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"TODA LA RESPONSABILIDAD ES TUYA"

Una vez un hombre estaba viajando y entró al paraíso por error. En el


concepto indio del paraíso, hay árboles que conceden los deseos.
Simplemente te sientas bajo uno de estos árboles, deseas cualquier cosa e
inmediatamente se cumple no hay espacio alguno entre el deseo y su
cumplimiento.

El hombre estaba cansado, así que se durmió bajo un árbol dador de


deseos. Cuando despertó, tenía hambre, entonces dijo: "¡Tengo tanta
hambre! Ojalá pudiera tener algo de comida". E inmediatamente apareció
la comida de la nada simplemente flotando en el aire, una comida deliciosa.
Tenía tanta hambre que no prestó atención de dónde había venido la
comida. Cuando tienes hambre, no estás para filosofías.

Inmediatamente empezó a comer y la comida estaba tan deliciosa! Una vez


que su hambre estuvo saciada, miró a su alrededor. Ahora se sentía
satisfecho. Otro pensamiento surgió en él: "¡Si tan sólo pudiera tomar
algo!" Y por ahora no hay ninguna prohibición en el paraíso, de modo que
de inmediato apareció un vino estupendo.

Mientras bebía este vino tranquilamente y soplaba una suave y fresca brisa
bajo la sombra del árbol, comenzó a preguntarse: "Qué está pasando?
¿Estoy soñando o hay fantasmas que están jugándome una broma?" Y
aparecieron fantasmas feroces, horribles, nauseabundos. Comenzó a
temblar y pensó:
"Seguro que me matan!" Y lo mataron.

Esta es una antigua parábola, de inmensa significación. Tu mente es un


árbol dador de deseos: pienses lo que pienses, tarde o temprano se verá
cumplido.

A veces, la brecha es tan grande que te olvidas por completo que lo


deseaste, de modo que no puedes reconocer la fuente. Pero si observas
profundamente, bailarás que todos tus pensamientos te están creando a ti
y a tu vida. Crean tu infierno, crean tu cielo. Crean tu desgracia y tu alegría,
lo negativo y lo positivo...
Cada uno es aquí un mago. Cada uno está hilando y tejiendo un mundo
mágico en torno de sí mismo... y luego es atrapado. La araña misma es
atrapada en su propia tela.
No hay nadie que te torture excepto tú mismo. Y cuando se comprende
esto, las cosas comienzan a cambiar. Entonces puedes modificarlo,
transformar tu infierno en cielo: sólo se trata de pintarlo con una visión
diferente...
Toda la responsabilidad es tuya.
Y entonces surge una nueva posibilidad: puedes dejar de crear el mundo.
No hay necesidad de crear ni en el cielo ni en el infierno, no hay ninguna
necesidad de crear nada. El creador puede descansar, jubilarse. Y la
jubilación de la mente es la meditación.
EL TAZÓN DE MADERA
El viejo se fue a vivir con su hijo, su nuera y su nieto de cuatro años. Ya las
manos le temblaban, su vista se nublaba y sus pasos flaqueaban. La familia
completa comía junta en la mesa, pero las manos temblorosas y la vista
enferma del anciano hacían el alimentarse un asunto difícil. Los guisantes
caían de su cuchara al suelo y cuando intentaba tomar el vaso, derramaba
la leche sobre el mantel.

El hijo y su esposa se cansaron de la situación. "Tenemos que hacer algo con


el abuelo", dijo el hijo. "Ya he tenido suficiente. Derrama la leche, hace
ruido al comer y tira la comida al suelo". Así fue como el matrimonio decidió
poner una pequeña mesa en una esquina del comedor.

Ahí, el abuelo comía solo mientras el resto de la familia disfrutaba la hora


de comer. Como el abuelo había roto uno o dos platos, su comida se la
servían en un tazón de madera. De vez en cuando miraba hacia donde
estaba el abuelo y podían ver una lágrima en sus ojos mientras estaba allí
sentado solo.
Sin embargo, las únicas palabras que la pareja le dirigía eran fríos llamados
de atención cada vez que dejaba caer el tenedor o la comida. El niño de
cuatro años observaba todo en silencio. Una tarde antes de la cena, el papá
observó que su hijo estaba jugando con trozos de madera en el suelo le
preguntó dulcemente: -"¿Qué estás haciendo?"

Con la misma dulzura el niño le contestó: "Ah, estoy haciendo un tazón para
ti y otro para mamá para que cuando yo crezca, ustedes coman en ellos."
Sonrió y siguió con su tarea. Las palabras del pequeño golpearon a sus
padres de tal forma que quedaron sin habla. Las lágrimas rodaban por sus
mejillas.

Y, aunque ninguna palabra se dijo al respecto, ambos sabían lo que tenían


que hacer. Esa tarde el esposo tomó gentilmente la mano del abuelo y lo
guió de vuelta a la mesa de la familia. Por el resto de sus días ocupó un lugar
en la mesa con ellos. Y por ninguna razón, ni el esposo ni la esposa, parecían
molestarse más cada vez que el tenedor se caía, la leche se derramaba o se
ensuciaba el mantel.

