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1903 [1904]
El carácter principal del método catártico, que lo diferencia de todos los demás
procedimientos psicoterápicos, reside, pues, en que su eficacia terapéutica no depende
de una sugestión prohibitiva del médico. Por el contrario, espera que los síntomas
desaparezcan espontáneamente en cuanto la intervención médica basada en ciertas
hipótesis sobre el mecanismo psíquico, haya conseguido dar a los procesos anímicos un
curso distinto al que venían siguiendo y que condujo a la producción de síntomas.
SOBRE PSICOTERAPIA
1904 [1905]
Pero ¿no habrá de ser mucho más adecuado y posible influir sobre la moral de
un hombre con medios morales, o sea psíquicos?
La Psicoterapia nos ofrece procedimientos y caminos muy diferentes. Cualquiera
de ellos que nos conduzca al fin propuesto, a la curación del enfermo, será bueno. Las
promesas de mejoría que prodigamos consoladoramente a los enfermos corresponden ya
a uno de los métodos psicoterápicos. Pero al ahondar en la esencia de las neurosis no
hemos hallado nada que nos obligue a limitarnos a semejante consuelo y hemos
desarrollado las técnicas de la sugestión hipnótica y las de la Psicoterapia por
distracción y entretenimiento y por provocación de afectos favorables. Todas ellas me
parecen estimables y las emplearía en circunstancias apropiadas. Si, en realidad, me he
limitado a un único método, al que Breuer denominó «catártico» y yo prefiero Ilamar
«analítico», ha sido tan sólo por razones subjetivas. A consecuencia de mi participación
en la génesis de esta terapia me siento personalmente obligado a consagrarme a su
investigación y al perfeccionamiento de su técnica. Puedo afirmar que la Psicoterapia
analítica es la más poderosa, la de más amplio alcance y la que consigue una mayor
transformación del enfermo. Abandonando por un momento el punto de vista
terapéutico puedo afirmar también que es la más interesante y la única que nos instruye
sobre la génesis y la conexión de los fenómenos patológicos. Por la visión que nos
procura del mecanismo de la enfermedad anímica, es también la única que puede
conducirnos más allá de sus propios límites e indicarnos el camino de otras formas de
influjo terapéutico.
b) También me parece muy difundido entre mis colegas el error de creer que la
técnica de la investigación de los agentes patológicos y la supresión de los síntomas por
dicha investigación son cosas fáciles y naturales. Sólo así puedo explicarme que
ninguno de los muchos colegas a quienes interesa mi terapia y opina resueltamente
sobre ella me haya pedido nunca información sobre la forma de aplicarla. Alguna vez he
oído también con asombro que en tal o cual sala del hospital el médico director había
encargado a uno de sus jóvenes ayudantes el «psicoanálisis» de un histérico. Tengo la
seguridad de que si se tratase del análisis de un tumor extirpado a un enfermo, el mismo
médico director no lo encargaría a un ayudante al que no supiera perfectamente
impuesto en la técnica histológica. Por último, llega también a mí de cuando en cuando
la noticia de que algún colega está sometiendo a uno de sus pacientes a una cura
psíquica, y como me consta que ignora en absoluto la técnica de tal cura, he de suponer
que confía en que el enfermo le revele espontáneamente sus secretos o busca la
salvación en una especie de confesión o confidencia. No me extrañaría nada que
semejante tratamiento dañase al enfermo en lugar de beneficiarle. El instrumento
anímico no es nada fácil de tañer. En estos casos, recuerdo siempre las palabras de un
neurótico famoso en todo el mundo, pero que nunca fue tratado por ningún médico,
pues sólo vivió en la imaginación de un poeta. Me refiero al príncipe Hamlet, de
Dinamarca. El rey ha enviado junto a él a dos cortesanos para sondearle y arrancarle el
secreto de su melancolía. Hamlet los rechaza. En este punto, traen a escena unas flautas.
Hamlet toma una y se la tiende a uno de los inoportunos, invitándole a tañerla. El
cortesano se excusa, alegando su completa ignorancia de aquel arte, y Hamlet exclama:
«Pues mira tú en qué opinión más baja me tienes. Tú me quieres tocar, presumes
conocer mis registros, pretendes extraer lo más íntimo de mis secretos, quieres hacer
que suene desde el más grave al más agudo de mis tonos; y ve aquí este pequeño
órgano, capaz de excelentes voces y de armonía, que tú no puedes hacer sonar. ¿O
juzgas que se me tañe a mí con más facilidad que una flauta? No; dame el nombre del
instrumento que quieras; por más que lo manejes y te fatigues, jamás conseguirás
hacerle producir el menor sonido.» (Acto III, escena 2ª.)
Pero también podéis elegir otro punto de vista para la comprensión del
tratamiento psicoanalítico. El descubrimiento y la traducción de lo inconsciente se lleva
a cabo contra una continua «resistencia» del enfermo. La emergencia de lo inconsciente
va enlazada a sensaciones de displacer, a causa de las cuales es rechazado siempre de
nuevo. En este conflicto que se desarrolla en la vida anímica del enfermo interviene el
médico. Si consigue llevar al enfermo a aceptar algo que hasta entonces había rechazado
(reprimido) a consecuencia de la regulación automática determinada por el displacer,
habrá logrado llevar a buen término una parte importante de labor educativa. Ya el
hecho de mover a madrugar a un individuo que sólo a disgusto abandonaba el lecho es
una labor educativa. Pues bien: el tratamiento psicoanalítico puede ser considerado
como una segunda educación, encaminada al vencimiento de las resistencias internas.
En los nerviosos, la necesidad de esta segunda educación se hace sentir especialmente
en cuanto al elemento anímico de su vida sexual. En ningún lado han producido la
civilización y la educación daños tan graves como en este sector, en el cual hallamos las
etiologías principales de la neurosis. El otro elemento etiológico, la aportación
constitucional, nos es dado como algo inmutable y fatal. Surge aquí una condición
importantísima para el médico. Ha de poseer un alto nivel moral y haber vencido en sí
mismo aquella mezcla de salacidad y mojigatería, con la cual acostumbran enfrentarse
muchas personas con los problemas sexuales.
XLVII
1910
SIENDO predominantemente prácticos los fines que hoy nos reúnen, he elegido
también para mi conferencia inicial un tema práctico y de interés profesional más que
científico. Conozco vuestro juicio sobre los resultados de nuestra terapia y quiero
suponer que la mayoría de vosotros ha superado ya las dos fases de su aprendizaje: la de
entusiasmo ante la insospechada extensión de nuestra acción terapéutica y la de
depresión ante la magnitud de las dificultades que se alzan en nuestro camino. Pero
cualquiera que sea el punto de esta evolución al que hayáis llegado, me propongo hoy
demostraros que nuestra aportación de nuevos medios contra las neurosis no ha
terminado aún, y que nuestra intervención terapéutica ha de ampliar considerablemente
su campo de acción en un próximo futuro.
Todos sabéis muy bien que tales pruebas se nos ofrecen también en otro lado y
que una intervención terapéutica no puede ser desarrollada como una investigación
teórica.
Vais a permitirme una breve incursión en algunos sectores en los cuales nos
queda mucho que aprender y aprendemos realmente cada día algo nuevo. Tenemos, ante
todo, el simbolismo de los sueños y de lo inconsciente, tema violentamente discutido.
EI estudio de los símbolos oníricos realizado por nuestro colega W. Stekel, sin dejarse
intimidar por la contradicción de nuestros adversarios, ha sido altamente meritorio. En
este campo nos queda aún mucho que aprender, y mi Interpretación de los sueños,
escrita en 1899, espera del estudio de este simbolismo complementos muy importantes.
Ad. 2. Dije al principio que también podíamos esperar mucho del incremento de
autoridad que habíamos de ir logrando con el tiempo. No creo necesario acentuar ante
vosotros la importancia de la autoridad. Sabéis muy bien que la inmensa mayoría de los
hombres es incapaz de vivir sin una autoridad en la que apoyarse, ni siquiera de formar
un juicio independiente. El extraordinario incremento de las neurosis desde que las
religiones han perdido su fuerza puede darnos una medida de la inestabilidad interior de
los hombres y de su necesidad de un apoyo. El empobrecimiento del yo a consecuencia
del enorme esfuerzo de represión que la civilización exige a cada individuo puede ser
una de las causas principales de este estado.
Esta autoridad y la enorme sugestión de ella emanada nos han sido adversas
hasta ahora. Todos nuestros éxitos terapéuticos los hemos logrado en contra de tal
sugestión, siendo ya de admirar que en semejantes circunstancias hayan podido
alcanzarse resultados positivos. No intentaré describiros los encantos de aquellos
tiempos en los que era yo el único representante del psicoanálisis. Los enfermos a los
que aseguraba poder procurarles un duradero alivio de sus padecimientos advertían la
modestia de mi instalación, pensaban en mi falta de renombre y de títulos honoríficos, y
se decían, como ante un jugador arruinado que les ofreciese una martingala infalible,
que de ser ciertas mis promesas habría de ser muy otra mi posición. Realmente, no era
nada cómodo practicar operaciones psíquicas mientras el colega a quien correspondía la
función de ayudante hallaba singular placer en escupir encima de la mesa de
operaciones y los parientes del enfermo amenazaban al operador cada vez que saltaba la
sangre o hacía el operador algún movimiento brusco. Una operación tiene que provocar
necesariamente fenómenos de reacción, y en Cirugía nos hemos habituado ya a ellos
hace mucho tiempo. Pero no se prestaba la menor fe a mis afirmaciones, ni siquiera la
poca que hoy se presta a las de todos nosotros. En tales condiciones, no es de extrañar
que fracasara alguna de mis intervenciones. Para estimar el seguro incremento de
nuestras posibilidades terapéuticas una vez que obtengamos la confianza general,
habréis de recordar la diferente situación de los ginecólogos de la Europa occidental con
respecto a sus colegas de Turquía y de Oriente. Todo lo que el médico puede hacer en
estos últimos países es tomar el pulso a la enferma, que le extiende el brazo a través de
un agujero practicado en la pared. Naturalmente, el resultado terapéutico corresponde a
esta inaccesibilidad del objeto. Nuestros adversarios occidentales pretenden reducirnos a
una situación semejante en cuanto a la investigación psíquica de nuestros enfermos. En
cambio, desde que la sugestión de la sociedad empuja a las enfermas a la consulta del
ginecólogo, se ha convertido éste en el auxiliar favorito de la mujer. No me digáis ahora
que si la autoridad de la sociedad viene en nuestro auxilio y aumenta
extraordinariamente nuestros éxitos, nada probará en favor de la exactitud de nuestras
hipótesis, puesto que la sugestión lo puede supuestamente todo y nuestros éxitos serán
entonces resultado suyo y no del psicoanálisis. Habréis de tener en cuenta que la
sugestión actúa ahora a favor de los tratamientos hidroterápicos y eléctricos de las
enfermedades nerviosas, sin que tales medidas consigan dominar las neurosis. Ya
veremos si el tratamiento psicoanalítico alcanza mejores resultados en igualdad de
condiciones.
Si esta esperanza os pareciera utópica, deberéis recordar que por este camino se
viene consiguiendo realmente la supresión de fenómenos neuróticos, si bien sea en
casos individuales. Pensad cuán frecuente era en épocas pasadas, entre las muchachas
campesinas, la alucinación, consistente en ver aparecerse a la Virgen María. Mientras
semejantes apariciones tuvieron por consecuencia la afluencia de devotos al lugar de la
visión, o incluso la erección de una capilla conmemorativa, el estado visionario de tales
muchachas permaneció inasequible a toda influencia. Hoy, hasta la Iglesia misma ha
modificado su actitud ante estas apariciones; permite que el médico y el gendarme
visiten a la visionaria, y la Virgen se aparece mucho menos. O dejadme estudiar aquí
con vosotros los mismos procesos que antes he proyectado en lo futuro, en una situación
análoga, pero más vulgar y, por tanto, más visible. Suponed que un grupo de señoras y
caballeros de la buena sociedad ha planeado una excursión a un parador campestre. Las
señoras han convenido entre sí que cuando alguna de ellas se vea precisada a satisfacer
una necesidad natural, dirá que va a coger flores. Pero uno de los caballeros sorprende
el secreto, y en el programa impreso que han acordado repartir a los partícipes de la
excursión incluye el siguiente aviso: «Cuando alguna señora necesite permanecer sola
unos momentos, podrá avisarlo a los demás diciendo que va a coger flores.»
Naturalmente, ninguna de las excursionistas empleará ya la florida metáfora. ¿Cuál será
la consecuencia? Que las señoras confesarán sin falso pudor, en el momento dado, sus
necesidades naturales, y los caballeros no lo extrañarán lo más mínimo. Volvamos ahora
a nuestro caso más serio. Un gran número de individuos situados ante conflictos cuya
solución se les hacía demasiado difícil, se han refugiado en la enfermedad, alcanzando
con ella ventajas innegables, aunque demasiado caras a la larga. ¿Qué habrán de hacer
estos hombres cuando las indiscretas revelaciones del psicoanálisis les impida la fuga,
cerrándoles el camino de la enfermedad? Tendrán que conducirse honradamente,
reconocer los instintos en ellos dominantes, afrontar el conflicto y combatir o renunciar,
y la tolerancia de la sociedad, consecuencia de la ilustración psicoanalítica, les prestará
su apoyo.
