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¿Para qué lectores en los tiempos del ruido?

No siempre hemos leído en silencio. Hasta el siglo XVI de nuestra era, no fue una práctica
corriente. Tanto el poeta, como el senador o el monje copista de la antigüedad escribían
calladamente, pero leían sus textos en voz alta delante de los otros. No importaba si era un
poema, una réplica aguda a cualquier ofensa o una fatigosa prueba de la existencia de Dios.
La voz humana nunca dejó de escucharse, ni siquiera en las lecturas calladas, menos
frecuentes, donde el lector se escuchaba a sí mismo. No se leía en silencio, pero había un
silencio atento: el del oído.

Hoy, sin embargo, hemos llegado a un momento de la historia, en el que, por la alta
tecnificación de nuestra civilización, incluso pensar es difícil, y escucharse a uno mismo, un
reto. La cantidad de ruido humano, que es ínfimo, comparado con los ruidos de la naturaleza,
impide muchas veces comunicarse. Las corrientes de los ríos, las olas que golpean en todas
las playas, la lluvia, los desprendimientos de tierra y grava, los grandes desplazamientos de
los animales o la algarabía de los pájaros y los monos en las selvas, nunca alcanzan los niveles
de los ruidos de los hombres, ni son tan irritantes. Acaso porque su monotonía los iguala al
silencio, porque no son intencionados o porque jamás reclaman el sentido que exige el
lenguaje hablado. La omnipresencia de la música, de los anuncios, de la transmisión de datos,
de las voces humanas, de los vehículos y fábricas, en fin, de toda esa inflación sonora dificulta
la tarea de entendernos. El ruido es un sonido inarticulado que desgarra los oídos, una
perturbación que dificulta la transmisión de un mensaje. La lectura, por su lado, es un diálogo
que dos personas, aunque lejanas en el tiempo y en el espacio, tratan de sostener. De ahí, esta
relación que no sea nueva. Casi nunca se habla de leer, sin hablar al mismo tiempo del ruido.

Sin embargo, todavía pueden verse figuras dobladas sobre escritorios, mesas o escaleras.
Figuras aisladas en medio del fárrago, del bullicio, circundante: en cafés, universidades,
autobuses, apartamentos o casas atestadas del ruido. Todos ellos abismados por la fuerza de
atracción del libro, aislados como autistas, como amantes que se esconden para acariciarse o
como hombres que buscan a Dios en su soledad.

¿Cómo lo consiguen? ¿Cómo persisten en un diálogo del que otros desisten irritados?
Alguien puede opinar que leen superficialmente, que su comprensión no es la misma de los
que leen en silencio. ¿Pero dónde hay verdaderamente ausencia del ruido en nuestra
sociedad?

Georg Gadamer, el filósofo alemán, cree que cuando alguien lee silenciosamente deja de
atender a sus oídos externos, para prestar atención a una escucha interna. En el lector se
despliega una voz. La voz silenciosa del libro, que es también la suya. Y lo que va
escuchando, no es sólo la información que proporciona el texto, sino también el sentido que
él, como lector, va anticipando mientras lee, y que se concretiza de golpe en una intuición,
una comprensión, palpable, que acompaña, en adelante, toda la lectura como un mapa de lo
que quiere decir el autor. Ese mapa de significado lo tiene presente. Es el que impide que se
pierda en la lectura.

De ahí que, para Gadamer, el lector que quiera comprender, debe “convertir el lenguaje
escrito en lenguaje audible”, esto es, debe llevar el significado a su oído interno: debe ser
capaz de decírselo a sí mismo. De hecho, Gadamer habla de una especie de escenario interno
donde transcurre la lectura. Pero en él no se escenifica lo leído, sino que se alcanza a
comprender el sentido. A verbalizarlo. Gadamer lo expresa mejor: “No sólo se lee el sentido
con los ojos, sino que también se escucha”.

Esta operación de escucha y de búsqueda de sentido, exige un esfuerzo tan grande de atención
y de introspección en el lector que explica el por qué algunos lectores son capaces de
sustraerse al bullicio. El silencio atento del lector puede contrarrestar el ruido.

De ahí que la comparación, según la cual la lectura es un diálogo entre dos sea inexacta. Pues,
en realidad, la conversación se traslada a un espacio íntimo, ocurre dentro del lector. Más
exacto sería decir, la lectura es un diálogo con otro en sí mismo. Una representación donde
se es el actor y el público. Un diálogo en el que la voz muda del texto habla para unos oídos
que han dejado de prestar atención al afuera.

De esta forma, el libro mismo, ese pequeño objeto que ha sido perseguido, quemado,
prohibido, defenestrado, acallado por el ruido, concentra en sí mismo una exigencia para su
desciframiento, que es, a la vez, su posibilidad de ser leído. Esa exigencia es la atención y el
silencio. Esa atención es la escucha de lo que dice el lenguaje no menos callado del libro.