Los niños son altamente perceptivos. Sus ojos observan, sus oídos siempre
escuchan y sus mentes procesan los mensajes que absorben.
Si ven que con paciencia proveemos un hogar feliz para todos los miembros
de la familia, ellos imitarán esa actitud por el resto de sus vidas. Los padres
y madres inteligentes se percatan que cada día colocan los bloques con los
que construyen el futuro de su hijo. Seamos constructores sabios, y
modelos a seguir. La gente olvidará lo que dijiste y lo que hiciste, pero nunca
cómo los hiciste sentir.

He aprendido que puedes decir mucho de una persona por la forma en que
maneja tres cosas: un día lluvioso, equipaje perdido y luces del arbolito,
enredadas. He aprendido que independientemente de la relación que
tengas con tus padres, los vas a extrañar cuando ya no estén contigo. He
aprendido que aun cuando me duela, no debo estar solo. He aprendido que
aún tengo mucho que aprender y que deberíamos pasar esto a todos los
que nos importan. Yo acabo de hacerlo.

Adaptación: Oscar Huamancayo Barrientos


COMPRENSION DE LECTURA
Nombre: Grado: 4º Fecha: 23-04-2019

“EL SUEÑO DEL PONGO”

AUTOR: JOSÉ MARÍA ARGUEDAS

Un hombrecito se encaminó a la casa hacienda de su patrón. Como era


siervo iba a cumplir el turno de pongo de sirviente en la gran residencia. Era
pequeño, de cuerpo miserable, de ánimo débil, todo lamentable; sus ropas
viejas.
El gran señor, patrón de la hacienda, no pudo contener la risa cuando el
hombrecito lo saludo en el corredor de la residencia.
¿Eres gente u otra cosa? – le preguntó delante de todos los hombres y
mujeres que estaban de servicio.
Humillándose, el pongo contestó. Atemorizado, con los ojos helados, se
quedó de pie.
¡A ver! – Dijo el patrón – por lo menos sabrá lavar ollas, siquiera podrá
manejar la escoba, con esas sus manos que parece que no son nada.
¿Llévate esta inmundicia! – ordenó al mandón de la hacienda.
Arrodillándose, el pongo le besó las manos al patrón y, todo agachado,
siguió al mandón hasta la cocina.
El hombrecito tenía el cuerpo pequeño, sus fuerzas eran sin embargo como
las de un hombre común. Todo cuanto le ordenaban hacer lo hacía bien.
Pero había un poco como de espanto en su rostro; algunos siervos se reían
de verlo así, otros lo compadecían. “Huérfano de huérfanos; hijo del viento
de la luna debe ser el frío de sus ojos, el corazón pura tristeza”, había dicho
la mestiza cocinera, viéndolo.

El hombrecito no hablaba con nadie; trabajaba callado; comía en silencio.


Todo cuanto le ordenaban, cumplía. “Sí, papacito; sí, mamacita”, era cuanto
solía decir.
Quizá a causa de tener una cierta expresión de espanto, y por su ropa tan
haraposa y acaso, también porque quería hablar, el patrón sintió un
especial desprecio por el hombrecito. Al anochecer, cuando los siervos se
reunían para rezar el Ave María, en el corredor de la casa hacienda, a esa
hora, el patrón martirizaba siempre al pongo delante de toda la
servidumbre; lo sacudía como a un trozo de pellejo.
Lo empujaba de la cabeza y lo obligaba a que se arrodillara y, así, cuando ya
estaba hincado, le daba golpes suaves en la cara.
Creo que eres perro. ¡Ladra! – le decía.
El hombrecito no podía ladrar.

Ponte en cuatro patas le ordenaba entonces. El pongo obedecía, y daba


unos pasos en cuatro pies.

Trota de costado, como perro seguía ordenándole el hacendado.


El hombrecito sabía correr imitando a los perros pequeños de la puna.
El patrón reía de muy buena gana; la risa le sacudía todo el cuerpo.
¡Regresa! – le gritaba cuando el sirviente alcanzaba trotando el extremo del
gran corredor.
El pongo volvía, corriendo de costadito. Llegaba fatigado.
Algunos de sus semejantes, siervos, rezaban mientras tanto el Ave María,
despacio, como viento interior en el corazón.
¡Alza las orejas ahora, vizcacha! ¡Vizcacha eres! – mandaba el señor al
cansado hombrecito. – Siéntate en dos patas; empalma las manos.
Como si en el vientre de su madre hubiera sufrido la influencia modelante
de alguna vizcacha, el pongo imitaba exactamente la figura de uno de estos
animalitos, cuando permanecen quietos, como orando sobre las rocas. Pero
no podía alzar las orejas.
Golpeándolo con la bota, sin patearlo fuerte, el patrón derribaba al
hombrecito sobre el piso de ladrillo del corredor.