Pero no debemos olvidar que tampoco es posible situarnos ante la vida como
fanáticos higienistas o terapeutas. Hemos de confesarnos que esta profilaxis ideal de las
enfermedades neuróticas no puede ser beneficiosa para todos. Muchos de los que hoy se
refugian en la enfermedad no resistirían el conflicto en las condiciones por nosotros
supuestas; sucumbirían rápidamente o causarían algún grave daño, cosas ambas más
nocivas que su propia enfermedad neurótica.
Las neurosis poseen su función biológica, como dispositivos protectores, y su
justificación social, su ventaja, no es siempre puramente subjetiva. ¿Quién de vosotros
no ha tenido que reconocer alguna vez que la neurosis de un sujeto era el desenlace
menos perjudicial de su conflicto? ¿Deberemos acaso ofrendar a la extinción de las
neurosis tan duros sacrificios, cuando el mundo está lleno de tantas otras miserias
ineludibles?
XLVIll
1910
HACE algunos días acudió a mi consulta, acompañada de una amiga, una señora
que se quejaba de padecer estados de angustia. La enferma pasaba de los cuarenta y
cinco años, pero aparecía bien conservada y se veía claramente que no había perdido
aún su femineidad. Los estados de angustia habían surgido como consecuencia de su
separación del marido, pero se habían hecho considerablemente más intensos desde que
un médico joven al que hubo de consultar le había explicado que la causa de su angustia
era de necesidad sexual. No podía prescindir del comercio masculino, y para recobrar la
salud había de recurrir a una de las tres soluciones siguientes: reconciliarse con su
marido, tomar un amante o satisfacerse por sí misma.
Sin detenerme a describir la difícil situación en que me colocó esta visita, pasaré
directamente a examinar y aclarar la conducta del colega que me había enviado a la
enferma. Pero previamente he de hacer una advertencia importante, que espero sea
aplicable a nuestro caso. Una larga experiencia médica me ha enseñado a no aceptar
siempre, sin formación de causa, lo que los pacientes en general, y sobre todo los
neuróticos, cuentan de su médico.
Cualquiera que sea el tratamiento que emplee, el neurólogo se atrae fácilmente la
hostilidad del enfermo, e incluso tiene que resignarse, en muchos casos, a tomar sobre
sí, por una especie de proyección, la responsabilidad de los deseos secretos reprimidos
del enfermo. Luego, se da el hecho lamentable, pero muy característico, de que los otros
médicos son quienes toman más en serio semejantes acusaciones.
Creo, pues, justificado suponer que también en esta ocasión hizo la enferma una
transcripción tendenciosamente deformada de las afirmaciones de su médico, y que, por
tanto, incurro en injusticia al enlazar precisamente a este caso mis observaciones sobre
el psicoanálisis «salvaje». Pero con ellas creo evitar graves perjuicios a muchos otros
enfermos.
Supongamos, pues, que el médico habló realmente como la enferma pretendía.
Todo el mundo presentará aquí una primera objeción crítica, alegando que
cuando un médico considera necesario discurrir con una paciente sobre temas sexuales,
lo debe hacer con el mayor tacto y máxima delicadeza. Pero estas exigencias coinciden
con la observancia de ciertos preceptos técnicos del psicoanálisis, y, además el médico
habría desconocido o interpretado mal toda una serie de doctrinas científicas del
psicoanálisis, mostrando con ello haber avanzado muy poco en la comprensión de su
naturaleza y sus fines.
Comencemos por examinar los errores científicos. Los consejos del médico
revelan su concepto de la «vida sexual», concepto que coincide exactamente con el más
vulgar, en el cual sólo se entiende por necesidad sexual la necesidad del coito o de actos
análogos que provoquen el orgasmo y la eyaculación de materias sexuales. Pero el
médico no podría ignorar que precisamente se suele hacer al psicoanálisis el reproche de
extender el concepto de lo sexual mucho más allá de sus límites corrientes. El hecho en
sí es cierto, y no hemos de entrar aquí a discutir si está justificado convertirlo en un
reproche. El concepto de lo sexual comprende en psicoanálisis mucho más. Esta
extensión se justifica genéticamente. Adscribimos también a la «vida sexual» la
actuación de todos aquellos sentimientos afectivos nacidos de la fuente de los impulsos
sexuales primitivos, aunque tales impulsos hayan sufrido una inhibición de su fin
primitivo sexual o lo hayan cambiado por otro ya no sexual. Por esta razón hablamos
preferentemente de psicosexualidad y nos importa tanto que no se ignore ni se tenga en
poco el factor anímico de la sexualidad. Sabemos también, hace ya mucho tiempo, que,
dado un comercio sexual normal, puede existir, sin embargo, una insatisfacción anímica
con todas sus consecuencias, y en nuestra labor terapéutica tenemos siempre presente
que por medio del coito u otros actos sexuales no puede derivarse muchas veces más
que una pequeña parte de las tendencias sexuales insatisfechas, cuyas satisfacciones
sustitutivas combatimos bajo la forma de síntomas nerviosos.
LVII
1911
El médico habrá averiguado, desde luego, en este caso, algo que de otro modo le
hubiera escapado; pero el hecho de que el médico sepa algo no equivale a que lo sepa el
enfermo. En otro lugar estudiaremos la significación de esta diferencia en la técnica del
psicoanálisis.
Mencionaré todavía otro tipo especial de sueños que, por sus condiciones, sólo
pueden surgir en el curso de una cura psicoanalítica y suelen extrañar o inducir en error
al médico. Son éstos los llamados sueños «corroborativos», fácilmente interpretables y
cuya traducción nos ofrece solamente aquello mismo que la cura había deducido en los
últimos días del material de ocurrencias diurnas. Parece así como si el enfermo hubiese
tenido la amabilidad de producir, en forma de sueño, precisamente aquello que se le ha
«sugerido» inmediatamente antes. Pero el analista experimentado se resiste a creer en
tales amabilidades del enfermo; considera estos sueños como una grata confirmación de
sus deducciones y comprueba que sólo aparecen bajo determinadas condiciones de la
influencia ejercida por el tratamiento. La mayoría de los sueños se anticipan, por el
contrario, a la cura y ofrecen así, una vez despojados de lo ya conocido y comprensible,
una indicación más o menos precisa de algo que hasta entonces había permanecido
oculto.
LVIII
1912
Es, por tanto, perfectamente normal y comprensible que la carga de libido que el
individuo parcialmente insatisfecho mantiene esperanzadamente pronta se oriente
también hacia la persona del médico. Conforme a nuestra hipótesis, esta carga se
atendrá a ciertos modelos, se enlazará a uno de los clisés dados en el sujeto de que se
trate o, dicho de otro modo, incluirá al médico en una de las «series» psíquicas que el
paciente ha formado hasta entonces.
Conforme a la naturaleza de las relaciones del paciente con el médico, el modelo
de esta inclusión habría de ser el correspondiente a la imagen del padre (según la feliz
expresión de Jung). Pero la transferencia no tiene que seguir obligadamente este
prototipo, y puede establecerse también conforme a la imagen de la madre o del
hermano, etc. Aquellas peculiaridades de la transferencia sobre el médico, cuya
naturaleza e intensidad no pueden ya justificarse racionalmente, se nos hacen
comprensibles al reflexionar que dicha transferencia no ha sido establecida únicamente
por las representaciones libidinosas conscientes, sino también por las retenidas o
inconscientes.
Una vez vencido éste, los demás elementos del complejo no crean grandes
dificultades. Cuando más se prolonga una cura analítica y más claramente va viendo el
enfermo que las deformaciones del material patógeno no constituyen por sí solas una
protección contra el descubrimiento del mismo, más consecuentemente se servirá de una
clase de deformación que le ofrece, sin disputa, máximas ventajas: de la deformación
por medio de la transferencia, Ilegándose así a una situación en la que todos los
conflictos han de ser combatidos ya sobre el terreno de la transferencia.
¿De qué proviene que la transferencia resulte tan adecuada para constituirse en
un arma de la resistencia? A primera vista no parece difícil la respuesta. Es indudable
que la confesión de un impulso optativo ha de resultar más difícil cuando ha de llevarse
a cabo ante la persona a la cual se refiere precisamente dicho impulso. Esta imposición
provoca situaciones que parecen realmente insolubles, y esto es, precisamente, lo que
quiere conseguir el analizado cuando hace coincidir con el médico el objeto de sus
impulsos sentimentales. Pero una reflexión más detenida nos muestra que esta ventaja
aparente no puede ofrecernos la solución del problema. Una relación de tierna y sumisa
adhesión puede también ayudar a superar todas las dificultades de la confesión. Así, en
circunstancias reales análogas, solemos decir: «Delante de ti no tengo por qué
avergonzarme; a ti puedo decírtelo todo.» La transferencia sobre el médico podría, pues,
servir lo mismo para facilitar la confesión, y no podríamos explicaros por qué provoca
una dificultad.
La solución del enigma está, por tanto, en que la transferencia sobre el médico
sólo resulta apropiada para constituirse en resistencia en la cura, en cuanto es
transferencia negativa o positiva de impulsos eróticos reprimidos. Cuando suprimimos
la transferencia, orientando la conciencia sobre ella, nos desligamos de la persona del
médico más que estos dos componentes del sentimiento. El otro componente, capaz de
conciencia y aceptable, subsiste y constituye también, en el psicoanálisis como en los
demás métodos terapéuticos, uno de los substratos del éxito. En esta medida
reconocemos gustosamente que los resultados del psicoanálisis reposan en la sugestión,
siempre que se entienda por sugestión aquello que, con Ferenczi, vemos nosotros en él;
el influjo ejercido sobre un sujeto por medio de los fenómenos de transferencia en él
posibles. Paralelamente cuidamos de la independencia final del enfermo, utilizando la
sugestión para hacerle llevar a cabo una labor psíquica que trae necesariamente consigo
una mejora permanente de su situación psíquica.
Pero con todas estas explicaciones no hemos examinado aún más que uno de los
lados del fenómeno de la transferencia, y es necesario dedicar también alguna atención a
otro de los aspectos del mismo. Quienes han apreciado exactamente cómo el analizado
es apartado violentamente de sus relaciones reales con el médico en cuanto cae bajo el
dominio de una intensa resistencia por transferencia, cómo se permite entonces infringir
la regla psicoanalítica fundamental de comunicar, sin crítica alguna, todo lo que acuda a
su pensamiento, cómo olvida los propósitos con los que acudió al tratamiento y cómo le
resultan ya indiferentes deducciones y conclusiones lógicas que poco antes hubieron de
causarle máxima impresión; quienes han podido apreciar justamente todo esto sentirán
la necesidad de explicárselo por la acción de otros factores distintos de los ya citados
hasta aquí, y en efecto, tales factores existen, y no muy lejos; surgen nuevamente de la
situación psíquica en la que la cura ha colocado el analizado.
1912
En realidad, esta técnica es muy sencilla. Rechaza todo medio auxiliar, incluso,
como veremos, la mera anotación, y consiste simplemente en no intentar retener
especialmente nada y acogerlo todo con una igual atención flotante. Nos ahorramos de
este modo un esfuerzo de atención imposible de sostener muchas horas al día y
evitamos un peligro inseparable de la retención voluntaria, pues en cuanto esforzamos
voluntariamente la atención con una cierta intensidad comenzamos también, sin
quererlo, a seleccionar el material que se nos ofrece: nos fijamos especialmente en un
elemento determinado y eliminamos en cambio otro, siguiendo en esta selección
nuestras esperanzas o nuestras tendencias. Y esto es precisamente lo que más debemos
evitar. Si al realizar tal selección nos dejamos guiar por nuestras esperanzas, correremos
el peligro de no descubrir jamás sino lo que ya sabemos, y si nos guiamos por nuestras
tendencias, falsearemos seguramente la posible percepción. No debemos olvidar que en
la mayoría de los análisis oímos del enfermo cosas cuya significación sólo a posteriori
descubrimos.
Como puede verse, el principio de acogerlo todo con igual atención equilibrada
es la contrapartida necesaria de la regla que imponemos al analizado, exigiéndole que
nos comunique, sin crítica ni selección algunas, todo lo que se le vaya ocurriendo. Si el
médico se conduce diferentemente, anulará casi por completo los resultados positivos
obtenidos con la observación de la «regla fundamental psicoanalítica» por parte del
paciente. La norma de la conducta del médico podría formularse como sigue: Debe
evitar toda influencia consciente sobre su facultad retentiva y abandonarse por completo
a su memoria inconsciente. O en términos puramente técnicos: Debe escuchar al sujeto
sin preocuparse de si retiene o no sus palabras.
