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INSTITUCIONES, REFORMA DEL ESTADO Y

DESARROLLO: DE LA TEORÍA A LA PRÁCTICA

Koldo Echebarria Ariznabarreta

División de Estado, Gobernabilidad y Sociedad Civil


Banco Interamericano de Desarrollo

Escuela de Cooperación Internacional al Desarrollo “Raul Prebisch”:


Nuevas estrategias en cooperación y desarrollo. Hacia una agenda
comprensiva para el desarrollo
Universidad Internacional Menéndez y Pelayo

Santander, del 27 al 31 de agosto del 2001


ÍNDICE:

I. INTRODUCCIÓN

II. LAS INSTITUCIONES: DE FACTOR RESIDUAL A FACTOR


CRÍTICO DEL DESARROLLO

III. ¿QUÉ INSTITUCIONES PÚBLICAS PARA EL DESARROLLO?

3.1 La dimensión política: el fortalecimiento de la democracia


liberal
3.2 La dimensión administrativa: el papel central del sistema de
mérito

IV. EL DESARROLLO INSTITUCIONAL COMO CAMBIO


ADAPTATIVO

4.1 Presupuestos conceptuales de la reforma institucional


4.2 Orientaciones estratégicas y metodológicas para la cooperación
al desarrollo institucional

V. CONCLUSIONES

BIBLIOGRAFÍA

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I. INTRODUCCIÓN

Si algo queda claro de la experiencia de los últimos años es que la distancia


entre los retos del desarrollo y las respuestas disponibles se ha hecho más
grande. El optimismo con el que saludábamos el final de la guerra fría a
finales de los ochenta, no se ha visto respaldado por los resultados. Como
reconoce Mancur Olson (2001), fue bastante más satisfactoria la
reconstrucción de los países derrotados en la última guerra mundial, incluso
sin desearlo demasiado, que las transiciones recientes a la democracia y al
mercado, a pesar de que la ayuda material ha fluido en mayor abundancia y
sin reservas. La renovada teoría de las instituciones y, en particular, la
reforma del estado, representan contribuciones relevantes para la superación
de algunos de los muchos interrogantes que se plantean a la cooperación
para el desarrollo.

La teoría de las instituciones, no obstante, ha alcanzado más valor en el


plano explicativo que en el prescriptivo. Existe un amplio consenso a la hora
de aceptar la importancia de las instituciones para explicar tanto el éxito
como el fracaso de los países en su desarrollo. Sin embargo, el consenso es
menor cuando se trata de decidir qué instituciones tienen más importancia y,
sobretodo, cuál es la forma concreta que deben adoptar. Por último, estamos
muy lejos, no ya del consenso, sino de la formulación de estrategias fiables
cuando nos planteamos el camino a seguir para la reforma de las
instituciones; el “cómo” del desarrollo institucional sigue siendo un misterio,
como reconoce implícitamente el Banco Mundial en su Informe del
Desarrollo Mundial de 1997.

Este orden de creciente incertidumbre en las definiciones es el que siguen


los apartados de este análisis, dedicado a justificar la importancia de la
institucionalidad pública para el desarrollo y a ofrecer algunas orientaciones
sobre el qué y el cómo de su reforma. En el primer epígrafe se presentan los
antecedentes de la teoría institucional y las razones y tendencias que se
observan en su renacimiento, examinándose diferencias y puntos en común.
En el siguiente apartado, se recogen algunos de los argumentos del retorno al
Estado de las políticas de desarrollo, considerando, a partir de la evidencia
disponible, la forma deseable que deberían adoptar instituciones políticas y
administrativas. La última sección se dedica a la cuestión mucho más
incierta de la “economía-política” de la reforma institucional, advirtiendo
contra la falacia tecnocrática, destacando factores contextuales de

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dependencia histórica y política y, muy particularmente, asumiendo la
incertidumbre como variable de cualquier estrategia de intervención.

II. LAS INSTITUCIONES: DE FACTOR RESIDUAL A FACTOR


CRÍTICO DEL DESARROLLO

El interés de la teoría del desarrollo en las instituciones no es nuevo, como


tampoco lo es la dificultad de definir esta expresión y darle valor
metodológico (para un repaso histórico ver Moore, Stewart y Hudock, 1995:
9). La palabra institución siempre se ha definido en un continuo, que va
desde su acepción más restringida, que la equipara con la organización
formal, hasta la noción sociológica, de carácter mucho más amplio y
abstracto, que la define como una pauta de comportamiento social reiterada.
Entre ambas definiciones hay multitud de posibilidades intermedias en su
grado de abstracción, que pueden identificar las instituciones con principios,
valores, prácticas, normas formales e informales, estructuras de incentivos y
hasta métodos de trabajo, que permiten explicar el comportamiento de
actores públicos y privados.

No obstante su carácter equívoco, los esfuerzos por acotar y precisar el


término institución por encima de otras categorías, tienen una larga tradición
en el derecho, la historia o la sociología. Por no remontarnos muy atrás
podemos indicar dos definiciones muy influyentes en el
neoinstitucionalismo económico y sociológico. Para Hayek (1944) las
instituciones son órdenes abstractos que tienen la finalidad de facilitar la
interacción entre actores concretos; las organizaciones, en cambio, son parte
de estos actores, como órdenes concretos, determinados por los individuos y
los recursos de que disponen; las instituciones serían las reglas del juego y
las organizaciones los jugadores. Un sociólogo como Selznick (1957) define
la institucionalización como el proceso de infundir valor a una tarea más allá
de sus requerimientos técnicos; una institución sería una organización que ha
adquirido una identidad derivada de unos valores, lo que le convierte en un
fin en sí misma, más allá de su capacidad instrumental. La teoría de la
modernización, que inspiró las políticas de desarrollo en los años sesenta,
reparó en esta conceptualización. El desarrollo era concebido como una
evolución de valores (de la tradición a la modernidad); las instituciones
expresaban los valores y el cambio organizativo eran percibido como el
camino para institucionalizar los nuevos valores (Blase, 1973).

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A pesar de estas distinciones, la capacidad institucional ha sido
mayoritariamente percibida como un “factor residual no explicado”
(Hirschman, 1967). El desarrollo era concebido más como una función de la
acumulación de capital, asumiéndose de manera implícita que las
capacidades institucionales seguirían a la dotación de recursos. La atención
recaía en la función de asignación y con este fin, en la planificación, las
políticas y las inversiones, pero no en la implantación, ni en la gestión. El
desarrollo institucional era el componente “blando” de los proyectos, que
podía ser asumido por cualquier profesional cuyo conocimiento estaba
asociado a la parte “dura” (inversiones en infraestructuras y actividades
productivas de diverso tipo). Como señala Arturo Israel (1987), el desarrollo
institucional era el problema de todos, pero no era el problema de nadie.
Tampoco contribuía a la reivindicación de su importancia el hecho de que
las disciplinas que se ocupaban del mismo, como la Administración para el
Desarrollo, eran consideradas menores y tuvieran una orientación formalista,
contribuyendo poco a la comprensión y tratamiento de la realidad
institucional.

Con el tiempo, la insatisfacción con los componentes de desarrollo


institucional de los proyectos generó un cierto fatalismo, una sensación de
que la debilidad institucional es una de esas cosas por las que se puede hacer
bastante poco. Las buenas intenciones de la “ingeniería” institucional eran
sistemáticamente derrotadas por factores de contexto, político, económico o
social. A esta realidad se aplica la interpretación ecológica y determinista de
la institucionalidad, como contexto que delimita lo que las organizaciones
pueden y no pueden hacer (el sentido de lo apropiado) y que el cambio
organizativo no podría superar (Meyer y Rowan, 1977).

Adicionalmente, el desarrollo de capacidades institucionales tenía por objeto


casi exclusivamente a las organizaciones públicas, dado el rol protagonista
que les era atribuido en las políticas de desarrollo. Esto explica que el
desarrollo institucional se hiciera todavía más prescindible al eclipsarse el
papel del Estado en medio de la crisis de los ochenta. El problema, según las
teorías neoclásicas a las que se confió la salida de la crisis, era una cuestión
de precios relativos, cuya mejora requería estabilización monetaria, ajuste
fiscal y liberalización; el mercado recibió el papel protagonista, idealizado
en un paradigma de competencia perfecta que no repara en los costes de
transacción. El llamado Consenso de Washington expresa el compromiso
internacional con estas medidas, orientadas a corregir los fuertes

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desequilibrios macroeconómicos de las economías en desarrollo, como
presupuesto del crecimiento económico. Su capacidad de producir desarrollo
por sí solas pronto se revela muy insuficiente (Stiglitz, 1999)

Los economistas neoclásicos asumieron como dadas ciertas condiciones que


suelen estar ausentes en los países en desarrollo: un sistema jurídico que
ampare la seguridad de los derechos de propiedad, dispositivos regulatorios
que eviten el fraude y la restricción de la competencia, mecanismos fiables
de resolución de conflictos, una sociedad mínimamente cohesionada en
torno a valores de cooperación, instituciones políticas que amortigüen
tensiones sociales y un Estado limitado y controlado por contrapesos entre
sus diversos poderes. El aprendizaje no ha sido gratuito, quedando en el
camino el coste económico y social de la transición al mercado en la antigua
Unión Soviética, los pobres resultados de las reformas económicas en
América Latina y la crisis financiera en el Sudeste Asiático.

