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La Tradición como fuente de la Revelación

Por
Padre Lucas Prados
-
21/03/2018

Las fuentes de la Revelación de la Palabra de Dios al hombre son la Sagrada


Escritura y la Tradición. Ya hemos visto algunas de las propiedades de la
Sagrada Escritura; y antes de seguir con el estudio de ella, hoy veremos otra de
las fuentes de la Revelación: La Tradición o más propiamente hablando, la
Tradición Apostólica.[1]

1.- Concepto de Tradición

La palabra tradición se usa para designar el hecho de la transmisión histórica de


doctrinas, instituciones, usos o costumbres (tradición en sentido activo), o
también las mismas doctrinas o instituciones que han sido transmitidas (tradición
en sentido pasivo).

La tradición -entendida en toda su amplitud, es decir, referida a la transmisión de


usos o doctrinas de cualquier orden- es un hecho humano universal, por cuanto
está ligado a algunas de las características fundamentales del hombre: su
sociabilidad, su historicidad, su educabilidad, etc. Desde esta perspectiva
amplia, la tradición puede ser definida como el transmitirse del acervo cultural de
un pueblo, de una civilización, etc., en virtud del cual el pasado revierte sobre el
presente vivificándolo y siendo continuado por él.

Esa consecuencia de la historicidad humana que es la tradición fue asumida por


Dios al revelarse. La Revelación, hecha por Dios en un momento concreto de la
historia, debía, según la disposición divina, transmitirse de generación en
generación, y para eso quiso Dios mismo disponer de un pueblo que realizara
esa transmisión: Israel en el A.T.; la Iglesia en el Nuevo.

Conviene subrayar que, en este caso, aunque encontramos analogías con el


fenómeno general humano de la tradición, hay diferencias netas: en primer lugar,
porque lo que se transmite no es una simple adquisición humana, sino las
verdades y la vida divina comunicadas por Dios; en segundo lugar, porque la
transmisión misma no es un acontecimiento meramente humano, sino algo que
se realiza bajo una peculiar asistencia divina, que libró a Israel y, de modo
especialísimo, libra a la Iglesia de caer en las deficiencias propias de una
transmisión humana. La Iglesia es indefectible: Dios puede permitir -y permite de
hecho- que el cristiano singular caiga en el error o en el pecado; pero no permite
que la Iglesia pierda la doctrina por Él revelada ni los medios de santificación por
Él instituidos. Podemos definir la Tradición, en sentido teológico, como la
transmisión por parte de la Iglesia viva de la entera realidad cristiana.

Atendiendo al contenido, la Tradición se divide en dogmática, si tiene por objeto


las verdades y las normas sobre las que se funda y por las que se rige el vivir
cristiano, y ritual, si versa sobre los ritos y usos propios del culto cristiano.

En sentido amplio, por Tradición se entiende la transmisión del mensaje


cristiano sea cual sea el medio o vía a través del cual eso se realiza: predicación
oral, conservación e interpretación de la S. E., liturgia, etc.; en sentido
restringido se entiende por Tradición la transmisión de la palabra revelada por
medio de la predicación oral y la fe de la Iglesia, distinguiéndola así de la S. E..
La Tradición en sentido restringido suele dividirse, y precisamente por su relación
a la S. E., en constitutiva, si lo que ella transmite no se halla en modo alguno
en la S. E.; inhesíva, si, por el contrario, la doctrina transmitida está contenida
también explícitamente en los libros sagrados; interpretativa, si declara, explica
o interpreta lo que, germinalmente, está contenido en la Biblia.
Todas las divisiones anteriores se refieren a la Tradición como transmisión de la
palabra revelada por Dios y comunicada a la Iglesia por el testimonio apostólico,
es decir, lo que suele llamarse Tradición divino- apostólica o Tradición
propiamente dicha. Frente a ella cabe hablar de una tradición eclesiástica,
para referirse a la transmisión de usos, devociones, etc., surgidas después de
la era apostólica. Como es obvio, esta última tiene una autoridad menor que la
Tradición divino-apostólica; no debe, sin embargo, ser identificada con una
tradición meramente humana: la Iglesia -no lo olvidemos- está asistida por el
Espíritu Santo.

