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Las

Aventuras Fantásticas de Pierre



Tomás Pacheco Estrada





Pierre, el Caballero Rosa, viajaba en el cielo montado en un caballo volador;


el animal alado, blanco y con un cuerno en la frente; suspirando el hombre, el

aire mecía su cabellera, las nubes formaban figuras de animales: perros,


conejos, gatos, elefantes, peces y uno que otro dragón. Con las riendas

controlaba al pegaso, sonreía, con un ademán de valentía; seguía con un

rumbo desconocido; las aves lo escoltaban, acompañándolo para protegerle,

albatros, garzas, buitres y un pato. El ver la altura a que estaba, ocasionó

vértigo que le hizo caer al mar; descendía lento y tranquilo; el agua amortiguó

el golpe, a punto de ahogarse, una tortuga gigante lo rescataba. Acostado en el

enorme caparazón, pudo respirar, agotado, decidió dormir; al despertar, miraba

la playa, una chica ere acorralada por tres cangrejos enormes, decidido a
ayudarle, se zambulló y nadando alcanzó la costa. Empapado, desenfundando

su espada con heroísmo se lanzó al ataque. Las tenazas parecían de acero,

esquivaba cada embate, la joven aprovechaba la oportunidad para escapar,

escalando por las rocas, llegó a la cima. El mosquetero se deslizó por debajo
de la jaiba, enterrando la espada, un baño de sangre, la bestia caía muerta, con
el segundo le cortó los ojos al brincar sobre él, pero el tercero le sujetaba la

capa, deshaciéndose de ella; en un descuido, el cangrejo le quitaba el florete,


animando al gigantesco animal a seguirle, trepaba por las piedras. Arribando a

lo alto, ocasionando un derrumbe que sepultaba al crustáceo. La mujer lo


abrazó y le daba un beso en la boca, sentir el cuerpo desnudo; los pechos tibios

oprimían el suyo. Los labios tenían un sabor agridulce, refrescante; ella le


entregaba su ser, Pierre, creía estar en el paraíso. Nunca había hecho el amor
con una tipa así, tocaba sus piernas y eran suaves; pero no entendía la
desnudez de su amante. Cabello negro, ojos verdes, nariz chata, labios gruesos

y la piel amarilla, rasgos orientales; se dejó conducir por ella. Una ciudad
entre muchas cavernas, que ocultaban una extensa vegetación, donde se

encontraban las casas de madera. Las mujeres estaban solas, no había

hombres, excepto él; lo rodearon y examinándolo, su amiga le quitó los

pantalones y asombradas al ver un pene con testículos. Enrojeciendo el


Caballero, saltaban de alegría y decían: ¡Vanam! ¡Vanam!. Lo cargaron entre

todas y lo depositaron en una choza, una tabla hacía de cama; las hembras le

ofrecieron diversos frutos, carnes y verduras que Pierre, gustosamente probó.

Todo el día descansó, en la noche penetraron tres jovencitas y sin decir más, se

acostaron a su lado, no lo creía, eran más de veinte mujeres y seguro que todas

dormirían con él. Apretaba los senos amarillos a una, mientras lamía el sexo

de la otra, mientras la menor cogía con él; en el alba, desvelado, ojos ojerosos,

boca seca; entraron cinco y al verle débil; trajeron comida, mariscos, frutas y
agua; el confortable lecho duro era un deseo increíble. Mientras había sol

soñaba, pero al llegar la luna, el paraíso le abría las puertas deleitosamente.

Una mañana del tercer mes llegaba al poblado una hembra mitad mujer, mitad
caballo. Espantadas corrían en diferentes direcciones, pero, no era ella la causa

de su terror; un dinosaurio, Tiranosaurio Rex, rugiendo con furia, atrapaba con


su hocico a las mujeres; Pierre salió y con los ojos desorbitados, contempló a
la criatura. Un ser osado al serle frente, la lucha desigual, el monstruo lo vio y

al notarle valor, decidió destruirle. Pierre sólo tenía su mente, dirigió al


dinosaurio al acantilado. Cada gruñido lanzado, erizaba la piel a las indefensas

chicas; el hombre quedó atrapado, frente estaba el saurio y a su espalda el


inmenso océano verde. El monstruo se aproximaba a él, retrocedía lentamente;
a la orilla, casi se resbala, ideó una trampa; la tierra se sacudía a cada paso del

dinosaurio, sus compañeras lloraban al suponerlo aniquilado. Con una mirada


desafiante y sin miedo dejó que el saurio estuviera lo más cercano, a tal grado

que lo pudo tocar; el suelo temblaba y desprendiéndose se precipitaron al mar

los dos; rugidos temibles, gritos de angustia de las primitivas; el Tiranosaurio

se hundió en el agua junto al Caballero Rosa. Las féminas, junto con la recién
llegada, se fueron, lentamente; a mirar lo acontecido, las olas retumbaban en el

muro, un punto se distinguía, Pierre brotaba de la marea y escalaba con

dificultad. Orgullosas y felices, corearon con fuerza, sin importarles lastimar

su garganta, ¡Vanam!, ¡Vanam! ...Esa palabra la repetían constante y precisa,

cuando alcanzó el tronco, halló su espada, subiendo, logró estar con sus

amantes. Sin cesar los gritos de ¡Vanam! Creían era un dios, sus anteriores

hombres nunca habían logrado, hazaña alguna semejante. Lo montaron encima

de la hembra centauro y fueron a la aldea, en el recorrido a casa, Vanam era


dicho con energía. Al atardecer, repuesto, admiraba a la mujer yegua; con

dicha se alegró al poderse comunicar con ella, viendo su heroísmo, suplicaba

con lágrimas en los ojos, le ayudase a rescatar a su pueblo. Conmovido,


decidió sacrificar el paraíso para ir con ella; haciendo entender a las Vamanas,

pues así las llamó, que debía partir junto con ella. Juntaron alimento y se lo
ofrecieron, frotándose el vientre y con mímica; enseñaron una semilla y la
pusieron en la tierra, después mostraron un otoño, señalándolo a él. Había

dejado encintado a las fértiles y del fruto, al nacer, tal vez habría niños y
permitirían multiplicar la raza; así no se extinguiría y lograrían sobrevivir. Lo

despedían con el clásico Vanam, cabalgando por el desierto, montado en el


lomo de su compañera, la arena era fina, a cinco días de cabalgar, una tropa de
Colares. El humo a lo lejos se veía, Stella, temerosa, tiró los víveres para huir,

el barbado desmontó para pelear; esperando, asiendo el arma, blandiéndola al


ejército de Colares, seres mitad cabra y mitad hombres, con cuernos en la

frente, colas con serpientes y colmillos. A la expectativa, sereno, atacó en el

momento preciso, los mutantes eran derrotados, gracias a la habilidad del

mosquetero en el arte de la batalla. Vencedor, alzó su florete en lo alto, la


centauro le pidió disculpas por su cobardía. Una tormenta de arena los

envolvía, cubría a los muertos y las provisiones, al pasar; Pierre, preso de una

sed, parecía delirar, Stella le dijo que tenía leche, podía tomarla para calmar su

angustia. La boca masculina se pegó al seno y mamándole la teta izquierda,

sus fuerzas parecían surgir de nuevo, el líquido lechoso estaba provisto de

bastante energía; tenía un sabor dulce, semejante a la miel de abeja. La

cabellera azul igual a las rayas de su piel, ojos morados y patas briosas;

lograron el objetivo, en una colina de 600 metros había casas de piedra,


grandes y acogedoras, lucía tranquilo, dieron sus habitantes una cordial

bienvenida al guerrero; una parvada se venía sobre ellos, mujeres pájaros,

criaturas sin misericordia, tenían alas y lo único que difería, era que sus patas
eran garras filosas. Sacando el florete, se dispuso a combatir, las plumas

revoloteaban, con astucia y sagacidad, fue acabando con las arpías, las
sobrevivientes escaparon a su guarida. Stella se alzaba en dos patas de gozo,
sus enemigas, por vez primera, las habían derrotado; mas la alegría se le fue,

al recordar que ellas vivían en las nubes y regresarían a vengarse. Pierre


pensaba hábilmente, una idea, juntaron las plumas de las fallecidas, la gente

centaura reunía una cantidad enorme, les pidió algo para pegar y ellas le
trajeron brea; moldearon e inventaron unas alas enormes y ligeras, el
Caballero Rosa haría la prueba de una vez, amarrándose a las alas, corría con

dirección al final de la tierra y se aventó al aire; con maravilla descubrió que


podía volar, iba con rumbo a la ciudad aérea; pasaron horas pero la encontró y

le salieron al encuentro, una pelea a muerte se desencadenó y las mujeres aves

descendían pero ya sin vida; el florete teñido de rojo, paró en la entrada del

castillo, no podría pasar, escalando peldaños, entró. Adentro, todas se le


amontonaron para darle muerte, pero con fiereza él las eliminó, la reina

temblaba de pavor; corriendo, Pierre, gracias a la casualidad, hallaba el

control que mantenía la ciudad en suspensión, la princesa Myr lo agarraba del

cuello con su mano, pero el héroe le enterró su arma y utilizándola para

destruir el control principal, la población pereció al sumergirse la ciudad en el

océano. Buceando, el sobreviviente, se le aparecieron dos mujeres nadando,

cabellera roja, piel escamada y ojos grandes con pupilas fosforescentes. Una

de ellas, unió la boca con él para darle oxígeno y brindarle hospedaje en el


fondo marino, tres mil metros en un abismo bajaban, hasta pisar el suelo de

Acuario. Lo desnudaron, quedando en las mismas condiciones de las mujeres;

al fin pudo respirar aire puro, lo albergaron en un palacio de cristal, la reina le


gustó el hombre que lo tomó de la mano y se lo llevó a su cuarto para copular;

la mandataria era fogosa e insaciable. Acostados en la cama de agua, la sal y


otros polvos lo hacían flotar completamente; la bella lo besó con fervor y él le
tocaba el pubis con sus manos, se dejó penetrar la soberana, gemidos de

