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Cepa

Una teoría de Zelarayán


por Emilio Jurado Naón

Pocos escritores construyeron una poética propia en menos palabras que Ricardo Zelarayán. “La
prosa es poesía o nada”, “El lenguaje es para mí la única realidad”, “No hay poetas, hay simples
vectores de la poesía”, “La poesía es como un circuito eléctrico, circula como una corriente en el
texto”, “El lenguaje que se escucha a cada rato es una fuente inagotable” son algunas de las frases
que Zelarayán fue soltando en posfacios, prólogos y entrevistas; suficientes para dar cuenta de un
pensamiento sólido sobre la poesía y un modo de inclinarse a la escritura.
Aunque discreta en enunciados, esta estética personal hace contrapunto con los textos, marca y guía
la lectura de La obsesión del espacio, La piel de caballo y Lata peinada. Enriquece la perspectiva
del lector saber, por ejemplo, que Zelarayán encaraba un texto a partir de una frase escuchada por la
calle, en un café, en una peluquería. Esa situación de escritura –que, por supuesto, arma una figura
de autor– repercute en toda su producción, se entrelaza con la cuestión del habla, la oralidad, los
refranes y el discurso tipificado, y atraviesa, también, los argumentos de su narrativa o la
construcción de personajes. El hecho de que se pueda viajar de los textos a los paratextos y a los
textos de vuelta es garantía de una apuesta poética cimentada. El problema –si es que hay un
problema...– sería la inercia para salir de ese circuito primario que el autor, con su enunciación
pregnante sobre la propia escritura, ha establecido. Y ahí aparece un obstáculo actual para encarar la
obra (lo disperso) de Ricardo Zelarayán: la lectura crítica no (se) mueve (de) los límites que él
mismo delineó.
A veces pareciera que el trabajo con la materialidad del lenguaje hablado fuera la única vía de
acceso a “Ricardo Zelarayán”, cuando en verdad esa cuestión se vuelve útil –se volvería útil,
pensando la utilidad en términos de cómo seguir escribiendo/pensando– si se lo tomara, no como
conclusión, sino como punto de partida. Abordar la poética de Zelarayán como una situación inicial
desde donde pensar la literatura por venir, hipotetizo, sería un buen modo de sacarlo de la estantería
de “los raros” argentinos y ponerlo en el centro de la escena –volverlo productivo. Si pensamos el
habla, por ejemplo, pensamos en dialecto e idiolecto. ¿Qué es un dialecto? La inflexión particular
de una lengua en determinado territorio. Entonces, si ponemos oído a los dialectos, Zelarayán nos
habla también de los territorios.

A la larga, la pálida Buenos Aires te la da: “–Señor, ¿qué se va a servir?”; “–¡Te lo juro por mi
madre!”; “–¿Cómo me decís eso?”; “–¿Le hablaste, le alcanzaste, le miraste?”; “–¿Te acerco a algún
lado?”; “¡¡¡Oiga!!!”; “–¿Me toma, diga? ¿Me toma?”