Lo que así conseguimos basta para satisfacer todas las exigencias del
tratamiento. Aquellos elementos del material que han podido ser ya sintetizados en una
unidad se hacen también conscientemente disponibles para el médico, y lo restante,
incoherente aún y caóticamente desordenado, parece al principio haber sucumbido al
olvido, pero emerge prontamente en la memoria en cuanto el analizado produce algo
nuevo susceptible de ser incluido en la síntesis lograda y continuarla. El médico acoge
luego sonriendo la inmerecida felicitación del analizado por su excelente memoria
cuando al cabo de un año reproduce algún detalle que probablemente hubiera escapado
a la intención consciente de fijarlo en la memoria.
En estos recuerdos sólo muy pocas veces se comete algún error, y casi siempre
en detalles en los que el médico se ha dejado perturbar por la referencia a su propia
persona, apartándose con ello considerablemente de la conducta ideal del analista.
Tampoco suele ser frecuente la confusión del material de un caso con el suministrado
por otros enfermos. En las discusiones con el analizado sobre si dijo o no alguna cosa y
en qué forma la dijo, la razón demuestra casi siempre estar de parte del médico.
Por mi parte, tampoco lo hago así, y cuando encuentro algo que puede servir
como ejemplo, lo anoto luego de memoria, una vez terminado el trabajo del día. Cuando
se trata de algún sueño que me interesa especialmente, hago que el mismo enfermo
ponga por escrito su relato después de habérselo oído de palabra.
h) De la actuación educadora que sin propósito especial por su parte recae sobre
el médico en el tratamiento psicoanalítico se deriva para él otra peligrosa tentación. En
la solución de las inhibiciones de la evolución psíquica se le plantea espontáneamente la
labor de señalar nuevos fines a las tendencias libertadas. No podremos entonces
extrañar que se deje llevar por una comprensible ambición y se esfuerce en hacer algo
excelente de aquella persona a la que tanto trabajo le ha costado libertar de la neurosis,
marcando a sus deseos los más altos fines. Pero también en esta cuestión debe saber
dominarse el médico y subordinar su actuación a las capacidades del analizado más que
a sus propios deseos. No todos los neuróticos poseen una elevada facultad de
sublimación. De muchos de ellos hemos de suponer que no hubieran contraído la
enfermedad si hubieran poseído el arte de sublimar sus instintos. Si les imponemos una
sublimación excesiva y los privamos de las satisfacciones más fáciles y próximas de sus
instintos, les haremos la vida más difícil aún de lo que ya la sienten. Como médicos
debemos ser tolerantes con las flaquezas del enfermo y satisfacernos con haber devuelto
a un individuo -aunque no se trate de una personalidad sobresaliente- una parte de su
capacidad funcional y de goce. La ambición pedagógica es tan inadecuada como la
terapéutica. Pero, además, debe tenerse en cuenta que muchas personas han enfermado
precisamente al intentar sublimar sus instintos más de lo que su organización podía
permitírselo, mientras que aquellas otras capacitadas para la sublimación la llevan a
cabo espontáneamente en cuanto el análisis deshace sus inhibiciones. Creemos, pues,
que la tendencia a utilizar regularmente el tratamiento analítico para la sublimación de
instintos podrá ser siempre meritoria, pero nunca recomendable en todos los casos.
1913
En el presente trabajo me propongo reunir algunas de estas reglas para uso del
analista práctico en la iniciación del tratamiento. Entre ellas hay algunas que pueden
parecer insignificantes, y quizá lo sean. En su disculpa he de alegar que se trata de
reglas de juegos que han de extraer su significación de la totalidad del plan. Pero
además, las presento tan sólo como simples «consejos», sin exigir estrictamente su
observancia. La extraordinaria diversidad de las constelaciones psíquicas dadas, la
plasticidad de todos los procesos psíquicos y la riqueza de los factores que hemos de
determinar se oponen también a una mecanización de la técnica y permiten que un
procedimiento generalmente justificado no produzca en ocasiones resultado positivo
alguno, o inversamente, que un método defectuoso logre el fin deseado. De todo modos,
estas circunstancias no impiden señalar al médico normas generales de conducta.
Debe desconfiarse siempre de aquellos enfermos que nos piden un plazo antes
de comenzar la cura. La experiencia nos ha demostrado que es inútil esperar su retorno
al expirar la tregua acordada, incluso en aquellos casos en los que la motivación del
aplazamiento, o sea la racionalización de su propósito de eludir el tratamiento, parecería
plenamente justificada para un profano.
El hecho de que entre el médico y el paciente que va a ser sometido al análisis, o
entre sus familias respectivas, existan relaciones de amistad o conocimiento, suscita
también especiales dificultades. El psicoanalista del que se solicita que se encargue del
tratamiento de la mujer o el hijo de un amigo, puede prepararse a perder aquella
amistad, cualquiera que sea el resultado del análisis.
Por lo general, trabajo diariamente con mis enfermos, excepción hecha de los
domingos y las fiestas muy señaladas, viéndolos, por tanto, seis veces por semana. En
los casos leves, o cuando se trata de la continuación de un tratamiento ya muy
avanzado, pueden bastar tres horas semanales. Fuera de este caso, la disminución de las
sesiones de tratamiento resulta tan poco ventajosa para el médico como para el enfermo,
debiendo rechazarse desde luego al principio del análisis. Una labor más espaciada nos
impediría seguir paso a paso la vida actual del paciente, y la cura correría el peligro de
perder su contacto con la realidad y desviarse por caminos laterales. De cuando en
cuando tropezamos también con algún paciente al que hemos de dedicar más de una
hora diaria, pues necesita ya casi este tiempo para desentumecerse y comenzar a
mostrarse comunicativo.
Al principio del tratamiento suelen también dirigir los enfermos al médico una
pregunta poco grata: ¿Cuánto habrá de durar el tratamiento? ¿Qué tiempo necesita usted
para curarme de mi enfermedad? Cuando previamente le hemos propuesto comenzar
con un período de ensayo, podemos eludir una respuesta directa a estas interrogaciones
prometiendo al sujeto que, una vez cumplido tal período, nos ha de ser más fácil
indicarle la duración aproximada de la cura. Contestamos, pues, al enfermo como Esopo
al caminante que le preguntaba cuánto tardaría en llegar al final de su viaje; esto es,
invitándole a echar a andar, y le explicamos tal respuesta alegando que antes de poder
determinar el tiempo que habrá de emplear en llegar a la meta necesitamos conocer su
paso. Con esto, salvamos las primeras dificultades, pero la comparación utilizada no es
exacta, pues el neurótico puede cambiar frecuentemente de paso y no avanzar sino muy
lentamente a veces. En realidad, resulta imposible fijar de antemano la duración del
tratamiento.
Los médicos apoyan este feliz optimismo, e incluso los más eminentes estiman a
veces muy por bajo la gravedad de las enfermedades neuróticas. Un colega que me
honra con su amistad y que después de elaborar muchos años bajo distintas premisas
científicas ha aceptado las del psicoanálisis, me escribía en una ocasión: «Lo que
necesitamos es un tratamiento cómodo, breve y ambulatorio de las neurosis obsesivas.»
Como no podía satisfacerle, me disculpé, todo avergonzado, con la observación de que
también los internistas se alegrarían mucho de poder hallar, para el cáncer o la
tuberculosis, una terapia que reuniera tales ventajas.
Por estas mismas razones podrá negarse también a todo tratamiento gratuito sin
hacer excepción alguna en favor de parientes o colegas. Esta última determinación
parece infringir los preceptos del compañerismo médico, pero ha de tenerse en cuenta
que un tratamiento gratuito significa mucho más para el psicoanalista que para cualquier
otro médico, pues supone sustraerle por muchos meses una parte muy considerable de
su tiempo retribuido (una séptima u octava parte). Un segundo tratamiento gratuito
simultáneo le robaría ya una cuarta o una tercera parte de sus posibilidades de ganancia,
lo cual podría ya equipararse a los efectos de un grave accidente traumático.
De esta conducta pasiva inicial sólo hacemos una excepción en cuanto a la regla
psicoanalítica fundamental a la que el paciente ha de atenerse y que comunicamos desde
un principio: Una advertencia aún, antes de empezar: su relato ha de diferenciarse de
una conversación corriente en una cierta condición. Normalmente procura usted, como
es natural, no perder el hilo de su relato y rechazar todas las ocurrencias e ideas
secundarias que pudieran hacerle incurrir en divagaciones impertinentes. En cambio,
ahora tiene usted que proceder de otro modo. Advertirá usted que durante su relato
acudirán a su pensamiento diversas ideas que usted se inclinará a rechazar con ciertas
objeciones críticas. Sentirá usted la tentación de decirse: «Esto o lo otro no tiene nada
que ver con lo que estoy contando, o carece de toda importancia, o es un desatino, y, por
tanto, no tengo para qué decirlo.» Pues bien: debe usted guardarse de ceder a tales
críticas y decirlo a pesar de sentirse inclinado a silenciarlo, o precisamente por ello. Más
adelante conocerá usted, y reconocerá, la razón de esta regla, que es, en realidad, la
única que habrá usted de observar. Diga usted, pues, todo lo que acude a su
pensamiento. Condúzcase como un viajero que va junto a la ventanilla del vagón y
describe a sus compañeros cómo el paisaje va cambiando ante sus ojos. Por último, no
olvide usted nunca que ha prometido ser absolutamente sincero y no calle nunca algo
porque le resulte desagradable comunicarlo.
Hay pacientes que a partir de las primeras sesiones preparan previamente, con el
mayor cuidado, lo que durante ellas han de decir, bajo pretexto de garantizar así un
mejor aprovechamiento del tiempo. Pero en
LXII
1914
En algunos, muy pocos, casos recordamos luego haber oído ya, en efecto, al
enfermo el discutido relato y encontramos en el acto el motivo subjetivo, a veces muy
lejano, que ha provocado el olvido temporal. Mas, por lo general, el equivocado es el
paciente, y no nos es difícil llevarle a reconocer su error. La explicación de este
fenómeno parece ser la de que el sujeto tuvo realmente alguna vez la intención de
contarnos aquéllo, e incluso se dispuso a iniciar en una ocasión, o quizá en varias, su
relato; pero no Ilegó a cumplir nunca su propósito, por impedírselo una resistencia, y
ahora confunde el recuerdo del propósito con el de su realización.
Dejando a un lado todos aquellos cursos en los que puede caber alguna duda,
haremos resaltar otros que entrañan un singular interés teórico. Con algunos sujetos
comprobamos repetidamente que la afirmación de haber contado ya algo surge
precisamente con especial tenacidad en ocasiones en las que es absolutamente imposible
que estén en lo cierto. Lo que en estos casos suponen haber contado ya y reconocen
ahora como algo pasado, que el médico debía saber tan bien como ellos, resultan ser
recuerdos muy valiosos para el análisis, confirmaciones esperadas hace mucho tiempo o
soluciones que ponen un término a una parte del análisis y a las que el médico hubiera
enlazado seguramente penetrantes explicaciones. Ante estas circunstancias, el paciente
concede pronto que su recuerdo debe de haberle engañado, aunque no logra explicarse
la clara precisión del mismo.
Creo inútil añadir nada más a la interpretación de este pequeño suceso por lo que
se refiere a su aclaración del fenómeno de fausse reconnaissance. Con respecto al
contenido de la visión del paciente he de observar que semejantes ilusiones alucinatorias
no son nada raras en conexión con el complejo de la castración, pudiendo servir también
para la corrección de percepciones indeseadas.
En 1911, una persona de formación universitaria, a la que no conozco, y cuya
edad no puedo indicar, me escribió desde una ciudad alemana, poniendo a mi
disposición el siguiente recuerdo infantil:
En este punto, acude a mí otro recuerdo que siempre ha tenido para mí gran
importancia, por ser uno de los tres únicos que constituyen mi recuerdo total de mi
madre, tempranamente fallecida. Mi madre está en pie delante del fregadero y lava en él
unos vasos y otros cacharros, mientras yo juego en el mismo cuarto y cometo alguna
travesura. En castigo, mi madre me propina unos cuantos palmetazos, y de pronto veo,
con horror, que se me desprende el dedo meñique y cae precisamente en el cubo. Como
sé que mi madre está enfadada, no me atrevo a decirle nada y presencio con espanto
cómo la criada se lleva a poco el cubo. Durante mucho tiempo tuve el convencimiento
de haber perdido un dedo, probablemente hasta la época en que aprendí a contar.
1914
NO me parece inútil recordar una y otra vez a los estudiosos las profundas
modificaciones experimentadas por la técnica psicoanalítica desde sus primeros
comienzos. Al principio, en la fase de la catarsis de Breuer, atendíamos directamente a
la génesis de los síntomas y orientábamos toda nuestra labor hacia la reproducción de
los procesos psíquicos de aquella situación inicial, para conseguir su derivación por
medio de la actividad consciente. El recuerdo y la derivación por reacción eran los fines
a los que entonces tendíamos con ayuda del estado hipnótico. Más tarde, cuando
renunciamos a la hipnosis, se nos planteó la labor de deducir de las ocurrencias
espontáneas del analizado aquello que no conseguía recordar. La resistencia había de ser
burlada por la interpretación y la comunicación de sus resultados al enfermo.