placer, alcanzando un orgasmo. Pierre, en broma, eyaculó sobre la cara de la


mujer, ambos reían, ella asió el miembro viril para lamerlo. La capitana Sonia

interrumpía a la reina Marealga, que el temible Zortalius venía a aplastar con


su reino. Enterando al Caballero Rosa de los hechos, este, ofreció su
cooperación para eliminar al ser marino; escoltado por mujeres ninfas, que lo

besaban a cada rato para ofrecerle aire; a lo lejos el terrible Zortalius asomaba.
Nadando como sirena, el monstruo rugió, al hacer esto, se introdujo en su

boca, pero, en un accionar rápido, que no lo masticara; la corriente lo

arrastraba al estómago, antes de caer al ácido, hizo una marometa que cayó en

una embarcación. Haciendo un hueco en las capas de mucosa, con un cuchillo


proporcionado por la capitana; Zortalius se aproximaba más al lugar; Pierre

abría la carne del Diplodocus, alcanzando el corazón, con su florete, le hizo

diversos agujeros y con la daga cortaba las venas y arterias unidas al músculo

cardíaco. Las guerreras observaban como de repente, se hundía el monstruo

marítimo; el mosquetero salía del hocico y fueron auxiliarle, entre besos y

besos lo cuidaron. La reina lo felicitó por su hazaña y le dijo que lo llevaría al

imperio del desierto en recompensa; le colmaron de cariño y amor por cinco

semanas. De nuevo en la superficie lo esperaba la mujer yegua, gustosa se


dejó montar y lo llevaría al reino, le proporcionó toda la leche que quiso,

mamó hasta llenarse. En el imperio del desierto, unas chicas semejantes a las

nórdicas, rubias, piel blanca y ojos azules. La princesa Juliette recibió al héroe
con fanfarrias y para deleitarse la pupila; ordenó a todas las mujeres y hasta

ella misma quitarse las ropas, el espectáculo lo impactó de tal manera que la
baba le escurría de la boca. Mencionaba que podría dormir y disfrutar con la
joven que él quisiera; sin excepción alguna. Un grito llamó su atención, un

grupo numeroso de Colares venían a posesionarse de las tierras; saltando con


agilidad, sólo con sus puños aniquilaba a los cornudos hombres, su fuerza era

de un fisicoculturista contra bebés, exterminaba con furia que aplastaba sus


cabezas y les desprendía las piernas y los brazos; el último; desesperado se
fugaba. Las bellas le aplaudían, era invencible, sería un gran orgullo ser la

elegida par coger con él. Por respeto prometieron no portar vestimenta alguna,
que impidiese mostrarle su cuerpo. En la noche, cinco, tiernas doncellas, le

sirvieron de cenar; divirtiéndose en pellizcarles los pezones y las nalgas, a

cada una la tomó entre sus rodillas y les daba de nalgadas; feliz, cogía con

lujuria y delicia. Saboreaba el sazón de la vida, las rubias, ebrias, bailaban


torpemente; correteaba a una y la tiraba al suelo, besando su boca de fresa. En

la noche, unos Colares entraban a la ciudad, sigilosos, fueron a la alcoba real;

ahí, la reina se bañaba en la fuente de perfumes orientales; con una vara le

pegaron en la cara; una bofetada le alzaba por los suelos y golpearse en la

cabeza. Amarrándola, condujeron al final de su cometido, el propósito

realizado satisfactoriamente. El hombre gorila brincaba de dicha, la tomaría

como esposa y uniría al reino de las mujeres vírgenes con el de hombres

monos y Colares; ella despertaba, Juliette, aterrada, al notar, al ser simiesco.


La haría suya, sí él se la cogía, su reinado era posible. A la mañana siguiente,

unos gritos de monos, saliendo a ver que los producía; las súbditas

anonadadas. La reina Juliette, estaba en el lecho con el Rey Gorila; con


tristeza y resignación bajaron las cabezas, resignadas a la ley en general.

Pierre, su presencia se llevaba a cabo, pero, a una orden del hombre mono, las
doncellas lo apresaron; una le susurró al oído, le decía una cláusula ante una
ley de los usos de reino; sí un oponente, aunque este preso, reta al monarca a

una lucha a muerte, sí este lo vence, será el nuevo sucesor. Gritando con
fuerza, hizo la petición de pelear ante el gorila; con rabia, aceptaba, con una

furia. El campo fue preparado, era una fosa, llena de un líquido espeso verde;
en el centro, un cuadrilátero, suspendido por una columna de roca. Los
Colares, con malicia, tiraron a una chica; al zambullirse, horribles gritos, un

esqueleto amarillo aparecía ante ellos. El simio, de un salto, se encontraba en


el cuadro de mármol. Pierre, a través de una cuerda, atravesaba el hueco. Un

hombre cabra, cortaba la correa, del extremo. Sujetose fuerte, quedando

colgado, seguía subiendo. Mas el mono, con una daga, bastó un tajo para

romper la reata. El Caballero Rosa Rosada se impulsó hacía arriba, con sus
dedos se asía a la esquina de la arena de combate; las jóvenes no lo creían, su

héroe era un fenómeno de lucha. Parado a media altura, escogía armas; el

enemigo escogió espada y mazo, él decidió a portar el florete y un hilo

delgado. Los machos cabríos se reían, lanzó el mazo que esquivó el hombre;

mas al tocar el muro, se desprendió una porción de tierra, muchos Colares y

muchachas se precipitaron a la brea verde. Con la espada, blandiéndola, se la

quitó con maestría y gallardía; el tipo se dejó atrapar por el gorila, alzándolo

por lo alto, lo aventó con fuera. Utilizando el impulso, Pierre dio una curva
extraña, el cuerpo se metía entre las piernas del simio y al elevarse, se dejó

caer sobre el Rey Mono; perdió el equilibrio, dando lugar a que se hundiera en

el ácido. Rosa Rosada parado, cruzó de piernas; inclinó el cuerpo, un poco


hacia adelante; cruzó sus brazos en el pecho, recibiendo los elogios y

entusiasmos por el triunfo logrado. Los Colares y monos escaparon, el grande


de grandes, el magno; concluía con unos besos en la boca a sus amigas
íntimas. Pasó un año de orgías, sexo y abundantes alimentos, entre ellas, la

exquisita leche de centaura. En el interior del planeta, había una civilización


de hembras, las féminas, eran de piel oscura, ojos rojos y dientes puntiagudos;

cazaban a ciertos animales para comerlos, pero crudos; en los labios escurría
la sangre de sus víctimas. En mazmorras tenía encerrados a los hombres de la
superficie; eran antropófagas, comían carne humana pero masculina. Ellas

adoraban al dragón, el dios del fuego, era una terrible serpiente, que arrojaba
lumbre por el hocico. Al pasear solitario, una trampa de arena movediza lo

engullía; poco a poco fue succionado, pero al llegar al final; una cuenca

cavernosa lo recibía, descendía por la gruta ígnea; las paredes de roca eran

colosales. No veía nada, ni siquiera su mano izquierda; unos ojos de fuego lo


descubrieron, sintió que lo sujetaban, maniatado, lo dejaron en una fría

habitación. Las negras bailaban en círculos, una figura des serpiente, hecha de

palo, era la alabanza; gruñidos y alaridos, fuertes convulsiones en el suelo,

revolcándose como víbora. Sacrificaban a las más débiles y enfermizas, pero

no las masticaban, ni probaban, dejaban que el ofidio se las devorara. Cierto

día, el tercero; él extrañaba a la mujer yegua; agarró un pedazo de piedra, lo

estrelló contra el muro, lanzaba alaridos esquizofrénicos. Tres guardias fueron

a someterle, pero al pasar por la puerta no lo distinguían; bajó del techo y las
encerró. La noche absoluta, gemidos por doquier, un bramido heló su sangre; a

lo lejos, alcanzaba a descubrir una tea, una piedra de sacrificio, con una mujer

atada. La serpiente vomitaba fuego, rociándole lumbre, la chica ardía en


llamas; después, se la comió. Unas lo miraron, pero el temor al monstruo les

impedía acercarse a Pierre; mas este, avanzaba rumbo a la bestia sinoidal.


Bocanadas de azufre, las morenas, pasmadas, no hacían nada; junto a él, con
su mano, tomó una piedra y la arrojó con dirección al hocico, abrió la trompa

y tragándose el sólido; no tardó en retorcerse. Acostumbrada a los alimentos


suaves, cualquier cosa dura que masticase, le mataría a la víbora. Por pura

deducción, el Caballero, lo supo; sacando ventaja, la llevó a cabo; resultando


triunfante. Un coletazo hizo caer peñascos de la cima, se derrumbaba, buscó
su espada; pero antes, liberó a los hombres de la superficie, el piso se

cuarteaba, surgiendo lava incandescente; por esa luminosidad, encontró el


florete. Amarrando un extremo del hilo al arma lo aventó hacía arriba; con

suerte, se atoraba en una grieta. Las carnívoras huían de un lado a otro, sin

saber que hacer; varías fueron arrasadas por el mar ígneo, la agonía de un

pueblo en extinción. El mosquetero trepaba por la liana, otros once seres iban
con él, los demás fallecieron por la lava. En al tierra arenosa, se formó un

enorme hueco, un depósito de magma hirviente; acechando, una tribu de

Colares, venían a combatir; una lucha sangrienta y demoledora, los nudillos se

mancharon de sangre, los hombres con pies cabríos y cuernos en la frente,

muchos de ellos sin vida y otros agonizantes. Los seres humanos eran flacos,

raquíticos, piel verde y ojos blancos, estaban ciegos. Las malvadas féminas los

habían dejado sin el don de la vista: unas chicas cebras los esperaban, con

ellas estaba Stella. La alegría era tal que, festejaron con la princesa Juliette,
vino, comida y copular por tres días. El cuarto día fue sorprendente, una nube

