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El Inminente

Fin de los Tiempos

René Guénon
(Traducción: Pedro Rodea)
RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

PREFACIO

Desde nuestro libro La Crisis del Mundo moderno, los acontecimientos han con-
firmado rápidamente todo lo que expusimos, aunque, entonces lo tratáramos al mar-
gen de toda consideración de «actualidad» inmediata. Si el mundo moderno constitu-
ye una suerte de monstruosidad, por ello no es menos cierto que, situado en el con-
junto del ciclo histórico del que forma parte, corresponde a las condiciones de una
fase de este ciclo, la que la tradición hindú llama el «periodo extremo» del Kali-
Yuga; son estas condiciones, que resultan de la marcha misma de la manifestación
cíclica, las que determinan sus caracteres propios, y es cierto que la época actual no
puede ser otra que la que es. Pero para ver el desorden como un elemento del orden
hay que elevarse por encima del nivel de las contingencias a cuyo dominio pertenece
este desorden como tal; y de la misma manera, para entender el verdadero significa-
do del mundo moderno según las leyes cíclicas que rigen el desarrollo de la presente
humanidad terrestre, hay que estar libre de la mentalidad que le caracteriza; eso es así
porque esta mentalidad implica una total ignorancia de las leyes en cuestión, así co-
mo de todas las demás verdades que, vinculadas a los principios transcendentes, for-
man parte del conocimiento tradicional que todas las concepciones modernas niegan.

Hace tiempo que queríamos dar a La Crisis del Mundo moderno una continuación
«doctrinal», a fin de aclarar aspectos de la época actual según el punto de vista tradi-
cional, que es el único válido y posible, puesto que, aparte de él, tal aclaración no
puede considerarse.

Entre los rasgos característicos de la mentalidad moderna, tomaremos aquí prime-


ro, como punto central de nuestro estudio, la tendencia a reducirlo todo al punto de
vista cuantitativo, tendencia muy marcada en las concepciones «científicas» de estos
últimos siglos, y que se observa también en otros dominios, a saber, en el de la orga-
nización social, de manera que, nuestra época se puede definir como el «reino de la
cantidad». Si hablamos aquí de este carácter preferentemente sobre todo otro, no es
solo porque es uno de los más visibles; es porque se presenta como fundamental, por

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el hecho de que esta reducción a lo cuantitativo traduce las condiciones de la fase


cíclica a la que la humanidad ha llegado en los tiempos actuales, y porque esta ten-
dencia es la que lleva al término mismo del «descenso» que se efectúa, con una velo-
cidad creciente, desde el comienzo al fin de un Manvantara, es decir, en toda la du-
ración de la manifestación de una humanidad tal como la nuestra. Este «descenso» es
el alejamiento gradual del principio, inherente a todo proceso de manifestación; en
nuestro mundo, y en razón de las condiciones de existencia a las que está sometido,
el punto más bajo reviste el aspecto de la cantidad pura; pero eso es el límite, y por
eso, solo podemos hablar de «tendencia», ya que, en el recorrido del ciclo, el límite
no puede alcanzarse nunca.

Lo que importa observar aquí es que, en virtud de la ley de la analogía, el punto


más bajo es como un reflejo oscuro o una imagen invertida del punto más alto, de
donde resulta la consecuencia, paradójica en apariencia, de que la ausencia más
completa de todo principio implica una suerte de «falsificación» del principio mis-
mo. Esta observación ayuda a comprender algunos de los enigmas más sombríos del
mundo actual, enigmas que niega porque no sabe percibirlos y porque esta negación
es una condición indispensable del mantenimiento de la mentalidad por la cual exis-
te: si nuestros contemporáneos vieran lo que les dirige y hacia dónde, el mundo mo-
derno dejaría de existir inmediatamente, ya que se operaría la «rectificación» que
hemos mencionado; pero, como esta «rectificación» supone la llegada al punto de
detención donde acaba el «descenso» y donde «la rueda deja de girar», hay que con-
cluir que, hasta que ese punto de detención no se alcance, estas cosas no pueden ser
comprendidas por todos. Es solo en el «reino de la cantidad» donde la opinión de la
mayoría se considera.

La observación precedente servirá para impedir toda confusión entre el punto de


vista de la ciencia tradicional y el de la ciencia profana, aunque algunas similitudes
exteriores puedan parecer prestarse a ello; estas similitudes provienen de correspon-
dencias invertidas, donde, mientras que la ciencia tradicional considera esencialmen-
te el término superior, la ciencia profana solo tiene en vista el término inferior, e,
incapaz de rebasar el dominio inferior, pretende reducir a éste toda realidad. Así,
para dar un ejemplo, los números pitagóricos, considerados como los principios de
las cosas, no son los números tal como se entienden hoy día, como tampoco la inmu-
tabilidad principial es la inmovilidad de una piedra, o como la verdadera unidad no

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es la uniformidad de los seres desprovistos de toda cualidad propia; sin embargo,


debido a que se trata de números en los dos casos, los partidarios de la ciencia cuanti-
tativa cuentan a los Pitagóricos entre sus «predecesores». Agregamos que eso mues-
tra también que las ciencias profanas, a las que hoy se rinde culto, son solo «resi-
duos» degenerados de antiguas ciencias tradicionales, como la «cantidad» misma, a
la que ahora se reduce todo, es solo, desde el punto de vista en que la considera la
ciencia moderna, el «residuo» de una existencia vaciada de lo que constituye su
esencia; y así la pretendida ciencia actual, al eliminar lo que es esencial, se revela
incapaz de explicar nada.

Así como la ciencia tradicional de los números es algo muy diferente de la arit-
mética profana actual, también hay una «geometría sagrada», no menos diferente de
la ciencia «escolar» que hoy día tiene este mismo nombre. Aquellos que han leído El
Simbolismo de la Cruz, saben que expusimos ahí muchas consideraciones que de-
penden de esta geometría simbólica, y pueden entender hasta qué punto se presta a la
representación de las realidades de orden superior. Y, ¿no son las formas geométricas
la base misma de todo simbolismo figurado o «gráfico»? Es fácil comprender que tal
geometría, lejos de referirse solo a la cantidad, es, al contrario, «cualitativa»; y deci-
mos otro tanto de la verdadera ciencia de los números, ya que los números principia-
les, aunque se llaman así por analogía, están, en relación a nuestro mundo, en el polo
opuesto de ese donde se sitúan los números de la aritmética vulgar, los únicos que se
conocen hoy y a los que se presta atención exclusiva.

En este estudio, mostraremos, de una manera más general, cuál es la verdadera


naturaleza de las ciencias tradicionales, y también el abismo que las separa de las
ciencias profanas que son su caricatura o parodia, lo que permite medir la decadencia
sufrida por la mentalidad humana con el paso de unas a otras, y ver también, por la
situación respectiva de sus objetos, cómo esta decadencia sigue estrictamente la mar-
cha descendente del ciclo mismo recorrido por nuestra humanidad. Bien entendido,
estas cuestiones no se pueden pretender tratar nunca completamente, ya que, por su
naturaleza, son inagotables; pero al menos trataremos de decir suficiente como para
que cada uno pueda saque las conclusiones pertinentes en lo que concierne al «mo-
mento cósmico» al que corresponde la época actual. Si hay consideraciones que se
encontrarán «obscuras» a pesar de todo, es porque están muy lejos de los hábitos
mentales actuales, y son extrañas a todo lo que inculca la educación y el medio en

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que se vive; en eso no podemos nada, ya que hay cosas para las que la expresión
simbólica es la única posible, y que, por lo tanto, nunca serán comprendidas por
aquellos para quienes el simbolismo es letra muerta.

Por definición, la multiplicidad inferior es cuantitativa, y se puede decir que es la


cantidad misma, desprovista de toda cualidad; por el contrario, la multiplicidad supe-
rior es cualitativa, es decir, el conjunto de las cualidades y atributos que constituyen
la esencia de los seres y de las cosas. Así pues, se puede decir también que el descen-
so que hemos mencionado se efectúa desde la cualidad a la cantidad, donde una y
otra son límites exteriores a la manifestación, una más allá y la otra más acá, porque
son, en relación a las condiciones de nuestro mundo o estado de existencia, la expre-
sión de los dos principios universales que hemos designado en otra parte como
«esencia» y «substancia», y que son los dos polos entre los que se produce toda ma-
nifestación; y éste es el punto que vamos a explicar en primer lugar, ya que así se
podrán comprender mejor las otras consideraciones que desarrollaremos a lo largo de
este estudio.

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CAPÍTULO I

Cualidad y Cantidad

La cualidad y la cantidad son dos términos complementarios, aunque no se com-


prenda la razón de esta relación; esta razón reside en la correspondencia que hemos
indicado en lo que precede. Así pues, partimos aquí de la primera de todas las duali-
dades cósmicas, la que está al principio de la existencia o manifestación universal, y
sin la cual ninguna manifestación es posible; esta dualidad es la de Purusha y Prakri-
ti según la doctrina hindú, o, para emplear otra terminología, la de «esencia» y «subs-
tancia». Estos deben considerarse como principios universales, puesto que son los
dos polos de toda manifestación; pero a otros niveles múltiples, como los dominios
que se pueden considerar en el interior de la existencia universal, se pueden emplear
también, analógicamente, estos mismos términos en un sentido relativo, para desig-
nar lo que corresponde a estos principios en un modo de manifestación más restrin-
gido. Así se puede hablar de esencia y substancia, ya sea para un mundo, es decir,
para un estado de existencia determinado por sus condiciones, ya sea para un ser
considerado en particular, o incluso para cada uno de los estados de este ser, es decir,
para su manifestación en cada uno de los grados de la existencia; en este último caso,
la esencia y la substancia son la correspondencia microcósmica de lo que son, desde
el punto de vista macrocósmico, para el mundo en el que se sitúa esta manifestación.

Entendidas en este sentido relativo, en relación a los seres particulares, la esencia


y la substancia son lo mismo que los filósofos escolásticos llaman «forma» y «mate-
ria». Decir que todo ser manifestado es un compuesto de «forma» y «materia», equi-
vale a decir que su existencia procede a la vez de la esencia y la substancia, y, por lo
tanto, que hay en él algo que corresponde a cada uno de éstos dos principios, de suer-
te que él es como una resultante de su unión; y, en la aplicación que se hace de ellos
en el caso de los seres individuales, esta «forma» y esta «materia», son respectiva-
mente idénticas a lo que la tradición hindú designa como nâma (nombre) y rûpa
(forma). Agregamos que lo que se llama «acto» y «potencia», en el sentido aristotéli-
co, corresponde igualmente a la esencia y la substancia; estos dos términos son sus-
ceptibles de una aplicación más extensa que los de «forma» y «materia»; decir que

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hay en todo ser una mezcla de acto y potencia equivale también a lo mismo, ya que
el acto es eso por lo que ese ser participa en la esencia, y la potencia eso por lo que
participa en la substancia; el acto puro y la potencia pura no se encuentran en la ma-
nifestación, puesto que son los equivalentes de la esencia y la substancia universales.

Ahora vamos a hablar de la esencia y la substancia de nuestro mundo, es decir,


del dominio del ser individual humano, y decimos que, en conformidad con las con-
diciones que definen este mundo, estos dos principios aparecen en él respectivamente
como la «cualidad» y la «cantidad». Eso es evidente en lo tocante a la cualidad, pues-
to que la esencia es la síntesis principial de todos los atributos de un ser y que hacen
que éste ser sea lo que es; y se puede observar que la cualidad no se restringe exclu-
sivamente solo a nuestro mundo, sino que es susceptible de universalizar su signifi-
cado. La cualidad representa aquí el principio superior; pero, en su universalización,
la cualidad deja de ser el correlativo de la cantidad, ya que ésta, por el contrario, está
ligada a las condiciones de nuestro mundo. Desde el punto de vista teológico, ¿no se
refiere la cualidad solo a Dios, al hablar de sus atributos, mientras que es inconcebi-
ble pretender imponer-Le determinaciones cuantitativas?

Es interesante observar que la «forma» de los escolásticos es lo que Aristóteles


llama  (idea), y que esta palabra se emplea también para designar la «especie»,
la cual es la esencia común a una multitud indefinida de individuos; ahora bien, esta
esencia es de orden cualitativo, ya que es «innumerable», es decir, independiente de
la cantidad, puesto que es indivisible y ésta toda entera en cada uno de los individuos
que pertenecen a esa especie, sin que pueda ser afectada por el número de ellos.
Además,  es etimológicamente «idea», no en el sentido mental actual, sino en el
sentido ontológico de Platón. Las ideas platónicas son también esencias; se trata de
los «arquetipos» o de los principios esenciales de las cosas, que representan el lado
cualitativo de la manifestación. Estas ideas platónicas son, con otro nombre, lo mis-
mo que los números pitagóricos; y eso muestra que los números pitagóricos, aunque
se les llame así, no son los números en el sentido cuantitativo de esta palabra, sino
que son cualitativos, y corresponden, en el lado de la esencia, a lo que son los núme-
ros cuantitativos en el lado de la substancia.

Por el contrario, cuando Santo Tomás de Aquino dice que «numerus stat ex parte
materiæ», se refiere al número cuantitativo, y con eso afirma que la cantidad tiende

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al lado substancial de la manifestación; decimos substancial, ya que materia, en el


sentido escolástico, no es la «materia» tal como la entienden los físicos modernos,
sino la substancia, ya sea en su acepción relativa cuando es puesta en correlación con
forma y referida a los seres particulares, o ya sea también, cuando se trata de materia
prima, como el principio pasivo de la manifestación universal, es decir, la potenciali-
dad pura, que es el equivalente de Prakriti en la doctrina hindú. No obstante, al tra-
tarse de «materia», en cualquier sentido que se quiera entender, todo deviene oscuro
y confuso; así, mientras que hemos podido mostrar suficientemente la relación de la
cualidad con la esencia, debemos extendernos más en lo que concierne a la relación
de la cantidad con la substancia, ya que primero hay que elucidar los diferentes as-
pectos bajo los cuales se presenta lo que los Occidentales llaman «materia», incluso
antes de la desviación moderna donde esta palabra estaba destinada a desempeñar un
papel preponderante; y eso es tanto más necesario cuanto que esta cuestión se en-
cuentra en la raíz misma del tema principal de nuestro estudio.

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CAPÍTULO II

«Materia signata quantitate»

Los escolásticos llaman materia a lo que Aristóteles llama ule; esta materia no es
la «materia» actual; y aunque se haga entrar en la concepción actual, ella es muchas
otras cosas, y son esas cosas las que hay que distinguir primero; pero, para designar-
las a todas juntas por una denominación común como las de ule y materia, no tene-
mos a disposición un término mejor que el de «substancia». La ule, como principio
universal, es la potencia pura, donde no hay nada distinguido ni «actualizado», y que
constituye el «soporte» pasivo de toda manifestación; así pues, en este sentido, es
Prakriti o la substancia universal, y todo lo que hemos dicho en otra parte sobre ésta,
se aplica igualmente a la ule entendida así1. En cuanto a la substancia tomada en un
sentido relativo, como lo que representa el principio substancial y desempeña su pa-
pel en relación a un orden de existencia delimitado, es ella también lo que se llama
secundariamente ule en la correlación de este término con eidos para designar las dos
caras esencial y substancial de las existencias particulares.

Los escolásticos distinguen éstos dos sentidos al hablar de materia prima y mate-
ria secunda; así pues, podemos decir que su materia prima es la substancia universal,
y que su materia secunda es la substancia en el sentido relativo; pero, como desde
que estamos en lo relativo, los términos devienen susceptibles de aplicaciones múlti-
ples, ocurre que lo que es materia en un cierto nivel deviene forma en otro e inver-
samente, según la jerarquía de los grados que se consideren en la existencia manifes-
tada. Pero, una materia secunda, aunque constituya el lado potencial de un mundo o
de un ser, no es nunca la potencia pura; solo la substancia universal es la potencia
pura, que no solo está debajo de nuestro mundo (substantia, de sub stare, es literal-
mente «lo que está debajo», el «substratum»), sino debajo del conjunto de todos los

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Hacemos observar que el sentido primero de la palabra ule se refiere al principio vegetativo; ahí
hay una alusión a la «raíz» (en sánscrito mûla, término aplicado a Prakriti) a partir de la cual se desa-
rrolla la manifestación; y también se puede ver una cierta relación con lo que la tradición hindú llama
la naturaleza «asúrica» del vegetal, que se sumerge por sus raíces en lo que constituye el soporte obs-
curo de nuestro mundo; la substancia es en cierto modo el polo tenebroso de la existencia.

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mundos o de todos los estados que comprende la manifestación universal. Agrega-


mos que, por ser potencialidad «indistinguida» e indiferenciada, la substancia univer-
sal es el único principio que es «ininteligible», no porque seamos incapaces de cono-
cerla, sino porque no hay en ella nada que conocer; en cuanto a las substancias rela-
tivas, en tanto que participan de la potencialidad de la substancia universal, partici-
pan también de su «ininteligibilidad» en la medida correspondiente. Así pues, no es
en el lado substancial donde hay que buscar la explicación de las cosas, sino en el
lado esencial, lo que se puede traducir en términos de simbolismo espacial diciendo
que toda explicación procede de arriba hacia abajo y no de abajo hacia arriba; y esta
observación es particularmente importante, ya que da inmediatamente la razón por la
que la ciencia actual carece de valor explicativo.

Antes de ir más lejos, debemos observar que la «materia» de los físicos solo es
una materia secunda, puesto que la suponen dotada de propiedades, sobre las que no
concuerdan, de suerte que en ella solo hay potencialidad e «indistinción»; además,
como sus concepciones solo se refieren al mundo sensible, no sabrían qué hacer con
la consideración de la materia prima. No obstante, por una extraña confusión, hablan
de «materia inerte», sin darse cuenta de que, si fuera inerte, estaría desprovista de
toda propiedad y no se manifestaría, de suerte que no sería nada que sus sentidos
puedan percibir, mientras que, al contrario, ellos declaran «materia» a todo lo que
cae bajo sus sentidos; en realidad, la inercia solo conviene a la materia prima, porque
ella es sinónimo de pasividad o de potencialidad pura. Hablar de «propiedades de la
materia» y afirmar al mismo tiempo que «la materia es inerte», es una contradicción
insoluble; y, curiosa ironía de las cosas, el «cientificismo» moderno, que tiene la
pretensión de eliminar todo «misterio», hace llamada, en sus vanas tentativas de ex-
plicación, a lo más «misterioso» que hay en el sentido vulgar de esta palabra, es de-
cir, a lo más obscuro y menos inteligible.

Uno puede preguntarse ahora si, poniendo a un lado la «pretendida inercia de la


materia», que es un absurdo, esta misma «materia», dotada de cualidades más o me-
nos definidas que la harían susceptible de manifestarse a nuestros sentidos, es la
misma cosa que la materia secunda de nuestro mundo tal como la entienden los es-
colásticos. Ya se puede sospechar que una tal asimilación es inexacta si se precisa
que, para desempeñar en relación a nuestro mundo un papel análogo al de la materia
prima o substancia universal en relación a toda manifestación, la materia secunda no

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debe estar manifestada de ninguna manera en este mundo mismo, sino que solo debe
servir de «soporte» o de «raíz» a lo que se manifiesta en él, y que, por lo tanto, las
cualidades sensibles no pueden serle inherentes, sino que proceden al contrario de
«formas» recibidas en ella, lo que equivale a decir que todo lo que es cualidad debe
ser referido a la esencia. Así pues, se ve aparecer aquí una nueva confusión: los físi-
cos actuales, en su esfuerzo por reducir la cualidad a la cantidad, han llegado, por
una suerte de «lógica del error», a confundir una y otra, y por lo tanto a atribuir la
cualidad misma a su «materia», en la que acaban por colocar así toda la realidad, lo
que constituye el «materialismo» propiamente dicho.

No obstante, la materia secunda de nuestro mundo no debe estar desprovista de


toda determinación, ya que, si lo estuviera, se confundiría con la materia prima en su
completa «indistinción»; y, por otra parte, no puede ser una materia secunda cual-
quiera, sino que debe estar determinada de acuerdo con las condiciones de este mun-
do, de manera que sea, en relación a éste, apta para desempeñar el papel de substan-
cia. Así pues, hay que precisar la naturaleza de esta determinación, y es lo que hace
Santo Tomás de Aquino al definir esta materia secunda como materia signata quan-
titate; lo que le es inherente y le hace ser lo que ella es, no es pues la cualidad, sino,
al contrario, es la cantidad, que es así ex parte materiae. La cantidad es una de las
condiciones mismas de la existencia en el mundo sensible o corporal; es incluso,
entre estas condiciones, una de las que son más exclusivamente propias a éste, y
así, la definición de la materia secunda solo puede concernir a este mundo, y le
concierne toda entera, ya que todo lo que existe en él está necesariamente some-
tido a la cantidad; está definición es pues plenamente suficiente, sin que haya que
atribuir a esta materia secunda, como se ha hecho con la «materia» actual, unas pro-
piedades que no le pertenecen. Se puede decir que la cantidad, al constituir el lado
substancial de nuestro mundo, es su condición «básica» o fundamental; pero hay que
evitar darle una importancia que no tiene, y sobre todo de querer sacar de ella la ex-
plicación de este mundo, de la misma manera que hay que evitar confundir el cimien-
to de un edificio con su cima: mientras solo hay el cimiento, todavía no hay edificio,
aunque ese cimiento sea indispensable; e, igualmente, mientras solo hay cantidad,
todavía no hay manifestación sensible, aunque ésta tenga en ella su raíz. La cantidad
es solo una «presuposición» necesaria, pero que no explica nada; es una base, pero
nada más, y no se debe olvidar que la base, por definición, es lo que está situado en
el nivel más bajo; así pues, la reducción de la cualidad a la cantidad no es más que la

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«reducción de lo superior a lo inferior», con la que algunos han querido caracterizar


muy justamente el materialismo. Pretender hacer salir lo «más» de lo «menos» es
una de las más notorias aberraciones actuales.

Hay otra cuestión: la cantidad se presenta a nosotros de modos diversos; así, hay
la cantidad discontinua, que es el número, y la cantidad continua, que son las magni-
tudes espacial y temporal; ¿cuál de estos modos constituye la cantidad pura? Esta
cuestión es importante, pues Descartes, que es el punto de partida de buena parte de
las concepciones filosóficas y científicas actuales, quiso definir la materia por la ex-
tensión, y hacer de esta definición el principio de una física cuantitativa que, si no era
ya «materialismo», era «mecanicismo». Por el contrario, Santo Tomás de Aquino, al
decir que «numerus stat ex parte materiæ», dice que es el número el que constituye
la base substancial de este mundo, y que es, por consiguiente, el que debe considerar-
se como la cantidad pura. Además, hay que observar que la materia de Descartes ya
no es la materia secunda de los escolásticos, sino un ejemplo de la «materia» del
físico actual, aunque Descartes no puso en esta noción todo lo que sus sucesores han
introducido en ella después hasta llegar a sus teorías más recientes sobre la «consti-
tución de la materia». Así pues, hay que sospechar que, en la definición cartesiana de
materia, hay un error, que debió deslizarse en ella, quizás sin saberlo su autor, es
decir, un elemento que no es de orden cuantitativo; y, en efecto, como lo veremos
después, la extensión, aunque tiene un carácter cuantitativo, no puede ser considera-
da como cantidad pura. Además, hay que señalar que las teorías que van más lejos en
el sentido de la reducción de todo a lo cuantitativo, son «atomistas», es decir, que
introducen en su noción de materia una discontinuidad más afín a la naturaleza del
número que a la de la extensión. Otra causa de confusión, sobre la cual tendremos
que volver, es la consideración de «cuerpo» y «materia» casi como sinónimos; en
realidad, los cuerpos no son la materia secunda, que no se encuentra en ninguna par-
te en las existencias manifestadas, sino que proceden de ella solo como de su princi-
pio substancial. En definitiva, es el número, que tampoco es percibido en estado puro
en el mundo corporal, el que ocupa el primer lugar en el dominio de la cantidad, en
tanto que su modo fundamental; los demás modos solo son derivados, es decir, que
solo son cantidad por participación en el número, lo que se reconoce implícitamente
cuando se considera que todo lo que es cuantitativo puede expresarse numéricamen-
te. En los demás modos, la cantidad, incluso si es el elemento predominante, aparece
siempre mezclada de cualidad, y es así como las concepciones del espacio y el tiem-

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po, a pesar de todos los esfuerzos de los matemáticos actuales, no pueden ser nunca
solo cuantitativas, a menos que se reduzcan a nociones vacías, sin contacto con la
realidad; pero, ¿no está hecha la ciencia actual de estas nociones vacías, que solo
tienen carácter de «convenciones» sin el menor alcance efectivo? Nos explicaremos
más completamente sobre está última cuestión, sobre todo en lo que concierne a la
naturaleza del espacio, ya que este punto tiene una relación estrecha con los princi-
pios del simbolismo geométrico, y, al mismo tiempo, proporciona un excelente
ejemplo de la degeneración que lleva de las concepciones tradicionales a las concep-
ciones profanas; para ello examinaremos primero cómo la idea de «medida», sobre la
que se basa la geometría misma, es, tradicionalmente, susceptible de una transposi-
ción que le da un significado completamente diferente del que tiene para los «sabios»
actuales, que solo ven en ella el medio de acercarse a su «ideal» al revés, es decir, de
operar la reducción de todas las cosas a la cantidad.

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CAPÍTULO III

Medida y manifestación

Si preferimos no emplear la palabra «materia» mientras no examinemos las con-


cepciones actuales, la razón de ello son las confusiones que suscita inevitablemente,
ya que es imposible que no evoque la idea de lo que los físicos actuales llaman así,
puesto que esta acepción es la única que se le da a la palabra «materia» en el lenguaje
corriente. Pero, esta idea de «materia» no se encuentra en ninguna doctrina tradicio-
nal, ya sea oriental u occidental. Al mismo tiempo, puesto que es una idea muy re-
ciente, hay que decir que esa idea no está implícita en la misma palabra «materia»,
que es muy anterior; pero hay que reconocer que esta palabra es de esas cuya deriva-
ción etimológica es difícil de determinar, como si una obscuridad impenetrable en-
volviera todo lo que se refiere a ella. Así pues, aquí solo podemos discernir algunas
ideas que están asociadas a su raíz.

La asociación más frecuente es la que relaciona materia con mater, y eso con-
cuerda con la substancia, en tanto que ésta es un principio pasivo, o simbólicamente
«hembra»: se puede decir que Prakriti desempeña el papel «maternal» en relación a
la manifestación, de la misma manera que Purusha desempeña el papel «macho»; y
ello es así en todos los grados en los que se considere analógicamente una correla-
ción de esencia y substancia. Por otra parte, también se puede vincular la palabra
materia al verbo latino metiri, «medir»; pero quien dice «medida», dice determina-
ción, y esto ya no se aplica a la indeterminación absoluta de la substancia universal o
materia prima, sino que se refiere a algún otro significado más restringido, y ese es
el punto que vamos a examinar ahora.

Como dice sobre este tema Ananda K. Coomaraswamy, «para todo lo que puede
ser concebido o percibido, el sánscrito tiene solo la expresión nâma-rûpa, cuyos dos
términos corresponden a lo “inteligible” y a lo “sensible” (considerados como dos
aspectos complementarios que se refieren respectivamente a la esencia y a la subs-
tancia de las cosas). Es cierto que la palabra sánscrita mâtrâ, que significa «medida»,

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es el equivalente etimológico de materia; pero lo que se “mide” así, no es la “mate-


ria” de los físicos, sino las posibilidades de manifestación inherentes al espíritu
(Âtmâ)». Esta idea de «medida», puesta así en relación con la manifestación, es muy
importante, y además está lejos de ser propia solo de la tradición hindú, que el Sr.
Coomaraswamy ha tenido aquí en vista; de hecho, se puede decir que se encuentra
bajo una forma u otra, en todas las doctrinas tradicionales, y, aunque no indiquemos
ahora todas las concordancias que se pueden señalar a este respecto, no obstante,
diremos suficientes como para justificar esta aserción, aclarando igualmente este
simbolismo de la «medida» que tiene un lugar sobresaliente en algunas formas ini-
ciáticas.