Conservamos, pues, la orientación primitiva de nuestra labor hacia las situaciones en las
que surgieron los síntomas por vez primera y hacia aquellas otras que íbamos
descubriendo detrás del momento en que emergía la enfermedad, pero abandonamos la
derivación por reacción, sustituyéndola por la labor que el enfermo había de Ilevar a
cabo para dominar la crítica contra sus asociaciones, en observancia de la regla
psicoanalítica fundamental que le era impuesta. Por último, quedó estructurada la
consecuencia técnica actual en la cual prescindimos de una orientación fija hacia un
factor o un problema determinado, nos contentamos con estudiar la superficie psíquica
del paciente y utilizamos la interpretación para descubrir las resistencias que en ella
emergen y comunicárselas al analizado. Se establece entonces una nueva división del
trabajo. El médico revela al enfermo resistencias que él mismo desconoce, y una vez
vencidas éstas, el sujeto relata sin esfuerzo alguno las situaciones y relaciones
olvidadas. Naturalmente, el fin de estas técnicas ha permanecido siendo el mismo:
descriptivamente, la supresión de las lagunas del recuerdo; dinámicamente, el
vencimiento de las resistencias de la represión.
Sobre todo en las diversas formas de las neurosis obsesivas, el olvido se limita a
destruir conexiones, suprimir relaciones causales y aislar recuerdos enlazados entre sí.
Por lo general, resulta imposible despertar el recuerdo de una clase especial de
sucesos muy importantes correspondientes a épocas muy tempranas de la infancia y
vividos entonces sin comprenderlos, pero perfectamente interpretados y comprendidos
luego por el sujeto. Su conocimiento nos es procurado por los sueños, y la estructura de
la neurosis nos fuerza a admitirlos, pudiendo, además, comprobar que una vez vencidas
sus resistencias, el analizado no emplea contra su aceptación la ausencia de la sensación
de recordar (de la sensación de que algo nos era ya conocido). De todos modos, requiere
este tema tanta prudencia crítica y aporta tantas cosas nuevas y desconcertantes, que
preferimos reservarlo para un trabajo aislado, en el que lo estudiaremos en material
adecuado.
Con la nueva técnica, el curso del análisis se hace mucho más complicado y
trabajoso; algunos casos ofrecen al principio la serena facilidad habitual en el
tratamiento hipnótico, aunque no tarden en tomar otro rumbo, pero lo general es que las
dificultades surjan desde un principio. Ateniéndonos a este último tipo, para caracterizar
la diferencia, podemos decir que el analizado no recuerda nada de lo olvidado o
reprimido, sino que lo vive de nuevo. No lo reproduce como recuerdo, sino como acto;
lo repite sin saber, naturalmente, que lo repite.
Por ejemplo: el analizado no cuenta que recuerda haberse mostrado rebelde a la
autoridad de sus padres, sino que se conduce en esta forma con respecto al médico. No
recuerda que su investigación sexual infantil fracasó, dejándole perplejo, sino que
produce una serie de sueños complicados y ocurrencias confusas y se lamenta de que
nada le sale bien y de que su destino es no conseguir jamás llevar a buen término una
empresa. No recuerda haberse avergonzado intensamente de ciertas actividades sexuales
y haber temido que los demás las descubriesen, sino que se avergüenza del tratamiento a
que ahora se encuentra sometido y procura mantenerlo secreto, etc.
Sobre todo, no dejará de iniciar la cura con tal repetición. Con frecuencia,
cuando hemos comunicado a un paciente de vida muy rica en acontecimientos y largo
historial patológico la regla psicoanalítica fundamental y esperamos oír un torrente de
confesiones, nos encontramos con que asegura no saber qué decir. Calla y afirma que no
se le ocurre nada. Todo esto no es, naturalmente, más que la repetición de una actitud
homosexual que se ofrece como resistencia a todo recuerdo. Mientras el sujeto
permanece sometido al tratamiento no se libera de esta compulsión de repetir, y
acabamos por comprender que este fenómeno constituye su manera especial de
recordar.
Hemos visto ya que el analizado repite en lugar de recordar, y que lo hace bajo
las condiciones de la resistencia. Vamos a ver ahora qué es realmente lo que repite. Pues
bien: repite todo lo que se ha incorporado ya a su ser partiendo de las fuentes de lo
reprimido: sus inhibiciones, sus tendencias inutilizables y sus rasgos de carácter
patológico. Y ahora observamos que al hacer resaltar la obsesión repetidora no hemos
descubierto nada nuevo, sino que hemos completado y unificado nuestra teoría. Vemos
claramente que la enfermedad del analizado no puede cesar con el comienzo del análisis
y que no debemos tratarla como un hecho histórico, sino como una potencia actual.
Poco a poco vamos atrayendo a nosotros cada uno de los elementos de esta enfermedad
y haciéndolos entrar en el campo de acción de la cura, y mientras el enfermo los va
viviendo como algo real, vamos nosotros practicando en ellos nuestra labor terapéutica,
consistente, sobre todo, en la referencia del pasado.
1914 (1915)
De las diversas situaciones a que da lugar esta fase del análisis, quiero describir
aquí una, precisamente delimitada, que merece especial atención, tanto por su
frecuencia y su importancia real como por su interés teórico. Me refiero al caso de que
una paciente demuestre con signos inequívocos o declare abiertamente haberse
enamorado, como otra mortal cualquiera, del médico que está analizándola. Esta
situación tiene su lado cómico y su lado serio e incluso penoso, y resulta tan
complicada, tan inevitable y tan difícil de resolver, que su discusión viene constituyendo
hace mucho tiempo una necesidad vital de la técnica psicoanalítica. Pero,
reconociéndolo así, no hemos tenido hasta ahora, absorbidos por otras cuestiones, un
espacio libre que poder dedicarle, aunque también ha de tenerse en cuenta que su
desarrollo tropieza siempre con el obstáculo que supone la discreción profesional, tan
indispensable en la vida como embarazosa para nuestra disciplina. Pero en cuanto la
literatura psicoanalítica pertenece también a la vida real, surge aquí una contradicción
insoluble. Recientemente he tenido que infringir ya en un trabajo los preceptos de la
discreción para indicar cómo precisamente esta situación concomitante a la
transferencia hubo de retrasar en diez años el desarrollo de la terapia psicoanalítica.
Para la conducta del médico resulta decisivo el primero de los tres caracteres
indicados. Sabiendo que el enamoramiento de la paciente ha sido provocado por la
iniciación del tratamiento analítico de la neurosis, tiene que considerarlo como el
resultado inevitable de una situación médica, análogo a la desnudez del enfermo durante
un reconocimiento o a su confesión de un secreto importante. En consecuencia, le estará
totalmente vedado extraer de él provecho personal alguno. La buena disposición de la
paciente no invalida en absoluto este impedimento y echa sobre el médico toda la
responsabilidad, pues éste sabe perfectamente que para la enferma no existía otro
camino de llegar a la curación. Una vez vencidas todas las dificultades, suelen confesar
las pacientes que al emprender la cura abrigaban ya la siguiente fantasía: «Si me porto
bien, acabaré por obtener, como recompensa, el cariño del médico.»
Así, pues, los motivos éticos y los técnicos coinciden aquí para apartar al médico
de corresponder al amor de la paciente. No cabe perder de vista que su fin es devolver a
la enferma la libre disposición de su facultad de amar, coartada ahora por fijaciones
infantiles, pero devolvérsela no para que la emplee en la cura, sino para que haga uso de
ella más tarde, en la vida real, una vez terminado el tratamiento. No debe representar
con ella la escena de las carreras de perros, en las cuales el premio es una ristra de
salchichas, y que un chusco estropea tirando a la pista una única salchicha, sobre la cual
se arrojan los corredores, olvidando la carrera y el copioso premio que espera al
vencedor. No he de afirmar que siempre resulta fácil para el médico mantenerse dentro
de los límites que le prescriben la ética y la técnica. Sobre todo para el médico joven y
carente aún de lazos fijos. Indudablemente, el amor sexual es uno de los contenidos
principales de la vida, y la reunión de la satisfacción anímica y física en el placer
amoroso constituye, desde luego, uno de los puntos culminantes de la misma. Todos los
hombres, salvo algunos obstinados fanáticos, lo saben así, y obran en consecuencia,
aunque no se atreven a confesarlo. Por otra parte, es harto penoso para el hombre
rechazar un amor que se le ofrece, y de una mujer interesante, que nos confiesa
noblemente su amor, emana siempre, a pesar de la neurosis y la resistencia, un atractivo
incomparable. La tentación no reside en el requerimiento puramente sensual de la
paciente, que por sí solo quizá produjera un efecto negativo, haciendo preciso un
esfuerzo de tolerante comprensión para ser disculpado como un fenómeno natural. Las
otras tendencias femeninas, más delicadas, son quizá las que entrañan el peligro de
hacer olvidar al médico la técnica y su labor profesional en favor de una bella aventura.
1918 [1919]
Por mi parte, no puedo creer que se nos plantee en esta psicosíntesis una nueva
labor. Si quisiera permitirme ser sincero y un tanto descortés, diría que no se trata más
que de una palabra vacía. Pero me limitaré a observar que constituye únicamente una
inútil extensión de una comparación o, si queréis, un abuso injustificado de una
denominación. Un nombre no es más que una etiqueta que ponemos a una cosa para
diferenciarla de otras análogas, no un programa ni una definición y una comparación no
precisa tocar más que en un punto lo comparado, y puede alejarse mucho de ello en todo
lo demás. Lo psíquico es algo tan singularmente único, que ninguna comparación puede
definir su naturaleza. La labor psicoanalítica ofrece analogías con el análisis químico,
pero también con la intervención del cirujano, el auxilio del ortopédico y la influencia
del pedagogo. La comparación con el análisis químico queda limitada por hecho de que
en la vida psíquica hemos de operar con impulsos dominados por una tendencia a la
unificación y a la síntesis. Cuando conseguimos descomponer un síntoma, separar un
impulso instintivo de la totalidad en que se hallaba incluido, no permanece aislado, sino
que se incluye en seguida en otra nueva totalidad.
Así, en realidad, el enfermo neurótico nos aporta una vida anímica desgarrada,
disociada por las resistencias; pero mientras la analizamos y suprimimos las
resistencias, esta vida anímica va soldándose, y la gran unidad en la que vemos el yo del
sujeto va incorporándose a todas las tendencias instintivas que hasta entonces
permanecían disociadas de ella y ligadas a otros elementos. La psicosíntesis se realiza,
pues, en el enfermo, de un modo automático e inevitable, sin necesidad de nuestra
intervención. Con la descomposición de los síntomas y la supresión de las resistencias
hemos creado las condiciones de esta síntesis. No es cierto que el enfermo halla algo
descompuesto en sus elementos que espere pacientemente a que nosotros lo
unifiquemos.
Así pues, el desarrollo de nuestra terapia emprenderá quizá otros caminos, ante
todo aquellos a los que Ferenczi ha dado el nombre de psicoanálisis activa en su
reciente trabajo sobre las «Dificultades técnicas del análisis de una histeria» (Internat.
Zeitschcrift f. Psychoanalyse, V. 1919).
Veamos, rápidamente, en qué puede consistir esta conducta activa del analista.
Hasta ahora nuestra labor terapéutica se circunscribía a hacer consciente lo
reprimido y descubrir las resistencias, tarea ya suficientemente activa. Pero ¿debemos
acaso abandonar por completo al enfermo la empresa de vencer las resistencias que le
hemos revelado? ¿No podemos prestarle en ella más ayuda que la emanada de la
transferencia? ¿No será más natural continuar nuestro apoyo colocándolo en la situación
psíquica más favorable a la solución deseada del conflicto? Su afección depende
también de múltiples circunstancias exteriores. ¿Habremos de reparar en modificar esta
constelación, interviniendo en ella de un modo adecuado? A mi juicio, semejante
actividad del médico analista está más que suficientemente justificada.
Recordaréis que lo que hizo enfermar al sujeto fue una privación, y que sus
síntomas constituyen para él una satisfacción sustitutiva. Durante la cura podéis
observar que todo alivio de su estado patológico retarda la marcha del restablecimiento
y disminuye la fuerza instintiva que impulsa hacia la curación. Ahora bien: no nos es
posible en modo alguno renunciar a esta fuerza instintiva, y toda disminución de la
misma significa un peligro para nuestros propósitos terapéuticos. ¿Cuál será entonces la
consecuencia obligada? Que, por muy cruel que parezca, hemos de cuidar de que la
dolencia del enfermo no alcance un término prematuro. Al quedar mitigada por la
descomposición y la desvalorización de los síntomas, tenemos, pues, que instituir otra
nueva, sensible privación, pues si no corremos peligro de no alcanzar ya nunca más que
alivios insignificantes y pasajeros.