2.- La Tradición a lo largo de los siglos

2.1.- La Tradición en Cristo y los Apóstoles

Jesucristo pudo escoger distintas formas de comunicar su palabra. El análisis de


su modo de proceder pone de manifiesto una especial importancia concedida a
la predicación oral. No sólo los Evangelios lo muestran predicando y no
escribiendo, sino que la misma forma precisa, y por consiguiente fácil de retener,
que Jesús daba a sus palabras estaba destinada desde el principio a ser recibida
en la predicación de los discípulos (cfr. Lc 10:1-16). Jesús usó los recursos del
estilo oral: paralelismos, sentencias rítmicas fáciles de aprender de memoria,
símiles y parábolas. Jesucristo comunica a sus Apóstoles las fórmulas en
las que condensa su enseñanza, y a la vez la recta interpretación de las
mismas y la misión de transmitirlas. En resumen podemos decir que
Jesucristo, de una parte, manifiesta un mensaje divino dando el encargo de
transmitirlo de generación en generación, fundando así la Tradición; de otra,
instaura un medio de transmisión en el que el testimonio personal y vivo de los
Apóstoles y la predicación oral tienen un papel decisivo.

Los Apóstoles son conscientes de haber recibido el encargo de predicar y dar


testimonio de la palabra recibida. El libro de los Hechos de los Apóstoles narra
cómo se construye precisamente la Iglesia por la palabra de los Apóstoles, que
comunica el misterio de Cristo y la fe de los fieles que aceptan y reciben este
testimonio. Es significativo el hecho del Concilio de Jerusalén, narrado en Hech
15:1 ss. Todos los allí presentes tienen en común el auténtico concepto de
Tradición, o sea, la profunda persuasión de que es necesario conservar fielmente
y transmitir inalterada la doctrina recibida y que los Apóstoles deben velar sobre
ello. Y esa proclamación de la palabra se realiza bajo la acción del Espíritu Santo
(Hech 4:8). El Espíritu les va comunicando a los Apóstoles una mayor
comprensión del mensaje de Cristo, y del misterio de su Persona. La
Tradición en el N. T. no es sino el Evangelio, la Palabra, el misterio de
Cristo confiado oralmente a los Apóstoles, conservado fielmente por ellos
y transmitido oralmente a los fieles.

Los Apóstoles insisten, por consiguiente, en la necesidad de ser fieles a lo


recibido. Particularmente explícito es S. Pablo que hace de los actos correlativos
de recibir, transmitir, conservar, es decir, del principio mismo de la Tradición, la
ley constructiva de las comunidades cristianas. Escribiendo a los fieles de
Corinto, emplea en dos ocasiones diversas palabras típicamente rabínicas para
introducir fórmulas de la Tradición cristiana. “Porque yo recibí del Señor lo que
os he transmitido” (1 Cor 11:23), dice al comienzo del relato de la cena del Señor;
y más adelante, al remitir a la fe en la Resurrección de Cristo, repite: “Porque os
transmití… lo que a mi vez recibí” (1 Cor 15:3). San Pablo apela en estos casos
a una Tradición recibida y transmitida como algo fundamental en su
argumentación. Lo que el Apóstol ha recibido y lo que por eso debe predicar
debe ser firmemente retenido por los corintios, porque ha sido transmitido.

San Pedro, en los discursos recogidos en el libro de los Hechos, y San Juan, en
sus escritos, declaran que los fieles deben mantenerse firmes en el principio de
la fe y de la predicación cristiana: “Lo que habéis oído al principio debe
permanecer en vosotros” (1 Jn 2:24). Permanecer firmes en lo que era desde el
principio y en lo que ha sido transmitido por el testimonio de los Apóstoles, es
elemento esencial para que la comunidad tenga y mantenga comunión con el
Apóstol y, mediante el Apóstol, con el Padre y con su Hijo Jesucristo (1 Jn 1:3).
2.2.- El paso de la Tradición a la generación postapostólica

