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Centro de Arminozación Integral - Director

De: "Centro de Armonización Integral" <gusfernandez21@yahoo.com.ar>


Para: <afr@egrupos.net>
Enviado: Miércoles, 27 de Enero de 2010 11:25 p.m.
Asunto: [AFR] Lección de Esoterismo Práctico nº 39

Centro de Armonización
Integral
 
PARAPSICOLOGÍA - OVNIS - OCULTISMO - CIVILIZACIONES DESAPARECIDAS
NEOARQUEOLOGÍA
ANTROPOLOGÍA REVISIONISMO HISTÓRICO - ESPIRITISMO - PIRÁMIDES -
ASTROLOGÍA - I CHING
AROMATERAPIA - QUIROLOGÍA - NUMEROLOGÍA - TAROT - FENÓMENOS
PARANORMALES
ESPIRITUALIDAD - TERAPIAS ALTERNATIVAS .....
 
www.alfilodelarealidad.com.ar
 
[AFR] = Revista quincenal + Lecciones de Esoterismo Práctico + Audio = Suscripción
gratuita

Lección de Esoterismo Práctico nº 39

ALGUNAS REFLEXIONES
SOBRE
LA PÉRDIDA DE
ESPIRITUALIDAD
escribe: GUSTAVO FERNÁNDEZ

   Tengo la absoluta convicción de que, si consultamos a una

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mayoría de nuestros contemporáneos respecto a su visión del mundo


hoy, casi todos responderán con términos como "violento",
"insensible", "problemático", "desilusionante", "angustiante" e
"inhumano". Palabra más, palabra menos, he hecho personalmente la
prueba durante dos largos años de escuchar y anotar y
lamentablemente debo admitir que casi el 90 % de mis entrevistados
involuntarios adoptó una actitud entre taciturna y asustada al ser
solicitados de descripciones respecto de la realidad que nos toca vivir,
tanto en lo local como en lo mundial. Y si uno es demasiado
permeable a las influencias mediáticas, resulta difícil no ser arrastrado
por esa corriente: la escalada de crímenes violentos, la
desproporcionada distribución de los recursos en el globo son sólo
dos facetas cotidianas. Como si no bastara, la naturaleza misma parece
corresponder con su cuota de desastre: aparentemente, más
terremotos, huracanes e incendios forestales asolan a la faz del mundo
y nuestra humanidad. Ante semejante, desolador panorama,
lícitamente uno tiene derecho a preguntarse: ¿qué está pasando?. ¿Qué
desencadena y sobre todo qué detendría esta aparente pérdida de
equilibrio cósmico?. ¿Adónde iremos a parar?. ¿Qué podemos hacer,
si es que podemos hacer algo?.
    Soy un convencido de que para intentar siquiera esbozar una
provisoria solución debemos discernir la paja del trigo, lo verdadero
de lo falso: así, es tentador –pero gratuitamente fundamentalista–
establecer una asociación entre la espiral ascendente de delitos en el
orden mundial y la debacle de las fuerzas naturales. Pienso que
debemos partir de una premisa: si realmente existe una relación
vinculante, lo es en forma tan indirecta que en cualquier eslabón
de la cadena estamos a tiempo de detener ambas catástrofes.
    ¿Las masacres étnicas en Ruanda incidieron de alguna manera en la
erupción del Popocatépetl? Sería una forma tragicómica pero
necesaria de ese planteo; no otra cosa nos dicen tantos dirigentes
religiosos cuando amenazan con el "fin del mundo" en razón de
nuestros pecados, individuales y colectivos.
    Pero hay realidades e interpretaciones de la realidad, dos concepciones