Entendida en su sentido literal, la medida se refiere al dominio de la cantidad


continua, es decir, a las cosas que tienen un carácter espacial (ya que el tiempo, aun-
que igualmente continuo, solo puede ser medido indirectamente, relacionándole con
el espacio por mediación del movimiento que establece una relación entre uno y
otro); eso equivale a decir que la medida se refiere, ya sea a la extensión misma, o ya
sea a lo que se llama la «materia corporal», en razón de su carácter extenso, lo que no
quiere decir que su naturaleza, como pretendía Descartes, se reduzca solo a la exten-
sión. En el primer caso, la medida es «geométrica»; en el segundo, es «física»; pero,
este segundo caso se reduce al primero, puesto que es en tanto que se sitúan en la
extensión y que ocupan una cierta porción de ella, como los cuerpos son mensura-
bles; sus demás propiedades solo son susceptibles de medida en tanto que puedan ser
referidas a la extensión. Aquí estamos muy lejos de la materia prima, que en su «in-
distinción» absoluta, no puede ser medida ni servir para medir nada; pero hay que
preguntarse si esta noción de medida no se vincula a lo que constituye la materia
secunda de nuestro mundo; y, efectivamente, este vínculo existe por el hecho de que
ésta es signata quantitate. En efecto, si la medida «mide» la extensión y lo que está
contenido en ella, es por su aspecto cuantitativo como la medida se hace posible;
pero la cantidad continua es solo un modo derivado de la cantidad, es decir, que solo
es cantidad por su participación en la cantidad pura, que, ella sí, es inherente a la
materia secunda del mundo corporal; y, agregamos que, debido a que lo continuo no
es la cantidad pura, la medida presenta siempre cierta imperfección en su expresión
numérica, ya que la discontinuidad del número hace imposible su aplicación exacta a
la determinación de las magnitudes continuas. Volviendo aquí a la idea expresada

15
RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

por A. Coomaraswamy, hay que tener en cuenta que la cantidad no es lo que se mide,
sino eso por lo que las cosas son medidas.

Para llevar la idea de medida más allá del mundo corporal, es necesario transpo-
nerla analógicamente: puesto que el espacio es el lugar de manifestación de las posi-
bilidades de orden corporal, nos servimos de él para representar todo el dominio de la
manifestación universal, que de otra manera no sería «representable»; y así, la idea
de medida, aplicada a éste, pertenece al simbolismo espacial. La medida es entonces
una «asignación» o «determinación» implícita en toda manifestación, en cualquier
orden y bajo cualquier modo que sea; esta determinación es conforme a las condicio-
nes de cada estado de existencia, y se identifica a esas condiciones mismas; ella solo
es cuantitativa en nuestro mundo, puesto que tanto la cantidad, como el espacio y el
tiempo, son solo condiciones de la existencia corporal. Pero, en todos los mundos,
hay una determinación que puede ser simbolizada para nosotros por esta determina-
ción cuantitativa que es la medida, puesto que ella es lo que se le corresponde en
ellos teniendo en cuenta la diferencia de las condiciones; y se puede decir que es por
esta determinación como esos mundos, con todo lo que contienen, son realizados o
«actualizados» como tales, puesto que ella es uno con el proceso mismo de la mani-
festación. El Sr. Coomaraswamy señala que «el concepto platónico y neoplatónico de
“medida” concuerda con el concepto indio: lo “no-medido” es lo que no ha sido de-
finido; lo “medido” es el contenido definido o finito del “cosmos”, es decir, del uni-
verso “ordenado”; lo “no mensurable” es lo Infinito, que es a la vez la fuente de lo
indefinido y de lo finito, y que permanece inafectado por la definición de lo que es
definible», es decir, por la realización de las posibilidades de manifestación que
comprende en Ello.

Se ve aquí que la idea de «medida» se relaciona con la de «orden» (en sánscrito


rita), que se refiere a la producción del universo manifestado, siendo ésta, según el
sentido etimológico de la palabra griega ó (cosmos), una producción del «or-
den» a partir del «caos»; éste último es lo indefinido, en el sentido platónico, y el
«cosmos» es lo definido. Esta producción es asimilada también por todas las tradi-
ciones a una «iluminación» (El Fiat Lux del Génesis), puesto que el «caos» es identi-
ficado simbólicamente con las «tinieblas»: el «caos» es la potencialidad a partir de la
cual se «actualizará» la manifestación, es decir, el lado substancial del mundo, que se
describe así como el polo tenebroso de la existencia, mientras que la esencia es su

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RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

polo luminoso, puesto que es su influencia la que ilumina ese «caos» para sacar de él
el «cosmos»; y esto concuerda con los diferentes significados implicados en la pala-
bra sánscrita srishti, que designa la producción de la manifestación, y que contiene a
la vez las ideas de «expresión», de «concepción» y de «irradiación luminosa». Los
rayos solares hacen aparecer las cosas que iluminan, haciéndolas visibles, y, por lo
tanto, puede decirse simbólicamente que las «manifiestan»; si se considera un punto
central en el espacio y los rayos emanados de ese centro, se puede decir también que
esos rayos «realizan» el espacio, haciéndole pasar de la virtualidad a la actualidad, y
que su extensión efectiva, en cada instante, es la medida del espacio realizado. Estos
rayos corresponden a las direcciones del espacio; el espacio es definido y medido por
la cruz de tres dimensiones, y, en el simbolismo tradicional de los «siete rayos sola-
res», seis de estos rayos, opuestos dos a dos, forman esta cruz, mientras que el «sép-
timo rayo», el que pasa a través de la «puerta solar», solo puede ser representado
gráficamente por el centro mismo. Agregamos también que, en la tradición hindú, los
«tres pasos» de Vishnu, cuyo carácter «solar» es bien conocido, miden los «tres
mundos», lo que equivale a decir que «efectúan» la totalidad de la manifestación
universal. Por otra parte, los tres elementos que constituyen el monosílabo sagrado
Om son designados por el término mâtrâ, lo que indica que representan también la
medida respectiva de los «tres mundos»; y, por la meditación en estos mâtrâs, el ser
realiza en sí mismo los estados o grados correspondientes de la existencia universal y
deviene así, él mismo, la «medida de todas las cosas».

La idea de medida implica la de «geometría», ya que toda medida no es solo


«geométrica» como hemos visto, sino que se puede decir que la geometría es la cien-
cia misma de la medida; pero aquí se trata de una geometría entendida en el sentido
simbólico, una geometría de la que la geometría actual es solo un vestigio degenera-
do, privado del significado profundo que tenía en el origen y que está enteramente
perdido para los matemáticos actuales. En esto se basan todas las concepciones que
asimilan la actividad divina, en tanto que productora y ordenadora de los mundos, a
la «geometría», y también, por lo tanto, a la «arquitectura», que es inseparable de
ella.

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RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

CAPÍTULO IV

Cantidad espacial y espacio cualificado

Ya hemos visto que la extensión no es solo un modo de la cantidad, o que, si se


puede hablar de cantidad extensa o espacial, la extensión no se reduce solo a la can-
tidad; pero hay que insistir más en este punto, puesto que es importante para mostrar
la insuficiencia del «mecanicismo» cartesiano y de las demás teorías físicas que han
salido de él. Primero, para que el espacio sea cuantitativo, es necesario que sea ho-
mogéneo, y que sus partes solo puedan distinguirse entre sí por sus magnitudes res-
pectivas; eso equivale a decir que solo es un continente sin contenido, es decir, algo
que, de hecho, no existe en la manifestación, donde la relación de continente y con-
tenido supone la presencia simultánea de sus dos términos. No obstante, se puede
plantear la cuestión de saber si el espacio geométrico es concebible como teniendo
tal homogeneidad, lo que no conviene al espacio físico, es decir, al que contiene los
cuerpos, cuya presencia basta para determinar una diferencia cualitativa entre las
porciones de ese espacio que ellos ocupan; ahora bien, es del espacio físico del que
habla Descartes, o de otra manera su teoría misma no significa nada, puesto que no
es aplicable al mundo cuya explicación pretende proporcionar. No sirve de nada ob-
jetar que lo que está en el punto de partida de esta teoría es un «espacio vacío», ya
que, en primer lugar, eso nos lleva a la concepción de un continente sin contenido, y
además el vacío no tiene ningún lugar en el mundo manifestado, ya que no es una
posibilidad de manifestación1; y, en segundo lugar, puesto que Descartes reduce la
naturaleza de los cuerpos solo a la extensión, eso supone que su presencia no agrega
nada a lo que la extensión es ya por sí misma; en efecto, las propiedades de los cuer-
pos solo son para él simples modificaciones de la extensión; pero, ¿de dónde vienen
entonces esas propiedades si no son inherentes a la extensión misma, y cómo pueden
serlo si la naturaleza de ésta está desprovista de elementos cualitativos? En eso hay
una contradicción, y afirmamos que esa contradicción, como muchas otras, se en-
cuentra implícitamente en Descartes; éste, como los materialistas actuales, quiere

1
Esto vale igualmente contra el atomismo, ya que éste, al no admitir por definición ninguna otra
existencia positiva que la de los átomos y la de sus combinaciones, es conducido necesariamente por

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RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

sacar lo «más» de lo «menos». Decir que un cuerpo es solo extensión cuantitativa, es


decir que su superficie y su volumen, que miden la porción de extensión que ocupa,
son el cuerpo mismo con todas sus propiedades, lo que es absurdo; y, si se quiere
entenderlo de otra manera, hay que admitir que la extensión es algo cualitativo, y
entonces ya no puede servir de base a una teoría exclusivamente «mecanicista».

Si estas consideraciones muestran ya que la física cartesiana no tiene ninguna va-


lidez, no bastan para establecer el carácter cualitativo de la extensión; en efecto, si no
es verdad que la naturaleza de los cuerpos se reduce a la extensión, es porque solo
tienen de ésta sus elementos cuantitativos. Pero aquí hay que hacer esta observación:
entre las determinaciones corporales que son de orden espacial, y que pueden consi-
derarse como modificaciones de la extensión, no está solo la magnitud de los cuer-
pos, sino también su situación; ¿es ésta también algo solo cuantitativo? Los partida-
rios de la reducción de todo a la cantidad dirán que la situación de los cuerpos está
definida por sus distancias, y que la distancia es una cantidad: es la cantidad de ex-
tensión que los separa, de la misma manera que su magnitud es la cantidad de exten-
sión que ocupan; pero, ¿basta esta distancia para definir verdaderamente la situación
de los cuerpos en el espacio? Hay otra cosa que hay que tener en cuenta, y es la di-
rección en la que hay que medir esta distancia; pero, desde el punto de vista cuantita-
tivo, la dirección es indiferente, puesto que el espacio se considera homogéneo, lo
que implica que las direcciones no se distinguen en él unas de otras; así pues, si hay
que tener en cuenta la dirección, es porque en la naturaleza del espacio hay algo cua-
litativo.

Para estar más seguros de ello, dejamos de lado la consideración del espacio físi-
co y los cuerpos para considerar solo el espacio geométrico, que es el espacio reduci-
do a sí mismo; ¿acaso para estudiar este espacio la geometría solo hace uso de nocio-
nes estrictamente cuantitativas? Aquí se trata de la geometría como se entiende ac-
tualmente, y, si hasta en esta geometría hay algo que no puede reducirse a la canti-
dad, ¿no resulta de ello que, en el dominio de las ciencias físicas, es aún más imposi-
ble pretender reducir todo a la cantidad? En la geometría más elemental, no hay que
considerar solo la magnitud de las figuras, hay que considerar también su forma; ¿se
atrevería el geómetra más penetrado por las concepciones actuales a sostener que un
triángulo y un cuadrado, cuyas superficies son iguales, son una sola y misma cosa?

eso mismo a suponer entre ellos un vacío en el cual puedan moverse.

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RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

Dirá que estas dos figuras son «equivalentes» en cuanto a la «magnitud»; pero tendrá
que reconocer que, en cuanto a la forma, hay algo que las diferencia; y si la equiva-
lencia en la magnitud no implica la similitud en la forma, es porque ésta última no
puede ser reducida a la cantidad. Iremos aún más lejos: hay toda una parte de la
geometría elemental a la que las consideraciones cuantitativas le son ajenas, y es la
teoría de las figuras semejantes; en efecto, la similitud se define por la forma y es
independiente de la magnitud de las figuras, lo que equivale a decir que es de orden
cualitativo. Si ahora nos preguntamos qué es esencialmente la forma espacial, dire-
mos que puede ser definida por un conjunto de tendencias en dirección: en cada pun-
to de una línea, la tendencia está marcada por su tangente, y el conjunto de las tan-
gentes define la forma de esa línea; en la geometría de tres dimensiones, es lo mismo
para las superficies, reemplazando la consideración de las rectas tangentes por las de
los planos tangentes; y es evidente que esto es tan válido para los cuerpos como para
las figuras geométricas, ya que la forma de un cuerpo solo es la de la superficie que
delimita su volumen. Así pues, llegamos a esta conclusión: es la noción de «direc-
ción» la que representa el elemento cualitativo inherente a la naturaleza del espacio,
como la noción de «magnitud» representa su elemento cuantitativo; y así, el espacio,
no homogéneo, sino determinado y diferenciado por sus direcciones, es lo que po-
demos llamar el espacio «cualificado».

Como acabamos de ver, no solo desde el punto de vista físico, sino también desde
el punto de vista geométrico, este espacio «cualificado» es el verdadero espacio; en
efecto, el espacio homogéneo no tiene existencia, ya que es solo una virtualidad. Para
poder ser medido, es decir, para poder ser realizado, el espacio debe ser referido a un
conjunto de direcciones definidas; estas direcciones aparecen como radios emanados
de un centro, a partir del cual forman la cruz de tres dimensiones.

El espacio, así como el tiempo, son las condiciones que definen la existencia cor-
poral, pero estas condiciones difieren de la «materia» o más bien de la cantidad, aun-
que se combinan con ésta; son menos «substanciales», y por lo tanto, están más cerca
de la esencia; y eso es lo que implica la existencia en ellas de un aspecto cualitativo;
acabamos de verlo para el espacio, y lo vamos a ver también para el tiempo. Antes de
llegar a eso, indicaremos que la inexistencia de un «espacio vacío» basta para mos-
trar el absurdo de una de las famosísimas «antinomias» cosmológicas de Kant: pre-
guntarse «si el mundo es infinito o si está limitado en el espacio», es una cuestión

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RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

que no tiene sentido; es imposible que el espacio se extienda más allá del mundo para
contenerle, ya que entonces se trataría de un espacio vacío, y el vacío no puede con-
tener nada; al contrario, es el espacio el que está en el mundo, es decir, en la manifes-
tación; y, si nos restringimos al dominio de la manifestación corporal solo, se puede
decir que el espacio es coextensivo a este mundo, puesto que es una de sus condicio-
nes; pero este mundo no es infinito como tampoco lo es el espacio, ya que no contie-
ne toda la posibilidad, pues solo representa un orden de posibilidades particulares, y
está limitado por las determinaciones que constituyen su naturaleza misma. Diremos
también que es igualmente absurdo preguntarse «si el mundo es eterno o si ha co-
menzado en el tiempo»; por razones semejantes, es el tiempo el que comienza en el
mundo, si se trata de la manifestación universal, o con el mundo, si se trata de la ma-
nifestación corporal; pero el mundo no es eterno, ya que hay también comienzos no
temporales; el mundo no es eterno porque es contingente, o, en otros términos, tiene
un comienzo y un fin, porque no es su propio principio ni le contiene, ya que este
principio le trasciende. No hay en esto ninguna dificultad, y es así como las especu-
laciones de los filósofos actuales solo están hechas de preguntas mal formuladas, y
por lo tanto insolubles. Pasamos ahora a las consideraciones tocantes a la naturaleza
del tiempo y a lo que, en oposición a la concepción cuantitativa que se hacen de él
los «mecanicistas», podemos llamar sus determinaciones cualitativas.

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RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

CAPÍTULO V

Las determinaciones cualitativas del tiempo

El tiempo está más lejos aún que el espacio de la cantidad pura: se puede hablar
de magnitudes temporales como de magnitudes espaciales, y tanto unas como otras
dependen de la cantidad continua; pero hay que hacer una distinción entre los dos
casos, por el hecho de que si el espacio se puede medir directamente, el tiempo solo
se puede medir reduciéndole al espacio. Lo que se mide realmente no es nunca una
duración, sino el espacio recorrido por un móvil en esa duración; cuando se conoce la
magnitud del espacio recorrido, se puede deducir la del tiempo empleado en recorrer-
le; y, sean cuales sean los artificios que se empleen, no hay ningún otro medio para
determinar las magnitudes temporales.

Otra precisión que lleva también a la misma conclusión es ésta: los fenómenos
corporales son los únicos que se sitúan tanto en el espacio como en el tiempo; los
fenómenos de orden mental, no tienen ningún carácter espacial, pero se desarrollan
igualmente en el tiempo; ahora bien, la mente, que pertenece a la manifestación sutil,
está más cerca de la esencia que el cuerpo, y si el tiempo puede extenderse hasta la
mente y condicionar las manifestaciones mentales, es porque su naturaleza es más
cualitativa que la del espacio. Ya que hablamos de los fenómenos mentales, agrega-
mos que, al estar del lado de lo que representa la esencia en el individuo, es inútil
buscar en ellos elementos cuantitativos, pues algunos pretenden reducirlos también a
la cantidad; lo que los «psicofisiólogos» determinan cuantitativamente, no son los
fenómenos mentales como se imaginan, sino solo algunos de sus concomitantes cor-
porales; y ahí no hay nada que toque a la naturaleza propia de la mente, ni que sirva
para explicarla; la idea absurda de una psicología cuantitativa representa el grado
más acentuado de la aberración «cientificista» moderna.

Así pues, si se puede hablar de espacio «cualificado», se puede hablar con mayor
razón de tiempo «cualificado»; con esto queremos decir que hay en el tiempo menos
determinaciones cuantitativas y más determinaciones cualitativas que en el espacio.

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RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

Además, el «tiempo vacío» no tiene existencia igual que el «espacio vacío», y sobre
este punto se puede repetir lo que hemos dicho al hablar del espacio; no hay tiempo
ni espacio fuera de nuestro mundo, y, en éste, el tiempo contiene siempre aconteci-
mientos, así como el espacio contiene siempre cuerpos. En algunos aspectos, hay
como una simetría entre el espacio y el tiempo, de los cuales se puede hablar de un
modo paralelo; pero esta simetría, que no hay en las demás condiciones de la exis-
tencia corporal, está más en su lado cualitativo, que en su lado cuantitativo, como lo
muestra la diferencia que hemos indicado entre la determinación de las magnitudes
espaciales y la de las magnitudes temporales, y también la ausencia, en lo que con-
cierne al tiempo, de una ciencia cuantitativa en el mismo grado que lo es la geome-
tría para el espacio. Pero, en el orden cualitativo, la simetría se traduce de una mane-
ra clara por la correspondencia que hay entre el simbolismo espacial y el simbolismo
temporal; en efecto, cuando se trata de simbolismo, se trata solo de la cualidad, y no
la de la cantidad.

Es evidente que las épocas del tiempo se diferencian cualitativamente por los
acontecimientos que hay en ellas, y no se pueden considerar como equivalentes a
duraciones cuantitativamente iguales, pero llenas de acontecimientos diferentes; es
de observación corriente que la igualdad cuantitativa, en la apreciación mental de la
duración, desaparece ante la diferencia cualitativa. Pero se dirá que esta diferencia no
es inherente a la duración misma, sino solo a lo que pasa en ella; así pues, hay que
preguntarse si no hay en la determinación cualitativa de los acontecimientos, algo
que proviene del tiempo mismo; ¿no se reconoce que ello es así cuando se habla de
las condiciones particulares de tal o cual época? Esto es más evidente para el tiempo
que para el espacio, aunque en lo que concierne a la situación de los cuerpos, los
elementos cualitativos son ya notables; e incluso se puede decir que un cuerpo no
puede situarse indiferentemente en cualquier lugar, como tampoco un acontecimiento
puede producirse indiferentemente en cualquier época; así pues, aquí la simetría no
es perfecta, porque la situación de un cuerpo en el espacio es susceptible de variar
debido al movimiento, mientras que la de un acontecimiento en el tiempo está estric-
tamente determinada y es «única»; así pues, la naturaleza esencial de los aconteci-
mientos está más ligada al tiempo que la naturaleza esencial de los cuerpos al espa-
cio, lo que confirma que el tiempo tiene un carácter más cualitativo.

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RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

Lo cierto es que el tiempo no se desarrolla uniformemente, y, por lo tanto, su re-


presentación geométrica por una línea recta, como lo hacen los matemáticos actuales,
solo da de él una idea falsa por exceso de simplificación. La verdadera representa-
ción del tiempo es la que da la concepción tradicional de los ciclos, que es la de un
tiempo «cualificado»; además, desde que se trata de una representación geométrica,
es evidente que se trata de la aplicación del simbolismo espacial, y esto nos hace
pensar que hay en ella la indicación de la correlación entre las determinaciones cuali-
tativas del tiempo y las del espacio. Para el espacio, estas determinaciones están en
las direcciones; ahora bien, la representación cíclica establece precisamente una co-
rrespondencia entre las fases de un ciclo temporal y las direcciones del espacio; para
convencerse de ello, basta considerar un ejemplo accesible, el del ciclo anual, que
desempeña un papel importante en el simbolismo tradicional, y en el cual las cuatro
estaciones están en correspondencia respectiva con los cuatro puntos cardinales.

No vamos a dar aquí una exposición de la doctrina de los ciclos, aunque esté im-
plícita en el fondo del presente estudio; para permanecer en los límites que nos he-
mos impuesto, nos contentamos con formular algunas precisiones que tienen una
relación más inmediata con nuestro tema. La primera de estas precisiones, es que
cada fase de un ciclo temporal tiene su cualidad propia que influye en la determina-
ción de los acontecimientos; y, la velocidad con la que se desarrollan estos aconteci-
mientos depende también de estas fases; así pues, es de orden más cualitativo que
cuantitativo. Así, cuando se habla de la velocidad de los acontecimientos en el tiem-
po, por analogía con la velocidad de un cuerpo que se desplaza en el espacio, hay que
hacer una transposición de esta noción de velocidad, que entonces ya no se reduce a
una expresión cuantitativa como la de la velocidad en la mecánica. Lo que queremos
decir, es que, según las diferentes fases del ciclo, series de acontecimientos compara-
bles entre sí, no se desarrollan en él en duraciones cuantitativamente iguales; eso es
así sobre todo si se trata de los grandes ciclos, de orden a la vez cósmico y humano, y
se encuentra uno de los ejemplos más claros en la proporción decreciente de las du-
raciones respectivas de los cuatro Yugas cuyo conjunto forma el Manvantara1. Es por
esta razón que los acontecimientos se desarrollan actualmente con una velocidad sin
parangón en las épocas anteriores, velocidad que se acelera sin cesar y que continua-

1
Se sabe que esta proporción es la de los números 4, 3, 2, 1, cuyo total suma 10 para el conjunto
del ciclo; se sabe también que la duración misma de la vida humana se considera como yendo decre-
ciendo de una edad a otra, lo que equivale a decir que esta vida transcurre con una rapidez siempre
creciente desde el comienzo del ciclo hasta su fin.

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RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

rá acelerándose hasta el final del ciclo; en eso hay una «contracción» progresiva de la
duración, cuyo límite corresponde al «punto de detención»; después volveremos so-
bre estas consideraciones y las explicaremos más completamente.

La segunda precisión incide en la dirección descendente de la marcha del ciclo,


en tanto que éste se considera como la expresión cronológica de un proceso de mani-
festación que implica un alejamiento gradual del principio. Si mencionamos este
punto aquí, es porque, en conexión con lo que acabamos de decir, da lugar a una ana-
logía espacial digna de interés: el aumento de la velocidad de los acontecimientos, a
medida que se acerca el fin del ciclo, es comparable a la aceleración en el movimien-
to de caída de los cuerpos pesados; la marcha de la humanidad actual parece la de un
móvil lanzado por una pendiente, que va más deprisa cuanto más se aproxima al fon-
do.

Finalmente, una tercera precisión es ésta: puesto que la marcha descendente de la


manifestación, y por lo tanto del ciclo que es su expresión, se efectúa desde el polo
positivo o esencial de la existencia hacia su polo negativo o substancial, de ello resul-
ta que todas las cosas deben tomar un aspecto cada vez menos cualitativo, y cada vez
más cuantitativo; y por eso el último periodo del ciclo debe tender a afirmarse como
el «reino de la cantidad». Además, cuando decimos que ello debe ser así en todas las
cosas, no lo entendemos solo de la manera en que se consideran desde el punto de
vista humano, sino también de una modificación real del «medio» mismo; puesto que
cada periodo de la historia de la humanidad responde propiamente a un «momento
cósmico» determinado, debe haber en él una correlación constante entre el estado del
mundo, y el de la humanidad cuya existencia está condicionada por este medio.
Agregamos que la ignorancia de estas modificaciones del orden cósmico es una de
las causas de la incomprensión de la ciencia actual de todo lo que se encuentra fuera
de sus límites; nacida ella misma de las condiciones de la época actual, esta ciencia
es incapaz de concebir otras condiciones diferentes que no sean las suyas, e incluso
de admitir que ellas puedan existir; y así, el punto de vista mismo que la define, esta-
blece en el tiempo «barreras» que le es imposible traspasar, como le es imposible a
un miope ver más allá de una cierta distancia; y, de hecho, la mentalidad actual y
«cientificista» se caracteriza en todos los aspectos, por una total «miopía intelectual».
Los desarrollos que siguen permitirán comprender mejor lo que son estas modifica-
ciones del medio, a la que ahora solo hacemos una alusión general; así uno se dará

25
RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

cuenta de que muchas cosas que hoy se consideran «fabulosas», no lo eran para los
antiguos, sino que se basan sobre lo que hemos llamado las determinaciones cualita-
tivas del tiempo.

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RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

CAPÍTULO VI

El principio de individuación

En vista de lo que nos proponemos, pensamos haber dicho bastante sobre la natu-
raleza del espacio y del tiempo, pero hay que volver a la «materia» para examinar
otra cuestión que puede aclarar algunos aspectos del mundo actual. Los escolásticos
consideran la materia como el principium individuationis; ¿cuál es la razón de esto, y
hasta qué punto está justificada? Para comprender de qué se trata, basta considerar la
relación que hay entre los individuos y la especie: en esta relación, la especie está del
lado de la «forma» o esencia, y los individuos, o lo que les distingue en el interior de
la especie, está del lado de la «materia» o substancia. No hay que sorprenderse de
ello, dado lo que hemos dicho sobre el sentido del término , que es a la vez la
«forma» y la «especie», y sobre el carácter cualitativo de esta última; pero hay que
disipar algunos equívocos que podría causar la terminología.