Cabe preguntar, ¿cómo se hace el paso de la Tradición de los Apóstoles a sus


sucesores? Las epístolas pastorales son testimonio del modo y la forma como
se lleva a cabo. Supuesto que quien transmite la verdad no es su fuente primera,
y que debe transmitirse esta verdad inmutable por hombres llamados a
desaparecer, la Tradición adquiere necesariamente el valor de un depósito. Por
eso S. Pablo advierte a su discípulo Timoteo: “Guarda el depósito” (1 Tim
6,20); “Conserva el buen depósito mediante el Espíritu Santo que habita en
nosotros” (2 Tim 1:4). Este depósito, cuya custodia confía a Timoteo, ha de ser
siempre la norma, la base, la sustancia de toda doctrina enseñada en la
Iglesia: “Toma como norma las palabras santas que me has oído a mí” (2 Tim
1:13). El depósito es la norma para juzgar de la verdad, denunciar las herejías,
propagar la santa doctrina. Como la palabra de Dios ha de transmitirse a otras
generaciones, el Apóstol encarga a sus inmediatos sucesores que ellos, a su
vez, confíen a hombres fieles todo cuanto le han oído, y que éstos a su vez sean
capaces de instruir a otros (2 Tim 2:2).

La Tradición se confía especialmente a aquellas personas que reciben el


ministerio apostólico, a fin de que cuiden las comunidades, y a las que se les da
además la misión de que transmitan luego su función a otros. La
Tradiciónqueda vinculada al hecho histórico de la sucesión apostólica.
Mediante la imposición de manos, los Apóstoles confían a otros hombres la
continuación de su ministerio y en él su palabra, su testimonio, su doctrina tal y
como ellos la habían recibido de Cristo y del Espíritu.

2.3.- La Tradición en los Santos Padres

Los primeros errores o desviaciones doctrinales y disciplinares que aparecen en


algunos cristianos obligan a los Padres apostólicos: S. Clemente Romano, S.
Ignacio de Antioquía, S. Policarpo de Esmirna a establecer y recordar normas de
vida y de acción a fin de conservar la pureza de la doctrina transmitida y recibida
de los Apóstoles. Insisten en que es necesario cerrar filas en torno al Obispo de
cada comunidad, porque él está en el lugar de Dios Padre y en lugar de los
Apóstoles, y es garantía de la pureza de la fe transmitida.

Para San Ireneo, la Tradición se encuentra únicamente en la verdadera Iglesia


de Cristo, es decir, en aquellos que en la Iglesia poseen la sucesión desde los
Apóstoles y que han conservado la Palabra incorruptible y sin adulterar.[2]Esta
Tradición es la que hace que, a pesar de la diversidad de lugares y de idiomas,
los miembros de la Iglesia profesen una misma y única fe, la transmitida por los
Apóstoles.[3] La razón última que garantiza la autenticidad de la Tradición es el
Espíritu Santo. “Allí donde está la Iglesia, está el Espíritu de Dios, y allí donde
está el Espíritu de Dios, allí está la Iglesia y toda la gracia. Ahora bien, el Espíritu
es verdad”[4]

Durante los s. IV-VIII, las herejías cristológicas, pneumatológicas e iconoclastas


obligan a los Padres y a los Concilios a recurrir con frecuencia a la Tradición.
San Gregorio de Nisa decía:

“Tenemos como garantía más que suficiente de la verdad de nuestra enseñanza


en la Tradición, es decir, la verdad que ha llegado hasta nosotros desde los
Apóstoles, por sucesión, como una herencia”.[5]

San Basilio habla también de la Tradición y dice:

“Entre la doctrina y definiciones conservadas en la Iglesia, recibimos unas de la


enseñanza escrita y hemos recibido otras transmitidas oralmente de la Tradición
apostólica. Todas tienen la misma fuerza respecto de la piedad; nadie lo negará,
por muy poca experiencia que tenga de las instituciones eclesiásticas: porque si
tratamos de eliminar las costumbres no escritas con la excusa de que no
tienen gran fuerza, atentaríamos contra el Evangelio, sin darnos cuenta, en
sus puntos más esenciales”.[6]
San Agustín nos asegura que la costumbre de no rebautizar a los herejes
proviene de una costumbre apostólica:

“Esta costumbre viene de la Tradición apostólica, como muchas cosas que no


existen en sus escritos, ni en los Concilios posteriores y, sin embargo, al ser
observadas por toda la Iglesia, hay que creer que han sido encomendadas y
transmitidas por ellos”[7]