Como consecuencia de ello, primero en el plano de las ideas y más


lentamente de la práctica, se asiste a un cambio de tendencia que eleva las
instituciones a un papel que nunca habían desempeñado ni en la teoría ni en
la práctica del desarrollo. Esta evolución se explica por la aceptación
progresiva de al menos dos corrientes de pensamiento diferentes: por un
lado, las teorías que explican el proceso histórico de avance del mercado
bajo una lógica de perfeccionamiento institucional; y, por otro lado, las
teorías que miran el desarrollo desde dimensiones más allá de la puramente
económica, resaltando la importancia de políticas e instituciones que
aseguren un desarrollo humano, equitativo y sostenible.

Debemos al neoinstitucionalismo económico una efectiva llamada de


atención sobre los factores institucionales en los que se basa el desarrollo de
la economía de mercado. Douglas North (1981) o Mancur Olson (1965) son
quizás los exponentes más destacados de esta reflexión, que ha capturado la
atención de teóricos y prácticos. Las instituciones son importantes porque su
grado de desarrollo determina el coste de los intercambios. El avance de la
economía de mercado ha exigido históricamente la reducción del coste de las
transacciones, siendo la incertidumbre uno de los principales factores de
descuento. Las instituciones constituyen el mecanismo de reducción de la
incertidumbre, estableciendo garantías para el ejercicio de derechos y
obligaciones, que reducen el riesgo de comportamientos arbitrarios. Según
este razonamiento, el desarrollo de los países dependería de la medida en
que son capaces de desarrollar instituciones capaces de perfeccionar la

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economía de mercado, superando las formas más limitadas y primitivas de
intercambio. Se establece de este modo el fundamento económico de la
seguridad jurídica, bandera del Estado liberal de Derecho.

La segunda corriente tiene una matriz diferente y sus conclusiones también


son parcialmente distintas. Su expresión es el Informe sobre el Desarrollo
Humano de las Naciones Unidas que comenzó a publicarse en 1990, cuyo
representante intelectual más notable es Amartya Sen. Esta tendencia
aparece como una reacción a los excesos del racionalismo económico en la
teoría del desarrollo y a los efectos perversos de las políticas de ajuste
estructural sobre su dimensión humana y social. La idea fuerza de Sen es
que la “libertad es el medio y el fin del desarrollo” (1999). Para Sen, como
para el Informe sobre el Desarrollo Humano, el crecimiento es una
condición necesaria pero insuficiente del desarrollo, siendo preferibles
grados relativamente menores de crecimiento si van acompañados de
mayores cotas de equidad y sostenibilidad: “el desarrollo tiene que ver con
la ampliación de las posibilidades de que las personas lleven una vida que
valoren. Esto es mucho más que el crecimiento económico, que es sólo un
medio, aunque muy importante, de ampliar las posibilidades de las
personas” (PNUD, 2001: 9).

Ambas corrientes de pensamiento coinciden en destacar la importancia de


las instituciones para el desarrollo. Igualmente, ambas superan la visión
formalista y la reducción organizativa de las instituciones. Sin embargo, el
significado y el alcance que atribuyen a la institucionalidad no coinciden.

En primer lugar, la interpretación de los neoinstitucionalistas es fiel a las


pautas básicas del análisis racional del homo economicus al que las
instituciones imponen restricciones que mejoran los resultados del mercado.
La concepción de las instituciones de la segunda interpretación va mucho
más lejos, sin limitarse a las reglas de juego, sino incluyendo construcciones
culturales, ideológicas y éticas que explican el comportamiento de los
actores más allá de incentivos racionales. Las instituciones comprenderían
“rutinas, procedimientos, convenciones, roles, estrategias, formas
organizativas, tecnologías, creencias, paradigmas, códigos, culturas y
conocimientos” (March y Olsen, 1989: 22). Esto hace resurgir el análisis
institucional, heredero de la concepción de Selznick, que reclama a las
organizaciones un papel decisivo en la conformación de la institucionalidad
(Powell y DiMaggio, 1991). También avala otras aproximaciones al papel de
la informalidad en el desarrollo, como la concepción del “capital social”

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(Putnam, 1993), capaz de explicar el diferente rendimiento de las mismas
instituciones formales sobre del grado de desarrollo de la cultura cívica y la
cooperación informal entre actores públicos y privados.

En segundo lugar, en la primera interpretación las instituciones son un orden


instrumental de la seguridad jurídica, lo que conduce a defender un Estado
básicamente regulador y árbitro de las reglas del mercado. Sólo como un
corolario de la defensa de la seguridad jurídica surge un razonamiento más
amplio de defensa de la democracia liberal, bajo el argumento de que “las
condiciones necesarias para maximizar el desarrollo económico son las
mismas condiciones que para conseguir una democracia sostenible” (Olson,
1995). La noción del desarrollo humano, por el contrario, parte de la
supremacía moral de los derechos civiles y políticos y económicos, que
constituyen, no sólo un medio, sino un fin del desarrollo. La democracia, por
ejemplo, se justifica por sí misma, como proyecto moralmente superior de
convivencia cívica y desarrollo humano, sin necesidad de alegar su
superioridad en términos de crecimiento económico. En esta concepción el
rol del Estado va más lejos, asumiendo la garantía, no sólo del
funcionamiento de los mercados, sino de los derechos políticos y sociales en
los que se basa el desarrollo humano. El Estado debe asumir la
responsabilidad por la provisión de bienes y servicios públicos esenciales y
erigirse en un agente activo de la equidad, la cohesión territorial y la
igualdad de oportunidades.

II. ¿QUÉ INSTITUCIONES PÚBLICAS PARA EL


DESARROLLO?

La toma de conciencia sobre el papel de las instituciones públicas en el


desarrollo, es inseparable de los efectos parcialmente disfuncionales de las
estrategias de estabilización y ajuste. La corrección de los desequilibrios
macroeconómicos se logró, en muchos países, a costa de desbaratar la
institucionalidad pública: eliminación puramente eficientista de funciones
gubernamentales, reducción no selectiva de empleo público, recorte
indiscriminado en el gasto y la inversión, privatización de empresas y
servicios públicos sin entorno competitivo ni recambio regulatorio suficiente
y transferencia de competencias a niveles subnacionales, a menudo, sin
cesión de recursos fiscales. Bajo la idea de “cuanto menos Estado mejor”,
muchos países acabaron con Estados incapaces, deformes y ausentes en los

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que cuesta reconocer los atributos esenciales de la estatalidad (Oszlak,
1997). Desde este punto de vista, numerosos de los requisitos institucionales
del desarrollo, no sólo fueron ignorados, sino debilitados hasta la inanidad.

Frente a este panorama, la contribución de las instituciones públicas al


desarrollo ha quedado acreditada por una creciente y sólida evidencia
empírica que demuestra la vinculación entre la calidad institucional pública
y el crecimiento económico. Son cada vez más abundantes los trabajos
econométricos comparativos que establecen correlaciones favorables entre,
por un lado, diversos índices de calidad institucional (medida a través del
grado de corrupción percibida, la calidad burocrática o la eficiencia
administrativa) y, por otro lado, niveles de capital humano, productividad,
inversión y crecimiento económico (Knack y Keefer, 1995; Mauro, 1995;
Rodrik, 1999; Payne y Losada, 2000). Dado que las asociaciones estadísticas
no son prueba de causalidad, las investigaciones han profundizado en los
canales de influencia de las instituciones sobre el desarrollo, llegando a
conclusiones sólidas a través de indicadores de ingreso, salud y educación
(Kaufmann, Kraay y Zoido-Lobaton, 1999) o a través del monto y calidad
del gasto público social (Mauro, 1998). Según estos análisis, más de la mitad
de las diferencias en los niveles de ingreso entre los países desarrollados y
los de América Latina se asocian a deficiencias en las instituciones de éstos
últimos.

