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CADA una de las grandes épocas de la humanidad se ha caracterizado

por un espíritu propio o Zeitgeist. Así, el mundo helénico fue filosófico,


el medieval religioso y el renacentista artístico. Es obvio que tales
espíritus no se abandonan al pasar de una etapa a otra, sino que
perduran a través de toda la historia, pero también es cierto que dejan
de ocupar el centro de la preocupación y del pensamiento humano
creativo y se conservan como parte integral de la cultura, la que en
cada nueva época se rige por su propio espíritu. Nuestro tiempo no ha
eliminado a la filosofía, a la religión o al arte sino que los preserva con
interés y respeto, aunque la vida cotidiana ya no gira alrededor de
ninguno de ellos (salvo honrosas pero escasas excepciones). El espíritu
que caracteriza a nuestra época es la ciencia: el mundo moderno es
científico antes que (y por encima de) cualquiera otra cosa.

El espíritu filosófico que caracterizó al helenismo duró unos siete


siglos, desde la época de Pericles (siglo V a.C.) hasta la caída del
Imperio romano, en el siglo III de nuestra era. A partir de entonces y
hasta fines del siglo XV (o sea, durante 12 siglos) prevaleció el espíritu
religioso como la marca más característica del mundo medieval. El
descubrimiento de América y la duplicación repentina del tamaño del
mundo conocido anunció la llegada del Renacimiento, que ocurrió
primero en Italia y de ahí se generalizó a casi toda Europa durante el
siglo XVI; en esos tiempos se produjeron más obras artísticas que en
todos los siglos anteriores y el hombre empezó a verse a sí mismo
como algo no necesariamente despreciable y al mundo como algo más
que un Valle de Lágrimas. El enorme empuje creativo del Renacimiento
duró hasta principios del siglo XVII, en que al principio tímidamente
pero pronto con impulso cada vez más acelerado la creación artística
cedió el centro del interés a la curiosidad científica. Ese fue el principio
de la época moderna, que por lo tanto ya ha persistido casi por cuatro
siglos en aquellos países del mundo occidental que la abrazaron
primero; a lo largo de este periodo muchos otros países se han ido
incorporando a la modernidad, mientras que algunos todavía rehusan
ese espíritu y persisten existiendo como muestras anacrónicas del
medievo.

¿En qué consiste el espíritu científico? Dicho en pocas palabras, es la


renuncia a aceptar como verdadero todo aquello que no sea
empíricamente verificable. Al mismo tiempo, también es la decisión
valiente de vivir en la incertidumbre, de sustituir con un "no sé"
rotundo todas las explicaciones que no puedan someterse a examen
objetivo e imparcial. Por último, es la conducta de la vida guiada
solamente por la razón, sin que participen dogmas, ilusiones,
ideologías ciegas y otras formas de fanatismo, incluyendo a la
irracionalidad anticientífica. De lo anterior se deriva que el mundo del
científico es mucho más pequeño que el del filósofo, el del religioso o
el del artista; el conocimiento del hombre de ciencia se limita a la
realidad susceptible de verificación objetiva, mientras que todo lo que
esté por fuera o más allá de la naturaleza (si es que hay algo) queda
excluido en principio de la ciencia. Esto no quiere decir que el científico
no pueda ser filósofo, religioso, artista, o hasta las tres cosas juntas,
además de ser hombre de ciencia; negarlo sería absurdo, pues no son
excluyentes y además yo conozco a varios científicos que también son
filósofos profundos o artistas consumados. Lo que caracteriza al
investigador es que su conocimiento científico está restringido
exclusivamente al sector de la naturaleza que pueda examinarse a
través de sus sentidos y comprenderse de manera racional, pero ese
mismo hombre de ciencia puede también filosofar (preferiblemente
cuando no esté en su laboratorio) o sea discurrir racionalmente sobre
asuntos no relacionados con la realidad, como la metafísica de su
propia ciencia o la ética de su comportamiento, y también puede
disfrutar de la gran satisfacción generada por la creación artística o
interpretativa.

La transformación del mundo medieval en moderno ocurrió a través


del Renacimiento, pero la fuerza que produjo esa colosal metamorfosis
no fue la creación artística sino la ciencia. El trabajo científico requiere
la libertad irrestricta del espíritu para hacerse las preguntas más
impertinentes y para perseguir las respuestas en todos los campos.
Esta fue la contribución imperecedera del Renacimiento: durante los
siglos XV y XVI, el hombre europeo se libró para siempre del yugo del
fanatismo y del dominio eclesiástico en asuntos seculares. Este salto
cuántico lo dio bajo la tutela y con el apoyo de la creación artística, de
modo que al encontrarse en los umbrales del siglo XVII se dio cuenta
de que ya podía pensar libremente y decirlo a los cuatro vientos sin el
temor de ser interrogado por el Santo Oficio y de morir en la hoguera.
De hecho, entre los muchos mecenas que patrocinaron los trabajos de
los grandes artistas como Leonardo, Rafael y Miguel Ángel se contaron
a muchos altos prelados y a varios príncipes de la iglesia.

Una vez iniciada la ciencia, empezó a generar conocimientos sobre la


realidad que nos rodea y a la que pertenecemos. El hombre empezó a
conocerse mejor a sí mismo y a darse cuenta de que está más cerca
del chimpancé y del orangután que de los ángeles, pero también inició
la exploración de la naturaleza y pronto empezó a librarse de temores
y prejuicios creados desde tiempo inmemorial por su ignorancia. Con el
conocimiento creciente de las distintas fuerzas existentes en el mundo
real (mecánica, hidráulica, calórica, eléctrica, solar, nuclear) aumentó
su poder hasta llegar no sólo a controlar sino también a transformar a
su propio ambiente. Con la exploración sistemática de la materia ha
sido posible construir infinidad de objetos e instrumentos que han
cambiado radicalmente nuestro entorno, la velocidad a la que nos
desplazamos, la eficiencia con que nos comunicamos y hasta la
magnitud con que nos destruimos. La metamorfosis de la vida ha sido
cada vez más acelerada y puede representarse como una curva
asintótica. Naturalmente, la transformación mencionada no ha sido
uniforme y unos países se encuentran todavía muy al principio de ella
mientras que otros van a la cabeza de la curva. Los más rezagados
constituyen un grupo encabezado por el Tercer Mundo, pero entre ellos
existen grupos humanos que aún no han salido de la Edad de Piedra y
otros que se encuentran en pleno medievo.

La ciencia es la llave de la modernidad. En la medida en que la


apoyemos y la desarrollemos, nuestro país marchará en la dirección
del futuro y tendrá posibilidades de salir del Tercer Mundo. En cambio,
si posponemos el sólido crecimiento de la ciencia, seguiremos
sumergidos por tiempo indefinido en el limbo que separa a la época
medieval de la moderna.

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