Después de que el ruido se tomara las bibliotecas, los templos, los pensamientos de los
hombres, el libro es uno de los pocos lugares a los que vamos para encontrar el silencio, el
misterio de las voces mudas que se dejan oír. Un silencio especial, como el de la música
cuando no se interpreta, sino que se recuerda. Un silencio como el de los sueños. Una mudez
que no golpea los oídos, como en ese verso de San Juan de la cruz que podría definir para
nosotros la lectura: “Las ínsulas extrañas. La música callada. La soledad sonora”.

Valga esto como esperanza de que aún podemos leer y como desafío: debemos volver a leer.

¿Para qué la lectura?

La pregunta sobre la utilidad de la lectura, no tiene el alcance que le da Adorno a su pregunta


sobre la educación. Según él sólo cuando no podemos contar con la voluntad, ni se distingue
el propósito de una empresa, es cuando preguntamos el para qué. Yo creo que todavía hay
voluntad de leer a pesar de las dificultades. E intento mostrar tres razones para insistir en esa
práctica.
La lectura nos devuelve la intimidad

Un libro nunca es sólo es un amasijo de pliegos doblados, unidos entre sí por una capa
delgada de pegamento y protegidos por dos guardas. Es, ante todo, un objeto delante del cual
un hombre se inclina para soñar. Un instrumento solitario que hace al lector todavía más solo.
La soledad del libro exige intimidad. Pero nunca como antes en la historia, los gobiernos y
las compañías informáticas saben tanto de sus ciudadanos o de sus clientes. Y jamás de
manera tan fácil. Lo que antes suponía un esfuerzo gigantesco de movilización de
encuestadores, estadísticos, técnicos y espías, ahora requiere un esfuerzo mínimo de
recolección de datos en internet. La necesidad de ser público es tan imperiosa, que
entregamos nuestra intimidad sin vergüenza alguna. Es el mercado el que encoje nuestros
abismos, nuestros secretos, haciéndolos pequeños desniveles. La soledad del hombre está
vacía. Cada vez hay menos pensamiento, experiencias o sensaciones significativas. Tal vez
imitamos ya la soledad de los objetos. En la actualidad se da una paradoja reconocida por
muchos. Las posibilidades de comunicación se han agrandado hasta la desmesura,
hipertrofiado, pero cada vez estamos más solos, más desconectados de la política, de la
sociedad. En cierta manera, somos prisioneros que dejan ver orgullosos su celda. Pacientes
alelados por alguna medicina y que no sienten su encierro.

La soledad, la intimidad, que reclama y que regala el libro es diferente. No la del aislamiento
tecnológico, ni siquiera la de una reflexión orientada hacia dentro. La de ese habitar interior,
vivo e intenso, gracias al cual nos singularizamos espiritualmente. Sino aquella soledad en
donde faltamos nosotros mismos. Una soledad completa.

La intimad a la que nos llama el libro es la oportunidad privilegiada de desaparecer, de


desistir de nosotros, para que algo acontezca en su lugar. En ese sentido somos creadores.
Damos el don de que algo exista. Es como en la Cábala judía. Donde Dios se retira del mundo
para que este tenga existencia.

El libro, por su fuerza, nos arroja afuera de nosotros, mientras en nuestro interior ocurre su
representación y su enunciación de sentido. Borges decía que leer suponía suspender
temporalmente nuestro escepticismo para aceptar que lo narrado era real. La lectura supone
una entrega. El lector es como Dios para el escritor argentino: para ser todo no puede ser
algo. Debe ser nadie. Al leer nos convertimos en el espacio donde transcurre la vida del libro.
La ausencia del lector es el libro. El libro nos llama a estar solos para convertirnos en otros,
para convertirnos en él.

Por eso, asistir a la lectura de alguien, es participar de un acto de ilusionismo por el cuál
vemos a un hombre que hace mucho ha dejado de estar allí. El lector está en alguna parte,
que no es delante de nosotros. Quignard dice que la gente se reunía para escuchar el silencio
de Ambrosio de Milán, para verlo mientras leía. El hombre que lee es la personificación del
silencio. Como cada cuadro de Balthus lo es del erotismo. El mismo Quignard ha hecho de
su vastísima y profunda obra una variación interminable sobre el tema del taciturno. Frente
al mundo, exalta ese otro mundo de la lectura, el otro reino, el retiro solitario, a escondidas:
fuera de la visión, del escrutinio de los otros. El libro nos llama a su interior para
desaparecernos. ¿Y quién no querría desaparecer, tornarse espectador, cuando el espectáculo
de lo que se nos cuenta es más profundo, más interesante, que nuestra limitada vida? Aceptar
o no esa invitación es lo que posibilita la lectura.