En este cambio de tendencia se cita habitualmente la influencia de los


estudios realizados sobre el papel del Estado y las políticas públicas en los
países del Sudeste Asiático (World Bank, 1993). Sin emabargo, el punto de
inflexión se sitúa en el Informe de Desarrollo Mundial de 1997 del Banco
Mundial, El Estado en un mundo en transformación, en el que se reconoce la
necesidad de Estados capaces como un ingrediente básico del desarrollo.
Dos años antes el Banco Interamericano de Desarrollo había aprobado una
Estrategia de Modernización del Estado y Fortalecimiento de la Sociedad
Civil en la que se afirma que “hay una relación directa entre el desarrollo
económico y la calidad del proceso de gobierno”. En este contexto, se ha
acuñado la expresión “reformas de segunda generación” (Naim, 1995) para
explicar la necesidad de robustecer las instituciones públicas para alcanzar
las metas de desarrollo, una vez conseguida a la estabilidad
macroecónomica.

Esta evolución teórica y práctica marca el retorno del Estado a la agenda del
desarrollo (Jarquín, 2001). Este retorno, sin embargo, no constituye una

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vuelta al pasado. En primer lugar, la idea del Estado necesario es diferente y
expresa una apreciación mucho más matizada de su papel y forma de
actuación: “Estado moderno, Estado modesto”, que diría Crozier (1989). Se
da por terminada la confianza sin reservas en el Estado como motor del
desarrollo económico y social; se pone fin a la vieja interpretación dualista
de las relaciones entre Estado y mercado como juego de suma cero entre sus
respectivas funciones; también forma parte del pasado la idea del Estado
como portador exclusivo y excluyente del interés público, debiendo
compartir este papel con la sociedad civil. En segundo lugar, desde una
perspectiva más analítica y estratégica, el Estado deja de ser percibido como
un conjunto de políticas, leyes, inversiones y recursos, adquiriendo
relevancia la lectura institucional. Esta, a su vez, adquiere nuevos matices,
buscando el entramado valores, culturas e incentivos en los que se
fundamentan las pautas de comportamiento y relación de actores estatales,
sociales y de mercado.

Más allá de estas consideraciones sigue existiendo una gran incertidumbre


sobre la forma concreta que deben adoptar las instituciones públicas para
promover el desarrollo. Los estudios econométricos nos dicen poco sobre las
características de las instituciones asociadas a menores índices de
corrupción, ineficiencia o sobrecarga burocrática (Rauch y Evans, 2000).
Por otro lado, la mayoría de los trabajos que contemplan de forma más
específica la institucionalidad, lo hacen desde una perspectiva sectorial, lo
que hace difícilmente separable el análisis institucional de las políticas
sectoriales. Por esta razón, las formas sugeridas para las instituciones de
gestión macroeconómica o de regulación de mercados, han sido poco más
que el corolario de las propias políticas de disciplina y liberalización
preconizadas desde el paradigma neoclásico. La despolitización e
independencia de estas instituciones se concibe como la manera en que la
racionalidad económica dominante ejerza un férreo control sobre las citadas
políticas. Una situación diferente es la de los sectores sociales que, con la
excepción ambivalente de los fondos de emergencia social, no han
conseguido proyectar de forma efectiva sus nuevos paradigmas sobre las
instituciones.

Más allá de la lógica sectorial, la institucionalidad pública debe


contemplarse desde una perspectiva horizontal o intersectorial. El Estado,
como expresión de un sistema de acción colectiva, es algo más que una
colección de políticas, sectores o servicios. Independientemente de las
múltiples posibilidades de diseñar organizaciones públicas, el Estado nace

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de una matriz institucional común que necesita considerarse en su conjunto.
En esta lógica, tiene más sentido la identificación de categorías analíticas
que cortan horizontalmente la institucionalidad, como la vieja clasificación
que nos permite distinguir entre instituciones políticas y administrativas. Las
instituciones políticas serían aquellas que legitiman el ejercicio del poder
público, incluyendo las reglas que regulan la representación, la división de
poderes, la distribución territorial del poder y la observancia del principio de
legalidad. Las instituciones administrativas son, como agentes de las
anteriores, el aparato instrumental en el que descansan los sistemas de
ejecución material de las funciones del Estado, es decir, la provisión y
prestación de bienes y servicios públicos.

A pesar de la aparente claridad de este esquema, importantes funciones del


Estado, como la seguridad jurídica, se proveen a través de dispositivos
institucionales interdependientes de naturaleza política y administrativa.
Igualmente, en procesos como la descentralización conviven
transformaciones simultáneas en la institucionalidad política y
administrativa. Además, instituciones políticas y administrativas se
entrecruzan en los sectores, explicando conjuntamente las fórmulas de
prestación de cualquier tipo de bienes o servicios. Sin embargo, aunque
fuertemente interrelacionadas, instituciones políticas y administrativas,
admiten un tratamiento separado, tanto por razones analíticas como
prescriptivas, al requerir diversas estrategias de reforma, por ser diferente lo
que se ha venido en llamar su “economía-política”. Se cita a Tocqueville,
“las constituciones cambian, las administraciones permanecen”, para poner
de manifiesto la autonomía relativa entre las reformas de ambos órdenes.

3.1 La dimensión política: el fortalecimiento de la democracia liberal

En los últimos años se ha generado un gran consenso en torno al valor


universal de la democracia liberal como el marco político en el que el
desarrollo económico y político tiene más posibilidades de prosperar.
Esta, sin embargo, no es una posición fácilmente aceptada. Las
características de los países en desarrollo hacen particularmente
tentadora la opción autoritaria para ciertas élites y también para los
ciudadanos. La autocracia parece ofrecer soluciones a los problemas,
porque destaca la posición de poder de los decisores gubernamentales
frente a las redes clientelares que bloquean las reformas. Sin embargo,
esta percepción es más aparente que cierta, ya que los regímenes
autoritarios no están excluidos de presiones y tienen sus propios

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impedimentos para abordar reformas (falta de competencia,
transparencia y rendición de cuentas). La competencia política, de
hecho, es un arma de doble filo: por un lado, mina la posibilidad de
que los políticos puedan emprender reformas; pero, por otro lado, les
proporciona el incentivo de realizarlas, ya que la competencia les
obliga a suministrar a los ciudadanos los bienes públicos y privados
que necesitan.

Los argumentos autocráticos, basados en la falta de preparación de los


países menos desarrollados para la democracia o en la incapacidad de
ésta para generar reformas impopulares, están basados en una
evidencia selectiva y esporádica. Los países que han prosperado
económicamente bajo el autoritarismo (los países del sudeste asiático
y Chile son los ejemplos más utilizados, aunque a veces también se
cita España bajo el régimen del general Franco), son bastante menos
numerosos de los que han visto deteriorar sus economías, sin contar
con los casos de reformas exitosas llevadas a cabo por países
democráticos.

Las comparaciones estadísticas no proporcionan soporte alguno a la


tesis autocrática. En el peor de los casos (ver por ejemplo, Przeworski,
1995), se demuestra que no hay conflicto entre el reconocimiento de
derechos políticos y el buen funcionamiento de la economía. En el
mejor de los casos, se ha argumentado sólidamente con una amplia
base estadística comparada, que la democracia se relaciona
positivamente con un desarrollo económico de calidad, al menos en
cuatro direcciones: a) haciendo más predecible el crecimiento en el
largo plazo; b) reduciendo la volatilidad del crecimiento en el corto
plazo; b) produciendo más estabilidad frente a las crisis; y, c)
mejorando la equidad en la distribución del ingreso (Rodrik, 1999).

A estos argumentos puede añadirse la reflexión de Sen (1999) sobre la


triple virtud de la democracia como valor universal. El primero y más
importante es su valor político y moral intrínseco, como sistema que
protege los derechos humanos. El segundo es el valor instrumental,
que hace de la democracia un sistema de gobierno en el que los
gobiernos ven limitada la arbitrariedad y responden ante los
ciudadanos; esta instrumentalidad es clara con relación a la defensa de
la seguridad jurídica, que sostiene la economía de mercado, pero
también para la provisión efectiva de otros bienes o servicios públicos

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(como argumenta Sen, ningún país democrático con prensa libre ha
padecido una gran hambruna, Dreze y Sen, 1989). El tercero es un
valor constructivo de la democracia como sistema más adecuado para
la formación de una cultura cívica y el mejor entendimiento de las
necesidades, derechos y obligaciones de los ciudadanos. En este
mismo sentido, Rodrik (1999) argumenta sobre el valor de la
democracia como “meta-institución”, en cuyo seno emergen otras
instituciones capaces de movilizar la participación y la capacidad
local para resolver los problemas del desarrollo.