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no necesariamente sinonímicas que para el común de la gente pasan


inadvertidas. Y la vida se realiza con variantes, como si los ideales
estuvieran escritos en otra lengua y la realidad fuera una mala
traductora.
    Así, debemos admitir –si queremos razonar sanamente– que no
hay, necesariamente, más terremotos que hace un siglo, como si la
madre Tierra se sacudiera las pulgas con más frecuencia que antes:
hay una mayor difusión de los hechos, los que a su vez son
perceptibles de manera cada vez más sutil. Un siglo atrás, nos
enteraríamos de un terremoto en las antípodas –si es que nos
enterábamos– acaso meses o años después de ocurrido, y los felices
mortales no establecían relación (tal vez por la distancia temporal)
entre ese terremoto tardíamente conocido y una inundación
devastadora que les asoló meses atrás en sus propias costas. Hoy,
gracias a la globalización de las comunicaciones, sabemos ahora lo
que ocurre en Japón apenas con minutos de diferencia de lo que está
ocurriendo en Argentina, y, tendenciosamente, formulamos un
improbable 1+1; es como si un sencillo campesino, al visitar por
primera vez la gran ciudad y uno de sus centros comerciales, creyera
que el acto de abrir a primeras horas de la mañana las puertas de
acceso activara las escaleras mecánicas que llevan al primer piso,
simplemente porque un hecho es casi inmediatamente simultáneo con
el otro. (Creo que lo saben: mientras un empleado aprieta el control
remoto que abre los portones –o un par de ellos lo hacen
manualmente– otro activa el circuito de la escalera mecánica: la única
coincidencia es que todos comparten el mismo horario inicial de
trabajo).
    Veamos si queda suficientemente claro: no creo que existan más
terremotos –y tomo sólo un ejemplo– creo que estamos mejor
informados que hace diez, treinta o cien años, y en vez de
comprender el aspecto cualitativo de la información somos
apabullados por el aspecto cuantitativo.
    Y también ocurre que los aparatos de detección son tanto más
eficientes y masificados que hoy podemos anunciar un terremoto de

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grado 3 en la escala de Richter ocurrido bajo el Océano Pacífico a


setecientas millas de la isla poblada más cercana y engrosar con él las
estadísticas –aun cuando posiblemente ningún humano sobre el
planeta se percató de su existencia– cuando antes, por esa carencia
tecnológica, simplemente ni nos enterábamos que había existido.
    Algunas consideraciones similares podríamos hacer respecto a otro
de los grandes males urbanos: el delito. ¿Ocurren en mayor cantidad
que antes o nos enteramos –diríamos que hasta un hartazgo
morboso– de los más escabrosos detalles de crímenes que antes tenían
la indiferencia de la ignorancia?. Un homicidio, si tiene los
componentes que lo hacen vendible (de ser posible, sexo y drogas) es
mostrado truculentamente en los noticieros, debatido en los talk shows,
analizado lacanianamente por los opinólogos profesionales de turno,
bombardeado en imágenes multicolor desde la portada de las revistas
semanales... Tal vez existan ciertos matices (pero sólo matices)
circunstanciales: una labilización, una flexibilización de la justicia en
aras de un no sé si bien entendido populismo; el advenimiento de la
democracia en muchos países tercermundistas que obligan al imperio
de la ley donde antes sólo existía represión; y la represión atemoriza
tanto al terrorista como al delincuente común. En Argentina, escucho
con demasiada insistencia aquello de "en época de los militares estábamos
más seguros" olvidando quienes lo dicen que en realidad no
estábamos seguros, sino prisioneros: que si para bien del
delincuente era lo mismo robar un banco o asaltar a mano armada a
un transeúnte, para el activista político era siempre mucho peor, con
lo que se construía una imagen perversa de la escala de la maldad (era
más delito ser comunista que ladrón), y que el ciudadano "honesto y
decente" vivía sin problemas siempre y cuando no frunciera muy
seguido el ceño ante los discursos oficialistas –cuanto menos en
público– ni comentara demasiado insistentemente su rechazo a los
modelos políticos de entonces. Que se conformara con el "nicho
social" que le tocaba y ya.
    En esas épocas, por ejemplo, eran comunes titulares en páginas
interiores de los diarios, nunca de más de tres columnas por unos
cuantos centímetros de texto, que informaban, por ejemplo: “18

