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Facultad de Psicología
Cátedra: Psicoanálisis
Profesor Alejandro Reinoso
Ayudante José Fuenzalida
Estudiante José Navarro
2019 06 25
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En adelante abreviaremos DyG por razones económicas.
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El destacado es nuestro.
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sólo atañe a las representaciones del propio cuerpo del niño y del objeto con el que interactúa.
Debe tratarse, por lo tanto, de algo más profundo en la tópica del inconciente.
Puede argumentarse que el saltar en la cama sí es representativo, puesto que remite a
las huellas mnémicas del feto pateando la pared uterina. Puede argumentarse que, de hecho, es
imposible que estas huellas mnémicas no se reactiven, pues son las huellas a través de las cuales
el feto aprendió a utilizar sus piernas. Precisamente de eso se trata. Aquí se confirma nuestra
aseveración anterior: se trata de algo tan profundo como es posible en la tópica del inconciente.
Si se le pregunta a un niño-saltarín por qué salta, él se limitará a responder: porque es divertido,
quizá insista en que no entiende por qué, pero no quiere dejar de saltar, al menos hasta cansarse
o marearse. En el saltarín común, es claro que no hay aquí un proceso asociativo al nivel de
palabras, es decir proceso secundario o simbólico. Le es indiferente si se trata de su propia
cama, la de sus padres —preferible seguramente por su mayor tamaño y potencia de los
resortes—, una cama elástica o un castillo inflable: se place en todos ellos indistintamente. Lo
que ocurre es sencillamente que la pierna actúa como nexo psíquico entre las huellas mnémicas
del útero y las de la cama-resorte. En el dominio de los sueños, así como en el de la
esquizofrenia, al proceso primario le es permitido tomar representaciones- palabra como si
fueran representaciones-cosa, y ejercer así desplazamiento y condensación (Freud, 1915b).
Pero aquí no parece haber representación-palabra alguna.
En adultos, juegos como este son muy raros. Existen pero sólo parcialmente: el mejor
ejemplo es la música. La música —sin letra— juega un papel difícil de comprender entre las
representaciones-cosa y representaciones-palabra, puesto que aunque no es simbólica, parece
jugar directamente con los sentimientos —por ejemplo en los acordes mayor y menor— y su
estructura nos recuerda a la sintaxis del lenguaje humano.
Así, con este ejemplo introductorio creemos haber justificado las preguntas que guiarán
nuestra investigación: ¿cómo se desarrolla ontogenéticamente la pulsión, de modo que estos
juegos no-representativos se pierdan en los adultos?; ¿cómo podemos pensar la repetición en
relación a la producción? y fundamentalmente ¿qué constituye la pulsión para Freud?; Con
ellas, esperamos poder respondernos por qué un niño saltaría en la cama o jugaría con
ferrocarriles —ejemplo freudiano—, pero la mayoría de los adultos no. Finalmente,
intentaremos dar sentido a lo aquí elucidado en una reflexión sobre la salud: específicamente,
¿en qué puede servirnos la teoría maquínica en la cura? Nuestra respuesta a esta pregunta será
apoyada por la propia teoría freudiana. Quisiéramos enfatizar que el esquizoanálisis no es una
propuesta contraria al psicoanálisis en términos teóricos: la teoría fundamental es la misma que
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Fonema se define como la mínima unidad significante abstracta, relativa a la fonología. Distinta de
fono, unidad mínima real-sonora, relativa a la fonética.
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extraño es que Freud considere, sin mayor análisis, que la palabra producida y la palabra oída
se igualan sin mayor diferencia.
La teoría de la máquina deseante de DyG apuntaría, y dándole el mismo nivel de
importancia que a la repetición, al problema de la producción: al largo juego de
experimentación fonética —es decir con su propia lengua, boca, pulmones, diafragma, etc.—
por el que necesariamente pasa el niño para producir sus primeros significantes lingüísticos
susceptibles de intelección por parte de su entorno.
En su estudio de las afasias, reproducido parcialmente en Lo inconciente (1915), en
cambio, Freud realizaba un estudio más detallado de la adquisición lingüística. Aquí deja muy
claro que “[l]a palabra es una representación compleja que [...] corresponde a un complicado
proceso asociativo, en el que confluyen los elementos de origen visual, acústico y kinestésico”
(Freud, 1915, p. 211). Freud se refiere a todos los distintos registros posibles de la palabra:
oída, hablada, vista, escrita, señada, etc. Aquí, a diferencia de la simplificación que citamos de
El yo y el ello (1923) en la que Freud subordina todas las otras formas de palabra la primera
huella mnémica, se entiende la palabra como una representación compleja, o, si hacemos un
giro, como un complejo de representaciones. Esto parece fundamental: la palabra no es
unívoca, es multívoca. La palabra condensa: muchas representaciones-cosa se sintetizan en la
palabra, no una sola. El primer Freud comprendía esto perfectamente, y quizá dándolo por
entendido, posteriormente lo descuida sin mayor aclaración.