de diablos se precipitaba al lugar, demonios alados, temibles y feroces. Dieron

el grito de alarma. Alguien golpeó a Pierre en la cabeza y lo ocultó en un


sótano bien situado, apenas se notaba la apertura. Las mujeres, atemorizadas,

al ser tocadas por las infernales criaturas, se convertían en súcubos. Les


brotaba una cola del trasero, la piel se volvía rojo ennegrecido, sus pies eran
pezuñas, las manos cambiaban a unas garras y de la espalda les emergían un

par de alas de murciélago. Se les caía el pelo, calvas, las orejas se ponían
puntiagudas; colmillos de cinco centímetros, lengua de serpiente, ojos negros;

unos cuernos de cabra, enroscados en tres vueltas; contemplándose el nuevo


estado, quisieron hablar, pero de su boca pronunciaron un ¡Shhh!. Los
hombres, volvían a ver, pero su estado era de unos mutantes; piernas de tigre,

cuerpo de simio, cola de alacrán, brazos de tentáculos y cabeza de marrano


con un solo ojo. En el refugio, la princesa Juliette y Stella cuidaban al hombre,

anonadado, incorporó a pelear, pero lo detuvieron. La mente de las diabólicas

era perversa y maligna, su buen corazón se extinguió, los demonios estaban

gozosos, tendrían compañeras igual a ellos. Los sobrevivientes escaparon por


un túnel secreto; ya afuera, Caballero le pidió una explicación a la dama; esta,

con tristeza y llanto le contestó que sus chicas eran más bonitas que ella. A su

lado, figurase la más fea de todas y por eso impidió que las ayudara. De

improviso, los rodearon, entes de negro; encapuchados, sólo se distinguían los

ojos amarillos. Eran los jueces del planeta, venían, dispuestos a castigar la

increíble falta de la princesa Juliette, la mujer centauro noqueó al mosquetero,

los condujeron a la cueva. Amarraron a la mujer, los ejecutores del bien y el

mal tenían la autorización de plasmar la ley a su justo valor. Con una tenaza ,
le quitaron el ojo izquierdo a la chica, el alarido alertó a Pierre, con horror

notaba la escena.. Un juez traía entre sus manos, una piedra cristalina, la

tallaron bien, de tal manera, que; lo colocaron en la órbita cuencal, un ojo de


diamante. Con pintura permanente en la cara, trazaron varias y diversas

figuras. En la espalda le tatuaron los símbolos:


Stella soltó al Caballero de sus cadenas, iracundo, mas un ente lo calmó.
Explicó que el delito era muy grave, Juliette era ahora una rubia común y

corriente, pues, había perdido su reino. En el rostro lucía el signo del infinito,
en el pecho le trazaron un pentagrama; la tuvo que cargar entre sus brazos, la

centaura le daba de sus mamas, leche para reanimarla. Al volver en sí, lloraba
su desgracia, pues, por una estupidez, perdió a sus súbditas. Rasgó su pañuelo
de seda y se lo puso como parche a la pobre, el plan era destruir a las

infernales. Un asentamiento de indeseables Colares les impidió el paso, los


seres repulsivos y abominables, gruñían. Como si fuesen pelotas, los pateó,

lanzándolos por los aires, quedando desechos. Cuerpos mutilados, regados por

la arena, prosiguieron su camino ya destinado. El anochecer les vino encima,

las nubes grises eran mudos testigos de la desgracia; el pueblo de las


amazonas, en el desierto, los tres corazones valientes iban a la fortaleza del

mal, las antiguas hembras eran demonios; acabarían, desafortunadamente, con

ellas. La princesa, semi desnuda, cabalgaba montada en Stella; alaridos

infernales, alas satánicas, inundaban el cielo del planeta, contándose miles de

esos seres malévolos. Esos entes, atacaban aldeas desprotegidas, acabando con

el rastro de vida humana, les temían y eran la peor clase de animal existente.

Los hombres osados yacieron bajo sus garras, los niños eran un suculento

alimento para los diablos. Necesitando de pareja para copular, convertían a las
féminas en súcubos, sedientas de sexo y placer; las fiestas negras celebradas,

rituales sangrientos en orgías. Levaban entre ellos a los bebés, recién nacidos;

el llanto erizaba la piel de cualquiera. El trío se disponía a exterminar a esa


raza maligna, tal vez el costo sería alto, pero con determinación la cumplirían;

acostado, Pierre, recordaba a Jeanette. El único día, pensaba, en que le dio un


beso; estrecharon sus manos, pero no se le olvidaba, que ella; estaba obligada,
a ser la amante del Rey Sol. Un relincho le sacó de su pensamiento, un

monstruo del infierno, los había encontrado; desenfundó su espada y le


atravesó el corazón. El traje rosado, justamente, en el bordado de la rosa, se

manchaba de rojo, el viscoso líquido, púrpura le cubría. El frío era helado,


congelante, los pechos de Juliette se ponían morados, las mamas de la mujer
centauro conservaban el color. Pierre, despojándose de su capa, la dio a la ex

princesa. La rubia se acercó a él y lo besó, con sus manos le quitaba el


pantalón, las botas; su amiga, la otra, se retiró un poco para dejarlos amarse. El

Caballero le bajaba el taparrabo de piel; unieron sus bocas, el pie femenino

pisaba el estómago del hombre; recostado, se le puso encima, su dedo acarició

la vulva mojada, enroscaba el vello pubico. Amasaba las tetas con encanto
juvenil, ambos gemían de gozo, estando calientes, decidieron apagar el fuego;

el falo penetraba la vagina, la bella se subía y bajaba por él; cerrando el ojo,

sintiéndose una hembra por completo; estar tuerta, a su parecer, no era ningún

motivo o causa para coger, los dos se acomodaron juntos, brindando calor

para el aire helado apaciguar. Descalza, en desnudez, un rayo de luz incidió en

el miembro artificial, destellos de colores al ser refractados por el diamante.

Las luces eran diversas formas e intensidad variable; dos criaturas horrorosas

custodiaban la entrada principal; el humano se precipitó hacía la pareja y


acabó con su existir, fallecidos, volvían a su estado original. Amanecía, el sol

salía con bríos, enjundiosos, el mosquetero se colgaba de un tubo, para recibir

de doble patada a un tercer ser siniestro. El golpe fue tremendo,


desprendiéndole la cabeza; Juliette y Stella lo seguían; unos tentáculos

aprisionaban a la chica, gritaba con desenfreno; lanzó el florete, traspasando la


frente del centinela. Dando de coz, pisoteaba a otro guardián la hembra yegua;
los cinco restantes los acorralaron, formando un círculo, desenvainando el

arma, un hilo delgado, los enredó en los cuellos, que al jalar los decapitaba
totalmente. Entraron al recinto, estatuas abominables, tenebrosas y terroríficas;

empujando, se rompían al caer en el suelo. La juvenil soberana, le lloraba el


ojo, la culpa le atormentaba, era la responsable de la transformación de sus
vasallas. En el día, los demonios se convertían en piedras, al estrellarse,

dejaban de vivir. La tarea fue dura y pesada, con la ayuda de dos camaradas y
él, pudieron destruir al germen del mal. Transcurrido unas semanas, el

visitante, nuestro héroe buscaba la manera de volver a casa; miles de

muchachas lo despedían, le informaron que en la región de hielos, se

encontraba un mago poderoso, él lo regresaría a la tierra. Juliette se ofreció a


acompañarlo, era zona inhabitable; las personas eran acabadas por dos

colosos, uno de nieve y otro de hielo. Avanzaban a ese lugar inhóspito; la

leyenda decía, que, el imperio de cristal estaba guarecido por ellos; ninguno

podría entrar o salir. Caminando jornadas, cansados, descansaron un poco, el

aire se tornaba más frío, en la noche, Juliette se enfermó de fiebre, el sudor

escurría por su piel, una respiración agitada, improvisó una camilla para

transportarla, dos maderos largos y su capa para el soporte, en su delirio decías

que la muerte se la llevaría, titiritando, el Caballero no sabía que hacer, no


podía poner el riesgo la vida de otro semejante. A lo lejos notaba las cimas de

nívea superficie, a pocos metros de distancia, los bramidos espeluznantes,

almas de electrizante temor, pánico de algo extraño y sucesivo, invadiendo,


carcome el espíritu hasta minarle. Dos entes gigantescos, clamaban su poderío

hasta el final, nadie les había derrotado. Candeloro, con la mirada fija, llegó a
una conclusión; dejaría a la princesa en cuidados del hechicero; antes, vencería
a los titanes. Osado, temerario, llegó a buscarles; lo vieron, gruñendo, lo

perseguían. Al primero, en dos columnas de montaña, amarró de lado a lado el


hilo, el monstruo de masa congelada, tropezó, rompiéndose en mil pedazos. El

segundo, formado de nieve, lo condujo hasta un lago petrificado. Pisando


encima de ella, al tratar de agarrar al Rosa Rosada, la capa transparente, se
agrietaba, cediendo al peso, destrozándose; la bestia nívea, se disolvió en el

agua helada; Pierre fue arrastrado por la aberración, para su mala fortuna, se
congeló la superficie del lago. Atrapado, trataba de salir, el muro cristalino se

lo impedía, una muerte inevitable. Murmullos, voces de gente y una docena de

hombres le socorrían, con picos cortaban el hielo, lo sacaron, señaló a un

lugar, diciendo.
- Mago.

El aspecto de sus rescatadores era raro, su piel pálida, confundiéndose con

el entorno, cubiertos de pelos blancos, humanos pero extremadamente

velludos, lo confundían con un dios, tal vez Rapa-Nuih, el ombligo del mundo.

Sostenían en lo alto, por indicación suya, a la hermosa acompañante; él tuvo la

fortaleza de caminar hasta el campamento. Una ciudad impresionante, era

transparente, con paredes de cristal, de ventanas adornadas de diamantes y

cuarzos claros; extensa y edificios grandes, el clima insoportable, le temblaba


hasta los tuétanos. Los albergaron con profundo respeto y admiración, ella

recibía atención médica; agradecidos lo paseaban por las calles vítreas, en

algunos sitios había espejos, deformando la imagen. Comentó sobre un ser de


magia y ellos exclamaban aterrorizados.

