que la peligrosa carrera que has escogido, no me ha complacido;
sin embargo si la instrucción que has recibido en tu escuela no está a la altura de
tus esperanzas, ni de las promesas que te hayan hecho, no olvides que siempre
tendrás un puesto en esta casa, mientras Dios me dé vida.

Cuando la vida en sociedad cuesta demasiado para la posición que se tiene y de


ello no resulta ningún beneficio, más vale mantenerse en el estado de sencillez en
que se ha vivido. Los placeres del domingo y de la buena mesa, pasan
rápidamente y algunas veces nos producen mortificaciones cuando no se pueden
atender.

También, amigo mío, he reflexionado sobre tu posición actual y me digo: cuando


saliste de aquí en 1819 recibías 50 francos por mes y desgraciadamente para ti y
para mí no tenías sino una levita y un vestido que te duraron un año; ahora, en tu
segundo año escolar, tienes un vestido azul y uno gris, la levita y un vestido
marrón para el laboratorio, recibes 60 francos mensuales y deduzco que no
puedes haber desgastado tu vestido azul. Sin embargo, por tu carta parece que no
te queda sino el gris. Debes cuidar tus pertenencias, lo mismo que tu conducta.
Seguiré haciendo esfuerzos para que recibas lo más posible.

567

Me desagrada que las circunstancias nos priven de verte, pero tenemos que
conformarnos y mi tristeza disminuye al saber que te comportas como un hombre
honrado y que continúas aprendiendo lo que es necesario para ser feliz.

Cadet, cuyo profesor está muy contento con él, lo mismo que yo, te reemplazará
en la pila del bautismo; tu madre está mejor y el médico ordena un baño diario.

Toda la familia está bien y te abraza, lo mismo que yo. Tu amante padre,

Boussingault

XXX

Boussingault a su padre

Saint-Etienne, abril 24 de 1820

Mi querido papá:

Hace días recibí la carta de Vaudet; tal vez debería contestársela a él


directamente, pero como tú estás al corriente de las propuestas que me ha hecho,
creo poder darle respuesta por tu conducto.

Creo poder aceptar el padrinazgo, si eso les causa placer, inclusive podría estar
en París en julio, porque ahora, de acuerdo con una decisión del consejo
administrativo, ya no pertenezco al alumnado. Ya no estoy sometido a la disciplina
y dependo únicamente del señor ingeniero jefe De Rosiere, profesor de
metalurgia; esta resolución del consejo está a la espera de la ratificación del señor
Becquey y fue tomada porque mis obligaciones en el laboratorio eran
incompatibles con las de alumno y era imposible que yo pudiera rivalizar con los
que recibían mis instrucciones. En consecuencia el consejo decidió que del 20 de
abril en adelante, sería considerado "alumno graduado" y que estaría
especialmente dedicado al laboratorio, para preparar las clases y dirigir los
discípulos en los experimentos. Esto me ha dado un gran gusto, como podrás
imaginarte, porque he terminado mis estudios de minería, es decir, que ya sé
suficientes matemáticas, que estoy en condiciones de levantar planos sobre el
terreno y en las minas, que los conocimientos que tengo en mineralogía están más
allá de los exigidos y que puedo dedicarme durante 3 meses a la química
únicamente y es una posición que muchos jóvenes envidiarían; además, siento
que soy útil a un establecimiento con el que indudablemente tengo obligaciones.

Dentro de muy poco termina el año lectivo y tendré que estar colaborando en
alguna parte, aun cuando no sé en dónde. Si me atengo a mi presentimiento y de
acuerdo con lo que me ha dicho el señor Beaunier, estaré en Grenoble en una

568

fábrica de sulfato de alúmina, de sulfatos hidratados y de ácido sulfúrico; allí me
encontraría a la orden del director, un ingeniero de minas. El señor Beaunier,
cuando se habla de esto, termina siempre por decirme que le gustaría mucho que
me quedara en Saint-Etienne. En seguida viene el señor De Roziere, quien quiere
meterme en la fabricación de limas de todas formas, pero como esto sería un
negocio que tomaría mucho tiempo antes de estar listo, y que es necesario que yo
te descargue de obligaciones para conmigo, rechazo la proposición.

Luego viene otro profesor, el señor Thibaud, joven ingeniero de minas quien ha
sido mi compañero de laboratorio durante todo el invierno y que acaba de ser
despedido por el todopoderoso ingeniero jefe, señor De Roziere, con quien anda
muy mal debido a asuntos de trabajo; yo lo reemplazaré en sus funciones hasta
que me vaya y entre otras cosas, esa es la causa de que yo ya no sea alumno. El
señor Thibaud quien es de Grenoble, me insiste mucho en que yo vaya allá para
que no nos perdamos de vista y que podamos algún día llevar a cabo todos
nuestros proyectos que tenemos sobre los experimentos que hicimos en el curso
del invierno pasado y creo que seguiré su consejo, de manera que el 15 de julio
tendré el placer de darte un abrazo personalmente y después de las vacaciones
me radicaré al pie de los Alpes.

Debes imaginarte cómo trabajo en química: todos los días me levanto a las 4,
subo al monte a tomar leche con uno de mis mejores amigos, Besqueut, de Cluzel;
llego al laboratorio a las 6 o 7 en donde me quedo hasta mediodía y luego
almuerzo; nos reunimos varios para cantar un rato y luego paso una hora en la
mina del señor Tivet y después regreso al laboratorio hasta la noche.

Envío a tu dirección una carta para el señor Guillemin, puesto que perdí mi cartera
con su carta y todos mis papeles, y aun cuando en esa había cosas que podrían
hacerme víctima de arbitrariedades, estoy tranquilo porque te cuento cómo la
perdí.

Al bajar al pozo del señor Tivet, acompañado del joven Besqueut, fuimos
violentamente sacudidos por la máquina que bajaba a gran velocidad; temí por mi
compañero y al agarrarlo solté mi cartera con algunos papeles y el plano de la
mina; afortunadamente pude recuperar mi sombrero que nadaba en el fondo.

2 de mayo. Acabo de recibir tu carta en este instante; estoy encantado de saber


que Cadet comulga incesantemente; ojalá que esto le dé ánimos para instruirse;
por cierto todavía no ha hecho la multiplicación que le envié hace meses. Sin duda
cambiará ventajosamente después de que comulgue.

Espero que mi hermana continúe bien de salud y te ruego dar un abrazo a mamá y
a toda la familia. Te abrazo y sigo como tu hijo amantísimo,

Boussingault

569

XXXI
Boussingault a su padre

Saint-Etienne, mayo 18 de 1820

Mi querido papá:

Habría deseado esperar tu respuesta a mi última carta antes de escribirte, pero el


placer de hablar contigo sobre los pequeños acontecimientos que han sucedido,
me obliga a hacerlo: desde mi última carta he visto a mi primo Fouché-Séguimard,
le prendí fuego a la escuela y fundí un metal, el platino, cosa que nadie pensaba
que pudiera hacerse.

Mi primo vino a verme justamente el día que mi horno estaba prendido y pasó
algunos momentos conmigo en el laboratorio al tiempo con un armero de la región
y con el señor Beaunier que había venido a verme trabajar. El calor del horno era
extraordinario y de acuerdo con el señor Beaunier, superior al que él obtiene en su
fábrica de acero fundido. Después de 3 horas de fuego, dejé apagar el horno,
cerré todas las llaves de la chimenea y me retiré. Al día siguiente, impaciente por
conocer el resultado de mi experimento, me dirigí a las 5 de la mañana al
laboratorio y encontré un profesor quien me dijo haber olido humo toda la noche.
Entramos en el salón de clases y apenas abrimos la puerta vimos una llama en
medio del humo que llenaba el local. Llamé inmediatamente al portero, reuní a los
alumnos y en dos horas dominamos el fuego y la compañía de seguros pagó los
daños.

El incendio fue causado por el hecho de que la chimenea no había sido hecha
para un horno de fusión y una viga que soportaba el tablado del primer piso se
prendió por la noche; felizmente la puerta del salón de clases estaba cerrada y
mejor aún, yo había tenido el cuidado de cerrar el horno antes de irme, sin lo cual
es seguro que la Escuela de Mineros ya no existiría.

Tan pronto apagamos el fuego fui a buscar mis crisoles y tuve la satisfacción de
ver el platino fundido; en otro crisol encontré el platino combinado con carbón,
formando una amalgama semejante a una amalgama de hierro fundido. En vista
de ese resultado, cementé dos piezas de platino como si fuera hierro y así obtuve
acero de platino.

El señor De Roziere acaba de ordenar que se reconstruya la chimenea lo más


pronto posible para que yo pueda repetir mis experimentos que le parecen
interesantes; yo me propongo calentar mucho más que la vez anterior.

Querido papá: cuando yo considero el cambio que se ha operado en mí en cuanto


a mi forma de vida desde mi salida en 1818, reflexiono y me pregunto: ¿es

570

venturoso? En otros tiempos yo permanecía al lado de ustedes, ahora comienzo a
entrar en el mundo, puedo decir, inclusive, que frecuento la buena sociedad. ¿Es
venturoso? Creo que no. Para presentarse allí se necesita estar convenientemente
vestido; a donde el señor Tivet voy de gris; ayer por la noche comí donde él y así
fui vestido, pero cuando la señora no está en Lyon, uno no se presenta de gris;
además a otras casas a donde voy llevado por mis compañeros, debo
presentarme decorosamente. Los negociantes de Saint-Etienne son ricos y
provincianos, por consiguiente les llama la atención la etiqueta; todo esto quiere
decir que necesito un pantalón y un saco de tela, ya no tengo botas, etc., etc.: Si
crees que no es posible enviarme con qué completar mi vestimenta, me instalaré
en el laboratorio y no volveré a salir; puede que esto no sea para mal, sin embargo
es muy agradable pasar un domingo en el campo.

Con frecuencia voy donde un armero que tiene muchos negocios con Fouché-
Séguimard y me deben algunos favores puesto que rectifiqué el plano de una finca
que acaban de vender y encontré que les iban a hacer un daño de 1.000 francos y
ya te imaginarás lo que se debe a quien ha hecho ganar esa suma.

19 de mayo. Creo que me será imposible ir a París como lo pensé ayer para llevar
a tu nieto a la pila bautismal. El señor Beaunier me va a enviar dentro de un mes o
mes y medio a las Acerías del Rives (departamento del Isère), donde asistiré
como alumno para observar el tratamiento del acero que se deteriora día a día.
Solamente iré a examinar; es un puesto que me gusta mucho y que completará los
conocimientos que tengo en metalurgia. Rives es el sitio que contiene las más
bellas acerías y a 10 leguas de allí se construyen los altos hornos; debo
considerarme feliz de poder asistir a estas construcciones; allí seré hospedado y
me pagarán de 75 a 80 francos mensuales. Prefiero esto a la posición de
Grenoble porque aprenderé cosas nuevas y que al ser alumno, recibiré un sueldo
que puede ser suficiente si logro hacer algo en favor de ellos o si solamente
muestro mi interés.

El señor Beaunier me promete muchas ventajas si voy allí.

Un abrazo a mamá, mis hermanos y a Vaudet y demás familia. Gran abrazo para ti
de tu devoto hijo.

Boussingault

Se me olvida contarte que se me dislocó una muñeca.

XXXII
De Boussingault a su padre

Saint-Etienne, 3 de julio de 1820

571

Querido papá:

No te había contestado antes debido a un cambio en mi destino. Tal vez debería


haber esperado una respuesta definitiva, pero como se demorará 5 o 6 días,
resolví escribirte.

El director general ha hecho llegar a todos los establecimientos de Francia unas


circulares sobre el número de alumnos disponibles. Ya la casa Perrier y Cía.
acaba de contestarle demandando un alumno que ya haya terminado, para la
dirección de las minas de Lobsann, que se están iniciando; esas minas son
susceptibles de crecer notablemente y la compañía se propone extraer azufre,
sulfato de alúmina, que abundan en esas minas y fundar una industria análoga a
la Bouxviller y la de Sarrebruck. La casa Perrier desea un director que una a sus
cualidades de minero, buenos conocimientos de química y confía en la escogencia
que haga el señor Beaunier, quien además debe informarles sobre las
pretensiones del alumno y yo fui propuesto, pidiendo como remuneración de 1.500
a 1.800 francos para comenzar y que luego solicitaría un aumento, de acuerdo con
los servicios que le rindiera a la fábrica. Ellos me contestarán y, olvidaba decirte,
que la propuesta incluye mis gastos de viaje para que pueda permanecer un
tiempo en los departamentos de Aisne y del Norte, para visitar las fábricas de la
misma clase que la que me propone dirigir.

He aquí mi situación. Me gustaría mucho ir a esa región. Lobsann está sobre la


frontera, no lejos de Frankfurt y podría ir a Wetzlar y si coordino bien el viaje,
pasaría por París en camino hacia el Aisne, para lo cual espero la respuesta a la
carta del señor Beaunier.

Si no voy al departamento del Bajo Rin iré a Grenoble o más bien me quedaré en
Saint-Etienne, bien como agregado a la escuela o bien en una empresa de la cual
me ha hablado el señor Beaunier.

Recibí los efectos que han enviado.

Estoy aprendiendo aleman.

Te abraza con toda la familia tu devoto hijo,

Boussingault

XXXIII

Cadet Boussingault a su hermano

(A pesar de su fecha, esta carta parece ser anterior a la precedente)

572

París, 19 de junio de 1820

Mi querido hermano:

Te quejas de que no te he escrito, pero no ignoras que mi Primera Comunión me


desarregló bastante las clases y no creas que estoy enojado contigo. Supe que
tendré el placer de verte dentro de 405 meses y te esperamos para que seas el
padrino. En tu carta vi que ibas al departamento de Isére y me han dicho que los
habitantes de la región son bastante rudos. Hoy vuelvo a mi pensionado porque
estuve indispuesto algunos días, pero ya estoy bien; voy a aprender teneduría de
libros y te ruego no mencionar esto a papá pues quiero sorprenderlo el día de su
cumpleaños. En cuanto a los progresos en cálculo, te informo que ya llegué a la
división. Han sucedido algunos acontecimientos en París; se descubrió del lado de
Montmartre, en el fondo de un pozo que se estaba cavando una mina de un
material que al descomponerse libera una especie de crema; el señor Becquais ha
llevado muestras a su casa; mamá te mandará algún pedazo con tus vestidos.

Cuando regreses a París encontrarás tus minerales tal como los dejaste a tu
partida. Mi costumbre es la de enviarte algo, pero mi bolsa está baja, puesto que
he gastado para el cumpleaños de mi hermana y se aproxima el de mi padrino,
pero me quedan 10 francos que viajarán a Saint-Etienne como te imaginarás.

Querido hermano, quisiera comprar un reloj de plata, pero esto se demorará y


como me dices que en Saint-Etienne los hay de acero y que no cuestan sino 5
francos, te ruego traerme uno cuando vengas a París. Trata de estar aquí para el
cumpleaños de papá o de mamá; todos estamos bien; te abraza de todo corazón.

Cadet Boussingault

XXXIV

Boussingault padre a su hijo

París, junio 20 de 1820

Mi querido hijo:

Ya que tu bienestar exige que nos privemos de verte este año, nos resignamos
con la esperanza de que continúes instruyéndote y portándote correctamente.

Sin embargo yo estaba persuadido que al cabo de dos años de estudios ya


estarías trabajando de acuerdo con tus progresos y las notas satisfactorias que el
Prefecto me ha enviado. Parece, por tu última carta, que no serás admitido
nuevamente sino como alumno de la escuela, al terminar los estudios. ¿Habrás

573

dejado de estudiar algunas cosas importantes, por negligencia? ¡Querido amigo,
no hay que hacer castillos en el aire! Al releer tus cartas me he dado cuenta que
varías mucho de intereses: primero escribes sobre vinagre, después sobre
azúcar... y esto me desconsuela. Hoy estoy más contento puesto que te vas a
dedicar a las forjas y que vas a adquirir conocimientos que te hacen falta en ese
campo.

Me parece que dos años son suficientes para instruirse. Confío que en tu curso del
primer año me indiques positivamente tu salida de Saint-Etienne, las notas que
tendrás como alumno y si ellas serán aceptables.

Sin duda te ha inquietado la revuelta de los alumnos de derecho y de medicina y la


adhesión de los obreros; esto ya tomaba un carácter alarmante para las gentes de
bien. La Guardia Nacional estuvo acuartelada de día y de noche, y el 9, a las 10
de la noche, cerca de 12.000 amotinados armados la atacaron, lo mismo que a la
Gendarmería, pero la Guardia Real estaba lista y en dos horas todo se había
terminado; la carga de caballería hizo gran escándalo: 700 amotinados fueron
hechos prisioneros, varios murieron y hubo cantidad de heridos. Fueron
expulsados de los cursos algunos de los alumnos, los autores están siendo
juzgados y ya reina la tranquilidad. Todos los militares de todas las armas
cumplieron con su deber a los gritos de: "viva el rey!" "Nada de revoluciones!"

Ves, amigo mío, el triste ejemplo para quien se aparta de sus deberes estos
jóvenes aturdidos trajeron, sin preverlo, el duelo en el corazón de sus padres.
Confío en que no tenga nada que temer de tu parte, por ese aspecto. Respeta tu
opinión, pero no te mezcles en nada.

Como comprenderás, los señores Guillemin no tenían nada que ver en este
asunto y pasaron con nosotros los días de peligro.

Deseo que el señor Popule sea bien recibido en Saint-Etienne, pero las gentes del
lado izquierdo de París son unos. Además son los derrotados del 9 de junio y ya
no se habla ni de izquierda, ni de derecha y se consideran como cobardes a los
que abandonan la Cámara en el momento del presupuesto.

Los vestidos irán en la diligencia del 24, así que los recibirás el 1 de julio en tu
escuela. Cadet está restablecido y yo estoy muy contento con él. Te enviará una
carta con la encomienda y recibirás el giro para el 9 de julio.

Todo el mundo está bien y te abraza tu amante padre,

Boussingault

574

XXXV

La señora Boussingault a su hijo

París, junio 24 de 1820

Querido hijo:

Hace tiempo deseaba charlar contigo y aprovecho que tengo un momento para
hacerlo. Esperé que hubieras podido venir para tener al niño de tu hermana sobre
la pila de bautismo y tu negativa los incomodó mucho; cuéntanos cuándo podrás
venir; créeme que tendría un gran placer si lo haces, especialmente en este
momento, puesto que no ignoras lo que sucedió con varios jóvenes. Confío,
querido amigo, que nunca tendré que hacerte un reproche de esta clase; piensa
que un solo error de juventud con frecuencia influye en el resto de la vida; nunca
te ocupes de asuntos políticos, permanece en tu laboratorio y goza de los placeres
de tu edad; trata de merecer la estimación de tus jefes y de todas las personas
honorables y respeta sus opiniones. Conoces a tu padre y él no te perdonaría si
supiera de algo que tú hicieras contra sus principios y lo harías desgraciado en su
vejez.

He aquí, hijo mío, lo que yo quería decirte y espero que te des cuenta del temor
que siente una madre por un hijo que ama.

Ahora hablemos de otras cosas: te envío tres pantalones, dos chalecos, dos
camisas, dos corbatas y cuatro pares de medias. Ten cuidado con tu dinero y tu
salud. Creo que tus comidas cuestan más que aquí en casa, pues sin duda
ustedes juegan y no se gana siempre. Adiós, querido Lolo, contéstame a vuelta de
correo, dirige tu carta a donde la tía Colombe, quien te abraza lo mismo que toda
la familia y termino abrazándote de todo corazón.

F. Boussingault

P.D.: Cuando contestes a tu papá te prohíbo que hables de política, esto no me


ocasiona sino problemas. Envío tu ropa por la diligencia y te ruego entregar una
corbata negra al señor Benoist. En la carta que nos envíes, di que has recibido tu
ropa sin detallarla. Escríbeme a mí y me informas si recibiste la ropa y si te gustó.
Te mando 4 yardas de tela para que te hagas un saco.

XXXVI
Boussingault padre a su hijo

París, 21 de julio de 1820

575

Querido hijo:

Me apresuro a enviarte un giro con vencimiento al 9 de agosto.

Si es el caso, espero que encontrarás fácilmente la forma de cambiarlo y me


imagino que en tu contestación me dirás de tus necesidades en cuanto al viaje y te
ruego señalarme el día en que dejarás a Saint-Etienne.

Como no conozco la ruta que hayas escogido, no puedo aconsejarte nada; ojalá
sea la menos peligrosa.

Tu última carta me dio mucho gusto y veo que el señor Beaunier continúa con sus
bondades y sus cuidados para contigo; trata de merecerlos. Tendré el honor de
escribirle para agradecerle sus atenciones.

Tu hermana dio a luz el 1º de este mes a una niña quien en este momento está
muy bien; la mamá no está muy bien tampoco y la pequeña bautizada con el
nombre de Josefina Isabel; tu madre y Cadet la tuvieron sobre la fuente bautismal.
Estoy bastante satisfecho de la conducta de tu hermano, como también lo está su
institutor.

Vaudet sigue dedicado a sus trabajos. Tu mamá, algo delicada de salud; el resto
de la familia se encuentra bien, lo mismo que yo, tu devoto padre que te abraza.

Boussingault

XXXVII

Boussingault a su padre

Saint-Etienne, 25 de julio de 1820

Mi querido papá:

En este instante recibo tu carta del 21; estoy esperando todavía la respuesta de la
compañía de Lobsann, retrasada, sin duda, debido a las deliberaciones de la
sociedad; este retraso es muy desagradable para mí porque de no estar a su
espera, ya habría aceptado la otra propuesta del señor Beaunier y que todos los
profesores me aconsejan aceptar. Yo prefiero ir a Lobsann y es probable que así
sea y espero en Saint-Etienne la ansiada carta; si tu quieres que la espere en
París, envíame en una semana el dinero para hacer el viaje; 50 a 60 francos serán
suficientes; además necesitaré 8 días para terminar mi trabajo sobre el platino, el
cual me ha llevado a hacer experimentos sobre el acero; este trabajo ha sido muy
difícil, me ha demandado una cantidad infinita de experimentos, me ha hecho

576

prenderle fuego al laboratorio, dislocarme la muñeca y pasar noches en blanco
leyendo todo lo que ha sido hecho a este propósito. Creo que si he llegado a
descubrir algo nuevo, lo he pagado bien, pero era necesario para negar lo que
Lavoisier y tantos otros químicos han establecido sobre la transformación del
hierro en acero. Sin embargo, expongo mi opinión con la reserva que conviene a
un joven que puede equivocarse. Todos mis profesores participan de mi opinión
sobre el acero y el señor De Roziere, profesor de metalurgia, tiene tanta fe en lo
que yo sospecho, que acaba de empezar el análisis de una cantidad considerable
de aceros de Alemania, Inglaterra, Francia etc. persuadido de encontrar lo que yo
hallé en los aceros fabricados por el señor Beaunier.

Confio en que la salud de mi hermana sea buena, lo mismo que la de su hijita a


quien abrazo,como a mamá y a toda la familia, tu sumiso hijo.

Boussingault

XXXVIII

Boussingault padre a su hijo

París, agosto 2 de 1820

Al contestar tu carta del mes pasado, mi querido hijo, veo que tu situación futura
es más bien inquietante. La demora de esta compañía en decidirse puede provenir
de las circulares del señor Becque, director general de Puentes y Calzadas. La
relacionada con los alumnos externos de la Escuela de Minas de París ofrece
personal para directores de minas o de fábricas y la de escuelas como la tuya,
ofrece jefes de talleres o mineros. Tú deberías haber escrito a la compañía ante la
incertidumbre de no haber sido aceptado, diciéndoles que necesitabas definirte.
Así que no puedo, querido amigo, darte un consejo en estas circunstancias; no
ignoras el placer que la familia, lo mismo que yo, tendríamos al verte si esto no
perjudica tus intereses, pero no creo que haya mucho pedido de mineros en París;
además, si la compañía se decide por alguna otra persona, ¿sería necesario que
regresaras a Saint-Etienne para encontrar otro empleo? En vista de esto, tú debes
pensar y tomar lo seguro, en vez de lo incierto.

Parece que ya no hay nada qué hacer en cuanto a la oferta de Grenoble; ¿no
consideras buena la del señor Beaunier y que tus profesores te aconsejan? De
acuerdo con lo que me has contado varias veces, me parece que las amabilidades
que han tenido contigo estos señores, prueban que ellos desean lo mejor para ti.

Además, amigo mío, cuenta con la seguridad de que siempre encontrarás un lugar
en mi casa.

577

Adjunto a ésta recibirás un giro para mejorar tu ánimo. En caso de ausencia del
señor Vignon, jefe de la oficina de pagos se me ha asegurado que en vista de que
la suma que te envío es módica, el cajero te pagará.

Tu hermana ha mejorado lo mismo que la pequeña, tu mamá sigue delicada de


salud; el resto de la familia va bien.

Confío en que dentro de poco reciba alguna carta tuya o tu visita para discutir
contigo tu futuro. No olvides enviarme alguna noticia sobre el señor Jules, pues he
reservado una suma para llevarlo a comer al campo con el señor y la señora
Benoist, el día que resulte tu empleo.

Te abraza de todo corazón tu padre.

Boussingault

P. D. Si te decides a escribir a la compañía, dobla mejor tus cartas. Los estudios


de Cadet siguen muy lentamente.

XXXIX

Boussingault a su padre

Lyon, agosto 25 de 1820

Mi querido papá:

Hace ya algunos días que estoy en Lyon y conozco perfectamente la ciudad, de


donde partiré mañana después de haber visitado la Saint-Louis.

Cuando iba a salir de Saint-Etienne recibí una carta de Estrasburgo en la cual me


anunciaban mi acogida definitiva en las minas de Lobsann; no se puede pedir una
carta más amplia: además de mi sueldo anual, me serán reembolsados los gastos
que demanden mi desplazamiento y las visitas a otras fábricas.

Así que mañana me voy a las minas du Parc, cuyo dueño es un rico inglés. El
señor Cavane, ingeniero jefe de puentes y a quien no conozco, tuvo la bondad de
darme una carta en la cual me recomienda vivamente el señor Taylor. No sé a qué
atribuir la forma excesivamente honrosa como me recibió, tal vez se deba a los
martillos y picas de los botones de mi uniforme.

En la fábrica de du Parc esperaré la respuesta y los fondos que he solicitado a


Lobsann, un avance de 200 francos; cuando deje Le Parc iré al departamento del
Aisne, pasando por París.

578

De Saint-Etienne salimos 5 condiscípulos para ir a Lyon y era curioso vernos a
todos en uniforme sin bordados, con un sombrero redondo, el morral a la espalda
y un martillo sobre el pecho y lo más curioso es que el más pequeño de nosotros
mide 5 y medio pies. Antes de salir el señor Gallois, ingeniero jefe, me dio una
carta de recomendación para el señor Pecht, químico distinguido y primer
farmaceuta de Estrasburgo y otra para el señor Joly, ingeniero de minas de esa
ciudad.

El señor Lelu, alumno minero quien sale para inspeccionar los trabajos de Létry
(Calvados) uno de mis mejores amigos, irá de paso a nuestra casa; es un joven de
magnífico corazón con quien tengo algunas obligaciones y estoy seguro de que lo
recibirás como se debe.

Te ruego abrazar a mamá, a mis hermanos y a toda la familia.

Tu devoto hijo,

Boussingault

Espero estar en París dentro de 18 o 20 días.

XL

Boussingault a su padre

Clermont, septiembre 18 de 1820

Mi querido papá:

Confiaba en estar en París 12 o 15 días después de la Saint-Louis, como te lo


había dicho desde Lyon, pero esto ha sido imposible como puedes verlo.

Cuando salí de Lyon para ir a las minas del Parc, creí estar muy cerca de ellas,
pero me equivoqué; están situadas en el extremo del departamento del Ain, es
decir en el extremo de Francia.

