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Queda claro entonces que los derechos en general – y los DDHH en particular-
forman parte de procesos de lucha y que constituyen conquistas en muchos casos
enormemente costosas. Cada vez que se logra una conquista, que se amplían los
escenarios de derecho y se incorporan demandas populares al campo jurídico, se abre
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un nuevo espacio de libertad e igualdad, ya que se eleva el piso de justicia y aquello
que aparece como “lo justo” no puede ser desalojado sin encontrar resistencias.
No son únicamente delitos, sino que también se erigen como graves lesiones
institucionales, que ofenden no sólo al damnificado sino a la propia razón de ser del
Estado y compromete en responsabilidad no sólo al sujeto o sujetos que lo cometieron
sino al Estado en su conjunto.
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desarrollado profundas argumentaciones que dieron y dan lugar a fructíferos debates
académico-políticos.
Desde nuestra perspectiva consideramos al Estado como una relación social y ámbito
de disputa, que expresa un espacio-momento de las relaciones de fuerza en un tiempo
histórico determinado. Así, se constituye como garante no neutral de relaciones
sociales contradictorias y conflictivas.
Esta noción de Estado tiene múltiples significados ya que lo concibe como una relación
social, como un conjunto de instituciones y agentes y –también- como el conjunto de
políticas públicas. Esta desagregación nos facilita ver con mayor claridad la
complejidad del entramado estatal y comprender que los avances y los retrocesos
están signados por un campo de disputa de intereses económicos, políticos,
ideológicos y simbólicos que define “ganadores” y “perdedores”. Así, planificar y
gestionar la política significa decidir cómo y dónde invertir los recursos limitados del
Estado, lo que trae como consecuencia no sólo la dirección concreta que asume un
gobierno, sino también las posiciones relativas del resto de los actores frente a ella.
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A ésta altura, es oportuno introducir otra relación entre Estado y DDHH, no sólo
aquella que los concibe como límites frente al poder estatal, sino la que además los
considera como expresión de una concepción política. Porque como ya habíamos
señalado, el orden jurídico expresa la resultante de las relaciones de fuerza en un
momento histórico determinado.
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De esta manera, la lucha por la legitimación de prácticas sociales, culturales y
educativas de respeto por los derechos, resultan estratégicas en la construcción de
una patria justa. La escuela, como institución del Estado, atravesada por ésta realidad,
debe contribuir en ese sentido.
Plantea Ana María Rodino que nuestro compromiso como educadores -el desafío
pedagógico- es aportar nuestro trabajo diario y sistemático para avanzar en el camino
hacia la materialización de esos horizontes, de las utopías posibles.
Desde el punto de vista metodológico, las dificultades radican en que los valores se
viven y el conocimiento es integral y vital; los valores no se enseñan con sólo saberlos
o exponerlos, sino que se deben manifestar sobre todo en las conductas. Educar en y
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para los DDHH es más que definir los valores como objeto de estudio, es plantearse
una manera de vivir y una forma de ser coherente con ellos. La vigencia real de esos
valores está en juego en cada momento y lugar de la vida cotidiana de las personas.
Desde una perspectiva coherente de los DDHH, no podemos juzgar lo universal sin
tomar en cuenta lo local, lo público disociado de lo privado, lo individual sin atender lo
colectivo. Las aberraciones moralmente repugnantes a grandes magnitudes no pueden
nublarnos ni distraer la atención sobre aquellas que ocurren en nuestro entorno
(manipulación, prejuicios, discriminación, falta de respeto a las identidades, etc.). Y
tampoco la crítica a las injusticias sociales debe distraernos del examen de nuestra
propia práctica y conducta en nuestros espacios cotidianos (hogar, escuela,
comunidad, etc.). Aquí uno debería preguntarse: ¿cuán consecuentes son nuestras
actitudes y conductas con los valores y los principios de DDHH?
Y entonces en este punto es cuando resulta clave recordar que nosotros como
docentes, como directivos, como educadores, somos agentes del Estado y por lo tanto
debemos respetar y garantizar los DDHH de las personas a quienes está destinada
nuestra tarea educadora. Nosotros somos responsables, ante nuestros estudiantes, de
la posibilidad que ejerciten su derecho humano inalienable y universal a la educación.
Existe ese derecho porque hay un Estado que lo garantiza y frente a nuestros
estudiantes y sus familias nosotros somos el Estado. Nosotros no les hacemos un
favor al explicarles ese derecho sino que ellos son portadores de derechos y nosotros
tenemos la obligación de garantizarlos.
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Y hay que entender una cosa, que para nosotros los educadores es fundamental: que
sean iguales no significa que sean idénticos en capital cultural, material y simbólico; no
debemos tomarnos de esta diferencia para justificar cómo fracasamos con unos y con
otros no; porque la distribución desigual del capital no significa que no sean
radicalmente iguales en inteligencia y capacidades. Todos los hombres y mujeres son
iguales en capacidades y en posibilidades si se las damos, si no los/as humillamos, si
no los/as echamos de nuestras instituciones, si no los/as responsabilizamos de
nuestras propias dificultades. Si de verdad nosotros estamos convencidos de la
igualdad radical entre las personas, pensamos mucho más fácil a todos como los
sujetos del derecho que los asiste, entre ellos la educación.
Bibliografía obligatoria:
Bibliografía complementaria:
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Actividad
Nos detenemos a la siguiente afirmación: “Cada uno de ellos (estudiantes) que se nos
cae, cada uno de ellos que se va a su casa humillado, cada uno que se va convencido
que el problema es él, convencido que es a él que no le da la cabeza. Cada uno de
ellos, sobre todo, si es una chica o un muchacho pobre, no es una ley sociológica que
se verifica, es un crimen que nosotros cometemos…”.