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Pontificia Universidad Católica de Chile

Facultad de Psicología
Cátedra: Psicoanálisis
Profesor Alejandro Reinoso
Ayudante José Fuenzalida
Estudiante José Navarro
2019 06 25

¿Qué es una máquina deseante?


Diálogo sobre los fundamentos de la pulsión
1

El presente trabajo pretende abordar el tema de la producción pulsional de forma dialógica


entre la teoría de Freud y la respuesta esquizoanalítica de Deleuze y Guattari1. En múltiples
ocasiones Freud reconoce el amplio dominio de la producción, pero no se detiene mayormente
a analizarla. Tómese de ejemplo la siguiente cita: “tenemos derecho a inferir que ellas, las
pulsiones, y no los estímulos exteriores, son los genuinos motores de los progresos que han
llevado al sistema nervioso (cuya productividad es infinita)2 a su actual nivel de desarrollo”
(Freud, 1915, p. 115). Podemos así, entender productividad como el paso de la representación
a la acción, cuyo ‘motor’ es la pulsión.
DyG elaboran el concepto de máquina deseante para abarcar este dominio: el del
inconciente productivo. Para efectos de esta breve investigación, nos centraremos en los
aspectos más elementales de la pulsión, comparándolas con la máquina deseante cuando sea
fructífero para la teoría analítica. Es decir, cuando esta nos permita profundizar en el
funcionamiento de la pulsión, la repetición o la producción. Anticipamos que la ventaja del
concepto de máquina deseante es la de contemplar las interacciones entre distintas máquinas
deseantes, es decir, entre distintos complejos pulsionales, tanto a microescala, en la producción
inconciente, como grandes maquinarias: instituciones sociales, cuerpos vivos o inertes,
tecnología, etc.
Permítasenos enunciar el problema principal de este trabajo, el de la producción, con
un ejemplo, cuya relevancia explicaremos en seguida: ¿por qué un niño salta en la cama? Ni él
parece saberlo, pero es reacio a dejar de hacerlo. ¿Hay algo que se repite? Claramente: la acción
de saltar. En un examen físico del acto, veremos que el niño continúa con sus piernas la onda
que transmiten los resortes de la cama, de otro modo el salto fallaría. No sólo las piernas
funcionan como continuación del resorte, sino que hay una precisa coordinación cronológica
en el asunto: el peso del niño comprime los resortes, y sólo cuando estos están por terminar su
retroceso expansivo, el niño hace lo suyo con sus piernas. Es decir, el niño debe coordinar su
propia descarga muscular con la descarga que la cama ejerce sobre él, en esto consiste su juego.
El anterior examen nos resume el problema de la producción —del deseo de saltar en
la cama— en la siguiente pregunta: ¿qué media entre la compulsión a la repetición y la acción?
El ejemplo de saltar en la cama es ilustrativo puesto que en él no opera el proceso secundario
—orden del lenguaje—. No hay nada simbólico en saltar en la cama, y sin embargo ocurre. Si
se le pregunta, el niño no es capaz de explicar por qué lo hace. En cuanto al proceso primario,