Mi viaje a este lugar ha sido muy satisfactorio y me ha granjeado la amistad del


director. Las minas se hallan sobre la ribera del Ródano y atravesando este río ya
se está en Saboya; te imaginarás que hice algunas excursiones en esa región, un
día que había avanzado demasiado fui detenido por los soldados de la Tour,
quienes querían llevarme a Chambéry. Gracias a algunas cartas que llevaba
conmigo y sobre todo a mi uniforme, salí bien librado, únicamente me costó el
susto.

579

Remontando el Ródano a una legua adelante del Parc, yo vi su desaparición bajo
tierra, cosa que no vale la pena y de la cual se habla mucho. Tenía muchos
deseos de ir a Ginebra ya que dista 3 o 4 leguas de aquí, pero tuve miedo de
encontrar a los soldados suizos.

Después de haber pasado algunos días en las minas del Parc en donde fui muy
bien tratado (bebía vino de Hermitage con todas mis comidas), me dirigí al
departamento del Isère y regresé a Saint-Etienne como si fuera a mi casa; allí
permanecí varios días.

Ahora ya hace algún tiempo que me encuentro en Auvernia, en donde estoy muy
contento; me acompaña un ingeniero de minas, profesor de la escuela.

Visitamos todos los volcanes, parece que estuvieran vivos todavía; en este
momento estoy todavía estropeado por haberme subido ayer hasta la cima del
Puy de Dome; hoy voy a abrazar el Puy de la Roche llorando y, despedirme para
siempre.

Espero salir mañana para París; recibí el adelanto de viaje que me da la compañía
y su autorización para viajar al departamento de Aisne.

Vi a Benoist en Saint-Etienne e hice lo imposible para hacerlo entrar a trabajar en


una nueva vidriería; ojalá resulte; estoy seguro de que le gustará porque el empleo
que tiene es muy dificil para él.

Abraza a toda la familia por mi cuenta. Tu hijo respetuoso,

Boussingault

Sin duda habrás recibido mi baúl y una caja de minerales.

XLI

Boussingault a su padre

Estrasburgo, diciembre 20 de 1820

Mi querido papá:

Llegué aquí el 18 por la noche; el motivo de este retardo fue que nos volcamos
después de Chateau-Thierry por la rotura de una rueda; fuera de eso mi viaje fue
muy bueno.

580

Tan pronto llegué a Estrasburgo vi al señor Dournay, quien me recibió con la más
franca y viva amistad. Paso mis días conociendo toda la familia y me encuentro
sorprendido de oír un idioma que no comprendo.

No quieren dejarme ir a las minas hasta tanto hayan pasado las fiestas de
Navidad. Las minas de Lobsann se encuentran a 9 leguas de Estrasburgo, Rin
abajo, y a una distancia bastante grande del pueblo.

La casa de la dirección es muy aislada y allí estaré en compañía del cajero, un


hombre muy amable, el señor Berger. Tendremos una cocina, una cocinera y un
sirviente. La alimentación será gratuita, en gran parte; en verano el señor Dournay
pasa la estación en las minas en compañía de su agradable familia y viviremos en
la misma casa.

No me faltará nada para pasar agradablemente mi tiempo, pues van a montarme


un laboratorio.

Estrasburgo me ha parecido muy interesante y especialmente las fortificaciones


me han llamado la atención.

Ya visité las personas para quienes traía recomendaciones y todas me han


acogido muy bien.

Como ahora estoy muy cansado no te contaré nada más; abraza a mamá y a mis
hermanos y a toda la familia por mi cuenta.

Te ruego presentar mis respetos al señor Benoist y a su señora y recordarles la


promesa que me hicieron de enviarme noticias de ellos y de su hijo.

Tu hijo,

Boussingault

P.D. Mis recuerdos para el señor Guillemin y he aquí mi dirección: "Al señor
Dournay, calle de la Chame, Estrasburgo. Para entregar al señor Boussingault".

XLII

Del señor A. de Humboldt a Boussingault (1)

Fechada en París, (1821)

El señor Humboldt se complace en saludar al señor Boussingault y le entrega dos


volúmenes sobre su viaje, los cuales tratan del temblor de tierra de Caracas y de

581

los experimentos con la leche del "árbol de la vaca". El señor Humboldt ruega al
señor Boussingault colocar estos volúmenes entre sus libros para leer a bordo;
infortunadamente no puede ofrecerle la obra completa por fallas del editor. Si el
señor Boussingault no sale para Londres mañana domingo, le recuerda su amable
promesa de venir a comer con el señor Humboldt mañana entre las 5 y las 6. Si
sale para Londres le dará el placer al señor Humboldt de pasar por su casa
durante algunos minutos, ya sea hoy entre las 3 y las 5 o mañana por la mañana,
entre las 9 y las 10.

Humboldt

XLIII

Del señor Boussingault a su hijo

París, enero 15 de 1821

Al recibir tu carta fui de inmediato a la agencia de transportes para averiguar sobre


los baúles que salieron de París el 17 de diciembre y que deberías haber recibido
el 28 del mismo mes. El director de ese establecimiento me aseguró que los
recibirás el 6 de enero y escribió al corresponsal en Estrasburgo para indicarle la
dirección en la calle de la Cadena. Te será fácil ver por la guía el retardo y debes
pedirle al conductor que pague una multa si no tiene excusas legítimas, y en caso
de avería, hacerla constatar para que paguen los posibles daños; espero que a
esta hora ya no tengas problemas.

Estoy muy satisfecho de la recepción que te hizo el señor Dournay como estoy
persuadido de que harás todo lo que de ti dependa para seguir mereciendo la
estimación que te muestran, esto disminuye la tristeza que me causa tu ausencia.

Seguimos en la misma situación como cuando nos dejaste: tu madre sigue


enferma y a mí me tumbó a cama por 10 días un problema de riñones, pero ya
estoy mejor. Estoy tratando de vender mi negocio y si lo logro, te avisaré lo que
vaya a hacer por tu hermano. Los arrendamientos en nuestras dos casas son
suficientes para nosotros y Vaudet, en vista de la salud de tu madre, me insiste
para que venda.

Te incluyo unas notas del señor Guillemin y de la señora Benoist. Toda la familia
está bien y te abraza de corazón tu padre,

Boussingault

P. D. En caso de que no hayas recibido nada, avísame.

582

XLIV

Boussingault a su padre

En las minas de Lobsann, 9 de febrero de 1821

Mi querido papá:

Recibí a su debido tiempo tu carta del 15 último; no la contesté inmediatamente


porque había recibido mis efectos; aprovecho de algunos instantes para informarte
de mi situación que yo encuentro feliz.

Me hospedo en las minas, es decir, a un cuarto de legua de Lobsann y a una


legua de Soultz.

Nuestras minas penetran dentro del bosque de manera que puedo decir que vivo
en un bosque. Hay que ver los alrededores de mi vivienda para darse cuenta de
que es uno de los sitios más bellos de Alsacia.

Los trabajos de las minas de Lobsann son diferentes de lo que pensaba porque
son inmensos y las galerías muy bellas; me costó trabajo levantar el plano general
que comprendía 34 años de trabajos.

En cuanto a mi vivienda, te diré que estoy cómodamente instalado, tengo un


minero como sirviente y el señor Dournay ha contratado una buena cocinera para
las minas.

Según me decían los parisienses, aquí debería tomar mucha cerveza pero hasta
ahora no la he probado. Tomo un excelente vino blanco del país y el aguardiente
(kirsh-wasser) y fumo un tabaco que no es malo que cuesta 80 céntimos la libra.

En este momento mis ocupaciones son múltiples porque tengo que ver con
carpinteros, cerrajeros, el ministerio de marina y los bandidos, sí, los bandidos;
esto no tiene nada de extraordinario cuando se sabe que vivo en un bosque;
además cuando se goza de sus ventajas, se debe también soportar los
inconvenientes; sin embargo hablando francamente la situación no es agradable.

He aquí los hechos: mi comisionado venía de Soultz a donde había ido a buscar el
correo llegado de Estrasburgo y ya cayendo la tarde fue detenido, a un cuarto de
legua de Lobsann, por dos hombres que lo esculcaron; afortunadamente esa tarde
no tenía sino 2 cartas y un pan (el día anterior traía 600 francos), así que lo
dejaron pasar intacto y lo único que sufrió el pobre diablo fue un buen susto; de
todas maneras esto me inquietó y esa misma tarde declaré la mina en estado de
sitio y dormimos perfectamente tranquilos. Esa noche, siguiendo una costumbre

583

que ya no abandonaré, coloqué dos pares de pistolas sobre mi mesa de noche.
Me desperté en medio de la noche porque repentinamente se abrió la ventana,
cosa que me sorprendió, pero tuve calma para coger mis armas, salté de la cama
y no vi nada sino que el viento me había jugado es chanza pesada; no habría sido
raro que fuesen ladrones porque supe esta mañana que la gendarmería acaba de
arrestar a 9 de ellos. Son gitanos mezclados con desertores. Se busca el resto de
la banda que parece ser considerable.

Aun cuando en el centro de un bosque no tengo nada que temer, puesto que sería
suficiente una voz de alerta para ver salir mi ejército subterráneo que a golpe de
pico y de masa, destruiría rápidamente toda la gitanería.

Con excepción de los bandidos germánicos, ¡vivan los alsacianos! No cambiaría


un alsaciano por todos los habitantes del mediodía. Cuando comparo las dos
regiones en donde he vivido, ¡qué diferencia! ¿Dónde me mostrarán aldeas tan
bonitas como las de Alsacia? ¿Y la holgura que tienen los campesinos? En sus
casas todo, hasta la ropa, es de buena clase; nuestros campesinos del interior son
unos zafos, comparados con los alsacianos. Hay que ver la limpieza extraordinaria
y la instrucción generalizada que se encuentra, sobre todo, en aldeas
protestantes; todos los mineros que tengo saben leer y escribir en alemán y de los
muchos que conocí en el departamento de Loira solamente unos 10 leían y
escribían su idioma.

Aun dentro de la burguesía, los alsacianos le ganan a los franceses y ya he visto


varias veces en las casas ricas a las señoras ocupadas en hilar. ¿Se atrevería uno
a hablarle a una parisiense de algo similar? Y con mayor razón ¿a una de
nuestras provincianas?

Termino, querido papá, con un fuerte abrazo para ti, mamá, mi hermana y toda la
familia.

Uno de estos días le escribiré a Vaudet para tratar de negocios.

Boussingault

P.D. Te ruego presentar mis respetos al señor Benoist y a su esposa, contarles


que he recibido noticias de Julio y que está bien.

2a. P.D. Es una cosa terrible esos atentados que se renuevan. Dile a mi sobrinita
que no fui yo el que prendió el petardo y aprovecha para abrazarla; aquí estamos
indignados de esos horrores.

Mis saludos al señor Guillemin a quien le escribiré uno de estos días.

584

He aquí mi dirección: "Boussingault, director de las Minas de Lobsann, cerca a
Soultz-sous-Forèst, departamento del Bajo Rin".

No he recibido la nota del señor Benoist de la que me hablas en tu última carta.


Desearía saber a qué se dedicará Cadet. No es necesario que franquees mis
cartas.

XLV

Boussingault a su hijo

París, marzo 1 de 1821

Tu última carta que recibí el 15 pasado con noticias sobre tu posición y tu clase de
trabajo nos ha causado, tanto a mí como al resto de la familia, un gran placer. Me
enorgullezco de que tu conducta nunca será causa de problemas en una situación
tan agradable, al portarte como lo has hecho hasta ahora y no dudo de tu
completo éxito.

Yo también recorrí la región donde habitas actualmente y como tú, la encontré


agradable; pero también existen otros sitios lo mismo de agradables en otra parte
y es bueno que a tu edad sea uno un poco indiferente sobre el sitio en donde nos
toca vivir porque de otra manera se expone a echarlos de menos cuando hay que
dejarlos.

Los detalles que me das sobre tu forma de vivir me indican que debe ser costosa a
pesar de que tus entradas sean buenas porque una cocinera y un sirviente no
trabajan gratuitamente, pero por ese lado estoy tranquilo pues conozco tu
economía y me siento seguro de que pondrás siempre equilibrio en tus gastos
para no gastar más de lo que recibes.

Parece que si estás contento por un lado, los bandidos los inquietan por el otro; sé
que no se puede tomar a la ligera lo que hacen estas gentes necesario tomar
precauciones, no salir solo durante la noche y siempre estar armado y
acompañado. Te confieso que me inquietó esa parte de la carta.

Te había contado que iba a vender mi negocio, pero no ha sido posible habrá que
esperar una mejor oportunidad.

El señor Beaunier estuvo en París hace unos días y siguió para Inglaterra de
donde regresará el 15 de abril. El señor Benoist fue a verlo para pedirle un
certificado de la escuela que la municipalidad le pide para su hijo, debido a su
servicio militar; es necesario que la escuela certifique que se han hecho dos años

585

de estudios y que allí mismo les consiguieron empleo. Vamos a ver el resultado de
esta diligencia porque el próximo me tocará hacerla a mí.

Cadet sigue asistiendo a su pensionado, ha mejorado en sus estudios pero se


halla indeciso sobre qué partido tomar. Participé al señor Benoist de tus saludos,
te dicen muchas cosas, entre otras, que recibieron noticias de Julio y cuentan que
el trabajo que tiene no es muy agradable debido peligroso.

Tu cuñado acaba de terminar la adquisición de su casa por 45 francos, sin tener


en cuenta los gastos.

Termino con un abrazo de todo corazón lo mismo que el que te envía la familia,
que está muy bien. Tu devoto padre.

Boussingault

XLVI

Del señor Thibaud a Boussingault

Videsac, mayo 17 de 1821

Mi querido amigo:

En este momento me hacen una propuesta, que a primera vista es atractiva, pero
merece reflexión. El director general me propone una misión en Egipto, de
acuerdo con la solicitud que le ha hecho el virrey de ese país, para reclutar 2
franceses instruidos, uno en mineralogía y otro en la fundición de metales, por un
término de 2 a 3 años. Este príncipe les promete un futuro halagüeño, por el
tiempo que dure el contrato. Un agente egipcio en París tiene autorización para
tratar sobre las condiciones y se compromete a pagar todos los gastos de viaje.

El director general me pregunta si estaría dispuesto a aceptar tal misión y en


cuáles condiciones. Por ahora no tengo ninguna idea fija al respecto y necesito
reflexionar seriamente, informarme, etc., pero si me decidiera a aceptar, ¿sería
usted persona para formar parte de la expedición y me acompañaría como experto
en química y mineralogía, para trabajar en las explotaciones de las orillas del Nilo?
Le confieso que para mí sería un motivo determinante si pudiese estar seguro de
que esta misión la podré llevar a cabo con usted. Le ruego contestarme tan pronto
como sea posible, dándome una idea de las condiciones en que usted aceptaría.

Adiós, su amigo,

Thibaud

586

P.D. No hable de este asunto hasta que haya terminado.

XLVII

Del señor Thibaud a Boussingault

Videsac, mayo 27 de 1821

Mi querido Boussingault:

El 17 de este mes le escribí para participarle de la misión que me fue propuesta y


saber cuáles serían sus condiciones si estuviera dispuesto a hacer parte de ella.

Posiblemente le parecerá extraño que sin esperar su respuesta me haya creído


seguro de su asentimiento a todo lo que yo propusiera, relacionado con usted y
que en consecuencia yo haya escrito hoy al director general aceptando tanto en mi
nombre como en el suyo; confìo en que me excusará teniendo en cuenta mis
buenas intenciones y mi amistad por usted. En seguida podrá juzgar las
condiciones que propongo en su favor: pido me sea nombrado como ayudante un
joven francés, buen químico, experto en manipulaciones y procesos
manufactureros, alumno graduado de la Escuela de Mineros de Saint-Etienne y
que se halla actualmente dirigiendo una explotación de lignito y de una fábrica de
pasta bituminosa. Su contrato sería por 3 años, su sueldo anual de 6.000 francos y
tendría en Egipto un título y un grado acordes con su sueldo y con la importancia
de sus funciones; tendría la facultad de retirarse al expirar su contrato o antes, si
el estado de su salud así lo exigiera.

Los gastos de viaje, ida y regreso, a cargo del gobierno egipcio. Pido además,
permanecer algún tiempo en París para conseguir las informaciones, libros y
materiales que considere útiles al éxito de la misión.

Si todas las condiciones que propongo son aceptadas, seríamos 4, a saber: uno
de mis amigos íntimos, alumno de la Escuela Politécnica, muy versado en asuntos
mecánicos y de construcción, quien estaría a cargo de la disposición y
construcción de plantas, maquinarias, etc.; otro joven familiarizado con las
explotaciones, buen geómetra, muy hábil para levantar planos y muy apropiado
para manejar a los obreros y sus trabajos; en cuanto a usted querido amigo, su
parte sería la de los ensayos químicos, de lo cual también yo me encargaría y creo
que Egipto nos ofrecerá una gran cantidad de oportunidades útiles para poner en
práctica nuestros conocimientos, aprovechando tanto los productos naturales que
ofrece en su superficie, como los que encierra en su seno, todo lo cual considero
como el objetivo más importante de nuestra misión.

587

Así reunidos los cuatro en posesión de los diversos conocimientos útiles para
nuestro objetivo y entendiéndonos bien, es fácil que lleguemos a algo satisfactorio.

En esto ando: ya estoy seguro de los otros dos compañeros y creo poder contar
con usted. Espero impaciente que me dé su confirmación al respecto.

Adiós. ¡Pronta respuesta! Lo abraza de todo corazón su devoto amigo,

Thibaud

XLVIII

De Boussingault a su padre

Minas de Lobsann, mayo 23 de 1821.

Mi querido papá:

No me he apresurado a contestarte y esto no se debe a exceso de ocupación


porque tengo amplio tiempo para escribir, leer y pasear, pero es que realmente no
tengo mayor cosa que contar y mi vida es tan uniforme, que cada día pasa como
el anterior. Mi opinión es que tal vez estoy pasando la vida de una buena manera,
pero creo que aceptarla así obedece más a la sensatez que a la resignación; esto
quizás no lo pudiera hacer si me encontrara en los Alpes o en cualquier otra
región, pero en Alsacia no tengo inconveniente en hacerlo y la prueba es que me
han hecho ofertas económicamente ventajosas para encargarme de las forjas de
uno de nuestros diputados, pero como esa fábrica está en los Vosgos, no he
aceptado y sin duda no aceptaré; otra razón que me impide dejar Lobsann es que
pienso que es bueno ser constante en lo que se inicia y que cuando se está muy
bien y se cambia para estar mejor, bien puede no resultar.

Cuando reflexiono a propósito de las tres posiciones diferentes en las que me he


encontrado, es decir, cuando estaba en nuestra casa, luego en Saint-Etienne y
ahora en Lobsann, hallo una gran diferencia: con ustedes yo estaba bien, en la
Escuela de Minas era como un muchacho irresponsable, poco ordenado y muy
gastador y estaba rodeado de gente benévola. Ahora es otra cosa: tengo una casa
montada, vivo muy bien, tengo una sirvienta que me cocina, lava y cuida mi ropa y
me teje medias y gasto menos que en Saint-Etienne; mis economías suman 400
francos, las cuales se verán disminuidas porque pienso hacerme camisas y
comprar algunos libros. También hay que tener en cuenta que la mina todavía no
da utilidades y que en consecuencia me hallo en el mínimo que me parece muy
razonable puesto que además de mi sueldo fijo, tengo calefacción, iluminación,
una casa completamente montada, ropa de cama y mantelería. Cuando el señor
Dournay venga con su familia, dejaré de ocuparme de la casa, lo que me vendrá

588

bien. No hay que creer querido papá, que yo paso estrecheces por economizar, al
contrario, me podrían reprochar de no ser lo suficientemente económico porque
siempre tengo tres platos diferentes en cada comida como por ejemplo ayer, a la
hora de comer (las 4) me serví carne de res, asado de cordero y repollo con cerdo;
hoy reemplazaré el cordero y repollo por ternera y fideos; todos los días como un
cocido alemán y dentro de lo posible el repollo que me encanta, bebo vino blanco
y tengo el proyecto de hacer traer cerveza de Estrasburgo.

Cuando llegué había una vieja sirvienta que tuve que despedir porque como era
católica-romana iba con gran frecuencia a confesarse o a misa, de suerte que el
servicio de mi cocina fallaba mucho. Ahora tengo una joven protestante; es la
única manera de tener sirvientas fieles.

Algo que me entristece es la dificultad que encuentro con el idioma alemán, al


punto que no puedo decirle a mi sirvienta ni 20 palabras seguidas, pero
afortunadamente ella también habla el francés; es cierto que no me esfuerzo
mucho. No pierdo las esperanzas de aprender el alemán y tan pronto esté en
capacidad de hacerlo, escribiré una cartica a mamá y como pienso no ir a Wetzlar
sino cuando hable alemán, es muy posible que nunca me vean allí.

Como es muy probable que me radique aquí, me gustaría que mamá viniera a vivir
conmigo; sería maravilloso para su salud porque el bosque es tan bello que no les
puedo dar una idea; los pájaros hacen sus nidos hasta en los talleres. Además
mamá me sería muy útil para traducir mis órdenes y estaría cerca de Wetzlar, ya
que de Wissembourg no hay sino 48 leguas. Termino con un gran abrazo de todo
corazón para ti, mamá, mi hermana y toda la familia; te ruego decirle a mamá que
como cuando tu me escribes siempre dejas una gran cantidad en blanco, ella
podría acabar de llenarlo y si lo hiciera en alemán escrito claramente, me
encantaría.

Boussingault

XLIX

Boussingault padre a su hijo

París, junio 8 de 1821

Mi querido hijo:

Tu carta sin fecha me llegó el 23 del mes pasado y no la contesté antes por haber
estado enfermo de los riñones; me apresuro a hacerlo para no darte el ejemplo de
negligencia en mantenernos informados. Confío en que no pasarás, otra vez,
cinco meses sin escribirnos aun cuando Guillemin y Vaudet me han participado de

589

sus cartas. Estoy muy contento querido Boussingault, de que tu situación actual te
siga gustando; también lo estoy por las reflexiones que has hecho sobre las
diferentes posiciones en las que te has encontrado; estas reflexiones te harán
evitar errores que a tu edad son frecuentes y de esa manera vivir feliz. Cuando
uno está más o menos bien, vale la pena continuar así y de acuerdo con lo que
nos cuentas, sería difícil encontrar algo mejor que el señor Doumay. Así que mis
deseos son los de que continúes allá, hasta que esto te convenga y lo que me
cuentas sobre tu manera de vivir, me parece bueno; sin embargo es necesario
vivir bien, pero, amigo mío, es peligroso algunas veces, crearse necesidades; de
repente viene un revés, en cuyo caso el hombre acostumbrado a muchos platos,
sufre más que el que no ha tenido sino uno solo. Tu bien sabes que para mí es un
placer que tu hermano relea tus cartas, así que me he visto obligado a tachar las
expresiónes poco convenientes en que mezclas el servicio divino con el de tu
cocina. Era suficiente haber dicho que habías despedido a tu sirvienta porque no
tenía tu confianza, sin necesidad de ridiculizar una religión que es la tuya y
especialmente la mía.

Ya van dos veces que hablas sobre el deseo que tienes de que tu madre vaya a
vivir contigo y que te sería muy útil, pero ella es igualmente útil aquí y tu hermano
la necesita más que tú; además, mi querido amigo, no estás en tu casa y no hay
ningún contrato con el señor Dournay como para que consideres que puedes vivir
para siempre allá. También debes considerar que tu madre ahora vive en su casa
y que a pesar del placer que tendría volviéndote a ver, no puede dejar lo seguro
por lo incierto.

La situación de tu familia es siempre la misma: tu tía Colombe estuvo a punto de


morir, pero ya está mejorando. Los negocios van bien, especialmente la
construcción. Mi tabaquería ha crecido, gracias al regimiento que se halla en el
cuartel, en fin, todo está muy tranquilo.

En cuanto a tus economías, te aconsejo que guardes la menor cantidad de dinero


posible y coloques lo poco que tienes en el Monte de Piedad; esto te dará
intereses. Aquí existe una caja de amortización que vende acciones a 127 francos
y rinde el tercio consolidado. Una que compré me deja un 5%; dentro de 10 años
dará 461 francos; creo que podrías arriesgar la compra de una acción.

Todos los que forman la familia están bien y te abrazan lo mismo que yo que soy
tu amante padre.

Boussingault

Querido Lolo: estoy muy contenta de que estés aprendiendo mi idioma, así que
podamos ir juntos a Wetzlar. Adiós. Dios te libre de todo lo malo; tu padre casi
siempre está enfermo; escríbeme en alemán. Tu madre. (En alemán, en el
original).

590

L

Boussingault a su padre

Minas de Lobsann, junio 25 de 1821.

Mi querido papá:

No te quejarás esta vez de mi negligencia, puesto que recibí tu carta el domingo


por la tarde en Soultz, donde pasé el día haciendo visitas con el señor Dournay,
quien actualmente está en la mina con su señora y su numerosa familia.

El motivo que me obliga a escribirte te va a sorprender porque es para mí


imposible concebir, cómo, después de haber prometido tantas veces no dejar a los
buenos alsacianos, no solamente tengo deseos de hacerlo sino dejar a Francia,
aún más, a Europa, para ir a servir a "los turcos".

No te imaginas cómo me encuentro de perplejo y con cuánto placer emprenderé


tan largo viaje. ¡Cuántas cosas nuevas para observar! Cuántos recuerdos
conservaría de tal experiencia. Pero al quedarme tendré asegurada una vida
tranquila, en ninguna parte podría estar mejor que aquí: mamá vendría a pasar
todos los veranos en Lobsann y los inviernos en París; de Lobsann iríamos a
Wetzlar, etc.; en fin, que aquí puedo asegurarme un porvenir honorable y
ventajoso; además, ¿cómo dejar al señor Dournay? Considero que de mi parte
esto sería muestra de ingratitud.

Ya es tiempo, mi querido papá, que llegue a los hechos porque con las reflexiones
que se me han escapado, podrías considerarme como un loco.

El virrey de Egipto ha solicitado al gobierno francés dos hombres instruidos en el


arte de las minas y en la fusión de metales. El señor de Becquey ha propuesto al
señor Thibaud, amigo mío y profesor durante dos años, aceptar esta misión,
dándole al mismo tiempo la libertad para escoger su colaborador entre los
ingenieros o los alumnos de la Escuela de Minas.

El señor Thibaud me preguntaba en una carta fechada el 17 de mayo si yo estaba


dispuesto a participar de la gloria y de los peligros de esta misión y deseaba saber
mis condiciones. Como toma 10 días recibir las cartas desde Videsac, donde se
halla el señor Thibaud, yo no alcancé a responderle, cuando él volvió a escribirme
el 27; he aquí textualmente la dicha última carta, para que te des cuenta de lo
tratado a propósito de los egipcios*.

Yo no le he contestado la carta del 27, pero sí la del 17 y le digo que esta


propuesta demanda reflexión profunda. Sin embargo, tu ves la forma como él

591

actúa, lo que prueba que me conoce bien. Es cierto que si en Saint-Etienne me
hubieran hecho una propuesta parecida por la mañana, habría deseado partir esa
misma tarde.

Cuando reflexiono que a los 23 años habré visto tanto países y que me habré
asegurado una existencia feliz, me dan ganas de partir ya. En mi mente se libra
continuamente un combate entre el deseo de irme a Egipto y el de quedarme en
las minas.

Hace algún tiempo supe por el señor Guillemin que pensabas retirarte; esta noticia
me dio mucho gusto, pero de acuerdo con tu última carta parece que esto no es
así, pero ojalá que lo hicieras.

Recibí una carta de Guillemin informándome que remitió el bono para Vaudet al
señor Pouillet, calle Cléry número 16. Tal vez viajaré a Suiza para examinar varias
fábricas.