Un método

Pero, ¿por dónde empezar? Tal vez por un elemento que la obra de Zelarayán enuncia y al tiempo
oculta: los procedimientos de vanguardia o, por usar un calificativo más que gastado, surrealistas.
“Cuando hay un plan previo para escribir, el texto siempre fracasa. Es necesario un disparador, y
eso te da una angulación. Es como en la artillería. Tiene que ser una frase que me toca enseguida”.
¿No arrima la disposición escrituraria hacia un área de influencias compartida con la escritura
automática? Por supuesto que no son lo mismo que la escritura automática, pero sí dan la nota para
establecer paralelos proteicos que proyectan una luz distinta a una producción usualmente leída
como un cantón en el reino del realismo.
Si la escuela del surrealismo envejeció, fue clausurada y devino terreno baldío, no se descarta que
algunas de esas chapas oxidadas que quedan entre los yuyales, carcasas de plástico y fierros
chuecos puedan reutilizarse y encontrar –si recuperar es imposible– nuevas funciones.
Invento europeo, el surrealismo fue pasible de reversiones en suelo americano: Cortázar coqueteó
en Rayuela con la escritura automática y el jeringozo; más al norte, Miguel Ángel Asturias quiso
ver en los relatos de culturas precolombinas el origen de un surrealismo autóctono (el Popol-Vuh,
afirmó, cantaba el cantar colectivo que, siglos después, un individuo como Breton apenas podría
balbucear). ¿Qué es el surrealismo? Si hubo una Escuela surrealista, esa Escuela existió para pasar
en limpio a los Anales de la Historia la trenza de dos líneas principales: la voluntad de expropiarle
al Sujeto/Conciencia los derechos absolutos sobre el impulso creativo y (re)colectivizarlo (esa es su
ética), y la creación de un método que hiciera posible tal voluntad (esa es su estética). Del Método
surrealista que garantizara la abolición del Sujeto-artista a un método que propicie la actividad del
poeta como “simple vector de la poesía”, se puede trazar el derrotero histórico que, después de
amplios meandros, pone en serie a Breton con Zelarayán.
Por supuesto: los textos de Ricardo Zelarayán no parecen surrealistas. Entornos cotidianos,
suburbanos o rurales, datados en tiempo histórico y espacios definidos; personajes particulares (no-
ideales) construidos a partir de materia oral-dialectal, y la violencia social como vínculo prioritario
para la creación de personajes y escenas son todas características que sitúan el texto de Zelarayán en
el campo de operaciones usual del realismo (realismo y punto: sin adjetivaciones pretenciosas). Es
precisamente ese solapamiento de potestades lo que hace singular su proyecto literario: el terreno de
Zelarayán es realista, pero las herramientas con las que labra la tierra fueron tomadas del
surrealismo. “Andando a contrapelo la pulga aprende”. No la Escuela surrealista, sino una escuela...
–y al edificio se le desmorona la mampostería.

Sal inmensa

Saltar del realismo al surrealismo y de surrealismo a realismo pareciera un pase de manos. ¿Cuál es
el límite? ¿De qué manera se puede jugar al “solapamiento de potestades” entre estas dos
tradiciones o formas de operar sobre la escritura? Algo del orden del juego se puede leer en “La
Gran Salina” –una propuesta de revalorización del surrealismo y, a la vez, superación: traza líneas
hacia otros territorios.
Y dice así:

La locomotora ilumina la sal inmensa,


los bloques de sal de los costados,
los yuyos mezclados con sal que crecen entre las vías.
Yo vacilo...
y callo...
porque estoy pensando en los trenes de carga
que pasan de noche por la Gran Salina.
La palabra misterio hay que aplastarla
como se aplasta una pulga,
entre los dos pulgares.
La palabra misterio ya no explica nada.
(El misterio es nada y la nada no se explica por sí misma.)
Habría que reemplazar la palabra misterio
(al menos por hoy, al menos por este “poema”)
por lo que yo siento cuando pienso en los trenes de carga
que pasan de noche por la Gran Salina.
La pera trepida en el plato.
La miel se despereza en el frasco cerrado,
para desesperación de las moscas que la acechan posadas en el vidrio.
Pero yo no me explico
y hasta ahora nadie ha podido explicarme
por qué me sorprendo pensando
en la Gran Salina.

Verso = sintagma. Oraciones simples. Algunas ocupan el verso entero y otras se escalonan en dos,
tres líneas mediante cortes suaves, sin interrumpir ninguna ligazón sintáctica muy estrecha (“La
palabra misterio hay que aplastarla/ como se aplasta una pulga,/ entre los dos pulgares.”); son
encabalgamientos reducidos al mínimo de agresión sobre el fraseo. Una ordenada y cadenciosa
yuxtaposición de imágenes entre un verso y otro (“por lo que yo siento cuando pienso en los trenes
de carga/ que pasan de noche por la Gran Salina./ La pera trepida en el plato./ La miel se despereza
en el frasco cerrado,”), y la aparición –repetida pero cambiando de sitio– de la frase “la Gran
Salina”, que vuelve a traer al texto, una y otra vez, al punto de partida: atados a un elástico, los
versos-imagen pujan por alejarse (olvidarse) de “la sal inmensa” pero son atraídos de vuelta.
El comienzo de este poema que atraviesa por el medio al primer libro publicado de Zelarayán, La
obsesión del espacio (1972), establece las reglas de juego (las reglas del verso) que se extiende a lo
largo de siete páginas. Quien habla en estos versos es un obsesionado: el “Yo vacilo.../ y callo...” no
es impostura, pero se pone paradójico. La vacilación y el silencio ante “La Gran Salina” producen, a
renglón seguido, el poema más largo que haya publicado Ricardo Zelarayán. Un horror al vacío que
genera diseminación.
¿Qué disemina? Una asociación de imágenes, escenas, anécdotas, reflexiones y, por qué no, chistes
que evaden pero vuelven a la salina (desde un avión, desde un mapa, a través de ella en auto y en
tren).*