Esta consideración optimista de la teoría prescriptiva de la democracia


no puede prescindir de la insatisfacción que genera su teoría empírica,
es decir, la distancia que se produce entre el deber ser y el ser de la
democracia, en particular, en los países en desarrollo. Se ha hablado
de la existencia de una democracia “iliberal”, “delegativa”,
“incompleta”, “imperfecta” y hasta “autoritaria”. Con esto se alude a
una concepción restrictiva de la democracia que satisface su
componente esencial, elecciones libres y competitivas, pero no reúne
las condiciones imprescindibles para lograr las valores que se
desprenden de toda su extensión. En la evolución de las democracias
más antiguas, “el constitucionalismo liberal ha conducido a la
democracia, mientras en muchos países en desarrollo (sobre todo en
América Latina y Africa) la democracia no parece conducir al
liberalismo” (Zakaria, 1997). De ahí su comparación con las llamadas
autocracias liberales, caracterizadas por la aceptación del liberalismo
económico y la seguridad jurídica que requiere la economía de
mercado (de esta condición depende necesariamente el autoritarismo
para ser compatible con el desarrollo económico, como en el caso de
la expansión de España en los años sesenta, que vino precedida de un
proceso de estabilización, liberalización y reforma administrativa).

No obstante, la debilidad de las nuevas democracias no sólo es


achacable al déficit de su componente liberal. O´Donell (1999)
argumenta de modo convincente la debilidad de su “componente
republicano”, que condiciona el ejercicio de cargos públicos a una
actividad virtuosa que requiere una estricta sujeción a la ley y
obediencia al interés público, sacrificando el interés privado. La
restricción republicana del poder es la más difícil de interiorizar
cuando se alcanza el poder político por medios democráticos: “¿Quién
es un juez o un funcionario para decirme que no puedo hacer algo?”

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“¿Por qué no voy a nombrar a los míos?” “¿Por qué no beneficiar a mi
familia si al mismo tiempo trabajo para interés común?” No hablamos
sólo de corrupción en sus manifestaciones más graves, sino
comportamientos, aparentemente más banales, aunque también más
frecuentes, que corroen el componente republicano indispensable para
la legitimación y verdadera eficacia del sistema democrático.

Más allá de este diagnóstico, resulta muy complicado relacionar la


superación de los déficits de la democracia con la adopción de formas
institucionales concretas en el ámbito político. Las concluiones del
capítulo sobre instituciones políticas del Informe sobre el Progreso
Económico y Social de América Latina del Banco Interamericano de
Desarrollo del año 2000, ponen de manifiesto estas dificultades.
Utilizando un modelo de análisis económico, el informe parte de tres
fuentes de problemas políticos en las democracias: problemas de
favoritismo, que ocurren cuando grupos minoritarios fuerzan los
resultados políticos en su favor; problemas de agencia, que se
presentan cuando los políticos persiguen sus propios intereses; y
problemas de agregación, que se presentan cuando los gobernantes no
pueden reconciliar los intereses en juego. En relación cada uno de los
problemas, el informe identifica indicadores y sus valores para
América Latina, comparándolos con otras regiones, para examinar el
efecto de determinadas instituciones políticas, como el sistema
electoral, el sistema de partidos, la libertad de prensa, los contrapesos
y equilibrios o el presidencialismo. La evidencia, sin embargo, no es
concluyente para defender genéricamente la superioridad de un
modelo sobre otro. Ni siquiera se puede afirmar que el sistema
presidencial sea un impedimento generalizado de las reformas (ver
Haggard, 1995 y Moe, 1990), ya que aunque el índice de bloqueo es
comparativamente superior en comparación a otras regiones,
circunscribe prácticamente sus efectos a la reforma tributaria.

Otra cuestión difícil de defender prescriptivamente en el plano


político, aunque no tanto en el administrativo, es la descentralización.
No nos referimos en este caso ni al fortalecimiento democrático de los
gobiernos locales (que es tan deseable como el del gobierno nacional),
ni tampoco al aprovechamiento del factor de proximidad en la
provisión de servicios públicos, sino a la configuración de entidades
territoriales representativas a las que se trasladan responsabilidades
políticas sobre funciones estatales. La descentralización tiene el

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potencial de desarrollar capacidades endógenas de participación y
respuesta a los problemas, coherentes con la función constructiva o
metainstitucional de la democracia. Sin embargo, en Estados
debilitados desde el punto de vista político, administrativo y fiscal, la
descentralización puede hacer crecer exponencialmente los problemas
de favoritismo y agregación de la democracia, reduciendo la
gobernabilidad del sistema político en su conjunto. La
corresponsabilidad fiscal y el establecimiento de mecanismos eficaces
de corresponsabilización de los gobiernos subnacionales en la
definición de las políticas nacionales sirven de contrapeso a una
eventual centrifugación de Estado (Banco Interamericano de
Desarrollo, 2001), pero su implantación resulta muy costosa en
términos de cultura política.

Esto nos permite concluir que la reforma de las instituciones políticas


debe estar presidida los principios básicos de la democracia liberal y
orientada a reforzar sus grandes requerimientos institucionales, pero
sin preconizar la superioridad de modelos institucionales concretos.
Sólo alcanzamos a definir orientaciones prescriptivas como las
siguientes: a) fortalecer los derechos políticos, como la libertad de
asociación, el sufragio activo y pasivo, la libertad de expresión, prensa
y participación y la representatividad de las comunidades territoriales
y culturales; b) asegurar la transparencia de los sistemas de
representación, mediante órganos electorales independientes y
capaces; c) eliminar las inmunidades del poder político, asegurando la
plenitud, independencia y efectividad del poder judicial; c) promover
la creación y funcionamiento independiente de órganos de supervisión
y control (contralorías, procuradurías y defensorías); d) estimular una
información puntual y fiable desde los poderes públicos a los
ciudadanos.

Más allá de estas recomendaciones, no es posible defender


razonablemente la superioridad genérica de unos modelos frente a
otros. La realidad de las democracias avanzadas prueba la eficacia de
modelos muy diferentes de institucionalidad política, incluyendo
sistemas electorales mayoritarios o proporcionales, modelos
bipartidistas o multipartidistas, régimenes parlamentarios o
presidenciales y estados unitarios o federales. Adicionalmente, las
posibilidades institucionales no forman una lista cerrada (Unger,

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1998), pudiendo aparecer dispositivos diferentes que cumplan la
misma finalidad y se adapta mejor a las condiciones locales.

3.3 La dimensión administrativa: el papel central del sistema de


mérito

De acuerdo con la tipología que hemos establecido, la reforma


administrativa constituye el segundo gran ámbito de reforma de la
institucionalidad pública. La reforma administrativa puede definirse como el
cambio discontinuo de las instituciones creadas para que el poder ejecutivo
pueda cumplir las funciones que recibe. En la democracia liberal la
Administración pública está dotada de autonomía para asegurar el
cumplimento objetivo de sus funciones, adoptando un dispositivo de
instituciones que abarcan, entre otras, la organización y el procedimiento
administrativo, el régimen y gestión de empleo público, la gestión financiera
y presupuestaria, las políticas de contratación y compras, el régimen y la
gestión del patrimonio público, el control judicial de los actos de la
administración y la regulación de la posición subjetiva de los ciudadanos.

El espacio de la reforma administrativa coincide básicamente con el que


cubría el desarrollo institucional en su definición tradicional por las agencias
de desarrollo y organismos multilaterales. Raramente se permitían ir más
allá, ya que en el paradigma de desarrollo entonces vigente, poco importaba
el régimen político o económico del Estado; lo importante era garantizar un
funcionamiento eficaz y eficiente de administraciones y empresas públicas.
El referente teórico de estas reformas era la organización burocrática,
entonces modelo de racionalidad organizativa universal, tanto en las
economías socialistas como capitalistas. Numerosos autores han realizado un
balance crítico de esta reforma administrativa en los países de desarrollo
(Caiden, 1991) y, en particular, en América Latina (Kliksberg, 1989; Prats,
1998). “Descontextualización histórica”, “falacia tecnocrática” e
“inadecuación estratégica” han sido expresiones utilizadas habitualmente
para explicar el escaso rédito de estas reformas que, por lo demás, tampoco
fue exclusivo de los países en desarrollo.

A pesar de esta experiencia, las últimas dos décadas han presenciado de un


movimiento extraordinario de reforma administrativa en los países
occidentales. Bajo denominaciones más sugestivas, como “modernización
administrativa”, “reinvención del gobierno” o “renovación del servicio

16
público” y amparadas por nuevos paradigmas de mercado y gestión
empresarial, numerosos países, con un evidente liderazgo anglosajón, han
transformado profundamente sus instituciones administrativas (ver OECD,
1995). La reforma administrativa ha sido, en este sentido, la auténtica
reforma del Estado de las democracias avanzadas en los últimos años. No lo
han sido obviamente, ni la democratización, ni la transición al mercado, pero
tampoco lo ha sido el desmantelamiento del Estado del bienestar (limitado a
recortes periféricos y a cambios administrativos en el modo de prestar
servicios). Tampoco la privatización ha supuesto desvinculación del Estado
de los sectores estratégicos o de servicio público, más allá de un cambio en
la forma de involucración (de la producción a la regulación).