- Changó.
El nombre les provocaba escalofríos, mareos y lagrimas; un encapotado con
capucha, volaba sobre ellos, los habitantes se hincaron a excepción del noble

mosquetero. Descendió y se paró junto a él, lo observó; al quitarse el trapo del


rostro, una piel momificada, de aspecto cadavérico. Entabló conversación y él

le prometió regresarlo a su planeta; sí, de la región, de la muerte roja, traía una


esfera de color carmesí. Aceptando el trato, pidió, le señalase, la ubicación de
esa zona; apuntó al espejo el dedo delgado. Lo empujó y en vez de quebrarse

al tocarlo, penetró en él. Un abismo negro, una nada absoluta, el silencio del
ruido y la muerte de la vida; hedor y la esperanza falleciente, en agonía. El

tiempo era incalculable, mientras, la otra dimensión, el brujo deseaba con

lujuria a la enferma, babeaba sobre los senos, tocaba los tersos muslos. Una

perversa idea le vino a la mente, poseerla, probar la carne de una chica


excitante. Pierre Candeloro caía de chapuzón al mar sangriento, de los

difuntos hombres, derrotados por la falta de fe y desesperación; el agua roja lo

baño totalmente; una canoa navegaba a la deriva, trepándola, hallaba los restos

humanos de dos seres. Sólo los esqueletos resistieron la travesía; la zona de la

muerte roja, se llamaba así, por ser el mar, el cielo, las costas de arena del

color del plasma sanguíneo. Se aproximó al barco fantasma, un buque semi

arruinado, velas desgarradas y la madera podrida. Los tripulantes, eran los

puros huesos, de piratas. Víctimas asesinados por ellos mismos.


Sorpresivamente, las osamentas cobraban vida, forcejeando, peleó con fiereza;

haciendo polvo, aniquiló al montón de huesos. Risas iracundas, el capitán

mandaba al ataque; sus puños, a base de golpes, lograba pulverizarlos, la


sangre que recorría por sus venas, hervía. La batalla más terrible e igual, uno

contra veinte; el Caballero arremetía con ganas, destrozando al enemigo. El


hombre al mando, un corsario, saltó al mar al verse vencido; el paladín lo
notó, con cierta nausea, hundirse en el viscoso líquido. Dirigió la nave rumbo

a la playa, la arena era rojiza, varando en un lugar solitario y desértico. El


espadachín cruzaba, la zona, de la muerte roja; de improviso, emergían del

suelo, varios cuerpos óseos, la riña estaba comenzando, entre ellos lo querían
someter, pero no se dejaba. Los huesos se fracturaban por los puñetazos
salvajes, cráneos agrietados, desprendidos de la columna vertebral. Todos se

aplacaron cuando, un sujeto, vestido de carmesí, venía; era la misma muerte


roja, con la guadaña en la mano, pedía un poco de agua para calmar la sed.

Con sus manos, formando un pozo, sació su ansiedad, bebiendo durante cinco

minutos. El territorio medía cinco kilómetros cuadrados. Reía con

esquizofrenia, las nubes, empezaba a llover sangre; carcajadas siniestras


retumbaban por los oídos de Pierre, corría rápido, empapado; buscaba la

esfera, la marea subía veloz; una montaña, trepando con cierta agilidad,

escalaba hasta el pico. Los esqueletos flotaban sobre el océano sanguíneo; casi

se ahoga, pero brincando, alcanzaba un peñasco firme; arriba, en el terreno,

hallase un trono, un rey encadenado; las mandíbulas apretaban una bola roja,

la quitó con sigilo, radiando destellos abigarrados, ya con el objeto anhelado,

fue teletransportado de nuevo. El viejo le comentó sobre otras dos esferas, la

del gusano verde y fuego negro. Accedió a rescatarlas pero con una condición,
cúrase a Juliette; fingiendo benevolencia dijo que sí, mandándolo por la puerta

dimensional. A solas, le quitó el calzón a la tuerta, manoseando los labios

vaginales, le metía el dedo por el culo. Despojándose del hábito, dispuesto a


intimar con salvajidad; besó los labios y la poseyó con pasión; débil,

indefensa, se dejó coger por el repulsivo ser. Satisfecho, asomó al caldero, una
visión extraña; el hechicero era muerto por el Caballero Rosa Rosada, pateó
con furia el metal. El mosquetero estaba en terrenos pantanosos, de hiedras,

setas y musgos, su alrededor era verde, el aire, los árboles, el agua. La niebla
pestilente, un hedor insoportable; olía a cuerpos descompuestos; había

cadáveres putrefactos, descarnados, la piel carcomida, llenos de gusanos.


Avanzaba por el camino señalado. Unos seres podridos, muertos vivientes, lo
atacaron, puñetazos que destrozaban los músculos nauseabundos;

destruyéndolos; se sumergió en un estanque, en el agua descubría una cabeza


humana. Salió junto con ella, partiéndola, en vez de cerebro, hallaba la

segunda esfera, verdosa, faltaba la última. En el reino de fuego negro, las

almas perversas estaban prisioneras; héroes que alguna vez lo fueron, por

cambiar su conducta a una vil y ambiciosa de poder, cayeron en ese solitario


sitio. Oscuridad total, fantasmas y seres penando su mala conducta;

encadenados hasta la eternidad. Ambiente desolador donde el espíritu es

destruido por sus propias causas. Alaridos, chillidos, gritos que erizaban la

piel; nadie hablaba, paseaban con sentimientos de dolor, agachando la cabeza,

sin mirar el ángel de salvación, condenados por sus propios actos a sobrevivir;

la piedad era grande en el corazón, en ellos se extinguió al llegar. Sintió

lástima por esos compañeros desafortunados; a donde voltease, observaba

entes, con tristeza y melancolía, expiaban los pecados cometidos en la vida


terrenal. Ninguno se interponía, ninguno lo detenía; parecía fácil, pero no lo

era; los espectros vagaban, deambulando en el abismo, consumiéndose en las

llamas del Hades. Bolas de lumbre girando entre sí; iluminando apenas; la
esfera era de color negro y despedía fuego; tocarla, quemaba las manos, la

brisa tenebrosa, aplicaba un éxtasis. La cabeza le zumbaba, voces de


ultratumba, se llevaba las palmas a los oídos; doblándose de un dolor
desgarrador. Con determinación asió la cosa, su corazón latía apresurado,

gritó, un momento de locura, desmayándose. Al abrir los ojos, recordaba que


había fallecido. La traición de Borreau, el comandante en alto, respecto al

falso rey; el verdadero, encarcelado, el usurpador ocupó el trono real, a


conveniencia con Alexander. Cuando descubrió la verdad, lo mandaron a
emboscar; el Rey Sol falleció de tifoidea; el impostor, conocido como

Monsieur Dupoin, era un tirano; le gusto la muchacha Jeanette y la iba hacer


su concubina. La noticia era catastrófica, dispuesto a contársela al pueblo, pero

una noche, de luna llena, de París. Iba andando con paso lento, haciendo

guardia, de castigo; las botas emitían huecos por el abandonado callejón. Su

alma era de un Cyrano de Bergerac, astucia de un Rouget de Lisle; valentía y


gallardía de Georges Marie Guynemer. El coraje era un instinto natural para su

intelecto; en esa onda, escuchó un disparo, se llevó las manos al pecho, herida

mortal, abría la boca para escupir sangre; tirado en el suelo, agonizante, pidió

ayuda a Dios. La nada lo encubría, el silencio de la vida, el ruego de una

oportunidad al santísimo Señor de lo Absoluto. De súbito, una ráfaga de

recuerdos; cuando su madre, Cossette Lully lo mimaba; le ayudaba a cuidar

las rosas, unas flores rosadas; al morir ella, el padre cruel, quemó los rosales

de la casa; la primera prueba fue un rotundo fracaso, para ingresar como


guardia real. Se le apareció y le entregó un florete, este, producía pétalos

rosados; al segundo intento, probó ser invencible; carácter furibundo, osado y

justiciero. Después su progenitora, le dijo, que, la espada era sólo un pedazo


de metal; él, únicamente él, hizo posible esas hazañas, dentro de sí, guardadas;

al sacar el honor y confiar en sí mismo le hacía invulnerable. El Caballero


Rosa Rosada recibía su traje, se reían del color, pero él lo portaba por ser el
favorito de mamá; una ebullición intolerable, una aura emanaba de su cuerpo.

La fe volvía de nuevo, con un deseo asió la esfera, el fuego no le dañaba, junto


las tres bolas de cristal; regresando, el mago se las quiso quitar, pero con un

empujón perdió el equilibrio, se levantó y Pierre blandió la espada; el brujo,


sin querer, el mismo se enterró el acero puntiagudo. Falleció, el hechicero, al
instante; al reunir el trío, una serpiente de humo se formaba en el cuarto, ésta

pronunció estas palabras.


- Te concedo tres deseos.

El primero fue sanar a Juliette, el segundo, reencarnar en su cuerpo terrenal

y el tercero; unos alaridos y estruendos de rayos láser. Una nave espacial de

cincuenta kilómetros de largo por veinte de ancho y doce de altura; dispuesta a


esclavizar el planeta; el tercero, pidió, poder vencer a esa amenaza galáctica.