Leí lo que mamá me escribió en alemán, pero no me siento en disposición de


contestarle hoy; además, desde que espero ir a Egipto, he dejado el alemán a un
lado. Si ella hubiera venido a vivir conmigo, nunca se me hubiera ocurrido entrar al
servicio de Egipto. La enfermedad de mi tía Colombe me ha preocupado mucho,
pero me alegro que haya mejorado y espero que se repondrá enteramente. Dale
un abrazo de mi parte. Recibí una carta de la señora Benoist con buenas noticias.
Le contestaré en el primer momento que tenga disponible porque ahora me va a
caer encima una comisión de ingenieros de puentes y calzadas y de oficiales del
ejército que quieren examinar mis productos.

Me cuentas que mi hermano cambió de escuela; esto no prueba nada sino que no
sabe aprovechar de los medios de instrucción que existen en París, en donde
puede uno hacerlo gratuitamente, tan pronto se sepa leer; con frecuencia te he
hablado de hacerlo entrar en el conservatorio, en donde por lo menos aprenderá
algo positivo.

Espero noticias de Vaudet y te abrazo, lo mismo que a mamá, mi hermana y toda


la familia. Saludos al señor Benoist y a su señora.

He aquí mi dirección que no deben omitir en las cartas:

"Boussingault, director de las minas de Lobsann, cerca de Soultz-sous-Forets


(Bajo Rin)". Con esa dirección no falla.

LI
Del señor Thibaud a Boussingault

592

Videsac, junio 26 de 1821.

Mi querido Boussingault:

Supongo que mi última carta del 27 de mayo le habrá aclarado todas sus dudas y
lo habrá dejado satisfecho. El asunto está en buen pie y el director general, por
medio de su carta del 19 de este mes, me anuncia que ha dado cuenta de mi
determinación al ministro del interior y le informa de las condiciones que he
puesto; me dice que me avisará sobre la respuesta, tan pronto la reciba y creo que
será rápida y favorable. Como ve, mi querido amigo, ya no se puede echar para
atrás.

Procúrese todas las informaciones posibles, anote y dibuje lo que crea que nos
será útil en un país en donde dependeremos de nosotros mismos y esté listo. Yo
pediré, probablemente, dos o tres meses de tiempo para conseguir todo lo
necesario, visitar algunos establecimientos y comprar los instrumentos, libros, etc.
que nos sean indispensables.

Primero iré a París en donde imagino que tendré el placer de verlo. Allí
concertaremos las medidas a tomar para asegurar nuestro éxito. Naturalmente
que una de las primeras cosas que conseguiremos será todo lo que compone un
laboratorio además de los libros de química.

Me han escrito que habrá necesidad de buscar carbón en el Alto Egipto: Es


posible que se pueda utilizar ventajosamente el sistema de sondeo y me parece
muy importante que usted lo conozca mejor que yo. Anote los precios de una
sonda, del costo del sondeo en un terreno determinado y si es necesario, dibuje
algunos de los útiles principales.

Si en su vecindad tiene algunas fábricas de hierro, cobre, etc., visítelas para


conocerlas lo mejor posible, sobre todo no se me duerma con las bellas y buenas
alsacianas. Use convenientemente su tiempo y su salud, que lo necesitaremos.

Adiós, lo abrazo de todo corazón y no hable todavía con nadie de esto hasta que
haya decidido definitivamente.

Su amigo,

T.

Le escribí a Burdin para consultarle esta misión; me dice que Le Boulanger estaría
dispuesto a venir conmigo; pero, entre nos, no tiene suficiente salud para una
misión de esta clase y además, como químico no nos sería útil sino en la época
cuando hubiéramos resuelto el objetivo de nuestros trabajos.

593

Entonces, si tuviéramos necesidad de un colaborador como él, se lo pediría al
bajá. Burdin es útil en un laboratorio o en un taller; habría que esperar a que
hayan sido creados. Para trabajar en el campo no podemos contar con él.

(1)La fecha de esta carta debe estar equivocada pues en 1821 Humboldt no
conocía a Boussingault. Debe ser 1822.

* Ver carta XLVII

LII

Boussingault padre a su hijo

París, junio 28 de 1821

Querido hijo:

Acabo de recibir tu carta del 25 de este mes la cual me ha entristecido y me


apresuro a contestártela con el objeto de desviarte de semejante proyecto. ¿Pero
qué necesitas tú para ser feliz? Te hallas en una magnífica posición, el señor
Dournay te trata en forma especial, es un hombre honorable que te aconseja bien,
cosa muy útil a tu edad y creo que es muy difícil encontrar una acogida mejor, que
no la vas a encontrar donde los turcos. No puedo entender qué motivos te
impulsan a dejar una posición tan agradable para buscar una imaginaria en un
clima ardiente y expatriarte para vivir en medio de mil peligros, especialmente en
este momento cuando el imperio otomano se halla al borde el abismo. No, amigo
mío, no te aconsejo seguir este siniestro proyecto; que una apreciación errónea no
te haga aceptar la oferta del señor Thibaud. Si a este hombre nada lo obliga a su
familia y a su patria, yo me atrevo a vanagloriarme que no es lo mismo contigo y
que tendrás en cuenta mis observaciones. Infórmale al señor Thibaud sobre mi
manera de sentir y estoy más que persuadido de que cambiará de opinión
respecto a ti.

No le veo ninguna seguridad al contrato que te ofrecen; los turcos rara vez
sostienen sus promesas y una vez que llegues con tus compañeros al país, los
pueden abandonar a su triste suerte y entonces es cuando sentirás haber dejado
lo que hoy día tienes. Así que, mi querido Lolo, quédate con nosotros y la única
pena que tendrás, será la de ver a tus amigos, correr hacia su perdición. Piensa y
madura lo que te escribo y si a pesar de mis observaciones persistes en tu idea,
no me quedará más que la tristeza de haberte educado para que te exilies
corriendo mil peligros que puedes evitar. Por favor contéstame tan pronto recibas

594

la presente, para informarme de la decisión que hayas tomado y no dudo que será
la de quedarte en donde estás.

Tu tía Colombe ha mejorado; toda la familia está bien, lo mismo que el negocio,
cuya venta falló, pues era necesario que el comprador desembolsara 1.500
francos más; todavía estoy tratando de venderlo, lo mismo que la casa donde
vivimos, concediendo muchas ventajas.

Te abrazo de todo corazón, no dejes de reflexionar sobre mi carta. Tu papá,

Boussingault

LIII

La señora Vaudet a Boussingault

París, 22 de julio de 1821

Mi querido hermano:

Deseaba, tanto como tú, haber tenido una correspondencia continua entre
nosotros, pues tú sabes que me gusta mucho leer las cartas tuyas. Siento que ello
haya comenzado en el momento en que se va a hacer difícil, casi imposible. Tu
carta que recibí es la segunda en tres años y no debes hablar de la pereza de los
demás.

Vaudet tiene muchos negocios y le ha sido imposible ocuparse de la pasta


bituminosa, pero conoce a un pintor de edificios que la usa con éxito.

Supe de la proposición que te hicieron, la cual prueba que tienes talentos y un


amigo que piensa en ti y a quien debes agradecimientos.

Veo con pena que lo has aceptado porque es un viaje largo y difícil; el clima es
muy diferente del nuestro y tu salud podría afectarse y no recuperarte. ¿De qué te
servirán los conocimientos que hayas adquirido allí si esto altera tu salud a tal
punto que no puedas llevarlos a la práctica? A los 23 años habrás visto mucho y
regresarás como persona importante, lo cual es muy llamativo; pero ¡qué de
peligros para lograrlo! Tú piensas poder estar de regreso dentro de 4 años; el
señor Monval se fue por 4 años hace ya nueve y los dos últimos no se ha sabido
nada de él.

No es que tenga la intención de hacerte cambiar de idea en cuanto a este viaje y


estoy segura de que si no te enfermas es posible que te sea ventajoso con la
disposición y el gusto que tienes por tu profesión, contando además con

595

compañeros de viaje instruidos a quienes tú participarás de tus observaciones y
ellos a ti de sus descubrimientos, lo cual puede ser fructífero y si regresan, no
dudo que serán recibidos con honores.

La idea de que te vas me entristece mucho pues yo siempre esperaba que te


radicarías cerca de nosotros, tal como nos lo habías prometido cuando te fuiste:
"Regresaré pronto, porque más vale estar cerca al sol; volveré a París", decías.
Ahora ya no es lo mismo: o te quedarás en Lobsann rodeado de personas que te
estiman y a quienes tú quieres, en una región que te gusta, o bien, te irás para
Egipto. Ya no piensas mucho en nosotros, puesto que no hablas sino de la tristeza
que le vas a causar a la familia Dournay y no a la nuestra.

Has hecho muy bien en copiar esa carta y la he leído por lo menos diez veces,
siempre con placer. Estoy encantada de saber que utilizaste bien tu tiempo; me
apresuré a mostrársela a papá a quien le gustó mucho; él dice que es una lástima
que dejes a esa gente que te quiere tanto.

Mamá ha estado enferma, pero va un poco mejor. Papá se encuentra bien y siente
mucho tu ida. Confío en que mi hijita pronto se encuentre en estado de reemplazar
al gato, cerca de papá. Cadet no aprende gran cosa y juega mucho. Toda la
familia está bien y te abraza. Soy tu hermana,

Señora Vaudet

LIV

Boussingault a su padre

Estrasburgo, julio 24 de 1821

Mi querido papá:

Recibí a tiempo tu carta; contesté poco después a mi hermana, de quien todavía


espero noticias.

Los consejos que me das, querido papá, son por mi bien y nunca los olvidaré, pero
no se aplican a las circunstancias en que me encuentro. En efecto, de acuerdo
contigo, iría a Egipto como un verdadero aventurero, lo cual no es así; si voy a ese
país, seré enviado por el gobierno francés, quedaré en libertad al terminar mi
contrato y tendré allí un grado de acuerdo con mis funciones. Tampoco me iría sin
que me paguen el viaje por anticipado y no hay sino una cosa que me incomoda:
lo bien que estoy aquí. Me considero loco cuando pienso dejar esta buena Alsacia.

596

Con la llegada del verano me he divertido mucho; hemos ido a las aguas de
Niederbronn. Hace días estoy en Estrasburgo en donde puedo decir que he
pasado los mejores momentos de mi vida.

Mañana a las 5 salgo para el país de Bade, en viaje de negocios; allí permaneceré
varios días para visitar diferentes fábricas. Este recorrido lo haré con los señores
Voltz y Pecht, a quienes fui recomendado. A mi regreso me quedaré algún tiempo
en Estrasburgo y luego saldré para un corto viaje hasta la frontera de Baviera.
Posiblemente estaré cerca de Wetzlar y si tengo tiempo lo visitaré. Después de
este viaje vendré a encerrarme en Lobsann por todo el invierno o saldré para
Egipto en donde, de acuerdo con la información que he recibido, se están llevando
a cabo búsquedas importantes de minas de carbón, en el Alto Nilo.

Personas con quienes he consultado mi viaje a Egipto no me dan ningún consejo;


tienen miedo de que si no me animan a irme, algún día sienta yo haber seguido
sus consejos, si el alumno que me reemplace regresa con éxito.

Para quedarme aquí tengo dos motivos: uno de ellos es el placer que tendré de
ver a mamá conmigo, estoy seguro que le encantaría tomar baños y le sentaría
muchísimo.

Si tuviera 30 años, o 25, no vacilaría un instante en quedarme aquí, pero tengo


solamente 20 años, soy fuerte, joven y capaz de soportar muchas fatigas. Podré
regresar después de haber conocido mucho; para mí éste es el motivo casi
determinante y digo casi porque creo que jamás haya habido incertidumbre mayor
que la mía.

Confío en que mamá esté bien de salud. Si me quedo en Alsacia la voy a buscar y
la traigo conmigo; esto ha sido decidido con el señor Dournay. Si me voy para
Egipto se quedará un tiempo más en París, pero tan pronto regrese vendrá a
Alsacia porque en esa región deseo radicarme algún día.

Espero noticias de mi hermana por el primer correo y que Cadet y toda la familia
estén bien. Un abrazo de mi parte a mi sobrinita.

Adiós, te abraza de todo corazón tu hijo,

Boussingault

LV

Del señor Beaunier, director de la Escuela de minas de Saint-Etienne, a


Boussingault

597

Saint-Etienne, 30 de agosto de 1821

Al regreso de un largo viaje he encontrado, estimado señor, su diploma que no sé


muy bien cuándo llegó y aquí lo adjunto. Usted es de mis pocos discípulos que le
dan más mérito a la Escuela, que los reciben por haber estado en ella, la que
espero no olvide ya que aquí dejó muy buenos recuerdos.

Estaba en Londres cuando allí llegó el número de "Los Anales de Química" que
contiene su memoria sobre el acero. Este fue el primer tema del que hablamos
con el doctor Wollaston: parecía un poco dudoso y encontré que creía que usted
no había buscado bien el carbono en el acero Clouet; tenía idea de que usted
había empleado ácido nítrico en sus experimentos y que el carbono había pasado
disfrazado en la fundición de combinación que Muschett "creo" ha llamado tanita.
Le contesté que usted no había usado en absoluto ácido nítrico. Además el acero
Clouet se fabricaba en Francia en una época cuando estábamos totalmente
separados de los ingleses y estos no lo conocían. Yo busqué, con el señor
Faraday, las memorias científicas francesas de la época y él va a repetir en el
laboratorio del Instituto Real todos los experimentos de Clouet y estoy seguro de
que esto será una verdadera gloria para usted.

Siento mucho no haber hecho una visita a su respetable familia durante mi última
estancia en París, pero negocios serios absorbieron todo mi tiempo.

Nuestros últimos concursos generales han sido muy satisfactorios. Nuestros


cursos han mejorado y los estudios han tomado la regularidad que les faltaba. El
señor Benoist, quien es muy activo, ha presentado el proyecto de una asociación
de alumnos diplomados, pero esto es bastante difícil de llevar a cabo.

Le agradeceré, mi querido señor, hacerme conocer su situación actual, la


naturaleza de sus trabajos y sus proyectos para el porvenir, pues siempre me
interesarán todas las cosas que tengan relación con usted.

Reciba, señor, mis sentimientos distinguidos. Su servidor,

Beaunier

P.D. Le ruego acusar recibo del diploma.

LVI

Boussingault padre a su hijo

París, 17 de octubre de 1821

598

Dos motivos, querido hijo, fueron la causa del largo tiempo que tomé para dar
noticias nuestras. El primero: me contaste de un viaje que tenías que hacer a
Alemania y esperaba, razonablemente, una carta a tu regreso pero supe por el
señor Benoist de tu accidente y que permanecerías en tu residencia. Podrías
habernos informado sabre el particular para habernos tranquilizado. El segundo:
desde hace tres meses se han presentado cuatro posibles compradores para el
negocio y la casa. El más razonable me ha ofrecido 27.000 francos con plazo de 8
años para pagar 20.000, lo que yo había aceptado; pero cuando fuimos ante el
notario, resultó que la casa que me daba en garantía está hipotecada por 12.000
francos, razón por la cual no fue posible el negocio; te confieso que yo habría
quedado satisfecho si se hubiera llevado a cabo, teniendo en cuenta la mala salud
de tu madre, mi edad y sobre todo, que tu hermano no parece dispuesto a
reemplazarme.

Leí la carta que escribiste a tu madre; no dudo en absoluto de tu buen corazón,


pero, amigo mío, tienes que preocuparte por tu porvenir y para esto coloca el poco
dinero que puedes economizar, pues siempre es bueno "tener una pera para la
sed". Hace tiempo te había aconsejado que compraras acciones de mutualidades
permanentes que ya pagan un 10%; una acción cuesta 115 francos y así ves que
es ventajoso.

Hazme el favor de contar cómo andan tus finanzas y tu ropa, pues demasiada
cantidad de ella incomoda para viajar.

Tenía la impresión de haberte informado a tiempo que tu hermana estaba encinta;


nació un muchachón que se llama José Luis Juan. La pequeña Lisa ha mejorado y
parece que saldrá al otro lado.

Sin mi conocimiento tu madre había escrito al señor Dournay quien tuvo la bondad
de contestarle una carta muy amable.

Toda la familia está bien y te abraza, lo mismo que yo que soy tu amante padre.

Boussingault

P.D. Todavía tengo un comprador que se presentará para el negocio.

LVII

Boussingault padre a su hijo

París, diciembre 2 de 1821

599

Tu madre olvidó en su carta hablarte de los papeles necesarios para tu
conscripción que tendrá lugar el mes entrante y creo mi deber recordarte que
necesitas un certificado de la administración de la Escuela de Saint-Etienne para
que, en el caso de que la suerte te sea adversa, puedas eludir el compromiso. Te
incluyo una nota del señor Benoist, en la cual te informa lo que hay que hacer.

Veo con satisfacción que sigues contento con tu empleo y con las personas a cuyo
servicio estás. Me complazco en pensar que esto continuará así por mucho
tiempo. En cuanto a nosotros, seguimos en lo mismo. Trato de salir del negocio y
sobre todo de las casas, pero hasta el presente mis diligencias no han dado fruto y
sigo esperando.

Toma muchas precauciones para entrar a las minas que no conoces, durante el
viaje que vas a hacer; es así como se evitan los accidentes.

La familia está bien y te abraza, lo mismo que yo, tu devoto padre

Boussingault

LVIII

Cadet Boussingault a su hermano

(Incluida en la precedente).

Querido hermano:

Necesitas un certificado de la escuela en el cual conste que has si colocado por


dicha escuela en el establecimiento donde estás trabajando y otro del jefe del
establecimiento que confirme lo anterior.

Mi padrino va a hacer las diligencias necesarias para que yo pueda entrar el


próximo enero, a la Escuela de Artes y Oficios. No olvides escribirle para el día de
su santo que celebramos ayer con tía Colombe, Juanita, Teresa y el señor Luther.

C. Boussingault

LIX

La señora Boussingault a su hijo

(Incluida en la LIV)

600

Querido hijo:

Te insinúo copiar varias veces para que comprendas mejor la pronunciación. Tu


papá no ve la hora de salir de las casas y del negocio, pero las personas que han
venido no tienen suficiente dinero, ni ofrecen ninguna seriedad, así que no
podemos dar por nada.

Te deseo un buen viaje y sobre todo te recomiendo tener mucha prudencia en las
minas que no conoces.

Adiós. Dios te proteja de todo mal. Escribe a tu padre para el día de su santo.

Tu madre,

C. Boussingault.

(Incluye un ejercicio en alemán)

(N. del T. Las últimas dos frases en alemán, en el original).

LX

La señora Vaudet a Boussingault

París, enero 22 de 1822

Mi querido hermano:

Siendo tú el más joven debías haber comenzado por desearme un buen año,
buena salud y todo lo que puedas desear, es lo que se usa, especialmente con
una hermana mayor, pero nada y voy a hacerlo yo deseándotelo de todo corazón.

Confío en que no estés disgustado por no haberte contestado la última; sabes que
di a luz el día que llegó y cuando mejoré encontré mi niñita en un triste estado; me
dio mucho trabajo volverla a su plena salud y espero que continúe así.

Me encantó saber que no crees que las alemanas valen más que las francesas,
especialmente que las parisienses; esto me habría desagradado leerlo porque
amo a mi país y a mis conciudadanas y creo que valemos más que otras. Me
habías contado sobre las cualidades de tus queridas alemanas, cuéntame también
por qué cambiaste de opinión. ¿Algún amor desdichado sería la causa?

Los misioneros siguen en París, pero no han llegado todavía a nuestras


parroquias, así que no los he visto porque no salgo de mi querido Marais; están en

601

Santa Genoveva a donde acude todo el mundo y se cantan cánticos espirituales
compuestos por ellos y aquí va una copla de muestra:

Buena raíz,

rábanos y rabanitos,

zanahoria y apio,

pastinaca, salsifì,

nosotros, por nuestro origen, jamás seremos

buena raíz.

Siento no poderte decir más, pero este cántico tiene por lo menos coplas que
tratan sobre los repollos, cebollas, lechuga, achicoria, etc. Te lo envío si quieres
porque papá lo tiene; fue a verlos y rió mucho de observarlos llorando; creo que te
haya perdonado lo que escribías hace algún tiempo; el señor Monginot es uno de
los asiduos y tiene por menos, una docena de rosarios; creo que van por este
regalo, solamente. Papá no ha logrado vender sus propiedades, cosa que desea
tanto como yo. Me entristece ver que Cadet, a los 15 años, no se interesa por
nada. No me has vuelto a hablar de los esposos Dournay; siempre tienes nuevos
empleos a la vista. ¿Ya no estás satisfecho como antes?

No nos quedan sino 23 meses y seis días para ir a vivir a nuestro Chambord,
como nos haces el honor de llamarlo; estamos muy ocupados y los obreros no
pueden trabajar todos en la casa, lo que molesta a Vaudet quien a pesar de ello
no adelgaza; te contestó hace 8 días, creo que olvidó poner la carta en el correo;
fue una lástima porque hablaba sobre política y te cuento que lo enojaste bastante
al no contestar en alemán, lo que tuvo tanto trabajo de escribir.

Te abraza de todo corazón tu hermana,

señora Vaudet, nacida Boussingault

P.D. Vaudet te manda saludes lo mismo que toda la familia que se encuentra bien.

LXI

Boussingault padre a su hijo

París, enero 28 de 1822

602

Amigo mío, agradezco unido al resto de la familia, los deseos que nos envías al
iniciarse este año. Los nuestros no son menos sinceros y nada faltará a nuestra
satisfacción si continúas siendo tan feliz y mereciendo más y más la estimación de
aquellos para quienes trabajas.

Nosotros continuamos en la misma situación. El negocio va bien y estoy haciendo


todo lo posible por venderlo; encuentro muchos compradores, pero ninguno puede
demostrar su solvencia y no hay quien pague de contado; además el barrio no es
muy favorable, lo cual complica más mis aspiraciones.

No te hago ninguna observación, mi querido Boussingault, sobre los empleos que


te están proponiendo, ya debes saber lo que te conviene y estoy seguro de que
harás lo mejor. Me dices que vendrás a vernos para las vacaciones de cuaresma
si mi negocio está vendido. No veo que tenga que ver lo uno con lo otro y si tienes
grandes deseos de vernos como nosotros los tenemos por verte y si esto no te
perjudica, me encantaría tenerte aquí.

El 15 de este mes fui a la municipalidad para hacerte inscribir en la conscripción.


De acuerdo con lo que pude observar, se exige un duplicado de tu diploma, un
certificado de tus estudios en Saint-Etienne y también uno de que la escuela te
colocó donde el señor Dournay y otro de este señor que certifique que estás
trabajando con él. Como es urgente que yo reciba estos documentos antes del 1
de marzo, te insisto en acelerar tu pedido a los funcionarios competentes; el
alcalde me ha dado la esperanza de que estas diligencias tendrán el éxito que
esperamos si logras conseguir estos papeles.

No dudo de que ya estés informado de que Julio pasó a ser director de las minas
de sal en Vic, departamento de Meurthe; sus padres te envían saludos. Cadet
sigue yendo a su colegio; estudia con mucha dificultad y sin embargo ha mejorado
tanto en su instrucción, como en su conducta. Vaudet continúa haciendo buenos
negocios y continúa bien, lo mismo que su esposa. La señora Luther sigue
enferma, su esposo está bien, lo mismo que nosotros y te abrazamos de todo
corazón.

Tu padre,

Boussingault

P.D. Lisa, quien es un encanto, conoce a toda la familia y cuando se le pregunta


por su tío Lolo, contesta: "Por allá lejos..."

LXII
Del señor Gueyniveau a Boussingault

603

París, febrero 1 de 1822

Estimado señor:

Habiendo tenido la ocasión de conocerlo en Saint-Etienne y de haber apreciado su


capacidad e instrucción he creído mi deber darle parte de las diversas
proposiciones recibidas y que tal vez le convenga, si dentro de sus proyectos
estuviese dejar a Francia por algún tiempo.

No ignora usted las ventajas que le pueden ofrecer las dos Américas, después de
los cambios que allí han tenido lugar y que ahora son ya hechos cumplidos.

La paz ha sido restablecida y se están incrementando todas las artes; para tener
éxito en esos países no se necesitan sino buenos conocimientos, buena conducta,
juventud y salud. Usted tiene todo eso, de manera que sólo resta que examine la
propuesta y resuelva el camino a tomar.

En primer lugar, me han hablado de acompañar a un americano que se halla


actualmente en París y que ha sido nombrado por el gobierno de Chile para crear
una escuela de minas; ya tiene fondos y ha comprado una parte de los
instrumentos y de los libros, etc. que le son necesarios y solicita a alguien que
pueda ayudarlo, que sepa de química, algo de mineralogía y lo que se relacione
con la explotación. Esta persona tendría sueldo fijo y gastos de viaje pagados;
también se convendría una indemnización para el regreso a Francia en caso de
que no se acomode o por cualquier otro motivo.

La segunda propuesta es la de acompañar a dos franceses a Guatemala; ellos


van con el objeto de fundar allí establecimientos de industria o de utilizar capitales
en la explotación de las minas. Llevan con ellos un cargamento considerable cuyo
contenido será empleado en dicho país; entonces estos señores solicitan a alguien
instruido en química y en las artes mineralógicas y metalúrgicas; pagan sueldo y
un interés en las empresas que acometan. Parecen ser muy amables y ofrecen
toda clase de seguridades en los contratos que se firmen con ellos.

He aquí, estimado señor, todo lo que me ha sido comunicado sobre el particular, y


le ruego comunicarme sus intenciones, tan pronto sea posible. Si usted estuviera
dispuesto a tentar fortuna en países lejanos, esta es sin duda una ocasión
favorable y en ese caso sería útil que usted viniese aquí para ser presentado a las
personas interesadas.

Me encantaría haber contribuido a hacer algo ventajoso para usted, y en todo


caso, le ruego considerar la comisión de que me he hecho cargo, como una
prueba de la consideración de su servidor,

Gueyniveau

604

Calle del Odéon, 34

LXIII

Del señor Beaunier a Boussingault

Aprovecho la ocasión que me ha sido ofrecida para dirigirme nuevamente al señor


Boussingault, quien debe tener la seguridad que su recuerdo ocupa con frecuencia
al director y a los profesores de la escuela de minas, quienes le profesan la más
sincera amistad.

La información sobre los terrenos terciarios de Lobsann es muy instructiva y ha


tenido una utilización en las lecciones sobre yacimientos.

Aquí todo el mundo envía sus mejores deseos para el proyecto de la escuela de
Chile, pero también cada uno piensa que esto, por cierto muy atractivo, merece
una profunda reflexión.

En cuanto a mí, me fío a este respecto en el acertado juicio del señor


Boussingault.

Beaunier

Febrero 22 de 1822

LXIV

Del señor A. de Humboldt a Boussingault

Julio, 1822

He aquí, mi querido Boussingault, algunos pequeños instrumentos que dejo sobre


su mesa, lo mismo que unas notas horriblemente redactadas, pero que le pueden
ser útiles.

Aun cuando hace muy poco que lo conocí a usted, ese encuentro me dejó
recuerdos muy agradables y tengo la esperanza de que una vez establecido,
pueda yo recibirlo en mi casa y ofrecerle toda mi amistad.

Mil y mil afectos,

Al. Humboldt

605

Si por casualidad no se fuera mañana, venga a verme otra vez.