Recemos el Padrenuestro – decía luego el patrón a sus indios, que


esperaban en fila.
El pongo se levantaba a pocos, y no podía rezar porque no estaba en el lugar
que le correspondía ni ese lugar correspondía a nadie.
En el oscurecer, los siervos bajaban del corredor al patio y se dirigían al
caserío de la hacienda.
¡Vete pancita! – solía ordenar, después, el patrón al pongo.
Y así, todos los días, el patrón hacía revolcarse a su nuevo pongo, delante
de la servidumbre. Lo obligaba a reírse, a fingir llanto. Lo entregó a la mofa
de sus iguales, los colonos.
Pero… una tarde, a la hora del Ave María, cuando el corredor estaba
colmado de toda la gente de la hacienda, cuando el patrón empezó a mirar
al pongo con sus densos ojos, ése, ese hombrecito, habló muy claramente.
Su rostro seguía un poco espantado.
Gran señor, dame tu licencia; padrecito mío, quiero hablarte dijo.
El patrón no oyó lo que oía.
¿Qué? ¿Tú eres quien ha hablado u otro? – preguntó.
Tú licencia, padrecito, para hablarte. Es a ti a quien quiero hablarte repitió
el pongo.
Habla… si puedes contestó el hacendado……………………………………………………
Padre mío, señor mío, corazón mío – empezó a hablar el hombrecito -. Soñé
anoche que habíamos muerto los dos juntos; juntos habíamos muerto.
¿Conmigo? ¿Tú? Cuenta todo, indio – le dijo el gran patrón.
Como éramos hombres muertos, señor mío, aparecimos desnudos. Los dos
juntos; desnudos ante nuestro gran Padre San Francisco.
¿Y después? ¡Habla! – ordenó el patrón, entre enojado e inquieto por la
curiosidad.
Viéndonos muertos, desnudos, juntos, nuestro gran Padre San Francisco
nos examinó con sus ojos que alcanzan y miden no sabemos hasta qué
distancia. A ti y a mí nos examinaba, pensando, creo, el corazón de cada
uno y lo que éramos y lo que somos. Como hombre rico y grande, tú
enfrentabas esos ojos, padre mío.
¿Y tú?
No puedo saber cómo estuve, gran señor. Yo no puedo saber lo que valgo.
Bueno, sigue contando.
Entonces, después, nuestro Padre dijo con su boca: “De todos los ángeles,
el más hermoso, que venga. A ese incomparable que lo acompañe otro
ángel pequeño, que sea también el más hermoso. Que el ángel pequeño
traiga una copa de oro, y la copa de oro llena de la miel de chancaca más
transparente”.
¿Y entonces? – preguntó el patrón.
Los indios siervos oían, oían al pongo, con atención sin cuenta pero
temerosos.

Dueño mío: apenas nuestro gran Padre San Francisco dio la orden, apareció
un ángel, brillando, alto como el sol; vino hasta llegar delante de nuestro
Padre, caminando despacio. Detrás del ángel mayor marchaba otro
pequeño, bello, de luz suave como el resplandor de las flores. Traía en las
manos una copa de oro.
¿Y entonces? – repitió el patrón.
“Ángel mayor: cubre a este caballero con la miel que está en la copa de oro;
que tus manos sean como plumas cuando pasen sobre el cuerpo del
hombre”, diciendo, ordenó nuestro gran Padre. Y así, el ángel excelso,
levantando la miel con sus manos, enlució tu cuerpecito, todo, desde la
cabeza hasta las uñas de los pies. Y te erguiste, solo; en el resplandor del
cielo la luz de tu cuerpo sobresalía, como si estuviera hecho de oro,
transparente.
Así tenía que ser – dijo el patrón, y luego preguntó:
¿Y a ti?
Cuando tú brillabas en el cielo, nuestro Gran Padre San Francisco volvió a
ordenar: “Que de todos los ángeles del cielo venga el de menos valer, el
más ordinario. Que ese ángel traiga en un tarro de gasolina excremento
humano”.
¿Y entonces?
Un ángel que ya no valía, viejo, de patas escamosas, al que no le alcanzaban
las fuerzas para mantener las alas en su sitio, llegó ante nuestro gran Padre;
llegó bien cansado, con las alas chorreadas, trayendo en las manos un tarro
grande. “Oye viejo – ordenó nuestro gran Padre a ese pobre ángel -,
embadurna el cuerpo de este hombrecito con el excremento que hay en
esa lata que has traído; todo el cuerpo, de cualquier manera; cúbrelo como
puedas. ¡Rápido!”. Entonces, con sus manos nudosas, el ángel viejo,
sacando el excremento de la lata, me cubrió, desigual, el cuerpo, así como
se echa barro en la pared de una casa ordinaria, sin cuidado. Y aparecí
avergonzado, en la luz del cielo, apestando…
Así mismo tenía que ser – afirmó el patrón. – ¡Continúa! ¿O todo concluye
allí?
No, padrecito mío, señor mío. Cuando nuevamente, aunque ya de otro
modo, nos vimos juntos, los dos, ante nuestro Gran padre San Francisco, él
volvió a mirarnos, también nuevamente, ya a ti ya a mí, largo rato. Con sus
ojos que colmaban el cielo, no sé hasta qué honduras nos alcanzó, juntando
la noche con el día, el olvido con la memoria. Y luego dijo: “Todo cuanto los
ángeles debían hacer con ustedes ya está hecho. Ahora ¡lámanse el uno al
otro! Despacio, por mucho tiempo”. El viejo ángel rejuveneció a esa misma
hora; sus alas recuperaron su color negro, su gran fuerza. Nuestro Padre le
encomendó vigilar que su voluntad se cumpliera
El juicio del gallo y el pucu pucu