¿Pero cómo y dónde reconocer esta Tradición? El criterio lo expresa de una


vez para siempre S. Vicente de Leríns: la universalidad, la antigüedad,
la unanimidad: “Id teneamus quod ubique, quod semper, quod ab omnibus
creditum est”. No basta que la Iglesia entera crea una cosa para que pueda
fundar una presencia válida de apostolicidad a no ser que sea completado por el
de la antigüedad. En esa línea adquiere relieve la remisión no sólo a los
Concilios, sino a los grandes santos escritores, es decir, a los Padres. Ya en
siglos anteriores se los ha invocado; a partir de los s. IV y V la remisión a ellos
se hace más abundante. En el Concilio de Efeso se comienzan las sesiones
conciliares por la lectura de textos de los Santos Padres y Obispos. Los Padres,
en una palabra, son considerados testigos de la Tradición como intermediarios
de la transmisión de la verdad después de Cristo y los Apóstoles.

La Tradición, por consiguiente, no es otra cosa que la misma predicación


apostólica recibida oralmente de los Apóstoles, conservada y transmitida
en la Iglesia, antes y después de escritos los libros sagrados, por la
predicación magisterial de los sucesores de los Apóstoles y por la fe de
todos los pueblos que forman la Iglesia una y única de Cristo. La Tradición
es necesaria y suficiente para defender la fe frente a las herejías, para discernir
los libros sagrados y para la recta interpretación de los mismos.

2.4.- Las definiciones del Concilio de Trento


La doctrina de la Tradición sufre un ataque virulento por parte de los autores
protestantes. Lutero emplea poco la palabra Tradición, y cuando lo hace le da
un sentido despectivo. Las tradiciones son para él “tradiciones humanas”, con
todo lo que esta expresión tiene de despectivo. Todos los protestantes, con los
matices propios de cada uno, elaboran una explicación de la Escritura como
único principio de Revelación de la Palabra de Dios, excluyendo la Tradición. La
Escritura, dicen, da testimonio a favor de sí misma, desarrolla por sí misma su
propia autoridad, se explica a sí misma, se identifica absolutamente con la
Palabra de Dios de manera que no hay Palabra de Dios fuera de ella.

El Concilio de Trento hizo frente a todo ello y reafirmó los principios que la Iglesia
había vivido siempre. El resultado fue el decreto De canonicis
Scripturispromulgado en la sesión 4ª (1546). Su intención era:

“…conservar la pureza del Evangelio, que prometido por los Profetas, predicado
más tarde por Cristo el Hijo de Dios, el cual encomendó a sus Apóstoles
predicarlo a toda criatura, como fuente de toda verdad salvífica y de toda
disciplina de costumbres. Esta verdad salvífica y disciplina de costumbres están
contenidas en los Libros santos y en las tradiciones no escritas, que recibidas
por los Apóstoles de labios de Cristo o transmitidas por los mismos Apóstoles,
bajo la inspiración del Espíritu Santo, llegaron hasta nosotros como si pasaran
de mano en mano. Por eso el Concilio con igual afecto de piedad e igual
reverencia recibe y venera a todos los libros… y también las tradiciones
mismas que pertenecen a la fe y a las costumbres, corno oralmente
dictadas por Cristo o por el Espíritu Santo y conservadas en continua
sucesión en la Iglesia Católica” (DS 1501).

El Concilio fundamenta la autoridad de las “tradiciones” en dos puntos: uno es


la sucesión apostólica y otro la acción del Espíritu Santo.

2.5.- Del Concilio de Trento al Concilio Vaticano II


La Tradición queda así definida por oposición a la Escritura y constituida por el
conjunto de verdades reveladas, transmitidas y conservadas en la Iglesia por un
medio distinto a la S. E., es decir, de viva voz.

“En su sentido estricto y formal, dice Pérez de Ayala, la palabra tradición significa
la verdad conservada y retransmitida de corazón a corazón por los antepasados
a sus descendientes de viva voz”.

Conviene aclarar que aunque hablen especialmente de la doctrina como


contenido de la Tradición., no la restringen a ello: la Tradición comprende
igualmente hechos, costumbres y otras realidades reveladas por Dios.