1
En adelante abreviaremos DyG por razones económicas.
2
El destacado es nuestro.
2

sólo atañe a las representaciones del propio cuerpo del niño y del objeto con el que interactúa.
Debe tratarse, por lo tanto, de algo más profundo en la tópica del inconciente.
Puede argumentarse que el saltar en la cama sí es representativo, puesto que remite a
las huellas mnémicas del feto pateando la pared uterina. Puede argumentarse que, de hecho, es
imposible que estas huellas mnémicas no se reactiven, pues son las huellas a través de las cuales
el feto aprendió a utilizar sus piernas. Precisamente de eso se trata. Aquí se confirma nuestra
aseveración anterior: se trata de algo tan profundo como es posible en la tópica del inconciente.
Si se le pregunta a un niño-saltarín por qué salta, él se limitará a responder: porque es divertido,
quizá insista en que no entiende por qué, pero no quiere dejar de saltar, al menos hasta cansarse
o marearse. En el saltarín común, es claro que no hay aquí un proceso asociativo al nivel de
palabras, es decir proceso secundario o simbólico. Le es indiferente si se trata de su propia
cama, la de sus padres —preferible seguramente por su mayor tamaño y potencia de los
resortes—, una cama elástica o un castillo inflable: se place en todos ellos indistintamente. Lo
que ocurre es sencillamente que la pierna actúa como nexo psíquico entre las huellas mnémicas
del útero y las de la cama-resorte. En el dominio de los sueños, así como en el de la
esquizofrenia, al proceso primario le es permitido tomar representaciones- palabra como si
fueran representaciones-cosa, y ejercer así desplazamiento y condensación (Freud, 1915b).
Pero aquí no parece haber representación-palabra alguna.
En adultos, juegos como este son muy raros. Existen pero sólo parcialmente: el mejor
ejemplo es la música. La música —sin letra— juega un papel difícil de comprender entre las
representaciones-cosa y representaciones-palabra, puesto que aunque no es simbólica, parece
jugar directamente con los sentimientos —por ejemplo en los acordes mayor y menor— y su
estructura nos recuerda a la sintaxis del lenguaje humano.
Así, con este ejemplo introductorio creemos haber justificado las preguntas que guiarán
nuestra investigación: ¿cómo se desarrolla ontogenéticamente la pulsión, de modo que estos
juegos no-representativos se pierdan en los adultos?; ¿cómo podemos pensar la repetición en
relación a la producción? y fundamentalmente ¿qué constituye la pulsión para Freud?; Con
ellas, esperamos poder respondernos por qué un niño saltaría en la cama o jugaría con
ferrocarriles —ejemplo freudiano—, pero la mayoría de los adultos no. Finalmente,
intentaremos dar sentido a lo aquí elucidado en una reflexión sobre la salud: específicamente,
¿en qué puede servirnos la teoría maquínica en la cura? Nuestra respuesta a esta pregunta será
apoyada por la propia teoría freudiana. Quisiéramos enfatizar que el esquizoanálisis no es una
propuesta contraria al psicoanálisis en términos teóricos: la teoría fundamental es la misma que
3

en Freud, simplemente se cambia el enfoque. La diferencia es práctica, pragmática: cómo usar


la teoría para la cura.
Debemos partir preguntándonos, entonces, cómo entiende Freud la producción
pulsional. Su principal concepción de ella puede resumirse en el posteriormente llamado
principio de constancia y la primera teoría freudiana del deseo, planteadas ya en La
interpretación de los sueños (Freud, 1900). El principio de constancia postula que el “aparato
[psíquico] obedeció primero al afán de mantenerse en lo posible exento de estímulos” (Freud,
1900, p. 557). La pulsión vendría a sustituir el mecanismo de reflejo, que produce una descarga
inmediata para sustraerse del estímulo externo, por un impulso que mueve a acción —o
motilidad—, conservando la función de eliminar la tensión provocada por el estímulo interno
y constante de las necesidades corporales. Luego, siempre bajo el reino del principio del placer,
entendido el placer como disminución de tensión, surge el deseo como tal: “[e]l primer desear
pudo haber consistido en investir alucinatoriamente el recuerdo de la satisfacción” (Freud,
1900, p. 588). De esta manera, Freud tempranamente formula su teoría del deseo como un
intento de reproducción o repetición de las percepciones o representaciones que en el pasado
fueron placenteras.
Evidentemente, el deseo como re-producción involucra la producción misma en un
grado no menor. Como ejemplo paradigmático de la relación producción-reproducción,
tomamos la adquisición del lenguaje. ¿Acaso un niño aprende a hablar sólo a base de oír? Nada
en la percepción auditiva le dice cómo mover su boca para producir los mismos sonidos que
oye. Queremos decir, escuchar los sonidos de su lengua materna, que el feto reconoce y
distingue de otras lenguas ya en el útero (Karmiloff & Karmiloff-Smith, 2005) no implica
inmediatamente el aprender a producirlos. En El yo y el ello (1923), Freud dirá, sobre la
representación-palabra, “[l]a palabra es entonces, propiamente, el resto mnémico de la palabra
oída” (p. 23). Freud aquí desestima, sin mencionar siquiera, el problema de la producción
lingüística y las pulsiones que llevarían en primer lugar a la adquisición del habla. Habría que
asumir que, para Freud, las representaciones que vinculan el fonema3 con el accionamiento del
aparato fonador simplemente se acoplan al resto mnémico de la palabra oída. El problema
lógico radica entonces en el paso del fonema al fono y del fono al fonema. Es claro que el niño
deberá jugar con sus propios labios para aprender a producir los sonidos de su lengua; lo