Esfumándose, Candeloro, iba a pelear; dejo a su amiga en manos de los

Gélidos. El poder le fluía por su interior, el despertar del alba, la furia de una

tormenta de Dios; el caballo volador lo condujo al espacio exterior. Pegaso lo

encontraba y le prestaba el socorro necesario; saltando, desmontó; un cometa

se trasladaba a unas horas luz. Los alienígenas lo miraron, instintos

maquiavélicos; dispuestos a aniquilarle; el mosquetero atraía la masa astral. Al

momento de intentarle disparar, el cuerpo sideral, se estrellaba en la nodriza;


el vehículo sideral explotó, un tronido ensordecedor, junto con un destello

cegador, el gran hombre recuperaba el brío de la energía divina. Los habitantes

observaban la tea cósmica; bajando al océano de las ninfas. La bestia alada lo


recogía, con las riendas, tiró de ellas y el animal se dirigía al satélite de

Ticsani; era un pedazo de roca inerte, donde; la primera civilización floreció,


hasta desarrollar la máxima capacidad humana. Una cúpula de cristal
petrificado, con cuartos y casas de pared metálica; personas hechas de acero;

pero ningún hombre; todo era tranquilo. El aire raro, artificial; caminos que al
pararse uno lo movían en el rumbo que quisiese. Al tocarlo, una vibración

radiactiva; se drenaba el agua, observaba, era una cápsula muerta, monótona;


los robots eran máquinas de servicio, construidas para hacer una cómoda vida;
el silencio en monumento principal al final de los seres. Una choza de fibra

plástica, un libro abandonado, el viento parecía llorar, la aplastante derrota, del


homo sapien sapiens. Abrió, una pagina, leía con lástima; experimentando un

abandono de su procedencia terrícola; los símbolos eran idénticos a los

tatuados en al espalda de Juliette; guardándolo entre sus ropas; volaba con

cierta nostalgia, era un sentimiento de soledad y desesperanza. Musitó unas


palabras incomprensibles,. Con un tono quebradizo. Al pisar tierra, los

Gélidos, lo recibieron con fervor, lo idolatraban; la mujer se abrazó y le brindó

un beso dulce. El francés, emulo de Bergerac, le pidió se volteara, para ver si

descifraban, el enigmático documento; las letras se desprendieron de la piel,

flotando; juntándose en una flama de multicolores chispas. Esa etérea forma,

se introdujo en Pierre, una descarga electrizante; al rozar la hoja del libro, una

voz hueca y gruesa, casi ronca; las misteriosas palabras se oyeron.

- Soy el presente, del pasado y futuro; pide lo que quieras.


Imágenes fantasmagóricas, de ángeles y demonios, luces y sombras; lo

negro y lo blanco; Dios y Lucifer. El grito de las tinieblas, el llanto del níveo

espíritu; cual reflejo de una estrella fugaz. La miraba. Jeanette parecía afligida,
con unos ojos sin amor, acabada; avanzada unos años, un rostro envejecido; el

pelo con manchas blancas. El falso rey la mandaba después de dormir con ella,
a una casa de prostitución; cruel y tirano, tropas de asesinos, saqueaban los
humildes hogares. La ira invadía su pecho, Candeloro, semejaba una bomba a

punto de estallar; habló de cómo podría regresar a su natal pueblo Lyon,


rescatar a su amada y destronar al impostor. Le dijo.

- Serás inmortal, tu alma es eterna; busca el remolino de la victoria y te


guiara a donde quieras; ella, te ama, cásate; el maldito perecerá bajo tu justicia
de héroe.

La chica le decía que no se fuera, lo necesitaban para gobernar el planeta de


las mujeres. Temerosa al comentarle sobre los Colares y monos de la

Inanición; él. Con valentía, si vencía y exterminaba a la raza indeseable,

volvería a su entidad. Todos aceptaron, Juliette, sabiendo que lograría su

propósito, le suplicó que copularan por última vez. El mosquetero acariciaba


el cabello dorado, le estrechó consigo mismo, la cargó entre sus brazos y

dirigiéndose a una habitación; las camas eran suaves, la deposito con cuidado,

se despojó de su traje rosado. La joven se bajaba el calzón, frotándose la vulva

con sus dedos; el paladín se acostó junto, le chupó las tetas. Se entregaba con

pasión ilimitada, le ofrendaba la máxima capacidad amatoria de una hembra;

asió el pie femenino, impregnó los labios viriles. Un gemido cálido, tibio, se

dispuso a penetrarla, el falo lentamente, invadía el albergue de ella. Fue una

sensación inolvidable, al sentir en su interior, los espermatozoides, sudorosa,


exhausta; cerró sus ojos y se durmió. El Caballero Rosa se vestía nuevamente,

dispuesto a darle un terrible acabose a los faunos; envainó el arma, a lo lejos

contemplaba el descenso de la nave, en llamas fulminantes. Tardó tres días


encontrar a la tribu indeseable, al descubrirle, se tornaron miedosos; el florete

bañado en sangre, los Colares corrían asustados. Sin piedad, pereció una
especie por entero; el anochecer era mudo testigo, de la extinción de los
hombres cabríos; los simios no lo creían. Una alfombra de sus amigos,

traviesos y chocosos, se esparcía en la colina, descuartizados. Los changos


temblaban de pavor, la manta de la muerte les cobijaba; hincándose,

suplicando por sus vidas; al perdonarlos, por ser misericordioso. Una muralla
de caras conocidas, la tropa guiada por Stella, mujeres centauros, los del norte,
las chicas primitivas, los acorralaron por los cuatro lados, cozes aventando a

los primates, golpeados por palos y piedras, su mismos vecinos les


sentenciaron a dejar de existir en el planeta. Una pelea desigual acabaron para

siempre con los monos. El cielo se ponía negro, el viento arreciaba, truenos y

relámpagos; la tea caía en el mar, creando un remolino de quince kilómetros

de diámetro; el ojo de agua lucía una gruta directo al Hades. El hombre la


hallaba, Stella lo condujo a la costa; pegaso se aparecía para llevarlo rumbo al

océano; montado, inició el recorrido, lo tiró. Precipitado al abismo, se

zambulló en el agua, yendo a la deriva, arrastrado por la corriente; el hocico

marino se tragaba a Candeloro, parecía estirarse y romperse en cachos.

Juliette, con un dolor en el corazón, se dispuso a seguirlo, junto a las tres

esferas, y pidió ir a la orilla del mar, poder volar y sobrevivir al peligro de la

boca marítima; apareció, de pronto, en la playa, le brotaron alas y despegó,

arrojándose en el centro del remolino. Se había hecho una puerta del tiempo, y
del espacio, el infinito era un lugar ilimitado y cerrado. Los cuerpos

sumergidos, con intensas punzadas, el cerebro parecía estallar, las células

querían desunirse, de entre ellas. Un calambre infernal y constante, mareos


frecuentes, naúseas aberrantes, gesticulaban con facciones macabras. Los

músculos se contraían y los ojos estaban por salirse de las órbitas oculares. El
vacío crecía dentro de sí, la nada invadía el todo; casi, con rigidez absoluta.
Un lugar distante, en cualquier época, estruendos con destellos, hongos

humeantes y aterradores, estallidos de un fulgor intolerable, víctimas tocados


por el cruel desacierto; un sitio extraño y tenebroso, cualquiera hubiera

enloquecido de terror al ver esas monstruosas máquinas de la peste. Caían


fulminados por un rugido de ejércitos grises, con una cruz, doblada por sus
cuatro lados, marchaban, portando el estandarte de la destrucción. No era el

hogar de él, se había equivocado, grandísimo error. Las personas, atrapadas en


el campo de concentración, eran flacos, esqueléticos, calvos, aspecto de una fe

perdida; descalzos, ropas hechas jirones; muriendo de hambre y de frío. En

otro lugar, cuerpos desnudos, hombres y mujeres raquíticos; entraban en una

fábrica, donde, salía humo constantemente; las nubes grises, la calaca apurada
en su trabajo, la svástica era la bandera de la destrucción y exterminio del

mundo. Soldados de piel blanca, pelo rubio, ojos azul celeste; con

ametralladoras, rugían, regando la tierra de sangre. Los pasos eran el trueno,

de la furia del mal; estallaban luces en el cielo, marcando el deceso de pájaros

de acero. Los prisioneros, presos por murallas de alambre, perros custodiando

el recinto de Marte; las almas fallecientes, autómatas de un destino incierto, el

pavor apretado dentro de sí. Tanques expulsando el golpe mortal; una linda

chica, quince años, tal vez catorce; desnutrida, semi desnuda, descalza. La
mirada temblorosa, brillaba por unas lágrimas derramadas, pedía auxilio; el

frágil cuerpo zigzagueaba los disparos, abrazándolo, hincó de rodillas y

suplicó perdón. Una disculpa por ser la causante de la desgracia, así se sentía;
posó una mano en la cabeza femenina y la levantó. De repente, los ojos

saltones, boca tartamudeante, un hilo de sangre; una bala perdida le hería cruel
y fatal; el brazo de Candeloro se tiñó de rojo carmesí; viéndole cerrar los ojos,
para siempre. Una bruma abigarrada le cubrió, volvía al remolino, girando,

girando; los caminos diversos del tiempo y del espacio. Una tierra de gentes
arrepentidas, la razón, un meteorito en unas horas de colisión; huían

temerosas, insultando a Dios, blasfemias. El francés se compadeció y un


apena, lástima, por esa civilización. Seres que no supieron aprovechar la
voluntad divina y la rechazaron o, mejor dicho, desperdiciaron; una intensa

luz, el cataclismo se haría presente, nadie ayudaba al prójimo, preocupados en


salvarse, egoístamente, para sí mismos. Los palacios de colosales

dimensiones, obras artísticas, hermosos castillos de veredas verdes; jardines de

diversas flores y plantas. Las mujeres cogían con cualquiera, era tal la

perversión, hasta en la calle. Semejando perros o animales en celo, gemían de


placer, uno se masturbaba en pleno centro. Niñas se metían el dedo por el culo,

niños precoces jugaban con su pene; copulan de homosexuales, lesbianas y

travestis. Contemplaba la sociedad destrozada, un viejo santo, se aproximó a

él. Le mostró un espejo; observaba un gato convertirse en hombre; un tigre de

regiones heladas ser varón; un humano con casco, cuernos a los lados; una

armadura negra, con una cruz blanca en el pecho; una figura de hábito,

fantasma o espíritu en pena; un sujeto con gutra, babuchas y cimitarra. La voz

fue de trueno.
- Tú, eres un elegido de Dios, igual que ellos.

