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1. Introducción
Después de la familia, la escuela es la primera sociedad, el escenario social por
antonomasia en donde el niño se abre a la relación con otras personas que no son sus
familiares. Sus primeras relaciones interpersonales acontecen allí precisamente, lo que
hace muy probable que sea también allí donde reciba las primeras -y más importantes
críticas y opiniones favorables o no de sus compañeros, en público o llegarán a ser
conocidas, antes o después, por las personas. La imagen social de la persona inicia su
debut en el aula. Por eso se ha afirmado, con toda razón, que la escuela es el ámbito
natural donde el niño se socializa, desarrolla sus habilidades sociales y su personalidad
comienza a forjarse.
Para muchos padres, las calificaciones que su hijo obtiene es si no el único criterio para
su valoración, al menos uno de los más importantes o el que comparece con mayor
frecuencia en el diálogo familiar. De otra parte, esas calificaciones etiquetan al niño como
aplicado o no, inteligente o no, perezoso o activo, distraído o atento, inquieto o tranquilo,
etc. La función de este etiquetado social, por parte del profesor y sus compañeros, es muy
significativa para el niño y está coloreada de categorías que, como es obvio, condicionan
su autoestima.
A ese etiquetado se añade otro no oficial -este último casi siempre injusto y, a veces, de
fatales consecuencias para el niño-, constituido por el mote o apodo con que se le
singulariza. El nuevo sobrenombre que recibe el niño puede imprimir carácter en su
blanda personalidad y, desde luego, modificar su autoconcepto. Aunque sólo fuera por
esto, los profesores harían muy bien en celar para que sus alumnos extinguieran esta
práctica relativamente habitual en algunas instituciones. Esta costumbre ha permitido
atribuir a ciertos niños una crueldad malsana y, en algún modo, así es a juzgar por la
atinada descalificación que tal apodo significa.
De todo esto depende la autoestima del niño, todavía en pleno desarrollo. Tal vez los
adultos comprendiésemos mejor lo que en este contexto sucede si no nos hubiéramos
olvidado con tanta facilidad de la propia experiencia infantil en el contexto escolar.
2. La autoestima y la práctica de la educación
En la actualidad la crisis de la escuela se presenta con síntomas más graves y
preocupantes, especialmente por lo que conlleva de agresividad, violencia e indiferencia
al aprendizaje. Estas manifestaciones son deudoras en buena parte de la crisis de
autoridad y permisividad que caracteriza a la sociedad actual; también de la ausencia de
educación en el ámbito familiar -los padres se han vuelto cada vez más delegadores de la
educación de sus hijos y consideran que es el profesor el que ha de educarles en su más
amplio sentido:-, y a la indefensión en que se encuentran los profesores frente a las
instituciones que, olvidándose de ellos, sólo han previsto y legislado en algunos países
acerca de los derechos de los alumnos.
«El uso que en el mundo de la enseñanza se está haciendo, por ejemplo, de los términos
"motivación" y "autoestima" como el comodín que ayuda a explicar cualquier problema
relacionado con la enseñanza. Ambas nos hablan de un modelo de hombre, de alumno,
cuyas conductas se componen de meros automatismos, de respuestas mecánicas e
irreflexivas a los estímulos que las circunstancias presentan. Ambas nos hablan de la falta
de control de las propias circunstancias o de la imposibilidad de hacerse con los
mecanismos que permitan un control razonable sobre la propia vida. Nos proponen la
determinación mecanicista de la conducta humana» A este gratuito y rígido determinismo
de la estimación propia hay que oponer, sin duda alguna, la fuerza creadora de la libertad
personal, de la que depende, en última instancia, la guía de los propios sentimientos.
Resulta imprescindible considerar, además, la capacidad de reflexionar sobre los propios
sentimientos y sus consecuencias, el aprendizaje que se deriva de la propia experiencia,
la mayor o menor flexibilidad para adaptarse al medio, los valores moduladores del talante
afectivo, es decir, todo cuanto interviene en el juicio prudencial que modera, acrece,
extingue o matiza la intensidad y cualidad de esos sentimientos acerca de uno mismo, a
los que nadie es ajeno del todo.
5.7 LA INDIFERENCIA
Juan tiene tres hijos de seis, ocho y once años. Trabaja diez horas al día. Cuando llega a
casa está cansado, desea tranquilidad y no tiene ganas de que le molesten. Si alguno de
sus hijos le pide que le ayude en las tareas escolares o participe en algún juego, contesta
que está muy cansado y lo envía a su madre.
Cuando su mujer le recrimina la poca atención que presta a sus hijos, él le contesta que
ocuparse de ellos no es cosa suya, que él ya tiene bastante con trabajar para que no falte
el dinero en casa.