3
Fonema se define como la mínima unidad significante abstracta, relativa a la fonología. Distinta de
fono, unidad mínima real-sonora, relativa a la fonética.
4

extraño es que Freud considere, sin mayor análisis, que la palabra producida y la palabra oída
se igualan sin mayor diferencia.
La teoría de la máquina deseante de DyG apuntaría, y dándole el mismo nivel de
importancia que a la repetición, al problema de la producción: al largo juego de
experimentación fonética —es decir con su propia lengua, boca, pulmones, diafragma, etc.—
por el que necesariamente pasa el niño para producir sus primeros significantes lingüísticos
susceptibles de intelección por parte de su entorno.
En su estudio de las afasias, reproducido parcialmente en Lo inconciente (1915), en
cambio, Freud realizaba un estudio más detallado de la adquisición lingüística. Aquí deja muy
claro que “[l]a palabra es una representación compleja que [...] corresponde a un complicado
proceso asociativo, en el que confluyen los elementos de origen visual, acústico y kinestésico”
(Freud, 1915, p. 211). Freud se refiere a todos los distintos registros posibles de la palabra:
oída, hablada, vista, escrita, señada, etc. Aquí, a diferencia de la simplificación que citamos de
El yo y el ello (1923) en la que Freud subordina todas las otras formas de palabra la primera
huella mnémica, se entiende la palabra como una representación compleja, o, si hacemos un
giro, como un complejo de representaciones. Esto parece fundamental: la palabra no es
unívoca, es multívoca. La palabra condensa: muchas representaciones-cosa se sintetizan en la
palabra, no una sola. El primer Freud comprendía esto perfectamente, y quizá dándolo por
entendido, posteriormente lo descuida sin mayor aclaración.
El problema teórico se hace patente si se piensa ontogenéticamente: ¿cómo llega el niño
a repetir o imitar mediante la producción aquello que únicamente ha percibido? Incluso si,
como hace Freud, se piensa el juego como repetición, haría falta considerar un mecanismo
productivo que lleve de la representación a su reproducción metafórica en el juego. Pero en
este punto, acotándonos a la obra de Freud, la pregunta más ambiciosa que podemos plantear
es por qué prefiere entender el juego como una simple y llana repetición.
Freud responde: “es superfluo suponer una pulsión particular de imitación como motivo
del jugar” (1920, p. 17). Pero hay que precisar que el juego paradigmático del juego en Freud,
el fort-da de Más allá del principio del placer, es particularmente un juego mimético,
representativo: los juguetes son mamá-papá y ellos hacen lo que hacen mamá-papá. Freud no
repara en esto, no contempla otro tipo de juegos que pudieran, quizá, no representar nada:
juegos de movimiento corporal puro. La interacción del infante prelingüístico con un animal
caería en esta categoría, al igual que la mayoría de estímulos corporales que pudieran percibirse
como placenteros en un entorno sistematizado. Ya con Más allá del principio del placer (1920)
Freud podría pensar un placer en el aumento de tensión, como pulsión de muerte. Aparte de
5