Este peligro nos amenaza, que yo sepa, por dos lados. En primer lugar, el
enfermo se esfuerza afanosamente en crearse nuevas satisfacciones sustitutivas, exentas
ya de carácter patológico, en lugar de sus síntomas. Aprovecha la extraordinaria
facultad de desplazamiento de la libido parcialmente libertada para cargar de libido las
más diversas actividades, preferencias y costumbres y elevarlas a la categoría de
satisfacciones sustitutivas. Encuentra constantemente nuevas derivaciones de este
género que acaparan la energía necesaria para la propulsión de la cura y sabe
mantenerlas secretas durante algún tiempo. Se nos plantea así la labor de ir
descubriendo todas estas desviaciones y exigir al paciente que renuncie a ellas, por muy
inocente que parezca la actividad conducente a la satisfacción. Pero el enfermo a medias
curado puede también emprender caminos más peligrosos; por ejemplo, ligarse
irreflexiva y precipitadamente a una mujer. Observaremos, de pasada, que las
sustituciones más corrientes de la neurosis son, en estos casos, una boda irreflexiva y
desgraciada o una enfermedad orgánica, situaciones que satisfacen especialmente la
consciencia de culpabilidad (necesidad de castigo) que mantiene a muchos enfermos tan
tenazmente adheridos a su neurosis. El sujeto se castiga a sí mismo con una elección
matrimonial poco afortunada o acepta como un castigo del Destino una larga
enfermedad orgánica y renuncia entonces, muy frecuentemente, a una continuación de
la neurosis.
La actividad del médico ha de manifestarse en todas estas situaciones como una
enérgica oposición a las satisfacciones sustitutivas prematuras.
El segundo de los peligros que amenazan la energía propulsora del análisis
resulta más fácil de precaver. Consiste en que el enfermo buscará preferentemente la
satisfacción sustitutiva en la cura misma, en la relación de transferencia con el médico e
incluso tenderá a encontrar por este camino una compensación total de las privaciones
que en otros terrenos le han sido impuestas. Desde luego, habremos de hacerle alguna
concesión a este respecto, y más o menos amplia según la naturaleza del caso y la
idiosincrasia del enfermo. Pero no es conveniente extremar la tolerancia. El analista que
se deja arrastrar por su filantropía y otorga al enfermo una tolerancia excesiva comete la
misma falta económica de que se hacen culpables nuestros sanatorios no analíticos.
Estos tienden exclusivamente a hacer que la cura resulte lo más grata posible, para que
el enfermo busque de nuevo en ellos un refugio cada vez que la vida le presente alguna
de sus dificultades. Pero con ello renuncian a fortificarle ante la vida y a aumentar su
capacidad para resolver sus problemas personales. En la cura analítica debe evitarse
todo esto. Gran parte de los deseos del enfermo, en cuanto a su relación con el médico,
habrán de quedar incumplidos, debiendo serle negada precisamente la satisfacción de
aquellos que no parezcan más intensos y que él mismo manifieste con mayor apremio.
La actitud expectante pasiva parece aún menos indicada en los casos graves de
actos obsesivos, los cuales tienden, en general, a un proceso curativo «asintótico», a una
duración indefinida del tratamiento, surgiendo en ellos, para el análisis, el peligro de
extraer a luz infinidad de cosas sin provocar modificación alguna del estado patológico.
A mi juicio, la única técnica acertada en estos casos consiste en esperar a que la cura
misma se convierta en una obsesión, y dominar entonces violentamente con ella la
obsesión patológica. De todos modos, no debéis olvidar que con estos dos ejemplos he
querido solamente presentaros una muestra de las nuevas direcciones en que parece
comenzar a orientarse nuestra terapia.
Para terminar, quisiera examinar con vosotros una situación que pertenece al
futuro y que acaso os parezca fantástica. Pero, a mi juicio, merece que vayamos
acostumbrando a ella nuestro pensamiento. Sabéis muy bien que nuestra acción
terapéutica es harto restringida. Somos pocos, y cada uno de nosotros no puede tratar
más que un número muy limitado de enfermos al año, por grande que sea su capacidad
de trabajo. Frente a la magnitud de la miseria neurótica que padece el mundo y que
quizá pudiera no padecer, nuestro rendimiento terapéutico es cuantitativamente
insignificante. Además, nuestras condiciones de existencia limitan nuestra acción a las
clases pudientes de la sociedad, las cuales suelen elegir por sí mismas sus médicos,
siendo apartadas del psicoanálisis, en esta elección, por toda una serie de prejuicios. De
este modo, nada nos es posible hacer aún por las clases populares, que tan duramente
sufren bajo las neurosis.
Supongamos ahora que una organización cualquiera nos permita aumentar de tal
modo nuestro número que seamos ya bastantes para tratar grandes masas de enfermos.
Por otro lado, es también de prever que alguna vez habrá de despertar la consciencia de
la sociedad y advertir a ésta que los pobres tienen tanto derecho al auxilio del
psicoterapeuta como al del cirujano, y que las neurosis amenazan tan gravemente la
salud del pueblo como la tuberculosis, no pudiendo ser tampoco abandonada su terapia
a la iniciativa individual. Se crearán entonces instituciones médicas en las que habrá
analistas encargados de conservar capaces de resistencia y rendimiento a los hombres
que, abandonados a sí mismos, se entregarían a la bebida, a las mujeres próximas a
derrumbarse bajo el peso de las privaciones y a los niños, cuyo único porvenir es la
delincuencia o la neurosis. El tratamiento sería, naturalmente, gratis. Pasará quizá
mucho tiempo hasta que el Estado se dé cuenta de la urgencia de esta obligación suya.
Las circunstancias actuales retrasarán acaso todavía más este momento, y es muy
probable que la beneficencia privada sea la que inicie la fundación de tales instituciones.
Pero indudablemente han de ser un hecho algún día.
CXCIV
1937
Un intento especialmente enérgico en esta dirección fue realizado por Otto Rank
a partir de su libro EI trauma del nacimiento (1924). Este autor suponía que la verdadera
fuente de las neurosis es el acto del nacimiento, ya que éste Ileva consigo la posibilidad
de que una «fijación primaria» del niño hacia la madre no sea superada y persista como
una «represión primaria». Rank esperaba que si este trauma primario era tratado en un
subsiguiente análisis, la neurosis podría quedar completamente resuelta. Así, esta
pequeña parte del trabajo analítico ahorraría la necesidad del resto. Y esto podía
realizarse en pocos meses. Es indiscutible que el argumento de Rank era prometedor e
ingenioso, pero no resistió la prueba de un examen crítico. Más bien fue un producto de
su tiempo, concebido bajo la presión del contraste entre la miseria de la postguerra en
Europa y la prosperity de América, y diseñado para adaptar el tempo de la terapéutica
analítica a la prisa de la vida americana. No hemos oído mucho acerca de lo que ha
conseguido la innovación de Rank en casos de enfermedad. Probablemente no más que
si una brigada de bomberos, llamada para acudir a una casa en llamas a consecuencia de
la caída de una lámpara de aceite, se conformase con retirar la lámpara de la habitación
en que se inició el fuego. No hay duda de que por este medio se hubiesen abreviado
considerablemente las actividades de los bomberos. La teoría y la práctica del
experimento de Rank son cosas que pertenecen al pasado, lo mismo que la propia
prosperidad americana.
II
Antes que nada hemos de decidir qué se quiere decir con la frase ambigua «el
final de un análisis». Desde un punto de vista práctico es fácil contestar. Un análisis ha
terminado cuando el psicoanalista y el paciente dejan de reunirse para las sesiones de
análisis. Esto sucede cuando se han cumplido más o menos por completo dos
condiciones: primera, que el paciente no sufra ya de sus síntomas y haya superado su
angustia y sus inhibiciones; segunda, que el analista juzgue que se ha hecho consciente
tanto material reprimido, que se han explicado tantas cosas que eran ininteligibles y se
han conquistado tantas resistencias internas, que no hay que temer una repetición de los
procesos patológicos en cuestión. Si dificultades externas impiden la consecución de
esta meta, es mejor hablar de un análisis incompleto que de un análisis inacabado.
Todo analista ha tratado unos pocos casos que han tenido este satisfactorio
resultado. Ha logrado hacer desaparecer los trastornos neuróticos que no han
reaparecido ni han sido reemplazados por ningún otro. No dejamos de tener algunos
conocimientos sobre los determinantes de estos resultados. El yo del paciente no había
sido visiblemente alterado y la etiología de su trastorno era esencialmente traumática.
Después de todo, la etiología de cualquier trastorno neurótico es mixta. O bien ocurre
que los instintos son excesivamente intensos -es decir, recalcitrantes a ser domesticados
por el yo-, o bien es el resultado de traumas prematuros que el yo inmaduro fue incapaz
de dominar. Por lo común existe una combinación de ambos factores: el constitucional y
el accidental. Cuanto más intenso es el factor constitucional, más fácilmente llevará un
trauma a una fijación y dejará detrás un trastorno del desarrollo; cuanto más intenso es
el trauma, con tanta mayor seguridad se manifestarán sus efectos perjudiciales, aun
cuando la situación instintiva sea normal. No hay duda de que una etiología traumática
ofrece un campo más favorable para el psicoanálisis. Solamente cuando un caso es de
origen predominantemente traumático podrá hacer el psicoanálisis lo que es capaz de
hacer de un modo superlativo; sólo entonces, gracias a haber reforzado el yo del
paciente, logrará sustituir por una solución correcta la inadecuada decisión hecha en la
primera época de su vida. Solamente en tales casos se puede hablar de que un análisis
ha terminado definitivamente. En ellos el psicoanálisis ha hecho todo lo que debería y
no tiene que ser continuado. Es verdad que si el paciente que ha sido curado nunca
produce otro trastorno que necesite psicoanálisis, no sabemos hasta qué punto su
inmunidad no es debida a un hado benéfico que le ha ahorrado tormentos demasiado
graves.
Paso ahora a mi segundo ejemplo, que plantea el mismo problema. Una mujer
soltera, ya no joven, había vivido aislada desde la pubertad por una incapacidad para
caminar debida a grandes dolores en las piernas. Su estado era claramente de naturaleza
histérica y había desafiado a muchos tipos de tratamiento. Un psicoanálisis que duró tres
cuartas partes de un año hizo desaparecer el trastorno y devolvió a la paciente, una
persona excelente y bien dotada, su derecho a participar de la vida. En los años que
siguieron a su curación fue continuamente infortunada. Hubo desastres y pérdidas
financieras en su familia, y conforme se fue haciendo más vieja, vio desaparecer
cualquier esperanza de felicidad basada en el amor y en el matrimonio. Pero la ex
inválida se enfrentó con todo valientemente y fue un apoyo para su familia en los
tiempos difíciles. No puedo recordar si fue doce o catorce años después de su análisis
cuando, por sufrir profusas hemorragias, hubo de someterse a un examen ginecológico.
Se encontró un mioma que aconsejó la práctica de una histerectomía total. A partir de la
operación la mujer enfermó de nuevo. Se enamoró del cirujano, incurrió en fantasías
masoquistas acerca de los terribles cambios sufridos en su interior -fantasías con las que
ocultaba su romance- y se mostró inaccesible a un posterior intento de psicoanálisis.
Siguió siendo anormal hasta el fin de su vida. El tratamiento psicoanalítico se realizó
hace tanto tiempo que no podemos esperar demasiados esclarecimientos basados en él;
se hizo en los primeros años de mi trabajo como psicoanalista. No hay duda de que la
segunda enfermedad de la paciente pudo surgir de la misma fuente que la primera, que
había sido tratada con éxito; puede haber sido una manifestación diferente de los
mismos impulsos reprimidos que el análisis había resuelto sólo incompletamente. Pero
me siento inclinado a pensar que, de no haber sido por el nuevo trauma, no hubiera
aparecido una nueva irrupción de la neurosis.
Estos dos ejemplos, que han sido seleccionados de intento entre un gran número
de otros similares, bastarán para iniciar una discusión de las cuestiones que estamos
considerando. El escéptico, el optimista y el ambicioso los considerarán de muy
diferente manera. El primero dirá que se halla comprobado ya que aún un tratamiento
analítico seguido de éxito no protege al paciente, que en el momento ha quedado
curado, de caer más tarde enfermo con otra neurosis -o realmente de una neurosis
derivada de la misma raíz instintiva-; es decir, de una recurrencia de su antiguo
trastorno. Los otros considerarán que esto no ha sido demostrado. Objetarán que los dos
ejemplos datan de los primeros tiempos del psicoanálisis, de hace veinte y treinta años,
respectivamente, y que desde entonces hemos adquirido una comprensión más profunda
y un conocimiento más amplio y que nuestra técnica ha cambiado de acuerdo con
nuestros nuevos descubrimientos. Hoy, dirán, podemos pedir y esperar que un
tratamiento psicoanalítico dé resultados permanentes, o por lo menos que si un paciente
recae, su nueva enfermedad no resultará una reviviscencia de su primitivo trastorno
instintivo, que se manifiesta de una forma nueva. Nuestra experiencia, mantendrán, no
nos obliga a restringir tan materialmente las demandas que pueden hacerse a nuestro
método terapéutico.