---
* Una posible recopilación de los elementos que asocia “La Gran Salina”: un tren que cruza la Gran
Salina, una pera en el plato, miel en un frasco, las moscas que la acechan, un hombre de chaleco en el
salón comedor, sus anteojos, la sombra de una avión sobre la salina, una gota que se evapora, un piano
colgando entre dos pisos de un edificio, un camión con ventiladores de pie, sus hélices, la caza
nocturna de vizcachas, pilas agotadas de linterna, lamparitas de luz guardadas en cajas, el filamento
roto de una de ellas, lluvia (inimaginable) sobre la Gran Salina, gota de agua cortada en dos por una
tijera, gotas sobre una plancha caliente, una habitación a oscuras, la salina en un mapa, una caja vacía
de fósforos a las cuatro de la mañana, viaje insomne junto al río Salado, naranjas chupadas que se
lanzan sobre la salina, el cambio de una rueda en la salina, un diario arrugado que vuela, más trenes,
un jet, la salina azulada vista a ocho mil metros de altura, los jets que explotan, la azafata de un avión
que no era jet que fue arrastrada al vacío al abrírsele la puerta, las piedras en la boca de Demóstenes,
Leo Dan, Radio Aconquija, Ravel, el piano que cuelga entre dos pisos de un edificio, Ravel tocando el
piano en la Gran Salina, el silbato de la locomotora que pasa, su haz de luz, una visita al hospital y el
ruido de la máquina de sacar radiografías, la sed, un pase innominado para volar gratis, la marca de la
cubierta cambiada a la vera de Salina Grande, el Aconquija, la separación del amigo que le había
ofrecido el pase, una mujer que sube en el ascensor y no se detiene, el ayudante de cocina en el salón
comedor, la mujer del ascensor, el sastre de enfrente a la hora del almuerzo, el acorazado Graf Spee a
treinta metros de profundidad, los hombres-rana que lo exploraron, el almuerzo de los hombres-rana,
el salero y el almuerzo que corta el poema.
---

Son fichas que equivalen (y no) a esa sensación de “misterio” y que el poema se pone a
intercambiar sobre el casillero vacío de la Gran Salina. De vuelta, la operación está en miniatura al
comienzo del texto, cuando el “misterio” (palabra muerta por no significar ya nada) es aplastado in
situ por y como la pulga entre dos pulgares.
Lo que es asociación semántica (Tema: “La sal”) o narrativa (anécdotas de vizcachas, naranjas y
cambios de cubierta en la Gran Salina) tiene, hacia el final del poema, su breve ensayo extremista;
una “traducción de apuro” que empieza a jugar con la homofonía y deriva hacia la asociación libre:

Pero como nada es misterio


hagamos una traducción de apuro:
miss Terio
o miss Tedio
o chica rodeada de teros asustados
o algo por el estilo.
Pero no hay distracción que valga.

La palabra “misterio”, ahí, se descoyunta y desfigura hasta producir una imagen que no tendría
nada que ver, la “chica rodeada de teros asustados”. Es en ese punto del juego que el poema llega a
una situación de vanguardia. En el abanico de posibilidades que abre “La Gran Salina” entran
versos imaginistas (“los yuyos mezclados con sal que crecen entre las vías”), aliterados (“La pera
trepida en el plato”) y entran, también, la asociación libre y las operaciones sobre-realistas.
Lautréamont entrerriano

¡Siento la boca salada!