esto, Freud sólo considera el los movimientos corporales como placenteros subordinándolos a
la compulsión a la repetición. Ejemplo de esto: “[l]os sacudimientos de los carruajes y, más
tarde, del ferrocarril ejercen un efecto tan fascinante sobre los niños mayores que al menos
todos los varoncitos han querido alguna vez ser cocheros o conductores de tren cuando grandes.
[…] suelen convertirlo en el núcleo de un simbolismo refinadamente sexual” (Freud, 1905, p.
183). Aquí Freud redirige tanto el querer ser cochero como el simbolismo sexual a la huella
mnémica del sacudimiento del carruaje, adelantando la idea de la compulsión a la repetición.
Freud no precisa de una ‘pulsión de juego’ puesto que sus ejemplos son principalmente
repetitivos, y además, porque mira de soslayo el ámbito de la producción. El problema que se
suscita es el qué del mundo despierta unas representaciones u otras, y unas mociones
pulsionales u otras: en qué medida está abierta la membrana que permite negociar las demandas
internas con las externas para, en palabras de Freud, producir objetos adecuados a fines.
Es este quizá el aspecto fundamental del deseo: su negociación en la membrana. Sobre
esto podemos preguntarnos ¿cómo se piensa la pulsión en relación al mundo exterior? En
Pulsiones y destinos de pulsión (1915) se define la fuente de pulsión como “aquel proceso
somático, interior a un órgano o a una parte del cuerpo, cuyo estímulo es representado en la
vida anímica por la pulsión” (Id. p. 19); y al objeto de pulsión como “de la pulsión es aquello
en o por lo cual puede alcanzar su meta” (Id. p. 18). Sobre este último, Freud puntualiza: “no
está enlazado originariamente con ella, sino que se le coordina sólo a consecuencia de su aptitud
para posibilitar la satisfacción” (Id. p. 18). Es decir, la negociación con la realidad se da por el
lado del objeto según cuán adecuado y viable sea este para la pulsión, mientras que la fuente
es el órgano mismo, cuya tensión la pulsión pretende liberar. El encuentro con los objetos no
haría entonces sino despertar o excitar pulsiones latentes.
Es aquí donde la teoría de DyG se distingue gruesamente de la de Freud, pues para
ellos, “en todas partes máquinas” (Deleuze & Guattari, 1972, p. 11) y “las pulsiones son las
mismas máquinas deseantes” (Deleuze & Guattari, 1972, p. 41). Más que un monismo, lo que
se pretende con esta aseveración, es que órganos interiores y exteriores al propio cuerpo
interactúan e intercambian flujos por el solo hecho de tener la capacidad de ensamblarse. Se
trata de ver los objetos del mundo en términos de deseo: con qué otras máquinas se ensambla
cada objeto. De esta manera puede entenderse la fascinación del niño por el ferrocarril, señalada
por Freud, imagen similar a la pintura Boy with machine que DyG utilizan como epígrafe: el
mecanismo sencillamente fascina al niño. Mecanismo de cualquier tipo. Órganos internos y
objetos externos, ambos son percibidos como máquina por el niño, y, de acuerdo con DyG,
existiría una pulsión a la experimentación con ellos. Para DyG el deseo es aquello que el
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inconciente produce constantemente, pero no se limita a la producción de fantasmas —deseo