Concluyen, pues, diciendo que: Las tradiciones apostólicas son de tres


clases: unas, a través de las cuales nos ha llegado la Escritura; otras, que
explican y exponen el texto sagrado, y otras, que ayudan a la Iglesia a resolver
las dificultades que se presentan en torno a la fe. Existen en la Iglesia, por
consiguiente, unas tradiciones dogmáticas que constituyen el fundamento de
nuestra fe, en las que se incluyen dogmas no escritos, es decir, verdades
reveladas, transmitidas oralmente y tan necesarias a la salvación de los hombres
como lo son las que nos han llegado por medio de la Escritura. Estas
tradiciones se transmiten y conservan en la Iglesia en razón de dos
principios: la sucesión apostólica y la acción asistencial del Espíritu Santo.

Una verdad fundamental muy comentada por la teología de esta época es, en
efecto, la de la identidad de la Iglesia actual con la Iglesia del tiempo de los
Apóstoles: la Iglesia es siempre la misma porque su doctrina concuerda con la
de la Iglesia original de los Apóstoles, que a su vez recibieron la doctrina de
Cristo, y Cristo de Dios. Y además porque no sólo los Apóstoles sino la Iglesia
en toda su historia cuenta con la asistencia del Espíritu Santo. Si el Espíritu Santo
habla por la Escritura, lo hace también por las tradiciones y por la Iglesia misma.
Como consecuencia de todo ello, explican que la Tradición tiene el mismo valor
que la Escritura, ya que ambas son Palabra de Dios. No se puede, pues, limitar
nuestra fe a la Escritura de modo que sólo se reciba lo escrito, ya que la Tradición
y la Escritura son palabra del Espíritu Santo. Una y otra tienen un origen común,
una y otra se encuentran dentro de la Iglesia, una y otra tienen su primer principio
en Cristo y en el Espíritu Santo; y por lo mismo, una y otra tienen la misma
autoridad.

Los teólogos de esta época se preguntan: ¿Existe en la Tradición un contenido


distinto al de la Escritura? A lo que responden que existen verdades relativas
a la fe contenidas en las tradiciones que no están en la Escritura. Por otro
lado, la Tradición explica la Escritura.

El Concilio Vaticano I vuelve a ocuparse del tema, usando términos muy


parecidos a los de Trento. Ya en el comienzo de la Constitución Dei Filius,
afirman los Padres conciliares que exponen la doctrina “fundados en la Palabra
de Dios escrita o transmitida” (DS 3000). Al mismo tiempo (cfr. DS 3000, 3012,
3020, 3069) recuerda que es a la Iglesia a quien corresponde juzgar
auténticamente el contenido de la palabra divina, y subraya la autoridad del
Magisterio a ese respecto. Al Magisterio le corresponde conservar, guardar y
declarar el depósito contenido en la Escritura y en la Tradición.

2.6.- La enseñanza del Concilio Vaticano II

El Concilio Vaticano II dedicó uno de sus principales documentos, la Constitución


dogmática Dei Verbum, al tema de la Revelación y su transmisión. El Concilio
parte ante todo del hecho base: Cristo ha escogido como medio de la transmisión
viva de la Revelación el ministerio de sus Apóstoles y de sus sucesores. Esta
transmisión viva incluye amplitud de medios; no se limita a la predicación oral,
sino que comprende también ejemplos e instituciones, del mismo modo que los
Apóstoles recibieron la Revelación no sólo de las enseñanzas orales de Jesús,
sino también de su vida y de sus obras. Los mismos Apóstoles u otros de su
generación pusieron por escrito, bajo la inspiración del Espíritu Santo, el mensaje
cristiano de salvación. Finalmente, los Apóstoles eligieron a otros sucesores
suyos a los que confiaron su cargo de Magisterio, ya que por voluntad de Dios el
Evangelio había que conservarlo íntegro y vivo. De esta forma el Concilio
vincula la conservación y transmisión de la Revelación divina al hecho de
la sucesión apostólica. Los Obispos, sucesores de los Apóstoles, han sido
instituidos para conservar y transmitir fielmente la predicación apostólica (DV, 7).
La función conservadora de la Tradición no se realiza solamente por medio de
los Obispos, corresponde también a toda la Iglesia, por lo que los Apóstoles
amonestan a los fieles que conserven las tradiciones que han recibido de palabra
o por escrito (DV, 8).