Cuentan que, desde tiempos inmemoriales, el pucu-pucu, era el único


encargado de anunciar la hora. Al escuchar su canto, todos se levantaban,
se acostaban, almorzaban, o realizaban otras actividades. Un día, de lejanas
tierras, llegó el gallo quien con voz estentórea comenzó a realizar la misma
tarea. La presencia del extranjero hizo que el pucu-pucu presintiera el final
de su privilegio.

Celoso, el pucu-pucu, interpuso una denuncia ante el juez, acusando al gallo


que usurpador y pidiendo se respeten sus derechos, presentó como
pruebas todos los documentos que acreditaban, desde épocas remotas, su
prerrogativa de ser el único anunciador del tiempo. El ratón que había
observado este trámite, tomó nota de todo. Ante esta denuncia, el junto
Juez dispuso que el gallo compareciera a responder la demanda, trayendo
consigo, si los poseía, los papeles que justificasen sus actos y su presencia.

Al día siguiente, el ratón vio que el gallo paseaba tranquilamente, llevando


dos taleguillas llenas de tostado. Se le acercó y con la boca hecha agüita,
pues este alimento encantaba a su paladar le dijo:

Yo sé algo que te interesa mucho. Dame ese rico tostado y lo sabrás.


La propuesta le interesó al gallo que con prontitud le alcanzó un puñado de
su fiambre. Después de saborear una porción del tostado, y ante las
exigencia del ave, el ratón contó todo lo que había visto y escuchado en el
despacho del juez; haciéndole notar el peligro que corría por ser extranjero
y el derecho inmemorial que amparaba al pucu-pucu. El gallo se puso triste
con la noticia.
No te preocupes, le dijo el ratón – aprovechando el momento – yo te voy a
ayudar, pero. tú sabes, en esta vida todo tiene precio. Dame todo tu tostado
y yo me encargaré de desaparecer todas las pruebas que ha presentado el
pucu-pucu.
¡Llévate las dos talegas! – respondió entusiasmado, el gallo, entregándole
todo el tostado que traía. El roedor, muy contento, las recibió sin disimular
su ambición, y se fue apresuradamente, no sin antes decir:
Pierde cuidado, ¡todo se arreglará¡… ¡las pruebas desaparecerán!
Por la noche, sigilosamente el roedor ingresó por una rendijita a las oficinas
del juez y buscando diligentemente, por todos los rincones, encontró los
documentos y, royendo y royendo pacientemente, los hizo desaparecer, de
este modo quedaron destruidas las pruebas que acreditaban el derecho
que asistía al pucu-pucu. -¡Ya está! ¿Alguien me habrá visto? – dijo,
sonriendo y, ufano y sin pizca de remordimiento se marchó, seguro de
haber cumplido su promesa.

El día fijado concurrieron ante el juez ambos litigantes. La autoridad, luego


de tomarles su manifestación, pidió a cada uno que presentasen los
documentos que prueben su derecho. El gallo no los tenía y el pucu-pucu,
afirmaba haberlos dejado en el despacho oportunamente. Como éstos, no
aparecían por ningún lado, el juez determinó que ambos se sometieran a
una prueba: ¡anunciar la madrugada la finalizar esa noche! El juez se
encargaría de controlar la exactitud con que lo hacían para dictar sentencia.
El pucu-pucu, sorprendido y con la desesperación de la injusticia, no tuvo
más remedio que aceptar; pero se hallaba tan preocupado y alterado por la
rabia de saberse víctima de semejante atropello que se marchó silencioso a
su nido.

¡Pucuy, pucuuy, pucuuuy!- cantaba desentonadamente y a cada momento


en su afán de no perder la prueba, -¡Pucuy, pucuuy, pucuuy! – molestaba la
constancia de su canto, -¡Pucuy, pucuuy pucuuuy!-, su destemplada voz,
irritaba al juez y a todos los vecinos. Nadie pudo dormir aquella noche por
la impertinencia del nervioso.
-¡Cocorocooo!, cantó el gallo al clarear el alba seguro de sí mismo, luego de
haber dormido tranquilamente. Así, orgulloso, anunció el amanecer, luego
de batir sus potentes alas.