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terroristas muertos al explotar camión en que transportaban explosivos en el Gran


Buenos Aires”. Nunca una cobertura televisiva, nada. Sin entrar en
estériles discusiones respecto a si se trataba en verdad de dieciocho
imprudentes que confundían explosivos con golosinas o una ejecución
masiva y sumaria por parte de fuerzas militares y paramilitares,
pregunto: ¿imaginan ustedes el festival del horror que los periodistas
de hoy armarían durante semanas si algo así ocurriera en uno de
nuestros nuevos países democráticamente recuperados?. ¿La sensación
de espanto que ganaría a la sociedad?. ¿Los comentarios y
admoniciones de neto tinte apocalíptico que lloverían desde todo
púlpito?. ¿Los monólogos idiotizantes de "columnistas" televisivos
respecto a la creciente inseguridad y deshumanización de nuestros
días?. En los tiempos en que vivimos, realmente no pesa cuántos
mueran y en qué circunstancias: todo pasa por cómo se presenta el
festival. La vieja estrategia marketinera: más importante que el
producto es el envase.
    Pero es igualmente cierto que estamos perdiendo,
socialmente, espiritualidad: esto no lo veremos tanto a nivel
colectivo (creo que, masivamente, la Humanidad, como expresión
generalizada, es espiritual) sino individual: en el comentario sarcástico
de un familiar haciendo gala de sus dinerillos, en la exhibición obscena
de los políticos enfundados en colecciones de Armani al visitar los
barrios precarios de los suburbios con las manos cargadas de
promesas. Veo a la Humanidad como una heroica flecha atravesando
los tiempos, un multitudinario conglomerado de personas comunes
haciendo cosas extraordinarias; veo palpitando detrás de ella a un
Inconsciente Colectivo profundamente religioso, sintiendo que el
mundo está mejor que antes. Pero cuando esa identidad de especie se
fragmenta (en ideologías, naciones, religiones, aficiones futbolísticas,
tirios y troyanos) aparece la masa: el informe monstruo de muchas
patas y muchos ojos pero poco cerebro, a mitad de camino entre el
Yo individual, empeñado en la posibilidad de su propia salvación, y la
Conciencia Comunitaria a la que no reconoce. Como un sacerdote
frustrado, que soñó con la santidad y cayera en la concupiscencia
carnal, ha negado lo uno pero no supo reconocer su limitación para lo

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otro, y termina odiando a ambos.


    Y por debajo de la masa, el individuo. El que habla de la bondad,
pero no se atreve a ejercerla. El que, al repetir como un sonsonete,
“soy pobre pero honrado”, (como si alguien que alcanzara en la vida una
sólida posición necesariamente no lo fuese) disfraza de honestidad
lo que, en todo caso, es falta de iniciativa, motivación y voluntad. El
que se vanagloria de respetar la ley, pero en el fondo sólo por temor a
las consecuencias de quebrantarla. El que confunde picardía y astucia
con inteligencia. El que compra fácilmente un modelo exitista. El que
sufre. El que se siente fracasado. El que en algún momento se
pregunta en qué se equivocó y, por temor a la respuesta, concluye que
la culpa no fue de él, sino "de los otros". El enfermo de excusitis. El
que se dice que de pequeño estaba seguro de estar reservado para
grandes logros. El que se refugia en templos, iglesias y sinagogas
buscando comprar unas migajas de trascendentalidad. El que sigue
vacío.
 
 
¿Están tocando nuestra canción?
 
De nada sirve
Escaparse de uno mismo (bis)
Veinte horas al cine puedes ir
Y fumar hasta morir.
Con mil mujeres puedes salir
Y a los amigos, los puedes llamar, pero
De nada sirve
Escaparse de uno mismo (bis)
De qué te sirven las heladeras
Y lavarropas, televisores,
Y coches nuevos y relaciones
Y amistades y diversiones
Si estás vacío y aburrido
De este mundo que está podrido.