Mi razón para elegir estos dos ejemplos es, desde luego, precisamente que se
hallan tan alejados en el pasado. Resulta evidente que cuanto más reciente es el
resultado satisfactorio de un análisis, menos utilizable resulta para nuestra discusión,
puesto que no podemos predecir cuál será la historia que sigue al restablecimiento. Las
expectaciones del optimista presuponen claramente un número de cosas que no son
precisamente evidentes por sí mismas. Suponen, en primer lugar, que realmente existe
una posibilidad de solucionar un conflicto instintivo (o, más correctamente, un conflicto
entre el yo y un instinto) definitivamente y para siempre; en segundo lugar, que
mientras estamos tratando a alguien por un conflicto instintivo, podemos, de la manera
que sea, inmunizarlo contra la posibilidad de cualquier otro conflicto de ese tipo; y en
tercer lugar, que podemos, con propósitos de profilaxis, resolver un conflicto patógeno
de esta clase que no se manifiesta en el momento por ninguna indicación y que es
aconsejable hacerlo así. Presento estos problemas sin proponerme contestarlos ahora.
Tal vez no sea posible actualmente dar una respuesta segura a ninguno de ellos.
III
De los tres factores que hemos reconocido como decisivos para el éxito del
tratamiento psicoanalítico -la influencia de los traumas, la intensidad constitucional de
los instintos y las alteraciones del yo-, el que nos concierne aquí es sólo el segundo, la
fuerza de los instintos. Una reflexión momentánea provoca la duda de si el uso
restrictivo del adjetivo «constitucional» (o «congénito») es esencial. Por muy verdad
que sea que el factor constitucional es de importancia decisiva desde el comienzo, puede
concebirse, sin embargo, que un refuerzo del instinto que aparezca tardíamente en la
vida pueda producir los mismos efectos. Si fuera así, abríamos de modificar nuestra
fórmula y decir la «intensidad de los instintos en el momento», en lugar de la «fuerza
constitucional de los instintos». La primera de nuestras preguntas era: ¿es posible
resolver por medio de la terapéutica psicoanalítica un conflicto entre un instinto y el yo,
o el causado por una demanda instintiva patógena al yo, de un modo permanente y
definitivo? Para evitar malentendidos tal vez no resulte innecesario explicar más
exactamente qué queremos decir al hablar de «resolver de un modo permanente una
exigencia instintiva». Ciertamente, no el hacer desaparecer la demanda de modo que
nada se vuelva a oír de ella nunca. Esto es, en general, imposible, y tampoco es en
absoluto deseable. Con ello queremos decir algo completamente distinto, algo que
puede ser descrito grosso modo como una «domesticación» del instinto. Es decir, el
instinto es integrado en la armonía del yo, resulta accesible a todas las influencias de los
otros impulsos sobre el yo y ya no intenta seguir su camino independiente hacia la
satisfacción. Si se nos pregunta por qué métodos y medios se logra este resultado, no es
fácil encontrar una respuesta. Solamente podemos decir: So muß denn doch die Hexe
dran -la metapsicología de las brujas-. Sin una especulación y ciertas teorizaciones -casi
diría «fantasías»- metafísicas, no daremos otro paso adelante. Por desgracia, aquí, como
en otras partes, lo que nuestra bruja nos revela no es ni muy claro ni muy detallado.
Sólo tenemos una única pista para empezar -aunque es una pista del mayor valor-: la
antítesis entre los procesos primarios y secundarios, y en este punto he de limitarme a
señalar esta antítesis.
Antes de decidirnos por una respuesta a esta pregunta hemos de considerar una
objeción cuya fuerza reside en el hecho de que probablemente nos hallamos
predispuestos en su favor. Nuestros argumentos, se dirá, están todos deducidos de los
procesos que se realizan espontáneamente entre el yo y los instintos y presuponen que la
terapéutica psicoanalítica nada puede lograr que, en condiciones favorables y normales,
no ocurra por sí mismo. Pero ¿es esto realmente así? ¿No proclama precisamente
nuestra teoría que el análisis produce un estado que nunca tiene lugar en el yo
espontáneamente y que este estado creado de nuevo constituye la diferencia esencial
entre una persona que ha sido psicoanalizada y otra que no lo ha sido? Pensemos en
sobre qué se basa esta afirmación. Todas las represiones tienen lugar en la primera
infancia; son medidas defensivas primitivas tomadas por el yo inmaduro y débil. En
años posteriores no aparecen nuevas represiones, pero persisten las antiguas y el yo
continúa utilizándolas para domeñar los instintos. Los nuevos conflictos son
solucionados por lo que llamamos «represión posterior». Podemos aplicar a estas
represiones infantiles nuestra afirmación general de que la represión depende absoluta y
enteramente de la intensidad relativa de las fuerzas que participan y que no puede
mantenerse cuando aumenta la intensidad de los instintos. Sin embargo, el psicoanálisis
permite al yo que ha alcanzado mayor madurez y fuerza emprender una revisión de esas
antiguas represiones; unas pocas son destruidas, mientras otras son reconocidas, pero
reconstruidas con un material más sólido. Estos nuevos diques son de un grado de
firmeza muy distinto al de las primeras; podemos confiar en que no cederán tan
fácilmente ante un aumento de la fuerza de los instintos. Así, el verdadero resultado de
la terapéutica psicoanalítica sería la corrección subsiguiente del primitivo proceso de
represión, una corrección que pone fin al predominio del factor cuantitativo.
Hasta aquí, pues, nuestra teoría, a la que no podemos renunciar a no ser bajo una
compulsión irresistible. ¿Y qué tiene que decir sobre esto nuestra experiencia? Tal vez
no sea todavía lo bastante amplia para que podamos llegar a una conclusión definitiva.
Confirma nuestras expectaciones con bastante frecuencia, pero no siempre. Tenemos la
impresión de que no deberíamos sorprendernos si al final encontramos que la diferencia
entre la conducta de una persona que no ha sido psicoanalizada y la de otra después de
haberlo sido no es tan completa como intentamos realizarla ni como lo esperamos y
como afirmamos que ha de ser. Si esto es así, significaría que el análisis logra a veces
eliminar la influencia de un aumento del instinto, pero no invariablemente, o que el
efecto del psicoanálisis se halla limitado a aumentar el poder de resistencia de las
inhibiciones de modo que equilibren exigencias mucho mayores que antes del análisis o
si éste no hubiera tenido lugar. Realmente no puedo adoptar una decisión en este punto
ni sé si en los momentos actuales es posible.
Existe, sin embargo, otro ángulo desde el cual podemos enfocar el problema de
la variabilidad de los efectos del psicoanálisis. Sabemos que el primer paso para obtener
el dominio intelectual de lo que nos rodea es descubrir las generalizaciones, reglas y
leyes que ponen orden en el caos. Al hacer esto simplificamos el mundo de los
fenómenos; pero no podemos evitar falsificarlo, especialmente si nos ocupamos en
procesos de desarrollo y de cambio. Lo que nos interesa es discernir una alteración
cualitativa, y corrientemente al hacerlo descuidamos, por lo menos en el comienzo, un
factor cuantitativo. En el mundo real las transiciones y los estadios intermedios son
mucho más comunes que los estados opuestos, claramente diferenciados. Al estudiar los
desarrollos y los cambios dirigimos nuestra atención únicamente al resultado; pasamos
fácilmente por alto el hecho de que tales procesos son corrientemente más o menos
incompletos -es decir, que en realidad son sólo alteraciones parciales-. Un agudo
escritor satírico de la vieja Austria Johann Nestroy, dijo una vez: «Cada paso adelante
es sólo la mitad de largo de lo que parece al principio.» Es tentador atribuir una validez
general a esta frase maliciosa. Casi siempre quedan fenómenos residuales, una secuela
parcial. Cuando un generoso mecenas nos sorprende por algún rasgo aislado de
mezquindad o cuando una persona que es siempre muy amable incurre súbitamente en
una acción hostil, estos «fenómenos residuales» son de gran valor para la investigación
genética. Nos muestran que esas loables y preciosas cualidades se hallan basadas en la
compensación y en la sobrecompensación, la cual no ha tenido el éxito absoluto y
completo que habíamos esperado. Nuestra primera idea de la evolución de la libido era
que una fase primitiva oral daba paso a otra fase sádico-anal y que ésta a su vez era
seguida por una fase fálico-genital. La investigación posterior no ha contradicho estos
puntos de vista, pero los ha corregido al añadir que esas sustituciones no tienen lugar
repentinamente, sino de un modo gradual, de modo que siempre persisten fragmentos de
la antigua organización al lado de la más reciente, y aun en la evolución normal la
transformación nunca es completa, y en la configuración final pueden persistir todavía
residuos de fijaciones libidinosas anteriores. Lo mismo se ve en campos completamente
diferentes. De todas las creencias erróneas y supersticiosas de la Humanidad, que se
supone que han sido superadas, no existe ninguna cuyos residuos no se hallen hoy entre
nosotros en los estratos más bajos de los pueblos civilizados o en las capas superiores de
la sociedad culta. Lo que una vez ha llegado a estar vivo se aferra tenazmente a
conservar la existencia. A veces nos sentimos inclinados a dudar de si los dragones de
los tiempos prehistóricos están realmente extintos.
IV
Las otras dos preguntas -si mientras estamos tratando un conflicto instintivo
podemos proteger a un paciente de futuros conflictos y si es factible y fácil con fines
profilácticos investigar un conflicto que no es manifiesto en el momento- deben ser
tratadas juntas, porque, evidentemente, la primera tarea sólo puede ser realizada en tanto
se lleva a cabo la segunda, es decir, en cuanto un posible conflicto futuro es convertido
en un conflicto actual sobre el cual se puede influir. Este nuevo modo de presentar el
problema es, en el fondo, sólo una ampliación del primero. Mientras en el primer
ejemplo consideramos cómo proteger contra la reaparición del mismo conflicto,
estudiamos ahora cómo proteger contra su posible sustitución por otro conflicto. Éste
parece un propósito muy ambicioso, pero todo lo que pretendemos es poner de
manifiesto qué límites existen para la eficacia de la terapéutica psicoanalítica.
Esto nos deja abierto solamente un método -el que probablemente fue el único
que primitivamente se tuvo en cuenta-. Le hablamos al paciente acerca de las
posibilidades de otros conflictos instintivos y provocamos la expectación de que tales
conflictos puedan aparecer en él. Lo que esperamos es que esta información y esta
advertencia tendrán el efecto de activar uno de los conflictos que hemos indicado en un
grado moderado y, sin embargo, suficiente para el tratamiento. Pero esta vez la
experiencia habla con una voz clara. El resultado esperado no aparece. El paciente oye
nuestro mensaje, pero falta la resonancia. Puede pensar: «Esto es muy interesante, pero
no siento la menor traza de ello.» Hemos aumentado su conocimiento, pero no hemos
alterado nada en él. La situación es la misma que cuando la gente lee trabajos
psicoanalíticos. El lector resulta «estimulado» solamente por aquellos pasajes que siente
que se aplican a él mismo; esto es, que conciernen a conflictos que son activos en él en
aquel momento. Todo lo demás le deja frío. Podemos tener experiencias análogas,
pienso, cuando damos a los niños una aclaración sexual. Me hallo lejos de mantener que
esto sea una cosa perjudicial o innecesaria, pero está claro que el efecto profiláctico de
esta medida liberal ha sido grandemente hipervalorado. Después de esta aclaración los
niños saben algo que antes no sabían, pero no utilizan los nuevos conocimientos que se
les han facilitado. Incluso llegamos a ver que no tienen prisa por sacrificar a estos
nuevos conocimientos las teorías sexuales, que podrían ser descritas como un
crecimiento natural, y que ellos mismos han construido en armonía y dependencia con
su organización libidinal imperfecta -teorías acerca del papel desempeñado por la
cigüeña, respecto a la naturaleza del contacto sexual y sobre el modo cómo se hacen los
niños-. Mucho tiempo después de haber recibido la aclaración sexual se comportan
igual que las razas primitivas que han recibido la influencia del cristianismo, pero
continúan adorando en secreto sus viejos ídolos.
Respecto al tercer factor, la alteración del yo, no hemos dicho todavía nada. Si
dirigimos a él nuestra atención, la primera impresión que recibimos es que hay mucho
que preguntar y mucho que contestar y que lo que digamos acerca de ello resultaría muy
incierto. Esta primera impresión se ve confirmada cuando penetramos más
profundamente en el problema. Como es bien sabido, la situación analítica consiste en
que nos aliamos con el yo de la persona sometida al tratamiento con el fin de dominar
partes de su ello que se hallan incontroladas; es decir, de incluirlas en la síntesis de su
yo. El hecho de que una cooperación de esta clase fracasa habitualmente en el caso de
los psicóticos nos permite sentar sólidamente nuestros pies para establecer un juicio. Si
hemos de poder hacer un pacto con el yo, éste ha de ser normal. Pero un yo normal de
esta clase es, como la normalidad en general, una ficción ideal. El yo anormal, que no
sirve para nuestros propósitos, no es, por desgracia, una ficción. Toda persona normal es
de hecho solamente normal en cuanto pertenece a la media. Su yo se aproxima al del
psicótico en uno u otro aspectos y en mayor o menor cantidad; y el grado de su
alejamiento de un extremo de la serie y de su proximidad al otro nos proporcionará una
medida provisional de lo que hemos llamado con tanta imprecisión «alteración del yo».