Ya hemos dicho por qué la palabra «materia» puede dar lugar a equívocos, pero
la palabra «forma» se presta a ellos aún más fácilmente, ya que su sentido actual es
diferente del que tiene en el lenguaje escolástico; en este sentido, que es, por ejem-
plo, en el que hemos hablado antes de la consideración de la forma en la geometría,
es necesario, si uno se sirve de la terminología escolástica, decir «figura» y no «for-
ma»; pero eso es contrario al uso actual, uso que hay que tener en cuenta si uno quie-
re hacerse comprender; por eso, cada vez que empleamos la palabra «forma», sin
referencia a la escolástica, es en su sentido actual como lo entendemos. Ello es así
cuando decimos que, entre las condiciones de un estado de existencia, es la forma la
que caracteriza a ese estado como individual; además, hay que decir que la forma no
debe ser concebida como revestida de un carácter espacial; ella lo está solo en nues-
tro mundo, porque en él se combina con otra condición, el espacio, que solo pertene-
ce al dominio de la manifestación corporal.

La cuestión del «principio de individuación» se reduce a esto: los individuos de


una misma especie participan todos de una misma naturaleza, que es propiamente la

27
RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

«especie», y que está igualmente en cada uno de ellos; ¿qué es entonces lo que hace
que, a pesar de esta comunidad de naturaleza, estos individuos sean seres distintos y
estén separados unos de otros? ¿De qué orden es la determinación agregada a la natu-
raleza específica que hace de los individuos, en la especie misma, seres separados?
Esta determinación es lo que los escolásticos llaman «materia», es decir, cantidad,
según su definición de la materia secunda de nuestro mundo; y así «materia» o can-
tidad se muestra como un principio de «separatividad». Además, hay que decir que la
cantidad es una determinación que se agrega a la especie, puesto que ésta es cualita-
tiva, y por lo tanto, independiente de la cantidad, lo que no es el caso de los indivi-
duos, por el hecho mismo de que éstos están «incorporados»; y, aquí hay que obser-
var que, en contra de la opinión errónea de las gentes actuales, la especie no debe ser
concebida nunca como una «colectividad», puesto que ésta es solo una suma aritmé-
tica de individuos, es decir, al contrario que la especie, algo cuantitativo.

Llegamos ahora a esta conclusión: en los individuos, la cantidad predomina tanto


más sobre la cualidad cuanto más cerca están de ser reducidos a ser solo individuos,
y cuanto, por eso mismo, más separados están unos de otros, lo que no quiere decir
más diferenciados, ya que hay también una diferenciación cualitativa inversa a esta
diferenciación cuantitativa que es la separación. Esta separación hace de los indivi-
duos «unidades» en el sentido inferior de la palabra, y de su conjunto una multiplici-
dad cuantitativa; en el límite, estos individuos son comparables a los supuestos
«átomos» de los físicos, es decir, desprovistos de toda determinación cualitativa; y,
aunque este límite no pueda alcanzarse nunca, a eso se dirige el mundo actual. Solo
hay que echar un vistazo en torno a uno para constatar por todas partes la reducción
de todo a la uniformidad, ya se trate de los hombres o del medio en el que viven, y es
evidente que ese resultado solo puede ser obtenido suprimiendo toda distinción cuali-
tativa; pero lo que es aún más llamativo, es que, por una extraña ilusión, la gran ma-
yoría toma esta «uniformización» por una «unificación», cuando es lo inverso, pues
implica una acentuación cada vez más marcada de la «separatividad». La cantidad
solo puede separar y nunca unir; todo lo que procede de la «materia» solo produce
antagonismo entre las «unidades» fragmentadas que están en el extremo opuesto de
la verdadera unidad. Esta «uniformización» constituye un aspecto tan importante del
mundo actual, que vamos a dedicarle algunos desarrollos más.

28
RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

CAPÍTULO VII

La uniformidad contra la unidad

Si consideramos el conjunto del dominio de manifestación que es nuestro mundo,


diremos que, a medida que se alejan de la unidad principial, las existencias devienen
menos cualitativas y más cuantitativas; en efecto, la unidad, que contiene en sí mis-
ma todas las determinaciones cualitativas de las posibilidades de este dominio, es su
polo esencial, mientras que su polo substancial, al cual se acercan en la medida en
que se alejan del polo esencial, está representado por la cantidad pura, con la indefi-
nida multiplicidad «atómica» que implica, excluyendo toda distinción, que no sea la
numérica, entre sus elementos. Este alejamiento gradual de la unidad puede ser con-
siderado desde un doble punto de vista, a saber, en simultaneidad y en sucesión; es
decir, se le puede considerar, por una parte, en la constitución de los seres manifesta-
dos mismos, donde estos grados determinan, para los elementos que entran en ella,
una suerte de jerarquía, y, por otra, en la marcha misma del conjunto de la manifesta-
ción desde el comienzo hasta el fin de un ciclo; aquí es el segundo de estos dos pun-
tos de vista el que vamos a ver. Podemos representar geométricamente este dominio
por un triángulo cuyo vértice es el polo esencial, que es la cualidad pura, mientras
que la base es el polo substancial, es decir, en lo que concierne a nuestro mundo, la
cantidad pura, figurada por la multiplicidad indefinida de los puntos de esta base, en
oposición al punto único que es el vértice; si se trazan paralelas a la base para repre-
sentar los diferentes grados del alejamiento, es evidente que la multiplicidad que
simboliza lo cuantitativo estará en ellas tanto más marcada cuanto más se alejen del
vértice hacia la base. Para que el símbolo sea lo más exacto posible, hay que suponer
que la base está indefinidamente alejada del vértice, primero porque este dominio de
manifestación es en sí mismo verdaderamente indefinido, y después para que la mul-
tiplicidad de los puntos de la base llegue a su máximo; además, con esto queda claro
que esta base, es decir, la cantidad pura, no puede ser alcanzada nunca en el curso del
proceso de manifestación, aunque éste tienda sin cesar hacia ella, y aunque, a partir
de un cierto nivel, el vértice, es decir, la unidad o la cualidad pura, se pierda de vista,
lo que corresponde al estado actual de nuestro mundo.

29
RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

Decimos que, en la cantidad pura, las «unidades» solo se distinguen entre sí nu-
méricamente y, en efecto, no hay ahí ninguna otra relación bajo la cual puedan dis-
tinguirse; pero esto muestra que esta cantidad pura está por debajo de toda existencia
manifestada. Aquí aludimos a lo que Leibnitz llamaba el «principio de los indiscer-
nibles», en virtud del cual no pueden existir dos seres idénticos, es decir, iguales; eso
es una consecuencia inmediata de que la Posibilidad universal es ilimitada, lo que
implica la ausencia de toda repetición en las posibilidades; y se puede decir también
que dos seres que se suponen idénticos no son verdaderamente dos, sino que, al coin-
cidir en todo, son en realidad un solo y mismo ser; pero, para que los seres no sean
idénticos o indiscernibles, es necesario que entre ellos haya alguna diferencia cualita-
tiva y, por lo tanto, que sus determinaciones no sean exclusivamente cuantitativas. Es
lo que Leibnitz expresa diciendo que no es nunca cierto que dos seres difieran «solo
en numero», y esto, aplicado a los cuerpos, vale contra las concepciones «mecanicis-
tas» tales como la de Descartes; y dice también que, si los seres no difirieran cualita-
tivamente, «no serían seres», sino algo comparable a las porciones, todas semejantes
entre sí, del espacio y del tiempo homogéneos, que no tienen ninguna existencia real,
sino que son solo lo que los escolásticos llamaban entia rationis. Sobre este punto
observamos también que Leibnitz mismo, no parece tener una idea suficiente de la
verdadera naturaleza del espacio y del tiempo, ya que, cuando define el primero co-
mo un «orden de coexistencia» y el segundo como un «orden de sucesión», solo los
considera desde un punto de vista puramente lógico, lo que los reduce a continentes
homogéneos sin ninguna cualidad y, por lo tanto, sin ninguna existencia efectiva;
tampoco da ninguna explicación de su naturaleza ontológica, es decir, de la naturale-
za real del espacio y del tiempo manifestados en nuestro mundo y, por eso mismo,
verdaderamente existentes, en tanto que condiciones determinantes de este modo de
existencia que es la existencia corporal.

La conclusión que se desprende aquí, es que la uniformidad, para ser posible, su-
pone seres desprovistos de todas las cualidades y reducidos a «unidades» numéricas,
lo cual es imposible; y todos esfuerzo que se haga para hacerla posible, solo puede
resultar en despojar a los seres de sus cualidades propias, y hacer de ellos algo que se
parezca a máquinas, ya que la máquina, producto estrella del mundo actual, es lo que
representa el predominio de la cantidad sobre la cualidad. A eso tienden, desde el
punto de vista social, las concepciones «democráticas» e «igualitarias», para las que

30
RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

todos los individuos son equivalentes entre sí, lo que implica la suposición absurda
de que todos deben ser igualmente aptos para lo que sea; esa «igualdad» es algo de lo
que la naturaleza no ofrece ningún ejemplo, por las razones dadas, puesto que sería
una total similitud entre los individuos; pero es evidente que, en nombre de esta pre-
tendida «igualdad», que es uno de los «ideales» al revés más queridos en el mundo
actual, se hace a los individuos tan semejantes entre sí como la naturaleza lo permite,
y eso, en primer, pretendiendo imponer a todos una educación uniforme. Pero, como
a pesar de todo no se pueden suprimir las diferentes aptitudes, esta educación no pro-
duce los mismos resultados en todos; no obstante, es muy evidente que, si ella es
incapaz de dar a algunos individuos cualidades que no tienen, es susceptible de asfi-
xiar en los otros todas las posibilidades que rebasan el nivel común; así es como la
«nivelación» se opera siempre por abajo, es decir, hacia la cantidad pura que se sitúa
por debajo de toda manifestación.

El occidente actual no se contenta con imponerse a sí mismo esta educación;


también quiere imponerla a los demás, con todo el conjunto de sus hábitos mentales
y corporales, a fin de uniformizar al mundo entero, del que, al mismo tiempo, uni-
formiza también su aspecto exterior por la difusión de los productos de su industria.
La consecuencia, paradójica solo en apariencia, es que el mundo está tanto menos
«unificado», en el sentido verdadero de esta palabra, cuanto más uniformizado de-
viene; eso es natural, puesto que se le lleva ahí donde la «separatividad» se acentúa
cada vez más; y aquí observamos el carácter «paródico» que hay en todo lo que ve-
mos actualmente. En efecto, al ir contra la verdadera unidad, puesto que tiende a rea-
lizar lo que está más alejado de ella, esta uniformización presenta como una suerte de
caricatura de ella, y eso en razón de la relación analógica por la que la unidad se re-
fleja inversamente en las «unidades» que constituyen la cantidad pura. Esta inversión
es la que nos permite de «ideal» al revés, y hay que entenderlo efectivamente en este
sentido; no se trata de que haya necesidad de rehabilitar esta palabra («ideal»), que
sirve indiferentemente para todo entre las gentes actuales (sobre todo para encubrir la
ausencia de todo principio verdadero), y de la cual se abusa tanto que ha acabado por
vaciarse de sentido; pero observaremos que, según su derivación misma, debería
marcar una cierta tendencia hacía la «idea» entendida en una acepción platónica, es
decir, en suma hacía la esencia y hacía lo cualitativo, por vagamente que se lo conci-
ba, mientras que, como en el caso que tratamos aquí, se toma para designar exacta-
mente lo contrario.

31
RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

Decíamos que se está uniformizando no solo a los individuos humanos, sino tam-
bién a las cosas; si los hombres de la época actual se jactan de modificar el mundo
ampliamente, y si todo deviene en él cada vez más «artificial», es solo en este sentido
como le modifican, al poner toda su actividad en un dominio solo cuantitativo. Ade-
más, desde que se ha constituido una ciencia solo cuantitativa, las aplicaciones prác-
ticas que se sacan de esta ciencia revisten también el mismo carácter; éstas son esas
aplicaciones cuyo conjunto se llama «industria», y se puede decir que la industria
actual representa el triunfo de la cantidad, no solo porque sus procedimientos solo
utilizan conocimientos de orden cuantitativo, y porque los instrumentos que se usan,
es decir, las máquinas, están hechos de tal modo que las cuestiones cualitativas no
intervienen en ellas, estando los hombres que las manejan reducidos a una actividad
solo mecánica, sino también porque, en las producciones mismas de esa industria, la
cualidad se sacrifica enteramente a la cantidad. Aquí formulamos una pregunta sobre
la que volveremos después: se piense lo que se piense del valor de los resultados de
la acción que el hombre moderno ejerce sobre el mundo, es un hecho, independiente
de toda apreciación, que esta acción triunfa y alcanza los fines que se propone; si los
hombres de alguna otra época hubieran actuado de la misma manera, ¿se habrían
obtenido los mismos resultados? En otros términos, para que el medio terrestre se
preste a una tal acción, ¿no es necesario que esté predispuesto a ello por las condi-
ciones cósmicas del periodo cíclico donde nos encontramos ahora? ¿No es necesario
que, en relación a las épocas anteriores, haya cambiado algo en la naturaleza de este
medio? En el punto en que estamos de la exposición, ya se puede precisar la natura-
leza de ese cambio, y se le puede caracterizar como una suerte de disminución cuali-
tativa, que incentiva todo lo que pertenece a la cantidad; lo que hemos dicho sobre
las determinaciones cualitativas del tiempo ya permite ver y comprender que las mo-
dificaciones artificiales del mundo actual, para poder realizarse, suponen modifica-
ciones naturales a las que corresponden y se conforman, en virtud misma de la corre-
lación que existe constantemente, en la marcha cíclica del tiempo, entre el orden
cósmico y el orden humano.

32
RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

CAPÍTULO VIII

Oficios antiguos e industria moderna

La oposición que hay entre lo que eran los oficios antiguos y lo que es la industria
moderna, es también una aplicación de la oposición de los dos puntos de vista, cuali-
tativo y cuantitativo, predominantes en los unos y en la otra. Para verlo claramente,
basta observar, en primer lugar, que la distinción entre artes y oficios, o entre «artis-
ta» y «artesano», es algo específicamente actual, como si hubiera surgido de la des-
viación y degeneración que ha substituido, en todas las cosas, la concepción tradicio-
nal por la concepción profana. Para los antiguos, el artifex es el hombre que ejerce un
arte o un oficio; pero no es ni el «artista» ni el «artesano» en el sentido que estas pa-
labras tienen hoy día (y, además, la de «artesano» tiende a desaparecer del lenguaje
actual); el artifex es algo más que uno y otro, porque su actividad está vinculada a
unos principios de un orden mucho más profundo. Si los oficios comprendían tam-
bién las artes, es porque eran de naturaleza cualitativa; debido a eso, el hombre ac-
tual, en la concepción disminuida que se hace del arte, le relega a un dominio cerra-
do, que ya no tiene relación con el resto de la actividad humana, es decir, con todo lo
que se considera «real», en el sentido burdo que esta palabra tiene para ellos; incluso
califican a este «arte», despojado así de todo alcance práctico, de «actividad de lujo»,
expresión que es característica de lo que, sin exageración, podemos llamar la «nece-
dad» de nuestra época.

En toda civilización tradicional, la actividad del hombre, siempre deriva de los


principios; eso es así para las ciencias y también para las artes y los oficios, entre los
que hay una estrecha conexión, ya que, según la fórmula establecida como axioma
por los constructores de la Edad Media, ars sine scientia nihil (el arte sin ciencia es
nulo), por lo cual hay que entender la ciencia tradicional, y no la ciencia profana,
cuya aplicación solo puede dar nacimiento a la industria actual. Se puede decir que,
por este vínculo con los principios, la actividad humana es «transformada», y, en
lugar de ser reducida a a una operación exterior (lo que constituye el punto de vista
profano), es integrada en la tradición y, para el que la hace, es un medio de participar

33
RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

en ésta, lo que equivale a decir que tiene un carácter «sagrado» y «ritual». Por eso se
puede decir que, en una tal civilización, «cada ocupación es un sacerdocio»; para
evitar dar a este último término una extensión impropia, diremos más bien que la
actividad humana tiene en sí misma este carácter sacerdotal que, cuando se hace la
distinción entre «sagrado» y «profano», solo lo conservan las funciones sacerdotales.

Para entender este carácter «sagrado» de toda actividad humana, si consideramos


una civilización tal como la cristiana de la Edad Media, es fácil constatar que los
actos más ordinarios de la existencia siempre tienen algo de «religioso». En ella, la
religión no es algo restringido y limitado que ocupa un lugar aparte, sin ninguna in-
fluencia sobre todo el resto, como lo es para los occidentales actuales (al menos para
aquellos que aún admiten una religión); al contrario, penetra todo lo que constituye la
existencia del ser humano; y la vida social misma, se encuentra comprendida en su
dominio, de suerte que, en tales condiciones, no hay nada «profano» en ella, salvo
para aquellos que, por una razón u otra, están fuera de la tradición, y cuyo caso, en-
tonces, no es más que una anomalía. En otras partes, donde el nombre de «religión»
ya no se aplica a la forma de la civilización considerada, hay una legislación tradi-
cional y «sagrada» que desempeña la misma función; así pues, estas consideraciones
se aplican a toda civilización tradicional sin excepción. Pero hay aún algo más: si
pasamos del exoterismo al esoterismo (empleamos aquí estas palabras para mayor
comodidad), constatamos la existencia de una iniciación ligada a los oficios y que
toma a éstos como «soporte»; así pues, es necesario que estos oficios sean suscepti-
bles también de un significado superior y más profundo, para poder proporcionar una
vía de acceso al dominio iniciático; y, evidentemente, eso solo es posible en razón de
su carácter cualitativo.

Lo que permite comprenderlo mejor, es la noción de lo que la doctrina hindú lla-


ma svadharma, noción que es completamente cualitativa, puesto que es la del
desempeño por cada ser de una actividad conforme a su esencia o naturaleza propia,
y por eso mismo conforme al «orden» (rita) en el sentido que ya hemos explicado; y
es también por esta misma noción, o más bien por su ausencia, como se marca cla-
ramente el defecto de la concepción profana y actual. En ésta, un hombre puede tener
una profesión cualquiera, y puede cambiarla a su gusto, como si esta profesión fuera
algo exterior a él, sin ningún lazo real con lo que él es verdaderamente, es decir, con
lo que hace que él sea él mismo y no otro. En la concepción tradicional, al contrario,

34
RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

cada uno desempeña la función a la que está destinado por su naturaleza misma, con
las aptitudes determinadas que ella implica1; y no puede desempeñar otra sin que
haya un desorden, que tendrá su repercusión en toda la organización social de la que
forma parte; es más, si semejante desorden se generaliza, ocurre que tiene efectos
sobre el medio cósmico mismo, puesto que todas las cosas están ligadas entre sí por
rigurosas correspondencias. Sin insistir más en este último punto, que tiene también
su aplicación en las condiciones de la época actual, resumiremos lo dicho: en la con-
cepción tradicional, son las cualidades esenciales de los seres las que determinan su
actividad; en la concepción profana, al contrario, ya no se tienen en cuenta estas cua-
lidades, puesto que los individuos solo se consideran «unidades» numéricas inter-
cambiables. Esta última concepción lleva al ejercicio de una actividad «mecánica»,
en la que ya no queda nada verdaderamente humano, y es eso lo que vemos en nues-
tros días; los oficios «mecánicos» actuales, que constituyen la industria, y que son un
producto de la desviación profana, no ofrecen ninguna posibilidad de orden iniciático
y solo son realmente impedimentos al desarrollo de toda espiritualidad; a decir ver-
dad, no pueden ser considerados como auténticos oficios, si se quiere dar a esta pala-
bra su significado tradicional.

Si el oficio es algo inherente al hombre mismo, y como una expresión de su pro-


pia naturaleza, es fácil comprender que sirva de base a una iniciación, e incluso que
sea lo más apto para este fin. En efecto, si la iniciación tiene por meta rebasar las
posibilidades del individuo humano, solo puede tomar como punto de partida a este
individuo tal cual es, pero tomándole por su lado superior, es decir, apoyándose so-
bre lo más cualitativo que hay en él; de ahí la diversidad de las vías iniciáticas, es
decir, de los medios puestos en obra como «soportes», en conformidad con la dife-
rencia de las naturalezas individuales; y esta diferencia interviene tanto menos cuanto
más avanza el ser en su vía y más se aproxima a la meta que es la misma para todos.
Los medios así empleados solo pueden tener eficacia si corresponden realmente a la
naturaleza misma de los seres a los que se aplican; y, como hay que proceder desde
lo más accesible a lo menos accesible, desde lo exterior a lo interior, es normal to-
marlos en la actividad por la que esta naturaleza se expresa al exterior. Pero hay que
decir que esta actividad solo puede desempeñar este papel en tanto que traduce efec-
tivamente la naturaleza interior; así pues, aquí se trata de una verdadera cuestión de

1
Hay que notar que la palabra «oficio» (métier en francés), según su derivación etimológica del
latín ministerium, significa propiamente «función».

35
RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

«cualificación», en el sentido iniciático de este término; y, en condiciones normales,


se requiere esta «cualificación» para el ejercicio del oficio. Esto concierne también a
la diferencia que separa la enseñanza iniciática, e incluso toda enseñanza tradicional,
de la enseñanza profana y sobre todo de la enseñanza «actual»: lo que es «aprendi-
do» desde el exterior, aquí no tiene ningún valor, cualquiera que sea la cantidad de
las nociones acumuladas; aquí se trata de «despertar» las posibilidades latentes que el
ser lleva en sí mismo.

Por estas consideraciones se puede comprender que la iniciación, al tomar el ofi-


cio como «soporte», tiene al mismo tiempo una repercusión sobre el ejercicio de ese
oficio. En efecto, habiendo realizado las posibilidades de las que su actividad profe-
sional e solo una expresión exterior, el ser se da cuenta entonces conscientemente de
lo que al comienzo es solo una consciencia «instintiva» de su naturaleza; y así, si el
conocimiento iniciático le viene del oficio, éste, a su vez, deviene el campo de apli-
cación de ese conocimiento, del que ya no puede ser separado. Entonces hay corres-
pondencia perfecta entre el interior y el exterior, y la obra producida no es solo su
expresión de una manera más o menos superficial, sino la expresión adecuada del
que la ha concebido y ejecutado, lo que constituye la «obra maestra» en el verdadero
sentido de esta palabra.

Con esto, se ve cuan lejos está el oficio verdadero de la industria actual, hasta el
punto de que son contrarios, y cuan verdad es, desgraciadamente, que, en el «reino
de la cantidad», el oficio es, como lo dicen los partidarios del «progreso», una «cosa
del pasado». En el trabajo industrial, el obrero no tiene que poner nada de sí mismo,
e incluso se pone gran cuidado en impedirle que pueda tener la menor veleidad al
respecto; pero eso mismo es imposible, puesto que toda su actividad consiste solo en
hacer que se mueva una máquina, y puesto que se le hace incapaz de iniciativa por la
«formación» que ha recibido, la cual es la antítesis del antiguo aprendizaje, y solo
tiene como meta enseñarle a ejecutar movimientos repetidos «mecánicamente», sin
que tenga que comprender su razón de ser ni preocuparse del resultado, ya que no es
él, sino la máquina, la que fabrica el objeto; servidor así de la máquina, el hombre
deviene él mismo una máquina, y su trabajo ya no es algo humano, pues no implica
la puesta en obra de ninguna de las cualidades que constituyen la naturaleza huma-
na1. Todo esto desemboca en lo que se llama en la jerga actual, la fabricación en «se-

1
Se puede observar que la máquina es lo contrario del útil, y no un útil «perfeccionado» como

36
RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

rie», cuya meta es producir la mayor cantidad de objetos posibles, tan semejantes
entre sí como sea posible, y destinados al uso de hombres a los que se supone igual-
mente semejantes; eso es el triunfo de la cantidad, y es también el triunfo de la uni-
formidad. A estos hombres reducidos a «unidades» numéricas, se les aloja en «col-
menas» cuyos compartimentos están diseñados todos según el mismo modelo, y
amueblados con esos objetos fabricados «en serie», de manera que desaparezca del
medio donde viven, toda diferencia cualitativa; basta examinar los proyectos de los
arquitectos actuales para ver que no exageramos; ¿qué ha pasado con el arte y la
ciencia tradicionales de los antiguos constructores, y las reglas rituales que presidían
el establecimiento de las ciudades y los edificios en las civilizaciones normales? Se-
ría inútil insistir más en ello, ya que hay que estar ciego para no darse cuenta del
abismo que hay entre aquellas civilizaciones y la época actual; así pues, lo que la
inmensa mayoría de los hombres actuales celebra como un «progreso», es una pro-
funda decadencia, ya que son los efectos del movimiento de caída, sin cesar acelera-
do, que lleva a la humanidad actual a los «bajos fondos» donde reina la cantidad pu-
ra.

muchos se imaginan, ya que el útil es como un «prolongamiento» del hombre mismo, mientras que la
máquina reduce a éste a no ser más que su servidor; y, si se ha podido decir que «el útil engendra el
oficio», no es menos verdad que la máquina le mata; las reacciones instintivas de los artesanos contra
las primeras máquinas se explican así por sí solas.

37
RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

CAPITULO IX

El doble sentido del anonimato

A propósito de la concepción tradicional de los oficios, que es una con la de las


artes, señalamos otra cuestión importante: las obras de arte tradicional, las de arte
medieval por ejemplo, suelen ser anónimas, y solo recientemente se ha vinculado los
pocos nombres conservados por la historia a obras de arte conocidas, de suerte que
esas «atribuciones» son a menudo hipotéticas. Ese anonimato es opuesto a la preocu-
pación que tienen los artistas actuales de firmar y hacer conocer su individualidad; un
observador superficial podría pensar que es comparable al carácter igualmente anó-
nimo de los productos de la industria actual, aunque éstos no sean «obras de arte»;
pero la verdad es diferente, ya que, si hay anonimato en los dos casos, es por razones
contrarias. Ocurre con el anonimato que, como con muchas otras cosas, debido a la
analogía inversa, pueden ser tomadas a la vez en un sentido superior y en un sentido
inferior: así es como, por ejemplo, en una organización social tradicional, un ser
puede estar fuera de las castas de dos maneras, ya sea porque está por encima de ellas
(ativarna), o ya sea porque está por debajo (avarna), y es evidente que éstos dos ex-
tremos son opuestos. De la misma manera, quienes actualmente se consideran fuera
de toda religión, están en el extremo opuesto de quienes, al haberse identificado con
la unidad de todas las tradiciones, ya no están ligados a ninguna forma tradicional
particular1. En relación a las condiciones de la humanidad normal, los primeros han
caído en lo «infrahumano», mientras que los segundos se han elevado a lo «supra-
humano». Así pues, el anonimato puede caracterizar lo «infrahumano» y lo «supra-
humano»: el primer caso es el del anonimato actual, que es el de la muchedumbre o
la «masa» en el sentido en que se la entiende hoy (y esta palabra «masa», completa-
mente cuantitativa, es también muy significativa), y el segundo es el del anonimato
tradicional en sus diferentes aplicaciones, comprendida la que concierne a las obras
de arte.

1
Éstos podrían decir como Mohyiddin ibn Arabi: «Mi corazón ha devenido capaz de toda forma:
es una pradera para las gacelas y un convento para los monjes cristianos, y un templo para los ídolos,
y la Kaabah del peregrino, y la tabla de la Thorah y el libro del Qorân. Yo soy la religión del Amor,
cualquiera que sea la ruta que tomen sus camellos; mi religión y mi fe son la verdadera religión».