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No, de nada sirve.


Cuando estás solo,
Estas bien solito
Ya no hay guitarritas
Ni amplificadores.
Estás solo en la cama
Empiezas a mirar el techo
Empiezas a mirar el techo
Y en el techo no hay nada
Hay solamente un techo.
“¿Qué puedo hacer, qué puedo hacer?”
Es muy tarde, son las tres de la mañana.
Los bares están cerrados
Las mujeres duermen
Los cines también están cerrados
La guitarra no se puede tocar
Si no el vecino se va a despertar.
“¿Qué puedo hacer, qué puedo hacer?”
Estoy solo, y aburrido
No sé qué hacer,
Qué es el mundo
Qué es mi vida,
Qué soy yo,
¡me voy a volver loco!.
No sé qué hacer...
En ese momentito te das cuenta
Que todo es una estupidez
Cuando vas de veraneo
Y bailas ye-ye
Con sus movimientos centroamericanos
Sensualidad fabricada
Tratas de levantar mujeres...
Pero estás vacío...
Y estás muy podrido...
Oh, oh, oh

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De nada sirve,
de nada sirve
escaparse de uno mismo...

    Y la canción sigue. Moris la improvisó en un estudio de grabación


de Buenos Aires allá por 1969. Más de cuarenta años después, como
toda verdad, no ha perdido vigencia.
    ¡Ah!. ¡El éxito!. Vivimos en una sociedad que privilegia un cierto –
no sé si erróneo– concepto de logro: el de la comodidad y la
popularidad, formas parciales y subjetivas de la trascendencia. El
poseer dinero nos permite (creemos) vivir sin problemas; viajar,
trascender los límites de quienes nos rodean y por eso, sobresalir. El
sobresalir a nivel social es la popularidad, la fama, y a la combinación
de ambas la llamamos "éxito". El éxito nos permite ser tenidos en
cuenta, es decir, estar en la mente de los demás. Cuanto más estamos
en sus mentes, más se nos recuerda. Cuanto más se nos recuerda, se
hablará o se escribirá sobre nosotros en las próximas generaciones.
Así permaneceremos. Y al permanecer, prolongamos nuestra
existencia más allá de nuestra vida física. Por un tiempo (muchos años
o pocos siglos) seguiremos existiendo, lo que es como comprar una
porción de eternidad.
    Porque después de todo sí es posible que en ocasiones, Gaia se
sacuda las pulgas. Sí es posible que el Mal sobre la Tierra no haya
aumentado cuantitativamente sino cualitativamente. Doscientos años
atrás, en una simple batalla europea morían treinta o cuarenta mil
combatientes. Hoy, las batallas electrónicas tienen muchos menos
muertos, pero nos duelen más. Nos escandaliza que no se cumplan los
tratados de Ginebra. En las guerras napoleónicas, Ginebra era sólo
una linda ciudad. Estamos más informados, más culturalizados y eso
redunda en una mayor sensibilidad frente al mal. De manera que, si
nos preguntamos por la primera causa de la pérdida de la
espiritualidad, debemos responder: la deficiente culturalización de las
masas empuja a subordinar lo espiritual a lo material, lo ideal a lo

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práctico, lo correcto a lo conveniente.