LXV

Del señor A. de Humboldt a Boussingault

París, 5 de agosto de 1822

Como usted lo deseaba, querido y excelente amigo, fui a buscar al señor Roulin
para pedirle que llevara a usted las obsidianas, el perlstein, la sienita y la arenisca
roja que encierro en una cajita. No tuve el gusto de encontrar ayer al señor Roulin,
pero creo verlo hoy. Me interesa una persona amiga suya, quien tomará parte en
su aislamiento. Las muestras son muy pequeñas pero pueden serle útiles. La
víspera de su viaje dejé en su cuarto de la calle Trainée una carta, el pequeño
nivel en estuche rojo y el horizonte, los cuales confío haya encontrado; le ruego,
sin embargo, confirmármelo por carta, ojalá que no haya encontrado tropiezo en el
trayecto de París a Amberes, aun cuando temo que los barómetros lo hayan
incomodado. Una vez más, adiós, mi querido Boussingault, que sea tan feliz como
lo merece por tantos títulos. El señor Gay-Lussac sale de mi casa, acaba de llegar
de Limoges y me ha hablado elogiosamente de usted y de sus trabajos; recuerda
haber tenido el placer de recibir a usted y siente no haber estado aquí estos
últimos días para haberle ofrecido uno de sus termómetros. Aun cuando el
porvenir esté cubierto de nubes, tengo la certidumbre de volverlo a ver, aun más,
en ese Nuevo Mundo, de poderlo instalar en mi casa y de tomar parte en sus
trabajos. Deseo que no se quede solamente en sueño el establecimiento en una
de las grandes ciudades de las cordilleras, de una bella colección de instrumentos,
de aparatos meteorológicos y magnéticos distribuidos a grandes distancias, una
centralización de observaciones, correspondencia activa desde la Plata hasta
Santa Fe de Bogotá, una reunión de jóvenes instruidos, valientes y activos,
apropiados para ser empleados por los diferentes gobiernos y con mucha
independencia, cooperación de parte de los hombres poderosos y algo de buena
voluntad en Europa para conseguir lo mejor posible. No creo que haya posición
que pueda ser más importante para el progreso de las ciencias. ¿Por qué no
pasaría usted, mi querido Boussingault, algunos años más en una casa donde
encontraría siempre amistad y la estimación a sus raros méritos y a la
independencia moral, sin la cual no hay felicidad? Si por accidentes imprevistos
usted dejara la Nueva Granada, sabría dónde sería recibido con gran felicidad.

Acepte la expresión de mi sincera y constante amistad.

Al. Humboldt

P.D. Envíeme sus encargos y escríbame con la confianza afectuosa que siento
por usted. Mil cosas al buen señor Rivero.

606

LXVI

Del señor A. de Humboldt a Boussingault

París, 13 de agosto de 1822

Le envío, mi querido amigo, el último cuaderno de los Anales puesto que tanto el
señor Arago como yo, pensamos que le podía interesar leerlo antes de su salida y
además le queremos probar que hemos pensado en usted. Si la oficina de correos
lo acepta, añadiré la antigua memoria del señor de Fleurie-Bellevue, sobre los
volcanes; sin duda es muy antiguo, pero lleno de cosas dignas de recordarse, por
un excelente espíritu como el de usted, enfrente a los volcanes de Sotará y de
Puracé. Confio en que haya recibido las obsidianas de manos del señor Roulin. Su
protegido de Saarbruck ha venido varias veces a verme; lo colocaré en donde
Barruel y me ocuparé de él como de una persona que usted me ha legado.

El señor Roulin me ha dejado una impresión muy agradable. Le he recomendado


el cuidado de la salud de usted y me complace saber que estará con él; me parece
admirable el valor de la joven señora Roulin.

Temo que se sienta incómodo en el barco; por favor escríbame desde Amberes,
me parecerá que pasa mucho tiempo sin recibir sus noticias y merezco que le
ponga atención a mi ruego. Tratemos de arreglar nuestra vidas de manera de
volver a encontrarnos. Las noticias de México me entristecen pero yo no soy
hombre que pierda el valor y no tengo ningún temor por Bolívar.

Si acaso llegan a sucederme eventos que no se puedan prever, esto no debe


impedirlo utilizar mis cartas. Diga simplemente "que yo las había escrito antes de
conocer las situaciones". Es un hombre muy espiritual y puedo contar con su
afecto por mí.

Ruego presentar mis recuerdos a los señores Rivero y Roulin y no olvidar a una
persona que esté muy cerca de usted.

Al. Humboldt

Dirección: "Al señor M. Boussingault, al cuidado de M. Parish, Agie y Cía.,


Amberes".

P.D. Hay un error tipográfico en mi perfil de Santa Fe. Allí encontrará usted "la
temperatura media" indicada como de 14º,3 Cent, al contrario es de casi 16º Cent.
como lo dice mi geografía en la página 103.

Caldas creía que era de 17º,4 Cent.

607

(Semanario de Santa Fe, t. I., págs. 50-83-290)

LXVII

Del señor A. de Humboldt a Boussingault

París, quai de L'Ecole, No. 26, 14 de agosto de 1822

No le puedo agradecer lo suficiente, mi querido y excelente amigo, su carta del 9


que no recibí sino ayer. Se me hacía tarde recibir noticias suyas y la forma
afectuosa como ha respondido a mi amistad y me ha dado un gran placer. Se
necesitaría ser muy egoísta y estúpido para no advertir todo lo que hay de
distinguido en su talento y en su carácter.

Me ha apenado el que usted haya tenido inconvenientes. Sé, por una larga
experiencia, cuánto más cómodo es encontrarse en un aislamiento perfecto, que
con compañeros de viaje que es necesario cuidar como si fueran paquetes. No
había visto a su cura, pero el otro paquete que encontré la otra noche en su
apartamento, me pareció muy poco civilizado.

Las salidas de Europa siempre son iguales, mi querido Boussingault; usted


recuerda cómo estuve durante dos meses en Marsella de vigía para ver llegar un
barco que debía llevarme a Argel. Una vez embarcado todo esto se olvida y aun
cuando sé que sus instrumentos lo incomodarán todavía entre Caracas y Santa
Fe, será recompensado con vista de las palmeras, rocas y montañas cubiertas de
nieve. En Amberes, desgraciadamente, no se encuentra nada de esto y me siento
furioso contra el diplomático "de las cenas liberales" porque este viaje
intempestivo me ha privado del placer de gozar un tiempo más de una compañía
que era tan agradable para mí.

Muy de mañana fui a la casa del señor Zea y el secretario el señor Favor, insiste
en creer que el barco de usted está en Amberes y que sencillamente no lo ha
descubierto y me ha hablado de una carta en la cual el señor Zea dice que el
barco salió el 31 de julio de Londres hacia Amberes. El señor Favor me asegura
haberle enviado por medio del señor Bourdon, la dirección de la casa
consignataria del barco, señores Charles Loyaerts en Amberes, firma que tiene
también órdenes de adelantarle los fondos que le puedan ser necesarios.

Cuando se trata de una persona que me es tan cara como el señor Boussingault,
no confío en esos decires. Tenemos suficiente experiencia para considerar un
tanto incierto todo lo que provenga de la calle del Echiquier. Para mi propia
tranquilidad le envío, querido amigo, un crédito de 1.000 francos, que he hecho
expedir por los señores Delessert, banqueros en París, contra los señores Parish y

608

Agie, en Amberes, quienes pagarán a usted esta suma, en todo o en parte,
cuando la necesite.

Por nuestra amistad, le ruego no preocuparse por este dinero y aún más,
llevárselo para tener más en América. Será placentero para mí haberle podido
prestar este servicio y estoy seguro de que usted haría lo mismo por mí. No se
apure por devolvérmelo, ¡algún día me lo puede dar en México en platino y en
paladio! Quiero estar tranquilo en cuanto a su situación, con el deseo de que sea
cual sea la demora del barco, usted no pase angustias. Como ve usted, lo trato
como a un antiguo amigo y me desesperaría saber que está en problemas.

Mi querido Boussingault: le haré un pequeño reproche por no haberme hablado


del señor Agie, para cuya casa usted tiene una carta. ¿No le ha sido útil para
descubrir su barco? Yo he escrito a usted dos veces con el señor Roulin y por
conducto del señor Agie (casa Parish y Agie). ¿Cómo lograron encontrar a usted
en Amberes, Rivero, Roulin y Bourdon? Creo que el barco en puerto los reunirá.
De acuerdo con la carta de Zea de julio 31, no saldría de Londres sino 4 días
después.

Adiós, mi querido Boussingault, escríbame pronto porque como ve estoy


preocupado por usted. Déme sus órdenes para París, pues no encontrará a nadie
que despache más rápidamente sus encargos y que le sea más afecto. Escríbame
sin etiqueta puesto que existen lazos de confraternidad entre los viajeros y más
aún entre mineros, porque me vanaglorio siempre de haber sido maestro minero y
de haber aprendido a trabajar con mis manos.

Mil tiernas amistades,

Al. Humboldt

P.D. Supe que su joven compañero de viaje tuvo dificultades con su pasaporte,
confío en que usted no haya tenido ninguna y le repito que puede tomar el dinero
que le envié y no pensar en devolvérmelo antes de México.

LXVIII

Vaudet a Boussingault

18 de agosto de 1822

Mi querido B:

No he podido obtener de los señores de las Mensajerías, calle Montmartre, ni la


dirección de la joven persona tan interesante, ni las barberas. Hasta ahora hemos

609

recibido una sola carta que yo leí, de acuerdo con tu autorización, y que, adjunto a
tu correspondencia; es de tu amigo Engelhardt. No encontré ninguna de las cartas
que dices haber dejado en el bolsillo secreto de mi portafolio.

Te felicito por haber encontrado a alguien un posible amigo; tanto para ti como
para ese señor, es un recurso mutuo en una ciudad en donde ni tú ni él conocían a
nadie. Te quiero participar una reflexión a propósito de este caballero a propósito
del sablazo que a ti te pareció un certificado de valor: no sé hasta qué punto sea
prueba de coraje; pero sin negar sus proezas, creo que el que lo hirió, no es una
mala persona tampoco.

Recorre, mi querido Pílades, tu carrera brillante que tu mérito y posiblemente las


circunstancias, te han trazado: te recomiendo visitar a tus parientes de Wetzlar,
pues considero que ese viaje te puede ser útil y conveniente.

Tu hermana continúa muy enferma: tenemos un médico artista que, según se dice,
manda a las enfermedades como Jesucristo lo hacía con los elementos. Esta cita
cristiana te la hago porque considero que, a pesar de tus ocupaciones y de tus
viajes, recuerdes tu historia sagrada, tus evangelios y para que no olvides los
asuntos de la otra vida.

Nos hemos dado cuenta que habías demorado bastante tiempo en escribirnos. No
necesitábamos eso, señor, para desear recibir noticias de su querida salud.
Cuéntanos lo que sepas del señor Rivero, si es que sabes algo acerca de él.
Cuando regreses, te alojaremos en una habitación que acabamos de arreglar al
efecto.

No hay nada nuevo en París, exceptuando el Diorama, nuevo teatro abierto a los
amigos de las bellas artes, el cual presenta un espectáculo mágico que atrae
cantidades de curiosos para mostrarles la catedral de Canterbury en Inglaterra, el
valle de Saarnen en Suiza. Los magos son Daguerre, Bouton y todo el mundo está
de acuerdo en que el espectáculo es magnífico.

Ven a pasar con nosotros el poco tiempo que demorarás en la vieja Europa. Todo
tuyo,

Vaudet

Dirigida al Hotel de la Corte de Brabante, calle de los Carpinteros, Amberes.

LXIX

La señora Boussingault a su hijo

610

(En alemán en el original; incluida en la precedente)

Querido hijo:

Desearía que viajaras a Wetzlar para visitar a mis amigos y que ellos te
conocieran. Saludes a todos y quédate donde mi hermana; su dirección es
Hauptmann Regler en el Louigasse. Te abraza con todo su corazón tu madre,

Boussingault

LXX

Del señor A. de Humboldt a Boussingault

París, 21 de agosto de 1822

Lo atormento con mis cartas, mi querido y excelente amigo, pero quiero antes de
que se embarque, darle esta última demostración de mi amistad y de mi recuerdo.
Ayer recibí una carta del general Bolívar, de la cual tengo "la impudicia" de
enviarle una copia. Es muy lisonjera y más aún si se tiene en cuenta que yo no le
había escrito al general desde hace 15 años y que no estaba muy seguro del
efecto que podían producir las cartas que he dado a usted. Así verá que esta
incertidumbre ha cesado enteramente. El hombre que espontáneamente ha escrito
estas líneas, lo recibirá a usted como yo lo deseo. Para mí es muy importante
estar seguro a este respecto porque esto contribuirá, así lo espero, a una
conveniente existencia en ese otro mundo.

Rivero me ha escrito una carta muy amable y llena de afecto por usted. Por esa
carta he visto que usted le ha hablado de la precaución que tomé de ofrecerle
algunos fondos en Amberes. Para evitar todo mal entendido y toda suspicacia y
quejas de parte de usted, le repetí al señor Rivero lo que es la exacta verdad: que
esta diligencia la hice espontáneamente, ya que la carta de usted no decía una
palabra más que la incertidumbre de verse sólo durante un tiempo, en una ciudad
en donde no conoce a nadie. Confio mi querido amigo, en que usted me haya
perdonado esta libertad que me tomé al enviarle los fondos. Usted sabe muy bien
mi afecto y cómo me atormentaba la sola posibilidad de pensar que estuviera en
necesidades.

Hoy enterramos al señor Delambre y el señor Fourier será sin duda el secretario
perpetuo, porque el señor Arago, quien reúne la mayoría, no le preocupa este
asunto. Usted ha dado instrucciones para recibir en Santa Fe los "Anales de
Química", ¿y su continuación? Estoy a sus órdenes.

611

Es posible que lea pronto en los diarios, que yo acompañaré al rey de Prusia al
Congreso de Verona y durante su viaje a Nápoles, cosa que me alejará algunos
meses de mis trabajos, pero no cambiarán nada los proyectos que deben reunirme
con usted en el Nuevo Mundo.

Por favor, mi querido Boussingault, escríbame antes de embarcarse; sus cartas


como bien lo sabe, me causan gran placer. Acepte la expresión reiterada de mi
tierno acercamiento.

Al. Humboldt

P.D. Mi dirección en París es quai de L'Ecole, 26. Si voy al Congreso eso no será
sino el 20 de septiembre. El señor Bollmann, quien debía traerme la carta de
Bolívar, ha muerto.

Es el joven alemán quien había tratado de salvar de Lafayette en Olmütz y había


ido a Bogotá por negocios de platino.

Mil amistades a los señores Rivero y Roulin.

Arago le envía sus recuerdos.

En la carta estaba incluida la nota siguiente:

"Esta carta es de la casa Delessert. El señor Agie es un hombre instruido que ha


estado en la China.

"Hágame el favor de entregar la carta aun cuando no necesite nada; el no hacerlo,


podría herir al señor Delessert.

Al.H.

LXXI

Del general Bolívar al señor de Humboldt

Bogotá, noviembre 10 de 1821

Muy doctor mío y respetable amigo:

Mr. Bollmann, que parte mañana para Europa, ha querido encargarse con placer
de estas letras que llevarán a usted la expresión de mi recuerdo, de mi afecto y de
mi consideración. El barón de Humboldt estará siempre con los días de la América
presentes en el corazón de los justos apreciadores de un grande hombre, que con

612

sus ojos la ha arrancado de la ignorancia y con su pluma la ha pintado tan bella
como su propia naturaleza. Pero no son estos los solos títulos que usted tiene a
los sufragios de nuestros americanos. Los rasgos de su carácter moral, las
eminentes cualidades de su carácter generoso, tienen una especie de existencia
entre nosotros; siempre los estamos mirando con encanto. Yo, por lo menos, al
contemplar cada uno de los vestigios que recuerdan los pasos de usted en
Colombia, me siento arrebatado de las más poderosas impresiones. Así, estimable
amigo, reciba usted los cordiales testimonios de quien ha tenido el honor de
respetar su nombre antes de conocerlo y de amarlo cuando le vio en París y
Roma. Soy de usted con la mayor consideración y respeto,

Su más obediente servidor,

G.B.S.M.

Bolívar (2)

LXXII

Del señor A. de Humboldt a Boussingault

París, 22 de agosto de 1822

Su muy querida carta del 17, la cual recibí ayer tarde, mi excelente amigo, me
tranquilizó respecto a su situación. De manera que están reunidos y listos para
emprender viaje. Trate de escribirme algunas líneas antes de dejar nuestra vieja
Europa. Siempre hay algo solemne y grave en un viaje y me gusta conservar lo
que me llega de las personas a quienes he dedicado un gran interés. Le
agradezco del fondo del corazón el tono familiar de su carta, todavía hay un
"señor" que sobra, pero el perfeccionamiento no puede ser sino progresivo en el
mundo. Le hago esta observación porque a mí me gusta la igualdad perfecta tanto
en amistad como en cualquier otra cosa; es ésta una enfermedad que no tiene
curación a mi edad.

Rivero me pidió las tablas de Oltmans, que son las de la oficina de Longitudes que
usted ya tiene, cosa que él tal vez ignora. De toda maneras, le envío hoy otros tres
ejemplares, así como uno de la Economía Política de Say que usted me pide.
Ordene y disponga de mí, mi querido Boussingault: no hay nadie a quien le guste
más servir a usted, quien se preocupa mucho de la pequeña oferta que le hice de
algunos fondos de la casa Agie. Me atormentaba la idea de que estuviera
sufriendo estrecheces por un instante; esto lo hubiera hecho usted también por mí;
además, si no quiere emplear esta suma será porque no la necesita. ¿Cómo
podría disgustarme esto? Hónreme siempre con su confianza, lo que me hará
feliz.

613

En este mismo correo escribo al señor Rivero contándole que observo alguna
vacilación en uno de sus naturalistas en cuanto a acompañarlos en el camino de
Pamplona; puse en su conocimiento lo peligroso que sería ceder a este deseo y
que usted no podría hacer nada por la "Geognosia" en un camino tan interesante
si se complica así la existencia. Vale mucho más ir solo con el señor Rivero y creo
que usted estará de acuerdo conmigo sobre ese punto. Además, ¿cuánto sufriría
la joven señora Roulin andando a caballo en ese camino de montañas? La ruta de
las "virreinas" era más sencilla y más corta.

No me quedan sino pocos momentos antes de que salga el correo y temo que
esta carta ya no lo alcance. Querido amigo, usted se contrató por 4 años y si no se
casa en Bogotá, lo que es posible que suceda, porque usted es joven, espiritual y
amable, y yo no sería quien me opusiera a ello, pasarán otros largos años
conmigo bajo mi techo; eso es lo que yo espero.

Si no me hubiesen pintado a sus ojos como un hombre poco accesible, habría


tenido la felicidad de conocerlo "cinco meses antes" y así habríamos podido
modificar nuestros proyectos. Pero no hay que quejarse de lo que ya está hecho,
no se debe pensar sino en el partido que se le pueda sacar al futuro. La muerte
sería lo único que pueda cambiar mis proyectos; tengo 52 años y el espíritu muy
joven todavía. Estoy resuelto a dejar Europa y vivir en los trópicos, en la América
española, en un sitio en donde he dejado algunos recuerdos y cuyas instituciones
armonizan con mis deseos.

Con frecuencia me he equivocado en mis pronósticos de viaje y tiemblo en hacerlo


de nuevo, pero espero poder partir dentro de 15 o 18 meses. Como puede ver
estaré ya establecido para recibirlo.

Primero pienso ir a México, estableciéndome allí como centro de operaciones.


Como usted sabe, he recibido donaciones considerables para la "India"; para
atender a este "deber" iría posiblemente por un año de Acapulco a las Filipinas,
pero regresaré a México para quedarme, pero si no me acomodo allí, iré a
cualquier lugar de la América del Sur, en donde esté más cerca de usted, así que
espero que algún día estaremos reunidos.

Adiós, querido Boussingault, escríbame para contarme si ha recibido esta carta y


la que le envié ayer con la copia de la de Bolívar. Mil tiernas amistades,

Al. Humboldt

P.D. Si usted va a Panamá, yo a Costa Rica, por Guatemala podríamos vernos


antes. Verá que el general Bolívar se prestará a todo lo que me pueda ser
agradable y pronto le escribiré sobre usted dlirectamente.

614

Aun cuando me causa placer volver a ver el Vesubio y que el viaje con el Rey de
Prusia a Nápoles me parezca como un viaje de Saint-Cloud, esto me contraría un
poco, pero es por pocos meses y además no había forma de rehusar. Es un
testimonio muy público de la bondad del rey y muy importante para la familia y la
situación política de mi hermano.

No tema que esto contraríe lo esencial de mis proyectos. La vida se complica a los
52 años y uno no puede hacer lo que desea, pero se puede permanecer firme
dentro de un plan general.

Puede contar a donde va, pero sin asegurarlo, que iré a la América española, lo
que puede contribuir a que lo reciban bien, cosa que para mí será muy placentera.

LXXIII

Boussingault a sus padres

Amberes, agosto 27 de 1822

Mis queridos padres:

Sin duda Vaudet les habrá informado de la ocasión ventajosa que se presentó
para embarcarme.

En la posición en que me encuentro debo aprovechar de esta ocasión porque me


doy cuenta de la gran seguridad que ofrece un barco armado para la guerra.
Tenemos 120 marinos muy bien escogidos.

Sentí mucho no haber regresado a París para haberlos abrazado antes de mi


viaje, pero al no hacerlo, creo que procedí como el buen corazón de ustedes me lo
había aconsejado. Otra tristeza es la de no haber podido llevar a cabo el viaje que
había emprendido hace unos días para ir a Wetzlar; ¡tendré que dejarlo para mi
regreso a Europa!

Todos nuestros jóvenes compañeros de viaje se hallan ya en Amberes, pero no


saldremos antes de 8 días. El capitán, un joven oficial de la Marina Real inglesa,
quien deja el servicio británico por el de Colombia, tiene órdenes de tratarnos
como a príncipes. Tenemos víveres para 7 meses y nuestro trayecto no es sino de
35 días. Como he pasado el último tiempo con la idea de un gran viaje, les
confieso que espero con extrema impaciencia el momento de zarpar.

Nunca he estado en mejor salud como ahora; el descanso que he tenido aquí me
ha dispuesto muy bien para las posibles fatigas del viaje. El señor de Humboldt
continúa con sus bondades y con su extraña amistad: cada dos días recibo

615

noticias de él y acaba de enviarme la copia de una carta que recibió del general
Bolívar, así que ahora está seguro del efecto que producirá su recomendación. En
la respuesta que va a enviar al general, me volverá a recomendar en una forma
especial; también me dice que los señores Arago y Gay-Lussac se interesan por
mí.

Ven ustedes qué tan interesante será este viaje para mí: es imposible que no
resulte y a mi regreso espero tener algunos títulos que puedan servirme para
conseguir una posición ventajosa.

Rivero y yo desembarcaremos en la Guaira, cerca a Caracas. Iremos a Santa Fe


por tierra, gastando 3 meses en el camino, pues tendremos que hacer una bella
serie de observaciones científicas. Cuando lleguemos a la capital, hará dos meses
que nuestros amigos están instalados, porque se ha decidido que los naturalistas
vayan a Cartagena para subir por el río de la Magdalena, en donde tendrán
oportunidad de recoger infinidad de cosas, principalmente peces absolutamente
desconocidos en Europa.

Todos nuestros compañeros de viaje son personas encantadoras y muy instruidas;


confiamos en tener una travesía agradable y llevamos como compañera a una
joven y bonita señora, a quien recomendó mi salud el señor de Humboldt. No me
canso de decirles cuánto interés toma por mí este hombre excelente y pide que en
mis cartas tome con él el tono más familiar posible; esto me cuesta trabajo porque
la diferencia entre nosotros es tan grande en todo sentido, que la intimidad me
parece imposible.

El doctor Roulin, joven médico y sabio fisiólogo, es uno de nuestros compañeros


de viaje y como dibuja muy bien me ha hecho un retrato, mientras yo leía un libro;
a todos les ha parecido estupendo y se lo envío a "meine liebe Mutter" para que
vea el vestido con que viajaré por las cordilleras.

Supe que estaban ustedes todos en el campo y que mi hermana había estado
muy enferma y es por culpa de ella, pues quiere hacer todo por sí misma; he aquí
el resultado de su economía; creo que el campo le sentará mucho, pero ya verán
que no querrá quedarse allí, a menos que esta carta llegue antes de que
emprendan el regreso; entonces, para hacerme quedar mal, se quedará un mes;
magnifico si eso le sienta.

Sin duda Poupoule crece y embellece y estoy seguro de que no me reconocerá


cuando yo regrese.

Adiós mis queridos padres, los abrazo de todo corazón lo mismo que a toda la
familia.

616

Todavía puedo recibir cartas de ustedes, en Amberes. Vaudet sabe mi dirección.
Regresaré en el año de 1825.

Los abrazo a todos otra vez.

Boussingault

Antes de partir le informaré a Vaudet la dirección a donde pueden enviarme mis


cartas.

(2) En español en el original. Sigue la traducción al francés de esta carta.

LXXIV

Del señor de Humboldt a Boussingault

París, 31 de agosto de 1822

Cómo me ha hecho de feliz su carta, mi querido amigo; estaba triste porque temía
que hubiese partido sin haber recibido mi último despacho y sin haber tenido
tiempo de darme sus noticias antes de dejar Europa. El señor Bourdon, quien ha
estado muy ocupado, me ha dicho que usted está en buena salud y me recuerda
bien; casi que me desagrada saber que usted no me recomendó algunas
diligencias que a él le hizo. ¿Cómo puede usted jamás pensar que puede abusar
de mí? Usted sabe cuánto lo aprecio.

Le envío prueba todavía en borrador, de mi "Geognosia". Usted ya tenía todo lo


referente a los terrenos primitivos, de transición y la arenisca carbonífera. Así que
ahí va todo el resto de los terrenos secundarios y el total del terreno terciario; ya
no falta sino el terreno volcánico que se halla en la imprenta. La amistad que tengo
por usted me da licencia para mandarle estas cosas sin estar aún en limpio, pero
ellas encierran mucho sobre los yacimientos de la Nueva Granada y de muchas
localidades que pueden servir de orientación y estoy seguro de que este envío le
será útil. Además no dejaré de enviarle varios ejemplares de esta obra, cuando
esté completa. La traducción que hará el señor Rivero, me será muy útil, ya que
tanto usted y él pueden añadir muchas rectificaciones y notas. Le repito a usted
querido amigo, tal como se lo escribo hoy al señor Rivero, que toda rectificación
que me venga de ustedes, la consideraré aceptable. Si mi obra tiene algún mérito,
se debe al conjunto de puntos de vista que cubren las formaciones de los dos
hemisferios; es el primer ensayo en este género, pero una obra que abarque todo,
no puede estar en armonía con las ideas individuales. Esto es muy natural y
mientras más se aleje, algún día, de mis ideas presentes, concluiré, mi querido

617

Boussingault, que usted ha visto y consultado la naturaleza con sus propio ojos.
Por favor, no se deje influenciar por mis yacimientos: llame "por encima" todo lo
que yo llamo "por debajo": es la única manera de descubrir la verdad.

Le enviaré "El Carpintero de los Pirineos", tan pronto haya aparecido. Es una
buena obra, pero no se ha comenzado a imprimir y hablo del manuscrito. En
cuanto al señor Say, me gusta su persona y sus obras y lamento que no nos
hubiera relacionado antes. Qué cantidad de cosas habríamos discutido sobre las
cordilleras, si hubiera tenido el placer de tenerlo a usted cinco meses antes
conmigo.

Las noticias de México han mejorado y me escriben de Cádiz que el señor


emperador Itúrbide ha desechado su título y "se ha hecho hombre"; nos aseguran
que su título es de cónsul, noticia no muy segura. Aquí existe una sociedad que
deberá enviar un fondo de 4 millones para explotar las minas y parece que el
señor Hamon encabezará la empresa.

Sigo sosteniéndome en mis proyectos y como usted lo sabe muy bien, si México
no me satisface iré a encontrarlo en Quito, pero infortunadamente ese país me
dejó crueles recuerdos.

Adiós, mi querido y excelente Boussingault, me gustaría que pudiera navegar bajo


el pabellón americano, pues no quisiera, en absoluto, que tenga que batirse contra
los corsarios; el valor sirve para otras cosas. El señor Bourdon no ha podido
tranquilizarme a ese respecto. Cuídese bien y no me escriba únicamente sobre
sus trabajos, cuénteme también lo que tenga que ver con su vida doméstica; no
olvide enviarme algunas líneas antes de embarcarse. Escríbame especialmente si
en París tiene algún amigo con quien usted tenga mucha confianza y a quien
pudiera darle sus noticias.