Siendo la Tradición por naturaleza algo vital, hay que admitir en ella
un desarrollo homogéneo correspondiente a su propia naturaleza. El
crecimiento radica en la comprensión de las cosas y de las palabras
transmitidas. No se trata lógicamente de un aumento cuantitativo, sino del
progreso interno propio de toda realidad viva que va caminando hacia la plenitud
de la verdad. La garantía de la verdad de este desarrollo radica en la asistencia
del Espíritu Santo, el cual vivifica toda la vida de la Iglesia y conduce hacia la
verdad completa a todos y a cada uno bajo la guía y enseñanza de los sucesores
de los Apóstoles (DV, 8).

Pasando a explicar la función de la Tradición con respecto a la Palabra escrita


de Dios, el Concilio la concreta afirmando que ambas constituyen el depósito
sagrado de la Palabra de Dios, confiado a la Iglesia (DV, 10). Precisando más,
subraya tres puntos. En primer lugar deja constancia de que es la Tradición quien
nos da a conocer el Canon íntegro de los libros sagrados, pues el hecho de la
inspiración de los libros sólo es cognoscible por el testimonio de quien es testigo
autorizado, es decir, la Tradición. En segundo lugar, pone de manifiesto cómo la
Tradición hace comprender más profundamente la Palabra de Dios, en cuanto
que Dios, presente en la Iglesia, hace que en ella resuene siempre la voz de
Cristo, de manera que la Tradición. transmite la verdad divina y hace comprender
más profundamente la S. E. Por último, afirma que la Tradición hace
incesantemente operativa a la Escritura, pues la palabra escrita necesita ser
aplicada a la realidad concreta de los hombres y esto le corresponde a la
Tradición y especialísimamente al Magisterio de los sucesores de los Apóstoles,
por lo que se refiere a la aplicación de modo autorizado y auténtico. La Tradición
y la Escritura se enlazan y comunican estrechamente entre sí, porque una y otra
son Palabra de Dios, “manan de la misma fuente, se,unen en un mismo caudal,
corren hacia el mismo fin” (DV, 9).

Concluye el Concilio señalando las relaciones de la S. E. y la Tradición con el


Magisterio. Cristo, afirma, ordenó a los Apóstoles que la Buena Nueva se
transmitiese en primer lugar por la predicación, o sea, por la transmisión oral, y
que los Apóstoles traspasaran ese mandato a sus mismos sucesores. En
cumplimiento de este mandato, los Apóstoles confiaron a los obispos, sucesores
suyos, no sólo un depósito de doctrina, sino su propio cargo del Magisterio.
Ahora bien, esta misión importaba dos cosas: por una parte, la tarea de transmitir
materialmente la Revelación, y por otra, la de explicarla auténticamente. Al
Magisterio vivo le corresponde, por consiguiente, conservar, transmitir y
explicar auténticamente la doctrina recibida de los Apóstoles. Si en la
Tradición existe un crecimiento gracias a la predicación de los Pastores, este
crecimiento no significa otra cosa que la plena conservación de la Palabra de
Dios en su pureza. Así, el Magisterio sirve fielmente a la Tradición, como Palabra
de Dios transmitida. Toda esta tarea del Magisterio se realiza por mandato de
Cristo y con la asistencia del Espíritu Santo (DV, 10).

3.- Criterios de la Tradición

La exposición histórica que acabamos de hacer pone de manifiesto la naturaleza


de la Tradición y el papel insustituible que, por institución divina, tiene en la
transmisión de la Palabra de Dios. Ahora bien, ¿cómo conocer la Tradición?,
¿dónde consta?, ¿cuáles son los criterios que permiten discernirla? Analicemos
a continuación los principales.
3.1.- El Magisterio eclesiástico: El Magisterio es, en efecto, a la vez intérprete
autorizado de la S. E. y de la Tradición, y testigo y eco de esta última, que es
recogida en sus declaraciones y definiciones.

3.2.- Los Santos Padres: Entre los teólogos católicos actuales se conocen
comúnmente con el nombre de “Padre” a aquellos escritores eclesiásticos que
reúnen las cuatro notas distintivas siguientes: 1) doctrina ortodoxa, 2) santidad
de vida, 3) antigüedad y 4) aprobación de la Iglesia. Aquellos autores
antiguos a los que no les cuadra alguna de estas notas reciben el nombre de
escritores eclesiásticos, p.ej., Tertuliano y Orígenes.