Los hijos de Juan están aprendiendo a no preguntar a su padre y a no invitarle a jugar con
ellos. Posiblemente piensen que, para el padre, su trabajo y su descanso tienen más
importancia que ellos. Es probable que lleguen a la conclusión de que no son
suficientemente importantes para su padre, ya que este no les demuestra ningún interés.
Las situaciones de discusiones conyugales, separación y divorcio llevan frecuentemente
actitudes de rechazo, aislamiento o indiferencia por parte de alguno o de ambos
cónyuges. Estas actitudes son muy nocivas para los hijos. Los padres indiferentes suelen
transmitir a sus hijos que para ellos son una carga: un estorbo que entorpece sus planes,
personas que no merecen consideración alguna.
La indiferencia es posiblemente el sentimiento más cruel -especialmente si es crónica-
que puede experimentarse acerca de otras personas; más que el odio.
Desde la perspectiva del niño, el mensaje de este estilo educativo (¿?) es interpretado
como que el hijo es incapaz de ser lo suficientemente bueno como para ser amado por su
padre. En estos casos no quedan cubiertas las necesidades básicas de seguridad,
aceptación y aprecio que son vitales para el niño, por constituir el humus donde hincan
sus raíces la autoestima y la autorrealización personal.
Los padres indiferentes satisfacen las normas más elementales, pero no las más
importantes: dedicar el tiempo necesario a los hijos. Se comportan como padres
funcionarios, como padres ineficaces. Sin duda alguna, hay buenos funcionarios -afirmar
lo contrario sería muy injusto que son padres, pero es casi imposible encontrar a padres
funcionarios que sean buenos padres, por mucho que sea el éxito que obtengan en sus
respectivas profesiones.
5.8 LA AUSENCIA DE AUTORIDAD
Si son nefastas las consecuencias del autoritarismo, a las que líneas atrás se aludió, no
es que sean mejores las que se derivan de la ausencia de autoridad. La ausencia de
autoridad, paradójicamente, sí que es hoy «políticamente correcta». Y no se entiende bien
cómo esto ha sido posible, dado que la democracia nada tiene que ver con la ausencia de
autoridad.
El estilo educativo en el que está ausente la autoridad es muy poco recomendable para
estimular el crecimiento y desarrollo de la estima personal en los hijos. Los padres no
tienen autoridad, sino que, por ser padres, son o deberían ser una autoridad para sus
hijos.
Pero es importante que además de serlo, tengan autoridad, es decir, la ejerzan y
manifiesten.
Nótese que autoridad tiene que ver con autoría; los padres son, qué duda cabe, autores
-aunque no completos ni independientes-, de las vidas de los hijos por ellos engendrados.
La voz autoridad viene del latín, auctoritas, término que procede del verbo augere que
puede traducirse como el que hace, el que obra, el que sostiene, el que acrece, el que
promociona, el que eleva, el que incrementa, el que auspicia, el que desarrolla.
Todas esas acciones son funciones naturales que competen realizar a los padres para
que sus hijos se estimen justamente a sí mismos. En ausencia de autoridad, la autoestima
no se desarrolla, acaso porque los hijos no disponen de esa ayuda, de ese
reconocimiento por parte de quienes tienen el deber y el derecho de considerar que ellos
son personas importantes, para sus padres las personas más importantes del mundo.
¿Cómo se va a estimar un chico a sí mismo si su padre no le sostiene, ni le promociona,
ni le hace crecer, ni le eleva, ni se goza con cada uno de los pequeños logros que
advierten en su comportamiento?
De otro lado, si los hijos no perciben a sus padres como las personas que son y tienen
autoridad, sólo con muchas dificultades podrán encontrar los modelos en que inspirarse
para llegar a ser quienes quieren ser.
Ahora bien, ser una autoridad significa implicarse en aquello que se hace, hasta el punto
de vincular su propio ser en lo que dirige, determina, manda, ordena, diseña, etc. En el
estilo educativo en que la autoridad está ausente, ¿puede afirmarse que los padres se
implican en la vida de sus hijos, según las características que se han mencionado? De no
haber esa implicación por parte de los padres o de los profesores, es lógico que los hijos y
alumnos no se estimen como debieran. Así pues, padres y profesores o son una autoridad
para sus hijos y alumnos, respectivamente, o no son nada (Polaino-Lorente y Carreño,
2000).