Mil tiernas amistades,

Al. Humboldt

P.D. Es usted muy hábil si puede leer mi garrapateo, pero es posible que no sepa
que tengo el brazo derecho muy enfermo, debido a una enfermedad que me
sobrevino en el Orinoco por acostarme sobre hojas.

Me voy para Verona el 15 o 18 de septiembre y confío que no será muy largo el


viaje. Dirija sus cartas siempre a París, a mi casa.

No se me olvida la balanza de Fortin.

Entregué al señor Bourdon un mapa del río Magdalena.

618

LXXV

Vaudet a Boussingault

París, septiembre 1 de 1822

Mi querido Boussingault:

Recibí tu carta en la cual anuncias tu salida; de inmediato le escribí a tu padre, lo


que había mantenido oculto desde que están en el campo; la razón por la cual no
les había dado esta noticia provenía del temor de interrumpirles su descanso.

Les transmití tu carta casi palabra por palabra y les conté del envío del retrato (que
me pareció magistral), pero no se los envié de miedo a que se pierdan en vista de
que como ya les he escrito dos cartas sin que yo reciba respuesta, se me ocurre
que pueden haber dado mal la dirección o que los correos no sirven. No me quejo
de la escasez de tu correspondencia porque me escribes en la misma cantidad en
que yo lo hago, pero sí me dolería que no me contestaras ninguno de los puntos
de las mías. Te felicito por la amistad que tienes con el señor Humboldt y de que
él te haya puesto bajo la vigilancia de una joven y bonita dama, así como a los
señores que serán tus compañeros de viaje quienes te han gustado, según dices.

Por favor, escribe antes de salir y no olvides que me has prometido enviar tu
nueva dirección. Aprovecho para enviarte el único martillo tuyo que he encontrado,
puesto que el otro se perdió. No creo que alcances a recibir carta de tus padres
porque el tiempo que gastará la mía en llegarles y el que gastará la de ellos en
llegar a Amberes, será muy considerable y no te alcanzará a llegar, si, como dices,
zarpan dentro de ocho días.

Te quiero hacer partícipe de dos pensamientos que me asaltan: me parece muy


bien si le ofreces a Cadet una pensión de 600 francos, e inclusive, yo pudiera
aumentarla o hacer por él todo lo que esté en mi poder para hacerlo optar por una
profesión que valga la pena; infortunadamente temo que todas nuestras buenas
intenciones sean inútiles porque hace 15 días que espoleo a tu hermano para que
copie un "ojo" o una "boca" y no ha hecho nada, a pesar de que en mi casa tiene
todas las facilidades para hacerlo; pienso que para lo único que sirve es para ser
una excelente nodriza y que sería preferible no darle sino 50 francos mensuales
que podría él gastarlos bajo nuestro control. Espero tu decisión convencido de que
tú no quisieras que él utilizara este dinero en espectáculos, en compra de cosas
inútiles o tal vez (lo que sería peor) en que se acostumbrara a los gastos inútiles y
a la pereza, costumbres que desgraciadamente ya tiene en exceso.

Tengo fuertes razones para temer que tu padre no quiera aceptar un apartamento
amoblado que no tendría que pagar, ni siquiera diciéndole que este apartamento

619

es tuyo, o sin decirle nada. De cualquier manera, estoy casi seguro que lo
rehusará; en este caso dime qué debo hacer, si cuando hubiésemos incurrido en
este gasto y que él no acepte, ¿qué se podría hacer con ese apartamento durante
tres años?

En mi última carta te pedía que me envíes, si la tienes, la carta del señor Dournay,
en la que acepta la disminución de la masilla.

¿Por qué diablos me aconsejas que haga lo posible para entrar en la casa del
Parc Royal? Es para tomarme el pelo. Es como si le aconsejaras a un hambriento
que coma cuando no lo puede hacer. He hecho todas las diligencias para poder
entrar y todas las propuestas de sacrificio posibles; todo me ha sido rechazado y
recibido con una nueva sorpresa. Sin embargo, dentro de 16 meses, me tocará el
turno, pero hasta ese entonces tendré que sufrir; lo que me consuela un poco es
que los alquileres están fuera de alcance y de una escasez que hace creer que no
se quedaron ahí, sobre todo cuando esté hecho el canal.

Adiós, amigo, recuérdame algunas veces y cuenta conmigo como uno de tus
mejores amigos.

Vaudet

(Dirigida a Amberes).

LXXVI

Boussingault a su padre

Colombia, La Guayra, diciembre 4 de 1822

Mi querido papá:

Te escribo hoy aun cuando ya lo hice hoy mismo, por vía de Santo Tomás, pues
aprovecho todas las oportunidades para informarles sobre mi llegada a este país.
Llegué en muy buena salud; ya hace 15 días que estoy aquí gozando de buena
salud, dentro de lo posible. Estoy tan ocupado con todo lo que veo y sobre todo,
con nuestros preparativos de nuestro viaje a las cordilleras, que apenas si tengo
un instante para mí. Todos nuestros instrumentos de física llegaron en excelente
estado y ya hemos hecho algunos trabajos útiles: la travesía a partir de la altura de
Madeira fue muy agradable, es decir hacia el final del viaje, pues antes sufrimos
bastante: sin hablar de todos los peligros que corrimos, recuerdo que solamente
en el espacio de 3 días nos sucedieron 3 eventos deplorables: una noche a las 8
casi naufragamos en las costas de Inglaterra; al día siguiente un ventarrón terrible
que duró 10 horas, rompió uno de los mástiles; al tercer día, en el puerto en donde

620

nos vimos obligados a guarecernos, la tripulación compuesta de 100 hombres, se
rebeló contra su oficial quien, ayudado por nosotros pudo contenerla, sólo por la
fuerza de las armas.

Todas las cosas nuevas que yo veo en este país me causan un placer increíble. El
30 de noviembre será para mí un día memorable pues en el curso de una
ascensión a una montaña cuya altura medimos y fue de 800 metros, vi por la
primera vez en mi vida un bosque de naranjos, árboles de café y una plantación
de caña de azúcar; a la altura que nos encontrábamos gozábamos de una
temperatura primaveral: 19º, mientras que al mismo tiempo, en La Guayra había
28º. Te contaré todos estos detalles en otro momento: no estoy seguro de que
esta carta te llegue y en todo caso la escribo para darte señales de vida a ti y a
toda la familia. Los abrazo a todos,

Boussingault

LXXVII

Boussingault a su madre

Caracas, 18 de enero de 1823.

Mi querida mamá:

Confío en que papá haya recibido la carta que envié hace unos días por Santo
Tomás y aprovecho una ocasión parecida para darles noticias mías y desearles a
todos una buena salud.

Te sorprenderá, de acuerdo con lo que le dije a papá, que todavía esté en


Caracas, pero las circunstancias nos han impedido seguir. El general español
Morales ha logrado algunos éxitos efímeros y nos impedía tomar nuestro camino;
acaba de ser derrotado, cosa mucho más fácil que la de tomarlo prisionero, pues
es muy difícil agarrar a quien tiene interés en huir en un país tan vasto; este
Morales ha dictado últimamente una ley severa contra los extranjeros al servicio
de Colombia y esto lo ha perdido: todos los gobiernos están en su contra.

En estos últimos días vi llegar al puerto de La Guayra una fragata francesa "la
Egeria" que venía de Martinica y su misión era la de protestar contra el edicto del
general español y de anclar en Puerto Cabello para proteger a los franceses.

Al fin subimos a la famosa montaña "la Silla de Caracas"; únicamente lo hemos


logrado Humboldt, Rivero, Bonpland y yo; esta ascensión nos ha dado celebridad
entre la gente de Caracas. Primero que todo le aseguramos a las señoras que
sostenían que había un volcán en esta montaña, que no había ningún peligro; en

621

lugar de un volcán encontramos en la cima de la Silla un bonito bosque de laureles
y de granados, a cuya sombra cenamos muy bien a las 4 de la tarde el domingo
12 de enero. Eran cerca de las 8 de la noche en París. Esta vez tuvimos un
excelente guía: Ignacio Pérez y llevábamos además a 2 hombres para cargar
nuestros instrumentos y nuestras provisiones; dos negros más nos acompañaban
como aficionados. Salimos al despuntar el Sol, después de haber pasado la noche
en casa de Ignacio Pérez, en una hacienda de café; dormir es un dicho, porque de
acuerdo con la costumbre de estas personas, habíamos tomado casi un litro de
excelente café y teníamos una tabla por cama. Después de 10 horas de una
marcha excesivamente penosa, llegamos a la cima de la Silla a una altura de
8.010 pies; es cierto que hay muchas montañas mucho más elevadas, pero yo
creo que nunca se encontrará una con tantas dificultades para su ascenso y ni en
los Alpes, ni en ninguna otra parte, un precipicio tan espantoso como el que se
encuentra en el pico occidental de la Silla; no puedo definirlo en otra forma, sino
diciendo que se puede, teniéndose de un árbol y avanzando la cabeza, ver bajo
los pies una profundidad de 6.000 pies que es la altura de la montaña. Al fondo de
ese precipicio corre un río que parece un hilo de plata.

La vista no es siempre tan horrible y si estuviéramos sobre el mar y si la vista


pudiera alcanzar esta distancia, se podrían distinguir los objetos a 36 leguas. Se
domina toda la cadena de montañas que bordea la costa y hacia el llano, la ciudad
de Caracas y sus alrededores, que dicen ser la región más fértil del mundo. Muy a
lo lejos se ve una cadena de montañas por las que corre el Orinoco; espero poder
visitar esta cadena antes de mi regreso a Europa, para ver de cerca a los indios y
sus misiones; pero tengo tantos proyectos que necesitaría mi vida entera para
llevarlos todos a cabo y no deseo quedarme sino un corto tiempo en este país. Es
imposible emplear mejor el tiempo de como lo hacemos nosotros: al despuntar el
día estamos trabajando y a media noche lo seguimos haciendo. Nos ocupamos de
cosas tan variadas que es imposible cansarnos. Con un cielo tan bello es
imposible no ocuparse un poco en astronomía; tenemos todos los instrumentos
necesarios y también podemos determinar la longitud y latitud de las ciudades por
donde pasaremos: es un medio de ser útil a la geografía; en fin, ¡el placer que nos
procuran nuestras observaciones es tan grande que a veces creo volverme loco!

Ayer salió, al fin, nuestro equipaje para Valencia, ciudad donde debemos
permanecer algún tiempo antes de dirigirnos al cuartel general del general en jefe
Páez, uno de los hombres más extraordinarios que haya producido la revolución.
Seguiremos al ejército para lograr pasar con seguridad hasta el otro lado del
Mérida, en donde comienzan las montañas de nieves perpetuas. Después de
examinar la sierra de Mérida, nos dirigiremos a las minas de oro de Pamplona,
explotadas por el gobierno. Haremos allí algunos trabajos y luego llegaremos a
Santa Fe para descansar de un viaje que durará de 4 a 5 meses; tan pronto haya
reposado le pediré al general Bolívar que me envíe a la Provincia del Chocó para
examinar la mina de platino.

622

Me alegra la perspectiva de la permanencia en Valencia en donde podremos ver el
famoso lago de Aragna que tiene 10 leguas de largo y 2 o 3 de ancho y posee
peces interesantes. En los alrededores de Valencia podremos ver la fabricación de
azúcar y la del añil, el cultivo del algodón; tomaremos en alquiler una bonita casa
sobre la orilla del lago y todos los días haremos un paseo en bote para desarrollar
experiencias de distinta índole, con la ayuda de nuestro sirviente que es un
excelente marino. Antes de llegar a Valencia, pasaremos por Victoria; la ruta de
Caracas a esa ciudad no puede ser más agradable.

Deseo que Cadet trabaje. ¿Qué hace ahora? ¿Merece la pensión? Me encantaría
tener noticias de él. Te abrazo así como a papá, a mi hermana y a toda la familia;
recuerdos a Vaudet, quien probablemente está abonado a los "Anales" y le ruego
encontrar un medio seguro de escribirme a Santa Fe.

Espero que tu salud, lo mismo que la de todo el mundo, esté tan buena como la
mía, que nunca ha estado mejor. ¿Cómo se encuentra Poupoule? ¿Ha crecido?

Voy a tomar el caballo para pasar la noche en San Pedro.

Te abraza de todo corazón tu hijo,

Boussingault

Aquí me hago pasar por protestante; tengo dos motivos para ello: primero, evitar
las misas; segundo, otros mas serios...

LXXVIII

Boussingault padre a su hijo

París, marzo 8 de 1823

Mi querido hijo:

No te quepa duda del placer que sentimos al recibir tus noticias. No se necesitaron
menos de tus tres cartas para sacarnos de la inquietud en que nos encontrábamos
sobre la suerte que hubieras tenido en la navegación porque, no he dudado ni un
solo instante, de los peligros que entraña un recorrido tan largo y penoso; pero ya
que éste es tu destino y tu gusto, tienes que hacerle frente a las situaciones
desagradables que se te puedan presentar, con mucho valor y prudencia.

Vemos complacidos que soportas bien el clima y esperamos, con nuestros votos
sinceros, que la presente (que el señor Humboldt se encargará de hacerte llegar)
te encuentre en la situación que todos deseamos, es decir, contento y en buena

623

salud. Parece, mi querido Boussingault, por tu carta del 18 de enero, que no has
recibido la que tu hermana te escribió. Tus crónicas que contiene la tuya del 16 de
diciembre, última que hemos recibido, es interesante, pero este interés disminuye
para nosotros al considerar el triste recuerdo de los obstáculos que tuviste que
superar para evitar los accidentes siempre al encuentro. Será una gran
satisfacción para nosotros saber que llegaste a tu destino y que te has librado de
los peligros del viaje, especialmente en los países que recorres.

Desde tu salida de París hemos ido a Wetzlar a visitar la familia de tu madre y


arreglar los asuntos nuestros. Pasamos allí 4 meses y fuimos muy bien recibidos
por toda la familia, que no puede entender cómo estando tú en Estrasburgo, no
fueras a verlos. La hija de tu tía Bepler vino con nosotros a París a pasar un
tiempo y te envía un abrazo, sintiendo mucho no conocerte. Cadet no te olvida, él
se ha entusiasmado y aprovecha la pensión en donde estudia y están satisfechos
con él en cuanto al dibujo y las matemáticas. En poco tiempo más lo haremos
entrar en la Escuela de Artes y Oficios; su conducta es buena.

Las tías, las primas y tu madre se encuentran bien y te envían abrazos, lo mismo
que yo, quien te desea, de todo corazón, un futuro feliz.

Soy tu amante padre,

Boussingault

Como el señor y la señora Vaudet te escribirán pronto, no te hablo de ellos; hace 4


meses que estamos juntos y Lisa, quien se halla presente, quiere que te diga que
te envía un gran beso. Efectivamente, va todos los días a hablarle a tu retrato.

LXXIX

Vaudet a Boussingault

París, 8 de junio de 1823

Hace rato, mi querido Boussingault, que he creído que recibiría una carta tuya,
¡pero nada! Escribes a todo el mundo, excepto a mí. En parte me consuela haber
leído las que le dirigiste a tus padres y a tu hermana. Sin embargo, no considero
que hayas cumplido conmigo y espero que si no me escribes, por lo menos me
contestes.

Comenzaré por contarte lo que sé de los asuntos de la vieja Europa; posiblemente


conozcas desde hace rato lo que te envío como noticias, cuando recibas esta
carta. Conoces la querella que se ha presentado entre Francia y España y
probablemente sepas que el duque de Angulema, con 100.000 franceses,

624

atravesó los Pirineos para restablecer a Fernando en su trono. Parece que el plan
de los generales españoles era el de dejar llegar el ejército hasta Madrid con el fin
de que diseminara sus fuerzas en la ocupación de algunas plazas como
Pamplona, San Sebastián, La Seo de Urgel, Barcelona y otras ciudades y fuertes.
El rey de España fue llevado de Madrid a Sevilla y de allí saldrá a Cádiz. Desde el
principio de la campaña no ha habido sino escaramuzas, pero nada decisivo; Mina
se sostiene en Cataluña y se anticipa a todos los planes del general francés que
es su opositor. Nada nos puede indicar qué partido será el triunfador, pero
Inglaterra parece socorrer a la España constitucional y Francia se presenta como
auxiliar del ejército de la Fe que no es fácil reclutar y que sería desbaratado en un
instante si no fuera por la presencia de los franceses.

En Portugal también hay una insurrección a cuya cabeza se encuentra Silveira,


duque de Amaranto, quien no ha tenido ningún éxito.

El gobierno de Francia impone nuevos impuestos, tanto en hombres como en


dinero, para seguir una guerra que, según decían, no sería sino un paseo militar.
Sabemos que Itúrbide pidió perdón a los mexicanos y bajó de su trono. Al fin, cada
partido reclama éxitos, pero el tiempo nos mostrará quién tiene razón.

Trataremos ahora de nuestros pequeños asuntos personales: en primer lugar tu


hermano está en un pensionado en donde aprende latín, dibujo, geometría,
geografía y levantamiento de planos; ya comienza a dibujar y tiene un excelente
maestro. Es probable que lo dejemos un tiempo más en este lugar y luego lo
haremos entrar en el Conservatorio de Artes y Oficios, después de lo cual
escogerá lo que le parezca más conveniente.

Sin duda sabes que tu padre trajo a París a tu primo Bepler de Wetzlar, quien vive
en la casa. Habla poco francés, es instruido e inteligente, pero no sabe a qué
dedicarse.

Tu hermana se encuentra bien, lo mismo que el niño. Al fin llega el momento de mi


mudanza. Seis meses más y me instalo en mi domicilio que tanto he deseado y
donde espero poder montar una casa decente, en la cual, de acuerdo con
nuestros planes, te haré amoblar un apartamento.

Hace poco vino un negociante para rogarme que te escribiera para permitirle tener
en depósito y luego proceder a vender platino que ustedes proyectan enviar a
Francia. Pienso que esto podría convenirme tanto a mí como a él, pues estoy
establecido en forma tal que puedo abrir almacenes oficinas y todo lo necesario
para explotar este género de comercio. Además nos entenderíamos mejor de lo
que tú podrías hacerlo con un extranjero y los fondos no nos faltarían. Puedo
vender, como comisionista y proceder contra el depósito de la mercancía a hacer
todos los adelantos que el gobierno colombiano pueda solicitar o también tomar

625

todas las mercancías y pagarlas, ya que tengo un excelente fiador de fondos que
colocaría a mi disposición, si fuera necesario, un millón de francos, o más.

Si deseas que algo se te envíe de Francia o si conoces a alguien que quiera


comerciar con nuestro país, escríbeme por adelantado, ya que yo no tengo ningún
inconveniente de ocuparme de esta clase de negocios mientras no haya oposición
a que los fondos o valores sean depositados en mis manos o en alguna casa
segura de este sitio.

Te ruego contestarme, darme tus noticias y las del país en donde te encuentras,
así como de los éxitos o reveses del general Morales, de tus viajes, de los
descubrimientos que puedas haber hecho y, en fin, de todo lo que te interese.
Adiós, mi querido Boussingault, no me olvides y recibe mi sincera amistad.

Vaudet

LXXX

La señora Vaudet a su hermano

París, 8 de junio de 1823

Mi querido hermano:

Si no hubieses estado tan lejos me habría disgustado contigo por dos razones:
primera, fue un extranjero quien fue el primero en recibir tus noticias; pero bueno,
como este extraño es el señor Humboldt, te perdono; segundo, has escrito dos
cartas a nuestros padres sin enviarme uná palabra y ni siquiera un abrazo; me
parece que una hermana, sobre todo una que te quiere tanto, no se debe
confundir con toda la familia. Estaba tristísima de haberme visto olvidada tan
pronto, pero la carta que me has escrito me demuestra que estaba equivocada;
escríbeme con frecuencia, tú sabes que me gusta recibir cartas, especialmente las
tuyas.

¡Qué de fatigas, mi querido Boussingault y qué de peligros! Deseo y espero que


los éxitos y la gloria que obtendrás de tu viaje te pagarán todas las penas que has
sufrido y si yo fuera hombre, trataría de imitarte, pues te admiro mucho.

¿Sigues en buena amistad con el señor Rivero? Supe que el doctor Roulin se
había enfermado, ¿se ha mejorado? ¿Cómo ha resistido el viaje su esposa?
Háblame del señor Goudon, pues sus padres están tristes por no haber recibido
sus noticias y me han encargado una carta, que te ruego entregarle.
¿Desembarcaron todos ustedes en La Guayra o solamente Rivero y tú? El señor
barón de Humboldt, quien fue el primero en recibir noticias tuyas, tuvo la bondad

626

de venir a contárnoslas y me ha dicho que espera verte, dentro de dos años, en
México y que de allá saldrían para un gran viaje. Ese viaje, con un ilustre viajero,
te seducirá sin duda ¿y cuándo te volveremos a ver entonces? El científico pidió
ver a Cadet, quien tuvo el honor de hacerle una visita.

El señor Mabru vino a verme para saber noticias tuyas, las cuales yo no había
recibido todavía; te tiene mucho cariño y su esposa y la señora Dournay tienen
mucho interés por ti. Renové tu suscripción a los Anales de Química y encontré
que había aumentado en 6 francos. Dime a dónde te los envío y en qué forma.

Fremy se casó y viene con frecuencia para saber noticias tuyas. Me ruega
mandarte sus recuerdos. La señora Benoist recibe noticias de sus hijos, muy rara
vez; Julio sigue en Vic y el otro en Rive-de-Coier y ahora observa buena conducta;
los Benoist se inquietan por ti y el señor llora de felicidad cuando le damos noticias
tuyas y ha leído dos veces el "Constitutionnel" porque allí se habla elogiosamente
de ti. Fíjate los sacrificios que hace.

Lisa crece y no te olvida. Recuerda perfectaménte cómo bailas y cómo lanzas


bolas; te escribe todos los días 2 o 3 cartas que pone en el buzón de la primera
puerta que encuentra y ruega al Señor, dos veces diarias, por el éxito de tu viaje.
Desea ver a su bello tío Lolo: es verdaderamente increíble que una niña de su
edad recuerde tantos pequeños detalles y piense en alguien durante tanto tiempo;
cuando el primo Fritz llegó de Wetzlar le dije que eras tú, lo que le dio gran
felicidad, pero después de mirarlo cuidadosamente, dijo con tristeza: "ese no es el
bello". He ahí el calificativo que añade a tu nombre.

Hace tiempo leí en el "Journal de París" que Caracas había sido tomado por el
general Morales; espero que ya te hubieras ido o que esta noticia fuera falsa. Sin
embargo, la noticia venía en una carta particular; estoy muy inquieta; te niego nos
escribas prontamente, con frecuencia y con muchos detalles. Adiós, mi querido
amigo y hermano, cuida tu salud; no trabajes por encima de tus fuerzas, ni te
excedas en nada; si en todas partes es malo, lo es especialmente en un país
cálido. Adiós, daría mucho por verte y poderte abrazar, aun cuando fuera un
cuarto de hora diario.

Tu hermana,

F. Vaudet

LXXXI
La señora Vaudet a su hermano

París, julio 27 de 1823.

627

Mi querido hermano:

Te agradezco tu cartica de Caracas; me siento orgullosa del especial recuerdo que


me demuestras, pero habría deseado más detalles sobre tu manera de vivir, sobre
la muerte del señor Zea, si esto les ha causado inconvenientes, sobre las bellezas
del país que recorres, sobre tus compañeros de viaje y sobre todo, acerca de la
señora Roulin, quien me interesa infinitamente.

Te contaré, amigo mío, que ahora haces parte del número de nuestros jóvenes
sabios. Los periódicos hablan frecuentemente de todos ustedes, pero
especialmente de ti y del señor Rivero. Te copio lo que hace 8 días apareció en el
"Constitutionnel": "La Academia de Ciencias en su última sesión se ocupó de
varios trabajos muy importantes. El señor Gay-Lussac dio lectura a una memoria
de los señores Boussingault y Rivero (quienes actualmente recorren la América
meridional) sobre la leche del "árbol de la Vaca". Estos sabios viajeros, el uno
francés y el otro peruano, enviaron al instituto el análisis químico de esa leche que
encierra a la vez, la fibrina de la sangre y cera, apropiada para hacer velas: éste
es el producto vegetal más extraordinario que ofrece el fértil suelo de la República
de Colombia. El señor Boussingault, de cuyos conocimientos y de cuyas valerosas
actividades hemos informado, ha transmitido a Europa el resultado de sus
observaciones astronómicas, gracias a las cuales la geografía podrá encontrar
rectificaciones importantes para nuestros mapas. Los señores Boussingault y
Rivero visitarán sucesivamente los Andes de la Nueva Granada, el Chocó y
posiblemente el Istmo de Panamá, que no ha sido nivelado barométricamente".

Los Anales de Química traen varias páginas llenas de tus observaciones; como
puedes ver, el señor Humboldt no los olvida; te quiere realmente. Lo que más
enorgullece de los éxitos obtenidos en tu peligroso viaje, es la aprobación que le
ha dado este ilustre viajero y sobre todo, la amistad que te profesa este estimable
hombre. He interrumpido esta carta para recibir una del señor Humboldt junto con
algunos ejemplares de alguna memoria sobre ti. He aquí su carta:

"Tengo el honor de dirigirle, señor, algunos ejemplares de la memoria de los


señores Boussingault y Rivero sobre el 'árbol de la Vaca', ejemplares que he
hecho imprimir, extraídos del artículo que hice publicar en el 'Constitutionnel' los
cuales les ruego distribuir entre los amigos del autor, ya que es prudente cuidar los
intereses de un amigo ausente y estas informaciones entregadas sin afectación
entre el público, son útiles a la reputación de que debe gozar un joven en su patria
y en el país que hoy habita. El señor Arago imprime otras dos memorias del señor
Boussingault. Ruego a usted..." etc.

Me confunden tantas bondades de este querido amigo, tanto por ti, como por
todos nosotros y no sé cómo agradecérselo. En cuanto a ti, la única manera es la
de realizar las esperanzas que ha puesto en ti, lo cual, estoy convencida, harás
todos los esfuerzos para lograrlo.

628

Cadet está todavía en el pensionado de que te hablé en mi última carta; trabaja
bien y entrará a Artes y Oficios después de las vacaciones. Ha obtenido dos
primeros premios. Lisa siempre te quiere muchísimo; habla de ti todos los días y te
escribe con frecuencia, pidiéndote que regreses pronto trayéndole un mico, un
loro, bonitos vestidos y bizcochos.

El día de San Juan le conté que era el santo de su tío, a lo cual ella dijo que le
consiguieran pronto unas flores con las cuales adornó tu retrato; piensa en ti de
una manera especial que hace suponer que te recuerda. La encontramos muy
agradable para su edad y espero que algún día estés de acuerdo conmigo; yo no
la consiento y trato de seguir el consejo que me diste en alguna carta de educarla
bien.

Papá y mamá se encuentran bien, viven en nuestra casa y quisieran verte pronto;
tú sabes que yo participo de ese deseo pensando en todas las cosas que me
podrás contar. El señor Jacquet se va el 15 de enero y nosotros lo ocuparemos el
mismo día, así que espero que en el momento de tu regreso, pueda recibirte en mi
palacio. Dios quiera que esto sea pronto y por largo tiempo.

Me acabo de dar cuenta, un poquito tarde para ti, pero cuando se le escribe a su
más querido amigo y que éste se halla en Santa Fe, es inexcusable enviar una
carta sin contenido. Recuerda esto y no escribas cartas tan cortas como tu última
del 15 de febrero; piensa que estás escribiéndole a familiares que te quieren y a
quienes lo más insignificante que te afecte, les interesa infinitamente. Adiós,
querido hermano, te abrazo con cariño y te garantizo que tus éxitos y tu gloria me
dan más placer que a ti mismo y es la única consolación que encuentro por tu
larga ausencia.

Cuida tu salud, escríbenos lo más frecuentemente que puedas. Adiós.