Pero no voy a insistir.
El domingo pasado,
en casa de un amigo poeta,
conocí a un chileno novelista e izquierdista
que se fue a Pekín y que, posiblemente,
no vuelva a ver en mi vida.
Tímidamente, entre cinco porteños y un chileno izquierdista,
metí una frase de Lautréamont
que como buen franchute es uruguayo
y si es uruguayo es entrerriano.
Una frase (salada) para terminar (o interrumpir) este poema:
«Toda el agua del mar no bastaría para lavar
una mancha de sangre intelectual».

La aparición de Lautréamont (su cita), al final del poema y a continuación de una breve pausa de
tres líneas punteadas que marcan un antes y un después del almuerzo, es rara. Y polifacética.
Por mucho tiempo pensé que el quid de esta coda era contextual, que se trataba de un recurso
político para hacer guiños al momento histórico en que se publicaba el poema. La sobremesa de
porteños, un entrerriano y un chileno, la izquierda, Pekín, el mar y la sangre intelectual en boca de
Lautréamont se me armaban como un mapa políticamente alusivo e intencional para la lectura de
estos largos versos que prolongan una inquietud.
Por otro lado, el tema de las nacionalidades y regiones (chileno, porteños, entrerriano, franchute y
uruguayo), sí, sin duda, arman, literalmente, un mapa. Zelarayán formula el chiste de hacer, por
metonimia geográfica, a Lautréamont (uruguayo de origen) entrerriano, y así lo arrastra a una
filiación provincial propia. Una apropiación literaria para nada sutil (para nada esperada, tampoco;
¿qué tendrían que ver Lautréamont y Zelarayán?, se preguntaba el joven lector a primera vista), una
filiación estética resuelta en un pase de versos para nada significativa en apariencia, pero
efectivamente exitosa: en una subordinada como al pasar, Isidore Ducasse, el Conde de
Lautréamont, queda vinculado permanentemente a Ricardo Zelarayán, quien se compone una
tradición personal por asalto. Una tradición, en suma, que evade el magnetismo de Buenos Aires,
como metrópolis de la letras: de Francia, vía Uruguay, a Entre Ríos. Y a partir del Litoral, el resto
del territorio argentino extra-porteño.
Lo que no me quedaba claro era por qué Lautréamont; qué pasaba con ese autor y qué significaba
hacerlo entrerriano para un escritor como Zelarayán, que se reconocía “entrerriano primero,
después tucumano y salteño”. Sucede que la apropiación grosera que realiza “La Gran Salina” no
difiere mucho de la perpetrada por la Escuela surrealista, quien había manifestado por decreto el
carácter “precursor” (entre otros franceses) de Lautréamont –un surrealista antes del surrealismo.
Pero esta última pieza “salada” del poema, la figura de Lautréamont, sintetiza cursos mucho más
ricos que lo que podría significar una mera precursión. Esta pieza extraña en el campo literario
argentino –que no recibió mucha atención más allá de la dedicada por el antólogo surrealista Aldo
Pellegrini– funciona como vía de acceso a Lata peinada, la novela “aún inconclusa” de Zelarayán,
un texto que ensaya pasajes del verso a la prosa y diagrama nuevas posibilidades para una novela
del territorio argentino.