La llamada “nueva gestión pública” expresa un movimiento complejo y


diverso en su contenido, ritmo y profundidad, de adaptación de las viejas
burocracias públicas a los requerimientos fiscales de eficiencia y a las
demandas de receptividad de los ciudadanos. El eje central de estas reformas
ha sido la incorporación del management y la economía de la organización
al diseño del sector público (ver para un reciente análisis comparado, Pollit y
Bouckaert (2000) y Barzelay (2000). Sistemas de gestión por resultados,
autonomía de los directivos, rendición de cuentas (accountability), agencias,
contratos, mercados internos, flexibilización del empleo público,
externalización o calidad de servicio, son algunas de las instituciones e
instrumentos que han irrumpido con fuerza en las administraciones públicas,
alterando las pautas de comportamiento de millones de funcionarios
públicos.

A pesar del atractivo que representan estas tendencias, dada su proximidad a


la lógica de profundización del mercado y la democracia, una reforma
administrativa de estas características debe aproximarse con severas cautelas
en los países en desarrollo. Al menos, las siguientes consideraciones
merecen una atenta observación antes de aceptar acríticamente los modelos
gerenciales:

- En primer lugar, los modelos de reforma administrativa están incluso


más huérfanos de evidencia empírica sobre su eficacia relativa que los
referidos a la institucionalidad política. De hecho, los rasgos
institucionales de los que tenemos evidencia empírica incontestable
están asociados directamente a los propios de la burocracia weberiana.
En particular, recientes investigaciones atribuyen al sistema de mérito
en el empleo público una contribución decisiva a la calidad de las

17
instituciones (ver Rauch y Evans, 2000). Ni siquiera otros rasgos
asociados a una buena gestión del empleo público, como
remuneraciones adecuadas o sistemas de carrera profesional, alcanzan
una validación tan sólida como el sistema de mérito.

- En segundo lugar, en la evolución de las instituciones administrativas,


puede advertirse un ciclo histórico de construcción de capacidades
con etapas diferentes. El estado burocrático weberiano reemplaza al
estado patrimonial como modelo de dominación coherente con el
Estado liberal. El desarrollo del estado del bienestar incorpora sus
exigencias productivas a través de los postulados la burocracia
industrial que se fusiona con la anterior. Finalmente, la crisis fiscal y
sus exigencias de racionalidad económica de los recursos públicos,
conllevan la emergencia de la nueva gestión pública, cuyas
instituciones se construyen sobre algunos de los pilares institucionales
de la burocracia, como el citado sistema de mérito o la formalización
de los procedimientos. Esto significa que la eficacia de ciertos
modelos tiene requisitos, que si no están establecidos previamente,
pueden producir resultados contrarios a los esperados.

Por explicarlo a través de paradojas, los países en desarrollo se


caracterizan por la sobreburocratización estructural y la
infraburocratización de los comportamientos, es decir, el papeleo y el
formalismo, junto al patrimonialismo y la inseguridad jurídica. Del
mismo modo, sus organizaciones públicas, aunque sean grandes,
suelen ser débiles, al estar patrimonializadas por intereses
corporativos. Se trata realmente de administraciones preburocráticas
bajo una apariencia de lo contrario, lo que le hace decir a de Bresser
(1997) que la demanda de reforma debe ser más de publificación que
de privatización, en el sentido de recuperar para el interés general
instituciones y políticas sometidas a intereses particulares.

El reconocimiento de este estadio preburocrático le hace expresar a


Allen Schick (1998) su desacuerdo con la aplicación del modelo de
agencias y contratos de gestión de Nueva Zelanda a la mayoría de los
países en desarrollo, al carecer de los rudimentos básicos de una
Administración meritocrática y los procedimientos formales básicos
que permiten administrar recursos con regularidad (por muy
anticuados que parezcan, los controles normativos contribuyen a la
creación de un sector público honesto y regular). En el mismo sentido

18
se expresa Batley (1999: 763) en las conclusiones de un estudio
comparado de la aplicación de la nueva gestión pública a los países en
desarrollo: “reformas más simples y menos ambiciosas que eviten la
creación de dispositivos organizativos complejos e interdependientes
es más probable que tengan efectos más beneficiosos”.

El Banco Mundial (1997) hace suya una estrategia que combina la


construcción simultánea de los dos estadios de desarrollo
institucional, proponiendo, al mismo tiempo, la profesionalización y
formalización burocrática, la apertura a la competencia y la
participación de los ciudadanos. Sin prejuzgar una posible aplicación
coherente a casos concretos que lo justifiquen, esta aproximación no
tiene en cuenta, ni las ventajas e inconvenientes de cada modelo, ni el
hecho de que sus valores e instituciones no son perfectamente
compatibles entre sí. Adicionalmente, los incentivos políticos
existentes en la realidad pueden distorsionar por completo el punto de
equilibrio deseado; es bastante habitual, por ejemplo, que la
discrecionalidad gerencial que propugna la nueva gestión pública se
interprete como discrecionalidad política, sirviendo de patente de
corso a la continuidad del Estado patrimonial.

- En tercer lugar, como ya advirtiéramos de las instituciones políticas,


las instituciones administrativas, en materia de organización,
procedimiento o empleo público, están lejos de responder a un modelo
ideal y universal. Los modelos varían en función de los países,
contextos y tradiciones culturales, pero también obviamente en
función de los sectores (el modelo institucional adecuado para
gestionar la educación puede ser muy ajeno al necesario para
administrar las fuerzas de seguridad, la regulación del mercado
eléctrico o la gestión de los parques naturales). Adicionalmente, la
llamada “nueva gestión pública” no se agota en un modelo, sino que
acoge modelos organizativos diferentes y parcialmente contradictorios
en sus orientaciones organizativas. Por otro lado, la institucionalidad
administrativa no es neutra, de ahí que su definición deba estar
precedida de definiciones de política sustantiva que resuelvan en la
dirección deseada las tensiones de valores que están presentes en el
diseño organizativo. Según el énfasis se ponga más en la eficiencia o
en la equidad, institucionalidad administrativa puede requerir una
organización del trabajo diferente; otro tanto se puede decir de la
relación entre racionalidad económica y la seguridad jurídica o entre

19
proximidad y neutralidad. No se trata de contradicciones, sino de
tensiones entre valores que, o se resuelven estratégicamente
definiendo un punto de equilibrio, o las fuerzas internas o externas
dominantes resolverán por sí solas.

Estas cuatro advertencias solas nos obligan a ser muy modestos en el plano
prescriptivo, debiendo permanecer atentos a las circunstancias particulares
de cada caso para hablar de modelos. Al igual que hemos hecho en el
apartado anterior, vamos a expresar algunas orientaciones institucionales
básicas que no prejuzgan posibles modelos: a) desarrollar sistemas de mérito
en el acceso y carrera en el empleo público, junto a mecanismos modernos y
flexibles de gestión de recursos humanos; b) fortalecer la institucionalidad
administrativa relacionada con la protección de la seguridad jurídica en el
ejercicio de funciones de autoridad y gestión fiscal, incluyendo estándares
organizativos, procedimentales y de control externo que formalicen
razonablemente la regularidad; c) reforzar las instituciones gubernamentales
que velan por la coherencia de la acción administrativa, bien por desempeñar
funciones horizontales de administración de recursos (por ejemplo,
fortalecer la autoridad presupuestaria en sus capacidades de planificación,
negociación, asignación, control y evaluación del gasto) o funciones
estratégicas de definición de prioridades y políticas; d) promover el
desarrollo paralelo de capacidades e incentivos profesionales en los núcleos
permanentes y ordinarios de prestación de bienes y servicios, empezando por
los cimientos (es un contrasentido, por ejemplo, proponer sofisticados
modelos de contractualización de servicios en los sectores sociales, cuando
los profesionales carecen de estabilidad y tienen sueldos por debajo de la
canasta básica); e) favorecer a los usuarios las opciones de “salida” y “voz”
en la prestación de servicios siempre que existan posibilidades; y, f)
promover el despliegue de instituciones administrativas en el territorio, por
desconcentración o descentralización, que aproximen la capacidad de
respuesta al lugar en el que se plantean las necesidades.