F. Vaudet, nacida Boussingault

Toda la familia te envía sus parabienes; Saint Remy pide siempre tus noticias; la
señora Benoist te escribió y adjunto su carta.

LXXXII

Vaudet a Boussingault

(Incluida en la precedente y con su misma fecha)

Querido amigo:

629

Aprovecho las cartas que te escriben de todas partes para escribirte estas líneas
que ojalá te lleguen. Comenzamos a contar los meses que te faltan para volverte a
ver. Tu hermano menor comienza a dibujar y ya ha hecho algunos paisajes
pasables; cabezas y aún academias; también le hacen dibujar mapas; ya hizo el
de Francia y el de América y últimamente hizo un mapamundi. Creo que servirá
para algo y lo espoleamos sin cesar. No sé si permanecerá mucho tiempo en este
pensionado, ya que se retira el profesor en quien más confio, en cuyo caso lo haré
entrar a la escuela de Artes y Oficios.

Llevamos una vida demasiado uniforme para poderte contar cosas interesantes, lo
que no es el caso del viajero que todos los días hace nuevos descubrimientos y
por quien todos nos preocupamos, ya que corre más peligro que el tranquilo
habitante de una gran ciudad.

Utiliza, te ruego, todas las ocasiones que puedas para hacernos llegar tus noticias
porque las cartas que nos diriges desde tan lejos pueden perderse y además
nunca recibimos la cantidad que nos colme. Tu amigo,

Vaudet

LXXXIII

El señor Boussingault a su hijo

(En la misma hoja y con la misma fecha que la precedente)

Me uno a tu madre y al señor Vaudet para desearte felicidad en tus viajes, que tus
operaciones tengan el éxito que deseo; todos nos encontramos en buena salud;
en mi última carta te contaba de mi viaje a Alemania, donde tus parientes desean
conocerte. Cadet no hace ningún progreso. Te abrazo de todo corazón junto con
tu madre, hermanos, tías y a la espera de tus noticias, tu amante padre,

Boussingault

LXXXIV

La señora Vaudet a Boussingault

(Sobre la misma que las tres precedentes y sin fecha)

Ya hace un tiempo que te escribí y desde entonces recibí otro número de los
"Anales de Química" en donde hablan de ti: es un informe sobre "Las aguas
calientes del río de Venezuela". Lo leí, pero quisiera que me dieras detalles de

630

esto en tus cartas para lograr comprenderlo. Me parece que debías haberme
hablado del "árbol de la Vaca". Quisiera saber cómo se consigue esa leche: ¿se
deben cortar las ramas o perforar el tronco? ¿Esta leche se produce todo el año?
¿Puede servir como la leche animal para hacer mantequilla y queso? ¿Los
habitantes la utilizan? ¿Crees que se pueda naturalizar? Esto tendría una gran
utilidad. Te pido me escribas con muchos detalles. Cuéntame si estás contento
allá y cuando piensas regresar, éste es un punto esencial. ¿Tu ropa y tus libros se
han conservado bien? Bueno, adiós, Vaudet está esperando mi carta. Te abrazo
de todo corazón y deseo, más que nadie, tus noticias.

F. Vaudet, nacida Boussingault

LXXXV

El señor Saint-Remy a Boussingault

(Sobre la misma hoja que la precedente)

Aprovecho, mi querido Boussingault, de la oportunidad, no para que me


recuerdes, sino para agradecerte haber pedido noticias mías; sigo en la misma
posición en que me dejaste: no ha habido progreso del lado de la fortuna; una
mujer y pronto un niño,es el único cambio que se ha operado en mi vida. Me dirigí
a Julio para rogarle que me consiguiera un puesto en su administración, pero
sabes bien que él es perezoso para escribir y no sé cuando recibiré respuesta. Te
felicito por tu viaje, porque te hace gran honor; tu fama crece y pronto te
encontrarás entre los sabios. Es lo que yo te deseo y soy tu amigo sincero,

Saint-Remy

Mi querido amigo:

Una enfermedad dolorosa acaba de llevarse a mi bebé. Toda la familia se halla de


duelo por este suceso.

LXXXVI

Boussingault padre a su hijo

París, marzo 24 de 1824

No sé, hijo mío, si esta carta tendrá mejor suerte que las otras, puesto que, ignoro
si las has recibido, porque las que me han llegado de ti, no las mencionas en
absoluto o bien, olvidaste de hablarme de ellas en tu última de julio de 1823 y esto

631

nos hace falta para nuestra satisfacción porque ahora estoy tranquilo en cuanto a
tu posición. De acuerdo con tu última parece que te radicas en Bogotá-Santa Fe y
me encanta que le pierdas el gusto a tus viajes que no dejan de ser peligrosos.
Estoy más contento todavía con la esperanza que me das de regresar pronto a tu
patria. Que Dios te ayude a llevar a cabo lo más pronto posible este deseo. Si
hago votos por la conservación de tus días y de los míos es por tener el consuelo
de abrazarte una vez más. Entonces todos mis deseos quedarán satisfechos.

En mi última te daba parte de mi situación actual. Vivimos tranquilos con nuestra


renta que nos es suficiente. Estamos en casa del señor Vaudet, en donde tengo
un pequeño apartamento de 4 alcobas, por 300 francos anuales, con vista sobre el
jardín y todos nos entendemos plenamente. Tu hermano va a "Artes y Oficios" y
además yo le proporciono un maestro de dibujo y matemáticas que me satisface
bastante; a Cadet no le hace falta sino un poco de amor por el trabajo.

Tu mamá está bien, lo mismo que tus tías y tus primas, quienes te abrazan.

Si he tenido la suerte de que hayas recibido mi última del 15 de noviembre, habrás


visto que estuvimos en Wetzlar, en donde nos demoramos 5 meses para terminar
nuestros negocios. Fuimos bien recibidos y todos sintieron mucho no haberte
visto, estando tan cerca de su residencia; tenemos el gusto de tener con nosotros
a tu tío Luis, quien te escribe unas letras en la presente.

Te abrazo, querido Boussingault y te invito a proceder con prudencia y que tengas


cuidado con tu salud. Tu padre,

Boussingault

LXXXVII

Luis Boussingault a su sobrino

Es con verdadero placer, mi querido sobrino, que supe de los progresos que has
hecho en las ciencias, a mi regreso a París. No me queda sino exhortarte a seguir
la brillante carrera en que estás empeñado, ya que tienes todos los elementos
posibles de éxito, entre ellos los principales en mi opinión que son: la salud, la
juventud y el amor por el trabajo.

Habría deseado encontrarme contigo en una de las regiones que estás


explorando; habríamos hablado de viajes y juntos habríamos admirado las obras
imponentes de la Naturaleza que no se muestra tan grandiosa como en el reino
mineral.

632

También deseo, de todo corazón, que después de haber satisfecho tu gusto por
los viajes de larga duración y haber adquirido la experiencia necesaria y el
conocimiento perfecto de los países que visitas, regrese en buena salud y cargado
de documentos curiosos y científicos que le asegurarán un sitio distinguido entre
los sabios.

Estoy planeando reunirme con mi familia el año entrante, para no volver a dejarla y
es inútil añadir que su presencia aumentará mi satisfacción. Adiós, mi querido
sobrino, le abrazo, de todo corazón y cuente con que seré siempre uno de sus
verdaderos amigos.

L. Boussingault

LXXXVIII

Cadet Boussingault a su hermano

(Sobre la misma hoja que las dos anteriores)

Marzo 28 de 1824

Mi querido hermano:

Aprovecho la carta de papá para, en algunas líneas, darte noticias nuestras.


Tuvimos el placer de ver a nuestro tío Luis, pero infortunadamente no se demoró
mucho con nosotros. Me gustaría que me escribieses una carta para instruirme en
lo que yo debo hacer: piensa que cumpliré 17 años el 10 de junio; dime lo que sea
y yo seguiré tus consejos porque sé que son buenos. Voy a "Artes y Oficios" en
donde dibujo para arquitectura. En cuanto al dibujo, es lástima, pero comencé muy
tarde para lograr ser un Guérin o un David; a Dios gracias hay suficientes artistas
sin mí, para hacer trabajillos.

La arquitectura como profesión no me gusta porque los contratistas edifican sin


necesidad de consejeros. Sigo con la geometría que sí me gusta y ya he llegado a
la levantada de planos.

Termino con un gran abrazo y los mejores deseos para que estés en buena salud.
Tu hermano,

C. Boussingault

633

LXXXIX

La señora Boussingault a su hijo

(En la misma hoja que las precedentes;en alemán en el original)

Hijo bien amado:

Vuelve pronto a tu patria. No estaré contenta sin ti. Adiós mi muy querido, quiero
darte las gracias mil y mil veces. Tu buena madre,

XC

El señor Vaudet a Boussingault

(Sobre la misma hoja que las anteriores)

Mi querido Boussingault:

No sé si en medio del concierto de felicitaciones que te rodea, verás con placer la


reprimenda que sigue, qué importa, voy a arriesgarme.

¿Cómo es posible que escribas al señor de Humboldt y a nosotros no? Se me


ocurre que la misma carta habría podido contener una para nosotros; ¿crees tú
que a tus amigos de París no les llame la atención recibir tus cartas como a las
otras personas que te conocen? No vuelvas a hacerlo, te ruego, porque esto
contraría a tus padres, especialmente. Te ruego no olvidarnos tanto tiempo y como
tú sabes que no todas las cartas llegan a su destino, escribe varias y envíalas por
diferentes vías. El señor Humboldt no cesa de dar muestras de su amistad
haciendo escribir en los diarios todo lo que puede contribuir a hacerte conocer, de
manera que cuando regreses podrás contar con una cierta celebridad.

Seguimos tus consejos y fabricamos nosotros mismos la pasta bituminosa en una


pequeña fábrica que montamos en el llano de Villette.

El señor Dournay se ha portado mal conmigo porque aun cuando hubiéramos


convenido un cierto plazo para el pago de los muebles que me hizo, la necesidad
de dinero lo ha obligado, sin duda, a exigir su pago. Como yo no tenía otros
documentos que la palabra de su hermano, no insistí y cancelé la deuda, pero él
no me ha cumplido pues me debe todavía los útiles que tú me hiciste hacer y los
creo ya perdidos.

634

Creo que cuando regreses encontrarás a tu tío reunido con nosotros; nos vamos
de la calle Boisdoré, dentro de tres meses, para tomar posesión del edificio que
hemos hecho construir en la calle de Parc-Royal, número 1, a donde puedes dirigir
tu correspondencia.

Cuídate, regresa pronto y créeme como tu amigo,

Vaudet

XCI

La señora Vaudet a Boussingault

París, 17 de mayo de 1824

Mi querido hermano:

Hace 9 meses que no hemos recibido ninguna carta tuya y no sé a qué atribuir
este largo silencio porque tú no eres negligente y sabes con cuánta impaciencia
esperamos saber de ti.

Jamás has contestado ninguna de nuestras cartas; ¿será que no te han llegado?
El señor de Humboldt siempre tiene la bondad de darnos noticias tuyas cuando las
recibe y nos ha participado de tu última, del 5 de febrero, la que llegó muy a
tiempo para tranquilizarnos sobre los acontecimientos que se dice, sucedieron en
Colombia; no creo que hayan sido molestos ya que ni siquiera hablas de ellos.
Colombia ya es casi mi país y cuando leo los diarios trato de encontrar lo
concerniente. Al mismo tiempo que esa carta dirigida al señor Humboldt me
tranquilizaba, también me entristecía: ¿ya no estás contento? ¿Te aburres? ¿Ya
no simpatizas con la gente que te rodea? ¡Cuánto lo siento! Parece que te has
disgustado con el señor Rivero, ¿por qué? No has vuelto a hablar de tus otros
compañeros de viaje, como del señor Roulin, que me inquieta mucho. Anímate, mi
querido Boussingault, que tu paciencia ordinaria te ayude a soportar todas las
pequeñas molestias que se te presenten; ten la seguridad de que serás
recompensado muy ampliamente de todas tus penas, por la gloria que
conseguirás, como lo espero, por el placer que debes sentir haciendo
descubrimientos útiles y admirando la bella naturaleza, por la estimación de todos
los sabios y sobre todo por la amistad del señor Humboldt. ¡Oh! cuánto te quiere y
yo opino que la amistad de un hombre tan estimable, es preciosa. Eso no más
debe recompensarte de tus trabajos.

¡Dios mío! Si no estás contento, regresa pronto; tú sabes cuánto gozaremos de


volverte a ver, encontrarás en nuestra casa una bonita habitación que te espera y

635

una hermana que te recibirá con gran felicidad; además toda la familia que desea
vivamente estar otra vez contigo.

Lisa crece y habla siempre de ti; cuando oye que un coche para en la puerta, dice:
"es mi tío Lolo, es él"; siempre está pendiente de tu retrato; la víspera de la salida
de mi tío Luis, fue a desearle feliz viaje y le dijo: "adiós, encuentra a mi tío Lolo y
vuelve pronto". Así que ella los éspera a ambos y ya está pensando en tu
cumpleaños y yo también y quisiera tenerte presente para desearte lo mejor.

Te he contado cómo ha cambiado papá para su beneficio: está muy bien y mamá
muy contenta de ello. Vivimos todos juntos hace dos años y nos mudaremos el
mismo día. Cuando recibas la presente estaremos todos instalados en nuestro
palacio, lo que confiamos sea a más tardar el 15 de julio. Varias veces te he
contado detalladamente sobre nuestro apartamento donde estaremos muy
cómodos; papá tendrá una casita independiente con vista sobre el jardín; tiene
comedor, sala, alcoba, cocina y todo lo que él deseaba. Vaudet ha sido el
arquitecto, el oficial, el techador, el albañil, el carpintero y el cerrajero; salió de
todos estos compromisos con muchos hombres. Espero que así lo aprecies y lo
felicites por ello.

Hace 6 semanas te escribí y te conté mis tristezas a propósito de mi tío, pero ya


no estoy irritada contra él; al día siguiente del envío de mi carta, llegó aquí como tú
bien sabes, no dijo ni de dónde venía ni para dónde iba, pasó 8 días con nosotros
y se fue dejándonos a todos cubiertos de regalos. Prometió regresar dentro de un
año, a más tardar, para ya quedarse con nosotros; tomará un apartamento en
nuestra casa, en donde vivirá con mi tía Duhamel, así que estaremos todos en
familia y no faltarás sino tú; ¿cuándo vendrás?

Cadet dibuja bien ahora y razona con claridad. Su inteligencia se desarrolla: ha


trabajado muy bien este año, pero ni nosotros, ni el señor de Humboldt sabemos
lo que tú quieres decir por "escuela de Alta Industria"; ¿no es ésta una escuela
que se iba a abrir en Versalles?

¿Necesitas algo? ¿Botas, vestidos, ropa interior, libros? Tú sabes muy bien que
cualquiera de tus encargos los desempeñaré con gusto y entusiasmo, mientras me
des indicaciones sobre la manera de enviártelos.

Recibo con mucha exactitud tus "Anales de Química"; ya esto va en 30 francos


¿quieres que te los envíe o que te los guarde?

Julio y Benoist se van a casar: el primero en Vic y el segundo en Saint-Etienne, ha


encontrado una mujer muy linda y rica; la señora Benoist está muy contenta y se
interesa mucho por ti. Fremy viene a vernos para tener noticias tuyas, ya sabes
que se casó; el señor Guillemin vino a vernos últimamente: su hermano ya salió de
Saint-Etienne, en donde se distinguió y ha conseguido una buena colocación; le di

636

una de Las Memorias sobre "El árbol de la Vaca", que el señor Humboldt me ha
entregado para distribuir entre tus amigos. ¿Has recibido noticias de Alsacia?
¿Cómo están las señoras Mabrú y Doumay? ¿Te escriben ellas? ¿Conservan tu
amistad? Ojalá. No nos fue bien con el señor Doumay; exigió el pago de su pasta
bituminosa antes del plazo convenido; corremos el azar con esta terraza, en
donde ya hemos perdido dinero. Tus tías, mis primas y toda la familia te abrazan y
desean tu regreso. Te abrazo de todo corazón y quisiera saber cuándo lo podré
hacer personalmente.

F. Vaudet, nacida Boussingault

XCII

Bossingault a su padre

Bogotá, 2 de julio de 1824

Mi querido papá:

Desde mi última que te envié hace poco tiempo, mi salud va mejorando. Ya estoy
listo para viajar de nuevo, pero me cuidaré mucho de regresar a los desiertos del
Meta. Si no me envían a Londres, saldré para la Provincia de Antioquia, con el
objeto de examinar una mina de oro; una compañía inglesa acaba de comprarla y
me pagará el viaje. Por otro lado, el gobierno me envía para llevar a cabo algunos
trabajos de servicio público. Aquí tenemos 3 comisarios ingleses enviados por Su
Majestad Británica; esperamos un comisario francés. El país está muy tranquilo, y
los ingleses llegan por todos lados con su dinero, su industria, sus costumbres y
su religión y es fácil prever que es una colonia inglesa la que se está formando
aquí.

Un buen abrazo a mis tías Colombe y Duhamel y a toda la familia y a ti te abrazo


de todo corazón,

Boussingault

XCIII

Carta de Boussingault a su hermano

(Incluida en la precedente)

Mi querido Cadet:

637

Estoy encantado con lo que me dice tu hermana. Parece que le estás tomando
gusto al trabajo y además que estás progresando; deberías contarme algo de lo
que estás haciendo, debes ser ahora uno de mis más puntuales corresponsales;
cuando solamente se tiene un hermano y tan lejos, se le debe escribir con
frecuencia. Confío en que desde hoy, buscarás todas las ocasiones de hacerme
llegar algunas líneas. Cuéntame, especialmente a qué te piensas dedicar y cuál es
la clase de estudios que más te interesan; escríbeme largamente sobre todos
estos puntos. Es posible que pronto vaya a Europa, pero será un corto viaje para
regresar a América. Si sientes deseos de ver este bello país, te prometo llevarte a
buen puerto.

Adiós, mi querido Cadet, escríbeme. Tu hermano,

Boussingault

XCIV

Boussingault padre a su hijo

París, 20 de julio de 1824

Me apresuro a contestar la carta del 8 de mayo, la cual acabo de recibir, querido


hijo y confìo te llegará pues la llevará un señor que va directamente a tu
residencia, así que presumo y con razón, que no correrá la misma suerte que
todas las que el señor Vaudet y yo te hemos escrito, porque hace un año que no
hemos recibido nada de ti y ese espacio de tiempo es muy cruel para la familia. En
mi última carta escrita el 20 de abril y que remití por medio de la agencia marítima,
tu tío Luis te escribió unas palabras; se interesa de todo corazón por tu éxito, tu
salud y tu regreso; puedes creer que nuestros sentimientos son los mismos.

No puedo contarte, mi querido Boussingault, la satisfacción que me dio tu carta, en


la que me cuentas tu estado de salud después de los peligros que corriste. Mi
querido amigo, esto es un aviso que te da la Providencia para que los evites; no
hagas que esté por encima de la fortaleza humana; trata de ser prudente y
consérvate para aquellos que te son queridos y además recuerda la promesa que
me hiciste de venir a abrazarme antes de 2 años. A la espera de este placer te
abrazo, lo mismo que tu madre, quien está bien de salud en unión de toda la
familia. Cadet te escribe unas palabras; nos encontramos en nuestra nueva
residencia, la cual es muy agradable. Te abraza tu amante padre.

Boussingault

638

XCV

Cadet Boussingault a su hermano

(Sobre la misma hoja que la precedente)

Querido hermano:

Qué felicidad para mí haber recibido tus noticias y especialmente saber que estás
bien de salud después de haber tenido ataques de fiebres durante 2 semanas.

Te aseguro que jamás iré a hacerle visita a los indios, si he de pagarlo tan caro
como lo hiciste tú. Si esta carta te pudiera llegar antes de un mes, te habría
rogado de no ir a Urrao, ya que es seguro que te ataque la fiebre nuevamente;
pero como ya no hay tiempo, te deseo un buen viaje y buena salud. Yo continúo
yendo al Conservatorio de Artes y Oficios; ya comenzamos los concursos para los
premios y hago lo posible para ganar alguno. Cuando regreses a París verás mis
dibujos expuestos en el salón de papá; he ido varias veces con Vaudet a donde el
señor Humboldt para devolverle algunas visitas; jamás he visto un hombre tan
amable como este buen señor. Tan pronto recibe noticias tuyas, se apresura a
comunicárnoslas el mismo día, para sacarnos de la inquietud que padecemos por
ti y hace publicar en los diarios todos los artículos científicos que le envías. Espero
impacientemente la carta que me anuncias. Tus minerales siguen en muy buen
estado. Termino con un abrazo de todo corazón; te deseo una excelente salud y
un pronto regreso.

Cadet Boussingault

XCVI

Vaudet a Boussingault

Paris, 21 de julio de 1824

Mi querido Boussingault:

Si esta carta te llega tendrá mucho mejor suerte que las precedentes, pues si nos
atenemos a tu última carta parece que no hayas recibido ninguna de las últimas
que te hemos escrito. Aprovechamos para hacértela llegar, la oportunidad que el
señor Humboldt ha tenido la amabilidad de procurarnos. No es posible ser más
atento a todo lo que te pueda servir y por consiguiente a nosotros: se encarga de
todo lo tuyo con gusto, hace insertar en los diarios tus artículos, nada le molesta
para ser útil a las personas que le interesan.
639

Dejamos ya la calle de Bois-Doré el 15 de julio y nuestra nueva dirección, a donde
te ruego dirigir tus cartas, es Rue de Parc Royal, 1. Hice elevar un ala de la
construcción donde tengo mi taller, mi patio particular y mi apartamento para
construir en los pisos 1o., 2o. y 3o., seis apartamentos y tres locales, todo cubierto
en la pasta bituminosa de nuestra fábrica. También hice levantar un pequeño
edificio separado, en el cual se encuentra el apartamento de tu padre: tienen una
escalera privada, un balcón, un comedor, una alcoba y una cocina, todo con piso
de parquet y convenientemente amoblado; parecen estar muy contentos; cuando
tú regreses encontrarás listo un apartamento con la sola condición de que nos
avises la fecha de tu venida.

Lisa, de quien no hablas, crece y está bien; siempre pendiente de ti, hace
proyectos estupendos para el momento de tu regreso. Creo seguramente que
cuando tú estés reunido con la familia, no nos faltará nada para ser felices; estoy
persuadido de que tu tío va a tomar un apartamento en la casa y a pesar de todo
lo que decíamos hace algún tiempo, estamos dispuestos a aceptarlo; vuelve pues
y deja allá a tus queridos indios, a quienes no veré nunca, pues cuando uno es
casado, tiene hijos y una pequeña fortuna en algún país, se convierte en un
perezoso, lo que, mi querido Boussingault, me sucede a mí lo mismo que a todos
los que están en mi lugar.

En París se construye por todas partes, existen ahora 4 barrios nuevos; se ha


vuelto un furor. Todo el mundo quiere casas y los alquileres son exorbitantes; si la
manía de construir continúa, es de presumir que pronto habrá más casas que
inquilinos, porque la posición geográfica de París no permite esperar que esta
ciudad tenga la misma cantidad de habitantes que Londres.

No te hablaré de espectáculos, por dos razones: la primera es que estando yo


ocupado en la construcción desde hace 6 meses, no he podido preocuparme de
nada más; la segunda, es que sé que tú no eres aficionado a esta clase de
noticias; menos te hablaré de ciencias, teniendo en cuenta que estoy muy lejos de
ser un sabio; pero te reitero la invitación que te hago de que regreses a París tan
pronto como sea posible, para no volver a irte.

Tu amigo,

Vaudet

XCVII

La señora Vaudet a su hermano

(En la misma hoja que la precedente)

640

Julio 21 de 1824

Mi querido hermano:

Estoy encantada de ver, por tu última, que te acuerdas de la promesa que me


hiciste de no quedarte eternamente con tus salvajes y de mantener la esperanza
de volverte a ver tan pronto terminara tu contrato; ese momento lo deseo, pero me
parecen largos dos años mas.

Estoy feliz de saber que te has restablecido, pero muy triste de saber que te vas a
las minas de platino, en donde puedes enfermarte de nuevo y en donde no estará
la buena señora Roulin para cuidarte. Cuánto aprecio a esta buena señora por
todas las atenciones que tiene contigo; dale todos nuestros agradecimientos y
ruégale, de mi parte, que venga a verme cuando regrese, ¡me encantará recibirla!

Papá espera mi carta y aun cuando tengo muchas otras cosas para contarte, te
escribiré por correo y te ruego no acusarme de negligencia si no recibes mis
cartas, porque te escribo, por lo menos, una vez al mes.

Adiós, querido hermano, te abrazo mil veces y deseo verte pronto.

F. Vaudet, nacida Boussingault

XCVIII

Vaudet a Boussingault

París, septiembre 30 de 1824

Mi querido Boussingault:

Hemos contestado tus cartas en forma regular y si no has recibido las nuestras, no
tenemos la culpa; nos produce demasiado placer recibir tus noticias, para no
hacerte llegar las de la familia. Así que no dejes de escribirnos por todas las vías
que se te presenten; siempre serán escasas para consolarnos de tu larga
ausencia.

Debes pagar el tributo que los europeos tienen que dar al visitar el Nuevo Mundo;
contamos y deseamos que quedes en paz en ese sentido con la enfermedad que
tuviste y que pronto, reunido con nosotros, puedas resolverte a renunciar a los
grandes viajes y resolverte a vivir contento y tranquilo con nosotros: ese es el
deseo más importante que podemos tener. Tu tío, quien está con nosotros, sale
esta tarde y nos da la esperanza, de que vendrá a radicarse en París; entonces,
como te lo podrás imaginar, nuestra felicidad será completa. Es así como en todos

641

los momentos de la vida se confía en un futuro más dichoso y uno se consuela a
medida que pasan los años.

Los diarios de Colombia te habrán informado, antes de que esta carta te llegue,
sin duda, la muerte del rey y la subida al trono de su hermano Carlos X, pero por si
no lo has sabido, te lo cuento.

En París se continúa construyendo en forma considerable; barrios enteros


aparecen como por encanto y no dudo de que la ciudad rivalizará con Londres,
dentro de muy poco; sin embargo yo sí creo que esta última será más comercial.

Adiós, querido amigo, piensa algunas veces en tu cuñado que te estima,

Vaudet

XCIX

La señora Vaudet a Boussingault

(Sobre la misma hoja que la precedente)

Mi querido hermano:

El señor Humboldt ha tenido la bondad de participarnos de tu última carta, que no


es muy alegre que digamos, pues vemos que todos han sufrido, por lo menos tú te
mejoraste; ojalá que esta carta los encuentre bien de salud y contentos. Ten
cuidado, querido amigo, y sobre todo evita ese paso súbito del frío al calor, tan
peligroso para todo el mundo. Me parece aventurado tu viaje a las minas del
Chocó, región muy malsana, según tú lo has dicho; pensé que no irías. Cuídate
bien y vuelve pronto para descansar de todas tus fatigas, tú bien sabes que es lo
que nosotros deseamos; agradezco mucho los cuidados que la señora Roulin te
ha proporcionado durante tu enfermedad; ¡cómo admiro a esta buena señora! Que
Dios devuelva la salud a su marido para que regresen a su hogar, es lo que le
deseo con todo mi corazón.

¿Sigues entendiéndote con el señor Rivero? Desearía saber cómo van uno con
otro. Cuéntame si recibes noticias de la amable señora Mabrú, de la familia
Doumay, si ya se casó el señor Engelhardt, si el señor Paul Mabrú va a reunirse
contigo, si el señor Guillemin escribe, en fin, cuéntame si recibes sus cartas, tal
vez tengan ellos más suerte que nosotros. Si escribes al señor Dournay, háblale
de lo que nos debe, pues temo que esto se haya perdido. Habiendo muerto el
señor Pouillot, nadie sabe quién nos pagará.