La lectura nos pone en riesgo

Quizá nadie como Georg Steiner, haya alimentado mayores reservas hacia el vínculo
inmediato que se suele establecerse entre civilización y lectura. El hecho de que la cultura no
haya podido frenar el avance de los totalitarismos, de que los centros del saber hayan
secundado la barbarie, y de que, entre los criminales de los campos, se contaran lectores,
parece corroborar que tal vínculo, por demás tan celebrado, es problemático. Steiner no
desecha la posibilidad de que el ejercicio prolongado de la lectura, estropee la sensibilidad
que los individuos tienen hacia el mundo inmediato.

No obstante, la figura de este pensador constituye también uno de los últimos bastiones en
los que la literatura y las disciplinas humanas encuentran justificación ante la ciencia. Si la
ciencia puede hacer valer su método en el mundo físico, las letras son quienes construyen la
imagen más minuciosa que tenemos del ser humano. Por eso, a pesar de sus reservas, Steiner
cree que una buena lectura, cuando es activa, cuando no es fantaseo o un apetito emanado
del tedio, es capaz de cambiar a los hombres. O, para decirlo con él, de poner en riesgo
nuestra identidad al dejarla vulnerable.

Identidad es un concepto difícil que ha sufrido una evolución importante a través del tiempo.
Hablar de identidad personal, es referirse a aquello por lo que un hombre se reconoce a sí
mismo. En la antigüedad, creían que se trataba de una esencia inamovible, de una
característica por la que alguien se diferenciaba de otros, haciéndose único. Después, la
paradoja de que se pudiera ser idéntico a pesar de los cambios experimentados durante el
tiempo, hizo que se revisara el concepto. Ahora, la identidad se concibe como una
construcción dinámica del sujeto, una concepción propia que se va construyendo a partir de
su interacción con diversos contextos e individuos que confluyen en la vida. Incluso se ha
llegado a pensar que es una síntesis que sólo tiene lugar en un tiempo determinado y que guía
nuestro accionar.

Por eso, parece equivocado atribuir a la lectura la responsabilidad de este cambio. La


identidad se nutre de contextos y de experiencias.

Pero Steiner ha empleado la palabra riesgo, que supone un peligro. La identidad no sólo
cambia, sino que está en riesgo de perderse. Acaso porque una buena lectura, un libro cuya
idea perturbe, supone un cambio violento, brusco, de nuestro propio yo, enfrentado a una
concepción nueva o más profunda de la realidad que refuta la que antes tenía. Es esta
violencia, este momento en el que la mente se descubre tambaleante, la que entraña el peligro
de la lectura. Por supuesto, es un peligro que impulsa hacia delante, que enriquece, pero que
puede ser asumido como amenazante por que la conciencia se ve despoja de sus certezas.

Cuando alguien piensa en la muerte, lo asusta sobretodo perder su identidad. La forma de


supervivencia lo tiene sin cuidado, mientras siga siendo él mismo. Por eso una lectura nos
estremece como un riesgo de muerte. La lectura ofrece, de cierta manera, la muerte. Pero no
en el sentido inmediato de que hay personajes que mueren en los libros o de que la lectura o
escritura de ciertos volúmenes podían condenar a la hoguera. Sino en uno más esencial: al
leer, nos perdemos, nos ausentamos de nosotros para regresar, bien sea irreconocibles, o bien
sea como los mismos, pero con otros pensamientos.

Leer da miedo, pero también produce la euforia del que tienta la muerte, si lo suyo no es una
lectura banal. Steiner dice que antes de que sobrevenga un ataque de epilepsia, se tiene la
sensación de que abandonamos nuestro cuerpo, mientras otra presencia toma nuestro lugar
en él. La lectura es la conciencia de saberse cambiante, el miedo, la tentación de empezar a
ser otro, de perderse en el proceso.

La lectura es una forma de resistencia

Después de la segunda guerra mundial, Theodor Adorno, el gran filósofo alemán, escribió
una serie de ensayos donde trataba de pensar el significado de Auchswitz para la cultura. En
el primero (1951), decía que escribir poesía después de los campos de concentración era
bárbaro. En el segundo (1966), de años después, se desdijo parcialmente, y admitió que las
víctimas tenían derecho a expresarse, y los torturadores la obligación de escucharlos. En el
tercero (1969), escrito para la radio, expuso los mecanismos psicológicos y las presiones
sociales que hicieron posible el holocausto, además lanzó una advertencia estremecedora:
estos mecanismos seguían activos en la sociedad y eran inherentes al proceso civilizatorio.