Perros cimarrones

---
Escribe Lautréamont en Los cantos de Maldoror:
Al claro de la luna, cerca del mar, en los parajes solitarios de la campiña, uno ve, sumido en amargas
reflexiones, que las cosas revisten formas amarillas, vagas, fantásticas. Las sombras de los árboles, de
pronto rápidas, de pronto lentas, corren, van y vuelven, variando sus formas, aplanándose hasta
adherirse a la tierra. En la época en que me transportaban las alas de la juventud, todo eso me hacía
soñar, me parecía extraño, ahora estoy habituado. El viento se lamenta a través del follaje con
lánguidas notas, y el búho entona su grave endecha que hace erizar los cabellos de quienes escuchan.
Entonces los perros que se han vuelto furiosos rompen sus cadenas y huyen de las granjas distantes;
corren de aquí para allá por la campiña, dominados por la locura. De pronto se detienen, miran en
todas direcciones con feroz inquietud, con ojos relampagueantes; y así como los elefantes, antes de
morir, lanzan en el desierto una última mirada al cielo, alzando desesperadamente sus trompas,
dejando caer las orejas inertes, así también los perros dejan caer las orejas inertes, alzan la cabeza,
hinchan el cuello terrible, y comienzan a ladrar por turno, sea como u niño que grita de hambre, sea
como un gato herido en el vientre sobre un tejado, sea como una mujer que está por parir, sea como un
enfermo de peste que agoniza en un hospital, sea como una jovencita que entona una melodía sublime,
contra las estrellas al norte, contra las estrellas al este, contra las estrellas al sur, contra las estrellas al
oeste, contra la luna [...] y contra el hombre que los esclaviza. Después de lo cual echan de nuevo a
correr por el campo, saltando con sus patas sanguinolentas por encima de las zanjas, los caminos, los
sembradíos, las hierbas y las rocas escarpadas. Se los creería atacados de rabia, en busca de un gran
estanque para apaciguar su sed. Sus prolongados aullidos espantan a la naturaleza toda ¡Ay del viajero
rezagado! Estos amigos de los cementerios se echarán sobre él, lo despedazarán, lo devorarán con
bocas que chorrean sangre, porque sus dientes no están dañados. Los animales salvajes temerosos de
acercarse para participar en el festín carnicero, huyen temblando hasta perderse de vista. Después de
algunas horas, los perros, rendidos de correr de aquí para allá, casi muertos, con la lengua colgando
fuera de la boca, se arrojan unos contra otros sin saber lo que hacen, y se destrozan en mil pedazos
con una rapidez increíble. No actúan así por crueldad. Un día, con los vidriosos, me dijo mi madre:
“Cuando estés en cama y oigas los ladridos de los perros en el campo, ocúltate bajo los cobertores; no
te burles de lo que hacen: tienen sed insaciable de infinito, como tú, como yo, como todos los otros
humanos de rostro pálido y alargado. Hasta te permito que, acercándote a la ventana, observes el
espectáculo por demás sublime.” Desde entonces respeto la voluntad de la muerta. Igual que los
perros, experimento esa necesidad de infinito...

Escribe Ricardo Zelarayán en Lata peinada:

Una sombra al galope, como relámpago carbonizado, retumba en el monte y al llegar al primer
descampado se hace tromba de polvo. Los cinco hombres que andan con perros buscando algo en la
oscuridad pegan un salto, se persignan, y la perrada se les raja por el primer despeñadero, atraída
como por un imán por aquella sombra fugaz. Cuando los hombres quieren acordarse, ya los perros ni
se ven ni se oyen, metidos como van en la polvareda. Perro que no ladra, pila sin linterna. Ciegos de
golpe, los hombres ya no reconocen el monte de noche. Discuten, se pelean, se dispersan, se pierden...
Después, muertos de miedo, arrepentiditos, los hombres de pelo en pecho se buscan como maricas...
¡Allá ellos! En cambio, chocando los árboles, revolcándose en la maleza a la atropellada,
cuerpeándoles a los tunales, los perros, siempre juntos, persiguen sin parar la sombra aquella que
vuelve a meterse en el monte. Un rato más en la espesura y la sombra entra en otro descampado, con
la nube de polvo atrás. ¡Tum, tum, tum, tum, tum!... Desde su rancho en un caserío, don Abdón,
peluquero, sacamuelas y manosanta, abre una boca enorme con relucientes dientes de oro. Don Abdón
Amarilla, noventa años, cierra lentamente la boca dándose tiempo para pensar. “¡Ah!”, gruñe al final...
“¡El alma mula va a buscar a la tormenta que se avecina! ¡Seguro!... Pero... ¿dónde se ha visto perros
persiguiendo al alma mula? ¡Esa perrada es gringa o es cosa del Diablo equivocado! ¡Eso no se ha
visto nunca!...” Y cuando se entera que casi todos los perros del caserío, hasta los suyos, se han
largado a su vez a correr a esa perrada loca que persigue al alma mula, se agarra la cabeza... “¡Algo
debe andar pasando en el mundo! ¡Yo ya no entiendo nada!”
Los perros delanteros, los perros de los hombres que ahora se andan buscando en medio del monte y
la noche cerrada, han llegado a un claro en un algarrobal, iluminado por la luna con halo, y se detienen
en seco, aterrados al ver moverse lentamente por el suelo la sombra sin cuerpo del alma mula. Pero
enseguida reaccionan y se abalanzan desesperados sobre la sombra sin cuerpo, resueltos a todo... La
boca se les llena de sangre al morder... Debajo de la sombra hay yuyos... Debajo de los yuyos el suelo
es un hueso imposible de roer... Hasta que la luna se esconde y la sombra movediza que no huele a
nada se confunde con las otras sombras. Los perros, desorientados, no tienen otra que atacarse entre
ellos hasta que se les viene encima como una tromba la perrada infinita que han venido arrastrando
detrás de ellos durante leguas... ¡Atronadora pelea! ¡Sálvese quien pueda! Enseguida la tormenta de la
madrugada moja perros a granel. La lluvia amaina luego con las primeras luces y todos en paz. La
enorme jauría magullada y mojada se endereza en orden sin el menor ladrido y, a trote liviano y
regular, avanza en dirección noreste. Doce leguas más arriba, don Liborio Luna, el santón, sentado en
la oscuridad a la intemperie levanta los brazos con las palmas vueltas hacia el sudoeste hasta que sale
el sol.
---