5.9 LA COHERENCIA
Javier es un niño de ocho años. Le encanta dibujar. Cuando llega su padre a casa, Javier
corre hacia él y le enseña su último dibujo. Su padre se muestra atento y efusivo: «¡Qué
bien lo has hecho! ¡Me encanta el dibujo!. Veo que el mar y el cielo los has pintado de un
azul diferente y que los aviones y los barcos, que se ven a lo lejos, son más pequeños
que estos que están más próximos a su alrededor. Me gustan mucho los colores que has
empleado y la forma de los aviones y barcos. Debes haber trabajado bastante para
hacerlo.
Supongo que estarás muy contento. Vamos corriendo a enseñárselo a mamá. Le gustará
mucho.»
La actitud y el lenguaje del padre de Javier están favoreciendo la autoestima de su hijo.
En el mensaje del padre de Javier hay varios componentes que ayudan a fomentar la
autoestima en el hijo. A fin de que el lector pueda estudiarlos más despacio, se señalan a
continuación algunas de las propiedades del discurso del padre, en este ejemplo, que
pueden resultar muy fecundas para acrecer la autoestima en los hijos:
• Una descripción concreta y realista de una conducta correcta.
• La expresión de sentimientos positivos por parte del padre.
• El reconocimiento del esfuerzo y de los aciertos del hijo.
• El ponerse en su lugar y atisbar cuáles puedan ser los sentimientos del hijo.
-La eclosión de la alegría y el éxito, que es preciso comunicar y compartir en seguida con
la madre.
6. La madurez personal de los padres: algunas características El autor de estas líneas ha
de admitir que el término de madurez (maturité, maturity, Reife), aplicado a la
personalidad, es un tópico común y de amplia circulación, cuyo uso coloquial está muy
extendido entre los hablantes de las más diversas comunidades. Pero ha de advertir
también que se ha resistido durante mucho tiempo a emplearlo -y cuando lo ha usado,
lo ha hecho contra su voluntad y con cierta repugnancia- debido a la ambigüedad,
indefinición, polisemia y anfibología de este término.
El autor comprende, sin embargo, que cuando alguien le habla de madurez de la
personalidad o de una persona madura, acierta a entender, a pesar de lo que se acaba de
afirmar, lo que su interlocutor quiere significarle.
En realidad, lo que acontece, en mi opinión, es que no disponemos de una definición
rigurosa y operativa para expresar de forma inconfundible, y de una vez por todas, lo que
queremos significar con el término madurez.
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La Real Academia Española de la Lengua entiende por madurar, «poner en su debido
punto con la meditación una idea, un proyecto, un designio, etc.»; y por madurez, el
«buen juicio o prudencia con que el hombre se gobierna».
La madurez psicológica, tal como hasta aquí se va perfilando, no consiste en la mera
capacidad de reaccionar biológica y emocionalmente de forma adecuada, sino también y
principalmente en la capacidad para someter nuestros impulsos, deseos y emociones a la
ordenación de la razón o, si se prefiere, a la luz de nuestro entendimiento y a la decisión
de nuestra voluntad, pues sin ellos no sería posible al hombre gobernarse a sí mismo con
«buen juicio o prudencia».
¿Cómo puede un padre o un profesor educar en la autoestima a sus hijos o alumnos, si
ellos mismos no son personas maduras? Para educar en la afectividad a los más jóvenes
es preciso que los educadores adultos hayan satisfecho previamente algunos criterios,
aquellos que precisamente más impacto puedan tener en el proceso educativo que se
desea llevar a cabo.
Ciertamente, el concepto de madurez psicológica de la personalidad se nos ofrece con
todas las ambigüedades que se acaban de apuntar y repudiar. Sin embargo, mucho más
vejatorio resulta para el hombre el término de inmadurez psicológica de la personalidad,
también hoy de amplia circulación en nuestra sociedad, y ante el que muy pocos autores
elevan su voz con el necesario tino para contribuir a incrementar la formación humana de
los más jóvenes.
La inmadurez es moneda corriente en la sociedad contemporánea. Puede afirmarse que
los jóvenes maduran ahora más tardíamente que antaño. Hay muchos factores que
pueden explicar este hecho.
La permisividad de la educación y de la sociedad, la mala prensa de todo lo que signifique
esfuerzo o voluntad y la incorporación cada vez más tardía al mundo del trabajo y a las
responsabilidades que este conlleva constituyen, junto con otros muchos factores,
algunos de los principios explicativos del porqué de la inmadurez psicológica de nuestros
jóvenes.
Pero de forma análoga a como sucede en los jóvenes acontece también en los adultos.
En la actualidad, una persona de 40 años puede ser tan inmadura o más que un
adolescente. A lo que parece, el adulto también madura hoy más tardíamente. Los adultos
imitan en muchos de sus comportamientos y de sus actitudes a los jóvenes, idolatrados
en tanto que jóvenes por la sociedad actual.