642

Sin duda sabes que nos mudamos y nos hemos instalado de nuevo, que papá y
mamá viven con nosotros, que estamos muy bien acondicionados, que Cadet
dibuja bastante bien y que está en Artes y Oficios. El señor Humboldt no sabe qué
quieres decir por la Escuela de Alta Industria.

Lisa crece y sigue hablando de ti y te escribe con frecuencia; imítala, amigo mio,
porque nos aburrimos de recibir tan rara vez tus noticias. Tío Luis ha tenido la
bondad de encargarse de esta carta y la entregará a alguien que sale para
Inglaterra; confío en que la recibas. Adiós, mi querido hermano, te abrazo de todo
corazón y ojalá que este sea tu último viaje.

Tu hermana,

F. Vaudet, nacida Boussingault

El señor Boussingault a su hijo

(Sobre la misma hoja que las precedentes)

Espero, hijo mío, que esta carta te llegue. Sale por intermedio de tu tío Luis, quien
se ha interesado mucho por ti. Tu carta del 8 de mayo la contesté también por
mediación del señor Humboldt; como es posible que nuestras cartas se queden en
el correo en Inglaterra, tu tío ha tenido la bondad de escribir a la Administración
sobre el particular. No te doy ningún detalle relacionado con el señor Vaudet,
quien sigue haciendo buenos negocios.

En fin, lo único que nos falta eres tú para nuestra entera satisfacción, o por lo
menos recibir con más frecuencia tus noticias y te invito a conservarte para
aquellos que te amamos. Te abrazo de todo corazón, en unión de tu madre quien
está en buena salud y de toda la familia. Tu amante padre,

Boussingault

CI

Luis Boussingault a su sobrino

(Sobre la misma hoja que las precedentes)

Mi querido Boussingault:

643

Me uno a mi hermano para desearle un feliz término de la misión en que se halla
empeñado, la que no puede ser llevada a cabo sino con una excelente salud y una
voluntad a toda prueba. Le recomiendo realmente no acobardarse: mientras más
resista fatigas y privaciones, más grande será su mérito: recuerde que una sola
vez en la vida se recorren tan grandes distancias y en consecuencia, hay que
aprovechar. Le hablo en el interés de la ciencia, puesto que si lo hiciera con mi
propio interés, le rogaría volver lo más pronto posible. Sin embargo, no abuse de
sus fuerzas y recuerde que tiene padres que estarían desolados si algo le
ocurriera. Adiós, querido sobrino, cuente con mi amistad.

L. Boussingault

Al señor Boussingault, Oficial Superior de Minas, en Santa Fe de Bogotá,


República de Colombia.

CII

Vaudet a Boussingault

París, noviembre 11 de 1824

Mi querido Boussingault:

Te escribimos hace 8 días y tu tío, quien se hallaba en París, esperaba hacerte


llegar nuestra carta. El señor Humboldt ha tenido la bondad de informarnos que
tiene una oportunidad para hacerte llegar otra carta y nos apresuramos a
escribirte. Toda la familia está bien y tu tio regresó a su guarnición, que acaba de
cambiar, pues estaba en Dijón y va a establecerse en Neu-Brissac, región que tú
conoces, pues creo que no está lejos de Estrasburgo; con tristeza se ha visto
obligado a cambiar de guarnición; de todas maneras tuvo que irse y nos ha dado
la esperanza de que vendrá a pasar dos meses con nosotros en febrero próximo.

La pequeña Elisa crece y está bien; al fin y al cabo no nos falta sino tu presencia
para estar felices y creo que encontrarías en la casa todo lo que te puede agradar,
suponiendo que te hayas curado de la enfermedad de los viajes y que ya tranquilo
y hogareño, te sean suficientes la ciencia, los placeres de la capital y la presencia
de tu familia.

Sin duda ya sabes la muerte del rey y el ascenso al trono de Carlos X, el antiguo
"monsieur"; los diarios colombianos indudablemente te mantienen al corriente de
las noticias de la vieja Europa. Creo que ese gobierno tiene una corespondencia
activa con Inglaterra.

644

Nos entristeció mucho haber sabido de tu enfermedad, pero nos alegramos de que
ya estás restablecido y estamos contentos de que se haya pagado el tributo que
nuestros compatriotas tienen que ofrendar al visitar las regiones equinocciales.

No te hablaré ni de espectáculos ni de los trabajos inmensos que se llevan a cabo


en la capital: esos detalles te parecerían inoficiosos; tampoco te hablaré de
ciencias, puesto que tengo la desgracia de ser un ignorante y probablemente lo
continuaré siendo toda la vida. Adiós, hasta que nos volvamos a ver, querido
amigo, piensa algunas veces en tu cuñado,

Vaudet

CIII

El señor Boussingault a su hijo

(En la misma hoja que la precedente)

Querido hijo:

Ya te hemos escrito 4 cartas en un mes y espero que de esta cantidad, por lo


menos te llegue una; ojalá sea la que tu tío Luis, envió a su amigo de Inglaterra,
recomendándole ir al correo de Londres para retirar las que pudieran haber
llegado allí para mí o para el señor Vaudet y guardarlas. La última tuya que hemos
recibido es del 8 de marzo y esa ya ha quedado contestada, lo que te demuestra
que no estamos atrasados. Es una tristeza, para ti y para nosotros que los medios
de correspondencia sean tan poco seguros; sin embargo confío en las promesas
de mi hermano y que gracias a sus amigos de Inglaterra tus cartas nos llegarán
fácilmente.

Tu mamá, la familia y yo nos encontramos en buena salud. Te abrazamos de


corazón y yo seguiré siendo tu amante padre,

Boussingault

CIV

Cadet Boussingault a su hermano

(Sobre la misma hoja que las precedentes)

Mi querido hermano:

645

Estoy dibujando tu retrato, o por lo menos tratando de hacer algo que se te
parezca y si puedo lograrlo se lo daré a nuestra hermana. Mi tío nos ha regalado
su retrato ecuestre que irá bien con el tuyo; sigo yendo a "Artes y Oficios"; tú le
habías hablado al señor Humboldt de la Escuela de Alta Industria, pero él no sabe
a qué escuela te refieres. Mi tío ha encontrado a varios de sus amigos, entre ellos
a uno, oficial de artillería, que estudió contigo en Saint-Etienne. Sigo esperando la
carta que me ibas a enviar. Cuídate bien, te abraza de todo corazón,

C. Boussingault

CV

La señora Boussingault a su hijo

(Sobre la misma hoja que las 3 precedentes; en alemán en el original)

Te beso miles de veces, mi querido hijo, que ojalá regreses pronto,

Tu buena madre,

CVI

La señora Vaudet a Boussingault

(Sobre la misma hoja que las 4 precedentes)

Mi querido amigo:

No tengo ni el espacio, ni el tiempo para decirte muchas cosas que te escribiré


más adelante, pero no voy a dejar escapar una oportunidad para reprocharte tu
silencio y recordarte la promesa que me hiciste de no quedarte allá más de 4
años; todavía falta mucho tiempo, pero ojalá sea el máximo. Deseo tu regreso con
la misma amistad que sentías por nosotros. Te abrazo de todo corazón y
Poupoule te abraza también.

Señora Vaudet

CVII

Carta de Boussingault a su tío

Bogotá, diciembre 9 de 1824

646

No puedo expresarle, mi querido tío, el placer que he sentido al saber que usted
está en París. Me habría encantado ir a darle un abrazo, placer que espero tener
hacia el fin de 1826, si como usted me lo dice, se radica definitivamente al lado de
nuestra familia.

Me alegra mucho que usted apruebe el camino que he tomado; hasta el presente
no tengo ninguna razón para arrepentirme; el futuro únicamente, podrá probar si lo
que hice fue bien hecho. En esta carrera, como en cualquier otra, si uno logra
tener éxito, quiere decir que acertó al escogerla.

Mi posición en Colombia es muy agradable. Usted conoce a España y los pocos


recursos que ofrece; aquí es todavía peor, pero eso no me importa nada a mí,
teniendo en cuenta que la sociedad de este país no es el objeto de mi viaje. En
cuanto al país en sí, ¡es lo más bello del mundo! Imagínense ustedes una planicie
de cerca de 40 leguas de norte a sur y de 7 a 8 de este a oeste, cubierta de toda
clase de cultivos europeos durante todo el año y en donde se goza
constantemente de la temperatura de primavera y así se formarán una idea del
altiplano de Bogotá.

Si usted tuviera algunos meses enteramente libres, debería venir a pasar algún
tiempo aquí, regresaríamos juntos a Europa después de haber visitado el
Chimborazo; le hago esta propuesta porque para usted un viaje de esta categoría
es como ir de París a Saint Cloud. Adiós, mi querido tío, envíeme noticias suyas.
Lo abraza de todo corazón su sobrino,

Boussingault

P.S. He aquí la dirección que debe poner a mis cartas.: MIT I. A. Pauler Freeman's
Court, Londres, para hacer llegar a M. B. profesor en la Escuela Nacional de
Mineros en Bogotá, República de Colombia.

CVIII

La señora Vaudet a Boussingault

París, diciembre 20 de 1824

He recibido, mi querido Boussingault, tu carta del 29 de julio, en donde nos


informas que el barco ha sido encontrado 15 días antes de que tú enviaras la del
1o. de julio, en donde escribes a toda la familia: ésta nos causó un gran placer
pues hacía tiempo que deseábamos saber sobre tu forma de vida y el estado de
tus finanzas, pero no tanto como yo quisiera.

647

Dices que has recibido una de mis cartas, pero yo te escribo por lo menos una vez
por mes y a veces dos y me sorprende que recibas tan pocas noticias nuestras.
No es culpa nuestra, como tú pareces creerlo, amenazándonos con no volvernos a
escribir; esto nos aflige más de lo que estamos al estar separados de ti desde
hace tanto tiempo y sin saber cuándo regresas. ¿Quieres volver a alejarte? ¡Qué
cantidad de proyectos! ¿Seguirás haciéndolos siempre? ¡El viaje que hiciste a
donde los indios debía haberte llenado de satisfacción, pero no, deseas ahora ir a
Antioquía, al Chocó, a Panamá, a Guayaquil, a Quito, a Lima! Me parece que esto
abarcaría toda tu vida y no te volveremos a ver. En fin, espero que el Congreso te
conceda una de las cosas que tú pides; entonces ese maldito viaje al sur no será
sino una ilusión, cosa que deseo de todo corazón. Desesperas del señor Roulin,
¡qué desastre! Cuánto lo siento por su pobre señora, a quien quiero sin haberla
conocido; tú nunca me has dicho cómo se encontraba ella en ese clima: ¿ha sido
ella valiente? No te pregunto si es buena; los cuidados que te dio lo prueban y
tengo con ella una gran deuda. ¿Te aburres siempre? Qué afortunado fuiste al
tener una amiga para cuidarte. Cuánto lo siento, porque el aburrimiento a mí me
destruye, pero felizmente sé hacerlo desaparecer y a ti, señor filósofo, el
aburrimiento te persigue sin cesar; ¿para qué sirve tu filosofía?

Tu alimentación no es muy sana: ¡tocino y carnes saladas en un país cálido! Cosa


que a mí no me gustaría. Cuando regreses, costará menos trabajo tenerte
contento que cuando regresabas de Lobsann. Cuéntame si recibes cartas de
Alsacia, de todos tus amigos; por las descripciones que me das de las mujeres
colombianas, veo que no traerás una cuñada; ¡cuánto mejor! ¡Prefiero una
alsaciana!

Lo que cuentas de los indios y de toda la gente de tu nuevo país no me seduce.


Seguiré tu consejo y no veré sino lo bueno. Tu carta me ha divertido mucho y te lo
agradezco; escríbeme largas cartas y sobre todo cuéntame lo que haces y lo que
piensas hacer: todo esto me interesa mucho y me conoces demasiado para
pensar que lo que me guía es la curiosidad. Lisa crece, te envía sus saludos y te
desea excelente salud. Para la Navidad quiere un loro y un mico; yo también te
deseo un buen año y un pronto regreso. Te abraza de todo corazón tu hermana y
amiga,

Señora Vaudet

P.S. No olvides el ejemplar del Viaje del señor Roulin, que me prometiste.
Encontrarás aquí mismo una carta que te dirige el señor Guillemin y otra de Saint-
Remi, quienes desean tener noticias tuyas. Escríbenos.

CIX
Del señor Boussingault a su hijo

648

París, diciembre 28 de 1824

Al contestar, hijo mío, tu carta del 26 de mayo, te participaba del placer que me da
saber sobre tu buena salud y además te daba noticias del tío Luis, quien te ha
escrito varias veces. Como no lo mencionas en tus cartas, ni siquiera en la del 2
de julio, la cual estoy contestando, deduzco que no recibes nuestras cartas, lo cual
me entristece lo mismo que a tu tío quien se interesa mucho por ti. Ojalá ésta
tenga mejor suerte por las precauciones que se han tomado con una casa de
Londres. Tu primera carta realizará mis esperanzas. Tu total restablecimiento,
confirmado en la última me deja satisfecho, pero no abuses y ten prudencia en los
viajes que vas a emprender. Lo que me cuentas sobre tu situación y la del país
donde te encuentras es satisfactorio y mi deseo es el de que llegues a Londres en
buen estado y confiamos en verte aquí por lo menos por algún tiempo.

Nosotros vivimos felices y tranquilos y en buena salud, lo mismo que el resto de la


familia y todos te envían un abrazo. El señor y la señora Benoist te recuerdan y te
envían saludes. Te abrazo de todo corazón y soy tu padre amadisimo,

Boussingault

CX

La señora Boussingault a su hijo

(Sobre la misma hoja que la precedente)

Tus reproches, mi querido Lolo, no tienen fundamento; siempre he enviado


algunas palabras en varias cartas; pero parece que tú no las has recibido. Ten la
seguridad de que mi mayor placer es el de charlar contigo y saber que eres feliz;
es lo que endulza un poco la tristeza. Adiós.

(En alemán en el original) Mi queridísimo hijo: te beso miles y miles de veces,

Tu buena madre

CXI

Cadet Boussingault a su hermano

(Sobre la misma hoja que las dos precedentes)

Mi querido hermano:

649

Me uno a mi hermana para darte noticias nuestras y, sobre todo, ya que lo deseas,
escribirte sobre lo que hago: voy a la Escuela de Artes y Oficios en donde aprendo
geometría y dibujo; ya terminé mi curso de geometría: en cuanto al dibujo, lo
podrás juzgar por ti mismo cuando vengas a París y examines mis obras
expuestas en nuestro salón. Estoy en ecuaciones de 2 grado en álgebra. Me
preguntas hacia qué me inclino y te diré que me aconsejan trabajar con un
contratista de albañilería, porque es un excelente puesto, se gana buena plata y si
vienes a París para montar alguna fábrica, yo podré construir para ti gratuitamente
todo lo que necesites para tu industria. Espero tu opinión sobre este punto. Me
reprochas no haberte escrito y haces mal, porque en todas las cartas que se te
envían escribo algunas líneas. En cuanto a la pensión que tienes la bondad de
darme, te diré que no la necesito para nada; sin embargo te pediría 50 francos
para ir al mar. Vuelve pues, piensa que hace cerca de 3 años que no te hemos
visto; ¡este tiempo te debe parecer tan largo a ti como nos lo ha parecido a
nosotros! En 3 días tendremos el año 1825 y te lo deseo muy bueno y con una
salud perfecta. Tu hermano,

C. Boussingault

CXII

La señora de Vaudet a Boussingault

París, febrero 2 de 1825

Mi querido hermano:

El 1 de febrero recibimos tus cartas del 5 de octubre; Vaudet y yo fuimos el mismo


día a casa de la señora Lanz: su marido no había llegado todavía y lo esperaban
de un día para otro (tú sabes sin duda que viene a buscarla) y me prometió venir a
yerme; la recibiré con gran placer porque le agradezco mucho los cuidados que su
marido te prodigó y lo que a ella también le dije. Esta señora tiene un aspecto muy
amable al punto que no buscaré otra ocasión para enviarte lo que me pides. Al
efecto haré que pinten mi retrato y el de mi hija y cumpliré tus encargos lo más
pronto que me sea posible; me sentí muy complacida de la muestra de tu afecto al
solicitar mi retrato y te lo enviaré con mucho gusto, aun cuando me habría gustado
que tú mismo lo hubieras llevado, como tuvimos la ilusión de tu promesa de que
vendrías. Siento que no vengas porque si juzgo tus sentimientos, de acuerdo con
los nuestros, debes tener muchos deseos de vernos.

Papá estuvo enfermo y demoré en contestarte pues quería avisarte a la vez de su


mala salud y de su convalecencia, lo que tengo la buena suerte de hacer; él está
bien gracias a los consejos del señor Inglar y a los cuidados de mamá, quien
estuvo muy inquieta y valiente. Pasamos un triste comienzo de año, pero a Dios

650

gracias ya está bien y estamos buscando una pequeña casa de campo, cerca de
París, en donde papá y mamá irán cuando gusten. Mis tías estuvieron enfermas,
ya están bien y te abrazan y desean verte, lo que es el deseo general de toda la
familia. Lisa crece y quisiera verte, abraza tu retrato con frecuencia y le pide
muchas cosas para el año nuevo. Cadet ha dibujado un segundo retrato y resultó
bastante parecido; su profesor de pintura le puso color y hace juego con el retrato
del señor Humboldt que Vaudet compró. Te lo enviaremos, pero haces mal en
decir que yo no te escribo, porque soy yo quien lo hace con más frecuencia. Adiós,
te abrazo de todo corazón, afectuosamente tu hermana.

Señora Vaudet, nacida Boussingault

CXIII

Vaudet a Boussingault

(Sobre la misma hoja que la anterior)

Mi querido amigo:

Nuestra vida es tan uniforme que no te contaré cosas muy importantes y que aquí
todos te escriben; yo me ocupo de preparar lo que tú me has pedido para que el
señor Lanz, quien acaba de desembarcar en Francia, pueda llevarte todo cuando
regrese, lo que será muy pronto. Si todavía tienes relaciones con los señores
Dournay, escríbeles para que me paguen los útiles que me hiciste fabricar para
ellos, de quienes tengo muchas quejas; tú sabes que convinimos verbalmente con
José de darle un crédito a 10 años a un constructor para poder responder por la
pasta bituminosa; pues bien, apenas habían pasado 6 meses cuando me
amenazaron de llevarme a los tribunales, si no les arreglaba su cuenta, cosa que
hice para salir del problema.

Lo único que nos falta es tu presencia: estamos muy felices y tranquilos. Tu


hermano menor es todo un constructor y yo lo coloqué en una casa que hace
negocios millonarios anualmente; si logramos convertirlo en un verdadero
arquitecto, me daría mucho gusto, pues creo que es una profesión que bien vale la
pena.

Adiós, mi querido amigo, escríbenos con frecuencia y regresa tan pronto te sea
posible.

Vaudet

651

CXIV

Luis Boussingault a su sobrino

(Sobre la misma hoja que las dos precedentes)

Mi querido sobrino:

Me uno a toda la familia para desearle, a principio de año, todo lo que pueda
contribuir a su felicidad sobre todo para que pronto tengamos el placer de verlo
con nosotros. Sin embargo, no desearía que por regresar más pronto a Europa,
perdiera una parte de los frutos que se pueden obtener de una permanencia
prolongada en un país tan nuevo y tan interesante, al cual rara vez se viaja dos
veces y aun cuando en la carta que me ha escrito me habla de ello como de un
paseo, ya a mi edad no estoy muy interesado en llevarlo a cabo. No me molesta el
desconsuelo que usted mostró, pues habría venido a Europa para partir
nuevamente: habría sufrido la incomodidad de un largo viaje y su familia habría
pasado por la tristeza de dejarlo otra vez. Adiós, mi buen amigo, lo abraza de todo
corazón y querido como su afectuoso tío,

L. Boussingault

CXV

Del señor Boussingault a su hijo

(Sobre la misma hoja que las 3 anteriores)

Tu madre y yo, mi querido hijo, gozamos de una salud perfecta, lo mismo que
Cadet, quien actualmente trabaja en donde un arquitecto que parece estar
contento con él; tus tías y primas se encuentran bien y desean, como nosotros,
que estés feliz y contento y sobre todo, prudente.

Adiós, querido hijo, cuídate mucho y créeme tu amante padre,

Boussingault

CXVI

De la señora Vaudet a su hermano

París, julio 3 de 1825

652

Mi querido hermano:

Creo que una calamidad ha caído sobre la familia y deseo, de todo corazón, que la
distancia a la cual te encuentras, te haya preservado de ella. No quise avisarte de
las enfermedades, esperando poderte contar de la convalecencia y tengo la dicha
de hacerlo hoy, ya que todos están restablecidos.

Hace 6 meses que el señor Inglar no sale de la casa; papá, como cabeza de la
familia tuvo el triste honor de comenzar la fila: estuvo muy enfermo durante dos
meses y medio, lo que nos inquietó muchísimo; Cadet ha estado enfermo, lo
mismo que mamá y mi tía Duhamel tuvo una afección al pecho y a pesar de sus
69 años, la han sangrado 4 veces; mi tía Colombe tuvo una inflamación de
estómago y estuvo tres meses en cama y todavía no se ha recuperado bien; mi tío
pasó dos meses sin salir de su cuarto, pues se hirió al bajar de una montaña en
Suiza; al fin llegó mi turno y tuve una grave inflamación del pecho: me habían
desahuciado, pero felizmente me encargué de dejar mal a los que lo anunciaron.
Al cabo de tres semanas de mejoría, aun cuando no me sentía tan fuerte como lo
hubiese querido, me fui al campo con papá y Lisa (porque para hacer salir a mamá
se necesita hacer demasiados esfuerzos) y al día siguiente de mi llegada me
acostaron, moribunda, a 7 leguas de mi casa; el médico de la población vino a
visitarme y creo que me tomó por un vulgar cochero, pues quiso darme tantas
drogas que me largué rápidamente de ese sitio y regresé a París, en donde estaba
segura de que todo el tratamiento se limitaría a una infusión de cebada y
cataplasmas de linaza, que es el remedio universal; también, la pobre Lisa, se
enfermó hace 8 días y apenas nos estamos mejorando ella y yo y ya el pobre
Vaudet se tuvo que ir a cama, pero él se reserva el placer de contarte sus
enfermedades; ha sufrido mucho y está casi tan flaco como yo.

He tenido el placer de ver algunas veces al señor Lanz y a su esposa; son muy
amables y he estado contenta de haber visto a una persona que te socorrió y te
quiso en un país en donde yo te creía abandonado. Cuánto siento que te halles
tan lejos de nosotros porque si juzgo tu corazón de acuerdo con el mío, tu
ausencia me es más dura a medida que pasa el tiempo. ¡Infortunadamente
todavía pasarás 4 años más! Es largo, pero a pesar de la tristeza que esto me
causa, no me atrevo a aconsejarte el regreso, el cual, si lo puedes hacer sin
perjudicarte, nos causará un placer, como ya lo sabes.

Ayer recibí una carta tuya del 31 de marzo; nos sacó de la inquietud en que
estábamos respecto a tu salud, porque hacía ya 6 meses que estábamos sin tus
noticias. Estoy segura de que nos escribes a menudo y temía que estuvieras
enfermo, así que afortunadamente supimos de ti. Dios quiera que tu buena salud
continúe, lo mismo que la nuestra y que el día del regreso nuestras lágrimas sean
de alegría solamente.

653

Lisa te abraza; el día de San Juan tuvo buen cuidado de poner un ramo de flores a
tu retrato; le gustaría verte llegar con un loro; ha crecido mucho y es muy
razonable para su edad, aun cuando un poco consentida por papá.

Benoist vino a visitarnos y comió en casa; no está contento con su empleo, y no


recibe sino 1.500 francos; su hermano sigue en Saint-Etienne y tampoco está muy
contento; Loubry está ahora en París y nos visita con frecuencia y nos invitó a su
matrimonio que tendrá lugar el 20 de este mes. Tan pronto llegue a Estrasburgo, a
donde ha sido enviado como presidente de las fundiciones de cañones, te
escribirá para explicarte su oficio mucho mejor de lo que yo puedo hacerlo. ¡Si
supieras el gusto que tengo al ver algunos de nuestros antiguos amigos, pues esto
me recuerda nuestros juegos y nuestras peleas de infancia!

Te enviaré tus libros y nuestros retratos en una caja que el señor Lanz enviará
pronto a Santa Fe. Siento hacerte esperar, pero nuestras enfermedades tienen la
culpa de esto. Nuestros padres, tías, Lisa y en fin, toda la familia, te abraza y yo
especialmente. ¡Adiós, escríbenos y cuéntanos si recibes noticias de Alsacia, si
siempre te ves con el doctor Roulin y su esposa, cómo va tu dinero, si estás
economizando, si estás gordo o flaco, negro o blanco, triste o alegre! Creo que
debo contarte que yo sigo muy flaca, que he perdido dos dientes más y que si el
pintor no me embellece, mi retrato no te parecería muy atractivo. Adiós, Cadet te
escribirá,

Señora Vaudet, nacida Boussingault

CXVII

Vaudet a Boussingault

(Sobre la misma hoja que la precedente)

Mi querido Boussingault:

Tu hermana te cuenta cuánto nos han maltratado las enfermedades, pues hasta
mí, que siempre he gozado de buena salud, pagué de una buena vez mi deuda ¡y
con intereses! Sin embargo no hubo muertos y ahora estoy volviendo a ver las
calles de París y sus construcciones, después de haber estado en casa por 2
meses. ¡Al fin puedo comer! Te puedes imaginar la privación que es para un
aficionado beber solamente infusiones. ¡Ah! mi querido amigo, nadie puede saber
cómo era de cruel esta situación, pero pasemos a historias menos dolorosas.

Tu tío ha dejado los Cazadores del Oise, donde era jefe de escuadrón, por haber
sido promovido al grado de teniente coronel de Dragones del Calvados. Allí
permanecerá 2 años, se retirará luego y vendrá a establecerse con nosotros, por

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lo menos esos son sus proyectos. Dice que quiere gozar de una vida tranquila y
que el mundo ya no tiene atractivo para él. Creo que le gusta nuestro estilo de
vida, puesto que todos los sabios están de acuerdo en que la felicidad se halla en
una vida apacible. En cuanto a mí, que estoy lejos de ser una autoridad en la
materia, pienso que una vida demasiado tranquila no me convendría y
experimentaría mucho placer haciendo un viaje ya sea a Suiza o a Inglaterra o a
alguna otra parte y cuando dejara los negocios me consolaría de no hacer más de
ellos, permitiéndome el lujo de pequeñas excursiones que los buenos parisienses
llaman grandes viajes y que para ustedes los viajeros, no querrán decir nada.

Nos dices en tu carta que te puedes emplear con personas que ya conoces y que
te permiten permanecer en un país al cual ya te has aclimatado.

Me parece que si es necesario pasar cerca de 4 años sin verte, es preferible que
trabajes con esta compañía, teniendo en cuenta que te ofrece las mismas ventajas
que las otras. Tú sabes mejor que yo lo que debes hacer, así que obra en
consecuencia, pero no te daremos más tiempo de licencia.

Tu hermana te cuenta que hemos visto a Loubry, quien es oficial de artillería y


creo que no vacilaría en reunirse contigo y si encuentras una buena oportunidad
para él, presentaría su dimisión; ¿sabes que va a casarse? Contéstanos pronto y
cuéntanos lo que pienses de estos proyectos y si hay lugar para encontrar un
empleo tan lejos y con una esposa. Pórtate bien, amigo mío y recomiéndanos a
las plegarias de los Penitentes Negros.

Vaudet

CXVIII

Del señor Boussingault y su señora a su hijo

(Sobre la misma hoja que las dos anteriores)

Te abrazo, mi querido Boussingault y te deseo una perfecta salud,

Boussingault

Tu buena madre te besa del fondo del corazón. Regresa pronto.