Al día siguiente volvieron a presentarse ante el Justo Juez, quien


ceremoniosamente, dictó sentencia. El pucu-pucu había perdido. En vez de
anunciar la hora oportunamente, había interrumpido el sueño de los
demás, mientras que el gallo lo hizo con exactitud. Esto lo autorizaba a
seguir anunciando los amaneceres.
Se consumó, de esta manera, gracias a la complicidad leguleyesca del ratón,
la usurpación de los derechos que había tenido, por tantos siglos, tantas
generaciones de pucu-pucus.

Cada quien se fue a su casa. El gallo ufano y muy contento, íntimamente


agradecido para el ratón. El pucu-pucu, triste y cabizbajo, sin hallar al
explicación de su desgracia, pensando únicamente en la venganza como
remedio.

MINA DE YAURICOCHA

En la mina de Yauricocha, cuando entró a trabajar un obrero en su turno


normal de 4:00am, su jefe le dijo: te vamos a cambiar de turno, a las 12 de
la media noche. Entonces él entró a trabajar como le asignó su jefe y cuando
se dirigía al penúltimo nivel de la mina que era profundo para cuidar la
bomba de presión, él dijo: mejor me duermo un momento y después cuido,
y cuando estaba durmiendo se acercó un “Muky” (diablo de las minas) y le
dijo: Levántate ocioso, envés que estés durmiendo debes estar trabajando,
y el obrero entre sus sueños le dijo: pero solo descanso un momento, y él
se despertó y trato de ver quien estaba ahí y dijo: voy a ponerme el casco
con lámpara, y al momento de encender la lámpara, no prendía, y el Muky
le dijo por qué te desesperas en tratar de verme si yo te conozco muy bien
y a todos los que trabajan en mi casa tratando de llevarse lo que tengo. De
repente la lámpara del obrero se prendió, y vio que era pequeño y tenía
casco. El Muky se sacó el casco, y ahí vio que tenía pequeños cuernos, y le
mostró muchas monedas de oro dentro de su casco y le dijo: ven trabaja
conmigo y serás más rico que un rey de afuera.
Y así el Muky le mostró toda su riqueza. Ya se había cumplido el turno del
obrero y el Muky le dijo: vé a tu casa y no cuentes a nadie lo que viste. El
obrero fue a su casa, y como no estaba contento con lo que había visto,
entonces se le contó a su esposa. es éste le dijo Luego al día siguiente,
regresó a su trabajo y se encontró con el Muky, entonces: ¿no le contaste
nada a nadie no? Y el obrero le respondió que no, entonces el Muky le dijo:
no me mientas, y el obrero le respondió: no te miento. El Muky le dijo: si
me sigues mintiendo te quedarás aquí conmigo. Entonces el obrero le contó
lo que había pasado a su jefe y a sus compañeros. El Muky se enteró y le
dijo: tú me mentiste, le dijiste a todos lo que viste y ahora te quedarás
conmigo para siempre aquí en mi casa, y el Muky le puso unas botas de oro
al obrero y le dijo: con éstas andarás, sólo saldrás de aquí cuando se gaste
por completo, y el obrero trataba de escapar por el camino que él conocía
pero no encontraba la salida ; y ahora anda llorando y caminado por toda
la mina y hasta entonces dicen que por su sufrimiento ocasiona derrumbes
en la mina.