El santo alejase de su vista, perdiéndose en la multitud. El caos reinaba, se

mataban para sobrevivir; la ley del más fuerte imperaba como máxima regla.
El cuerpo celeste invadía la atmósfera terrícola, truenos y relámpagos, las

nubes ennegrecidas; Pierre, impulsado por una fuerza desconocida, salía al


espacio; la hecatombe, el Apocalipsis del fin del mundo se cumplía, una llama
se notaba desde el cosmos; al Tierra sobrevivía, pero los colonos fallecían por

gases tóxicos; una reacción química impedía respirar, el agua se volvía


amarga; inaudito, otros siete meteoritos chocaron con el planeta, que resistió el

embate, por desgracia, sus habitantes no. De nuevo volvía al ojo de agua,
vagando por la fuga dimensional, hasta llegar a un extraño sitio; plantas
moradas, con flores negras; arboles rojos con copas azules, el agua verde,

fijase en los animales, trípedos y sextupedos, parecían mutaciones genéticas de


una naturaleza enloquecida. Los seres inteligentes eran como una aparición,

piedras o algo similar les giraban por su cabeza, flotaban en el aire, su masa

se cambiaba de volumen, pareciendo en ocasiones, gruesos y chicos, largos y

delgados; se comunicaban por telepatía, escuchaba claramente el mensaje en


su mente.

- Pierre Philippe Candeloro, te saludamos, tus acciones son equilibradas;

exterminaste a una especie, pero, salvaste a una de ellas. Muy mal, pero se

compensa con lo hecho, bueno; la puerta del tiempo y espacio utilizada es

difícil de manejar. Pero sí lo deseas, podemos sacarte de ella y por nuestros

poderes, volverte al lugar de origen. A cambio de que lo cumplamos, pedimos

la ayuda de ser nuestro discípulo; quieres acceder.

Pierre, el héroe legendario, accedió a la petición. Adquiriendo materialidad,


tocaron su frente, brindándole los conocimientos de los maestros iluminados y

ascendidos. El cerebro acumulaba información antes ignorada, como crear

aparatos para volar o sumergirse en el mar; la ciencia de invención de nuevas


cosas por medio de las ya conocidas. La luna aparecía amarilla, iluminando el

paisaje desolador; pasaría una prueba, en una galaxia, robots o máquinas


pensantes, junto con gentes cibernéticas, planeaban dominar el sistema solar
de Orión. Transportándolo hacía la misión de derrotar a los entes de pasiones

conquistadoras. El lugar siniestro, robots yendo de un lugar a otro, una


situación extravagante; los seres cibernéticos, manipulaban peleas de

androides, hechos de una aleación titanio plomo. Las personas humanas


cubrían sus mutiladas partes por repuestos de acero, sustitutos semi perfectos,
semejantes a la habilidad locomotriz del cuerpo humano; el francés era una

cosa anormal para los habitantes, creyéndole un fenómeno, pues conservaba


en buen estado su cuerpo. Argos, el líder lo llamó entre la multitud y retándole

a luchar; el sitio, una superficie redonda, con el triunfo asegurado de Argos,

pensaba que Candeloro, no era capaz de ser un buen guerrero, por su físico

flaco. Ellos sólo conocían como panacea, el metal, el noventa por ciento de sus
aparatos y herramientas tenían como principal constitución el acero. La tierra

sólida, cubierta de placas de cobre; los edificios de plata y oro, criaturas

manejadas a control remoto; sus pensamientos eran vencer al enemigo sin

compasión alguna; los sentimientos murieron y quedaron rocas por un

corazón. Lo conducían en un artefacto de ruedas, solito se movía, manejado

por un cartucho de botones sensibles. El metal, la arena, Caballero Rosa

analizaba el caso, pues en cuestión de minutos, el combate se realizaría; el

hombre de acero, aplaudido por sus compañeros, gritando: Muerte. Sólo uno
de los dos participantes sobreviviría al enfrentamiento; en caso de estar vivo,

el vencido era muerto por los soldados. En el centro, brincó y le pateó el

rostro, sin ocasionarle una lesión; Pierre esquivaba la maza del puño con
espinas de aluminio; una de las manos del semi hombre era un círculo con

dientes, girando sobre el eje central, un arpón le lanzaban. La punta del arma
le atravesaba la mano derecha, el hombre de la Rosa se quejaba, una lacerante
herida; como pudo, desenterró el arpón y se lo quitó de la palma; sabiendo que

por fuerza sería imposible vencerlo, la maña se hizo presente. Cercano a él,
dejó que le agarrara con una cadena, levantándolo por los aires y sacudiéndolo

al gran paladín de la justicia. El ente reía con ironía, el amo del mundo
proclamase; el mosquetero cayó brutal, el azotón le destrozaba la espalda,
desenfundó su espada, encajándola con el hilo de acero que le sujetó;

aventándola a la corriente de luz fluorescente; el florete al hacer contacto con


las cuerdas luminosas, condujo la energía al cibernético. La descarga eléctrica

fue fatal, el cerebro se calcinaba, la piel se ennegrecía; balanceado, descendía,

fallecido, para siempre. Los ojos negros de unos seres sin alma, deseando

exterminar al intruso, saltó la cerca electrificada, corriendo con astucia y


librándose de los cyborgs; con alegría descubrió las nubes. Subió a una

montaña, era una presa que contenía ácido, los perseguidos se detuvieron,

sabían del líquido mortal. La multitud, de diez mil individuos, con terror;

observaron como abría las compuertas, dejando paso al corrosivo elemento.

Veía deshacerse las metálicas prótesis, quedando huesos o nada de ellos; feliz

por la faena, pero faltaba la población de otras comunidades. Con los

conocimientos adquiridos, extrajo de entre sus ropas, un frasco; éste, contenía

una sustancia que modificaba los átomos y su forma de los vapores; el gas,
libre, al destaparlo; una apariencia de humo, ascendía al cielo, mezclándose

con los elementos químicos de las nubes; el rayo, agitando las masas

celestiales, era signo de lluvia; había logrado su propósito. Los colonos se


atemorizaron, gotas de agua caían del cielo, ocasionado cortos circuitos;

chispas eléctricas que anunciaban que ya no funcionarían; formando charcos y


ríos, luego lagunas, la lluvia crecía para darle vida a un océano. Máquinas,
robots, aparatos, androides, cibernéticos, toda cosa que fuera o funcionara con

energía eléctrica y hecha de metal, dejaba de trabajar, cesando las


computarizadas acciones. Los maestros ascendidos lo recompensarían, pero él

se acordó de Juliette y suplicó que no lo mandaran a casa; sacrificaría su deseo


por hallar a su amiga. El noble deseo fue cumplido, la princesa estaba en el
Valle de la Muerte; donde la calaca reinaba, dueña de una guadaña y destinada

a guiar a las almas a su salvación o a ser condenadas por actos abominables.


La muerte con el vestido negro, una capucha que sólo le dejaba ver el cráneo,

del lado de la cara, le señaló como alguien especial y dijo.

- Pierre Philippe Candeloro, eres, junto con Gato, Rasputín, Tigre, Love

Machine, Vlav Teples, Augurius, Fantasma Gótico, Antar, Juliette, el Cazador


de demonios, Sansón y Herakles; los elegidos de Dios, el Todopoderoso, uno

de ellos está conmigo, dos con tu llegada, ustedes son la mano del

Omnipotente, la esperanza del mañana y la fe de la humanidad para cambiar

las cosas designadas. Revivirás para ser feliz, pero cuando junte a mis doce

miembros, ustedes juntos, pelearán en la lucha final, donde el que gane, será el

vencedor. Sí vencemos, iniciará el nuevo ciclo, pero sí nos derrotan, podrán

dejar tal y como esta o modificar a su gusto el plano sideral del universo.

Juliette lo miró, se alegró tanto que lo besó, oprimiendo las tetas en el


pecho del legendario mosquetero. Pierre, dichoso, la saludó con entusiasmo;

ambos se abrazaron y la muerte se aproximó, dictando.

- Los dejaré ir por ahora pero nos volveremos a encontrar, muy pronto.
La princesa lo agarró de la mano y los dos eran cubiertos de una magna luz

albiceleste; una tierra de criaturas extrañas y de intelectualidad escasa; valles


de verdes pastos, árboles de frutos apetecibles, cielo azul, varios lagos de
cristalinas aguas, florecían plantas de varios colores, combinados o separados.

El aire perfumado por aromas de dulce; aves de plumaje hermoso, exóticas, al


emprender el vuelo parecía levantarse un arcoíris. El cielo era pálido, azulino;

anonadados por el paraíso terrenal. La mujer no resistió y se metió a nadar en


el estanque, el cuerpo desnudo refrescaba las heridas. El francés, boquiabierto,
observaba a la sirena; moviéndose como un pez, sin bracear y saltando como

un delfín; reía divina, sólo el defecto del ojo contrastaba con la belleza. Él
quiso ir con ella, se contuvo, no quería lastimar los sentimientos de la

muchacha. Dos personas ofrendaban frutas a un árbol, seres de características

salvajes; la hembra llevaba una vara de un metro de largo, hincada, apoyaba

sus glúteos en las piernas; las mamas grandes y paradas, el cabello rosado; la
piel de la extraña presencia era de un tigre, rayas negras corrían por la

anaranjada pigmentación. Asomaba dos colmillos al gritar; las pupilas de gato,

amarillas y la lengua áspera; las uñas eran largas, pero en lo demás, era igual a

una mujer terrícola. La pareja no le apenaba su desnudez completa; pues el

varón. Un tipo de piel amarilla de trigo, con motas oscuras, le recordaba un

leopardo; su ofrenda eran frutos pero machacados. La melena roja, mirada

felina; de rodillas, por un rato, se hincó, los dos juntaron sus manos, como

orando; cerraron los ojos y agacharon la cabeza. Al paso del tiempo, los
árboles fueron rodeados en parejas, un hombre leopardo y una mujer tigre, así

los bautizó; terminando la meditación, se juntaron y fueron al lago; Juliette

disfrutaba jugando en el agua, se sumergió, volteándose, sólo sus piernas se


veían sobre la superficie; bajó al fondo, hallando una piedra brillante, saliendo

del lago y mostrando el trofeo adquirido, una perla dorada, zumbaba en forma
de música. Candeloro fue tirado por la multitud, nadie le hizo caso el mínimo
caso; la chica enseñaba su tesoro, los habitantes se postraron a los pies de ella,

varones y hembras, dijeron.


