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I. PRIMER MOMENTO.

Autoevaluación del desempeño de cursada

En cierta medida, constatar los aprendizajes realizados durante la cursada de una


materia con las características de didáctica especial no es algo tan sencillo de objetivar.
Siendo que el eje no se encuentra en la transmisión de un determinado contenido, sino
en la reflexión en torno a la docencia y la posterior práctica docente, no me resulta tan
sencillo delimitar que es aquello que he aprendido. O, en todo caso, desde la perspectiva
en que usualmente transité la carrera, la objetivación de un aprendizaje era sencilla,
pues ésta siempre se relacionaba con el conocimiento o reproducción del pensamiento
de determinados autores. Por ejemplo, puedo fácilmente puedo decir que en Historia
de la Filosofía Moderna aprendí la teoría gnoseológica del Kant en cuanto soy capaz de
explicar el Sujeto Trascendental.

Pero, ¿Qué ocurre cuando el aprendizaje, como en didáctica, se relaciona con


una tarea de reflexión y la realización de algunas prácticas docente? ¿Debería considerar
que mi aprendizaje fue tal y cual reflexión a la que llegué? ¿Es eso un aprendizaje en un
sentido clásico? Ya señala Biesta que la concepción del estudiante como aprendiz,
implica una construcción del aprendiz como un sujeto careciente. Carencia que solo un
educador podría llegar a suplir. En ello, la objetivación de un aprendizaje, parece no
llevarse bien con la propia configuración de una materia que, entiendo, espera del
estudiante una postura hablante. ¿Podría hacerlo, por otra parte, cuando la experiencia
no fue lo suficientemente prolongada más que para permitir algunas intuiciones
preliminares en torno a la práctica docente? En ese sentido, considero que el sentido y
aprendizaje de la materia va a mostrarse con mayor claridad en otro momento del
tiempo, cuando el recorrido docente sea otro y siempre en la medida en que logre
retomar las reflexiones hechas en la materia y no devenga una tarea alienante.

Si hubiese de remarcar lo que considero que el aprendizaje más importante


durante la cursada, dada mi nula experiencia docente hasta esta materia, fue el mero
hecho de ponerme a cargo de un curso. Tanto en lo que se refiere al momento puntual
en que hube de enfrentarme al alumnado, como los preparatorios que,
paradójicamente, me requirieron mayores esfuerzos, tanto emocionales como
intelectuales. Sobre ello, el principal aprendizaje estuvo ligado, y de allí también la
improcedencia de hablar de ‘aprendizaje’, no tanto a la incorporación de técnicas,
contenidos (que también hube de incorporarlos para poder dictar los contenidos de la
materia) o métodos; sino en la necesidad de asumir un compromiso con los alumnos,
con la materia y conmigo. Aquí no podría hablar de aprendizaje, sino en la medida en
que ello implica una comprensión más cabal del grado de compromiso que conlleva la
preparación y dictado de una clase.

Preparación que, para las clases que dicté, estuvo focalizada en lograr una
exposición que fuera lo más clara posible y que no significara una mera reproducción de
lo que ya estaba presente en el libro de texto manejado por los estudiantes. El intento
también por lograr algún tipo de contacto con los alumnos y que no deviniera en algo
excesivamente expositivo (cuestión en el fondo inevitable, por la característica de la
materia dictada). Allí, ciertas cuestiones sobre la materia dictada, IPC del CBC, marcaron
límites más precisos en torno aquello que podía ser realizado. Lo cual, desde cierta
perspectiva resulto una ventaja. No hube de preguntarme demasiado que técnicas de
conducción o que contenidos dictar. Estaba todo, por decirlo en forma llana, servido en
bandeja. Y lo señalo como una ventaja, pues siendo mi primera experiencia docente,
prefería moverme en un terreno conocido. Existió una menor diferencia entre aquello a
lo que estoy acostumbrado como estudiante de filosofía y aquello que yo iba a realizar
como docente. Pero esta misma ventaja, hizo que la experiencia probablemente haya
sido menos enriquecedora de cuanto pudo haber sido en un secundario y que, gran
parte de las reflexiones que surgieron durante la cursada, tuviera un impacto reducido
en mi práctica. Podría decir que, en mi tarea docente, intente reproducir las formas y
métodos que la gran parte de mis docentes de la UBA me enseñaron sin proponérselo.