38
RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

Para comprender esto, debemos remitirnos a los principios doctrinales que son
comunes a todas las tradiciones: el ser que ha realizado un estado supraindividual
está liberado, por eso mismo, de todas las condiciones limitativas de la individuali-
dad, es decir, está más allá de las determinaciones de «nombre y forma» (nâma-rûpa)
que constituyen la esencia y la substancia de esa individualidad como tal; así pues, es
verdaderamente «anónimo», porque en él, el «yo» ha desaparecido en el «Sí mismo».
Aquellos que no han realizado tal estado, deben al menos esforzarse por ello, y, por
lo tanto, en la misma medida, su actividad imita este anonimato y participa en él, lo
que les proporciona un «soporte» para su realización. Eso es visible en las institucio-
nes monásticas, ya sea en el Cristianismo o el Budismo, donde lo que se puede lla-
mar la «práctica» del anonimato se mantiene, incluso si su sentido profundo se ha
olvidado; pero el reflejo de este anonimato en el orden social no se limita sólo a este
caso particular, ya que eso sería dejarse llevar por el hábito de hacer una distinción
entre «sagrado» y «profano», distinción, que no existe en las sociedades tradiciona-
les. Lo que hemos dicho del carácter «ritual», que reviste en ellas toda la actividad
humana, lo explica suficientemente, y, en lo que concierne a los oficios, hemos visto
que este carácter es en ellas tal que, sobre este punto, se ha llegado a hablar de «sa-
cerdocio»; así pues, no hay nada sorprendente en que el anonimato sea la regla en
ellas, porque representa la conformidad con el «orden», que el artifex debe aplicar en
todo lo que hace.

Aquí se puede hacer una objeción: puesto que el oficio debe ser conforme a la na-
turaleza propia del que lo ejerce, la obra producida expresará esta naturaleza, y podrá
ser considerada como perfecta en su género, o como constituyendo una «obra maes-
tra», cuando la exprese de una manera adecuada; ahora bien, la «naturaleza» es el
aspecto esencial de la individualidad, es decir, lo que es definido por el «nombre»;
¿no hay aquí algo que parece ir directamente contra el anonimato? Para responder a
esto, hay que señalar primero que, a pesar de todas las falsas interpretaciones actua-
les sobre nociones tales como las de Moksha y Nirvâna, la desaparición del «yo» no
es la aniquilación del ser, sino que implica, al contrario, una «sublimación» de sus
posibilidades (sin lo cual la idea misma de «resurrección» no tiene ningún sentido);
sin duda, el artifex que está todavía en el estado individual humano solo puede tender
hacia una tal «sublimación», pero el hecho de guardar el anonimato, para él es el
signo de esta tendencia «transformadora». Por otra parte, se puede decir también que,
en relación a la sociedad misma, no es en tanto que «fulano» como el artifex produce

39
RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

su obra, sino en tanto que desempeña una «función», de orden «orgánico» y no «me-
cánico» (y esto marca la diferencia fundamental con la industria moderna), función a
la que, en su trabajo, debe identificarse tanto como sea posible; y esta identificación,
al mismo tiempo que es el medio de su «accesis» propia, marca la medida de su par-
ticipación efectiva en la organización tradicional, puesto que es por el ejercicio mis-
mo de su oficio como está incorporado a ella y como ocupa en ella el lugar que con-
viene propiamente a su naturaleza. Así, el anonimato se impone en cierto modo nor-
malmente; y, aunque todo lo que implica en principio no sea efectivamente realizado,
debe haber al menos un anonimato relativo, en el sentido de que, allí donde hay una
iniciación basada en el oficio, la individualidad profana o «exterior», designada co-
mo «fulano, hijo de mengano» (nâma-gotra), desaparece en todo lo que se refiere al
ejercicio de ese oficio1.

Si ahora pasamos al otro extremo, el que representa la industria moderna, vemos


que el obrero también es anónimo en ella, pero lo es porque lo que produce no expre-
sa nada de sí mismo y no es su obra, puesto que el papel que desempeña en esa pro-
ducción es solo «mecánico». En suma, el obrero como tal no tiene «nombre», por-
que, en su trabajo, es solo una «unidad» numérica sin cualidades propias, que puede
ser reemplazada por otra «unidad» equivalente, es decir, por otro obrero cualquiera,
sin que cambie nada en el producto de ese trabajo2; y así su actividad ya no tiene
nada humano, sino que, lejos de expresar algo «suprahumano», se reduce al contrario
a lo «infrahumano». Además, esta actividad «mecánica» del obrero solo representa
un caso particular (el más típico que se puede constatar en el estado actual, porque la
industria es el dominio donde las concepciones actuales han logrado expresarse más
completamente) de lo que el «ideal» de nuestros contemporáneos quiere llegar a ha-
cer con todos los individuos humanos, y en todas las circunstancias de su existencia;
eso es una consecuencia inmediata de la tendencia llamada «igualitaria», o, en otros
términos, de la tendencia a la uniformidad, que exige que estos individuos sean trata-

1
Con esto se comprende fácilmente por qué, en iniciaciones de oficio tales como el Compañeraz-
go, está prohibido, lo mismo que en las órdenes religiosas, designar a un individuo por su nombre
profano; todavía hay un nombre, y, por consiguiente, una individualidad, pero es una individualidad
ya «transformada», al menos virtualmente, por el hecho mismo de la iniciación.
2
Sólo puede haber una diferencia cuantitativa, porque un obrero puede trabajar más o menos rá-
pido que otro (y en esta rapidez consiste toda la «habilidad» que se pide de él); pero, desde el punto de
vista cualitativo, el producto del trabajo será siempre el mismo, puesto que está determinado, no por la
concepción mental del obrero, ni por su habilidad manual, sino solo por la acción de la máquina, en la
que la función del obrero es solo asegurar su funcionamiento.

40
RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

dos como simples «unidades» numéricas, que realizan así la «igualdad» por abajo,
puesto que ese es el único sentido en el que puede ser realizada «al límite», es decir,
hasta donde es posible, si no alcanzarla (ya que es contraria a las condiciones mismas
de toda existencia manifestada), al menos acercarse a ella cada vez más, hasta que se
haya llegado al «punto de detención» que marcará el fin del mundo actual.

Si nos preguntamos qué ocurre con el individuo en tales condiciones, vemos que,
en razón del predominio cada vez más acentuado de la cantidad sobre la cualidad en
él, el individuo es reducido a su aspecto substancial sólo, al que la doctrina hindú
llama rûpa (y, de hecho, no puede perder nunca la forma, que es lo que define a la
individualidad como tal, sin perder por eso mismo toda existencia), lo que equivale a
decir que ya solo es lo que el lenguaje corriente llamaría un «cuerpo sin alma», en el
sentido literal de esta expresión. En efecto, en un tal individuo el aspecto cualitativo
o esencial ha desaparecido casi enteramente (decimos casi, porque el límite no puede
ser alcanzado nunca); y, como este aspecto es precisamente el que se designa como
nâma, ese individuo ya no tiene «nombre» que le sea propio, porque está vacío de las
cualidades que ese nombre debe expresar; así pues, él es realmente «anónimo», pero
en el sentido inferior de esta palabra. Ese es el anonimato de la «masa», de la que el
individuo forma parte y en la que se pierde, «masa» que es solo una colección de
individuos semejantes, considerados todos como «unidades» aritméticas; así es como
se pueden contar tales «unidades», evaluando numéricamente la colectividad que
componen, que, por definición es una cantidad; pero no se puede dar a cada una de
esas «unidades» una denominación que implique que se distingue de las demás por
alguna diferencia cualitativa.

Acabamos de decir que el individuo se pierde en la «masa»; esta «confusión» en


la multiplicidad cuantitativa corresponde también, por inversión, a la «fusión» en la
unidad principial. En ésta, el ser tiene la plenitud de sus posibilidades «transforma-
das», de suerte que se puede decir que la distinción, entendida en el sentido cualitati-
vo, está llevada en él a su grado supremo, al mismo tiempo que toda separación ha
desaparecido; en la cantidad, al contrario, la separación es máxima, puesto que ahí
reside el principio mismo de la «separatividad», y el ser está tanto más «separado» y
más cerrado en sí mismo cuanto más limitadas están sus posibilidades, es decir,
cuanto menos cualidades comprende su aspecto esencial; pero, al mismo tiempo,
puesto que está tanto menos distinguido cualitativamente en el seno de la «masa»,

41
RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

tiende verdaderamente a confundirse en ella. La palabra «confusión» es apropiada


aquí, ya que evoca la indistinción potencial del «caos», y de eso se trata, puesto que
el individuo tiende a reducirse a su aspecto substancial solo, es decir, a lo que los
escolásticos llamarían una «materia sin forma», donde todo está en potencia y nada
está en acto, de suerte que el término último, si pudiera ser alcanzado, sería una ver-
dadera «disolución» de todo lo que hay de realidad positiva en la individualidad; y en
razón misma de la oposición que existe entre una y otra, esta confusión de los seres
en la uniformidad aparece como una siniestra y «satánica» parodia de su fusión en la
unidad.

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RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

CAPÍTULO X

La ilusión de las estadísticas

Volvamos ahora a la consideración del punto de vista «científico», tal como se


entiende actualmente; este punto de vista se caracteriza por la pretensión de reducir
todo a la cantidad, y por no tener en cuenta lo que no se deja reducir a ella, al consi-
derándolo como inexistente; se dice que todo lo que no se puede «poner en cifras»,
es decir, en términos cuantitativos, está desprovisto de todo valor «científico»; y esta
pretensión no se aplica solo a la «física», sino a todo el conjunto de las ciencias «ofi-
ciales» de nuestros días, comprendido el dominio psicológico. Ya hemos explicado
suficientemente que eso es suprimir todo lo esencial; y el «residuo» que queda, que
es lo único que considera esta ciencia, es incapaz de explicar nada; pero vamos a
insistir en un aspecto muy característico de esta ciencia, que muestra hasta qué punto
se excede con sus evaluaciones numéricas, y que se relaciona directamente con todo
lo que hemos expuesto en último lugar.

En efecto, la tendencia a la uniformidad, que se aplica en el dominio «natural»


tanto como en el dominio humano, lleva a admitir, e incluso a establecer como prin-
cipio (o más bien como «pseudoprincipio»), que existen repeticiones de fenómenos
idénticos, lo que, en virtud del «principio de los indiscernibles», es imposible. Esta
idea se expresa por la afirmación corriente de que «las mismas causas producen
siempre los mismos efectos», lo que es absurdo, ya que no puede haber nunca ni las
mismas causas ni los mismos efectos en la manifestación; ¿y no se llega a decir co-
múnmente que «la historia se repite», cuando lo cierto es que solo hay corresponden-
cias analógicas entre algunos periodos y acontecimientos? Lo que hay que decir es
que causas comparables entre sí en algunas relaciones producen efectos igualmente
comparables en las mismas relaciones; pero, al lado de las semejanzas que son como
una suerte de identidad parcial, hay también siempre y necesariamente diferencias,
por el hecho mismo de que se trata de dos cosas distintas y no de una sola y misma
cosa. Es cierto que esas diferencias, que son distinciones cualitativas, son tanto me-
nores cuanto más bajo es el grado de manifestación al que pertenece lo que se consi-

43
RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

dera, y que, por lo tanto, las semejanzas se acentúan en la misma medida, de suerte
que, en algunos casos, una observación incompleta puede hacer creer en una suerte
de identidad; pero las diferencias no se eliminan nunca completamente, sin lo cual se
estaría por debajo de toda manifestación; y, aunque solo sean las que resultan de la
influencia de las circunstancias sin cesar cambiantes de tiempo y de lugar, esas dife-
rencias no pueden ser nunca desechadas; es cierto que, para comprenderlo, hay que
darse cuenta de que el espacio y el tiempo reales, contrariamente a las concepciones
actuales, no son solo continentes homogéneos y modos de la cantidad pura, sino que
hay también un aspecto cualitativo en las determinaciones temporales y espaciales.
Aquí hay que preguntarse cómo, al desechar las diferencias y al negarse a verlas, se
puede pretender constituir una ciencia «exacta»; de hecho solo pueden ser «exactas»
las matemáticas puras, porque se refieren verdaderamente al dominio de la cantidad,
y todo el resto de la ciencia actual es solo un entramado de aproximaciones más o
menos burdas, y eso no solo en las aplicaciones, donde todo el mundo reconoce la
imperfección inevitable de los medios de observación y de medida, sino también en
el punto de vista teórico mismo; las «suposiciones irrealizables» que son casi siem-
pre todo el fondo de la mecánica «clásica», que sirve a su vez de base a toda la física
actual, proporcionan una multitud de ejemplos característicos1.

La idea de fundar un ciencia sobre la repetición, muestra también otra ilusión de


orden cuantitativo, la que consiste en creer que la acumulación de un gran número de
hechos sirve de «prueba» para una teoría; sin embargo, es evidente que los hechos de
un mismo género son siempre una multitud indefinida, de suerte que nunca se pue-
den constatar todos, sin contar con que los mismos hechos concuerdan igualmente
bien con múltiples teorías diferentes. Se dice que la constatación de un mayor núme-
ro de hechos da al menos más «probabilidad» a la teoría; pero eso es reconocer que
así nunca se puede llegar a ninguna certeza, y por lo tanto, que las conclusiones que
se enuncian no son nunca «exactas»; y eso es confesar también el carácter comple-
tamente «empírico» de la ciencia moderna, cuyos partidarios, por una extraña ironía,
no dudan en tachar de «empirismo» los conocimientos de los antiguos, cuando es
precisamente al contrario, ya que aquellos conocimientos, cuya verdadera naturaleza
ignoran, partían de los principios y no de las constataciones experimentales, de suerte
que se puede decir que la ciencia profana está construida al revés de la ciencia tradi-

1
¿Dónde se ha visto nunca, por ejemplo, un «punto material pesado», un «sólido perfectamente
elástico», un «hilo inextensible y sin peso», y demás «entidades» no menos imaginarias de las que

44
RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

cional. Además, por insuficiente que sea ya el «empirismo» mismo, el de esta ciencia
actual está lejos de ser integral, puesto que prescinde de una parte considerable de los
datos de la experiencia, a saber, de todos los que presentan un carácter cualitativo; la
experiencia sensible, como cualquier otro género de experiencia, no puede atenerse
nunca a la cantidad pura, y cuanto más se acerca a ésta, tanto más se aleja de la reali-
dad que se pretende constatar y explicar; y, de hecho, no es difícil darse cuenta de
que las teorías más recientes son también las que tienen menos relación con esa
realidad, y las que la reemplazan por «convenciones» tan arbitrarias como es posible,
es decir, que solo tienen un mínimo fundamento en la verdadera naturaleza de las
cosas.

Decíamos que la ciencia actual, al querer ser solo cuantitativa, se niega a tener en
cuenta las diferencias entre los hechos hasta en los casos donde estas diferencias es-
tán más acentuadas, que son aquellos donde los elementos cualitativos predominan
sobre los elementos cuantitativos; y por eso se le escapa la mayor parte de la reali-
dad, y el aspecto parcial e inferior de la verdad que puede captar a pesar de todo
(porque el error total equivale a una negación pura) se encuentra reducido a casi na-
da. Ello es así cuando se consideran los hechos de orden humano, ya que son los más
altamente cualitativos de todos los que esta ciencia quiere abarcar en su dominio,
aunque los trata exactamente como a los demás, es decir, no solo como a los que se
refieren a la «materia organizada», sino incluso a la «materia bruta», ya que solo
tiene un método que aplica uniformemente a los objetos más diferentes. Así pues, es
en el orden humano, ya se trate de historia, de «sociología», de «psicología» o de
cualquier otro género de estudios que quiera suponerse, donde aparece más clara-
mente el carácter engañoso de las «estadísticas» a las que actualmente se da una im-
portancia tan grande; las estadísticas solo consisten en contar un número de hechos
que se suponen todos semejantes entre sí, sin lo cual su suma misma no significaría
nada; y es evidente que así solo se obtiene una imagen de la realidad tanto más de-
formada por cuanto los hechos en cuestión solo son semejantes en una medida míni-
ma, es decir, cuanto más considerable es la importancia y la complejidad de los ele-
mentos cualitativos que implican. Al mostrar así multitud de cifras y cálculos, uno se
da a sí mismo y a los demás una ilusión de «exactitud» que puede calificarse de
«pseudomatemática»; pero, de hecho, se saca de esas cifras la conclusión que se
quiera, estando por sí mismas desprovistas de significado; prueba de ello es que las

está plagada esa ciencia considerada como «racional» por excelencia?

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RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

mismas estadísticas, en manos de diferentes intérpretes, dan lugar, según sus teorías
respectivas, a conclusiones diferentes e incluso opuestas. En estas condiciones, las
ciencias actuales supuestamente «exactas», en tanto que usan estadísticas e incluso
sacan de ellas previsiones para el porvenir (debido siempre a la supuesta identidad de
los hechos considerados, sean pasados o futuros), en realidad son solo ciencias «con-
jeturales».

La suposición de una identidad entre hechos que solo son del mismo género, es
decir, comparables solo en ciertos aspectos, al tiempo que contribuye a dar la ilusión
de una ciencia «exacta», satisface también la necesidad de simplificación que es otro
carácter significativo de la mentalidad actual, hasta el punto de que se la puede lla-
mar «simplista», tanto en sus concepciones «científicas» como en todas sus demás
manifestaciones. Esta necesidad de simplificación refuerza la tendencia a reducirlo
todo a lo cuantitativo, ya que, no puede haber nada más simple que la cantidad; si se
despoja a un ser o a una cosa de sus cualidades propias, el «residuo» que queda pre-
senta el máximo de simplicidad; y, en el límite, esta extrema simplicidad es lo que
podemos llamar la cantidad pura, es decir, la de las «unidades», todas semejantes
entre sí, que constituyen la multiplicidad numérica; y esto nos lleva a algunas otras
reflexiones.

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RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

CAPÍTULO XI

Unidad y «simplicidad»

La necesidad de simplificación, aplicada al dominio científico, es un rasgo distin-


tivo de la mentalidad actual; debido a esta necesidad, algunos filósofos también pro-
claman, como un «pseudoprincipio» lógico, la afirmación de que «la naturaleza actúa
siempre por las vías más simples». Eso es solo una hipótesis gratuita, ya que no se ve
lo que puede forzar a la naturaleza a actuar así, y hay muchas otras condiciones que
intervienen en sus operaciones y que predominan sobre ésta, de manera que, sus vías,
son todo excepto «simples». Este «pseudoprincipio» es la expresión de una suerte de
«pereza mental»: se quiere que las cosas sean simples, porque, si lo son, son más
fáciles de comprender; y eso concuerda con la concepción actual de una ciencia que
debe estar «al alcance de todo el mundo», lo que solo es posible si es simple hasta un
grado «infantil», y si toda consideración de orden superior se excluye de su ámbito.

Lo más llamativo es que la tendencia a la simplicidad entendida así, lo mismo


que la tendencia a la uniformidad que le es paralela, es tomada, por los que están
afectados por ella, por un ánimo de «unificación»; pero es una «unificación» al revés,
como todo lo que está dirigido hacia la cantidad pura o hacia el polo substancial e
inferior de la existencia; y volvemos a encontrar aquí la caricatura de la unidad que
ya hemos consideraro bajo otros puntos de vista. Si a la unidad verdadera se le puede
llamar «simple», se debe a que es indivisible, lo que excluye toda «composición» e
implica que no puede ser concebida como formada de partes; hay también una paro-
dia de esta indivisibilidad que algunos filósofos y físicos atribuyen a sus «átomos»,
sin darse cuenta de que la indivisibilidad es incompatible con la naturaleza corporal,
ya que, puesto que la extensión es indefinidamente divisible, un cuerpo, que es algo
extenso, está siempre compuesto de partes, y, por pequeño que sea, eso no cambia
nada en él, de suerte que la noción de corpúsculos indivisibles es falsa.

Por otra parte, si la unidad principial es indivisible, no por ello es menos comple-
ja, puesto que contiene «eminentemente» todo lo que, al descender a los grados infe-

47
RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

riores, constituye la esencia o el lado cualitativo de los seres manifestados. Desde


que se entra en la existencia manifestada, la limitación aparece bajo la forma de las
condiciones que determinan cada estado o modo de manifestación; cuando se des-
ciende a niveles cada vez más bajos de esta existencia, la limitación deviene cada vez
más estrecha, y las posibilidades inherentes a la naturaleza de los seres son cada vez
más restringidas, lo que equivale a decir que la esencia de esos seres va simplificán-
dose en la misma medida; y esta simplificación prosigue gradualmente hasta por de-
bajo de la existencia misma, es decir, hasta el dominio de la cantidad pura, donde
finalmente alcanza su máximo por la supresión de toda determinación cualitativa.

Con esto se ve que la simplificación sigue la marcha descendente que, en el len-


guaje actual se describe como yendo desde el «espíritu» a la «materia»; por inade-
cuados que sean estos dos términos como substitutos de «esencia» y «substancia», es
útil emplearlos aquí para entendernos mejor. En efecto, no hay nada más extraordina-
rio que se quiera aplicar esta simplificación al dominio «espiritual» mismo, exten-
diéndola tanto a las concepciones religiosas como a las concepciones filosóficas y
científicas; el ejemplo más típico es el del Protestantismo, donde esta simplificación
se traduce a la vez por la supresión de los ritos y por el predominio dado a la moral
sobre la doctrina, siendo ésta última también cada vez más simplificada hasta redu-
cirla a fórmulas rudimentarias que cada uno puede entender como le parezca; y el
Protestantismo, en sus múltiples formas, es la única producción religiosa del espíritu
actual, cuando éste no había llegado todavía a rechazar toda religión, aunque ya se
encaminaba a ello en virtud de las tendencias antitradicionales que le son inherentes.
En el límite de esta «evolución», la religión es reemplazada por la «religiosidad», es
decir, por una vaga sentimentalidad sin ningún alcance real; a eso se llama «progre-
so»; y lo que muestra bien cómo todas las relaciones normales están invertidas en la
mentalidad actual, es que en eso se ve una «espiritualización» de la religión, como si
el «espíritu» no fuera más que un marco vacío o un «ideal» nebuloso sin significado;
es lo que en la actualidad se llama una «religión depurada», y, ciertamente, vacía de
todo contenido sin que le quede ningún aspecto propiamente espiritual.

Lo que destaca también, es que todos los «reformadores» siempre proclaman la


vuelta a una «simplicidad primitiva», que solo está en su imaginación; eso es solo un
medio de encubrir el verdadero carácter de sus innovaciones, pero puede ser también,
una falsificación cuyos juguetes son ellos mismos, ya que es muy difícil determinar

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RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

hasta qué punto los promotores aparentes del espíritu antitradicional son conscientes
del papel que desempeñan, puesto que este papel mismo supone una mentalidad fal-
seada. Para atenernos a la idea de la «simplicidad primitiva», no se comprende por
qué las cosas deben comenzar siempre siendo simples, e ir complicándose después;
pero, si se reflexiona en que el germen de un ser contiene ya la virtualidad de todo lo
que ese ser será después, es decir, todas las posibilidades que se desarrollarán en el
curso de su existencia, eso nos lleva a pensar que el origen de todas las cosas debe
ser extremadamente complejo, y esa es la complejidad cualitativa de la esencia; el
germen solo es pequeño como cantidad o substancia, y, si se transpone simbólica-
mente la idea de «magnitud», se ve que, en razón de la analogía inversa, lo que es
más pequeño en cantidad deber ser lo mayor en cualidad1. De la misma manera, toda
tradición contiene desde su origen la doctrina entera, que comprende en principio la
totalidad de los desarrollos y adaptaciones que proceden de ella en la sucesión de los
tiempos, así como la de las aplicaciones a las que de lugar en todos los dominios; así
pues, las intervenciones humanas solo pueden restringirla y menguarla, si no desna-
turalizarla completamente, y en eso consiste la obra de todos los «reformadores».

Lo que es singular también, es que todos los «modernizadores» (y aquí no habla-


mos solo de los de Occidente, sino también de los de Oriente), al alabar la simplici-
dad doctrinal como un «progreso» en el orden religioso, hablan como si la religión
debiera estar hecha para necios. Esto es solo una manifestación más de la idea «de-
mocrática» que quiere poner la ciencia «al alcance de todo el mundo»; y estos mis-
mos «modernizadores» son también los adversarios de todo esoterismo; el esoteris-
mo, que por definición solo se dirige a unos pocos, no es simple, de suerte que su
negación se presenta como la primera etapa de toda simplificación. En cuanto a la
religión, que es el aspecto exterior de toda tradición, debe ser tal que cada uno com-
prenda algo de ella según su capacidad, y es en este sentido como se dirige a todos;
pero esto no quiere decir que se reduzca a lo mínimo que puede comprender de ella
el menos inteligente; al contrario, tiene que haber en ella algo que esté al nivel de las
posibilidades de todos los individuos, por elevadas que sean, y solo por eso propor-
ciona un «soporte» apropiado al aspecto interior que, en toda tradición no mutilada,
es su complemento necesario, y que depende del orden iniciático. Pero los «moderni-

1
Recordemos aquí la parábola evangélica del «grano de mostaza» y los textos similares de las
Upanishad que hemos citado en otra parte (El Hombre y su devenir según el Vêdânta, cap. III); y
agregamos también, a este propósito, que al Mesías mismo se le llama «germen» en numerosos pasa-
jes bíblicos.

49
RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

zadores», que rechazan el esoterismo y la iniciación, niegan que las doctrinas religio-
sas lleven en sí mismas un significado profundo; y así, aunque pretenden «espiritua-
lizar» la religión, caen, al contrario, en el «literalismo» puro y simple, donde el espí-
ritu está ausente, mostrando así que, como decía Pascal, «Quien quiere hacer de án-
gel, hace de bestia».

Pero aún no hemos acabado con la «simplicidad primitiva», ya que hay un senti-
do en el que esta expresión podría aplicarse: es el de la indistinción del «caos», que
es efectivamente «primitivo», puesto que está también «al comienzo»; pero entonces
no está solo, puesto que toda manifestación supone necesariamente, la esencia y la
substancia, y puesto que el «caos» representa solo su base substancial. Si es eso lo
que entienden los partidarios de la «simplicidad primitiva», no nos oponemos, ya que
es en esa indistinción donde desemboca finalmente la tendencia a la simplificación si
pudiera realizarse hasta sus últimas consecuencias; pero hay que señalar que esa
simplicidad última, al estar por debajo de la manifestación y no en ella, no corres-
ponde a un «retorno al origen». Sobre este tema, y para resolver una aparente anti-
nomia, hay que hacer una distinción clara entre los dos puntos de vista que se refie-
ren respectivamente a los dos polos de la existencia: si se dice que el mundo ha sido
formado a partir del «caos», es que se le considera solo desde el punto de vista subs-
tancial, y entonces hay que considerar este comienzo como atemporal, ya que el
tiempo no existe en el «caos», sino solo en el «cosmos». Así pues, si nos referimos al
orden de desarrollo de la manifestación, que, en el dominio de la existencia corporal
y debido a las condiciones que la definen, se traduce por un orden de sucesión tem-
poral, no es de ahí de donde hay que partir, sino, al contrario, del polo esencial. La
«creación», en tanto que resolución del «caos», es «instantánea», y es el Fiat Lux
bíblico; pero lo que está en el origen del «cosmos», es la Luz primordial, es decir, el
«espíritu puro» en el que están las esencias de todas las cosas; y, a partir de ahí, el
mundo manifestado va descendiendo cada vez más hacia la «materialidad».

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RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

CAPÍTULO XII

El odio del secreto

Hay que insistir aún en un punto que hemos abordado incidentalmente antes: es
lo que se llama «vulgarización» (y esta palabra es muy significativa para describir la
mentalidad actual), es decir, la pretensión de ponerlo todo «al alcance de todo el
mundo», lo que ya hemos señalado como una consecuencia de las concepciones
«democráticas», y que equivale a querer rebajar el conocimiento al nivel de las inte-
ligencias más inferiores. Es fácil mostrar los inconvenientes que presenta la enseñan-
za actual que se impone a todos igualmente por métodos idénticos, lo que, como he-
mos dicho, solo puede desembocar en una suerte de nivelación por abajo: aquí, como
en todo, la cualidad es sacrificada a la cantidad. Es cierto que la enseñanza actual no
implica ningún conocimiento en el verdadero sentido de esta palabra, y que no con-
tiene nada que sea profundo; pero, aparte de su insignificancia e ineficacia, lo que la
hace nefasta, es que se hace tomar por lo que no es, que niega todo lo que la rebasa, y
que así asfixia todas las posibilidades de un dominio más elevado; parece estar hecha
expresamente para eso, ya que la «uniformización» actual implica necesariamente el
odio de toda superioridad.