- Hija del mar dulce, tú eres la elegida para nosotros.

Los más osados besaron los pies femeninos; desconcertada, se cubrió con
sus brazos el par de carnes lactantes. Desnuda, avanzaba con sigilo, temerosa
de que le hicieran daño; los maestros iluminados se hicieron presentes,

explicando que la guerrera sería y tendría la responsabilidad de ser la reina de


Felinia, orgullosa por la distinción, aceptó. El mosquetero habló con los sabios

sobre lo acordado y le cedieron la oportunidad de despedirse de su amiga;

desapareciendo después de hacerlo. Juliette, además de los tatuajes obtenidos,

pintó su cuerpo de formas diferentes, la perla le cambió las figuras y las


transformó. En el seno izquierdo tenía el dibujo, la cabeza de un león; en el

seno derecho la de un gato negro; en el vientre aparecía un tigre de cuerpo

entero, pero de lado, rugiendo, caminando sobre huesos de personas, a su

alrededor, el tigre era rodeado por llamas del infierno. La estrella de cinco

puntas era borrada, pero ocupaba otro lugar; el pentagrama, era tatuado en el

sexo, por el monte de Venus, pero oculto por el vello vaginal. En la espalda

emergía el felino prehistórico, el dientes de sable, desafiando a una ola

gigantesca, donde el felino estaba alzando sobre las patas traseras y las de
adelante, dispuesto a darle un zarpazo. En las nalgas la cubrían la cara de una

pantera negra y un leopardo, una en cada glúteo. En el brazo derecho, del

hombro a la muñeca, se dibujaban las efigies, el rostro de un lince, guepardo,


tigrillo, pantera de las nieves, jaruarundi; en el brazo izquierdo tenía las caras

de Bastet, kod kod, gato egipcio, puma, minina; en los muslos portaba el
dibujo de un ocelote y en el otro de un tigre blanco. Los símbolos de la
espalda se distribuyeron en los huecos dejados entre las siluetas felinas; en la

planta del pie tenía una rosa. Fue a un templo y miraba el interior, colgaban
pieles de animales, especialmente felinos; aunque faltaban unos trajes. La

mitad de las piezas habían desaparecido; las paredes eran mosaicos


multicolores, piedras pegadas al techo iluminaban el piso; descalza, caminaba
a ponerse el traje. Eligió el de Bastet, sus pies se metieron por las fauces del

gato, era elástico; al terminar, se convertía en gato que cambiaba de pelos,


lacios, chicos o grandes, blancos, negros, bicolores etc. los lugareños y

súbditos cazaban ciervos para comérselos; en manadas, los animales

herbívoros, pastaban; mientras, los carnívoros, escondidos en la maleza,

esperaban el momento de atacar. Bípedos, corrían tras la presa, con agilidad y


rapidez; cerca de la víctima, saltaban, agarrándola del cuello con sus manos,

enterrando los dientes en la apetecible carne. Las mujeres tigres destazaban la

presa con sus bocas y repartían el alimento a la comunidad; la diosa Bastet,

una linda gatita paseaba por sus dominios; los siervos de su alrededor eran

fieles, sumisos, la veneraban como una diosa, ellos la querían; alababan su

nombre, Juliette se tatuó el rostro de Pierre, el barbado mosquetero, en el

empeine del pie. Susana se bañaba en una tina de porcelana, los cabellos

rubios enjabonados, los senos les restregaba con las manos, los pies apoyados
en el borde de la bañera; cerró los ojos y recordaba a su amado, unas lágrimas

rodaron por las blancas mejillas. Los dedos finos secaban las pupilas azules,

entreabiertas, vidriosos, se negaba a creer la muerte de Pierre. De las piernas


abiertas de Jeanette, emergía del agua, Candeloro, quedando rodeado por los

muslos en la cintura. La mujer lanzó el grito, enloquecida, se sale de la tina y


corre a la puerta; el mosquetero ríe de buena gana, al levantarse y ponerse de
pie; empapado, se acaricia la barba, se quita el sombrero y hace una reverencia

caballeresca. Ella, eufórica, se lanza a sus brazos, se abrazan, lo besa; se sujeta


del cuello y sus piernas las cruza por la espalda de su hombre; la saliva escurre

de los labios de cada uno; lo desviste y lo lleva al lecho, provocativa y


ardiente. Copularon, el Caballero Rosa desvirgó a su amada, la gran pureza era
ofrendada en una entrega de amor, el mar en tormenta, las olas chocando con

las rocas; el placer de sentir la vida recorrerla en las venas y hacer el amor con
la mujer que de chico se enamorara; la experiencia de volverse uno solo, ser

parte de cada uno, unir sus almas en una; acariciaba la piel femenina con

cariño, tocaba la seda de su cuerpo; le besaba con pasión y desenfreno. No le

importaba nada, únicamente estar al lado de ella; buscando el agua, un


sediento, se saciaba hasta ahogarse; era un deseo iluso, increíble; cada vez más

cercano al cielo. Terminaron de hacer el amor, apretó una mejilla con ternura,

correspondía la chica con una mirada dulce; le dijo.

- Te amo, mí querido, Philippe Candeloro.

Él la trataba con cuidado, sintiéndose culpable de hincharle los labios

vaginales; la muchacha lo disculpó. Apoyó su cabeza en el pecho y susurró al

oído del joven.

- Me hiciste feliz, fui dichosa, gracias por amarme por completo.


Se durmieron, soñando en una boda añorada; a la medianoche, el

mosquetero se paró del catre y la miró con un amor dulce, sentía el pecho

expandirse y que las mariposas revoloteaban en el estómago. Se acercó a ella y


le mordió el pezón izquierdo, estirándolo; siguió con el dedo del pie, lo

mordisqueaba, lamía el sexo como si fuera el agua al bañarse. Descubría la


prueba de la honra, una mancha de sangre en las sábanas del lecho; volvió
acostarse. En la mañana oyó toquidos, Jeanette se levantaba y fue abrir, el Rey

Sol, desconcertado, la hallaba desnuda. Recriminándole su proceder, le mostró


a Pierre en la alcoba; los esbirros y el mandatario miraron con horror la tela

teñida de rojo; el rey apretó los dientes y con ira le pegó en el rostro,
insultándola, diciendo que era una prostituta. Mas al reconocer al hombre, se
puso blanco de miedo, se le trabó las mandíbulas, los ojos casi estallan de la

impresión; Candeloro fue a recoger del suelo a Jeanette y la cubrió con una
toalla; él asió la espada, dispuesto a eliminarle, pero la tropa real se interpuso.

Al girar el florete en círculos, emanaban de la circunferencia, rosas con tallos

espinosos, hiriendo el rostro de los enemigos, el rasguño ocasionaba una

parálisis total del cuerpo; volvían a surgir las flores, emblema de su madre,
paralizando a los soldados sin darles muerte alguna. La novia sacaba el traje

del Ángel de Pierre, del ropero, se lo puso, el francés se quedo estupefacto, la

compañera de batallas era ella; descubierta, lo ayudó a combatir. El ángel

cubrió los ojos del héroe y ocasionó un destello de luz cegadora; aprovecharon

para neutralizarlos, sacó de un frasco una sustancia, que hacía dormir,

tapándose la nariz ambos; buscando a la alteza real, pero la chica dejaba ver su

identidad al no haberse puesto la máscara. El ejército del rey seguía atacando a

la pareja justiciera, era tal el montón, que ella se despojó de la parte superior
del traje, mostrando los senos rosados y bien dotados. Con las bocas abiertas,

babeando, Pierre tuvo la oportunidad de girar la espada y paralizarlos con la

lluvia de rosas. La mujer le sonrió, sobándose el puñetazo de la cara, tirando la


ropa despojada; le guiñó el ojo a su hombre y le besó; Borreau atravesó con la

espada a Jeanette, los ojos se agrandaron y un vomito de sangre, le abatía;


furioso, pues al estar juntos, él también había sido tocado por el ama; Laucer
creía tener el triunfo en sus manos, Pierre se quitó de un jalón el acero y lo

aventó al traidor. El capitán de los mosqueteros le partía, el florete, en el


corazón, muriendo al instante. Depositó en el suelo a su amor y la vendaba con

la ropa del traje botado. Alexander y Luis, el Rey Sol, temblaban de miedo,
pues, temían por sus vidas; Candeloro le quitaba las botas y besaba los pies,
masajeaba a la fémina, los párpados se movían con lentitud. Quiso hablar pero

le manaba sangre, los dientes brillaban, el hombre la tomó entre sus brazos y
la llevó a un lugar conocido por él. Vagaba triste, con la muchacha,

cargándola: pasos lentos, en la colina del unicornio, gritó con fuerzas

sobrehumanas, suplicando que le devolviesen la vida, el caballo con el cuerno

y alas, trotando llegaba a los dos. Puso el cuerno en el vientre de al chica y un


rayo blanco la bañaba de pies a cabeza; al fin, abría los ojos, repuesta y sanada

de la herida mortal. A cambio de al curación, quería una virgen desnuda para

que viajara una vez con él. Dando su palabra, los dejó marchar,. Fueron al

cementerio, los dos cavaron en la tumba de Pierre, abrieron el ataúd, estaba

vacío; dirigiéndose al palacio. El falso Luis, paseaba de un lado a otro, el

cardenal lo imitaba, se les ocurrió una macabra idea, liberara a la planta

carnívora, según la leyenda, tal monstruo se encontraba en una pared sellada

con un símbolo que le impedía escapar. Fueron directo al muro prohibido,


partiendo el sello protector en dos, un rugido escalofriante, la morada real se

desmoronaba, corriendo espantados, unos tentáculos verdes los aprisionaron,

las ramas les impedían liberarse de ellas. Alexander, el cardenal y el rey Luis
eran devorados por la criatura del mundo vegetal; los tragó de un solo bocado,

