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OCTAVA ESTACIÓN:

JESÚS ENCUENTRA A LAS MUJERES DE JERUSALÉN

La Iglesia: mujer y madre que sufre, llora y se preocupa por sus hijos:

En el camino que recorrió Jesús hacia el Calvario, donde entregó su vida por amor
a la humanidad, no todo fueron ofensas para Él. Sabemos que, en ese arduo y
fatigante camino, apareció un pequeño grupo de mujeres, las cuales, angustiadas
y tristes, veían cuanto sufría el divino Agonizante y viendo ese dolor tan profundo,
lloraban por Él.

Fue como una lejana caricia. Jesús se paró ante ellas y con voz casi sin fuerzas,
les dijo: “No lloréis por mí, llorad más bien por vosotras y por vuestros hijos”. En
ese acto de amor, en esa cercanía, vemos reflejado un mandato del Señor. Un
mandato que se hace al género femenino, al de mujer. En ese grupo de mujeres,
en ese género femenino, descubrimos la figura de la Iglesia que es mujer, que es
maestra y que ante todo es madre. La Iglesia es aquella posada a la que el Buen
Samaritano, es decir, Jesús mismo, llevó al hombre que estaba medio muerto por
el camino, para que continuara el proceso de curación.

Junto a los días de afecto y cariño, junto a los días apacibles y buenos, junto a las
alegrías que muchas veces proporcionan los hijos, existen también otros días de
sufrimiento, dolor y de pecado. He ahí la labor y la misión de la Iglesia,
sacramento del Padre, instituida por Cristo, que nos forma, nos alimenta, nos
enseña, nos corrige, nos ilumina, ora y hasta llora por nosotros los hijos de Dios
cuando estamos alejados de Él, cuando estamos tristes, cuando estamos
angustiados. También es la madre que se alegra con nuestras alegrías, y goza
con nuestros gozas. Comienza diciendo la Constitución Pastoral del Concilio
Vaticano II, Gaudium et Spes, que el gozo y la esperanza, la angustia y la tristeza
de los hombres de nuestros días, sobre todo de los pobres, son los gozos y
esperanzas, angustias y tristezas de los discípulos de Cristo; y podemos deducir,
por tanto, que también son las esperanzas y los dolores de la misma Iglesia.

No descubramos en la Iglesia una simple institución que también se equivoca; no


descubramos en ella un tribunal o una aduana. Todos nosotros somos Iglesia y
por tanto debemos ser acogedores, ayudarnos, secar las lágrimas de Cristo en
nuestros hermanos y ser generosos con los más necesitados. Descubramos en
ella la fuente del amor de Dios, la cual, sostenida por el Espíritu Santo, ha sido
puesta en medio del desierto del mundo para consolar a Jesús que sufre, no sólo
en la vía del calvario, sino también en cada uno de los hermanos que lloran y
sufren.
DECIMA ESTACIÓN:

JESÚS ES DESPOJADO DE SUS VESTIDURAS


La Iglesia: comunidad de bautizados, llamados a despojarnos.

La Iglesia, es una realidad instituida por el mismo Cristo como signo de salvación
para el género humano. Dios desea que todos los hombres se salven y lleguen al
conocimiento de la verdad. Por tanto, la Iglesia, aunque dirigida por hombres, es
sostenida por el Espíritu Santo quien la sostiene, purifica, ilumina e impulsa y deja
de ser así, una simple institución. Ella es una comunidad, no sólo conformada por
el papa, obispos, sacerdotes y religiosas. Es la comunidad de todos los
bautizados; es el cuerpo místico de Cristo y en efecto Él es la cabeza, el centro, el
guía y quien nos dirige a todos nosotros.

En esta estación, vemos como Cristo, nuestra cabeza, es despojado hasta de lo


su túnica, de sus vestiduras. Durante su vida y ministerio lo había entregado todo
a los hermanos, a los cuales había venido a servir y a salvar. Ahora se le quita
todo para salvar a la humanidad.

Es esta esta reflexión de la décima estación, una profunda invitación a nosotros


que somos el cuerpo místico de Cristo, a nosotros los bautizados, a su iglesia, a
despojarnos de una cantidad de cosas y situaciones que nos impiden ser
verdaderamente luz, guía y sacramento de salvación. Debemos despojarnos de
nuestras vanidades, de nuestros odios, de nuestra falsedad. Debemos quitarnos
hasta la túnica para que se vea verdaderamente que somos una iglesia con
debilidades y necesitada de conversión y de la misericordia de Dios; debemos
despojarnos de nuestras máscaras y disfraces para poder ser auténticos, para
poder dar el testimonio que el mundo necesita y exige.

Cristo se dejó ver desnudo, con sus heridas salvadoras, con sus dolores, para que
comprendiéramos su total amor, amor hasta el extremo. Y si eso hizo Él, como no
vamos a corresponder nosotros despojándonos también de todo aquello que
oscurece la identidad de nosotros como iglesia. No queremos seguir siendo una
iglesia apoltronada, lujosa y prepotente. Debemos ser una iglesia desnuda, sin
mascaras que trasmita el gozo y la alegría de Cristo. Una iglesia que contagie el
amor de Dios misericordioso. Una iglesia donde sus pastores no huelan a
escritorio, sacristía y mucho menos a dinero. Una iglesia donde sus pastores
huelan a ovejas, que den la vida por los fieles y que sean auténticos reflejos de
Cristo buen pastor.

Despojémonos hermanos de todo aquello que nos impide ser felices y demos
testimonio auténtico. Acerquémonos a Jesús y que Él nos impulse a despojarnos
hasta de nosotros mismos, con tal de alcanzar la salvación para nosotros mismos
y para nuestros hermanos.

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