VI
La siguiente cuestión que hemos de tratar es si todas las alteraciones del yo -en
nuestro sentido del término- se adquieren durante las luchas defensivas de los primeros
años. No hay duda en cuanto a la contestación. No tenemos razones para negar la
existencia y la importancia de características originales e innatas distintivas del yo. Esto
se comprueba por el simple hecho de que cada persona hace una selección de los
posibles mecanismos de defensa, que usa solamente unos pocos y siempre los mismos.
Esto parecería indicar que cada yo está provisto desde un principio con disposiciones e
impulsos individuales, aunque es verdad que no podemos especificar su naturaleza ni lo
que los determina. Sabemos también que no debemos exagerar la diferencia entre
caracteres heredados y adquiridos como una antítesis, lo que fue adquirido por nuestros
antepasados forma, ciertamente, una parte importante de lo que heredamos. Cuando
hablamos de una «herencia arcaica», corrientemente estamos pensando solamente en el
ello y parece que aceptamos que en el comienzo de la vida individual no existe todavía
un yo. Pero no hemos de pasar por alto el hecho de que el ello y el yo son originalmente
una misma cosa; tampoco implica una hipervaloración mística de la herencia el pensar
que sea creíble que aun antes que el yo haya surgido a la existencia están ya preparadas
para él las líneas de desarrollo, los impulsos y las reacciones que más tarde exhibirá.
Las peculiaridades psicológicas de las familias, razas y naciones, incluso en su actitud
hacia el psicoanálisis, no permiten otra explicación. Más aún: la experiencia
psicoanalítica nos ha imbuido la convicción de que hasta los contenidos psíquicos
particulares, como el simbolismo, no tienen otras fuentes que la transmisión hereditaria,
y algunas investigaciones en el terreno de la antropología social hacen plausible suponer
que otros precipitados, igualmente especializados, dejados por la evolución humana se
hallan también presentes en la herencia arcaica.
En otro grupo de casos nos vemos sorprendidos por una actitud de nuestros
pacientes que solamente puede ser atribuida a un agotamiento de la plasticidad, de la
capacidad de cambio y de desarrollo que ordinariamente esperaríamos. Estamos en
verdad preparados para encontrar en el análisis un cierto grado de inercia psíquica.
Cuando el trabajo analítico ha abierto nuevos caminos a un impulso instintivo, casi
invariablemente observamos que el impulso no penetra en ellos sin una marcada
vacilación. A esta conducta la hemos llamado, tal vez no muy correctamente,
«resistencia del ello». Pero en los pacientes a los que ahora me refiero todos los
procesos mentales, las relaciones y las distribuciones de fuerzas son inmodificables,
fijas y rígidas. Encontramos lo mismo en personas muy ancianas, en cuyo caso se
explica como siendo debido a lo que se describe como la fuerza de la costumbre o a un
agotamiento de la receptividad, una especie de entropía psíquica. Pero aquí tratamos con
personas que todavía son jóvenes. Nuestro conocimiento teórico no parece adecuado
para dar una explicación correcta de estos tipos. Probablemente intervienen algunas
características pasajeras -algunas alteraciones del ritmo del desarrollo de la vida
psíquica que todavía no hemos apreciado.
En otro grupo de casos las características distintivas del yo, que han de hacerse
responsables como fuentes de la resistencia hacia el tratamiento psicoanalítico y como
impedimentos para el éxito terapéutico, pueden surgir de raíces más profundas y
diferentes. Aquí tratamos con las cosas últimas, de las que la investigación psicológica
puede aprender algo: la conducta de los dos instintos primigenios, su distribución, su
mezcla y su difusión -cosas de las que no se puede pensar que están confinadas a una
simple provincia del aparato psíquico, el ello, el yo o el super-yo-. Durante el trabajo
analítico no se obtiene otra impresión de la resistencia, sino la de que es una fuerza que
se defiende con todos los medios posibles contra la curación y que se halla
completamente resuelta a aferrarse a la enfermedad y al sufrimiento. Una parte de esta
fuerza ha sido reconocida por nosotros, sin duda con justicia, como el sentimiento de
culpa y la necesidad de castigo y la hemos localizado en la relación del yo con el super-
yo. Pero ésta es sólo la porción que se halla de algún modo ligada psíquicamente al
super-yo, haciéndose así reconocible; otras porciones de esta misma fuerza, ligadas o
libres, pueden actuar en otros lugares no especificados. Si consideramos el cuadro
completo constituido por los fenómenos del masoquismo, inmanente a tanta gente, la
reacción terapéutica negativa y el sentimiento de culpa encontrado en tantos neuróticos,
no podremos ya adherirnos a la creencia de que los sucesos psíquicos se hallan
gobernados exclusivamente por el deseo de placer. Estos fenómenos son inequívocas
indicaciones de la presencia en la vida psíquica de una fuerza a la que llamamos instinto
de agresión o de destrucción, según sus fines, y que hacemos remontar al primitivo
instinto de muerte de la materia viva. No se trata de una antítesis entre una teoría
optimista y otra pesimista de la vida. Solamente por la acción mutuamente concurrente
u opuesta de los dos instintos primigenios -Eros y el instinto de muerte-, y nunca por
uno solo de ellos, podemos explicar la rica multiplicidad de los fenómenos de la vida.
Cómo algunas partes de esas dos clases de instintos se combinan para realizar las
diversas funciones vitales, en qué condiciones estas combinaciones se aflojan o se
rompen, a qué trastornos corresponden estos cambios y con qué sentimientos responde a
ellos la escala perceptiva del principio del placer, son problemas cuya elucidación sería
el resultado más interesante de la investigación psicológica. Por el momento hemos de
rendirnos a la superioridad de las fuerzas contra las cuales vemos que quedan anulados
nuestros esfuerzos. Aun ejercer un influjo psíquico en el simple masoquismo es una
carga para nuestras posibilidades.
Empédocles de Acragas (Girgenti), nacido alrededor del año 495 a. J. C., es una
de las figuras más grandes y más notables en la historia de la civilización griega. Las
actividades de su polifacética personalidad siguieron las más variadas direcciones. Fue
investigador y pensador, profeta y mago, político, filántropo y médico, con un buen
conocimiento de las ciencias naturales. Se dijo de él que había librado a la ciudad de
Selinunte de la malaria y sus contemporáneos le reverenciaban como a un dios. Su
mente parece haber reunido los más abruptos contrastes. Era exacto y sobrio en sus
investigaciones físicas y fisiológicas, aunque no escapó a las oscuridades del misticismo
y construyó especulaciones cósmicas de agudeza imaginativa sorprendente. Capelle le
compara con el Doctor Fausto, «al que le fueron revelados muchos secretos». Nacido en
una época en que el reino de la ciencia se hallaba dividido en tantas provincias, algunas
de sus teorías han de parecernos inevitablemente primitivas. Explicó la variedad de las
cosas por la mezcla de los cuatro elementos: tierra, aire, fuego y agua. Sostenía que toda
la Naturaleza estaba animada y creyó en la transmigración de las almas. Pero también
incluyó en su cuerpo teórico de conocimientos ideas tan modernas como la evaluación
gradual de las criaturas vivientes, la supervivencia de los mejor dotados y un
reconocimiento de la parte desempeñada por la suerte (tuch) en aquella evolución.
El filósofo enseñaba que dos principios gobernaban los sucesos en la vida del
Universo y en la vida de la mente, y que esos principios estaban continuamente en
guerra entre ellos. Los Ilamó jilia (amor) y neicoz (lucha). De esas dos fuerzas -que
concebía en el fondo como «fuerzas naturales que operaban como instintos y de ningún
modo inteligencias con un propósito consciente»-, la una tiende a aglomerar las
partículas primarias de los cuatro elementos en una unidad simple, mientras que la otra,
por el contrario, busca disolver todas estas fusiones y separar las partículas primitivas de
los elementos. Empédocles pensaba que el proceso del Universo era una alternación
continuada e incesante de períodos, en la cual la una o la otra de las dos fuerzas
fundamentales obtenía la superioridad, de modo que unas veces el amor, otras la lucha,
realizan por completo sus propósitos y dominan el Universo, después de lo cual la
contraria, antes vencida, se impone y, a su vez, derrota a su contrincante.
VII
En 1927 Ferenczi leyó un instructivo artículo sobre el problema de la
terminación de los análisis. Finaliza con una afirmación consoladora de que «el análisis
no es un proceso sin fin, sino que puede ser llevado a una natural terminación con
suficiente habilidad y paciencia por parte del analista». Sin embargo, el trabajo en
conjunto me parece contener una advertencia de no aspirar al acortamiento del
psicoanálisis, sino a su profundización. Ferenczi señala que el éxito depende muy
ampliamente de que el analista haya aprendido lo bastante de sus propios «errores y
equivocaciones» y haya corregido los «puntos débiles de su personalidad». Esto
proporciona un importante complemento a nuestro tema. Entre los factores que
influencian los progresos del tratamiento psicoanalítico y añaden dificultades del mismo
modo que las resistencias, deben tenerse en cuenta no sólo la naturaleza del yo del
paciente, sino la individualidad del psicoanalista.
Hagamos aquí una pausa por un momento para asegurar al psicoanalista que
tiene nuestra sincera simpatía por las exigentes demandas que ha de satisfacer al realizar
sus actividades. Parece casi como si la de psicoanalista fuera la tercera de esas
profesiones «imposibles» en las cuales se está de antemano seguro de que los resultados
serán insatisfactorios. Las otras dos, conocidas desde hace mucho más tiempo, son la de
la educación y del gobierno. Evidentemente, no podemos pedir que el que quiera ser
psicoanalista sea un ser perfecto antes de emprender el análisis; en otras palabras, que
sólo tengan acceso a la profesión personas de elevada y rara perfección. Pero ¿dónde y
cómo adquirirá el pobre diablo las calificaciones ideales que ha de necesitar en su
profesión? La respuesta es: en un psicoanálisis didáctico, con el que empieza su
preparación para sus futuras actividades. Por razones prácticas este análisis sólo puede
ser breve e incompleto. Su objetivo principal es capacitar a su profesor para juzgar si el
candidato puede ser aceptado para un enfrentamiento posterior. Habrá cumplido sus
propósitos si proporciona al principiante una firme convicción de la existencia del
inconsciente, si le capacita, cuando emerge material reprimido, para percibir en él
mismo cosas que de otro modo le resultarían increíbles y si le muestra una primera
visión de la técnica que ha demostrado ser la única eficaz en el trabajo analítico. Sólo
esto no bastará para su instrucción; pero contamos con que los estímulos que ha recibido
en su propio análisis no cesarán cuando termine y que los procesos de remodelamiento
continuarán espontáneamente en el sujeto analizado, que hará uso de todas las
experiencias subsiguientes en este sentido recién adquirido. En realidad sucede esto, y
en tanto sucede califica al sujeto analizado para ser, a su vez, psicoanalista.
Por desgracia también ocurre otra cosa. Si intentamos describirla, sólo podemos
hacerlo partiendo de impresiones. La hostilidad, por un lado, y la parcialidad, por el
otro, crean una atmósfera desfavorable para la investigación objetiva. Parece que cierto
número de psicoanalistas aprenden a utilizar mecanismos defensivos que les permiten
desviar de sí mismos las implicaciones y exigencias del análisis (probablemente
dirigiéndolas hacia otras personas), de modo que ellos siguen siendo como son y pueden
sustraerse a la influencia crítica y correctiva del psicoanálisis. Esto puede justificar las
palabras del autor, que nos advierte que cuando un hombre está investido de poder le
resulta difícil no abusar de él. A veces, si intentamos comprender esto, somos llevados a
establecer una desagradable analogía con el efecto de los rayos X en personas que los
manejan sin tomar precauciones. No sería sorprendente que el efecto de una
preocupación constante con todo el material reprimido que lucha por su libertad en la
mente humana comenzara a rebullir en el psicoanalista lo mismo que las exigencias
instintivas, que de otro modo es capaz de mantener reprimidas. Éstos son también
«peligros del psicoanálisis», aunque amenazan no al elemento pasivo, sino al activo en
la situación analítica; y no deberíamos descuidar el enfrentarnos con ellos. No hay duda
acerca de cómo debemos hacerlo. Todo analista debería periódicamente -a intervalos de
unos cinco años- someterse a un nuevo análisis sin sentirse avergonzado de dar este
paso. Esto significaría entonces que no sólo el análisis terapéutico de los pacientes, sino
su propio psicoanálisis, se transformarían desde una tarea terminable en una tarea
interminable.
VIII
Tanto en el psicoanálisis terapéutico como en el del carácter percibimos que dos temas
se presentan con especial preeminencia y proporcionan al analista una cantidad
desmedida de trabajo. En seguida resulta evidente que aquí actúa un principio general.
