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Estudio I: El carmín y la esmeralda

Yacía allí, con la mochila a cuestas, transfigurado el rostro en una pregunta no


formulada. Él, ¿su nombre?: un montón de palabras huecas, frágiles caracolas
quebrándose contra una roca. Nada más que un cuerpo enmedio de la selva: caliente,
palpitante; los mosquitos inclementes atravesaban una y otra vez esa piel adormecida.
Un cuerpo sin cuerpo, desafanado de sí mismo en el paroxismo de la comezón; por lo
mismo, más consciente que nunca de su propia corporeidad. Sí, eso era: la borrosa
certeza de una existencia abierta en toda su crudeza hacia el delirio de la hambrienta
vegetación. Caminó durante horas hasta que se derrumbó sobre el pequeño claro que
había encontrado. Presa del pánico, asaltado por un sudor frío y violentas palpitaciones
en el pecho, cayó sobre la envoltura de yerbas que cubría las piedras.

Recorrió por la mañana toda la zona arqueológica, con la infantil curiosidad de


quien quiere sentir el efecto del espacio sobre la vida humana. Veía con atención los
movimientos bruscos entre el follaje, escuchaba cómo caía impunemente un fruto desde
las alturas, o le temblaba el esqueleto ante el pesado crujir de la hojarasca. Por varios
minutos se quedó recargado en el muro de un piso alto de la Acrópolis Central; podía
observar los dos templos principales, escultores de la luz quebradiza que bajaba hasta la
explanada; colocados con intencionalidad geométrica, los altares contemporáneos
albergaban las cenizas como a la única evidencia de que aquel fuego arcaico aún se
encedía. Las blancas rocas se erguían, se repartían apacibles entre el espeso verdor.
Imaginaba en el bosque tropical un lento mar de follaje, que, en su perpetuo
movimiento, invade en poco tiempo cualquier rastro de lucha por dominar su naturaleza.

Así... así habrían vivido aquellos seres entre los tapires y los saraguatos; entre los
tucanes y aquellas aves de colores amarillos y azulados; iluminados por la variedad de
insectos que en unos pocos metros podían observarse, los mayas habrían conocido los
secretos de la vida a través de la armonía de su existencia con el sobrecogedor escenario
en que sus vidas se desplegaban. Se descubrió embriagado de perfumes y pensamientos,
embebido en aquel tejido que se establecía entre su imaginación y la ensoñación natural
que ofrecían las grandes hojas y el vuelo de las aves y el canto de las chicharras. Allí, a
donde hubo llegado con el afán de respirar el legado de una larga y polimorfa disputa
territorial, parecía que las líneas divisorias eran cuestión de mera arbitrariedad. Se

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preguntó, sin sopesar la gravedad exacta de sus pensamientos, cómo sería recorrer esos
senderos naturales, donde no habría señalizaciones ni esos absurdos caminos que trazan
algunos hombres en su incapacidad de reconocer determinado árbol o determinada
piedra.

El aire parecía ponerle una flor tras otra bajo la nariz. Peldaño a peldaño, dando
los rodeos adecuados para escurrirse entre los lóbregos interiores de los edificios, logró
aventurarse hasta una orilla de la selva pelada en que se alzaban los altivos edificios de
la ciudad de Tikal. Llevado por aquella sucesión de aromas, absorbido en una melodía
olfativa que trepidaba a través de los túneles de su sangre, se detuvo al borde del
sendero, detrás del Templo Sexto, en el extremo sur de la zona rescatada de las
entrañas de la selva.

Un primer paso fuera del camino lo hizo reír en un acto reflejo. El corazón
palpitaba agudo y acelerado, como un músculo de navajas que ponía en marcha ese
cuerpo. Su cuerpo con la respiración de la tierra, con el insecto del aire y su impetuoso
aletear. Avanzados unos metros se quedó atónito ante un hermoso árbol cuyo tronco,
apenas un metro por encima de sus raíces, se bifurcaba para trenzarse luego; le
parecieron dos cuerpos gemelos en la frenética búsqueda de retornar a la unidad
perdida. Había, sin embargo, una característa más que hacía a ese árbol definitivamente
atractivo: la corteza, que se desplumaba en delicadas cáscaras traslúcidas, era de un
intenso carmesí que contrastaba violentamente con los alaridos esmeraldas de las hojas.
Permaneció meditabundo unos minutos frente a aquel especimen de la realeza vegetal,
impulsado por una fuerza que no comprendía y que, sin embargo, lo inclinaba ante
aquella exuberante manifestación de la forma.

Fuera del sendero, la superficie se inclinaba hacia abajo, hasta caer en una breve
pendiente. Pasado el anonadamiento, descendió con gran cautela y volteó su mirada
hacia el árbol, observando las composiciones que configuraba con los árboles de menor
tamaño en derredor. Prestó especial atención a los cambios que se daban en el conjunto
conforme cambiaba el ángulo de su visión, con la sola finalidad de construirse una
brújula imaginaria.

Después de fijar su primer referencia al norte, observando las doce con un minuto

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en su reloj de pulso, dio por primera vez la espalda y avanzó. El suelo era una enorme
plasta de barro entre láminas de hojarasca en que se hundían sus botas hasta la altura
de los tobillos. En el avance brotaron del lodazal algunas piedras recubiertas de cieno.
Un par de veces resbaló algunos centimentros, sujetándose fuertemente con las manos,
Una tercera casi cayó de espaldas a no ser por que se sujetara de una pequeña rama.
Percibió la invisible caricia de una larga telaraña en su brazo y se sacudió, al borde de
un estallido de nervios, con gestos abruptos y temblorosos. Buscó tranquilizarse: no
había más que permitir que la intensidad de las sensaciones se apoderara de sus sentidos
y los dilatara.

Miró su reloj de pulso: las manecillas no se habían deslizado un solo grado desde
que momentos antes las hubiera mirado. Calculaba que no habrían pasado más de veinte
minutos desde que abandonó el sendero del parque. Le pareció importante probarse que
conocía el camino de vuelta. Palmo a palmo fue rehaciendo el recorrido hasta que dio de
nuevo con la soberbia belleza del árbol rojo: tal cual lo había memorizado, en el ángulo
exacto que le indicaba la dirección correcta. Le pareció más corta la vuelta, pese a que
exigía cierto esfuerzo remontar la pendiente. Sin embargo no encontró el sendero del
parque, ninguna clase de límite. El único referente que le quedaba era el árbol de
carmín y esmeralda

No había rumbos prescritos, sú único propósito era hallar el camino de regreso y,


sin embargo, una vaga sensación le revelaba algo absurdo en sus esfuerzos. Procuró
guardar la calma. Así, con todo y mochila incrustada en la espalda, fue desplazándose
cada vez con mayor soltura y agilidad. Por tramos algún grupo de tapires se le cruzaba
con ese andar a la vez cauteloso, suelto y territorial; en otros, algún ave cruzaba como
una flecha iridiscente que atravesaba el corazón de la selva.

Transcurrieron marejadas de presencias, lapsos indefinidos que semejaban horas.


Él, anónima criatura humana, estaba siendo consumido poco a poco por la fatiga. Si en
algún momento se llenó de la euforia que embarga al hombre que se interna en los
desconocidos laberintos de su alma, con la marcha del tiempo y la infinitud de pilares
vivos que aparecían uno tras otro en su caminar, quedó completamente abrumado. Al
vislumbrar por fin la elevación sobre la que se extendía una explanada de yerbas, sus
e
xtremidades, como débiles chisguetes en movimiento, lo condujeron a la breve cumbre
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