Para que los Padres constituyan verdadero criterio de Tradición es necesario: a)


que propongan una doctrina como perteneciente a la fe o a las costumbres; b)
que la propongan como testigos de la fe o como doctores auténticos de una
manera cierta y segura; c) que exista un consentimiento moralmente unánime
entre los Padres acerca de una materia.

3.3.- El sentir unánime de los fieles: Se trata de un don de Dios que afecta a
la realidad subjetiva de la fe y que da a toda la Iglesia la seguridad de una fe
indefectible.

Ya desde la antigüedad se considera este sentido de la fe como un criterio de


Tradición. S. Ireneo habla de “la salvación que muchos pueblos bárbaros poseen
escrita sin tinta ni papel por el Espíritu Santo en su corazón y así guardan la
tradición antigua con cuidado creyendo en un solo Dios”[8]. El Concilio Tridentino
al comienzo de algunas sesiones recurre a la fe de toda la Iglesia (DS 1507,
1510, 1520, 1635). Los papas Pío IX y Pío XII se refirieron en la definición de los
dogmas de la InmacuIada y de la Asunción de la Virgen al perpetuo sentir del
pueblo fiel.

Toda esta acción la realiza el Pueblo de Dios con dos condicionantes: la acción
asistencial del Espíritu Santo y la subordinación al Magisterio. El Espíritu
Santo está presente en toda la Iglesia y la instruye en todo (1 Jn 2,20. 27); y así
el Concilio Vaticano II declara que si los fieles no pueden engañarse en su
creencia cuando manifiestan un asentimiento universal en las cosas de fe y
costumbres, ello es debido a la unción del Espíritu Santo (LG, 12). Aun cuando
se trate de un don del Espíritu Santo concedido a todo el pueblo, no queda
desvinculado de la autoridad docente de la Iglesia, a la que corresponde
proponer autoritativamente la palabra de Dios (LG, 12 y 25). De esa forma
“prelados y fieles colaboran estrechamente en la conservación, en el ejercicio y
en la profesión de la fe recibida” (DV, 10).

3.4.- La Liturgia: La Liturgia es un testimonio privilegiado de la Tradición viva.


Como dice Pío XII “con dificultad se hallará una verdad de la fe cristiana que no
esté de alguna manera expresada en la Liturgia”.

Esta importancia de la Liturgia como criterio y testimonio de la Tradición es


subrayado desde la antigüedad. Lo usó S. Agustín para defender la necesidad
de la gracia y antes que él lo usaron Tertuliano y S. Cipriano. En la época
contemporánea el papa Pío XI habló de la “Liturgia corno didascalia de la
Iglesia…, como el órgano más importante del Magisterio ordinario”. Con bastante
frecuencia se ha repetido la venerable fórmula de Próspero de Aquitania “legem
credendi lex exstatuat suplicandi”, como síntesis de esta doctrina, cuyo sentido
explica Pío XII en la Encíclica Mediator Dei.

Las doxologías y los símbolos usados en el culto han sido siempre lugares
destacados en los que se reflejaba la verdad de la fe, ya sea afirmándose contra
los ataques, ya sea consignando los avances conseguidos. Por otra parte, nadie
puede negar cuán preciosas enseñanzas se derivan de la praxis litúrgica, p.ej.,
en la veneración de las imágenes y en la administración concreta de los
sacramentos. La disciplina penitencial está llena de informaciones sobre la
teología de este sacramento. Por eso Pío XII pudo llamar a la Liturgia “el espejo
fiel de la doctrina transmitida por los antiguos”.
La razón por la cual la Liturgia constituye un criterio de Tradición es porque ella
es la voz de la Iglesia que expresa su fe, la canta, la practica en una
celebración viviente. La Liturgia, igualmente, es una acción sagrada, una
acción que incorpora una convicción, la expresa, y, por lo mismo, la desarrolla.
La Liturgia se desarrolla a partir de un fondo común que se remonta hasta los
Apóstoles. Los mismos ritos y fórmulas, aunque nazcan de una iniciativa
particular, para que penetren en la Liturgia han de ser aceptados por la Iglesia y
aprobados por la autoridad guardiana de la Tradición apostólica.

Padre Lucas Prados

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