Los dos temas se hallan ligados a la distancia entre los sexos. Uno es característico de
los varones; el otro, de las mujeres. A pesar de las diferencias de su contenido, existe
una clara correspondencia entre ellos. Algo que los dos sexos tienen en común ha sido
forzado, por la diferencia entre los sexos, a expresarse de distintas formas.
Los dos temas, que se corresponden, son: en la mujer, la envidia del pene -una
aspiración positiva a poseer un órgano genital masculino-, y en el varón, la lucha contra
su actitud pasiva o femenina frente a otro varón. Lo que era común a los dos temas fue
aislado en una temprana época de la nomenclatura del psicoanálisis como una actitud
hacia el complejo de castración. Posteriormente Alfred Adler introdujo en el lenguaje
corriente el término de «protesta masculina». Se acomoda perfectamente al caso de los
varones; pero pienso que desde el comienzo «repudiación de la femineidad» habría sido
la correcta descripción de este notable hecho en la vida psíquica de los seres humanos.
La gran importancia de estos dos temas -en las mujeres el deseo de un pene y en
los varones la lucha contra la pasividad- no escaparon a Ferenczi. En el trabajo leído por
él en 1927 consideraba como un requisito para todo psicoanálisis realizado con éxito
que esos dos complejos hubieran sido dominados.
Me gustaría añadir que, según mi propia experiencia, pienso que al pedir esto
pedía demasiado. En ningún momento del trabajo psicoanalítico se sufre más de un
sentimiento opresivo de que los repetidos esfuerzos han sido vanos y se sospecha que se
ha estado «predicando en el desierto» que cuando se intenta persuadir a una mujer de
que abandone su deseo de un pene porque es irrealizable, o cuando se quiere convencer
a un hombre de que una actitud pasiva hacia los varones no siempre significa la
castración y es indispensable en muchas relaciones de la vida. La rebelde
hipercompensación del varón produce una de las más intensas resistencias a la
transferencia. Se niega a sujetarse a un padre-sustituto o a sentirse en deuda con él por
cualquier cosa y, por consiguiente, se niega a aceptar su curación por el médico. Del
deseo de un pene por parte de la mujer no puede provocarse una transferencia análoga,
pero es en ella la fuente de graves episodios de depresión debidos a una convicción
interna de que el análisis de nada servirá y que nada puede hacerse para ayudarla. Y
hemos de aceptar que está en lo cierto cuando sabemos que su más fuerte motivo para el
tratamiento era la esperanza de que, después de todo, todavía podría obtener un órgano
masculino, cuya ausencia era tan penosa para ella.
1937
Y lo que buscamos es una imagen del paciente de los años olvidados que sea
verdadera y completa en todos los aspectos esenciales. Pero en este punto hemos de
recordar que el trabajo analítico consta de dos porciones completamente distintas, que
se llevan a cabo en dos localizaciones diferentes, que afecta a dos personas, a cada una
de las cuales le es asignada una tarea distinta. Por un momento puede parecer extraño
que este hecho tan fundamental no haya sido señalado hace tiempo; pero
inmediatamente se percibirá que nada había oculto en esto, que es un hecho
universalmente conocido y evidente por sí mismo y que sólo se pone de relieve aquí y
se examina aisladamente con una intención particular. Todos sabemos que la persona
que está siendo psicoanalizada ha de ser inducida a recordar algo que ha sido
experimentado por ella y reprimido, y los determinantes dinámicos de este proceso son
tan interesantes que la otra parte del trabajo, la tarea realizada por el psicoanalista, es
rechazada a un segundo término. El analista ni ha experimentado ni ha reprimido nada
del material que se considera; su tarea no ha de ser recordar algo. ¿Cuál es entonces su
tarea? Su tarea es hacer surgir lo que ha sido olvidado a partir de las huellas que ha
dejado tras sí, o más correctamente, construirlo. El tiempo y modo en que transmite sus
construcciones a la persona que está siendo psicoanalizada, así como las explicaciones
con las que las acompaña, constituyen el nexo entre las dos partes del trabajo analítico,
entre su propia parte y la del paciente.
II
De lo que hemos dicho se sigue que no nos sentimos inclinados a ignorar las
indicaciones que pueden inferirse de la reacción del paciente cuando le hemos ofrecido
una de nuestras construcciones. Esto debe ser explicado detalladamente. Es verdad que
no aceptamos el «no» de una persona en tratamiento por su valor aparente, pero
tampoco damos paso libre a su «sí». No existe justificación para acusarnos de que
invariablemente tendamos a retorcer sus observaciones para transformarlas en una
confirmación. En realidad las cosas no son tan sencillas ni nos permitimos hacer tan
fácil para nosotros el Ilegar a un conclusión.
Parece, por tanto, que las manifestaciones expresas del paciente después de que
se le ha presentado una construcción proporcionan muy escasa evidencia sobre la
cuestión de si hemos acertado o no. Es del mayor interés que hay formas indirectas de
confirmación que son dignas de crédito en todos los aspectos. Una de ellas es la forma
de expresión utilizada (como por acuerdo general), con muy pocas variaciones, por las
más diferentes personas: «Yo no pensé nunca» (o «No debería haber pensado») «esto» o
«en esto». Lo que puede ser traducido sin vacilaciones por: «Sí, tiene usted razón,
acerca de mi inconsciente.» Por desgracia, esta fórmula, que es tan bien recibida por el
analista, llega a sus oídos con más frecuencia después de las simples interpretaciones
que tras haber producido una construcción amplia. Una confirmación igualmente
valiosa está implicada (expresada esta vez positivamente) cuando el paciente contesta
con una asociación que contiene algo similar o análogo al contenido de la construcción.
En lugar de tomar un ejemplo de esto de un análisis (lo cual sería fácil encontrar, pero
llevaría mucho tiempo descubrir), prefiero dar cuenta de una pequeña experiencia
extraanalítica que presenta tan claramente una situación similar que produce un efecto
casi cómico. Concernía a uno de mis colegas, el cual -hace ya tiempo- me había elegido
como médico consultor en su práctica médica. Un día me trajo a su joven esposa, que le
estaba causando cierta preocupación. Con toda clase de pretextos rehusaba tener
relaciones sexuales con él, y lo que él esperaba de mí era evidentemente que yo
presentara ante ella las consecuencias de su extraña conducta. Entré en la materia y le
expliqué que su negativa probablemente tendría desgraciados efectos sobre la salud de
su marido o le expondría a tentaciones que le llevarían a una ruptura de su matrimonio.
En este punto él me interrumpió súbitamente con la observación: «El inglés que usted
diagnosticó de un tumor cerebral ha muerto también.»
Si un análisis está dominado por poderosos factores que imponen una reacción
terapéutica negativa, tal como un sentimiento de culpabilidad, una necesidad masoquista
de sufrimiento o repugnancia a recibir ayuda del psicoanalista, la conducta del paciente
después de habérsele presentado una construcción hace con frecuencia muy fácil el que
lleguemos a la decisión que estábamos buscando. Si la construcción es mala, no hay
cambios en el paciente; pero si es acertada o se aproxima a la verdad, reacciona a ella
con una inequívoca agravación de sus síntomas y de su estado general..
Podemos resumir la cuestión afirmando que no hay justificación para que se nos
reproche que descuidamos e infravaloramos la importancia de la actitud de los sujetos
sometidos a análisis ante nuestras construcciones. Prestamos atención a ella y a menudo
obtenemos valiosas informaciones. Pero esas reacciones por parte del paciente son
raramente inequívocas y no proporcionan oportunidad para un juicio definitivo.
Solamente el curso posterior del análisis nos faculta para decidir si nuestras
construcciones son correctas o inútiles. No pretendemos que una construcción sea más
que una conjetura que espera examen, confirmación o rechazo. No pretendemos estar en
lo cierto, no exigimos una aceptación por parte del paciente ni discutimos con él si en
principio la niega. En resumen, nos comportamos como una figura familiar en una de
las farsas de Nestroy: el criado que sólo tiene una respuesta en sus labios para toda
pregunta u objeción: «Todo se aclarará en el curso de los acontecimientos futuros.»
III
Cómo ocurre esto en el proceso del análisis -el camino por el que una conjetura
nuestra se transforma en la convicción del paciente- no hay que describirlo. Todo ello es
familiar para cualquier analista por su experiencia diaria y se comprende sin dificultad.
Sólo un punto requiere investigación y explicación. El camino que empieza en la
construcción del analista debería acabar en los recuerdos del paciente, pero no siempre
llega tan lejos. Con mucha frecuencia no logramos que el paciente recuerde lo que ha
sido reprimido. En lugar de ello, si el análisis es llevado correctamente, producimos en
él una firme convicción de la verdad de la construcción que logra el mismo resultado
terapéutico que un recuerdo vuelto a evocar. El problema de en qué circunstancias
ocurre esto y de cómo es posible que lo que parece ser un sustituto incompleto produzca
un resultado completo, todo esto constituye el objeto de una investigación posterior.
Concluiré este breve artículo con unas cuantas observaciones que abren una
perspectiva más amplia. He sido sorprendido por la manera en que en ciertos análisis la
comunicación de una construcción evidentemente acertada ha evocado en el paciente un
fenómeno extraño y al principio incomprensible. Se les han provocado vivos recuerdos
-que ellos mismos han calificado como «ultraclaros»- pero lo que han recordado no ha
sido el suceso que constituía el objeto de la construcción, sino detalles relacionados con
aquél. Por ejemplo, han recordado con anormal claridad las caras de las personas
implicadas en la construcción o la habitación en la que algo parecido podía haber
sucedido, o, un paso más adelante, los muebles de dicha habitación, de lo cual la
construcción no tenía naturalmente ninguna posibilidad de conocimiento. Esto ha
ocurrido, o bien en sueños inmediatamente después de que la construcción había sido
presentada, o bien en estado vigil, asemejando fantasías. Estos recuerdos no han llevado
por sí mismos a nada más y ha parecido plausible considerarlos como el producto de un
compromiso. EI «surgimiento» de lo reprimido puesto en actividad por la presentación
de la construcción, ha intentado llevar las huellas mnémicas importantes a la
consciencia; pero una resistencia ha logrado no, en verdad, detener este movimiento,
pero sí desplazarlo a objetos adyacentes de importancia menor.
Pienso que este enfoque de las delusiones no es enteramente nuevo, pero pone
de relieve, sin embargo, un punto de vista que por lo común no se halla en el primer
plano. Su esencia es que no sólo hay método en la locura, como el poeta ya percibió,
sino también un fragmento de verdad histórica; y es plausible suponer que la creencia
compulsiva que se atribuye a las delusiones deriva su fuerza precisamente de fuentes
infantiles de esta clase. Todo lo que puedo aportar hoy día en apoyo de esta teoría son
reminiscencias, no impresiones recientes. Probablemente valdría la pena intentar
estudiar casos de los trastornos en cuestión sobre la base de las hipótesis que se han
presentado aquí y también realizar su tratamiento siguiendo estas directrices. Debería
abandonarse el vano esfuerzo de convencer al paciente del error de sus delusiones y de
su contradicción con la realidad, y, por el contrario, el reconocimiento de su núcleo de
verdad proporcionaría una base común sobre la cual podría desarrollarse el trabajo
terapéutico. Este trabajo consistiría en liberar el fragmento de verdad histórica de sus
distorsiones y sus relaciones con el presente y hacerlo remontar al momento del pasado
al cual pertenece. La transposición de material desde un pasado olvidado al presente o a
una expectación futura es realmente una ocurrencia habitual en neuróticos no menos que
en psicóticos. Con bastante frecuencia, cuando un neurótico es Ilevado por un estado de
ansiedad a esperar la llegada de un suceso terrible, en realidad se halla bajo el influjo de
un recuerdo reprimido (que intenta entrar en la consciencia, pero no puede hacerse
consciente) de que alguna cosa que en aquel tiempo era terrorífica ocurrirá realmente.
Creo que ganaríamos muchos conocimientos valiosos de un trabajo de esta clase con
psicóticos, aunque no llevara a un éxito terapéutico.
Ya me doy cuenta que sirve de poco tratar un sujeto tan importante del modo
sumario que he utilizado aquí. Pero no por eso he podido resistir la tentación de
presentar una analogía. Los delirios de los pacientes se aparecen como los equivalentes
de las construcciones que edificamos en el curso de un tratamiento psicoanalítico:
intentos de explicación y de curación, aunque es verdad que en las condiciones de una
psicosis no puedan hacer más que sustituir el fragmento de realidad que está siendo
negado en el presente por otro fragmento que ya fue rechazado en remoto pasado. Será
la tarea de cada investigación individual revelar las conexiones íntimas entre el material
del rechazo presente y el de la represión primitiva. Así como nuestra construcción sólo
es eficaz porque recibe un fragmento de experiencia perdida, los delirios deben su poder
de convicción al elemento de verdad histórica que insertan en lugar de la realidad
rechazada. Por este camino una proposición que en principio se afirma sólo para la
histeria se aplicaría también a los delirios: que los que están sujetos a ellos sufren por
sus propias reminiscencias. Con esta breve fórmula intento discutir la complejidad de
los orígenes de la enfermedad o excluir la intervención de muchos otros factores.