los huesos crujían, tronaban armoniosamente. En el valle del unicornio. Pierre


y Jeanette, traían cinco doncellas para el amigo; la primera, se desnudó,
esperando al legendario caballo mitológico, apareciendo, se dejó montar, pero

la morena no era pura, relincho y encabritado la lanzó por los aires, la pobre
cayó, quedando adolorida. La segunda, una pelirroja se subió pero sucedió lo

mismo; la tercera, una negrita dulce, ocurrió lo anterior; la cuarta, una de


cabello castaño, le aventaba al suelo; por último, la mujer de tipo caucásica, lo
montó y se quedó quieto. Emprendió el vuelo junto con la inmaculada hembra

de padres rubios y ojos azules, nacida en París, Francia. Las otras se fueron
rumiando molestas, avergonzadas por no ser doncellas sino un cuarteto de

putas o rameras. Se encontraron con un grupo de campesinos y las

despreciadas cogían con los hombres del campo fructífero. La rubia, desnuda,

volaba feliz, sus senos se mecían, descendieron en una isla, ahí, el pegaso se
transformó en un apuesto hombre, fortachón y guapo; cabellos dorados, ojos

verdes, piel blanca y alto; la caucásica se quedó estática. El macho se acercó a

la hembra y la poseyó con locura, la casi mujer emitía quejidos de gusto y

placer. El tipo la trata con paciencia y disfruta de las mieles de Eros; el paraíso

se abre a las puertas del cielo ahora y siempre. La orgía, del bosque, es

interrumpida por el abominable ser, que agarra a las ocho personas y las

devora con rapidez; gritos de angustia, callados por el dedo de la muerte.

Jeanette voltea a oír los gemidos, asombrada, descubre el horror del mito.
- Se liberó, Dios mío.

Pierre entreabre los ojos y medita la situación con astucia y habilidad. El

cerebro humano trabaja en proyectos de diversos métodos para destruir al ente


devorador. La situación es complicada y adversa, sigue pensando, hacer ruidos

con la boca; comprende que el problema es de respuesta inmediata y requiere


de solución precisa al instante. Habla con su novia sobre el proceso de llevar a
cabo a buen término esta barrera peligrosa que sobrecoge a la gente. La mujer

es atrapada por el vegetal, ha llegado el momento de actuar y el mosquetero


desenfunda el florete preciado; corta de tajo la enredadera que había apresado

a ella y corren juntos en dirección a la zona lejana de París. Del cielo emerge
la caucásica, montada ene l unicornio alado, azuza al animal a seguir adelante,
trae en la mano una tea, vuela por encima del monstruo y le arroja en la boca

la antorcha; pronto, ven, a la planta carnívora, arder en llamas. Berridos,


chillidos escalofriantes, revolcándose de dolor; al último, cenizas humeantes

quedan de la criatura del reino plantae. Desciende la heroína, pegaso se

transmuta a hombre y la abraza, decidiendo pasar el resto de su vida en ese

estado; pero, con Barbie como esposa; la otra rubia le da un codazo al francés
en el costado y éste planea hacer lo mismo; las parejas acuerdan celebrar las

bodas el día en que el pueblo eligiera al nuevo gobernante. Por todas las

provincias de Francia, Marseille, Mónaco, París, Lyon, Burdeux etc. Se

postulaban ambiciosos personajes en busca del poder de la república. Al notar

la terrible causa, Rouget de Lisle y la caucásica hicieron público a las

comarcas el deseo de tomar el trono real; la mayoría aprobó esta candidatura,

mas, ellos dijeron que el matrimonio sería por la iglesia y después se

coronarían como los futuros reyes del país galo. Felices, sonrieron. El día del
festejo se cumplió, Jeanette y Pierre Philippe Candeloro junto con Rouget de

Lisle y Barbie celebraban ante Dios, el juramento de vivir juntos y solamente

la muerte los separaría, el gentío los aclamaba con hurras y vivas. El


mosquetero lucía un traje rosado, muy elegante, con encajes en los bordes; la

esposa se puso un vestido blanco, bordeado de lentejuelas y tan escotado, que


un tirón le asomaría los senos, el velo le cubría el hermoso rostro. Rouget tenía
una ropa muy vistosa, medias blancas, pantaloncillo terminado en las rodillas,

camisa con brillantes piedras, la caucásica era extraordinaria, un vestido de


novia resplandeciente, perlas en el pecho, una cola de cinco metros, el velo

tejido muy delicado, guantes hasta los brazos y zapatillas de cristal. El rostro
de piel blanca con los labios rojos, los párpados verdes y cejas de formación
circular, con un lunar en el cachete. El sacerdote los casó, los dos varones le

metían el anillo en el dedo, enlazados, los padrinos entregaron arras. La fiesta,


un banquete, deliciosa comida, vino abundante y fresco; al término, Rouget y

Barbie, les ponían la corona, ante el júbilo de los súbditos; tomando posesión

como nuevos reyes prometieron respetar el derecho de cada persona, mejorar

en la economía del país y bajar el abusivo impuesto de los usureros. Pasaron


los años, digamos diez, los monarcas reinaban con justicia, nada les era

perjudicado, protegían al débil y neutralizaban al fuerte recaudador de

impuestos; el hijo que tuvieron le llamaron Jean-Paul; el príncipe era travieso,

corría veloz, mojaba a los sirvientes con agua caliente. Muchas veces lo

castigaban con no dejarle ir a pasear, pero el se escabullía para romper esa

regla; era de pelo rubio, ojos azules y una carita de inocente, a pesar de todo,

la gente le profesaba cariño y respeto. El niño era humilde, precoz, pero muy

sencillo, nunca le gustaba creerse superior por encima de los pobres; en


cambio, junto con sus padres, ayudaban a los huérfanos a estudiar y ser

hombres de provecho. Jeanette dejo a Pierre, pues, el esposo le era infiel con

varias mujeres; siempre lo descubría en la cama con las amantes; el pequeño


Philippe Candeloro vivía con su madre pero le dejaba visitar a su padre en

vacaciones. El mosquetero era popular entre las chicas, que insinuantes, le


ofrecían su cuerpo para caer en la tentación del sexo. Muchos bastardos
nacieron, por culpa e irresponsabilidad de no ponerse preservativo; el gallardo

francés vivía en la casa de sus padres, cinco jovencitas lo atendían


afectuosamente. Las noches eran cálidas y muy acompañadas por doncellas

bellas y menos viejas de edad que su esposa. Philippe quería demasiado a


Pierre, más que a Jeanette; admiraba la valentía y capacidad de luchar ante el
mal, nunca había tenido miedo y si lo tuviese lo vencía. Padre e hijo paseaban

por el parque, unas veces iban a pescar en la costa; pero, la mujer lo amaba, el
inconveniente era la flaqueza ante las perras ardientes. Por ese motivo

rehusaba volver a su lado, resignada, probó los brazos de otro, pero al terminar

de copular; se sintió tan mal, asqueada, sucia, como si fuese una vulgar

prostituta de la calle. La culpa le martirizaba, lloraba las noches de luna llena,


en el balcón; contemplando las estrellas. Decidió ser monja, entró al convento

de las Carmelitas Descalzas pero antes, mando a Philippe junto con Pierre;

Jeanette encontró una paz en la vida religiosa, reanimaba el espiritu y

expresaba un amor a los demás. Hacía las tareas pesadas con cariño, era una

devota de Dios, cuidaba de los enfermos y se preocupaba por atender a los

niños de la casa hogar; era muy dichosa, servidora del Omnipotente; pedía a

los ángeles le protegiesen a ella y a su esposo e hijo. Candeloro era muy

mujeriego, conquistador y romántico, algunas veces, el esposo de ella, los


encontraba y se batían en duelo de espada, no los mataba, pero le chocaba la

situación. Vírgenes perdieron el tesoro guardado por la lujuria del mosquetero

Pierre; una ocasión, el celoso novio al enterase que su amada durmió con él,
en una trampa lo hirió de gravedad, agonizaba. Por casualidad pasaba Jeanette

por esa zona, pidió la colaboración de los vecinos para llevarlo al convento y
curarle la llaga; desinteresada, lo cuidó como lo hace una hermana, el
resultado, una recuperación milagrosa; en el catre, Pierre, miraba como su ex

esposa le atendía con paciencia y atención. Al sanar por completo, le suplicó


de rodillas, volviera a su lado, sería buen marido y no le sería infiel jamás. . la

religiosa tocó el rosario y con calma le dijo.


- Basta, tuviste la oportunidad, la desperdiciaste; ahora, ve por nuestro hijo,
sé un buen padre para él. Te lo pide, la que antes estuvo locamente enamorada

de ti; vete, pero promete que te reformarás y le darás un ejemplo.


Le temblaba la quijada al decir que sí, la había perdido para siempre.

Cuando salió del hospital, rodaron dos lágrimas amargas, el corazón hecho

pedazos. Una linda provinciana le guiñaba el ojo; secó su rostro y fue con ella.

Desde lo alto, Jeanette comprendía.


- Lo siento, pero nunca cambiarías, Dios me llama y soy su sierva.

Cerró las ventanas, aunque por dentro la duda seguía.

- Por un momento, pensé en volver contigo, Pierre.

Fue a su habitación a darle gracias a Dios por pasar la difícil prueba, ahora

estaba segura a quien serviría. Philippe siguió los pasos de su padre, era buen

mozo, muchas niñas le ofrecieron compartir el lecho junto a ellas. En

ocasiones, padre e hijo, visitaban a la dueña de la casa y a sus sirvientas, sólo

para acabar cogiendo en la cama con ellas. Los Candeloro eran hombres
valientes y temerarios, por eso los disculpaban los deslices y los hombres les

perdonaban que hubiesen copulado con esposas e hijas suyas. Los reyes se

hicieron de la vista gorda y los dejaron en paz. Mientras protegieran a Francia


del mal y el peligro.


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