Esto mismo significó que entre mis expectativas iniciales y mis logros exista un
cierto desbalance, pues parte de ellas estaban puestas en adentrarme en ese mundo
que es la escuela secundaria y ver cómo podría desempeñarme allí. Expectativa que, en
todo caso, dado que yo conscientemente elegí dictar la clase del CBC, corre por mi
propia cuenta no haber cumplido. De todos modos, el trabajo realizado durante la
cursada, me permite imaginar mi futura tarea en secundarios. Principalmente, porque
gran parte de mis inquietudes y dudas acerca de la enseñanza estaba en tener una idea
cabal de lo que significaba el preparado de una clase, unidad y programa y de tener que
estar frente a un curso dictando clase, cuestiones que pude trabajar durante ambos
cuatrimestres.

Con respecto a mi desempeño durante la cursada, creo que en líneas generales


fue bueno. Señalaría sí, como falencia, no haber participado más en clase. Suelo preferir
replegarme y escuchar a tomar la palabra. Entiendo que la materia requería una postura
activa por parte de los estudiantes y considero que podría haber participado más. En mi
justificación, puedo decir que 25 materias donde la participación del estudiantado se
reduce a algunos pocos comentarios, me acostumbraron a ello. Por otra parte, respecto
de las prácticas, como ya argumente previamente, estoy bastante conforme respecto
de mi desempeño. Creo que, si bien tengo muchas cuestiones para mejorar y trabajar,
atravesé las prácticas con relativa solvencia, lo cual de por sí me significo un logro.

II. SEGUNDO MOMENTO.

Ensayo sobre la enseñanza de la filosofía a jóvenes en contextos institucionales

Al volver sobre mis consideraciones realizadas en mi primer ensayo, encuentro


que, si bien lo allí planteado puede ser efectivamente rescatado aquí, existen algunas
dimensiones no tematizadas que valdría la pena trabajar aquí. Todo ensayo es preso de
las lecturas y experiencias inmediatas en las que fue escrito. Allí, la preeminencia estuvo
puesta en la dicotomía entre contenido y forma. ¿Enseñar filosofía es enseñar a utilizar
las propias facultades intelectuales? ¿O enseñar filosofía en enseñar una determinada
tradición de pensamiento occidental que el tiempo ha sedimentado en nuestra cultura?
¿Debía la filosofía jugar en un extremo u otro? En ello, la propuesta hegeliana, en todo
lo negador y superador de las contradicciones que pretende ser, resultaba una opción
extremadamente tentadora. Pero, como toda superación que se intenta realizar, quizás,
en el fondo, solo fuese una elección encubierta. En ello, la opción por Hegel suponía una
inclinación por la preeminencia del contenido por sobre las formas. En todo caso, en
tanto y cuanto el contenido requiriese el uso de las facultades cognitivas para su
comprensión, la forma resultaría asegurada. El pensamiento brotaría naturalmente del
estudio de los estudios de los filósofos anteriores. Son estas ideas con las que, en gran
parte sigo de acuerdo. Pero, en todo caso, me interesaría ver en qué punto, y a partir de
mi propia experiencia y las que mis compañeros compartieron durante la cursada,
contienen ciertas limitaciones respecto del estado de la escuela actual.

Vale la pena comenzar con alguna aclaración. Este trabajo tendrá una cuota
importante de precariedad. Las ínfimas experiencias docentes transitadas durante el
segundo cuatrimestre conllevan necesariamente a este trabajo a carecer de grado de
concreción que, con una trayectoria más contundente podría tener. A ello, se suma que
la experiencia no fue realizada en un terciario, ni en un secundario, sino en IPC de Puán,
con todas las diferencias que existen entre ambos tipos de cursadas. La materia, si bien
ligada a la filosofía, pertenece a una rama tan especifica que extrapolar, la importancia
de la enseñanza de la filosofía de las ciencias o futuros ‘cientistas sociales’, tal y como
eran la mayoría de mis alumnos, a la importancia de la enseñanza de filosofía a alumnos
de secundarios o terciarios, no resulta tan sencillo. No significa ello que no existan
puntos de coincidencia, pero incluso las coincidencias serán producto de mi
especulación. Con todo, este ensayo, individual en su redacción, tiene una dimensión
colectiva en la medida en que las experiencias de mis compañeros, que supieron muy
bien relatar durante la cursada, también han servido para tener un panorama del estado
de la educación pública secundaria y terciaria.