entendido como falta—, sino que involucra a todo tipo de máquinas, se regocija en ello. De
esta manera se explica la atracción que el neurótico siente por el objeto: no es distinto del niño
fascinado por la máquina: se trata de una relación de deseo mutuo entre las máquinas
establecidas por el aparato.
Conviene ahora reparar en qué es exactamente una máquina, tal como la entienden
DyG, y por qué la eligen como metáfora para ilustrar todos los conceptos, aún si afirman que
no se trata de metáforas (Deleuze & Guattari, 1972)4. La máquina, como la entienden DyG, es
la proyección, abstracta, del cuerpo mamífero sobre un concepto. Así definen máquina: “una
[...] emite un flujo que otra corta” (Deleuze & Guattari, 1972, p. 11); “una máquina se define
como un sistema de cortes (Deleuze & Guattari, 1972, p. 42)5. La máquina es así definida como
un cuerpo que procesa un flujo: imagínese una máquina computacional con uno o más enchufes
de input y de output (boca y ano para los mamíferos). DyG entenderían que, en cada concepto,
es decir, en cada representación-palabra, el humano transfiere su propio cuerpo mamífero a las
unidades lingüísticas y corporales. Esto ayuda a entender las interacciones que se dan entre las
máquinas, todas comprendidas como representaciones dentro del aparato psíquico. No se
trataría sino de una puntualización sobre las representaciones que están en la base de la pulsión
para Freud: los agentes representantes de pulsión (1915b). Freud define este concepto como
“una representación o grupo de representaciones investidas con un determinado monto de
energía psíquica” o libido (1915b, p. 109). El concepto de máquina permitiría entender en
mayor profundidad cómo circula la libido por los distintos complejos representacionales
inconcientes, es decir, antes del advenimiento de las representaciones-palabra del preconciente,
donde los montos de libido están fijados (Freud, 1915a).
Volvemos a considerar nuestro problema inicial, el de la producción, entendido bajo la
pregunta ¿cómo se pasa de la representación a la acción? Vimos que este problema no se
explica fácilmente para el caso de la adquisición del habla, donde el niño debe inventar por su
cuenta y con sus propios órganos, el modo de producir cada fonema. La percepción de la
palabra oída no le presta ningún instructivo mecánico para lograrlo. Ninguna repetición le
llevará a ello, al contrario, sólo lo hará la experimentación.

4
Y es cierto que no se trata de metáforas, pero primero habría que asumir, como lo hizo Nietzsche
(1887) —gran referente tanto para Deleuze como Freud— que el lenguaje entero se basa en la metáfora:
en establecer la falsedad A=B como verdad, de lo cual se concluye que todo lo verbal es metáfora.
5
Los autores categorizan tres tipos de cortes, correlativos a tres tipos de síntesis, tres tipos de energía y
tres tipos de producción (Deleuze & Guattari, 1972, pp. 42-7). Esta categorización excede con creces
el propósito de nuestra investigación.
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La teoría de las máquinas deseantes tiene su fuerte en el tratamiento de la producción.


Su objetivo es desobstruir el deseo maquínico del neurótico, y así desanclar dentro de lo
posible el principio del placer de la compulsión a la repetición. Conlleva el problema de haber
sido planteada en un libro que desecha casi por completo el lenguaje técnico de Freud. Si se
quiere conservar este último, proponemos como una suerte de equivalente de la máquina
deseante, una compulsión a la interacción, que situaríamos en un estrato similar a la de
repetición. La compulsión a la interacción explicaría el comportamiento para con ciertas
máquinas o juguetes que se muestran incomprensiblemente fascinantes y al mismo tiempo,
permite entender cómo en el juego puede reproducirse algo que aún no se ha producido desde
el propio yo-cuerpo: a través de la experimentación con la máquina-objeto. Esta fascinación,
para Freud, tendría que explicarse desde la pulsión epistemofílica (Freud, 1905). Esta pulsión,
también llamada deseo de saber, tiene su origen para Freud en la pregunta infantil sobre el
origen de sí mismo, es decir, el sexo (Freud, 1905). Freud no niega que en la interacción se
consiga el conocimiento, pero agrega que ese deseo de conocimiento remite en última instancia
a la sexualidad. Dudamos que acaso el niño ya se pregunte por su propio origen al momento
de producir sus primeras consonantes, las bilabiales, de las que se producen inevitablemente
las sílabas ‘pa’ y ‘ma’ a las que los padres responden efusivamente creyendo que se trata de
ellos, grabando en el niño algunas de las primeras asociaciones entre significante lingüístico y
efecto en el mundo.
La tesis principal del Anti-Edipo (1972) es quizá su crítica a la excesiva importancia de
la repetición y la reproducción por sobre la producción: “el inconsciente como fábrica fue
sustituido por un teatro antiguo” (p. 31). Lo que queda hacer es someter esta crítica al examen
de la realidad y la realidad al examen de esta crítica. No cabe duda de que lo patológico en la
neurosis es el grado, y a mayor grado, mayor es también la compulsión a la repetición. Un caso
contrario, el de una compulsión a la repetición con índice cero, resulta en cambio impensable:
pues la edificación de la memoria en el sistema nervioso es impensable sin ella; se trataría de
un cuerpo cuyos órganos no latieran. En cualquier caso, se observa que experimentación y
repetición se comportan de maneras complejas que hará falta dilucidar: la experimentación
puede subordinarse a la repetición, al mismo tiempo que se opone a ella: mientras menos
repetición, más espacio hay para la experimentación.
Nos preguntamos entonces, cómo orientar el análisis hacia la cura. Freud en Pensar,
repetir, reelaborar (1914) considera que la cura adviene cuando el paciente, tras repetir en la
transferencia sus vínculos objetales e interpersonales primitivos, eventualmente llega a hacerse
conciente de ellos y lograría, lentamente, reelaborarlos. El enfoque del esquizoanálisis apunta
8