La existencia de Auchswitz le reveló al filósofo no sólo los abismos a los que puede conducir
la idolatría de la tecnificación, sino algo más peligroso todavía. Encontró en la civilización
una tendencia a crear anti-civilización, es decir, a producir la violencia que intenta destruirla
desde adentro. Sabemos por Hobbes y por Freud que el precio que pagan los individuos por
pertenecer a las sociedades humanas es demasiado alto en términos de represión y de
cohibición de sus impulsos. Por ello, dice Adorno, surge en ellos un deseo agresivo de
atacarla, de ir contra ella y todos los valores y restricciones, que nos permiten vivir juntos.
Eso explica, en parte, el entusiasmo ciego con el que los alemanes se arrojaron a las
carnicerías de las batallas y el gélido desprecio con el que asesinaron a millones de hombres,
mujeres y niños en los campos. Pero, además, Adorno descubre dos rasgos psicológicos que
determinaron la existencia de la barbarie. El primero, la frialdad o falta de empatía del ser
humano en general, que permitió las atrocidades que se cometieron con sus vecinos. El
segundo, que es una particularidad de los individuos que perpetraron los crímenes. Todos
ellos adolecen de algo que el filósofo llama “conciencia cosificada”. Es decir, tienen una
comprensión del mundo en la que ellos y los demás son asimilados a objetos, y tienden a
fetichizar los instrumentos de la técnica como fines en sí mismos, no como medios, como si
su funcionamiento y efectividad fueran más importantes que los usos que les dan.

Cuando es toda una sociedad la que cede a estos impulsos, ya sea materializándolos o dejando
de oponerse expresamente a ellos, los individuos separados, que no comparten esta tendencia
generalizada son objeto de nuevas presiones y persecuciones. Esos individuos aislados
pueden ser los lectores. Para el filósofo alemán lo que estos pueden hacer para cambiar el
estado global de cosas es, verdaderamente, muy poco. No depende de ellos una
transformación política social o cultural. Ni siquiera pueden invocar valores superiores o
deberes hacia los otros, pues se enfrentan con personas que sólo usan su razón para la
planificación de los crímenes. Estos perseguidos, decía, sólo pueden oponer su propia
conciencia que no acepta plegarse a ese ímpetu destructivo. Si bien, no van a cambiar su
sociedad, se oponen a ella denunciándola, desenmascarando y haciendo cocientes las
tensiones que dirigen sus actos y, en consecuencia, negarse a ser partícipes de ellos. Es como
cuando nos explican cómo los medios nos manipulan o cómo las grandes cadenas
comerciales nos engañan con promociones ficticias. Una vez que lo sabemos, dejamos de
caer tan fácilmente. Alguna vez volveremos a ser engañados, pero no les será tan fácil
hacerlo. Por eso, Adorno no se abandona a la esperanza de que la razón pueda disuadir
motivos poderosos. Más bien cree que ésta puede crear un clima favorable para no aceptarlos
inmediatamente, para ponerlos en duda. Adorno comparte la misma desazón que Steiner al
comprobar el poco poder de la cultura. Pero se consuela, teniendo algo que oponer. Pero ese
oponer, ese gesto, es poderoso: nos pone del otro lado, nos saca de la fila de los obnubilados.

La lectura es, por ello, la fuente de información que preserva al lector atento, lo precave de
una tendencia general, que es inherente a la cultura y la piscología de los hombres, y lo lleva
a luchar conscientemente contra ella. También lo conserva en su singularidad: aunque los
libros lo abren a los otros, no lo anulan en las masas anónimas del sentimiento religioso o
político. Puede volver siendo distinto al él mismo, pero manteniéndose individuo.

Acceder a otro pensamiento, verse confrontado en sus creencias. Alertado. Estimulado a


lanzar preguntas incómodas a su propio tiempo. Todo ello lo permiten los libros, al crear en
el hombre una conciencia que puede distanciarlo de una tendencia general deshumanizante.

En resumen, la lectura es una operación que busca hacer audible el sentido del texto. Este
esfuerzo, es el que aísla al lector de su entorno. La lectura es posible aún en algunas
condiciones de ruido. Nos devuelve, no la soledad, sino la intimidad donde podemos
olvidarnos temporalmente de nosotros mismos. Nos arroja al riesgo de perdernos
definitivamente. Un riesgo análogo al de la muerte. Y, al hacernos consientes de las pulsiones
violentas que habitan en la conformación de la civilización y de los hombres, nos pone en
alerta para resistirlas, aunque esa resistencia pueda cambiar muy poco o nada la tendencia de
la sociedad.
Final

Finalmente, quisiera recordar, de manera muy breve que, para Borges, la lectura es una forma
de la felicidad. En Grecia, cuando la filosofía se transformó, de especulación metafísica a
búsqueda de un ideal de vida, la pregunta que guiaba las investigaciones era cómo alcanzar
la felicidad. Ignoro si alguno la alcanzó, ignoro si alguno mientras buscaba se dio cuenta de
que él, inmerso en los papiros o en los diálogos, sin una sola respuesta, ya era feliz.

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