II. EL DESARROLLO INSTITUCIONAL COMO CAMBIO


ADAPATIVO

En un plano diferente se sitúa el problema de la factibilidad y efectividad del


desarrollo institucional, de lo que se ha venido en llamar la “economía-
política” de la reforma o de lo que las ciencias del management conocen
como “gestión del cambio”. Esta es la cuestión más compleja e incierta que

20
nos planteamos. Carecemos de teorías con la suficiente amplitud y fiabilidad
para presentar la cadena de relaciones causa-efecto a través de la cual se
produce el desarrollo institucional. Nuestras evidencias empíricas se limitan
a la comprobación de determinadas variables bajo modelos de racionalidad
limitada o a la evidencia casuística, que, como advierte Caiden (1992), suele
ser más provechosa en los errores que en los éxitos, porque los primeros no
se copian y los segundos sí.

La incertidumbre estratégica de la reforma, como cambio discontinuo de


políticas o instituciones, no es un problema exclusivo de los países en
desarrollo. Las democracias avanzadas están llenas de proyectos, planes y
comisiones de reforma cuyas propuestas no han resistido la prueba de la
puesta en práctica. Si las reformas son difíciles en países con estructuras de
acción colectiva consolidadas y capaces de reunir las capacidades técnicas
requeridas, ¿qué no sucederá en los países en desarrollo? En el mejor de los
casos la incertidumbre se verá incrementada y las capacidades disponibles
serán más reducidas.

La mala noticia es que cualquier estrategia puede fracasar como


consecuencia de factores desconocidos o sobrevenidos, pero la buena noticia
es que, no obstante la dificultad de las condiciones que enfrentemos, hay un
camino para la reforma posible. La llamada “autonomía del Estado”, es un
factor que explica la capacidad de efectuar reformas en contra de grupos de
interés poderosos y organizados y en beneficio de sectores de interés más
difuso y débilmente organizados. De hecho, no pocas reformas son tan
ajenas a los intereses dominantes y anticonvencionales frente a los modelos
mentales establecidos, que sólo se explican a través de un factor de
autonomía institucional y política. Algunos observadores dan más crédito al
grado de flexibilidad de los estados para gestionar las transiciones de la
reforma económica, que a la presión de los cambios en la economía
internacional (Haggard y Kaufman, 1989). El problema es conocer los
factores que refuerzan la autonomía y aprovecharla en la dirección adecuada.

1. Presupuestos conceptuales de la reforma institucional

Diversos interpretes de las reformas institucionales han coincidido en


relacionar su fracaso con un modelo mental inadecuado de aproximación a
su complejidad (Crozier, 1984; Crozier y Friedberg, 1977). Según estas
interpretaciones, los reformadores se han situado en una lógica “racional
constructivista”, incapaz de capturar la verdadera naturaleza de las

21
instituciones y los procesos de cambio en los que se insertan. Se ha
privilegiado el contenido de las reformas (las propuestas como solución
intelectual), frente al proceso, que pone en primer plano las percepciones,
capacidades e intereses de los actores de los que depende que el cambio
suceda. En este sentido, es imprescindible profundizar en el significado de la
reforma institucional, descubriendo algunos de los que podemos llamar sus
presupuestos conceptuales.

En primer lugar, las reformas institucionales, como reformas de segunda


generación, no pueden abordarse, ni desde los presupuestos, ni desde los
métodos, de la estabilización macroeconómica. Las reformas institucionales
plantean demandas más exigentes que las reformas macroeconómicas. Estas,
siguiendo a Graham y Naím (1998), tienen tres características en común: el
objeto de las reformas son las reglas de que guían el comportamiento
macroeconómico; las decisiones en las que se basa la reforma pueden
adoptarse por el poder ejecutivo de forma relativamente aislada del resto del
sistema político; por último, implican el desmantelamiento de organismos
existentes, no su creación, ni tampoco la modificación de su
comportamiento.

Las reformas institucionales son muy diferentes en cuanto a su objeto y a las


voluntades que requieren para su puesta en práctica. Su implantación no es
automática y los gobiernos necesitan el apoyo y participación de numerosos
actores involucrados en la provisión y regulación de los servicios públicos,
cuyos grupos tienden a estar muy organizados y ser poderosos en el proceso
político. Como expresa Guedes (1994), la reforma institucional plantea un
problema de acción colectiva, ya que la mayoría de los ciudadanos estarían
mejor si todos cooperan en la reforma, pero la cooperación requiere
sacrificios cuya realización no es racional para algunos. Hay actores internos
y externos al aparato estatal, con buenas razones para no secundar el cambio
y frente a los que se dispone de una capacidad ilimitada de convicción,
transacción o coacción, mediatizada por un sinfín de intermediarios, como
los grupos de presión, los medios de comunicación y toda clase de creadores
de opinión. De ahí, que las reformas institucionales tengan enormes costes
de transacción que las hacen difíciles de sostener en el tiempo.

En segundo lugar, las reformas institucionales, aunque se realicen a través de


organizaciones, deben tomar en consideración su entorno institucional, que
se explica sociológicamente por la historicidad de sus pautas dominantes. En
otras palabras, no podemos presuponer que las organizaciones son sistemas

22
cerrados, en los que la racionalidad técnica de nuevos métodos de trabajo
puede legitimarse por sí misma. En los países en desarrollo, las
organizaciones tienen por lo general menos autonomía como sistemas
técnicos y guardan una fuerte dependencia con respecto al entorno político,
económico y social. Las organizaciones públicas, por ejemplo, son “una
parte integral del sistema político y su funcionamiento depende, aunque de
modo variable, de estructuras y procedimientos altamente politizados”
(Heredia y Schneider, 1998: 7).

En términos institucionales, la dependencia del entorno señala el sentido de


lo apropiado, lo que una organización puede y no puede hacer (Brunsson y
Olsen, 1993). Hay una sólida evidencia sobre la inutilidad de transferir
instrumentos y técnicas a estas organizaciones, si no están suficientemente
protegidas frente a un entorno para el que la racionalidad técnica es
secundaria (ver Kiggundu, Jorgensen y Hafsi, 1983). Esto, sin embargo, no
condena a los reformadores a la inacción, sino a detectar las organizaciones
propicias a la incorporación de nuevas técnicas y los valores que las
inspiran, pero no como núcleos aislados, sino como entidades con capacidad
de diseminar los nuevos valores, modificando el sentido institucional de lo
apropiado. Sólo entonces se puede hablar de institucionalización de la
reforma o de verdadera reforma institucional.

En tercer lugar, la dependencia de las organizaciones públicas del contexto


político obliga a buscar referentes sobre el modo en el que éste opera. La
economía-política ilustra sobre los incentivos que presiden el
comportamiento de los actores de una reforma. Políticos y funcionarios son
analizados como individuos racionales que intentan maximizar su carrera.
Estos fomentarán la “autonomía estatal” cuando sirve a sus propias carreras,
representarando a los intereses dominantes cuando les resulte más rentable.
En un análisis de las reformas del servicio civil en América Latina y, más
concretamente en Brasil, Barbara Guedes (1994), se refiere al “dilema del
politico”, que debe elegir entre mantener su ventaja en la atribución de
cargos en función de sus intereses o desarrollar una burocracia competente
que le mantenga en el poder prestando buenos servicios a la población.

La solución viene de los emprendedores políticos, como individuos que


pueden ofrecer o vender bienes públicos a cambio de la expectativa de
recibir una recompensa. Se trata de actores cuyo interés no esta en los
grupos latentes, sino que pertenece a otro grupo en cuyo contexto es racional
ofrecer al mercado político una reforma como bien público. Las

23
posibilidades de cambio se derivan del encuentro entre una demanda difusa
de reforma expresada por la sociedad y la oferta que realizan los
emprendedores para capturar en su beneficio el mercado político. Se
observa, en este sentido, la diferencia de incentivos que guían a diferentes
generaciones de políticos, al calcular sus oportunidades de alcanzar o
permanecer en el poder; no es extraño que importantes transiciones hayan
sido obra de políticos relativamente jóvenes salidos del sistema, pero
conscientes de que su supervivencia está asociada a una transformación del
mismo.

En tercer lugar, como consecuencia de los presupuestos anteriores, la


solución a un problema de acción colectiva que afecta a un gran número de
personas no se puede esperar que evolucione de forma incremental. Haggard
(1995), analizando las reformas de primera generación, sostiene que para
comenzar con éxito los reformadores deben permanecer aislados de los
perdedores (mediante barreras políticas), mientras que la consolidación
dependería de la habilidad de los reformadores de identificar a los
ganadores. Esto, además de difícil, puede ser contraindicado en las reformas
institucionales, ya que el aislamiento de los reformadores puede perjudicar la
colaboración requerida de miles de funcionarios en la implantación.