(En alemán en el original)

655

CXIX

De Cadet Boussingault

(Sobre la misma hoja que la anterior)

Mi querido hermano:

Ya no queda mucho papel y tengo que escribirte apretadamente. Después de


haber recibido tu carta del 31 de marzo, la cual nos dejó muy satisfechos al saber
que estás en buena salud, me ocupo en contestarla: siempre me reprendes por no
escribirte con frecuencia, pero hasta ahora no sabía qué contarte; no me había
decidido sobre lo que debía hacer pero ahora, cuando tengo un trabajo, te contaré
lo que hago. Estoy donde el señor Dufand (uno de los primeros contratistas en
edificios) desde las 6 de la mañana hasta las 6 de la tarde, haciendo planos,
cortes y elevaciones para las casas que se construyen. Cuando haya terminado
todos esos planos, etc., trabajaré en la construcción, en donde ganaré más dinero
que ahora; cuando sea un buen contratista iré a Santa Fe de Bogotá para construir
casas. Todo el mundo está contento con mi nuevo empleo, excepto papá a quien
no le gusta, pero cuando tenga un coche y 60.000 libras de renta, me imagino que
se contentará. Tú hablabas de una escuela de Aguas y Bosques, creada en
Nancy, para que yo ingresara a estudiar allí; creo que es muy tarde, pues estoy
muy contento con mi actual situación que sería absurdo dejar. Si me puedes
conseguir un empleo de 12.000 francos, iré rápidamente a donde sea. El 23 se
casará Loubry y estoy invitado a su boda; lo que me impedirá ir es que no sé bailar
y no estoy interesado en aprender. Termino porque ya son las 7:30 y todavía no
he llegado a la plaza Luis XV. Deberías enviar a uno de los hombres que te llevan
sobre sus espaldas: yo montaría sobre sus hombros para hacer este recorrido.
Adiós, hermano, que tengas buena salud y vuelvas lo más pronto posible, lo que
nos encantará,

C. Boussingault

CXX

De Vaudet a Boussingault

París, septiembre 29 de 1825

Mi querido Boussingault:

Recibimos una carta tuya de fecha 25 de abril de este año, no sé si será tu última.
Nos dices que te encontrabas bien y que estabas tratando de conseguir un

656

contrato ventajoso con una compañía inglesa. Sigue, mi querido amigo, el curso
de tus éxitos, porque con frecuencia, cuando se deja un buen negocio, puedo
pasarse la vida esperando inútilmente uno parecido.

Desde que recibiste nuestras cartas en las cuales has podido ver que todos
estuvimos maltratados por las enfermedades, no ha habido nada nuevo en
asuntos de familia, pero en política ha sido de otra manera y el reconocimiento de
la república haitiana puede ser considerado como un suceso de gran importancia,
que probablemente traerá otros arreglos con los nuevos estados que todavía no
se encuentran en el caso de esa isla.

Cuando nos escribas debes contarnos si la industria, las artes, el comercio y la


legislación han progresado en Colombia. Hace poco leímos una obra escrita por
Mollien, sobre ese país y de creer lo que él dice, allí están todavía en la infancia
de la civilización con las comunicaciones internas casi imposibles para el
comercio, ya que cuenta que sobre el río de La Plata hay un puente hecho con
dos cuerdas, una de las cuales se amarra a un asiento donde se instalan los
viajeros que quieren pasar y entonces los indios tiran de ella. ¿No hay otro
aspecto de esto? Cuando vengas a instalarte podrás contar historias a los
habitantes del Marais; entonces nos relatarás las costumbres de los colombianos;
te ruego, por anticipado, no detallar demasiado porque, los viajeros tienen la
reputación de ser un poquito mentirosos. Ya ves, hay que aceptar los cuentos con
algunas reservas y en cambio ustedes tienen la revancha de saber muchas más
cosas que el ciudadano casero quien cree haber hecho un gran viaje cuando
apenas ha recorrido algunas leguas.

Adiós, querido amigo, vuelve tan pronto como te sea posible, sin perjudicar tus
proyectos y recuerda algunas veces a las buenas gentes de la calle Port-Royal,
número 1,

Vaudet

CXXI

De la señora Vaudet a Boussingault

París, 1 de octubre de 1825

Mi querido hermano:

El señor Lanz ha tenido la bondad de encargarse de una carta que remitirá a un


viajero colombiano, quien parte pronto. Espero que para esta feliz ocasión tendrás
noticias nuestras; pero te pido, mi querido amigo, estar seguro de que si las
recibes con escasez, no es culpa mía, porque yo te escribo con frecuencia y me

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gustaría que tu hicieras lo mismo. Temo que tus ocupaciones, diversiones y sus
nuevos amigos y los años que pasan, debilitan la amistad que me tenías y que
para mí tiene tanto valor. Para tranquilizarme a ese respecto, escríbeme con
frecuencia y en detalle lo que haces, en dónde estás y qué piensas hacer; esto me
interesa especialmente. Me parece que todavía vas a permanecer donde te hallas
y yo tenía la esperanza de verte dentro de poco; la carta en donde me anuncias
que no vienes, me ha entristecido, pero si es para tu bien tienes toda la razón; te
recomiendo, sin embargo, no ser ambicioso y te pido que regreses tan pronto
puedas, sin perjudicar tus proyectos.

No sé cómo enviarte los pedidos que me has hecho. No es nada fácil. Mi tío llega
pronto, para pasar sus vacaciones con nosotros y como tiene muchos amigos
ingleses, cuento con él. No he hecho pintar mi retrato todavía; como he estado
enferma estoy muy flaca y pálida y espero mejorar algo. He seguido tus consejos y
me cuido más que antes, trabajo menos, paseo con más frecuencia, con más
gente y sobre todo, tengo a mi disposición libros excelentes, que es lo que más
me gusta. Me encantaría podértelos prestar, pero es imposible. Añade a esto:
papá, mamá, mi hija y Cadet, personas con quienes hablo todo el día: así que
como te imaginarás, mis días pasan agradablemente. Me levanto entre 5 y 6 y me
acuesto a las 9 y nunca me aburro.

Te agradezco muchísimo que me hayas hecho conocer al señor y a la señora


Lanz y siento que nuestras enfermedades me hayan impedido recibirlo como
debería haberlo hecho; pero confío en poder compensarles el tiempo perdido.

No he olvidado, querido hermano, que me has pedido detalles sobre todo el


mundo; sobre esto te escribiré la semana entrante y como te diré verdaderamente
cómo se encuentran, esta carta será entre tú y yo.

Adiós; papá quiere escribirte y yo no le dejo papel; esta carta es corta, pero la
próxima ya verás.

Te abrazo con todo mi corazón.

Tu hermana,

Señora Vaudet, nacida Boussingault

CXXII

De Boussingault padre a su hijo

(Sobre la misma hoja de la anterior)

658

Me uno a tu hermana para contarte cuánto siento la prolongación de tu estancia
en Colombia y confiaba, de acuerdo con tu penúltima carta, poderte abrazar en el
curso del año de 1826. Tu última que me anuncia lo contrario, destruye esta
esperanza. No entro a discutir los motivos que te obligan a quedarte y si es por tu
bien, haré el penoso sacrificio de privarme de ti durante ese tiempo; pero te ruego
no abusar de tu salud y no correr detrás de una fortuna difícil de alcanzar.

Con frecuencia, mi querido Boussingault, uno es la víctima de un deseo


desenfrenado. ¿Qué necesita el hombre para ser feliz? La salud y el trabajo. Eso
lo puedes encontrar en el seno de tu familia, así que consulta tu corazón y tus
intereses. Espero la llegada de tu tío Luis del 8 al 15 de octubre y entonces te
escribiremos. El es ahora teniente coronel de dragones. Siguen contentos con
Cadet en donde está, pues se porta bien. Tu mamá, tías y primas están bien, lo
mismo que yo, quien te abraza de todo corazón. Tu padre,

Boussingault

Mi querido Lolo, te abrazo de todo corazón. Adiós querido amigo, vuelve tan
pronto sea posible.

Tu buena madre.

CXXIII

De Cadet Boussingault a su hermano

(Sobre la misma hoja de las tres anteriores)

Mi querido hermano:

Siempre estoy obligado a escribirte de último porque soy el más joven y la


educación así lo exige, de manera que no me dejan sino un pedacito de papel
para ponerte algunas palabras. Pero ya veo por qué: y es que mi hermana te ha
escrito y tú sabes que cuando ella habla o escribe, no termina jamás. En mi última
te contaba que mi padrino me había conseguido un empleo en donde un
contratista de la construcción y ahí me encuentro contento. He estado enfermo y
me han colocado 25 sanguijuelas alrededor del cuello, así que como podrás ver
tenía un bello collar y ahora tomo limonada y voy mejorando; pero de lo que estoy
contento y que me hace olvidar mis sufrimientos es que tuve una inflamación del
cerebro, enfermedad que no le da sino a los hombres que trabajan en exceso y el
médico me ha suspendido mis obligaciones durante algunos días. Estoy seguro de
que nunca pensarías esto de mí; la inflamación ya pasó y tengo más que contarte,
lo cual haré en otra carta. Adiós, que estés bien; te abraza de todo corazón,

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C. Boussingault

CXXIV

De la señora Vaudet a su hermano

París, octubre 25 de 1825

Mi querido hermano:

No he olvidado que me pediste noticias de toda la familia y lo que se me ocurre es


que deseas saber cómo están y en que se ocupan y trataré de satisfacerte, si mis
malditos dientes me lo permiten porque tengo una hinchazón espantosa.

Comienzo por el jefe de la familia: papá ha mejorado totalmente y lleva su vida


normal; mamá, por consiguiente está tranquila y contenta; ellos viven en nuestra
casa en donde tienen un agradable apartamento. Como sabes, papá vendió su
casa, la número 20 y colocó los fondos con nosotros, lo que le produce 2.000
francos de renta y como tienen sus gustos sencillos, esto es suficiente, inclusive
para lograr hacer algunas economías; él no gasta un centavo en sus diversiones,
pero siempre está alegre: en primer lugar, Lisa es su juguete; también tiene un
gato y juega con el animalito, como en los viejos tiempos. Mi tío dejó muchos
libros aquí en la casa y tú sabes que a papá le gusta la lectura y también juega
"damas" con Vaudet. Todos los domingos por la tarde jugamos a las cartas y nos
comemos las pérdidas en bizcochos; papá diariamente tiene muchas ocupaciones
y va a visitar los trabajos del canal; estos son oficios que él se ha inventado: va de
iglesia en iglesia asistiendo a todas las ceremonias, por ejemplo hoy que es San
Crispín, está en Notre Dame, para ver el culto de los zapateros a su santo patrón;
de regreso irá a ver a mi tía Colombe; ésta es la manera como pasa sus días,
siempre está contento, alegre y bondadoso, como de costumbre.

Mamá está más alegre que otras veces, sin embargo sigue sufriendo con dolores
de la gota, pero a pesar de esto ha vuelto a reír; se halla tan contenta de haber
dejado la maldita calle de la Parcheminerie, que nunca ha regresado allí desde
entonces. Ambas nos reímos de esas épocas con frecuencia y ella está muy feliz
aquí; olvida fácilmente las penas y los sufrimientos que le llegan, lo único que se le
hace más y más difícil de sobrellevar es tu ausencia. Toda la familia opina lo
mismo. En cuanto a mí se ha acrecentado mi amor por ti, pero olvido el hilo de mi
relato; mamá siempre está ocupada; cuando se aburre de coser o de permanecer
en su cuarto, viene a donde nosotros frecuentemente y si el tiempo está bueno,
damos un paseo por nuestro jardincito. Si tenemos invitados a comer, nuestros
padres siempre están presentes; si vamos al campo o a algún espectáculo los
invitamos; mamá viene con frecuencia, pero a papá le gusta caminar solo, o con
Lisa, por el Boulevard. A propósito, hace poco fuimos a un espectáculo con el

660

señor y la señora Lanz; ese día papá y Lisa fueron a ver a la señora Saquy, quien
hace una representación y a la ida encontré un reloj; no tienes idea de lo contento
que está.

Cadet hace 18 meses que trabaja en donde un contratista de la construcción y ya


ha recibido 200 francos de gratificación, lo que prueba que están contentos con él:
su apariencia es agradable; ha crecido y no se encuentra bien desde hace algún
tiempo, pues sufre de fatiga algunas veces: habla poco, pero con sensatez, en fin,
tiene todo lo necesario para salir adelante y confiamos en que así será; haremos
todos los esfuerzos necesarios para que así sea, puesto que hasta el presente
somos sus únicos amigos, ya que nunca se reúne con sus camaradas; en fin, es
un hombre razonable, pero no lee nada y es muy perezoso en lo que se refiere a
su instrucción; escríbele a ese propósito.

Le toca el turno a mi querido esposo; qué pudiera yo decirte de él, tú lo conoces


tan bien como yo y siempre es el mismo: lo único es que su salud es menos buena
que antes, desde ese violento ataque de gota; sigue sufriendo y tiene menos
ánimo, pero sigue haciendo proyectos con su dinero, corno en tus épocas; de
todas maneras se entretiene con la cerrajería que anda muy bien. Actualmente
está encargado de la construcción de una cárcel, un mercado, un puente sobre el
Sena, una iglesia, unos puentes basculantes y 3 o 4 casas más, todo eso fuera de
nuestros trabajos normales; como ves, tiene en qué ocuparse y esta primavera
vamos a comenzar 10 casas en la calle de Provence. He aquí nuestros trabajos y
en cuanto a la situación económica, ahora comienza a andar bien. Ademas
tenemos la renta de nuestra casa, 6.000 francos y nuestra casa para vivir; como
ves es un buen pasar, especialmente para mí que no soy ambiciosa: no pido nada
más; si viene, tanto mejor, pero no me mataré para alcanzarlo; ahora trabajo
menos que antes y estoy engordando un poco: eso era lo que esperaba para que
me hicieran el retrato, así que pronto recibirás nuestras nobles fisonomías.

Mi hija crece, es graciosa y bastante razonable para su edad; toda la familia la


adora: yo no la consiento mucho y es a mí a quien prefiere. Sin duda no se
acuerda de ti, pero siempre te nombra y espera que le traigas un loro; te ruego no
olvidarlo. Todavía tengo mucho qué contarte, pero no tengo más papel; te
escribiré en 15 días las noticias del resto de la familia; únicamente te contaré que
nuestra tía Colombe está muy grave y ya sin esperanzas. Quisiera decirte otra
vez, amigo mío cuánto te queremos y deseamos volverte a ver. Vuelve lo más
pronto posible, adiós, te abrazo y afectuosamente soy tu hermana,

Señora Vaudet, nacida Boussingault

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P.D. En esta carta encontrarás una de Benoist que había olvidado enviarte. Sus
padres se interesan siempre por ti y siguen en los Archivos, a pesar de que
desean salir de allí, pero no les dan sino una pobre pensión.

Adiós, querido amigo, cuéntame si recibes las cartas que yo te escribo. El señor
Lanz no ha recibido noticias de la República lo cual extraña.

Adiós.

CXXV

De la señora Vaudet a Boussingault

París, 20 de diciembre de 1825

Mi querido hermano:

En mi carta del 1 de este mes te di noticias de la situación de la familia y prometí


continuar con el resto, así que voy a terminar de satisfacerte y me sentiré muy
contenta si he cumplido tu deseo. Mi tío ha sido nombrado hace 6 meses como
teniente coronel de los Dragones del Calvados, pero todavía debe permanecer 18
meses en servicio para poder obtener la pensión de ese grado y en seguida
vendrá a vivir con nosotros; él nos demuestra a todos mucho cariño y
mantenemos una correspondencia continua; es muy amable y te quiere mucho y
desea que regreses rápidamente y ha pensado ir a encontrarte a Inglaterra si le
cuentas cuando llegarás. En su último viaje dejó 200 francos de renta a cada una
de nuestras tías; esto nos ha causado un gran placer. La tía Duhamel está bien y
feliz; lo que le dejó el tío le ha venido muy bien y como tenemos con ella una
deuda por los cuidados que le dispensó a Lisa, le hacemos varios regalos durante
el año, lo cual contribuye a que no esté muy estrecha; ella me pide que te diga que
no quiere morir sin volverte a ver. Hace tiempo te conté que había muerto el señor
Bourdon. Nuestra tía Colombe está terminando su vida en el momento cuando era
muy feliz; sus hijas ya son mayores, bonitas, amables y muy buenas obreras;
trabajan mucho y ganan hasta 8 francos diarios entre las dos; antes de la
enfermedad de su madre venían todos los domingos a pasar el día con nosotros y
las recibíamos con gusto, pero ahora no les es fácil venir. El pobre Luther está
muy triste y continúa como siempre. He aquí, querido amigo, el estado de nuestra
familia; todos vivimos en buen entendimiento, comemos juntos frecuentemente y
con gran alegría, naturalmente en estas reuniones eres tú quien más falta nos
haces.

Vaudet quiere mucho a nuestra familia, la recibe con gusto y tiene mil atenciones
para todos, cosa que yo le agradezco muchísimo.

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Te contaré una triste noticia: la señora Loire murió asfixiada de una manera
horrible: yo lo sentí mucho porque era una buena amiga. El señor Guillemin vino a
vernos hace una semana: confía encontrar carta tuya en casa de su padre. Un
discípulo de Saint-Etienne acaba de escribirle que recibió carta de América para él
y después de un viaje que hará a Avesnes nos contará del contenido de esa
misiva. He recibido una carta tuya por intermedio del señor Humboldt y en ella me
dices que dejaste a Santa Fe, pero no me cuentas si regresarás allí, si continuas
al servicio de Colombia, si el viaje que vas a emprender es pagado por ese país o
por los ingleses de quienes nos has hablado. ¿Viajarás solo o con el señor
Rivero? No nos hablas del estado de tus finalizas, de lo cual yo siempre me
preocupo, pero desde que sé que de ello depende tu regreso, deseo que tengas el
mejor éxito y nos cuentes dónde depositas tus ahorros. Esta pregunta te la he
hecho varias veces y me extraña que no me hayas respondido; no sé si recibas
mis cartas, pero creo que pueden llegarte en un año o dos, mientras tanto
escríbeme con detalles sobre tu situación, tu salud, tus diversiones y tus
problemas. Debes saber que esto nos interesa mucho. Adiós, escríbenos lo más
pronto que puedas, como yo lo hago.

Lisa te abraza y te desea un buen año y buena salud; te envía gracias por el collar
de oro que le prometes; ella ha crecido y es bastante razonable. Vamos a buscarle
un pensionado, pues por ahora no conoce sino algunas letras y pocas oraciones;
¡gasté más de dos años enseñándole el Padre Nuestro y el Ave María! Como ves,
no tiene ninguna disposición y sin embargo es viva y despierta, pero le gusta
mucho jugar y la dejo que lo haga. Yo también, querido hermano, te deseo un
buen año. Papá, mamá, Vaudet, Cadet y toda la familia te abrazan. Tío Luis
llegará en los primeros días de enero para pasar 3 meses con nosotros. Tan
pronto tú vengas se alegrarán. Adiós, querido amigo, no nos olvides y regresa lo
más pronto posible. Tu hermana y amiga.

Señora Vaudet

P.D. A Lisa le parece que no hablo lo suficiente de ella; quiere que te diga que te
abraza, que te quiere con todo el corazón y quiere verte. Ven y no olvides el collar.
Con frecuencia vemos a los señores Lanz, quienes están resentidos de no recibir
noticias tuyas; escríbeles, pues son gente amable; la señora siempre está
enferma.

CXXVI

De Luis Boussingault a su sobrino

París, marzo 27 de 1826

Mi querido sobrino:

663

Acabo de pasar un tiempo con la familia y hoy salgo para Besancon, en donde
estoy de guarnición hasta el próximo invierno. No creo que lo veré en esa época,
porque de acuerdo con sus cartas veo que haya resuelto regresar dentro de 2
años. A pesar del placer que tendría de volverlo a ver antes, aplaudo su
determinación: es el resultado de un hombre experimentado que quiere
firmemente lo que cree más ventajoso. No necesito decirle que deseo que sus
empresas tengan un éxito total. Adiós, mi querido sobrino, su padre terminará esta
carta. Créame siempre su afectuoso tío.

L. Boussingault

CXXVII

Del señor Boussingault a su hijo

(Sobre la misma hoja que la precedente)

Mi querido Boussingault:

Hace tiempo que estoy sin noticias tuyas: tu última fechada el 31 de agosto de
1825, la cual recibimos el 4 de marzo, no menciona que hayas recibido ninguna
nuestra. Parece que a pesar de la cantidad de cartas que se te escriben, te llegan
muy pocas o se te olvida participarnos su recibo. Lo mismo sucede con las cartas
que escribes al señor Lanz, a quien tenemos el gusto de ver con frecuencia y nos
aconseja atribuir esas pérdidas a la negligencia de los capitanes de barco. No te
pido que me escribas con más frecuencia porque estoy seguro que lo haces y que
como nosotros, no dejas pasar la ocasión que se presente para enviarnos noticias
tuyas. Tu tío Luis, quien pasó sus vacaciones de semestre con nosotros, partió
para su regimiento y confía en retirarse del servicio el próximo año en diciembre,
cuando esperamos tenerte con nosotros, si tú realizas tu promesa de regresar.

Cadet continúa de contratista; están contentos con él. Hasta ahora está bien de
salud. Tu tío hace compras de libros y de cuadros para su apartamento y nuestra
sala ya tiene una buena cantidad de todo ello; Cadet te ha suscrito, por tu cuenta,
a una obra completa de Buffon.

Si tenemos la suerte de que ésta llegue, cuéntanos qué ha pasado con tus
compañeros de viaje; aquí están inquietos por la suerte de los esposos Roulin;
hazme el favor de darnos algunos detalles sobre la forma como ustedes se
separaron. Sabemos que el señor Rivero está en su patria. Toda la familia está
bien y te abraza. Olvidaba contarte que tu tío va a ser padrino, cuando tu hermana
de a luz, en dos meses. Todo está bien y la industria mejora. Adiós, mi querido
hijo, cuida tu salud que es lo más precioso. El señor Vaudet acaba de recibir tu
carta de Titiribí del 12 de noviembre de 1825 y veo que continúas con la misma

664

idea de venir pronto a vivir en el Marais. Dios lo quiera. Termino abrazándote de
todo corazón y soy tu amante padre,

Boussingault

CXXVIII

De Vaudet a Boussingault

(Sobre la misma hoja que la precedente)

Me inclino ante el célebre viajero, señor Boussingault de Titiribí, nombre casi


diabólico que como ves, no pude escribir sin cometer dos faltas: no podemos,
nosotros, ciudadanos apacibles de la vieja Europa, ver las bondades de los países
que recorres, como las serpientes, las flechas envenenadas de los salvajes de tu
nación, las cadenas de montañas y los precipicios; pero en cambio vemos las
gracias de Joko, la coronación de Carlos X, la llamada a nuestros señores los
discípulos de Escobar o de los jesuitas y muchos incendios especialmente el del
circo de Franconi.

Nos encantaría ver ministros desinteresados, nobles que creyeron que nosotros,
oscuros plebeyos, somos hechos del mismo pedazo de barro que ellos y que un
noble muerto no vale lo que un perro vivo y a gentes de partido que quisieran
reconocer algún mérito a quienes no piensan como ellos pero creo que antes
veremos muchos otros milagros pues esas cosas serían para algunos, como dice
la Santa Escritura, la abominación y la desolación. Fuera de esto, para mí nada
tiene importancia: soy un independiente, teniendo en cuenta que no necesito
emplearme, ya que mi pequeña industria me es suficiente. Nosotros, los
particulares, nos consolamos viendo las catástrofes que suceden a quienes nos
tratan mal: que hagan procesiones para el jubileo, que proscriban las obras de
Voltaire, las de Volney y las de Rousseau, de todas maneras ellos morirán y que el
diablo se los lleve. Amén. Vuelve a vivir tranquilo con nosotros en el Marais, tan
pronto te sea posible. Haremos lo indecible para que tu permanencia sea
agradable.

Vaudet

CXXIX

De la señora Vaudet a su hermano

París, noviembre 6 de 1826

665

Mi querido hermano:

Hace un año que no hemos recibido tus noticias; te imaginas la inquietud que
sentimos. Te he escrito muchas veces, pero no he tenido respuesta. Ignoro si eres
más afortunado y si recibes las nuestras, así lo espero porque un silencio tan largo
es muy triste. Te he escrito, querido amigo, para contarte que mi familia ha
aumentado: el 2 de julio pasado nació un hermoso niño cuyo padrino debe ser
nuestro tío, pero como no puede dejar su regimiento sino hasta enero, el niño será
un pagano hasta esa época; si quieres venir para el bautizo, te invito de todo
corazón. Lisa quiere ser la madrina, ella es alta, pero anda mal de salud; sus
dientes de los 7 años le molestan y quisiera que este año terminara para hacerla
trabajar un poco porque no sabe gran cosa, pero confio que la aplicación le llegue
con el tiempo. Papá y mamá se encuentran bien: están tranquilos y contentos y si
estuvieras con nosotros no les faltaría nada a su satisfacción; pero siempre hay
que desear alguna cosa en este mundo y es cierto que ellos lo que quieren es
verte.

Cadet trabaja y como te lo he contado varias veces, quiere ser contratista; en esto
anda hace como dos años y confio en que será su porvenir; sigue en el mismo
empleo, es decir, que están contentos con él; es amable y si continúa trabajando
como hasta ahora, sin duda haremos algo de él. Me gusta que tenga un oficio que
lo haga permanecer con nosotros, posiblemente sea menos instruido que tú y no
tendrá la esperanza de que algún día lo citen entre los grandes viajeros, pero sin
duda podrá ser feliz, porque dudo mucho de que tú lo seas. Para mí, la felicidad es
encontrarme con mi familia, como ahora lo estoy y cuando todos se hallan bien, no
tengo sino la sola tristeza de no estar contigo, porque tu ausencia es lo único que
me acongoja, ya que todo ha salido mejor de lo que me atrevía a esperar; soy muy
feliz en mi matrimonio, tengo hijos que encuentro encantadores, papá y mamá me
quieren mucho, lo mismo que Cadet y si tú me conservas el cariño, como lo
espero, no queda nada más qué desear y esto para mí es mucho.

En cuanto a dinero, soy mucho más rica de lo que esperaba ser en tan corto
tiempo y sin embargo todavía trabajamos y con mucho agrado. Vaudet tiene un
ayudante y yo una cocinera y una nodriza para el bebé, como ves, ya tengo mi
casa completa y cuando nos des el gusto de regresar, podré recibirte más
agradablemente que antes, pero nunca con más cariño.

Para completar la inquietud en que nos encontramos por tu silencio, los diarios
nos anuncian un tremendo temblor de tierra, que dicen, tuvo lugar en Bogotá.
Confio en que nada te haya sucedido, ya que informan que nadie murió, pero me
temo que hayas perdido papeles o cosas importantes para ti y que esto demora tu
regreso; escribe pronto para sacarnos de la inquietud en que nos encontramos.

La señora Benoist y su hijo te abrazan y te envían sus saludos. Julio tiene un


empleo en París y vive con su mamá, quien, como tu sabes, perdió a su marido;

666

ella es una excelente mujer, yo la quiero mucho. En cuanto a Julio, siempre es un
poquito original.

Saint-Remy vino esta semana para averiguar de ti, sigue muy interesado, no
tienen suerte y nada les resulta; le gustaría tener un empleo, pero es difícil de
conseguir sin recomendaciones. El señor Lanz siempre es muy amable, lo mismo
que su mujer y los visitamos con frecuencia, pues los queremos mucho. Sin duda
sabes que recibió orden de regresar, pero su salud no se lo permite y creo que
eso será por mucho tiempo, así que me duele saber que no recibe sueldo, porque
ya tienen suficientes preocupaciones.

Adiós, mi querido amigo, otro año que pasa y todavía no te veremos. Trata que el
próximo no sea igual a éste. Te deseo mucha salud, felicidad y fortuna. Adiós,
querido Boussingault, te abraza mil veces y soy tu devota hermana y amiga,

Señora Vaudet

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