a otro lado: reestablecer el juego con las representaciones-cosa. En Lo inconciente (1915b)


Freud define la representación-cosa “como algo no cerrado y que difícilmente podría serlo,
mientras que la representación-palabra nos aparece como algo cerrado, aunque susceptible de
ampliación” (p. 212). Es movilidad de las representaciones-cosa, opuesta a la inmovilidad de
las representaciones-palabra, en la que se basa el juego del esquizoanálisis, el juego de
descubrir las máquinas deseantes del paciente. Una de las principales medidas esquizoanálisis
es promover en los pacientes el aprendizaje de actividades que no hayan realizado aún en su
vida: por ejemplo, que los matemáticos pinten y que los músicos hagan geometría (Deleuze &
Guattari, 1972). Para esto el esquizoanálisis utiliza la creación, no tanto artística como artesana,
puesto que el arte está inscrito en claras reglas sociales, el arte pertenece al ámbito de la idea,
de lo simbólico; mientras que lo que aquí llamamos artesano, a falta de otro nombre, remite en
cambio a lo material y a lo corporal.

Referencias bibliográficas

Deleuze, G. & Guattari, F. (1972). Máquinas deseantes; Introducción al


esquizoanálisis. En El Anti-Edipo. (1a ed.) Barcelona, España: Paidós.
Freud, S. (1900). VII. Sobre la psicología de los procesos oníricos. En Obras
completas. (2a ed., vol. 5). Argentina: Amorrortu.
Freud, S. (1905). Tres ensayos de teoría sexual. En Obras completas. (2a ed., vol. 12).
Argentina: Amorrortu.
Freud, S. (1905). Pensar, repetir, reelaborar. En Obras completas. (2a ed., vol. 12).
Argentina: Amorrortu.
Freud, S. (1915a). Pulsiones y destinos de pulsión. En Obras completas. (2a ed., vol.
14). Argentina: Amorrortu.
Freud, S. (1915b). Lo inconciente. En Obras completas. (2a ed., vol. 14). Argentina:
Amorrortu.
Freud, S. (1920). Más allá del principio del placer. En Obras completas. (2a ed., vol. 18).
Argentina: Amorrortu.
Freud, S. (1923). El yo y el ello. En Obras completas. (2a ed., vol. 19). Argentina:
Amorrortu.
Guattari, F. (1979). El inconciente no está estructurado como un lenguaje. En Líneas
de fuga. (1a ed). Buenos Aires, Argentina: Cactus.
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Karmiloff, K. & Karmiloff-Smith, A. (2001). Hacia el lenguaje: del feto al


adolescente. (1a ed). España: Morata.
Nietzsche, F. (1873). Sobre verdad y mentira en sentido extramoral. Madrid: Tecnos.

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