El problema teórico se hace patente si se piensa ontogenéticamente: ¿cómo llega el niño
a repetir o imitar mediante la producción aquello que únicamente ha percibido? Incluso si,
como hace Freud, se piensa el juego como repetición, haría falta considerar un mecanismo
productivo que lleve de la representación a su reproducción metafórica en el juego. Pero en
este punto, acotándonos a la obra de Freud, la pregunta más ambiciosa que podemos plantear
es por qué prefiere entender el juego como una simple y llana repetición.
Freud responde: “es superfluo suponer una pulsión particular de imitación como motivo
del jugar” (1920, p. 17). Pero hay que precisar que el juego paradigmático del juego en Freud,
el fort-da de Más allá del principio del placer, es particularmente un juego mimético,
representativo: los juguetes son mamá-papá y ellos hacen lo que hacen mamá-papá. Freud no
repara en esto, no contempla otro tipo de juegos que pudieran, quizá, no representar nada:
juegos de movimiento corporal puro. La interacción del infante prelingüístico con un animal
caería en esta categoría, al igual que la mayoría de estímulos corporales que pudieran percibirse
como placenteros en un entorno sistematizado. Ya con Más allá del principio del placer (1920)
Freud podría pensar un placer en el aumento de tensión, como pulsión de muerte. Aparte de
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esto, Freud sólo considera el los movimientos corporales como placenteros subordinándolos a
la compulsión a la repetición. Ejemplo de esto: “[l]os sacudimientos de los carruajes y, más
tarde, del ferrocarril ejercen un efecto tan fascinante sobre los niños mayores que al menos
todos los varoncitos han querido alguna vez ser cocheros o conductores de tren cuando grandes.
[…] suelen convertirlo en el núcleo de un simbolismo refinadamente sexual” (Freud, 1905, p.
183). Aquí Freud redirige tanto el querer ser cochero como el simbolismo sexual a la huella
mnémica del sacudimiento del carruaje, adelantando la idea de la compulsión a la repetición.
Freud no precisa de una ‘pulsión de juego’ puesto que sus ejemplos son principalmente
repetitivos, y además, porque mira de soslayo el ámbito de la producción. El problema que se
suscita es el qué del mundo despierta unas representaciones u otras, y unas mociones
pulsionales u otras: en qué medida está abierta la membrana que permite negociar las demandas
internas con las externas para, en palabras de Freud, producir objetos adecuados a fines.
Es este quizá el aspecto fundamental del deseo: su negociación en la membrana. Sobre
esto podemos preguntarnos ¿cómo se piensa la pulsión en relación al mundo exterior? En
Pulsiones y destinos de pulsión (1915) se define la fuente de pulsión como “aquel proceso
somático, interior a un órgano o a una parte del cuerpo, cuyo estímulo es representado en la
vida anímica por la pulsión” (Id. p. 19); y al objeto de pulsión como “de la pulsión es aquello
en o por lo cual puede alcanzar su meta” (Id. p. 18). Sobre este último, Freud puntualiza: “no
está enlazado originariamente con ella, sino que se le coordina sólo a consecuencia de su aptitud
para posibilitar la satisfacción” (Id. p. 18). Es decir, la negociación con la realidad se da por el
lado del objeto según cuán adecuado y viable sea este para la pulsión, mientras que la fuente
es el órgano mismo, cuya tensión la pulsión pretende liberar. El encuentro con los objetos no
haría entonces sino despertar o excitar pulsiones latentes.
Es aquí donde la teoría de DyG se distingue gruesamente de la de Freud, pues para
ellos, “en todas partes máquinas” (Deleuze & Guattari, 1972, p. 11) y “las pulsiones son las
mismas máquinas deseantes” (Deleuze & Guattari, 1972, p. 41). Más que un monismo, lo que
se pretende con esta aseveración, es que órganos interiores y exteriores al propio cuerpo
interactúan e intercambian flujos por el solo hecho de tener la capacidad de ensamblarse. Se
trata de ver los objetos del mundo en términos de deseo: con qué otras máquinas se ensambla
cada objeto. De esta manera puede entenderse la fascinación del niño por el ferrocarril, señalada
por Freud, imagen similar a la pintura Boy with machine que DyG utilizan como epígrafe: el
mecanismo sencillamente fascina al niño. Mecanismo de cualquier tipo. Órganos internos y
objetos externos, ambos son percibidos como máquina por el niño, y, de acuerdo con DyG,
existiría una pulsión a la experimentación con ellos. Para DyG el deseo es aquello que el
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Y es cierto que no se trata de metáforas, pero primero habría que asumir, como lo hizo Nietzsche
(1887) —gran referente tanto para Deleuze como Freud— que el lenguaje entero se basa en la metáfora:
en establecer la falsedad A=B como verdad, de lo cual se concluye que todo lo verbal es metáfora.
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Los autores categorizan tres tipos de cortes, correlativos a tres tipos de síntesis, tres tipos de energía y
tres tipos de producción (Deleuze & Guattari, 1972, pp. 42-7). Esta categorización excede con creces
el propósito de nuestra investigación.
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Referencias bibliográficas