Hemos oído tantas veces el eslogan de que «es grande ser joven», que al final hasta los
adultos han acabado por creérselo. Desde esta perspectiva, muchos de nuestros adultos
confunden la juventud del espíritu con la falta de compromiso, la espontaneidad con la
autenticidad, la irresponsabilidad con la genialidad, el tiempo con la instantaneidad, el
deber con el placer.
En todo caso, permítaseme insistir en que es una tarea harto difícil determinar qué
propiedades, qué características han de definir a una persona, para precisar si es o no
suficientemente madura. En cualquier caso, en las líneas que siguen se ofrecen algunos
criterios que pueden servir de referencia a los padres para reflexionar acerca de su
madurez personal y, en su caso si así lo desean, tratar de crecer un poco más en esta
arriesgada aventura que es la mejora de la propia personalidad.
1. Creen firmemente en ciertos valores y principios que defienden, aun cuando
encuentren cierta oposición, y se sienten lo suficientemente seguros de sí mismos, son
capaces de modificarlos si nuevas experiencias indican que estaban equivocados.
2. Son capaces de obrar según creen es lo más acertado, confiando en su propio juicio,
sin sentirse culpables aunque a otros no les parezca bien.
3. No viven preocupados por el pasado ni obsesionados por el futuro. Aprenden del
pasado y proyectan para el futuro, pero viven intensamente el presente, el aquí y
ahora.
4. Tienen una confianza básica en 'su capacidad para resolver sus propios problemas,
sin dejarse acobardar fácilmente por fracasos o dificultades. Y están dispuestos a pedir
ayuda cuando ello sea necesario.
5. En tanto que personas se consideran y se sienten igual que cualquier otra; ni inferior ni
superior; sencillamente, igual en dignidad; aunque reconocen las diferencias en
talentos que pueda haber entre ellas (prestigio profesional, posición económica, ciertas
habilidades, etc.).
6. Dan por supuesto que son interesantes y valiosos para otros, al menos para aquellos
con quienes se asocian amistosamente.
7. No se dejan manipular por los demás, aunque estén dispuestos a colaborar con ellos,
si la ocasión y las circunstancias son las apropiadas y convenientes.
8. Reconocen y aceptan en sí mismos una variedad de sentimientos y emociones, tanto
positivas como negativas, y están dispuestos a revelárselas a algunos de sus hijos si
consideran que vale la pena y que ellos así lo desean.
9. Son capaces de disfrutar con las más diversas actividades, como trabajar, leer, jugar,
charlar, caminar, descansar, etc.
10. Son sensibles a los sentimientos y necesidades de los demás; respetan las normas de
convivencia y entienden que no tienen derecho a medrar ni a divertirse a costa de
otros.
7. Felicidad de la pareja y autoestima de los hijos
La madurez personal de los cónyuges contribuye, qué duda cabe, a su felicidad personal
y a la de sus hijos. A lo que parece, cuanto más madura sea la personalidad de los
cónyuges, mayor probabilidad tienen de ser felices y educar bien a los hijos.
Aunque no hay caminos seguros en esto de alcanzar la madurez, no obstante, no me
resisto a reproducir aquí algunas observaciones que, con harta probabilidad, conducen a
ella y a la conquista de la felicidad conyugal y familiar.
No dispongo de la fuente bibliográfica concreta, pero me parece recordar que fue John
Schindler quien aconsejaba, a modo de receta el decálogo que a continuación se
transcribe:
1. Mantenga su interés por las cosas sencillas.
2. Aprenda a disfrutar del trabajo. Tener gusto por el trabajo es la única forma de trabajar
a gusto y la más maravillosa profilaxis contra los trastornos emocionales.
3. No adquiera el hábito de exigir lo extraordinario.
4. Sienta simpatía por la gente. Es sorprendente cuántas personas con enfermedades
provocadas por las emociones sienten antipatía hacia casi todo el mundo.
5. Tome parte activa en la empresa humana.
6. Adquiera el hábito de la alegría, porque tiene la doble ventaja de que se contagia a
otros y, aunque sea fingida, llega a actuar en uno mismo como si fuese sincera.
7. Adáptese a las nuevas situaciones.
8. Afronte sus problemas con decisión. Cada vez que se le presente un problema, decida
pronto lo que va a hacer para intentar resolverlo y no lo piense más.
9. Viva el instante presente. Hay personas que viven siempre a la espera de otra
situación y así pierden el único valor que tienen a mano: el momento presente.
10. Viva la emoción de cada momento. Haga del momento presente un éxito emocional.