    Algunos dirán que es una expresión poco feliz: yo diría que, en todo
caso, es poco demagógica. Por supuesto que hay gente ignorante (lo
digo en el estricto sentido del diccionario, sin connotación peyorativa
alguna) que es espiritual, sensible; pero francamente me temo que son
las excepciones que confirman la regla. En los medios –urbanos o
rurales– donde la culturalización es baja he advertido como una pátina
de insensibilidad que los endurece frente al sufrimiento, y el dolor va
de la mano con el espíritu. Se llora (menos) la pérdida de un ser
querido; duele (menos) la injusticia o la agresión gratuita; se tienen
(menos) esperanzas de un futuro mejor. Por supuesto, también, existe
la injusticia, la violencia y el deshonor entre los formados
intelectualmente, pero esta apreciación habla en términos generales.
    El siguiente punto, por consecuencia, debería pasar por definir
culturalización. A mi modesto saber y entender, no es ni hablar de
solvencia patrimonial o económica (pueden poseerse muchos bienes
pero poca cultura) ni tan siquiera de especialización intelectual: un
profesional universitario es apenas aquél que sabe más de ciertos
temas del conocimiento humano que el resto, pero sólo de esos temas.
Culturalización es universalismo, es reflexión sobre ese
universalismo y es voluntad ideológica.
    La siguiente causa es la carencia de afectividad. Toda expresión
emocional tiende a ser públicamente censurable. ¿Por qué, si no, nos
incomodamos cuando a nuestro lado en un transporte público otra
persona, hasta entonces en silencio, estalla en una carcajada?. ¿Por qué
los hombres no debemos llorar, y menos con audiencia?. ¿Por qué
tratamos a los niños como pequeños adultos, destetándolos lo antes
posible, enviándolos a kindergartens prematuros, atosigándolos de
idiomas, computación y lo que esté de moda cuando apenas balbucean
unas pocas palabras?. ¿Por qué no los cargamos en brazos, los
cubrimos de besos estemos donde estemos y los llevamos con
nosotros a todas partes?. ¿Por qué tantos padres buscan lo antes
posible una niñera eficiente para dejarlos con desconocidos?. Para que
aprendan a ser independientes, decimos. Para que no sufran-no sean dominados-

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no se retrasen en la carrera de la vida como nosotros a su edad, decimos.


Mentira. Ocurre que la inmensa mayoría de los padres no eligió serlo;
simplemente les pasó. Y les asusta el compromiso cuando ellos
mismos están a la búsqueda de su centro, de su eje de equilibrio. Así
que ponen distancia. Olvidando, por ejemplo y como escribiera
Robert Lawlor, que sin la estimulación táctil en el niño no se
genera la capa de mielina que recubre el eje de las neuronas, de
donde deviene una relación entre caricia y mejor desarrollo cerebral.
En realidad, casi todas las culturas, hasta hace dos o tres siglos,
mantuvieron esa "edad feliz" de la niñez casi como un reflejo
microcósmico y temporal de la mitológica Edad de Oro de tiempos
gloriosos de la humanidad. Pero entonces llegó una forma más
deshumanizada de tratar a la niñez. Y las justificaciones pedagógicas.
Durante todo el siglo pasado y buena parte de este, la letra con sangre
entra, la rigidez académica, el autoritatismo disciplinario y una actitud
paternal fría y distante se consideraron criterios necesarios para
modelar "ciudadanos patrióticos y fecundos". Pocos advirtieron
(pocos advierten) que es sólo la proyección, en el mundo limitado y
familiar, de un criterio que proveniente de un orden en las sombras
necesitaba mutilar la niñez para tener obreros y soldados más jóvenes,
mano de obra y carne de cañón más económica. Todo chico es un
ángel. Sólo que, para cuando se da cuenta, ya es demasiado tarde.
    ¿Y qué decir de ciertas Iglesias, que más allá de cuánto abusen de la
palabra amor obligan a sus devotos a medrar en las sombras de la culpa
y la ignorancia?. Religiones que consideran impropio reír y divertirse,
porque este es un valle de lágrimas y, ya se sabe, sólo vinimos aquí
para sufrir, sudar y reverenciar al Señor. Iglesias sombrías, tétricas.
Sacerdotes, ministros y rabinos de gesto adusto prometiéndonos los
fuegos del infierno por nuestras travesuras infantiles. Intermediarios y
comisionistas de Dios a los cuales debemos reverenciar sólo porque
ellos mismos así lo dicen. O, en el mejor de los casos, mofletudos
curas sonrosados que acarician con sus regordetes dedos cargados de
anillos las cabezas de los niños, recordándonos que su dios (que no el
mío) es un "dios de amor", siempre y cuando se le obedezca
calladamente, advirtiéndonos sobre los peligros de buscar otras

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formas de espiritualidad que no sea aquella que ellos predican.