En la fase de inicio de las reformas institucionales, hay que lograr una


reducción del poder de negociación de los grupos oponentes. Es importante,
en primer lugar, que la percepción de insostenibilidad del statu quo se
traslade a los grupos de interés más poderosos, para lo que son útiles las
crisis y los creadores de opinión (la creación del contexto interno para el
cambio que denomina Pettigrew, 1992). Adicionalmente, es preciso crear
brechas en la estructura de poder, con objeto de hacer surgir otros intereses
con capacidad de enfrentarse a los establecidos (la transparencia, la
participación y la competencia son capaces de convertir intereses difusos en
intereses concretos y movilizar a sus titulares). La participación local
(Rodrik, 1999), no el aislamiento, es una estrategia de cambio coherente,
dado que la reforma institucional necesita bases suficientes de apoyo social y
político.

En la fase de consolidación, como señalan Heredia y Scheider (1998: 24),


los costes de vigilar el cumplimiento asociados a la reforma son una variable
crítica de sus posibilidades de éxito. Dada la oferta siempre limitada de
compromiso político, éste tiene que crear coaliciones con apoyo local a
través de estrategias de movilización ideológica, profesional e incentivos

24
materiales, que rebajen los costes de cumplimiento. El fortalecimiento de
culturas profesionales alrededor de nuevas técnicas e instrumentos, la mejora
de las condiciones básicas de empleo y la eliminación de las restricciones
políticas y burocráticas a la internalización de la responsabilidad, son
estrategias coherentes con la reducción de costes de vigilancia; todo lo
contrario ocurre con el diseño de sistemas formales internos de planificación
y control en culturas informales ajenas a su cumplimiento. Las reformas
gerenciales que externalizan el control de los servicios a través de la
competencia, también proporcionan estrategias útiles de reducción de los
costes de cumplimiento, siempre que el mercado funcione de forma efectiva.
La participación de los ciudadanos y de la sociedad civil mediante opciones
de “voz” también puede proveer dispositivos de control indirecto, aunque de
forma menos constante que el mercado.

En función de los presupuestos anteriores, la reforma institucional se asocia


más al cambio adaptativo que al cambio técnico o programado (Berman,
1977). Si la implantación programada se basa en aclarar y detallar al
máximo objetivos y planes, precisar y reforzar las líneas de autoridad y
limitar la discrecionalidad de los afectados, la implantación adaptable se
apoya sobre criterios opuestos: su lógica consiste en generar una interacción
continua entre el centro y la periferia, en la que el cambio es el producto de
la negociación y el ajuste mutuo: frente a planes altamente detallados, es
preferible partir de reglas básicas de juego que expresen un acuerdo general
sobre las prioridades fundamentales; en lugar de imponer a sus destinatarios
el cumplimiento de objetivos fijados de forma jerárquica, es más eficaz
promover su participación activa, buscando un compromiso voluntario en la
aplicación de los cambios; en lugar de recortar la discrecionalidad de las
unidades de base en la aplicación de las reformas, tiene más sentido
favorecer su autonomía para fomentar la adaptación a las condiciones
locales.

Una de las implicaciones más interesantes del cambio adaptativo, en la que


no podemos profundizar, es la que afecta al estilo de liderazgo coherente con
este tipo de procesos. Heifetz (1992) se refiere al liderazgo adaptativo
caracterizándolo de forma contradictoria con la manera tradicional de
percibirlo. Para este autor, las situaciones de crisis tienden a demandar un
tipo equivocado de liderazgo, que dé respuestas, proporcione dirección y
diga lo que hay que hacer. Los retos adaptativos, sin embargo, requieren un
liderazgo que promueva la confrontación de los problemas y el aprendizaje

25
requerido de los afectados para resolver conflictos de valores que sólo ellos
pueden dilucidar.

2. Orientaciones estratégicas y metodológicas para la cooperación al


desarrollo institucional.

La combinación de nuevos retos y estrategias de cooperación ha puesto en la


encrucijada a los organismos bilaterales y multilaterales. Por un lado, crecen
las presiones para la condonación de la deuda y la colocación de más
recursos, pero, por otro lado, la perspectiva institucional del desarrollo hace
más difícil identificar proyectos viables y multiplica sus costes de
administración.

Adicionalmente, surge con fuerza la hipótesis de las “deseconomías de


escala” de la ayuda internacional sobre todo en el plano de la
gobernabilidad. En una reciente investigación Knack (1999), concluye que
los mayores niveles de ayuda perjudican la calidad de las instituciones,
medida a través de indicadores de corrupción, estado de derecho y calidad
burocrática. El propio Banco Mundial reconoce, refiriéndose a los países
que reciben ayuda por encima del 10% del PIB, que ésta “puede minar de
forma severa la gestión pública y bloquear en lugar de promover progresos
en la reforma del sector público” (World Bank, 2000: 20). Mario de Franco
(2000) proporciona una explicación muy específica de estas disfunciones
para el caso de Nicaragua uno de los países que reciben más ayuda
internacional (el pasado año alcanzó el 22% del PIB).

No es extraño, por tanto, que la reforma institucional ha sido un terreno


difícil para las políticas de cooperación de organismos multilaterales y
bilaterales. En Banco Mundial ha reconocido en sus informes de evaluación
que entre 1990 y 1995 sólo una tercera parte de los proyectos dirigidos al
desarrollo institucional han tenido resultados satisfactorios. Otro tanto puede
decirse de la experiencia de otros organismos multileraterales y de agencias
de cooperación nacionales (sobre la experiencia de la Agencia de Ayuda
Internacional de Estados Unidos, puede verse el informe de Kean, 1988). El
problema es más grave dado el fuerte crecimiento de la cartera de proyectos
orientados al desarrollo institucional. El Banco Mundial (1999) dedica una
cuarta parte de los recursos colocados a la reforma del Estado (entre 5 y 7
billones de dólares) y el Banco Interamericano de Desarrollo aprobó el año
2000 proyectos en este sectort por 1.8 billones de dólares de un total de 5.2
billones en préstamos aprobados. La mayor parte de estos recursos se

26
dedican a operaciones de reforma sectorial de apoyo a la balanza de pagos
(sometidas al cumplimiento de condiciones) y sólo una décima parte está
dedicada a cooperación técnica e inversión propiamente dicha

Como el propio Banco Mundial expresa en su recientemente aprobada


Estrategia de Reforma del Estado (2000), “el desarrollo institucional
cuestiona la manera tradicional de actuación”. Ni los procedimientos, ni las
estructuras, ni los instrumentos financieros y no financieros, ni las
capacidades instaladas, ni las formas de relación con los países, se adaptan
facilmente a las implicaciones del reto institucional. (ver Moore et al. 1995).
En los organismos multilaterales la vieja cultura de los proyectos “duros” y
el incentivo a la colocación de recursos, operan como restricciones
institucionales para asumir las implicaciones de los proyectos de desarrollo
institucional. Como consecuencia de ello, las incertidumbres de contenido y
de proceso de la reforma institucional han sido insuficientemente tomadas en
consideración; a menudo, se trasladan modelos institucionales sin que exista
evidencia sólida sobre sus efectos y sin reparar suficientemente en la
diversidad institucional y especificación local. Bien puede afirmarse que la
teoría institucional coloca a los propios reformadores ante la necesidad de
revisar sus pautas de comportamiento, si quieren ser coherentes con las
prescripciones con las que condicionan la recepción de ayuda por los países
en desarrollo.

Indicamos, a continuación, una serie de orientaciones, más estratégicas que


metodológicas, deducidas de los presupuestos anteriores, que van
incorporándose al trabajo de las agencias de cooperación. De hecho, la
nueva Estrategia de Reforma del Estado del Banco Mundial (World Bank,
2000) es coherente con buena parte de estas recomendaciones:

- En primer lugar, es prioritario promover, con amplia


incorporación de percepciones y conocimientos locales, la
inversión en conocimiento de la realidad institucional. Este sigue
siendo muy insuficiente, perjudicando la identificación de los cuellos
de botella del desarrollo institucional y la selección de los proyectos
con mayor retorno. Los diagnósticos tienden a ser excesivamente
formales y segmentados sectorialmente en su cobertura. Apenas están
disponibles narrativas históricas que describan el curso histórico de
las instituciones públicas, explicando sus dependencias. Faltan
análisis empíricos que permitan la comprobación de las hipótesis

27
estratégicas de la reformas, verificando la secuencia de sus
actuaciones y extrayendo lecciones sobre aciertos y errores. Tampoco
es abundante, ni fiable, la información estadística y casuística
comparada sobre las instituciones públicas en los países en desarrollo,
resultando más accesible el referente de las economías desarrolladas.
Finalmente, la coordinación entre agencias de desarrollo, tanto
bilaterales como multilaterales, carece de cauces estructurados y bien
definidos de colaboración profesional que permitan reunir la
información y el conocimiento disponibles.