EL MITO DEL UTUSHKURO

Hace mucho tiempo sembraba papas en este hermoso valle un hombre


llamado Pablo Curo. Tenía una mujer joven y bella, le había dado varios hijos
y como buena vallina ayudaba a su marido en las tareas del campo y cuidaba
con esmero los menesteres del hogar.
Pablo Curo poseía una chacra de considerable extensión. Labraba la tierra
de sola a sol y sus cosechas eran abundantes y su progreso notable. Pero
era ambicioso y egoísta. Lo quería todo para sí, era rico.
Una tarde vio venir a lo lejos a una anciana madre y dejando el azadón
tirado sobre los surcos corrió a su casa y obligó a su mujer y a sus hijos a
esconderse entre las matas de las papas para que la pobre viejecita
creyendo que no estaba nadie se volviera a su casa con las manos vacías.
Sin embargo, la nuera era una mujer consciente y se negó a esconderse. -
Mi madre viene a pedirme papa. Está mal acostumbrada pidiendo no más
vive- dijo Pablo Curo.
-Es tu madre y no debes hacerte negar. Es como si le negaras agua a la
madre tierra- le recriminó su esposa. Desobedeció al marido y esperó en la
puerta de la casa a la anciana.
-Ay hijita- suspiró la viejecita. -Estoy enferma. Todo el cuerpo me duele y
no tengo que comer.
La nuera la acogió del brazo y ofreciéndole una banca de quinhualito
labrado le invitó a ponerse bajo la sombra del alero del corredor.
-Siéntate mamita, descansa.
-Ay niña- dijo la anciana -¡Qué triste es vivir vieja y sola!.
-Pablo no está- se adelantó la nuera a la inevitable pregunta.
-Si hija, ya lo sé- se cruzó los brazos sobre el pecho la ancianita.
La nuera ingresó al interior de la casa y recordó las palabras de su marido:
"Si te pide papa dile que todavía no hemos cosechado", sin embargo, hizo
un atado con papas viejas y se lo dió a la anciana.
-De esto no se dará cuenta mi marido- le dijo y la despidió.
Cuando la anciana se fué, la mujer corrió a buscar a Pablo Curo entre los
surcos y levantó unas ramas caídas (yarash) de la papa y encontró al hombre
convertido en un repugnante gusano.
Desesperada la mujer hurgó la tierra y encontró que también sus hijos
habían sufrido la terrible transformación. El gusano adulto al verse
descubierto hizo un ruido casi inaudible de "utushhhsss, utushhhsss", y su
mujer le llamó "Utushkuro".
Al ver angustiados a sus hijos la mujer los enterró más hondo para
protegerlos y con el tiempo ellos se cubrieron de una osamenta en forma
de cáscara y más tarde se transformaron en horribles mariposas que
huyeron volando.
Y desde entonces la papa de los wankas de vez en cuando es invadida por
el repugnante "utushkuro" que la destruye. Los campesinos lo odian y
cuentan a sus hijos la historia de Pablo Curo para que sean buenos y sigan
el ejemplo de su mujer, porque tampoco ella se quedó asi.
Traspasada de pena particularmente por la muerte de sus hijos, quiso
seguirlos y al no poder lloró echada sobre los surcos. Y así la muerte la
sorprendió, y al instante se convirtió en un pajarito pequeñito y gritón que
es gran amigo de los campesinos y frecuentemente anda entre las muñas
(planta también enemiga de los gusanos) y con su canto anuncia la llegada
de "utushkuro" a una chacra.
Ese pajarito se llama Utushpisqo y se alimenta de los gusanos de la chacra,
especialmente, de aquellos que atacan a la papa, pero lo hace cuando está
solo, como si se avergonzara de estar picoteando a su marido, porque de lo
contrario únicamente grita. Los campesinos ni lo ahuyentan de las chacras.
-¡Déjalo!- gritan a los que quieren espantarlo- ha venido a castigar al Pablo
Curo.
EL LEGADO DEL ALMA

Había una señora que tenía mucha fe en los difuntos. Iba todos los días al
cementerio a orar en las tumbas. Buscaba, de preferencia, las tumbas
caídas, de hacía mucho tiempo. Rezaba muy devotamente arrodillándose al
pie de cada tumba.

Un día de tantos, cuando estaba orando según su costumbre, le toco el


hombro un caballero vestido de negro. La señora se asusto mucho, pero el
caballero le dijo que nada temiera porque ella era la única que se acordaba
de ellos, y que en premio a su virtud iba a comunicarle un secreto que le
traería la felicidad.

La señora, ya repuesta del susto, le escucho atenta, y el caballero le dijo:

- Dios no me recibe en el cielo porque fui rico. Tengo mi casa en tal parte (y
le indicó el lugar en que se encontraba la casa), pero está encantada y nadie
puede entrar en ella: yo estoy viviendo ahí porque no puedo ir al cielo.
Tengo también chacras, cerdos, y también dinero escondido. Te dejaré todo
eso. Los papeles están en tal parte (y le señalo el sitio donde estaban las
escrituras de sus propiedades). Todos tienen miedo de ir a mi casa porque
está encantada, pero tú no tengas miedo, anda no más saca los “papeles”,
no te haré nada. Una vez que te hayas dueña de todos mis bienes, yo podre
irme al cielo.

Diciendo esto desapareció.

La señora fue a la casa y saco los “papeles” del lugar indicado por el
caballero. Y tal como éste lo dijera, al día siguiente la señora era rica,
poseedora de casas, chacras, cerdos y dinero. El caballero no volvió a
presentársele más.

Mientras tanto nadie sabía cómo se había hecho rica la señora que un día
antes era pobre.

Paseábanse dos jóvenes por las afueras del pueblo en una noche de luna
muy clara. Llegaron de pronto a una capilla en donde vieron a un alma que
rezaba de rodillas. Ambos jóvenes juzgábanse muy valientes y como tales
resolvieron burlarse del alma. Cogieron una mata de espinas y,
aproximándose en silencio, se lo arrojaron a la espalda.

El alma se levanto furiosa y comenzó a perseguir a sus gratuitos agresores.


Los jóvenes corrieron asustados. Uno de ellos se refugió en una casa donde
se realizaba una fiesta, pero el alma entro sin ningún reparo y entre la
multitud atrapo al joven, dándole muerte instantáneamente.