El trasplante perruno de la campiña francesa (o más bien, de una zona rural indefinida) al monte
salteño viene de la mano de varias decisiones estéticas: trabajo con el registro coloquial, discurso
indirecto libre, inclusión de onomatopeyas y las ya personalísimas exclamaciones retóricas de
Zelarayán, nombres propios excelentes (Don Abdón Amarilla, Liborio Luna), construcción de
espacio al pasar de la narración, y ¡el Alma Mula!, que particulariza en un entramado cultural
preciso ese ente “misterioso” que atrae a la perrada. La romántica “necesidad de infinito” que
acicateaba a los perros de Lautréamont tiene su versión doméstica (rica, por lo tanto, en
asociaciones culturales) y bajada a tierra en el Alma Mula de Lata peinada.
Ésta es una buena traducción de Lautréamont (traslación, traspolación, versión o reapropiación),
éste es un Lautréamont entrerrianizado (o tucumanizado o salteñizado). En Los cantos de
Maldoror, el episodio de los perros sedientos de infinito opera como una situación más entre las
tantas donde confluyen el horror, el sadismo y lo sublime. Una vez trasplantadas al territorio de
Lata peinada, ese episodio y las imágenes pregnantes que arrastra se subordinan a nuevas premisas
compositivas y empieza a funcionar bajo otras reglas. El uso de la tradición –una tradición, como
todas, inventada– que hace Zelarayán es así de pragmático. No hay una operación intertextual más
allá de la reversión de la escena –por el gusto de la escena nomás– del perrerío suelto; pero, una vez
metido en la máquina (ese “circuito eléctrico” que Zelarayán veía en los buenos, e intraducibles,
textos poéticos) el fragmento –gajo trasplantado– sí obedece a un diagrama mayor, el de la novela
peinada, que se asienta en la doble línea del territorio nacional y la tradición surrealista.

***

¿Se puede hablar de un diagrama de novela para un escritor que escribe sin un plan previo? Sí,
mientras se trate de un esquema móvil, pragmático, que se desenvuelva con el desarrollo de la
escritura. La base a partir de la cual Zelarayán se pone a escribir esta novela que es “pura
dispersión” se toca con la vanguardia en dos instancias: el germen y la estructura.
El germen: Roña criolla, escrito en 1984 como precalentamiento, preparación del “clima” para la
novela, es fruto de un trabajo al borde de lo musical puro: fraseos ceñidos al nivel sonoro pero sin
renunciar a la selección léxica, que amagan con formar escenas, personajes y narraciones.

Los huesos mentirosos se desencajan. Cris, cras... Pura agua colonia. Pelo, pelambre,
pelambruna. ¿Dónde hervir el huesito salvador?

Puta, puta calandria. Avispa del chajá. Mancha que se borra al despertar. Cae el pelo, uña caída,
cherubichá.