Igualmente, el diagnóstico del contexto político tiende a estar


implícito en los proyectos, fruto de la intuición de los especialistas,
pero no está basado en soportes metodológicos bien fundados y
raramente es evaluable. A esto se une el riesgo de una percepción
sesgada de la realidad, asumida desde la posición de las autoridades y
con poco contraste con la de otros agentes clave de las reformas. No
hay que olvidar, como recuerda Prats (1997: 90) que “no es la
situación objetiva la que determina la posibilidad de cambio
institucional, sino la percepción subjetiva de los líderes y su
correspondiente capacidad para la acción”.

- La segunda orientación consiste en promover la agregación de


conocimiento y experimentación local en el diseño de los proyectos
y la determinación de las condicionalidades. Esto requiere un
mayor grado de especificidad en los modelos institucionales y la
aceptación de que los procedentes de países desarrollados pueden
estar contraindicados. No se trata de reinventar la rueda cuando la
institución esté disponible y puede copiarse sin merma de efectividad,
sino de buscar alternativas locales cuando la mera importación no
pueda funcionar (lo que dependerá de factores de economía-política).
El argumento principal es que el desarrollo institucional a gran escala
requiere un proceso de descubrimiento de necesidades y capacidades
locales. Desde este punto de vista, los entornos políticos participativos
y descentralizados son los más efectivos para incorporar el
conocimiento local (Rodrik, 1999: 3).

- En tercer lugar, es esencial adaptar las operaciones de cooperación


a la lógica de la reforma institucional y no al contrario. Esto
supone, en primer lugar, la realización de programas de medio y largo
plazo, entre tres y cinco años (World Bank, 2000), que incorporen

28
operaciones de diferente naturaleza, de carácter financiero y no
financiero. Las reformas de la institucionalidad política, por ejemplo,
dependen más de voluntades que de capacidades, pudiendo asociarse a
créditos sectoriales, bien entendido que el objetivo de la
condicionalidad debería limitarse a profundizar en el reconocimiento
de derechos políticos o el perfeccionamiento de los contrapesos y
equilibrios, en lugar de forzar la adopción de modelos concretos. Las
reformas administrativas, como mezcla de voluntad y capacidad, se
prestan mejor a cooperaciones técnicas, singulares o asociadas
préstamos sectoriales de medio plazo, condicionados a la consecución
de resultados tangibles de eficacia y eficiencia.

En segundo lugar, la implantación de los proyectos tiene que ser


sensible a la lógica de una “elaboración más detallada”, propia del
cambio adaptativo, y no de ejecución mecánica de términos de
referencia. Esto exige capacidades de seguimiento y evaluación sobre
el terreno que permitan modificar la estrategia de intervención en
función de cambios en las hipótesis de partida. No hay que olvidar
que el tiempo del cambio es el de la organización que se transforma,
no el del proyecto, lo que, en circunstancias de elevada incertidumbre,
hace imprescindibles reprogramaciones periódicas del alcance y
contenido del proyecto.

- En cuarto lugar, hay que ampliar y renovar las técnicas aplicadas


al desarrollo institucional. El repertorio tradicional, básicamente el
diseño e implantación de sistemas formales (puestos, estructuras,
procedimientos y mecanismos de control), junto a la capacitación y
los incentivos monetarios, no es evidente que sea suficiente. En un
trabajo de investigación empírica, Grindle y Hilderbrand (1995),
destacan que la cultura organizativa es mucho más importante a la
hora de influir sobre el rendimiento que las estructuras de
remuneración y control. Sus conclusiones expresan que “las
organizaciones que mejor funcionan tienen culturas que destacan la
flexibilidad, la participación, el trabajo en equipo, las normas
profesionales compartidas y un fuerte sentido de misión”. Del mismo
modo, la insistencia en la capacitación está basada en suponer que las
organizaciones carecen de conocimientos y habilidades para realizar
sus funciones; la evidencia recogida en este trabajo apunta a que las
disfunciones en materia de recursos humanos se derivan mucho más
de la falta de aprovechamiento del personal capacitado que de la falta

29
de capacitación. De nuevo, las exigencias de proyectización del
desarrollo institucional para darle un contenido específico, “duro”,
perjudican la utilización de instrumentos de cambio más coherentes
con las disfunciones profundas de las organizaciones.

- En quinto y último lugar, el desarrollo institucional es incompatible


con los enclaves de proyecto que se aíslan del entorno para
proteger la ejecución de sus objetivos específicos, a costa de la
lógica de conjunto de la institucionalidad pública. El efecto
agregado de estas plataformas de intervención, que crean incentivos
para atraer y retener personal capacitado, puede ser altamente
corrosivo en países de acusada debilidad institucional y fuerte
dependencia de la cooperación (el sector público termina convertido
en una colección dispersa y competitiva de unidades ejecutoras de
proyectos internacionales).

Como alternativa a la construcción de la institucionalidad, Schiavo-


Campo (2001: 735) propone destinar recursos en una doble dirección:
a) reforzar las capacidades internas de coordinación y relación,
promoviendo la disponibilidad de mayores flujos de información,
sistemas de cooperación entre agencias y centros de diseminación; y,
b) invertir en núcleos innovadores para la realización de funciones
clave seleccionadas, que puedan introducir reformas y transmitirlas al
conjunto a través de canales de información. El criterio de selección
de estos núcleos, a diferencia de los enclaves, es su potencial de
extender y multiplicar las nuevas prácticas en el conjunto de la
institucionalidad administrativa. Como características propias de estos
núcleos se pueden citar, su reducido tamaño, su estricta composición
meritocrática y su aprovechamiento del talento local.

III. CONCLUSIONES

El redescubrimiento de las instituciones es una buena noticia para la teoría y


para la práctica del desarrollo, especialmente por el hecho de venir
impulsado por un movimiento científico que ha permitido superar muchas de
las limitaciones y los prejuicios de la vieja teoría institucional. Sin embargo,
como en otras de las encrucijadas del desarrollo, la voluntad no debe
sobrepasar el entendimiento, tal y como advertía Hirschman. Disponemos de
evidencias limitadas sobre lo que funciona y lo que no funciona, pero éstas

30
son suficientes para identificar prioridades coherentes para la cooperación
internacional. El problema radica en rebasar los límites de nuestro
conocimiento, pretendiendo implantar modelos institucionales al margen de
la evidencia disponible. El coste que muchos países han pagado por ello es
demasiado alto y está demasiado próximo como para no reparar en ello.

En cierto modo gracias a estos excesos, ahora podemos demostrar con más
fundamento (no es que antes no lo supiéramos) que las instituciones públicas
son importantes, que la democracia liberal es el único régimen político que
promueve al mismo tiempo el desarrollo económico y político y que no hay
una buena administración pública que ignore el sistema de mérito en el
reclutamiento de sus funcionarios. Más allá de estas prescripciones, hay que
estar a la evidencia que proporcionan las circunstancias de cada país, su
trayectoria histórica, su contexto económico y social y las ideas y valores
que quieran hacer prevalecer sus ciudadanos.

Desde este marco, la cooperación internacional tiene amplias posibilidades


para servir a la causa del desarrollo institucional, pero no debe olvidar sus
limitaciones. Una parte de estas se deriva de las propias incertidumbres
metodológicas de la reforma institucional y de las dificultades que tienen las
agencias de cooperación para adaptar sus estrategias y operaciones a este
contexto; no debe haber, sin embargo, excesivas dudas sobre su capacidad
de superar este reto en los próximos años, en la línea de algunas de las
orientaciones recogidas más arriba. El problema más profundo es que la
ayuda internacional sólo es un factor importante de desarrollo, cuando los
países han llegado a construir instituciones que la incorporen a sus
estrategias de desarrollo; cuando no es así, la ayuda es irrelevante o incluso
perjudicial.

En este punto no podemos olvidar una cuestión central. El desarrollo es un


problema político, basado en procesos que buscan la adhesión colectiva a
definiciones de necesidades y soluciones, a través de compromisos entre
valores, ideologías e intereses. La racionalidad que brinda el conocimiento
debe ser capaz de enmarcar este proceso, pero no puede abarcarlo en su
totalidad, en primer lugar, porque el conocimiento es limitado y, en segundo
lugar, porque no todo el proceso puede basarse en el conocimiento. El
desarrollo depende tanto de avances científicos como de procesos políticos
cuyos protagonistas son personas con la capacidad de desbordar, en el mal y
en el buen sentido, las constricciones de la razón. El “buen juicio político”,
del que hablaba Berlin, que se produce fuera del conocimiento experto, es

31
esencial para producir la lógica de acción colectiva, especialmente en la
realidad débilmente institucionalizada de los países en desarrollo. Como se
ha encargado de resaltar en numerosas ocasiones Enrique Iglesias,
Presidente del Banco interamericano de Desarrollo, “no sólo importan las
instituciones, también la política importa para el desarrollo”.

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