Una cosa llamativa es que algunos, en nuestra época, exponen doctrinas tradicio-
nales tomando como modelo esa misma enseñanza profana, sin tener en cuenta las
diferencias esenciales que existen entre ellas y todo lo que se llama hoy día «cien-
cias» y «filosofía»; al actuar así, deforman las doctrinas tradicionales por simplifica-
ción y solo muestran de ellas lo más exterior. En esto hay una penetración del espíri-
tu actual en lo que se opone a él por definición misma, y no es difícil comprender
cuáles son las consecuencias disolventes de ello, incluso sin que lo sepan quienes, de
buena fe y sin intención, se hacen instrumentos de esta penetración; la decadencia de
la doctrina religiosa en Occidente, y la pérdida del esoterismo correspondiente,
muestran ya cuál puede ser la conclusión si esta manera de ver se generaliza también
en Oriente.

51
RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

Pero lo más increíble, es el argumento que, para motivar su actitud, proclaman es-
tos «propagandistas» de nuevo cuño: uno de ellos escribía recientemente que, si es
cierto que antaño se aportaban restricciones a la difusión de ciertos conocimientos,
hoy día ya no ha lugar a tenerlas en cuenta, ya que (y tenemos que citar esta frase
textualmente, a fin de que no se nos tache de exagerados) «el nivel medio de la cultu-
ra se ha elevado y los espíritus han sido preparados para recibir una enseñanza inte-
gral». Es aquí donde aparece claramente la confusión con la enseñanza actual, a la
que se llama «cultura»; lo que se llama ahora «cultura» es algo que no tiene nada que
ver con la enseñanza tradicional ni con la aptitud para recibirla; y, además, como la
supuesta elevación del «nivel medio» tiene como contrapartida la desaparición de la
verdadera intelectualidad, se puede decir que esta «cultura» representa lo contrario
de una preparación para lo que pretende. Uno se pregunta cómo un hindú (ya que es
un hindú el que citamos aquí) ignora en qué punto del Kali-Yuga nos encontramos,
para llegar a decir que «han llegado los tiempos en que todo el sistema del Vêdânta
se puede exponer públicamente», cuando el menor conocimiento de las leyes cíclicas
obliga a decir, al contrario, que son menos favorables que nunca; y, si nunca ha po-
dido ser «puesto al alcance del común de los hombres», para el que no está hecho, no
es ciertamente ahora cuando puede hacerse, ya que este «común de los hombres»
nunca ha sido tan incapaz de comprender. Lo cierto es que, por esta misma razón,
todo lo que representa un conocimiento tradicional de orden verdaderamente profun-
do, cada vez es menos accesible; y ante la invasión del espíritu actual y profano, está
claro que no puede ser de otra manera.

Las razones que se dan para explicar el interés actual en extender la enseñanza
vêdântina, no son menos extraordinarias: en primer lugar se invoca «el desarrollo de
las ideas sociales y de las instituciones políticas»; pero, aunque eso fuera un «desa-
rrollo», también es algo que no tiene ninguna relación con la comprensión de una
doctrina metafísica, como la instrucción profana; basta ver, en cualquier país de
Oriente, hasta qué punto las preocupaciones políticas, allí donde se han introducido,
perjudican al conocimiento de las verdades tradicionales, para pensar que es más
justo hablar de incompatibilidad, antes que de acuerdo entre estos «dos desarrollos».
No vemos qué lazo tiene la «vida social», en el sentido en que se concibe actualmen-
te, con la espiritualidad, a la que se opone radicalmente. La espiritualidad tiene ese
lazo cuando se integra en una civilización tradicional, pero es precisamente el espíri-
tu actual el que lo ha destruido y lo destruye allí donde subsiste todavía; así pues,

52
RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

¿qué se puede esperar de un «desarrollo» cuyo rasgo más característico es ir contra


toda espiritualidad?

El mismo autor invoca aún otra razón: «Por todas partes, dice, ocurre con el
Vêdânta como con las verdades de la ciencia; hoy día ya no existe el secreto científi-
co; la ciencia no vacila en publicar los descubrimientos más recientes». En efecto, la
ciencia actual está hecha para el «gran público», y, desde que existe, esa es toda su
razón de ser; y es evidente que solo es lo que parece ser, puesto que, debido a la au-
sencia de principio, se queda en la superficie de las cosas; cierto, en ella no hay nada
que valga la pena mantener en secreto. ¿Qué correspondencia se puede establecer
entre los «más recientes descubrimientos» de la ciencia actual y las enseñanzas de
una doctrina como el Vêdânta, aunque sea solo del orden más exterior? Es siempre la
misma confusión, y hay que preguntarse hasta qué punto alguien que la comete con
esta insistencia puede tener comprensión de la doctrina que quiere enseñar; entre el
espíritu tradicional y la mentalidad actual, no hay ninguna coincidencia, y toda con-
cesión hecha a la segunda es siempre a expensas del primero, puesto que, la mentali-
dad actual es la negación misma del espíritu tradicional.

La cierto es que la mentalidad actual, en todos los que están afectados por ella,
implica un verdadero odio del secreto y de todo lo que le es afín, en cualquier domi-
nio que sea; y aprovechamos esta ocasión para explicarnos sobre esta cuestión. No se
puede decir que la «vulgarización» de las doctrinas sea peligrosa, al menos en tanto
que se trate solo de su lado teórico; más bien, aunque eso fuera posible, es inútil,
porque las verdades de un cierto orden resisten por su naturaleza misma a toda «vul-
garización»: por claramente que se las exponga (a condición de exponerlas tales cua-
les son en su verdadero significado y sin hacerlas sufrir ninguna deformación), solo
las comprenden aquellos que están cualificados para comprenderlas, y, para los de-
más, son como si no existieran. Aquí no hablamos de la «realización» y de sus me-
dios propios, ya que, a este respecto, no hay nada que tenga un valor efectivo si no es
en el interior de una organización iniciática regular; pero, desde el punto de vista
teórico, la reserva solo puede justificarse por consideraciones de simple oportunidad,
y, por lo tanto, por razones puramente contingentes, lo que no quiere decir desdeña-
bles. El verdadero secreto, el único que no puede ser traicionado, es solo lo inexpre-
sable, que, por eso mismo, es «incomunicable»; ahí está el significado del secreto
iniciático; un secreto exterior solo puede tener el valor de una imagen de ése, y tam-

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RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

bién, el de una «disciplina» que puede ser provechosa. Pero éstas son cosas cuyo
sentido y alcance escapan a la mentalidad actual, cuya incomprensión engendra hos-
tilidad de inmediato; el vulgo siente siempre un miedo instintivo de todo lo que no
comprende, y el miedo engendra odio, aunque uno se esfuerce en escapar de él ne-
gando la verdad incomprendida; por otra parte, hay negaciones que se parecen a ver-
daderos estallidos de rabia, como por ejemplo las de los supuestos «librepensadores»
respecto a todo lo que se refiere a la religión.

Así pues, la mentalidad actual es de tal naturaleza que no puede soportar ningún
secreto; tales cosas, puesto que ignora sus razones, las siente como «privilegios»
establecidos en provecho de algunos, y no puede soportar tampoco ninguna superio-
ridad; si se le explica que éstos supuestos «privilegios» tienen su fundamento en la
naturaleza misma de los seres, es trabajo perdido, ya que eso es precisamente lo que
niega su «igualitarismo». No solo se jacta de suprimir todo «misterio» con su ciencia
y su filosofía exclusivamente «racionales» y puestas «al alcance de todo el mundo»,
sino que este odio al «misterio» llega tan lejos, en todos los dominios, que se extien-
de incluso hasta lo que se llama la «vida ordinaria». Un mundo donde todo fuera
«público» tendría un carácter monstruoso; decimos «fuera», ya que todavía no esta-
mos del todo ahí, y quizás eso no sea nunca realizable, ya que, aquí también, se trata
de un «límite»; pero es innegable que, por todas partes, actualmente se apunta a ob-
tener ese resultado. Para llevar a los hombres a vivir enteramente «en público» ya no
se contentan con juntarlos en «masa» en toda ocasión y bajo cualquier pretexto; tam-
bién se les quiere alojar, no ya en «colmenas», sino literalmente en «colmenas de
cristal», dispuestas de tal manera que no les sea posible comer si no es «en común»;
los hombres sometidos a una tal existencia han caído verdaderamente en un nivel
«infrahumano», a nivel de insectos tales como las abejas y las hormigas; y, además,
también se ponen todos los medios en «adiestrarlos» para no diferenciarse entre ellos
más de lo que se diferencian esas especies animales, cuando no menos.

Como no tenemos la intención de entrar en detalle de algunas «anticipaciones»


que van a ser rebasadas muy rápidamente por los acontecimientos, no nos extende-
mos más en este tema, y nos basta haber mostrado la tendencia que opera actualmen-
te. El odio del secreto es solo una de las formas del odio por todo lo que rebasa el
nivel «medio», y también por todo lo que se aparta de la uniformidad que se quiere
imponer a todos; y, sin embargo, en el mundo actual, hay un secreto que está mejor

54
RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

guardado que ningún otro: es el de la formidable empresa de sugestión que ha produ-


cido y que mantiene la mentalidad actual, y que la ha constituido y «fabricado» de tal
manera que niega su existencia e incluso su posibilidad, lo que es el mejor medio, y
un medio verdaderamente «diabólico», de que este secreto nunca sea descubierto.

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RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

CAPÍTULO XIII

Los postulados del racionalismo

Acabamos de decir que, en nombre de una ciencia y una filosofía calificadas de


«racionales», actualmente se pretende excluir todo «misterio» del mundo; y se puede
decir que cuanto más estrecha y limitada es una concepción, tanto más «racional» se
la considera; además, se sabe que, desde los «enciclopedistas» del siglo XVIII, los
negadores de toda realidad suprasensible siempre se han proclamado «racionalistas».
Hay que decir que la diferencia que existe entre ese «racionalismo» vulgar y el «ra-
cionalismo» filosófico, es solo una diferencia de grado; uno y otro responden a las
mismas tendencias, que han ido exagerándose y «vulgarizándose» desde entonces.
Ya hemos tenido ocasión de hablar del «racionalismo» y de definir sus principales
caracteres de manera que remitimos para este tema a algunas de nuestras precedentes
obras1; no obstante, el «racionalismo» está tan ligado a la concepción misma de una
ciencia cuantitativa que tenemos que decir algunas palabras sobre él.

Así pues, recordaremos que el racionalismo se remonta a Descartes, y hay que


observar que, desde su origen, se encuentra asociado así directamente a la idea de
una física «mecanicista»; además, el Protestantismo le había preparado el camino, al
introducir en la religión, con el «libre examen», un cierto racionalismo, aunque en-
tonces la palabra no existía, puesto que se inventó cuando la misma tendencia se
afirmó en el dominio filosófico. El racionalismo se define por la creencia en la su-
premacía de la razón, proclamada como un verdadero «dogma», que implica la nega-
ción de todo lo que es de orden supraindividual, es decir, de la intuición intelectual
pura, lo que lleva a la exclusión de todo conocimiento metafísico verdadero; la mis-
ma negación tiene también, como consecuencia, el rechazo de toda autoridad espiri-
tual, puesto que ésta tiene necesariamente una fuente «suprahumana»; así pues, el
racionalismo y el individualismo son tan afines que, de hecho, se confunden, salvo
en el caso de algunas teorías filosóficas recientes que, aunque no son racionalistas,
no son por ello menos individualistas. Vamos a señalar hasta qué punto concuerda
1
Ver sobre todo Oriente y Occidente y La Crisis del Mundo moderno.

56
RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

este racionalismo con la tendencia actual a la simplificación: ésta, que procede siem-
pre por reducción de las cosas a sus elementos más inferiores, se afirma por la supre-
sión de todo el dominio supraindividual, a la espera de reducir lo que queda, es decir,
todo lo que es de orden individual, únicamente a la modalidad sensible o corporal, y
finalmente ésta a un agregado de determinaciones cuantitativas; se ve cuan rigurosa-
mente se encadena todo esto, constituyendo otras tantas etapas de una misma «de-
gradación» de las concepciones que el hombre se hace de sí mismo y del mundo.

Hay también otro género de simplificación que es inherente al racionalismo car-


tesiano, y que se manifiesta primero por la reducción de la naturaleza del espíritu al
«pensamiento» y la del cuerpo a la «extensión»; como ya hemos visto, eso es el fun-
damento de la física «mecanicista», y el punto de partida de una ciencia enteramente
cuantitativa. Pero eso no es todo: por el lado del «pensamiento», se opera otra simpli-
ficación debido a la manera en que Descartes considera la razón, a la que declara «la
cosa mejor compartida del mundo», lo que implica ya una suerte de idea «igualita-
ria», y que es manifiestamente falso; en eso, confunde la razón «en acto» con la «ra-
cionalidad», en tanto que esta última es un carácter específico del ser humano como
tal1. La naturaleza humana está toda ella en cada individuo, pero se manifiesta en
ellos de maneras muy diversas, según las cualidades propias que tengan esos indivi-
duos, y que se unen en ellos a esta naturaleza específica para constituir la integrali-
dad de su esencia; pensar de otra manera, es pensar que los individuos humanos son
todos semejantes entre sí y que solo difieren en numero. De ahí vienen todas esas
consideraciones sobre la «unidad del espíritu humano», que actualmente se invoca
sin cesar para explicar todo tipo de cosas, de las que algunas no son de orden «psico-
lógico», como por ejemplo, el hecho de que los mismos símbolos tradicionales se
encuentren en todos los tiempos y lugares; además de que aquí no se trata del «espíri-
tu», sino solo de la «mente», en eso solo hay una falsa unidad, ya que la verdadera
unidad no pertenece al dominio individual, que es el único que consideran los que
hablan así, y todos los que creen poder hablar de «espíritu humano», como si el espí-
ritu pudiera estar afectado por un carácter específico; además, la comunidad de natu-

1
Si se toma la definición clásica del ser humano como «animal racional», la «racionalidad» repre-
senta en él la «diferencia específica» por la cual el hombre se distingue de todas las otras especies del
género animal. Ella solo es aplicable en el interior de este género, o, en otros términos, solo es lo que
los escolásticos llamaban una differentia animalis; así pues, no se puede hablar de «racionalidad» en
lo que concierne a los seres que pertenecen a otros estados de existencia, por ejemplo a los estados
supraindividuales; y eso está de acuerdo con el hecho de que la razón es una facultad de orden exclu-
sivamente individual, que no puede rebasar los límites del dominio humano.

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RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

raleza de los individuos en la especie solo tiene manifestaciones de orden general, y


es incapaz de explicar similitudes que inciden en detalles muy precisos; ¿pero cómo
hacer comprender actualmente que la unidad fundamental de todas las tradiciones
solo se explica por lo que hay en ellas de «suprahumano»? Volviendo a lo que es
solo humano, es inspirándose en la concepción cartesiana como Locke, el fundador
de la psicología actual, creyó poder declarar que, para saber lo que pensaban los
Griegos y los Romanos (ya que su horizonte no se extendía más allá de la antigüedad
«clásica» occidental), solo hay que buscar lo que piensan los Ingleses y Franceses de
nuestros días, ya que «el hombre es por todas partes y siempre el mismo»; nada es
más falso, y no obstante los psicólogos han mantenido siempre eso, ya que, mientras
se imaginan que están hablando del hombre en general, la mayor parte de lo que di-
cen solo se aplica al europeo actual. Es cierto que, en razón de todo lo que se hace en
este sentido, las diferencias van atenuándose, y que así la hipótesis de los psicólogos
es menos falsa hoy día que en tiempos de Locke; pero, a pesar de todo, el límite no
puede ser alcanzado nunca, y, mientras dure este mundo, siempre habrá diferencias
irreductibles; en fin, ¿es el modo adecuado de conocer la naturaleza humana, tomar
como tipo «ideal» lo que solo puede ser llamado «infrahumano»?

Dicho esto, queda explicar por qué el racionalismo está ligado a la idea de una
ciencia cuantitativa, o mejor dicho, por qué ésta procede de él; y, a este respecto,
tenemos que reconocer que hay una parte de verdad en las críticas que Bergson diri-
ge a lo que él llama sin razón la «inteligencia», y que solo es la razón, e incluso, solo
un cierto uso de la razón basado en la concepción cartesiana, ya que es de esta con-
cepción de donde han salido todas las formas del racionalismo actual. Hay que seña-
lar que los filósofos dicen cosas mucho más justas cuando argumentan contra otros
filósofos que cuando exponen sus propios pareceres, y, viendo así bastante bien los
defectos de los otros, se destruyen mutuamente; es así como Bergson, si uno se toma
la molestia de rectificar sus errores de terminología, muestra bien los defectos del
racionalismo (que, lejos de confundirse con el verdadero «intelectualismo», es más
bien su negación) y las insuficiencias de la razón; pero por ello no está menos equi-
vocado a su vez cuando, para suplir a éstos, busca en lo «infraracional» en lugar de
elevarse a lo «supraracional» (y por eso su filosofía es igualmente individualista e
ignora tan completamente el orden supraindividual como la de sus adversarios). Así
pues, cuando reprocha a la razón «que recorta artificialmente lo real», no hay necesi-
dad de adoptar su propia idea de lo «real» para comprender lo que quiere decir: se

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RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

trata de la reducción de todas las cosas a unos elementos supuestos homogéneos o


idénticos entre sí, lo que, nuevamente, es la reducción a lo cuantitativo, ya que es
solo desde este punto de vista como tales elementos son concebibles; y ese «recorte»
evoca con claridad los esfuerzos para introducir una discontinuidad que solo pertene-
ce a la cantidad pura o numérica, es decir, a la tendencia de la que venimos hablando,
y a admitir como «científico» solo lo que es susceptible de ser «puesto en cifras»1.
De la misma manera, cuando dice que la razón solo está cómoda cuando se aplica a
lo «sólido», parece darse cuenta de la tendencia de la razón a «materializarlo» todo,
es decir, a no considerar en las cosas más que sus modalidades más groseras, porque
es en esas donde la cualidad está más disminuida en provecho de la cantidad; pero, si
se refiere al estado actual de las concepciones científicas, es cierto que están cerca de
representar su último grado o su grado más bajo, aquel en el que la «solidez» ha al-
canzado su máximo; y eso es un signo muy característico del periodo al que hemos
llegado. No pretendemos que Bergson mismo comprendiera estas cosas de manera
tan clara como la que resulta de esta «traducción» de su lenguaje, dadas las múltiples
confusiones que comete constantemente; pero no por ello es menos cierto que, de
hecho, estas opiniones le han sido sugeridas por la constatación de lo que es la cien-
cia actual, y que, en este aspecto, este testimonio de un hombre que es él mismo un
representante del espíritu actual, no puede tenerse por desdeñable; en cuanto a lo que
representan sus propias teorías, hablaremos de su significado más adelante, y lo que
decimos ahora, es que corresponden a otra etapa de la desviación que constituye el
mundo actual.

Resumiendo: puesto que el racionalismo es la negación de todo principio superior


a la razón, implica, como consecuencia «práctica», el uso exclusivo de la razón cie-
ga, al estar aislada del intelecto puro y transcendente, cuya luz inteligible, en el do-
minio individual, es solo un reflejo. Desde que pierde toda comunicación efectiva
con el intelecto supraindividual, la razón ya solo puede tender hacia abajo, es decir,
hacia el polo inferior de la existencia, y hundirse cada vez más en la «materialidad»;
en la misma medida, pierde poco a poco la idea misma de «verdad», y por eso solo
busca la mayor comodidad para su comprensión limitada, en la que encuentra una
satisfacción inmediata debido a su caída, que lleva a la simplificación y uniformiza-
ción de todo; así pues, ella obedece tanto más fácil y rápidamente a esta tendencia

1
Aquí se puede decir que, de todos los sentidos que están incluidos en la palabra latina ratio, ape-
nas queda uno sólo, el de «cálculo», en el uso «científico» que se hace actualmente de la razón.

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RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

cuanto que los efectos de ésta son conformes a sus deseos, y este descenso cada vez
más rápido solo puede desembocar finalmente en lo que hemos llamado el «reino de
la cantidad».

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RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

CAPÍTULO XIV

Mecanicismo y materialismo

El primer producto del racionalismo, en el orden llamado «científico», fue el me-


canicismo cartesiano; el materialismo vino más tarde, puesto que la palabra y la cosa
datan del siglo XVIII; cualesquiera que fueran las intenciones de Descartes, eso no
implica que haya entre uno y otro, una filiación directa. Lo cierto es que el materia-
lismo es solo una de las dos mitades del dualismo cartesiano, es decir, esa a la que su
autor aplicó la concepción mecanicista; bastaba así negar la otra mitad, o reducir a
esa mitad toda la realidad, para llegar al materialismo.

Leibnitz muestra bien, contra Descartes y sus discípulos, la insuficiencia de una


física mecanicista, que, por su naturaleza misma, solo puede explicar la apariencia
exterior de las cosas y es incapaz de explicar nada de su verdadera esencia; así pues,
se puede decir que el mecanicismo solo tiene un valor «representativo» y no explica-
tivo; y, en el fondo, ¿no es ese el caso de toda la ciencia actual? Ello es así incluso en
un ejemplo tan simple como el del movimiento, que es lo que se considera, por exce-
lencia, susceptible de ser explicado mecánicamente; una tal explicación, dice Leib-
nitz, solo vale mientras se considere en el movimiento solo un cambio de situación;
pero ello es muy diferente cuando se toma en consideración la razón del movimiento;
y, puesto que esta razón se encuentra en uno de los dos cuerpos, solo ése se dirá que
se mueve, mientras que el otro solo desempeña en el cambio un papel puramente
pasivo; pero eso es algo que escapa a las consideraciones de orden mecánico y cuan-
titativo. Así pues, el mecanicismo se limita a dar una descripción del movimiento, tal
cual es en su apariencia exterior, y es inútil para comprender su razón, y, por lo tanto,
para expresar ese aspecto esencial o cualitativo del movimiento que es el único que
puede dar su explicación real. Con mayor razón es lo mismo para toda otra cosa de
un carácter más complejo y en la que la cualidad predomine más sobre la cantidad;
así pues, una ciencia constituida así no tiene ningún valor como conocimiento efecti-
vo, ni siquiera en lo que concierne al dominio relativo y limitado en el que está ence-
rrada.

61
RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

No obstante, una concepción tan notoriamente insuficiente es la que Descartes


quiso aplicar a todos los fenómenos del mundo corporal, con lo que reducía la natu-
raleza de los cuerpos solo a la extensión, y, además, solo consideraba de ésta el as-
pecto cuantitativo; y, lo mismo que los mecanicistas y materialistas más recientes, ya
no establecía ninguna diferencia entre los cuerpos dichos «inorgánicos» y los seres
vivos. Decimos seres vivos, y no solo cuerpos organizados, porque el ser mismo se
encuentra aquí reducido al cuerpo, en razón de la famosísima teoría cartesiana de los
«animales máquinas», que es uno de los más llamativos absurdos que el espíritu de
sistema haya engendrado nunca; únicamente cuando considera el ser humano, en su
física, se ve obligado a especificar que lo que dice solo se aplica al «cuerpo del hom-
bre»; ¿y de qué vale esta restricción, cuando, por hipótesis, todo lo que ocurre en este
cuerpo es exactamente lo mismo si no está el «espíritu»? En efecto, debido al dua-
lismo, el ser humano se encuentra cortado en dos partes que ya no se tocan y que no
pueden formar un compuesto real, puesto que, al suponerlas heterogéneas, no pueden
entrar en comunicación por ningún medio, de suerte que, por eso mismo, toda acción
efectiva de una sobre otra se torna imposible. Por otra parte, se ha pretendido expli-
car mecánicamente todos los fenómenos que se producen en los animales, compren-
didas las manifestaciones cuyo carácter es más evidentemente psíquico; así pues, uno
puede preguntarse por qué no va a ser lo mismo en el hombre, y si no se puede des-
deñar, también en él, el otro lado del dualismo como innecesario para explicar las
cosas; de ahí a considerarle como una complicación inútil y a tratarle como inexis-
tente, para seguidamente negarle, no hay mucho trecho, sobre todo para hombres
cuya atención está vuelta por completo al dominio sensible, como es el caso de los
occidentales actuales; y es así como la física mecanicista de Descartes debía preparar
la vía al materialismo.

Así pues, la reducción a lo cuantitativo estaba ya operada teóricamente para todo


lo que pertenece al orden corporal, en el sentido de que la física cartesiana implica la
posibilidad de esta reducción; solo quedaba extender esta concepción al conjunto de
la realidad, que, en virtud de los postulados del racionalismo, se encontraba ya res-
tringida al dominio de la existencia individual. Partiendo del dualismo, esta reduc-
ción debía presentarse como una reducción del «espíritu» a la «materia», reducción
consistente en poner en la «materia» todo lo que Descartes había puesto en uno y
otro de los dos términos, a fin de poder reducirlo todo únicamente a la cantidad; y,

62
RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

después de haber relegado «más allá de las nubes» el aspecto esencial de las cosas,
con eso se le suprimía para considerar solo su aspecto substancial, puesto que es a
estos dos aspectos a los que corresponden respectivamente el «espíritu» y la «mate-
ria», aunque solo ofrezcan de ellos una imagen disminuida y deformada. Descartes
hizo entrar en el dominio cuantitativo la mitad del mundo tal como le concebía, e
incluso la mitad más importante a sus ojos, ya que cualesquiera que fueran las apa-
riencias, él quería ser ante todo un físico; el materialismo, a su vez, hizo entrar en ese
dominio el mundo entero; ya solo quedaba entonces elaborar esta reducción por me-
dio de teorías cada vez más apropiadas a este fin, y es a esta tarea a la que debía apli-
carse toda la ciencia en adelante, incluso si no se declaraba abiertamente materialista.

Además del materialismo explícito y formal, hay también lo que se puede llamar
un materialismo de hecho, cuya influencia se extiende mucho más lejos, ya que mu-
chas gentes que no se creen materialistas se comportan como tales en todas las cir-
cunstancias; hay entre estos dos materialismos, una relación semejante a la que existe
entre el racionalismo filosófico y el racionalismo vulgar, salvo que el materialista de
hecho no pretende serlo, y protestaría incluso si se le acusara de ello, mientras que el
racionalista vulgar, aunque sea muy ignorante de toda filosofía, es el más empeñado
en proclamarse tal, al mismo tiempo que se jacta orgullosamente de ser un «librepen-
sador», cuando es solo el esclavo de todos los prejuicios corrientes de su época.

De la misma manera que el racionalismo vulgar es el producto de la difusión del


racionalismo filosófico entre el «gran público», así también, el materialismo propia-
mente dicho, es el que está en el punto de partida del materialismo de hecho, en el
sentido de que ha hecho posible este estado de espíritu general y de que ha contribui-
do expresamente a su formación; pero todo esto se explica siempre por el desarrollo
de las mismas tendencias que constituyen el fondo del espíritu actual. Un sabio, en el
sentido actual de esta palabra, aunque no se declare materialista, lo es por el hecho de
que toda su educación está dirigida en ese sentido; e, incluso si ese sabio cree no es-
tar desprovisto de «espíritu religioso», separa tan completamente la religión de su
actividad científica que su obra no se distingue en nada de la del materialista, y es así
como desempeña su papel, tan bien como éste, en la construcción «progresiva» de la
ciencia más exclusivamente cuantitativa y más groseramente material que sea posible
concebir; y es así también como la acción antitradicional utiliza en su provecho a
aquellos que deberían ser sus adversarios, si la desviación de la mentalidad actual no

63
RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

hubiera formado unos seres llenos de contradicciones e incapaces de darse cuenta de


ello.