Al chajá montero lagunas le sobran. Al diente por diente las lomitas. Orilla amarilla y negra.
Nunca bien te veo.

Vidrio pelo, vidrio en los ojos, polvareda.

Filo contrafilo y punta. Coleteando en la atmósfera. Ladridos. Burro empacado. Burro lengua 'e
sal. Sapo bronceado
bronce.

En este fragmento de “Pioja”, las frases se agrupan y se separan hilvanadas por leves líneas
asociativas: a veces parte de una cercanía por sinonimia que se vuelve eminentemente sonora al rato
(“Pelo, pelambre, pelambruna”) y dispara enseguida a una, aunque delgada, relación semántica
(“pelambruna” suena a “hambruna”, lo que deriva en la pregunta por dónde hacer la magra sopa:
“¿Dónde hervir el huesito salvador?”). Uno puede leer la tensión del signo en los poemas de Roña
criolla: con un ojo se lee el sentido –a punto de perderse, como cuando se repite muchas veces una
misma palabra hasta agotarla de naturalidad– y con el otro ojo se lee el sonido –extremado: así, a
punto de dar un salto al zaum, el lenguaje transmental de los futuristas rusos.
De esta caldera primigenia van asomando algunos personajes para Lata peinada –como el “Burro
empacado” que, tal vez, evolucione en “mula empacada”–, brotan escenas, acciones, párrafos más o
menos largos –varias veces reescritos, algunos– en donde la narración busca su novela.
En contra punto y como un andamiaje que encause la dispersión de asociaciones, Zelarayán delinea
una estructura particular para sus textos. La publicación de los fragmentos reunidos de Lata
peinada, en 2008, es clara al respecto: la salida del libro no sólo propició un orden particular para la
novela sino que incluyó, también, una serie de paratextos que la acercan a la esfera de influencia de
Macedonio Fernández. “Las inútiles reflexiones de Odracir Náyaralez” son notas de seguimiento
acerca de cómo y para dónde avanza la escritura, además de listas de personajes que aparecen o se
van desvaneciendo. Similar a los casi sesenta prólogos que procrastinan –y a la vez constituyen– el
comienzo de Museo de la novela de la Eterna de Macedonio, las “inútiles reflexiones” de Odracir
ponen en escena los pensamientos del autor (el primer lector) mientras lee la novela en su instancia
de proceso.
En ese sentido, Lata peinada podría no concluir nunca; pero las insistencias de publicación y
contingencias de lo vital imponen recortes. Y, cuando Ricardo Zelarayán se vio en la instancia de
finalmente publicar lo que había de Lata peinada, organizó la novela en direcciones: Dirección
Norte, Dirección Intermedia, Dirección Centro-Sur, Dirección Sur. Por nombres de pueblos,
ciudades y ríos, los episodios de la novela se pueden ubicar en Salta, Jujuy, Bolivia, Córdoba, pero
las provincias o países no se nombran; sólo leemos a los personajes trashumando el territorio. Ante
la posibilidad de poner límites –ya sean geográficos o novelísticos– Zelarayán prefiere indicar
direcciones. Al tiempo que evade el centro urbano-literario de Buenos Aires, la nueva novela de
Zelarayán obvia las fronteras interprovinciales para poner en primer plano el territorio, el espacio en
donde el habla se forma.

***

Mientras que el espacio en blanco que “La Gran Salina” acuña en el mapa fija el juego de
asociaciones en un punto definido y obsesivo, las derivaciones musicales de Roña criolla y su salto
a la prosa en Lata peinada, abren hacia el territorio. En definitiva, esta lectura parte de las
operaciones conceptuales, surrealistas o de vanguardia para volver a pensar problemas del realismo.
El desembarco en Lata peinada, una texto singular que impone sus propios parámetros, constituye
una nueva instancia para discutir, con otra “angulación”, el tópico del poema o de la novela
nacional: más que de una Nación, sería, en este caso, la novela/poema de un territorio nacional. Con
la oralidad para leer lo que hay de realismo y el procedimiento para leer lo que hay de vanguardia,
los textos de Zelarayán pueden despegarse de la agenda que el mismo autor había marcado y pensar,
así, nuevas direcciones.

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