Ciudades con más calles bendecidas con nombres de generales –
patriotas o carniceros, sólo depende del punto de vista– que de
bomberos heroicos o artistas inspirados. Vendedores de un Cristo
moribundo y sangrante en la cruz, nunca del luminoso e inspirado
orador de la montaña.
    He aquí la tercera causa de la pérdida de la espiritualidad: la hemos
confundido, no ya con religiosidad (una de las formas de la
espiritualidad; ciertamente no la única) sino, aún peor, con sumisión
eclesiástica. Y, ya se sabe, "iglesia" viene del griego “ekklesía” que
sólo significa "reunión de hombres".
    Y mucha pobre gente, crédula, ignara, trata de ser buena. Si uno es
bueno, es decir, actúa bien porque no conoció otra forma de ser en la
vida, o peor, por temor a la censura de los demás, o al enojo o falta de
cariño de ellos, o a la represión social o legal, entonces esa bondad no
es producto de una elección y por lo tanto tiene poco mérito
espiritual. Ya que, en pleno uso del albedrío, sólo cuando me da lo
mismo optar entre el bien y el mal, pero elijo al primero, estoy
demostrando una libre voluntad de acción, sin los condicionamientos
anteriores, y por lo tanto esa elección es entonces valiosa. Dios nos da
la bondad como un bien; y todo bien personal debe ser
cuidadosamente administrado. Si Dios nos hubiera dado una suma de
dinero para ayudar a los pobres, a la mayor cantidad posible de pobres
y de la mejor manera a que hubiera lugar, ¿acaso no sería una falta de
respeto a Él salir a la calle y dárselo todo al primero que pase?. Uno
estudiaría con cuidado cada situación, decidiendo darle, por ejemplo, a
éste cien pesos; a aquél otro, muy necesitado, diez mil y tal vez a un
tercero, nada, pues puede ocurrir que nada necesite. Así que con la
bondad debemos proceder igual; no se trata de, ante la injusticia del
mundo, no ser buenos. No. Se trata de saber con quién debemos
serlo. Si somos compulsivamente buenos, seremos como el tonto que
sale a la calle a regalar todo el dinero al primero que pase; pronto nos
agotarán toda la bondad que teníamos para dar. Así que hay que saber
administrarla; tener en claro quién es acreedor a nuestra bondad y
quién no, y de los primeros, en qué medida.

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La experiencia argentina
    Nietzche escribió que lo que no nos mata, nos fortalece. Un sabio
chino hizo lo propio con una frase que decía que tanto el sabio como
el imbécil cometen los mismos errores; la diferencia es que el sabio los
comete una sola vez. Y otro escritor chino (es difícil no ser precedidos
por los chinos) dijo que el hombre es el único animal que tropieza dos
veces con la misma piedra. Así que podríamos concluir que un
argentino es un animal que se detiene a estudiar cada piedra para ver si
no es igual a aquella con la que acaba de tropezar, mientras ruega para
que las cosas lo fortalezcan antes de acabar con él.
    Desde el solsticio de verano del 21 de diciembre de 2001 (para
recordatorio de aquellos que descreen de la antiquísima afirmación
esotérica y astrológica que los cambios estacionales siempre acarrean
mutaciones espirituales), el histórico "cacerolazo", las cosas
empezaron a cambiar. Y todo salto cualitativo hacia delante (pues eso
es lo que creo que ocurrió) significa dejar atrás la vieja muda de piel,
desgarrar la crisálida, aplicar cierta selección natural (espiritual) de las
especies que significa entender que se cambia con el salto cuántico o
seremos desintegrados por él. La mitad de la Argentina salió a
reclamar pacíficamente: en plazas, desde los balcones, en calles o
desde el interior del hogar, las voces indignadas se levantaron
dispuestas a no permitir más el oprobio, la expoliación, la mentira,
apostando a un futuro de fe y esperanza para nosotros y nuestros
hijos. Por primera vez en mucho tiempo, muchos argentinos tuvimos
motivos (sin dinero, sin trabajo, con una educación y una salud
pública destruidas) para sentirnos orgullosos. Porque tal vez mañana
tendremos que sentarnos frente a nuestros hijos para explicarles por
qué no pudimos ganar, por qué no pudimos cambiar la realidad a su
favor. Pero ahora sabemos que no tendremos que pasar la vergüenza
de mirarles a los ojos y decirles que no tuvimos la capacidad de
intentarlo.
    Pero ese salto cuántico de la sociedad argentina, un salto cuántico
estrictamente espiritual (más allá de las motivaciones materiales e