Luego se fue en busca del otro fugitivo. Lo halló en un corral de cerdos, en


medio de los cuales se había ocultado. Intento sacarlo de allí, pero los
cerdos se lo impidieron. Cada vez que se acercaba, los cerdos gruñían con
fuerza, y el alma tenía que alejarse.
Viendo el fracaso de sus tentativas, el alma se retiro, jurando volver a la
noche siguiente en busca de su ofensor.

El joven llego a la casa de sus padres, todo asustado y pálido. A los pocos
días murió a consecuencia del susto que sufrió durante la persecución del
alma.

EL ALMA QUE NO TENIA CASA

Este cuento se remonta a tiempos pasados. En aquella época vivía un joven


que tenia la mala costumbre de fastidiar a la gente del pueblo. Lo hacía por
puro gusto, sin importarle quien fuese la persona ni reparar en la clase de
broma que le hacía, fuese leve o pesada. La cosa era fastidiar.

Una de sus tretas favoritas era disfrazarse de alma cuando alguien moría en
el pueblo. Lo hacía con el maligno propósito de asustar a las gentes
sencillas. Y de tal modo se comportaba en esto que la gente llego a crearse
un verdadero complejo de miedo. Pues si alguno moría, todos vivían
asustados pensando encontrase con el alma del muerto. Y, efectivamente,
muchos se llevaban un gran susto.
Cierta vez murió en el pueblo un hombre de malos instintos. Toda su vida
se la paso renegando. Odiaba a sus semejantes y por cualquier motivo les
armaba lío tras lío. Con lo cual terminó por ser odiado por todo el mundo.

Mientras el cadáver se velaba en su casa, a altas horas de la noche, el joven


no quiso perder la oportunidad de divertirse con el susto de la gente. Se
disfrazó de alma y salió en busca de algunos transeúntes desapercibidos.
Pero esta vez no le fue muy bien como en otras. Aunque anduvo por uno y
otro lado del pueblo no halló víctimas propicias para satisfacer su torpe afán
de hacerles pasar un mal rato. Parecía que ningún prójimo viviente se
atrevía a salir aquella noche. Sin embargo, ya más allá de la media noche,
cansado de deambular por las calles y senderos del pueblo, chocó con un
alma verdadera que volvía al cementerio. Esta alma le pregunto cómo se
llamaba y de donde era. El joven le respondió diciendo que se llamaba
Pinocho y que era del mismo pueblo. Entonces el alma verdadera le dijo:

- Pues, entonces, vamos juntos a nuestras casas, que ya es hora de


retirarnos: debe ser las tres de la madrugada, más o menos.

El joven no tuvo más remedio que seguir fingiendo y se puso a caminar al


lado del alma. Llegaron pronto al cementerio. Ahora cada cual debía
retirarse a su tumba a descansar. Al menos así pensaba el joven en la
esperanza de eludir la compañía del alma. Pero he aquí que surgió un nuevo
problema porque el alma verdadera le preguntó:

- ¿Cuál es tu casa?

A lo que el falso ánimo no supo que responder. Realmente no moraba en


ninguna tumba del cementerio. Se puso más nervioso y comenzó a sudar
frío. Entonces el alma lo condujo a través de los nichos del cementerio para
que reconociera su morada. Al pasar delante de cada nicho le preguntaba:

- ¿Es esta tu casa?

Antes de que el joven pudiera contestar, salía del nicho un alma y decía:

- ¡Esta es mi casa!

Así fueron recorriendo los nichos del cementerio y llegaron de pronto a un


nicho vacio. Justamente era el nicho destinado al hombre malo que había
muerto.

- ¿Es esta tu casa?-preguntó implacable el alma verdadera.


Ningún alma salió del nicho oscuro y vacío. Pero el alma fingida no pudo
soportar por más tiempo la tensión nerviosa. Dio grito profundo y se
desplomó al pie del nicho. Estaba muerto.

El alma verdadera se dio entonces cuenta que su acompañante era un ser


vivo que pagó con su vida la burla que le hizo

LEYENDA DE ORIGEN DE ACOBAMBA


Steve Kruchinsky
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HUAYUNCAYOG
LOS NAUPAS llegaron a suelo acobambino huyendo de la persecución
exterminadora y sangrienta del ejército del Tahuantinsuyo.
La tribu Naupa que huía siguiendo el curso del rio Tarma, se encontraba
diezmada. Y no mostraron ninguna intención de disputar el Picoybamba, al
sur, donde se habían establecido los cochayoc y los tupis desde decenas de
años atrás. Sin embargo, los tupis, tendieron contra ellos una emboscada
artera en el estrecho de Ushcullopa, quienes se erigieron héroes allí fueron
los ancianos naupas quienes sacando coraje alejo y paternal lucharon hasta
morir, para que los suyos trepen por el talud escarpado del Pumampi, al
norte... Así, estos auquish salvaron a sus heridos, a las mujeres y niños, del
exterminio total.