Con lo dicho, podemos entonces retomar a Hegel y la afirmación de la filosofía


como la enseñanza de un contenido. Podría preguntar primero, ¿está asegurado el
ejercicio del pensamiento en la mera transmisión de un contenido que se considera
filosófico? Allí, la respuesta inmediata que surge de mi experiencia y la de mis
compañeros es no. En todos los casos, hubo de recurrirse a ciertos mecanismos que
hiciesen el contenido potencialmente interesante. La inserción de los contenidos en la
experiencia vital de los alumnos, fue necesaria para que estos no resultaran cuerpos
inertes, sin mayor importancia que la de ser escollos en la aprobación de una materia.
En ello, la existencia de un ejercicio de pensamiento, la única actividad que puede
considerarse propiamente filosófica, necesita de ciertas formas de interpelar al
estudiantado. Pero, ¿queda incluso con ello asegurada la existencia de pensamiento
autónomo? ¿podemos estar tranquilos que, en cuanto los alumnos logren sentirse
interpelados por el material trabajado, estarán realizando una actividad intelectual
crítica?

Repetición, Autonomía y Habla en la escuela

Estas últimas preguntas nos llevan a los análisis que la escuela reproductivista
realiza en torno a la escuela como un ‘aparato ideológico del estado’. Críticas que bien
pueden apuntar en dirección de la concepción Hegeliana del aprendizaje filosófico, pero
que también pueden ir en dirección al propio lugar que nosotros, como docentes
desempeñaremos allí. La escuela es, según estas perspectivas, no solo una instancia para
el desarrollo de capacidades intelectuales, sino también un aparato de reproducción
ideológica. Su función es, a través de una autoridad pedagógica, los maestros, reforzar
una arbitrariedad cultural, a la que se reconocerá como legítima; al par que se
deslegitima toda otra forma cultural no trasmitida (Cf. Palacios, p. 148)

Los contenidos, elegidos y recortados, presuponen no solo ciertas elecciones,


sino también ciertas exclusiones. Elecciones y exclusiones que se encuentran
determinados, es cierto, por la subjetividad “autónoma” del docente. Pero esta es una
subjetividad previamente ‘subjetivada’. En este punto, el riesgo inherente a la tarea
docente es la reafirmación de una tarea reproductora y alienante, incapaz de producir
un pensamiento verdaderamente autónomo, pues la misma figura del docente frente al
curso ha sido producida y colocada allí por otras razones. La pregunta, o el desafío ante
el cual nos ponen estas corrientes estructuralistas, que quizás pequen en demasía de
pesimistas, es la de pensar el rol del docente de filosofía como algo paradójico. La de
aquel que se inserta en el sistema educativo para despertar en los alumnos un
pensamiento autónomo, pero es, en realidad, autorizado por una institución que tiende
más bien a normativizar y reproducir sistemas y modos de pensar. La mayor paradoja
radica en que, para verdaderamente poder emancipar el pensamiento, el docente de
filosofía debería tener, como primera tarea, socavar el suelo que lo sustenta. Debería
enseñar que la institución escolar y, con ella la figura del docente que encarna, son las
que atentan contra su autonomía.

¿Cómo desde ese lugar, constituido a partir de una figura de la autoridad,


permitir en los alumnos la emergencia de un pensamiento propio? Desde posiciones
estructuralistas, por su énfasis sobre el carácter reproductor, no solo de la escuela, sino
también del conjunto de los aparatos ideológicos, parecería imposible pensar cualquier
tipo de emancipación. Ello supondría una especie de salto, de ruptura total con sistemas
de pensamientos dominantes. Pero, ¿es ello posible? ¿puede un individuo romper en
forma plena con la ideología dominante para producir un pensamiento autónomo? Esto,
más que lo paradójico de la tarea docente, es lo paradójico del pensamiento autónomo.
Este pretende trascender la ideología, pero solo puede intentarlo desde dentro de ella.

En ese punto, valdría la pena citar a Cerletti.