En eso también, la tendencia a la uniformidad encuentra su realización, puesto


que todos los hombres llegan así a pensar y a actuar de la misma manera, y aquello
en lo que todavía son diferentes, a pesar de todo, ya solo tiene un mínimo de influen-
cia efectiva que no se traduce exteriormente en nada real; es así como, en un tal
mundo, y salvo muy raras excepciones, un hombre que se declara cristiano, no por
ello se comporta de hecho, como si no hubiera nada fuera de la existencia corporal, y
un sacerdote «científico» no difiere de un universitario materialista. Así pues, cuando
se ha llegado a esto, ¿pueden llegar las cosas mucho más lejos antes de que el punto
más bajo del «descenso» sea alcanzado?

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RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

CAPÍTULO XV

La ilusión de la «vida ordinaria»

La actitud materialista aporta, a toda la constitución «psicofisiológica» del ser


humano, una modificación real y muy importante; eso es fácil de comprender, y, de
hecho, solo hay que mirar alrededor de uno para constatar que el hombre actual ha
devenido impermeable a toda influencia que no sea la de sus sentidos; no solo sus
facultades de comprensión son cada vez más limitadas, sino que el campo mismo de
su percepción se ha restringido igualmente. De ello resulta un predominio completo
del punto de vista profano, puesto que, si este punto de vista nace primero de una
ausencia de comprensión, y por lo tanto de una limitación de las facultades humanas,
esta misma limitación, al acentuarse y al extenderse a todos los dominios, la justifica
después a los ojos de los que son afectados por ella; en efecto, ¿qué razón pueden
tener para admitir la existencia de lo que ya no pueden concebir ni percibir, es decir,
de todo lo que podría mostrarles la insuficiencia y falsedad del punto de vista pro-
fano mismo?

De ahí proviene la idea de lo que se designa comúnmente como la «vida ordina-


ria»; lo que se entiende por eso es «algo» en lo que, por la exclusión de todo carácter
sagrado, ritual o simbólico (importa poco que esto se considere en el sentido religio-
so o según cualquier otra modalidad tradicional, puesto que de lo que se trata en to-
dos los casos es de una acción efectiva de las «influencias espirituales»), nada que no
sea humano puede intervenir de ninguna manera; y esta designación misma de «vida
ordinaria» implica, además, que todo lo que rebasa una tal concepción, está relegado
a un dominio «extraordinario», considerado como excepcional, extraño e inusual; así
pues, hay en eso una inversión del orden normal, tal como lo representan las civiliza-
ciones tradicionales donde el punto de vista profano no existe, y esta inversión solo
puede desembocar en la ignorancia y en la negación de lo «suprahumano». Así, ac-
tualmente se emplea la expresión «vida real», lo que es una singular ironía, ya que lo
que se nombra así es, al contrario, la peor de las ilusiones; no queremos decir con
esto que las cosas de que se trata estén desprovistas de toda realidad, aunque esta

65
RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

realidad, que es de orden sensible, esté en el grado más bajo de todos, y aunque por
debajo de ella solo haya lo que está por debajo mismo de toda existencia manifesta-
da. Es la manera en que se consideran las cosas la que es falsa, y la que, al separarlas
de todo principio superior, les niega lo que constituye toda su realidad; por eso no
hay ningún dominio profano, sino solo un punto de vista profano, que abarca toda la
existencia humana.

Con esto se ve fácilmente cómo, en la concepción de la «vida ordinaria», se ha


pasado sin notarlo de un estadio a otro: se comienza por admitir que algunas cosas
sean sustraídas de toda influencia tradicional, y después son esas cosas las que llegan
a considerarse como «normales»; y desde ahí, se llega muy rápidamente a conside-
rarlas como las únicas «reales», lo que equivale a desechar como «irreal» todo lo
«suprahumano», e incluso, al reducir el dominio humano solo a la modalidad corpo-
ral, se deshecha también todo lo que es de orden suprasensible; solo hay que obser-
var, cómo nuestros contemporáneos emplean la palabra «real» como sinónimo de
«sensible», para darse cuenta de que es en este punto donde están, y que esta manera
de ver ya está incorporada a su naturaleza misma. La filosofía actual también ha se-
guido una marcha paralela a ésta: comenzó con el elogio cartesiano del «sentido co-
mún», que es muy característico a este respecto, ya que la «vida ordinaria» es, por
excelencia, el dominio de ese supuesto «sentido común», tan limitado como ella;
después, desde el racionalismo, que es un aspecto filosófico del «humanismo», es
decir, de la reducción de todas las cosas a un punto de vista solo humano, se llega
poco a poco al materialismo o al positivismo: que uno niegue, como el primero, todo
lo que está más allá del mundo sensible, o que, como el otro (que por esta razón se
llama también «agnosticismo», lo cual es solo la confesión de una ignorancia pura y
simple), lo niegue declarándolo «inaccesible» o «incognoscible», el resultado es el
mismo en los dos casos.

Aquí, volvemos a decir que, en la gran mayoría de las gentes, solo se trata de lo
que se puede llamar un materialismo o positivismo «práctico», independiente de toda
teoría filosófica, que es y que será siempre algo muy ajeno a esa mayoría; pero eso es
lo más grave del asunto, no solo porque ese estado de espíritu adquiere con ello una
difusión mucho mayor, sino también porque es tanto más irremediable cuanto más
irreflexivo y menos consciente es, ya que eso prueba que ha penetrado completamen-
te toda la naturaleza del individuo. Lo que hemos dicho ya del «materialismo de he-

66
RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

cho» y de la manera en que se acomodan a él gentes que, no obstante, se creen «reli-


giosas», lo muestra bastante bien; y, al mismo tiempo, por este ejemplo se ve que la
«filosofía» propiamente dicha no tiene tanta importancia como algunos le dan, o si la
tiene es solo en tanto que «representativa» de una cierta mentalidad, más bien que
como actuando efectiva y directamente sobre ella; además, ¿puede tener éxito una
concepción filosófica cualquiera, si no responde a algunas de las tendencias predo-
minantes de la época en que se formula? No queremos decir con esto que los filóso-
fos no desempeñen, como otros, su papel en la desviación moderna, sino que ese
papel es mucho menor de lo que se supone a primera vista. De una manera general,
lo que se ve más es siempre, según las leyes mismas que rigen la manifestación, una
consecuencia más bien que una causa, una conclusión más bien que un punto de par-
tida1, y no es ahí donde hay que buscar lo que actúa de manera verdaderamente efi-
caz en un orden más profundo, ya se trate de una acción que se ejerce en un sentido
normal y legítimo, o bien de lo contrario como en el caso que consideramos ahora.

El mecanicismo y el materialismo solo pudieron adquirir una influencia generali-


zada al pasar del dominio filosófico al dominio «científico»; éste ultimo tiene, por
razones diversas, mucha más eficacia que las teorías filosóficas en la mentalidad co-
mún, en la que hay siempre una creencia en la verdad de una «ciencia» cuyo carácter
hipotético se le escapa inevitablemente, mientras que todo lo que se califica de «filo-
sofía» la deja más o menos indiferente; la existencia de aplicaciones prácticas y utili-
tarias en un caso, y su ausencia en el otro, no es ajena a ello. Esto nos lleva otra vez a
la idea de la «vida ordinaria», en la que se trata sobre todo de «pragmatismo»; lo que
decimos aquí es independiente del hecho de que algunos de nuestros contemporáneos
han querido erigir el «pragmatismo» en sistema filosófico, lo que ha sido posible en
razón del giro «utilitario» que es inherente a la mentalidad actual, y también porque,
en el estado presente de decadencia intelectual, se ha perdido de vista la noción mis-
ma de verdad, de suerte que ha sido sustituida por la de «utilidad». Así pues, una vez
establecido que la «realidad» consiste solo en lo que puede sentirse, es natural que el
valor que se atribuye a cualquiera cosa tenga como medida su capacidad de producir
efectos de orden sensible; ahora bien, es evidente que la «ciencia» actual, considera-
da como sierva de la industria, se encuentra por eso ligada estrechamente a esta «vida

1
Se puede decir también, si se quiere, que es un «fruto» más bien que un «germen»; el hecho de
que el fruto mismo contiene nuevos gérmenes indica que la consecuencia puede desempeñar a su vez
el papel de causa a otro nivel, conformemente al carácter cíclico de la manifestación; pero para eso es
necesario que pase de lo «aparente» a lo «oculto».

67
RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

ordinaria» de la que es así uno de los pilares principales; como consecuencia de esto,
las hipótesis sobre las que se funda, por injustificadas que sean, se benefician de esta
situación privilegiada a los ojos de la mayoría. En realidad, sus aplicaciones prácticas
no dependen en nada de la verdad de esas «hipótesis», y uno puede preguntarse qué
ocurriría con una tal ciencia, nula en tanto que conocimiento propiamente dicho, si se
la separa de las aplicaciones a las que da lugar; pero, tal cual es, es evidente que esta
ciencia «triunfa», y, para el espíritu instintivamente utilitarista del «público» actual,
el «triunfo» o el «éxito» es un «criterio de verdad».

Por lo demás, sea cual sea el punto de vista filosófico, científico o simplemente
«práctico», es evidente que todo eso, representa otros tantos aspectos de una sola y
misma tendencia, y también que esta tendencia, como todas las que constituyen el
espíritu actual, no ha podido desarrollarse «espontáneamente»; ya hemos tenido oca-
sión de explicarnos sobre éste último punto, pero se trata de cosas sobre las que hay
que insistir, y todavía tendremos que volver después al lugar preciso que ocupa el
materialismo en el conjunto del «plan» según el cual se efectúa la desviación del
mundo actual. Es cierto que los materialistas son totalmente incapaces de darse cuen-
ta de estas cosas ni de concebir su posibilidad, ciegos como están por sus ideas pre-
concebidas, que les cierran toda salida fuera del estrecho dominio en el que se mue-
ven; y sin duda se sentirían enormemente sorprendidos de saber que han existido y
que existen todavía hombres, para los cuales, lo que ellos llaman la «vida ordinaria»,
es la cosa más extraordinaria que se pueda imaginar, puesto que no corresponde a
nada de lo que ocurre realmente en su existencia. No obstante, ello es así, y son estos
hombres los que deben ser considerados como «normales», mientras que los materia-
listas, con todo su «sentido común» y todo el «progreso» del cual se consideran los
productos más acabados y los representantes más «avanzados», en el fondo, solo son
seres en los que algunas facultades se han atrofiado hasta el punto de desaparecer por
completo. Además, es solo en esta situación como el mundo sensible puede parecer-
les un «sistema cerrado», en el interior del cual se sienten seguros; nos queda ver
cómo esta ilusión se «realiza» debido al materialismo mismo; pero, más adelante,
veremos también cómo, a pesar de eso, ella solo representa un estado de equilibrio
inestable, y cómo, en el punto mismo en el que las cosas están actualmente, esta se-
guridad de la «vida ordinaria», sobre la que se ha basado hasta aquí toda la organiza-
ción exterior del mundo actual, está ya siendo perturbada por «interferencias» ines-
peradas.

68
RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

CAPÍTULO XVI

La degeneración de la moneda

Llegados a este punto de nuestra exposición, vamos a apartarnos un poco de ella


para dar algunas indicaciones sobre una cuestión que, aparentemente, se refiere a un
hecho de un género muy particular, pero que constituye un ejemplo claro de los re-
sultados de la concepción de la «vida ordinaria», al mismo tiempo que una buena
«ilustración» de la manera en que ésta está ligada al punto de vista cuantitativo, y
que se vincula así también con nuestro tema. Hablamos de la moneda, y, si nos ate-
nemos al punto de vista «económico» como se entiende actualmente, parece que ésta
es algo que pertenece completamente al «reino de la cantidad»; es así como la mone-
da, en la sociedad actual, desempeña un papel preponderante sobre el que es super-
fluo insistir; pero lo cierto es que el punto de vista «económico», y la concepción
cuantitativa de la moneda que le es inherente, son solo el producto de una degenera-
ción muy reciente, y que, al contrario, la moneda tiene en su origen, y ha conservado
durante mucho tiempo, un carácter muy diferente y un valor propiamente cualitativo,
por sorprendente que eso pueda parecer en la actualidad.

Hay una observación que es fácil hacer solo con tener «dos ojos para ver»: es que
las monedas antiguas están cubiertas de símbolos tradicionales, tomados entre los
que presentan el sentido más profundo; se ha observado así que, en los Celtas, los
símbolos que figuran en las monedas solo pueden explicarse refiriéndose a conoci-
mientos doctrinales que eran propios a los Druidas, lo que implica una intervención
directa de éstos en ese dominio; y lo mismo es cierto para todos los demás pueblos
de la antigüedad, teniendo en cuenta las modalidades propias de sus organizaciones
tradicionales respectivas. Eso concuerda con la inexistencia del punto de vista pro-
fano en las civilizaciones tradicionales: la moneda, allí donde existía, no podía ser la
cosa profana que ha devenido actualmente; y, si lo hubiera sido, ¿cómo se explica la
intervención de una autoridad espiritual que, evidentemente, no hubiera tenido nada
que ver con ella, y cómo se puede comprender también que diversas tradiciones ha-
blen de la moneda como de algo que está cargado de una «influencia espiritual», cu-

69
RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

ya acción podía ejercerse por la mediación de los símbolos que constituían su «so-
porte» normal? Agregaremos que, hasta en tiempos muy recientes, se podía encontrar
todavía un último vestigio de esta noción en divisas de carácter religioso, que ya no
tenían ningún valor simbólico, pero que recordaban la idea tradicional incomprendi-
da; pero, después de haber sido relegadas al «canto» de las monedas, esas divisas
mismas han acabado por desaparecer; y, en efecto, no tienen ninguna razón de ser
cuando la moneda ya solo representa un signo de orden «material» y cuantitativo.

El control de la autoridad espiritual sobre la moneda, bajo cualquier forma que se


haya ejercido, no es un hecho limitado solo a la antigüedad; sin salir del mundo occi-
dental, hay muchos indicios que muestran que debió perpetuarse en él hasta el final
de la Edad Media, es decir, mientras este mundo occidental poseía una civilización
tradicional. En efecto, no se puede explicar de otra manera el hecho de que algunos
soberanos, en aquella época, fueran acusados de «alterar las monedas»; si sus con-
temporáneos les acusaron de crimen por ello, de eso hay que concluir que no eran los
titulares de la moneda y que, al apropiarse de ella por su propia iniciativa, rebasaban
los derechos reconocidos al poder temporal1. En otro caso, esa acusación carecería de
sentido; a partir de entonces, el «titular» de la moneda tuvo solo una importancia
convencional, e importaba poco que estuviese hecha de un metal cualquiera, o inclu-
so de papel como hoy día, ya que eso no ha impedido que se haga de ella el mismo
uso «material». Así pues, tiene que haber habido ahí algo de un orden superior, ya
que solo por eso, esta alteración revistió un carácter de una gravedad tan excepcional,
que llegó a comprometer la estabilidad misma del poder real; porque, al actuar así,
éste usurpó las prerrogativas de la autoridad espiritual que es la única fuente auténti-
ca de toda legitimidad; y es así como estos hechos concurren a indicar también que la
cuestión de la moneda tuvo, en la Edad Media, así como en la antigüedad, aspectos
ignorados en la actualidad.

Así pues, ahí ocurrió lo mismo que en todas las cosas que desempeñan un papel
en la existencia humana: estas cosas han sido despojadas poco a poco de todo carác-
ter «sagrado», y es así como esta existencia misma, en su conjunto, ha devenido

1
Ver Autoridad espiritual y poder temporal, pág. 111 (ed. francesa), donde nos hemos referido al
caso de Felipe el Hermoso, y donde hemos sugerido la posibilidad de una relación estrecha entre la
destrucción de la Orden del Temple y la alteración de las monedas, lo que se comprende si se admite
como verosímil, que la Orden del Temple tenía entonces, entre otras funciones, la de ejercer el control
espiritual en este dominio; no insistimos más en ello, pero recordaremos que es precisamente ese

70
RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

completamente profana y, finalmente, se ha encontrado reducida a la burda medio-


cridad de la «vida ordinaria» actual. Al mismo tiempo, el ejemplo de la moneda
muestra que esta «profanación» se opera, principalmente, por la reducción de las
cosas a su aspecto cuantitativo; de hecho, se ha acabado por no concebir ya que la
moneda sea otra cosa que la representación de una cantidad pura y simple; pero, si
este caso es claro, porque se ha llevado a la exageración extrema, está lejos de ser el
único en el que tal reducción aparece como contribuyendo a encerrar la existencia en
el horizonte angosto del punto de vista profano. Lo que hemos dicho del carácter
cuantitativo de la industria moderna y de todo lo que se refiere a ella permite com-
prenderlo bien: al abrumar al hombre con los productos de esta industria y no permi-
tirle ver otra cosa (salvo en los museos, por ejemplo, como «curiosidades» que no
tienen ninguna relación con las circunstancias «reales» de su vida), se le obliga a
encerrarse en el círculo angosto de la «vida ordinaria» como en una prisión sin sali-
da. En una civilización tradicional, al contrario, cada objeto, al mismo tiempo que es
perfectamente apropiado para el uso al que está destinado, está hecho de tal manera
que, en cada instante, y debido a que se hace uso de él (en lugar de tratarle como una
cosa muerta, como se hace actualmente con todo lo que se consideran «obras de ar-
te»), sirve de «soporte» de meditación, al ligar al individuo a algo más que la moda-
lidad corporal, y al ayudar así a cada uno a elevarse a un estado superior según la
medida de su capacidad1; ¡qué abismo entre estas dos concepciones de la existencia
humana!

Esta degeneración cualitativa de todas las cosas está estrechamente ligada a la


moneda, como lo muestra el hecho de que se ha llegado a no «estimar» un objeto
más que por su precio, considerado únicamente como una «cifra», una «suma» o una
cantidad numérica de moneda; de hecho, en la mayoría de nuestros contemporáneos,
todo juicio que se hace sobre un objeto se basa siempre en lo que cuesta. Hemos sub-
rayado la palabra «estimar», en razón de que tiene un doble sentido cualitativo y
cuantitativo; hoy día, se ha perdido de vista el primer sentido, o, lo que equivale a lo
mismo, se le ha reducido al segundo; y es así como no solo se «estima» un objeto
según su precio, sino también a un hombre según su riqueza2. Lo mismo ha ocurrido

momento el comienzo de la desviación actual propiamente dicha.


1
Sobre este punto, se podrán consultar numerosos estudios de A. K. Coomaraswamy, que le ha
desarrollado e «ilustrado» abundantemente bajo todas sus facetas y con todas las precisiones necesa-
rias.
2
Los americanos han ido tan lejos en ese sentido que dicen comúnmente que un hombre «vale»

71
RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

con la palabra «valor»; en efecto, es ahí donde se fundamenta el abuso que hacen de
ella algunos filósofos recientes, que han llegado a inventar, para caracterizar sus teo-
rías, la expresión de «filosofía de los valores»; en el fondo de su pensamiento, está la
idea de que toda cosa, a cualquier orden que se refiera, es susceptible de ser concebi-
da cuantitativamente y expresada numéricamente; y por eso el «moralismo», que es
su preocupación dominante, se encuentra así asociado directamente al punto de vista
cuantitativo. Estos ejemplos muestran también que hay una verdadera degeneración
del lenguaje, degeneración que acompaña a la de todas las cosas; en efecto, en un
mundo donde todos se esfuerzan en reducirlo todo a la cantidad, hay que servirse de
un lenguaje que, él mismo, ya solo evoca ideas cuantitativas.

Para volver a la cuestión de la moneda, debemos agregar aún que se ha producido


a este respecto un fenómeno muy llamativo: es que, desde que la moneda ha perdido
toda garantía de orden superior, ha visto ir disminuyendo sin cesar su valor cuantita-
tivo mismo, o lo que la jerga de los «economistas» llama su «poder adquisitivo», de
suerte que se puede concebir que, en un límite al que se acerca cada vez más, habrá
perdido toda su razón de ser, incluso simplemente «práctica» o «material», y que
deberá desaparecer por sí misma de la existencia humana. Se convendrá que es un
extraño vuelco de las cosas, que se comprende sin esfuerzo por lo que hemos expues-
to precedentemente: puesto que la cantidad pura está por debajo de toda existencia,
cuando se fuerza la reducción al extremo como en el caso de la moneda (más desta-
cable que cualquier otro porque con él ya se ha llegado al límite), solo se puede
desembocar en la disolución. Eso puede servir ya para mostrar que, como lo decía-
mos más atrás, la seguridad de la «vida ordinaria» es en realidad muy precaria, y, en
lo que sigue, veremos cómo lo es también en muchos otros aspectos; pero la conclu-
sión que se desprende de ello es siempre la misma: el término de la tendencia que
lleva a los hombres y a las cosas hacía la cantidad pura solo puede ser la disolución
del mundo actual.

tal suma, queriendo indicar con eso la cifra a la que se eleva su fortuna; también dicen, no que un
hombre triunfa en sus asuntos, sino que él «es un triunfador», lo que equivale a identificar completa-
mente al individuo con sus ganancias materiales.

72
RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

CAPÍTULO XVII

Solidificación del mundo

Volvamos ahora a la explicación de la manera en que se realiza efectivamente, en


la época actual, un mundo conforme a la concepción materialista; para comprenderlo,
hay que recordar que el orden humano y el orden cósmico no están separados como
se piensa hoy día, sino que, al contrario, están estrechamente ligados, de suerte que
cada uno de ellos reacciona al otro y hay siempre una correspondencia entre sus res-
pectivos estados. Esta consideración está implícita en la doctrina de los ciclos, y, sin
ella, los datos tradicionales que se refieren a ésta, serían ininteligibles; la relación que
existe entre ciertas fases críticas de la historia de la humanidad y ciertos cataclismos
que se producen en unos periodos astronómicos determinados, es el ejemplo más
destacable de ello, pero hay que decir que eso es solo un caso extremo de estas co-
rrespondencias, que existen de una manera continua, aunque sean menos notorias en
la medida en que las cosas solo se modifican gradual y casi insensiblemente.

Dicho esto, es natural que, en el curso del desarrollo cíclico, la manifestación


cósmica entera, y la mentalidad humana, que está incluida en ella, sigan a la vez una
misma marcha descendente, en el sentido que ya hemos precisado, y que es el de un
alejamiento gradual del principio, y por lo tanto de la espiritualidad primera, que es
inherente al polo esencial de la manifestación. Así pues, esta marcha puede ser des-
crita, aceptando aquí los términos del lenguaje corriente, como una «materialización»
progresiva del medio cósmico mismo; y solo cuando esta «materialización» ha al-
canzado ya un grado muy acentuado, puede aparecer en el hombre, la concepción
materialista, así como la actitud general que se le corresponde prácticamente y que se
adecua, como lo hemos dicho, a lo que se llama la «vida ordinaria». Sin esta «mate-
rialización» efectiva, todo lo que acontece no tendría ninguna justificación, ya que la
realidad ambiente le aportaría a cada instante desmentidos rotundos. La idea misma
de materia, tal como se entiende ahora, solo puede haber aparecido en estas condi-
ciones; lo que expresa tan confusamente solo es un límite que, en el curso del des-
censo en cuestión, no puede alcanzarse nunca, primero porque se la considera como

73
RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

algo puramente cuantitativo, y después porque se la supone «inerte», y porque un


mundo donde hubiera algo verdaderamente «inerte» dejaría de existir de inmediato;
así pues, esta idea es la más ilusoria de todas, puesto que no responde a ninguna
realidad, por baja que esté situada en la jerarquía de la existencia manifestada.

Se puede decir también, que la «materialización» existe como tendencia, pero que
la «materialidad», que sería el resultado completo de esta tendencia, es un estado
irrealizable; de ahí viene, entre otras consecuencias, el que las leyes mecánicas for-
muladas teóricamente por la ciencia actual no sean nunca susceptibles de una aplica-
ción exacta y rigurosa a las condiciones de la experiencia, donde subsisten siempre
elementos que se les escapan, incluso en la fase en la que el papel de esos elementos
se encuentra reducido al mínimo. Así pues, aquí no se trata nunca más que de una
«aproximación», que, en esta fase, puede ser suficiente para las necesidades prácticas
inmediatas, pero que por ello no implica menos una burda simplificación, lo que le
quita no solo toda pretendida «exactitud», sino también todo valor de «ciencia» en el
verdadero sentido de esta palabra; y es también con esta misma «aproximación» co-
mo el mundo sensible puede pretender la apariencia de un «sistema cerrado», tanto a
los ojos de los físicos como en la corriente de los acontecimientos que constituyen la
«vida ordinaria».

En lugar de hablar de «materialización» como acabamos de hacerlo, también se


puede hablar, de una manera más precisa e incluso más «real», de «solidificación»;
en efecto, los cuerpos sólidos son, por su densidad e impenetrabilidad, lo que da, más
que toda otra cosa, la ilusión de «materialidad». Al mismo tiempo, esto nos recuerda
la manera en que Bergson, como lo hemos dicho más atrás, habla de lo «sólido» co-
mo constituyendo el dominio propio de la razón, en lo cual es evidente que, cons-
cientemente o no, se refiere sin duda a lo que ve a su alrededor, es decir, al uso
«científico» que se hace actualmente de esta razón. Agregamos que esta «solidifica-
ción» es la verdadera causa por la que la ciencia moderna «triunfa», no ya en sus
teorías, que no son menos falsas por eso, y que cambian a cada momento, sino en sus
aplicaciones prácticas; en otras épocas en las que esta «solidificación» no estaba tan
acentuada, el hombre no solo no hubiera podido pensar en la industria tal como se la
entiende hoy, sino que esta industria misma hubiera sido imposible, así como todo el
conjunto de la «vida ordinaria» donde tiene un lugar tan importante. Esto basta para
cortar todos los delirios de los supuestos «clarividentes» que, imaginando el pasado

74
RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

sobre el modelo del presente, atribuyen a algunas civilizaciones «prehistóricas» y de


fecha muy remota, algo semejante al «maquinismo» contemporáneo; en eso solo hay
una de las formas del error que hace decir vulgarmente que la «historia se repite», y
que implica una completa ignorancia de lo que hemos llamado las determinaciones
cualitativas del tiempo.