Los sobrevivientes al bajar por el flanco este del Pumampi, encontraron una
meseta pequeña pero estratégica que domina el valle y las riveras del rio
Tarma y del rio Palcamayo, antes de confluir. Allí decidieron quedarse y
construir Naupamarca.

La vida de los naupas fue penosa aquellos primeros años. Las madres
derramaron muchas lágrimas al no poder nutrir a sus guaguas, con
alimentos que dan inteligencia y vigor.

Al ver ondear los sembríos de sus hostiles vecinos, recordaban sus chacras
y sus cosechas abundantes y los manjares que ellas sabían preparar.
Pensaban que si no hubiera tanto odio y mezquindad podrían intercambiar
las quinuas, el ulush nutriente del dulce llacón, de la técnica para fabricar
artesanía útil y de la experiencia para construir leguas de acequias. Si no
habría odio ellos no tendrían por que vivir en las frías cimas de estos
lugares.

Fueron, pues, tiempos muy penosos porque ya no tenían semillas de maíz


ni de otros alimentos.

Cierto día, un guerrero por capturar una Jarachupa de deliciosa carne, se


desbarrancó en Pichas y tuvo que bajar hasta el puquial de Tranca. Allí
calmó la sed y la hemorragia, pero, la debilidad impidió su retorno, los
nubarrones de su inconsciencia, adormecieron su muerte... Una muchacha
de Ocallapa, dominio de los Tupis, notó su presencia. Por recelo, iba ha
emprender carrera, pero su curiosidad y piedad femenina la indujeron a
observar con preocupación al herido. Lo curó y luego lo escondió temerosa.

Estos jóvenes de pueblos que se odiaban, tuvieron que acostumbrar a verse


a ocultas. La palidez del herido, resaltaba sus profundos ojos negros.
Cuando ella soltaba sus nigérrimas trenzas, él como la observaba. Y ella era
feliz. Gustaban del dulce llacón... Luego se iba con las huitas mas lindas que
el había recogido solo para ella.

Así, este cristalino amor desbordaba y quisieron compartir su felicidad con


los demás. Por ello la muchacha, consciente del peligro, entregó al naupa,
mazorcas de maíz, que en la tierra de entonces, solamente los tupis
producían. El joven retorno a Naupamarca y con alegría mostró a los
sorprendidos ojos, las hermosas huayuncas.

Cuando los tupis, tiempo después, divisaron el Tongo, Pichas y Chipian,


parte baja de Naupamarca, fuertes maizales en verde y oro, descubrieron
la traición.

El joven naupa cuando no pudo hallar a su amada en Uhscullopa, intuyó la


desgracia. Desesperado llegó a Matara, al pie del tétrico cerro de caliza: el
Picoybamba, que intentaba cerrar la entrada del valle. Vio el
desplazamiento del gentío hacia Ocallapa y sintió el penetrante silbido del
pincullo y el retumbar de las tinyas. No dudo. Tuvo la certeza que los tupis
estaban ejecutando, su mas cruel rito punitivo contra la muchacha
generosa.

Con una soga larga, desde la cumbre del cerro de caliza, colgaron maniatada
a la joven, hasta la cueva que, como boca huihspa, tiene el farallón del
borde oeste, para sorpresa de los voraces killichos que habitan hasta hoy
esa oquedad.

El joven naupa desgarró con el nombre de su amada el silencio. Intentó


escalar prendiéndose de las rocas con las uñas, con los dientes. Vano
esfuerzo. Los tupis, indignados, lo capluraron y en Matara le arrancaron los
ojos. Sin embargo, aun sin ojos, logró escapar de sus opresores e intento
nuevamente el ascenso, gritando ahora, con los ojos del corazón. Y nadie
se atrevió a detenerlo.

Los amigos que tuvieron los j6venes amantes en sus pueblos, supieron
aquilatar esta triste pero hermosa historia y, cuando les toco dirigir a sus
comunidades, labraron una paz digna con los Incas y con todos los vecinos.
De esta forma, los naupas bajaron sus moradas de las frías alturas al valle
abrigado.

Unidos dominaron las rocas y la hidráulica. Allí sus obras que ahora nos
hablan: Hatunsequia y Naupamarca. Y en memoria de sus viejos valores lo
recordaron a través del tiempo con las danzas de Auquish Tuco y el
Jarculito.
Si en alguna oportunidad te detienes en Matará, encontrarás dos puquiales
fascinantes que germinaron de los ojos del joven amante. Y si alzas la
mirada hacia la cavidad que bosteza en la cúspide de caliza –borde oeste
del Picoybamba- observarás que allí pende una estalactita cónica, blanca,
perpetuendo el mensaje de aquel gran amor: una huayunca. Por ello a este
cerro los abuelos lo nombraron Huayuncayog

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