La educación institucionalizada anula la posibilidad de una afirmación que debiera ser


esencial en todo aprendizaje que comprometiera, íntimamente, al que aprende; anula la
posibilidad de afirmar: “yo aprendí lo que quería saber” o “yo ya aprendí”. Y lo anula porque se
supone que el que aprende no está en condiciones de decidir eso. (…) La institución le exige a
quien dice haber aprendido que demuestre que aprendió y eso que aprendió será, obviamente,
lo que la institución quiere que aprenda, de lo contrario no será posible la acreditación (Cerletti,
2012).

La paradoja del docente de filosofía presenta dos aristas. Enseñar a pensar por
sí mismo, mediante la explicación del pensamiento de otros y desde un lugar
autoritativo que debe validar aquello que se supone aprendido. Llegado un punto, es
posible que toda la tarea docente se resuma en aprender lo que debía aprenderse y
enseñar lo que debía enseñarse. La institucionalización, fundada inevitablemente en
la repetición y la reproducción, presupone sedimentaciones y cristalizaciones de
contenidos que llevan en su seno el germen de la alienación. En ello, ningún docente
puede permanecer a salvo de recaer en formas de enseñanza alienantes. Pero,
podemos rescatar aquí el pensamiento de Castoriadis, para quién la tarea de
autonomizar el pensamiento de las instituciones, solo puede lograrse dentro del
mismo marco simbólico que busca romperse, en el momento en que algo instituyente
emerge dando un nuevo sentido a aquello que había sido instituido.

La salida a la paradoja, es que en el instante en que surja un nuevo sentido, el


docente debe tener la lucidez para no obturar la emergencia de lo novedoso, en
nombre de un pensamiento ajeno y cristalizado que debe ser aprendido. O, como
señala Rancière, la salida es partir, de la idea de que los alumnos, en el mismo
momento en que comienzan su proceso de escolarización son ya hablantes.

… hablar es una cuestión de identificación, de tomar una identidad existente, un lugar existente dentro del
orden existente. Pero, además, hablar puede ser un acto de subjetivación si no se trata de una identidad
que ya nos está esperando sino si nuestro hablar es suplementario a la distribución existente de lo sensible
e introduce un elemento que es heterogéneo (…) Es el tipo de discurso que produce las “nuevas inscripciones
de la igualdad” dentro del orden… (Biesta, 2011).

No esperar a que los temas sean explicados y aprendidos para habilitar la


palabra del alumno. La palabra del estudiante es lo único que puede romper la
alienación y producir un pensamiento autónomo. Si su palabra solo queda habilitada
luego de que procesos evaluatorios certificaron su aprendizaje, entonces, ¿Qué
pensamiento queda, sino el de los contenidos dictados? Los contenidos, pueden ser
obstáculos, pero también pueden servir de puntos de apoyo, en la medida en que
motiven la discusión y habiliten el habla en los estudiantes.

La enseñanza debe partir del presupuesto de que los estudiantes son ya


hablantes. Que, como dice Rancière, aprende porque alguien les ha dirigido la
palabra y que, al responder, no responden como estudiantes ni como doctos sino
como personas, “como se responde a alguien que les habla y no como a alguien que
los examina: bajo el signo de la igualdad” (Rancière, 2006). El riesgo presente es caer
bajo las garras y las injusticias de la opinión. Que el habla emitida, sea un habla
inauténtica, que sea ese gran impersonal donde los individuos son hablados
encarnando un sentido común. Modo impersonal, que, por otra parte, quita toda
responsabilidad en lo dicho. La enseñanza, por ello, es también la asunción de una
responsabilidad en lo hablado. Lo dicho solo puede ser pensamiento autónomo
cuando este se asume plenamente como algo propio.
Bibliografía
Biesta, G. (s.f.). Aprendiz, Estudiante, Hablante. ¿Por qué importa cómo llamamos a aquéllos a
quienes enseñamos? En M. Simons, J. Masschelein, J. Larrosa, & (editores), Jacques
Rancière, La educación pública y la domesticación de la democracia (págs. 149-173).
Buenos Aires: Miño Dávila.

Cerletti, A. (2008). Repetición, novedad y sujeto en la educación. Buenos Aires: Del estante
editorial.

Palacios, J. (1997). La escuela Capitalista, aparato ideológico de estado al servicio de la


reproducción social. En J. Palacios, La educación en el siglo XX (págs. 133-195).
Caracas: Editorial Laboratorio Educativo.

Rancière, J. (2006). El maestro ignorante. Cinco lecciones sobre la emancipación intelectual.


Buenos Aires: Tierra del Sur.

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