Para llegar al punto que hemos descrito, es necesario que el hombre, debido a esta
«materialización» o «solidificación», que se opera tanto en él como en el resto de la
manifestación cósmica de la que forma parte, y que modifica notablemente su consti-
tución «psicofisiológica», haya perdido el uso de las facultades que le permitirían
normalmente rebasar los límites del mundo sensible, ya que, incluso si éste está ro-
deado realmente de «muros» más impenetrables que los que le rodeaban en estados
anteriores, por ello no es menos cierto que no podría haber nunca en ninguna parte
una separación absoluta entre diferentes ordenes de existencia; una tal separación
tendría el efecto de cortar de la realidad misma el dominio que ella encerraría, de
suerte que, ahí también, la existencia de ese dominio, es decir, del mundo sensible en
el caso que tratamos aquí, se desvanecería inmediatamente. Uno puede preguntarse
cómo ha podido producirse una atrofia tan completa y tan general de algunas faculta-
des; para eso ha sido necesario que el hombre haya sido llevado primero a dirigir
toda su atención solo a las cosas sensibles, y es así como ha comenzado, necesaria-
mente, esta obra de desviación que se puede llamar la «fabricación» del mundo ac-
tual, y que solo podía «triunfar», precisamente, en esta fase del ciclo, utilizando, en
modo «diabólico», las condiciones presentes del medio mismo. Sea como sea, en lo
que concierne a este último punto, sobre el que no queremos insistir más por el mo-
mento, no podemos dejar de «admirar» la solemne necedad de algunas declaraciones
de los «vulgarizadores» científicos (debemos decir más bien «cientificistas»), que se
jactan en afirmar por todo lo alto que la ciencia moderna hace retroceder sin cesar los
límites del mundo conocido, lo que, de hecho, es todo lo contrario a la verdad: ¡nun-
ca estos límites han sido tan estrechos como lo son en las aclamadas concepciones de
esta pretendida ciencia profana, y nunca el mundo ni el hombre se habían encontrado
tan empequeñecidos, hasta el punto de ser reducidos a entidades solo corporales,
privados de la menor posibilidad de comunicación con todo otro orden de realidad!

Hay aún otro aspecto de la cuestión, recíproco y complementario del que hemos
considerado hasta aquí: en todo esto, el hombre no es reducido al papel pasivo de un

75
RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

espectador, que debe limitarse a hacerse una idea verdadera o falsa, de lo que ocurre
a su alrededor; más bien, él mismo es uno de los factores que intervienen activamen-
te en las modificaciones del mundo donde vive; y agregamos que es un factor impor-
tante, en razón de la posición «central» que ocupa en este mundo. Al hablar de esta
intervención humana, no hablamos solo de las modificaciones artificiales que la in-
dustria hace sufrir al medio terrestre, y que son muy evidentes como para extenderse
más en ello; eso es una cosa que conviene tener en cuenta, pero no es todo. De lo que
se trata es de algo completamente diferente, que no es querido por el hombre, al me-
nos expresa y conscientemente, pero que va mucho más lejos. En efecto, lo cierto es
que la concepción materialista, una vez que ha sido establecida y difundida, concurre
a reforzar aún más esta «solidificación» del mundo que ella ha hecho posible, y todas
las consecuencias que derivan de esta concepción, comprendida la noción de la «vida
ordinaria», tienden hacia ese mismo fin, ya que las reacciones del medio cósmico
cambian según la actitud adoptada por el hombre a su respecto. Hay que decir que
algunos aspectos de la realidad se ocultan a quien la considera como profano y mate-
rialista, y que se vuelven inaccesibles a su observación; aquí no se trata de una mane-
ra de hablar más o menos «imaginada», como algunos podrían pensar, sino de la ex-
presión de un hecho, de la misma manera que es un hecho que los animales huyen
espontánea e instintivamente ante cualquiera que les muestra una actitud hostil.

Por eso hay cosas que no pueden ser constatadas nunca por los «sabios» materia-
listas o positivistas, lo que, naturalmente, les confirma aún más en su creencia en la
validez de sus concepciones, puesto que parecen darles una prueba negativa, cuando,
sin embargo, solo es el efecto de esas concepciones mismas; no es que estas cosas
hayan dejado de existir desde el nacimiento del materialismo y del positivismo, pero
se «substraen» fuera del dominio que está al alcance de la experiencia de los sabios
profanos, de la misma manera que, en otro orden que tiene relación con éste, el depó-
sito de los conocimientos tradicionales se «sustrae» y se cierra cada vez más ante la
invasión del espíritu actual. Eso es la «contrapartida» de la limitación de las faculta-
des del ser humano a la modalidad corporal solo: por esta limitación, el ser humano
deviene incapaz de salir del mundo sensible, y por eso también pierde la ocasión de
constatar la intervención de elementos suprasensibles en el mundo sensible.

Así se encuentra completado para él, tanto como es posible, el «cierre» de este
mundo, tanto más «sólido» cuanto más aislado está de todo otro orden de realidad,

76
RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

incluidos los que están más cerca de él y que constituyen modalidades diferentes del
mismo dominio individual; en el interior de un mundo así, puede parecer que la «vi-
da ordinaria», en adelante, solo tiene que desenvolverse sin perturbación y sin acci-
dentes imprevistos, imitando los movimientos de una «mecánica» perfectamente
regulada; ¿no apunta el hombre actual, después de haber «mecanizado» el mundo, a
«mecanizarse» lo mejor posible él mismo, en los pocos modos de actividad que que-
dan todavía abiertos a su naturaleza estrechamente limitada?

No obstante, la «solidificación» del mundo, por lejos que se lleve efectivamente,


no puede ser nunca completa, y hay límites más allá de los cuales no puede ir, puesto
que, como lo hemos dicho, su conclusión extrema es incompatible con toda existen-
cia real, aunque sea del grado más bajo; e incluso, a medida que esta «solidificación»
avanza, deviene cada vez más precaria, ya que la realidad más inferior es también la
más inestable, y la rapidez sin cesar creciente de los cambios del mundo actual lo
certifica de una manera muy evidente. Nada puede impedir que no haya «fisuras» en
este supuesto «sistema cerrado», que, por su carácter «mecánico», tiene «algo» arti-
ficial (y aquí tomamos esta palabra en un sentido mucho más amplio que el que se
aplica solo a las producciones industriales) que, por su naturaleza misma, no puede
inspirar confianza en su duración; y, actualmente, ya hay múltiples indicios que
muestran que su equilibrio inestable está a punto de romperse. Tanto es así que, lo
que decimos del materialismo y del mecanicismo, ya se puede dar por rebasado; eso
no quiere decir que sus consecuencias prácticas no continúen desarrollándose todavía
un tiempo, o que su influencia sobre la mentalidad general no vaya a persistir aún,
aunque solo sea debido a la «vulgarización» en todas sus formas, comprendida la
enseñanza escolar en todos sus grados, donde perduran numerosas «supervivencias»
de este género (y vamos a volver enseguida sobre ello más ampliamente); pero, por
ello no es menos cierto que, en el momento en que estamos, la noción misma de
«materia», tan penosamente constituida a través de tantas teorías, parece estar en vía
de extinción; pero no hay que felicitarse por ello, ya que, como se verá después, eso
solo es un paso más hacia la disolución final.

77
RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

CAPÍTULO XVIII

Mitología científica y vulgarización

Puesto que hemos aludido a las «supervivencias» que dejan en la mentalidad co-
mún, teorías en las que los sabios mismos ya no creen, y que aún así continúan ejer-
ciendo su influencia sobre la actitud de la generalidad de los hombres, es bueno insis-
tir un poco más en ello, ya que hay algo ahí que contribuye también a explicar algu-
nos aspectos de la época actual. Aquí, conviene recordar primero que uno de los
principales caracteres de la ciencia actual, cuando deja el dominio de la observación
de los hechos y quiere sacar algo de la acumulación indefinida de detalles particula-
res que es su único resultado inmediato, es la «elaboración» de teorías puramente
hipotéticas, que no pueden ser otra cosa, dado su punto de partida empírico, ya que
los hechos, que en sí mismos son siempre susceptibles de explicaciones diversas, no
pueden y no podrán garantizar nunca la verdad de ninguna teoría; y, como ya lo he-
mos dicho, su mayor o menor multiplicidad no supone nada en este asunto; así, tales
hipótesis no están inspiradas por las constataciones de la experiencia, sino por las
ideas preconcebidas y por las tendencias predominantes de la mentalidad actual. Se
sabe bien con qué rapidez, en nuestra época, esas hipótesis son abandonadas y reem-
plazadas por otras, y estos cambios continuos bastan para mostrar su nula solidez y la
imposibilidad de darles un valor en tanto que conocimiento real; es así como toman,
en el pensamiento de los sabios mismos, un carácter convencional, y por lo tanto
irreal, y ahí observamos también un síntoma de la deriva hacia la disolución final.

En efecto, esos sabios, y concretamente los físicos, no pueden estar enteramente


engañados con semejantes «elaboraciones», cuya fragilidad, hoy día, conocen bien;
no solo se «desgastan» rápidamente, sino que, los mismos que las han elaborado solo
creen en ellas en una cierta medida, sin duda muy limitada y «provisional». El peli-
gro de esas teorías ilusorias reside sobre todo en la influencia que, debido a que son
llamadas «científicas», ejercen en el «gran público», que las toma completamente en
serio y que las acepta ciegamente como «dogmas», y eso no solo mientras duran (por
lo general muy poco), sino cuando los eruditos las han abandonado ya, debido a su

78
RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

supervivencia en la enseñanza elemental y en las obras de «vulgarización», donde,


por otra parte, son presentadas siempre de una manera «infantil» y resueltamente
afirmativa, y no como las simples hipótesis que eran para aquellos que las elabora-
ron. No es por error que acabamos de hablar de «dogmas», ya que, para el espíritu
antitradicional actual, se trata en efecto de algo que debe oponerse y substituir a los
dogmas religiosos; un ejemplo como el de las teorías «evolucionistas», entre otras,
no deja ninguna duda a este respecto; y lo que también es muy significativo, es el
hábito que tienen la mayoría de los «vulgarizadores» de salpicar sus escritos de de-
clamaciones virulentas contra toda idea tradicional, lo que muestra claramente el
papel que están encargados de desempeñar, aunque sea inconscientemente en mu-
chos casos, en la subversión intelectual de nuestra época.

Ha llegado a constituirse así, en la mentalidad «cientificista», que es la de la gran


mayoría de nuestros contemporáneos, una verdadera «mitología», no en el sentido
original y transcendente de los verdaderos «mitos» tradicionales, sino en la acepción
«peyorativa» que ha tomado esta palabra en el lenguaje corriente. Se pueden citar
muchos ejemplos de ello; uno de los más llamativos y más «actuales», es el de la
«imaginería» de los átomos y de los múltiples elementos en los que han acabado por
disociarse éstos en las teorías físicas recientes (lo que supone que ya no son átomos,
es decir, literalmente «indivisibles»); «imaginería» decimos, ya que sin duda solo es
tal en el pensamiento de los físicos; pero el «gran público» cree firmemente que se
trata de «entidades» reales, que pueden ser vistas y tocadas por cualquiera cuyos sen-
tidos estén suficientemente desarrollados o que disponga de instrumentos de obser-
vación muy potentes; ¿no es esto «mitología» del tipo más ingenuo? Eso no impide
que ese mismo público se mofe de las concepciones de los antiguos, de las que no
comprenden nada; ¡admitiendo incluso que haya podido haber en todos los tiempos
deformaciones «populares» (una expresión más que, hoy día, se emplea para todo,
sin duda a causa de la importancia creciente dada a la «masa»), se puede dudar que
hayan sido nunca tan burdamente materiales y al mismo tiempo tan generalizadas
como lo son ahora, gracias a las tendencias inherentes a la mentalidad actual y a la
difusión pertinaz de la «enseñanza obligatoria» profana y rudimentaria!

No queremos extendernos demasiado sobre un tema que se presta a desarrollos


casi indefinidos, pero que se aleja mucho de lo que tenemos en vista; sería fácil mos-
trar, por ejemplo, que, en razón de la «supervivencia» de las hipótesis, elementos que

79
RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

pertenecen a teorías diferentes se superponen y se entremezclan de tal manera en las


concepciones vulgares, que forman combinaciones muy variopintas; además, a con-
secuencia del desorden total que reina por todas partes, se hace que la mentalidad
contemporánea acepte de buena gana las más extrañas contradicciones. Pero ahora
vamos a insistir solo en uno de los aspectos de la cuestión, que anticipará las consi-
deraciones que vienen después, ya que se refiere a cosas que pertenecen a otra fase
diferente de la que hemos considerado hasta aquí; pero todo esto no puede ser sepa-
rado, lo que solo daría una figuración muy «esquemática» de nuestra época; y, al
mismo tiempo, se podrá entrever cómo las tendencias hacia la «solidificación» y la
disolución, aunque aparentemente opuestas, se asocian por el hecho de que actúan
simultáneamente para desembocar en la catástrofe final. De lo que queremos hablar,
es del carácter extravagante que revisten las concepciones vulgares en cuestión cuan-
do son llevadas a un dominio diferente del que estaban destinadas a aplicarse; de ahí
derivan la mayor parte de las fantasmagorías de lo que hemos llamado el «neoespiri-
tualismo» bajo sus diferentes formas, y son estas apropiaciones de concepciones que
dependen del orden sensible las que explican esa suerte de «materialización» de lo
suprasensible que constituye uno de sus rasgos más generales1. Sin buscar ahora de-
terminar aquí la naturaleza y cualidad de lo suprasensible, señalamos hasta qué pun-
to, los mismos que lo admiten todavía y que creen constatar su acción, están penetra-
dos de la influencia materialista: si no niegan toda realidad extracorporal como la
mayoría de sus contemporáneos, es porque se hacen de ella una idea que les permite
reducirla a las cosas sensibles. Uno no puede sorprenderse de ello cuando se ve hasta
qué punto todas las escuelas ocultistas, teosofistas y otras de ese género, buscan pun-
tos de acuerdo con las teorías científicas actuales, en las que se inspiran más directa-
mente de lo que quieren confesar; el resultado es lo que debe ser en tales condicio-
nes; e incluso se puede señalar que, debido a los continuos cambios de esas teorías
científicas, la similitud de las concepciones de una escuela con una teoría especial
permite «fechar» a esa escuela en ausencia de toda reseña más precisa sobre su histo-
ria y orígenes.

Este estado de cosas comenzó desde que el estudio y manejo de ciertas influen-
cias psíquicas cayeron en el dominio profano, lo que marca el comienzo de la fase
más propiamente «disolvente» de la desviación moderna; y esto ocurrió en el siglo

1
Es sobre todo en el espiritismo donde las concepciones de este género se presentan bajo las for-
mas más burdas, y hemos tenido la ocasión de dar numerosos ejemplos de ello en El Error Espiritista.

80
RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

XVIII, de suerte que encontramos que es contemporáneo del materialismo mismo, lo


que muestra que estas dos cosas, contrarias solo en apariencia, deben ir juntas de
hecho; no parece que hechos similares se produjeran anteriormente, sin duda porque
la desviación todavía no había alcanzado el grado de desarrollo que debía hacerlo
posibles. El rasgo principal de la «mitología» científica de aquella época, es la con-
cepción de los «fluidos» bajo cuya forma se representaban entonces todas las fuerzas
psíquicas; y es esta concepción la que fue llevada del orden corporal al orden sutil
con la teoría del «magnetismo animal»; si nos remitimos a la idea de la «solidifica-
ción» del mundo, se dirá que un «fluido» es, por definición, lo opuesto de un «sóli-
do», pero por ello no es menos cierto que, en este caso, desempeña exactamente el
mismo papel, puesto que esta concepción tiene por efecto «corporizar» cosas que
dependen en realidad de la manifestación sutil.

Los magnetizadores fueron los precursores directos del «neoespiritualismo», si no


sus primeros representantes; sus teorías y sus prácticas influenciaron a todas las es-
cuelas que vinieron después, ya sea abiertamente profanas como el espiritismo, o ya
sea con pretensiones «pseudoiniciáticas» como las múltiples variedades del ocultis-
mo. Esta influencia persistente es tanto más extraña por cuanto es desproporcionada
con la importancia de los fenómenos psíquicos, en suma muy elementales, que cons-
tituyen el campo de experiencias del magnetismo; pero lo más llamativo, es el papel
que desempeñó ese mismo magnetismo, desde su aparición, para desviar de todo
trabajo serio a organizaciones iniciáticas que habían conservado hasta entonces, si no
un conocimiento efectivo que llegara muy lejos, al menos la consciencia de lo que
habían perdido y la voluntad de esforzarse en recuperarlo; y no es esa la menor de las
razones por las que el magnetismo fue «lanzado» en el momento oportuno, incluso
si, como ocurre siempre en semejante caso, sus promotores aparentes solo fueron en
eso instrumentos más o menos inconscientes.

La concepción «fluídica» sobrevivió en la mentalidad general al menos hasta la


mitad del siglo XIX (continuó incluso mucho más tiempo empleando expresiones
como «fluido eléctrico», pero de una manera más bien maquinal y sin referirlas ya a
una representación precisa); el espiritismo, que apareció en aquella época, la heredó
por su conexión con el magnetismo, conexión que es mucho más estrecha de lo que
se supone a primera vista, ya que el espiritismo no hubiera podido cobrar nunca un
desarrollo tan enorme sin las divagaciones de los sonámbulos, y ya que la existencia

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RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

de los «sujetos» magnéticos es la que preparó e hizo posible la de los «médiums»


espiritistas. Hoy día todavía, la mayor parte de los magnetizadores y de los espiritis-
tas continúan hablando de «fluidos» y creyendo seriamente en ellos; este «anacro-
nismo» es tanto más curioso cuanto que todas esas gentes son partidarios fanáticos
del «progreso», lo que concuerda mal con una concepción que, excluida desde hace
tanto tiempo del dominio científico, les debería parecer muy «retrograda». En la «mi-
tología» actual, los «fluidos» han sido reemplazados por las «ondas» y las «radiacio-
nes»; éstas desempeñan a su vez el mismo papel en las teorías inventadas más recien-
temente para intentar explicar la acción de ciertas influencias sutiles; basta mencio-
nar la «radiestesia», que es tan «representativa» como las otras a este respecto. Hay
que decir que, si en eso solo se tratara de comparaciones fundadas sobre en una ana-
logía (y no en una identidad) con los fenómenos de orden sensible, la cosa no tendría
mayor inconveniente, y podría incluso justificarse hasta un cierto punto; pero ello no
es así, y es que los «radiestesistas» creen literalmente que las influencias psíquicas
que tratan son «ondas» o «radiaciones» que se propagan en el espacio de una manera
completamente «corporal»; el «pensamiento» mismo no escapa a ese modo de repre-
sentación. Así pues, es siempre la misma «materialización» la que continua afirmán-
dose bajo una forma nueva, más insidiosa que la de los «fluidos» porque puede pare-
cer menos grosera, aunque, en el fondo, todo eso sea del mismo orden y solo exprese
las limitaciones mismas que son inherentes a la mentalidad actual, es decir, su inca-
pacidad para concebir nada fuera del dominio de la imaginación sensible1.

Hay que observar que los «clarividentes» ven también «fluidos» o «radiaciones»,
y ocurre lo mismo con los teosofistas, que ven «átomos» o «electrones»; ahí, como
en muchas otras cosas, lo que ven son sus propias imágenes mentales, que, natural-
mente, son siempre conformes a las teorías en las que creen. También es así como
ven la «cuarta dimensión», e incluso otras dimensiones suplementarias del espacio; y
esto nos lleva a decir algunas palabras, para terminar, de otro caso que depende
igualmente de la «mitología» científica, y que es lo que llamaríamos el «delirio de la
cuarta dimensión». Hay que convenir que la «hipergeometría» está hecha para sor-
prender a la imaginación de gentes que no tienen conocimientos matemáticos sufi-
cientes para darse cuenta del verdadero carácter de una construcción algebraica ex-

1
Es por esta misma incapacidad y por la confusión que resulta de ella que, en el orden filosófico,
Kant no vacilaba en declarar «inconcebible» todo lo que es simplemente «inimaginable»; y además,
más generalmente, son siempre las mismas limitaciones las que dan nacimiento a todas las variedades
del «agnosticismo».

82
RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

presada en términos de geometría, ya que solo se trata de eso; y eso es también un


ejemplo de los peligros de la «vulgarización». Así, mucho antes de que los físicos
pensaran en hacer intervenir la «cuarta dimensión» en sus hipótesis (que han deveni-
do mucho más matemáticas que verdaderamente físicas, en razón de su carácter cada
vez más cuantitativo y «convencional»), los «psiquistas» (todavía no se decía los
«metapsiquistas» en aquel entonces) se servían ya de ella para explicar los fenóme-
nos en los que un cuerpo sólido parece pasar a través de otro; y, también ahí, para
ellos, eso era solo una imagen que «ilustraba» lo que se puede llamar las «interferen-
cias» entre dominios o estados diferentes, lo que hubiera sido aceptable; pero es que
pensaban realmente que el cuerpo en cuestión había pasado por la «cuarta dimen-
sión». Aquí solo se trataba de un comienzo; y, en estos últimos años se han visto,
bajo la influencia de la nueva física, escuelas ocultistas que han elaborado sus teorías
sobre esta misma concepción de la «cuarta dimensión»; sobre este punto, se puede
observar que el ocultismo y la ciencia actual tienden a unirse cada vez más a medida
que la «desintegración» avanza, debido a que los dos se dirigen ahí por vías diferen-
tes. Más adelante tendremos que volver a hablar de la «cuarta dimensión» bajo otro
punto de vista; pero, por el momento, ya hemos dicho bastante sobre todo eso, y es
tiempo de pasar a otras consideraciones que se refieren más directamente a la cues-
tión de la «solidificación» del mundo.

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RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

CAPÍTULO XIX

Los límites de la historia y de la geografía

Hemos dicho que, en razón de las diferencias cualitativas que hay entre los diver-
sos periodos del tiempo, por ejemplo, entre las fases de un ciclo como nuestro Man-
vantara (y más allá de los límites de la duración de la presente humanidad, las condi-
ciones son aún más diferentes), se producen, en el medio cósmico y en el medio te-
rrestre, cambios de los que la ciencia, con su horizonte reducido solo al mundo ac-
tual, no puede hacerse ninguna idea, de modo que, sea cual sea la época que quiera
considerar, siempre se imagina un mundo cuyas condiciones fueron semejantes a lo
que son actualmente. También hemos visto que los psicólogos se imaginan que el
hombre ha sido siempre tal cual es hoy día; y lo que vale para los psicólogos, vale
también para los historiadores, que juzgan las acciones de los hombres de la Anti-
güedad o de la Edad Media exactamente como juzgan las de sus contemporáneos,
atribuyéndoles los mismos motivos y las mismas intenciones; así pues, ya se trate del
hombre o del medio, en eso hay una aplicación de esas concepciones simplistas y
«uniformizantes» que corresponden a las tendencias actuales; en cuanto a saber cómo
esta «uniformización» del pasado puede conciliarse con las teorías «progresistas» y
«evolucionistas» admitidas al mismo tiempo por los mismos individuos, ese es un
tema que no vamos a resolver, y sin duda es solo un ejemplo más de las contradic-
ciones de la mentalidad actual.

Cuando hablamos de cambios del medio, no aludimos solo a los cataclismos que
marcan los «puntos críticos» del ciclo; esos son cambios bruscos que corresponden a
rupturas del equilibrio, e, incluso en el caso en que se trata de la desaparición de un
solo continente (casos que se encuentran en el curso de la historia de la presente hu-
manidad), es fácil darse cuenta de que todo el conjunto del medio terrestre debe ser
afectado por sus repercusiones, y que así la «figura del mundo», por eso mismo, debe
cambiar también notablemente. Pero hay también modificaciones continuas e insen-
sibles que, en el interior de un periodo donde no se produce ningún cataclismo, poco
a poco acaban por tener resultados considerables; no se trata de simples modificacio-

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RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

nes «geológicas», en el sentido en que lo entiende la ciencia actual, y es un error


considerar los cataclismos solo desde ese punto de vista, que, como siempre, se limi-
ta a lo más exterior; queremos hablar de algo de un orden mucho más profundo, que
incide sobre las condiciones mismas del medio, de modo que, aunque no se tomen en
consideración los fenómenos geológicos, que aquí ya solo son detalles de importan-
cia secundaria, los seres y las cosas son cambiados igualmente. En cuanto a las modi-
ficaciones artificiales producidas por la intervención del hombre, solo son conse-
cuencias, en el sentido de que son, precisamente, las condiciones de tal o de cual
época las que las hacen posibles; no obstante, si el hombre puede actuar de una ma-
nera más profunda sobre el ambiente, es más psíquica que corporalmente, y lo que
hemos dicho de los efectos de la actitud materialista puede hacerlo comprender sufi-
cientemente.

Por lo que hemos dicho hasta aquí, es fácil darse cuenta ahora del sentido general
en el que se efectúan estos cambios: este sentido es el que hemos llamado la «solidi-
ficación» del mundo, que da a todas las cosas un aspecto que responde, de un modo
cada vez más avanzado (aunque siempre inexacto), al modo en que las consideran las
concepciones cuantitativas, mecanicistas o materialistas; es por eso que la ciencia
moderna «triunfa» en sus aplicaciones prácticas, y es por eso también, que la realidad
ambiente no le presenta ningún desmentido contundente. No habría podido ser lo
mismo en épocas anteriores, donde el mundo no era tan «sólido» como hoy día, y
donde la modalidad corporal y las modalidades sutiles del dominio individual no
estaban tan completamente separadas (aunque, como veremos más adelante, incluso
en el estado presente, haya que hacer ciertas reservas en lo que concierne a esta sepa-
ración). No solo el hombre, debido a que sus facultades estaban mucho menos estre-
chamente limitadas, no veía el mundo con los mismos ojos que hoy día, y percibía de
él muchas cosas que se le escapan ahora enteramente; sino que, correlativamente, el
mundo mismo, en tanto que conjunto cósmico, era verdaderamente diferente cualita-
tivamente, porque posibilidades de otro orden se reflejaban en el dominio corporal y
le «transfiguraban»; y es así como, cuando algunas «leyendas» dicen, por ejemplo,
que hubo un tiempo en el que las piedras preciosas eran tan comunes como lo son
ahora los guijarros, eso no debe tomarse solo en un sentido simbólico. Ese sentido
simbólico existe siempre, pero eso no quiere decir que sea el único, ya que toda cosa
manifestada es necesariamente un símbolo de una realidad superior; no hay necesi-
dad de insistir en ello, ya que hemos tenido otras ocasiones de explicarnos sobre esto,

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RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

ya sea de manera general, ya sea en lo que concierne a casos más particulares tales
como el valor simbólico de los hechos históricos y geográficos.

Vamos a adelantarnos a una objeción que puede plantearse sobre el tema de estos
cambios cualitativos en la «figura del mundo»: se dirá que, si ello fuera así, los vesti-
gios de épocas desaparecidas que se descubren actualmente deberían dar testimonio
de ello; y que, sin hablar de las épocas «geológicas» y para atenerse a lo que toca a la
historia humana, los arqueólogos y los «prehistoriadores» no encuentran nunca nada
de tal, por lejos que los resultados de sus excavaciones se adentren en el pasado. La
respuesta es muy simple: en primer lugar, esos vestigios, en el estado en que se pre-
sentan hoy, y en tanto que, por lo tanto, forman parte del medio actual, han participa-
do, como todo lo demás, en la «solidificación» del mundo; si no hubieran participado
en ella, puesto que su existencia ya no está de acuerdo con las condiciones generales,
habrían desaparecido enteramente, y sin duda ha sido así para muchas cosas de las
que ya no se puede encontrar el menor rastro. Además, los arqueólogos examinan
esos vestigios con ojos actuales, que solo perciben la modalidad más grosera de la
manifestación, de modo que, si algo más sutil ha permanecido vinculado a ellos a
pesar de todo, son ciertamente incapaces de darse cuenta de ello, y los tratan como
los físicos mecanicistas tratan a las cosas que les ocupan, porque su mentalidad es la
misma y porque sus facultades están igualmente limitadas. Se dice que, cuando un
tesoro es buscado por alguien a quien no está destinado, el oro y las piedras preciosas
cambian para él a carbón y piedras; ¡los aficionados a las excavaciones podrían con-
siderar esta «leyenda»!