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ideológicas) desnudó también las carencias espirituales de otros:


desmanes y saqueos gratuitos, donde más de la mitad de la gente
(nunca mejor el concepto de "masa") no asaltó los supermercados por
hambre; lo que hasta cierto punto sería comprensible. Lo hizo para
llevarse televisores, heladeras, computadoras, muebles y todo tipo de
enseres. Y no eran sólo los pobres: comerciantes que enviaban a sus
empleados a atiborrarse de mercadería para revender; señores
transpirados cargando sus automóviles con botellas de vinos finos y
delicadezas europeas, señoras clamando a gritos ante las cámaras tener
al marido desocupado, diez hijos muertos de hambre y arrastrando a
duras penas un par de cajones de cervezas.
    Situaciones similares donde el vandalismo, la marginalidad y la
delincuencia se enmascararon en el reclamo social ya las habíamos
padecido doce años antes, al término del gobierno de Raúl Alfonsín.
Pero en ese entonces todavía podíamos consolarnos con el sonsonete
de nuestras abuelas: “La gente mala es la de menos, sólo que hacen más ruido”.
Y uno decía que sí, que entre cada cien desesperados que cargaban
artículos de primera necesidad habría seis o siete que delinquían. En
esta última ocasión, ese argumento fue insostenible: la mayoría de las
turbas saqueadoras simplemente, robaban. Muchos, según reveló
después la crónica, eran los mismos vecinos o clientes de todos los
días. Y mientras miraba los desmanes por televisión, pensé que esos
mismos vecinos y clientes deben haberse detenido a conversar con
patrones y empleados, haber pedido al fiado, cruzar saludos en la calle
y deseos navideños en fiestas mejores que ésas. Y recordé aquella frase
mía: mucha gente opta por ser buena sólo porque no tiene el
coraje de ser mala.
    Porque ante la suspensión del orden social, ante la inicial actitud
policial de no reprimir y permitir el desvalijamiento de los comercios,
ni los pobres ni los no pobres que saquearon distinguieron entre lo
necesario y lo oportuno, entre lo comprensible y lo inadmisible. Entre la
satisfacción de su necesidad básica o la satisfacción de un deseo
superfluo a costa del perjuicio extremo del otro. Fue una guerra del
que no tenía nada contra el que no tenía casi nada. O del que algo
tenía contra el que tenía algo más. Una expresión de resentimiento,

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donde los vándalos se burlaban de empleados desconsolados que


veían destruídas sus fuentes de trabajo al grito de “¡Giles!. ¡Aprendan a
vivir sin laburar!”. Del que dice “pobre pero honrado”, y se consuela de su
fracaso en la vida pensando que el que no lo es necesariamente o es un
aprovechador o un tránsfuga y merece ser expoliado.
    Estoy mirando la televisión mientras escribo estas líneas y
causalmente, en un giro de sincronicidad jungiana, el noticiero me
trae las imágenes de un hecho policial ocurrido en el sur de nuestro
país. Omito los detalles para no ser aburrido; sólo cuenta que un
grupo de asaltantes para distraer el accionar policial en una toma de
rehenes arroja por una ventana una cantidad de embutidos y cajas de
leche, ordenándole al personal policial distribuirlos entre la
muchedumbre que a un centenar de metros se había agrupado para
presenciar el "espectáculo". Y allí van, doscientas o trescientas
personas abalanzándose como un malón sobre una camioneta de
donde, a duras penas, alcanza cada uno a tomar un embutido o una
caja de leche. ¿Es la desesperación del hambre lo que los impulsa a
eso?. No exageremos: las cosas están mal pero esto no es Biafra. Es
sólo el deseo de generar conflicto, desasosiego, rapiña y la cultura de la
mendicidad.
    Grupos crecientes de argentinos se han acostumbrado a vivir del
Estado durante décadas. Desde el político artero que mantiene hasta
su amante con los fondos públicos, hasta el empleado público que se
lamenta de su bajo sueldo pero simplemente calienta una silla siete
horas al día. Conozco a varias personas que se quejan de lo sufrida de
su vida, de los deseos que nunca alcanzarán, que la plata no les alcanza
y que no ven la hora que sus hijos crezcan para que les ayuden
económicamente (o por lo menos, para que al independizarse no les
ocasionen tantos gastos) a los cuales veo todas las tardes, sentados
plácidamente a las puertas de sus casas, escuchando música, tomando
mate, abanicándose del calor. Son pobres, sí. Honrados, seguramente.
Pero para nada inocentes de la situación de postración en que se
encuentran. Porque sólo esperan que los sueldos aumenten, pero no
las cargas de trabajo. Son pobres con mucho tiempo libre que podrían
elegir dedicar a cosas constructivas: alguna otra actividad laboral,

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estudiar algo –no hablo de la Universidad, sólo pienso en oficios


útiles– o ser solidarios con la gente que lo necesita. Pero allí están,
como lagartos al sol. Son pobres que eligieron un estilo de vida.
Pobres por actitud. Son pobres, y se lo merecen.
    Y junto a ellos medra una casta adinerada sólo obsesionada por la
fastuosidad, el exhibicionismo de sus posesiones y el montañismo
social. Reuniones donde el Kenzo inunda las fosas nasales y las risas
huecas obnubilan los oídos para no escuchar otras realidades, la del
país o la de sus propias vidas, ahítas de escabrosos placeres o
mezquinas aspiraciones. Son pobres de espíritu, y se lo merecen.
    Ambos, comparten un consumismo que excluye de sus vidas toda
otra motivación. Educan a sus hijos en lo conveniente, en lugar de lo
correcto. Y son la masa. "Ésa" masa.
    Mientras confundamos astucia con inteligencia, éxito económico a
cualquier precio con realización en la vida (y "de" la vida) seguirá el
drenaje de espiritualidad. Mientras seamos unos hipócritas que demos
lecciones de "cómo deben ser las cosas" sólo porque ello justifique
nuestro propio pasado, mientras la demagogia política proclame (a los
gritos desaforados, si es posible) la gran mentira de que todos los
hombres somos iguales (y no lo somos: ¿cómo puede valer lo mismo
el voto de usted, que elige cuidadosamente a su candidato, se
preocupa por conocer su plataforma electoral y la trayectoria de sus
seguidores, con el de aquél que sólo piensa en el puesto político
prometido o el asado y el vino del cierre de campaña?) olvidando la
gran enseñanza del Ocultismo de que en realidad todos los hombres
somos iguales en esencia, levemente iguales en potencia y totalmente
desiguales en acción, la Espiritualidad (así, con mayúsculas) seguirá
siendo una filosofía de vida, en lugar de una actitud de vida.

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25/09/2014

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