Es cierto que, debido al hecho de que los historiadores emprenden todas sus in-
vestigaciones desde el punto de vista actual, encuentran en el tiempo ciertas «barre-
ras» infranqueables; y como ya lo hemos dicho en otra parte, la primera de esas «ba-
rreras» se encuentra hacia el siglo VI antes de la era cristiana, donde comienza lo que
se puede llamar, con las concepciones actuales, la historia propiamente dicha; de
modo que la antigüedad que ésta considera es una antigüedad muy relativa. Se dirá
que las excavaciones recientes han permitido remontar más atrás, sacando a la luz
restos de una antigüedad mucho más remota que esa, y eso es cierto hasta un punto,
porque, lo que es bastante destacable, es que entonces ya no hay ninguna cronología
cierta, de modo que las divergencias en la estimación de las fechas de los objetos y
de los acontecimientos varían en siglos y a veces en milenios enteros; además, nadie

86
RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

llega a hacerse ninguna idea clara de las civilizaciones de aquellas épocas tan lejanas,
porque ya no se pueden encontrar, con lo que existe actualmente, los términos de
comparación que se encuentran todavía cuando solo se trata de la antigüedad «clási-
ca»; esto no quiere decir que ésta, del mismo modo que la Edad Media que está mu-
cho más cerca de nosotros en el tiempo, no esté completamente desfigurada en las
semblanzas que dan de ellas los historiadores actuales. Lo cierto es que todo lo que
las excavaciones arqueológicas han dado a conocer hasta ahora, solo se remonta al
comienzo del Kali-Yuga, donde se encuentra una segunda «barrera»; y, si se pudiera
rebasar ésta, habría todavía una tercera que corresponde a la época del último gran
cataclismo terrestre, es decir, lo que se llama tradicionalmente la desaparición de la
Atlántida; evidentemente sería inútil querer remontar más lejos, ya que, antes de que
los historiadores lleguen a ese punto, el mundo actual habrá tenido tiempo suficiente
de desaparecer también.

Estas indicaciones bastan para comprender cuan vanas son todas las discusiones
que mantienen los profanos (y por esta palabra entendemos todos los que están afec-
tados por la mentalidad actual) sobre lo que se refiere a los primeros periodos del
Manvantara, a los tiempos de la «edad de oro» y de la «tradición primordial», o a
hechos mucho menos remotos como el «diluvio» bíblico, si uno toma éste en sentido
literal, que se refiere al cataclismo de la Atlántida; estas cosas son de las que están y
estarán siempre fuera de su alcance. Es por eso que las niegan, como niegan todo lo
que les rebasa, ya que todos sus estudios y todas sus investigaciones, emprendidas
partiendo de un punto de vista falso y limitado, solo pueden desembocar en la nega-
ción de todo lo que no está incluido en ese punto de vista; y, además, esas gentes
están tan persuadidas de su «superioridad» que no pueden admitir la posibilidad de
que algo escape a sus investigaciones.

Lo que hemos dicho de los límites de la historia, considerada según la concepción


profana, se aplica igualmente a los de la geografía, ya que, ahí también, hay muchas
cosas que han desaparecido completamente del horizonte de la mentalidad actual; si
se comparan las descripciones de los geógrafos antiguos con las de los geógrafos
actuales, uno se puede preguntar si es posible que unos y otros se refieran a un mis-
mo país. Para constatar cosas de este género, no hay necesidad de remontar más allá
de la Edad Media, ya que en el intervalo que las separa de nosotros, no ha habido
ningún cataclismo notable; ¿cómo ha podido cambiar el mundo de figura tanto y tan

87
RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

rápidamente? Actualmente se dice que los antiguos veían mal, o que contaron mal lo
que veían; pero esta explicación, que equivale a suponer que, antes de nuestra época,
todos los hombres estaban afectados por trastornos sensoriales o mentales, es muy
«simplista» y negativa; ¿por qué, al contrario, no es actualmente cuando se ve mal?
Actualmente se proclama que «la tierra está completamente descubierta», lo que no
es tan verdadero como se cree, y, por el contrario, también se proclama que la mayor
parte de ella era desconocida para los antiguos, en lo cual cabe preguntarse de qué
antiguos se habla, y si se piensa que antes de hoy día, no hubo más hombres que los
occidentales de la época «clásica», y que el mundo habitado se reducía entonces a
una pequeña porción de Europa y de Asia Menor

Al considerar así las cosas, finalmente se llega a esto: o bien se veía antaño lo que
ya no se ve ahora, porque ha habido cambios considerables tanto en el medio terres-
tre como en las facultades humanas, siendo estos cambios tanto más rápidos cuanto
más se acerca uno a nuestra época; o bien lo que se llama «geografía» tenía antigua-
mente una significación diferente de la que tiene hoy día. De hecho, los dos términos
de esta alternativa no se excluyen, y cada uno de ellos expresa un lado de la verdad,
puesto que la concepción que uno se hace de una ciencia depende a la vez del punto
de vista desde donde se considera su objeto y de la medida en la cual se es capaz de
comprender las realidades que están implícitas en él: debido a esto, una ciencia tradi-
cional y una ciencia profana, incluso si llevan el mismo nombre (lo que indica que la
segunda es como un «residuo» de la primera), son tan diferentes que están separadas
por un verdadero abismo. Ahora bien, hay ciertamente una «geografía sagrada» o
tradicional, que la mentalidad actual ignora de igual manera que todos los demás
conocimientos del mismo género; hay un simbolismo geográfico así como un simbo-
lismo histórico, y es el valor simbólico de las cosas lo que les da su significado pro-
fundo, porque es debido a eso que se establece su correspondencia con las realidades
de orden superior; pero, para determinar esta correspondencia, hay que ser capaz, de
un modo u otro, de percibir en las cosas mismas el reflejo de esas realidades. Es así
como hay lugares que son más aptos para servir de «soporte» a la acción de las «in-
fluencias espirituales», y es en esto en lo que se basa siempre el establecimiento de
algunos «centros» tradicionales principales o secundarios, de los que los «oráculos»
de la antigüedad y los lugares de peregrinaje proporcionan los ejemplos más visibles
exteriormente; y hay también otros lugares que no son menos particularmente favo-
rables a la manifestación de «influencias» de un carácter opuesto, pertenecientes a las

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RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

más bajas regiones del dominio sutil; ¿pero que puede significar para un occidental
actual, por ejemplo, que haya en un lugar una «puerta de los Cielos» y en algún otro
una «boca de los Infiernos», puesto que el «espesor» de su constitución «psicofisio-
lógica» es tal que, ni en uno ni en otro, pueden sentir absolutamente nada? Así pues,
estas cosas son literalmente inexistentes para él, lo que no quiere decir que hayan
dejado de existir; pero es cierto que, al haberse reducido al mínimo las comunicacio-
nes del dominio corporal con el dominio sutil, para poder constatarlas, es necesario
un mayor desarrollo de esas mismas facultades de antaño; y son justamente esas fa-
cultades las que, lejos de desarrollarse, han ido al contrario debilitándose y han aca-
bado por desaparecer en la «mayoría» de los individuos humanos; eso permite a la
mentalidad actual tomar a risa los relatos de los antiguos.

Agregaremos aún una precisión que concierne a algunas descripciones de seres


extraños que se encuentran en esos relatos: como esas descripciones datan como mu-
cho de la antigüedad «clásica», en la que ya se había producido una degeneración
desde el punto de vista tradicional, es muy posible que se hayan introducido ahí al-
gunas confusiones; así, una parte de esas descripciones pueden provenir de «supervi-
vencias» de un simbolismo que ya no era comprendido1, mientras que otra puede
referirse a las apariencias revestidas por las manifestaciones de algunas «entidades»
o «influencias» pertenecientes al dominio sutil.

1
La Historia natural de Plinio parece ser una «fuente» casi inagotable de ejemplos que se refieren
a casos de este género, y es también una fuente en la que todos los que han venido después de él han
bebido abundantemente.

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RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

CAPÍTULO XX

De la esfera al cubo

Después de dar algunas «ilustraciones» de lo que hemos llamado la «solidifica-


ción» del mundo, nos queda que hablar aún de su representación en el simbolismo
geométrico, donde puede ser figurada por un paso gradual de la esfera al cubo; y, en
primer lugar, la esfera es la forma primordial, porque es la menos «especificada» de
todas, al ser semejante a sí misma en todas las direcciones, de modo que, en un mo-
vimiento de rotación cualquiera alrededor de su centro, todas sus posiciones sucesi-
vas siempre se pueden superponer unas a otras1. Así pues, podemos decir que es la
forma más universal de todas, que contiene a todas las demás, que salen de ella por
diferenciaciones que se efectúan según las direcciones; y es por eso que la forma
esférica es, en todas las tradiciones, la del «Huevo del Mundo», es decir, lo que re-
presenta el conjunto «global», en su estado primero y «embrionario», de todas las
posibilidades que se desarrollarán en el curso de un ciclo de manifestación2. Hay que
observar que ese estado primero, en lo que concierne a nuestro mundo, pertenece al
dominio de la manifestación sutil, en tanto que ésta precede a la manifestación grose-
ra y es como su principio inmediato; y por eso la forma esférica perfecta, o la forma
circular que se le corresponde en la geometría plana (como sección de la esfera por
un plano de una dirección cualquiera) no se encuentra realizada nunca en el mundo
corporal3.

1
Ver El Simbolismo de la Cruz, cap. VI y XX.
2
Esta misma forma se encuentra también en el comienzo de la existencia embrionaria de cada in-
dividuo incluido en este desarrollo cíclico, puesto que el embrión individual (pinda) es el análogo
microcósmico de lo que es el «Huevo del Mundo» (Brahmânda) en el orden macrocósmico.
3
Se puede dar aquí, como ejemplo, el movimiento de los cuerpos celestes, que no es circular, sino
elíptico; la elipse constituye como una primera «especificación» del círculo, por desdoblamiento del
centro en dos polos o «focos», según un cierto diámetro que desempeña desde entonces un papel
«axial» particular, al mismo tiempo que todos los demás diámetros se diferencian entre sí en cuanto a
su longitud. Diremos aquí que, puesto que los planetas describen elipses de las que el sol ocupa uno
de los focos, uno puede preguntarse a qué corresponde el otro foco; como ahí no se encuentra efecti-
vamente nada corporal, debe haber algo que solo puede referirse al orden sutil.

90
RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

Por otra parte, el cubo es al contrario la forma más «fijada» de todas, es decir, la
que corresponde al máximo de «especificación»; esta forma es también la que se
atribuye, entre los elementos corporales, a la tierra, en tanto que ésta constituye el
«elemento terminal y final» de la manifestación en este estado corporal; y, por lo
tanto, corresponde también al fin del ciclo de la manifestación, o a lo que hemos lla-
mado el «punto de detención» del movimiento cíclico. Así pues, esta forma es la del
«sólido» por excelencia1, y simboliza la «estabilidad», en tanto que ésta implica la
detención de todo movimiento; además, es evidente que un cubo que reposa sobre
una de sus caras es el cuerpo cuyo equilibrio presenta el máximo de estabilidad. Hay
que señalar que esta estabilidad, al término del movimiento descendente, no es y no
puede ser nada más que la inmovilidad, cuya imagen más aproximada, en el mundo
corporal, nos la da el mineral; y esta inmovilidad, si pudiera ser realizada, sería, en el
punto más bajo, el reflejo inverso de lo que es, en el punto más alto, la inmutabilidad
principial. La inmovilidad o estabilidad entendida así, representada por el cubo, se
refiere pues al polo substancial de la manifestación, del mismo modo que la inmuta-
bilidad, en la que están comprendidas todas las posibilidades en el estado «global»
representado por la esfera, se refiere a su polo esencial2; por eso el cubo simboliza
también la idea de «base» o de «fundamento», que corresponde a este polo substan-
cial. Diremos también que las caras del cubo pueden considerarse como respectiva-
mente orientadas dos a dos según las tres dimensiones del espacio, es decir, como
paralelas a los tres planos determinados por los ejes que forman el sistema de coor-
denadas al que este espacio es referido y que permite «medirle», es decir, realizarle
efectivamente en su integralidad; según lo hemos explicado en «El simbolismo de la
cruz», los tres ejes que forman la cruz de tres dimensiones deben ser considerados
como trazados a partir del centro de una esfera cuya expansión indefinida llena el
espacio todo entero (y los tres planos que determinan esos ejes pasan también, nece-
sariamente, por este centro, que es el «origen» de todo el sistema de coordenadas),
esto establece la relación que existe entre esas dos formas extremas de la esfera y el
cubo, relación en la que lo que es interior y central en la esfera se encuentra «vuelto
del revés» para constituir la superficie o la exterioridad del cubo.

1
No es que la tierra, en tanto que elemento, se asimile al estado sólido como algunos creen equi-
vocadamente, sino que ella es el principio mismo de la «solidez».
2
Por eso es por lo que la forma esférica, según la tradición islámica, se refiere al «Espíritu» (Er-
Rûh) o a la luz primordial.

91
RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

El cubo representa la tierra en todas las acepciones tradicionales de esta palabra,


es decir, no solo la tierra en tanto que elemento corporal, sino también como un prin-
cipio de orden mucho más universal, que la tradición extremo oriental designa como
la Tierra (Ti) en correlación con el Cielo (Tien): las formas esféricas o circulares son
referidas al Cielo, y las formas cúbicas o cuadradas a la Tierra; como estos dos tér-
minos complementarios son los equivalentes de Purusha y Prakriti en la doctrina
hindú, es decir, la expresión de la esencia y la substancia entendidas en el sentido
universal, se llega, también aquí, a la misma conclusión que precedentemente; y es
evidente que, como las nociones mismas de esencia y substancia, el mismo simbo-
lismo es siempre susceptible de aplicarse a niveles diferentes, es decir, tanto a los
principios de un estado particular de existencia como a los del conjunto de la mani-
festación universal. También se refieren al Cielo y la Tierra los instrumentos que
sirven para trazarlas respectivamente, es decir, el compás y la escuadra, tanto en el
simbolismo de la tradición extremo oriental como en el de las tradiciones iniciáticas
occidentales; y las correspondencias de estas formas dan lugar, en diversas circuns-
tancias, a múltiples aplicaciones simbólicas y rituales1.

Otro caso en el que se evidencia la relación de estas mismas formas geométricas,


es el del simbolismo del «Paraíso terrestre» y la «Jerusalem celeste», del que ya he-
mos hablado en otra parte2; y este caso es particularmente importante desde el punto
de vista donde nos colocamos ahora, puesto que se trata de las dos extremidades del
ciclo actual. La forma del «Paraíso terrestre», que corresponde al comienzo de este
ciclo, es circular, mientras que la de la «Jerusalem celeste», que corresponde a su fin,
es cuadrada3; y el recinto circular del «Paraíso terrestre» no es otra cosa que el corte
horizontal del «Huevo del Mundo», es decir, de la forma esférica universal y primor-

1
Así, por ejemplo, las vestiduras rituales de los antiguos soberanos de China, debían ser de forma
redonda por arriba y cuadrada por abajo, pues el soberano representaba entonces el tipo mismo del
Hombre (Jen) en su función cósmica, es decir, el tercer término de la «Gran Triada», que ejerce la
función de intermediario entre el Cielo y la Tierra y que une en él las potencias de uno y otra.
2
Ver El Rey del Mundo, pp. 128-130 de la ed. francesa, y también El Simbolismo de la Cruz, cap.
IX.
3
Si relacionamos esto con las correspondencias que hemos indicado hace un momento, puede pa-
recer que ahí hay una inversión en el empleo de las dos palabras «celeste» y «terrestre»; y, de hecho,
aquí solo convienen bajo una cierta relación: al comienzo del ciclo, este mundo no era tal como es
actualmente, y el «Paraíso terrestre» constituía en él la proyección directa, entonces manifestada visi-
blemente, de la forma propiamente celeste y principial (estaba situado en los confines del cielo y de la
tierra, puesto que se dice que tocaba la «esfera de la Luna», es decir, el «primer cielo»); al final, la
«Jerusalem celeste» desciende «del cielo a la tierra», y es solo al término de este descenso cuando
aparece bajo la forma cuadrada, porque entonces el movimiento cíclico se detiene.

92
RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

dial1. Se puede decir que es este círculo el que se cambia finalmente en un cuadrado,
puesto que las dos extremidades deben juntarse o más bien (puesto que el ciclo no
está nunca realmente cerrado, lo que implicaría una repetición imposible) correspon-
derse exactamente; la presencia del «Árbol de la Vida» en el centro en los dos casos,
indica bien que solo se trata de dos estados de una misma cosa; el cuadrado simboli-
za aquí el agotamiento de las posibilidades del ciclo, que estaban en germen en el
«recinto orgánico» circular del comienzo, y que son fijadas y estabilizadas entonces
en un estado definitivo, al menos en relación a este ciclo mismo. Este resultado final
puede ser representado también como una «cristalización», lo que responde siempre
a la forma cúbica (o cuadrada en su sección plana): se tiene entonces una «ciudad»
con un simbolismo mineral, mientras que, en el comienzo, se tenía un «jardín» con
un simbolismo vegetal, donde la vegetación representa la elaboración de los gérme-
nes en la esfera de la asimilación vital2. Recordaremos lo que hemos dicho antes so-
bre la inmovilidad del mineral, como imagen del término hacia el que tiende la «soli-
dificación» del mundo; pero hay que agregar que aquí se trata del mineral considera-
do en un estado ya «transformado» o «sublimado», ya que son piedras preciosas las
que figuran en la descripción de la «Jerusalem celeste»; así pues, la fijación solo es
definitiva en relación al ciclo actual, y, más allá del «punto de detención», esta mis-
ma «Jerusalem celeste», en virtud del encadenamiento causal, que no admite ninguna
discontinuidad, debe devenir el «Paraíso terrestre» del ciclo futuro, puesto que el
comienzo de éste y el fin del que le precede son solo un mismo momento visto desde
dos lados opuestos3.

Si nos limitamos a la consideración del ciclo actual, hay un momento en el que la


«rueda deja de girar»; y aquí, como siempre, el simbolismo es perfectamente cohe-
rente: en efecto, una rueda es también una figura circular, y, si se deforma hasta de-
venir cuadrada, es evidente que entonces solo puede detenerse. Por eso, este momen-
to aparece como un «fin del tiempo»; y es entonces cuando, según la tradición hindú,

1
Hay que señalar que este círculo está dividido por la cruz que forman los cuatro ríos que parten
de su centro, y que muestran así la figura de la que hemos hablado cuando señalábamos la relación del
círculo y el cuadrado.
2
Ver El Esoterismo de Dante, pp. 91-92 de la ed. francesa.
3
Este momento es representado también como el de la «inversión de los polos», o como el día en
que «los astros salen por Occidente y se ponen por Oriente», ya que un movimiento de rotación, según
se vea desde un lado o desde el otro, parece efectuarse en dos sentidos contrarios, aunque sea siempre
el mismo movimiento que continúa desde otro punto de vista, correspondiente a la marcha de un nue-
vo ciclo.

93
RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

los «doce Soles» brillan simultáneamente, ya que el tiempo es medido por el recorri-
do del Sol a través de los doce signos del Zodiaco, que constituyen el ciclo anual; y,
al detenerse la rotación, los doce aspectos correspondientes se funden en uno solo,
entrando así en la unidad esencial y primordial de su naturaleza común, puesto que
solo difieren en relación a la manifestación cíclica que entonces está terminada1. Por
otra parte, el cambio del círculo en un cuadrado equivalente2, es lo que se designa
como la «cuadratura del círculo»; quienes declaran que éste es un problema insolu-
ble, aunque ignoran su significación simbólica, tienen razón, puesto que esta «cua-
dratura», entendida en su verdadero sentido, solo puede realizarse en el fin del ciclo3.
De todo eso resulta que la «solidificación» del mundo se presenta con un doble
sentido: considerada en sí misma, en el curso del ciclo, como la consecuencia de un
movimiento descendente hacia la cantidad y la «materialidad», tiene una significa-
ción «desfavorable» e incluso «siniestra», opuesta a la espiritualidad; pero, por otro
lado, es necesaria para preparar, aunque de una manera que se puede decir «negati-
va», la fijación última de los resultados del ciclo bajo la forma de la «Jerusalem ce-
leste», en la que estos resultados devienen de inmediato los gérmenes de las posibili-
dades del ciclo futuro. Hay que decir que, en esta fijación última, y para que sea así
una restauración del «estado primordial», es necesaria la intervención inmediata de
un principio transcendente, sin lo cual no puede salvarse nada y el «cosmos» se des-
vanecería pura y simplemente en el «caos»; es esta intervención la que produce el
«vuelco» final, ya figurado por la «transmutación» del mineral en la «Jerusalem ce-
leste», y que conduce seguidamente a la reaparición del «Paraíso terrestre» en el
mundo visible, donde habrá en adelante «nuevos cielos y una nueva tierra», puesto
que será el comienzo de otro Manvantara y de la existencia de otra humanidad.

1
Ver El Rey del Mundo, p. 48 de la ed. francesa. —Los doce signos del Zodiaco, en lugar de estar
dispuestos circularmente, devienen las doce puertas de la «Jerusalem celeste», tres por cada lado del
cuadrado, y los «doce Soles» aparecen en el centro de la «ciudad» como los doce frutos del «Árbol de
Vida».
2
Es decir, de la misma superficie visto desde el punto de vista cuantitativo; pero éste es solo una
expresión exterior de lo que aquí se trata.
3
La fórmula numérica correspondiente es la de la Tétraktys pitagórica: 1+2+3+4 = 10; si se to-
man los números en sentido inverso: 4+3+2+1, se tienen las proporciones de los cuatro Yugas, cuya
suma forma el denario, es decir, el ciclo completo y acabado.

94
RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

CAPÍTULO XXI

Caín y Abel

La «solidificación» del mundo tiene también, en el orden humano y social, otras


consecuencias que no hemos mencionado: engendra un estado de cosas en el que
todo está contado, registrado y reglamentado, lo que es solo otro género de «mecani-
zación»; en nuestra época, se constatan por todas partes hechos sintomáticos tales
como, por ejemplo, la manía de los censos (que se relaciona directamente con la im-
portancia atribuida a las estadísticas)1, y, de una manera general, la multiplicación
incesante de las intervenciones del estado en todas las facetas de la vida, intervencio-
nes que tienen como efecto asegurar una uniformidad completa entre los individuos,
y ello tanto más cuando es un «principio» de toda administración actual tratar a los
individuos como simples unidades numéricas todas semejantes entre sí, es decir, ac-
tuar como si la uniformidad «ideal» estuviera ya realizada, y obligar así a todos los
hombres a ajustarse a una misma medida «media». Por otra parte, esta reglamenta-
ción, cada vez más excesiva, tiene una consecuencia paradójica: es que, mientras que
se elogia la rapidez y la facilidad crecientes de las comunicaciones entre los países
más alejados, gracias a las invenciones de la industria actual, al mismo tiempo se
establecen todos los obstáculos posibles a la libertad de esas comunicaciones, de mo-
do que es prácticamente imposible pasar sin pasaporte de un país a otro. Eso es tam-
bién un aspecto de la «solidificación»: en un mundo así, ya no hay lugar para los
pueblos nómadas que hasta ahora subsistían todavía en condiciones diversas, ya que
no encuentran ningún espacio libre, y a que, por otra parte, se les quiere imponer a
todos la vida sedentaria2, de modo que, bajo este aspecto también, no parece estar

1
Habría mucho que decir sobre las prohibiciones establecidas en algunas tradiciones contra los
censos, salvo en algunos casos excepcionales; si se dijera que esas operaciones y todas aquellas de lo
que se llama el «estado civil» tienen, entre otros inconvenientes, el de contribuir a abreviar la duración
de la vida humana (lo que es conforme con la marcha misma del ciclo, sobre todo en sus últimos pe-
riodos), sin duda no se creería, y sin embargo, en algunos países, los campesinos más ignorantes saben
muy bien, como un hecho de experiencia corriente, que, si se cuentan con demasiada frecuencia los
animales, mueren muchos más que si uno se abstiene de hacerlo; pero, evidentemente, a los ojos de la
mentalidad actual presuntamente «ilustrada», eso solo pueden ser «supersticiones».
2
Se pueden citar aquí, como ejemplos particularmente significativos, los enclaves «sionistas» en
lo que concierne a los Judíos, y también la fijación de los Gitanos en algunas regiones de Europa

95
RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

lejos el momento en que «la rueda dejará de girar»; además, en esta vida sedentaria,
las ciudades, que representan el último grado de la «fijación», tienen una importancia
capital y tienden a absorberlo todo1; y es así como, hacia el fin del ciclo, Caín mata
verdaderamente a Abel.

En efecto, en el simbolismo bíblico, Caín es representado como agricultor, y Abel


como pastor; y son así los modelos de los dos tipos de pueblos que han existido des-
de los orígenes de la presente humanidad, o al menos desde que se produjo en ella
una primera diferenciación: los sedentarios, dedicados al cultivo de la tierra, y los
nómadas, al pastoreo de los rebaños2. Éstas son las ocupaciones esenciales de estos
dos tipos humanos; el resto es solo accidental, y hablar de pueblos cazadores o pes-
cadores, por ejemplo, como lo hacen los etnólogos actuales, es, o tomar lo accidental
por lo esencial, o referirse a casos de anomalía y degeneración, como se puede cons-
tatar en algunos salvajes (y los pueblos comerciantes o industriales del Occidente
moderno no son menos anormales, aunque de otra manera)3. Cada una de estas dos
categorías tenía su ley tradicional propia, diferente una de otra, y adaptada a su géne-
ro de vida y a la naturaleza de sus ocupaciones; esta diferencia se manifestaba en los
ritos sacrificiales, de ahí la mención que se hace de las ofrendas vegetales de Caín y
de las ofrendas animales de Abel en el relato del Génesis. Puesto que aquí aludimos
al simbolismo bíblico, observaremos que la Thorah hebraica se vincula con la ley de
los pueblos nómadas: de ahí la manera en que ésta presenta la historia de Caín y
Abel, que, bajo el punto de vista de los pueblos sedentarios, sería susceptible de otra
interpretación; pero los aspectos correspondientes a estos dos puntos de vista están
incluidos uno y otro en su sentido profundo, y ahí solo hay una aplicación del doble
sentido de los símbolos, aplicación que hemos mencionado a propósito de la «solidi-
ficación», puesto que esto, como se verá después, se vincula con el simbolismo de la

oriental.
1
Hay que recordar a este propósito que la «Jerusalem celeste» misma es simbólicamente una
«ciudad», lo que muestra que, también ahí, cabe considerar un doble sentido en la «solidificación».
2
Se puede agregar que, puesto que Caín es el primogénito, la agricultura parece tener por eso una
cierta anterioridad, y, de hecho, Adam mismo, desde antes de la «caída», tenía como función «cultivar
el jardín», lo que se refiere al predominio del simbolismo vegetal en la figuración del comienzo del
ciclo.
3
Las denominaciones de Iran y de Turan, de las que se pretende hacer designaciones de razas, re-
presentan respectivamente los pueblos sedentarios y los pueblos nómadas; Iran o Airyana vienen de la
palabra âria, que significa «labrador» (derivado de la raíz ar, que se reencuentra en el latín arare,
arator, y también en arvum, «campo»); y el empleo de la palabra ârya como designación honorífica
es, por lo tanto, característico de la tradición de los pueblos agricultores.

96
RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

matanza de Abel por Caín. De este carácter nómada de la tradición hebraica viene
también la reprobación que se da en ella de algunas artes y oficios que convienen a
los sedentarios, tal como todo lo que se refiere a la construcción de residencias fijas;
al menos ello fue así hasta la época en que Israel dejó de ser nómada, es decir, hasta
la época de David y Salomón, y se sabe que, para construir el Templo de Jerusalem,
se recurrió a constructores extranjeros1.

Son los pueblos agricultores los que, debido a que son sedentarios, construyen
ciudades; y se dice que la primera ciudad fue fundada por Caín mismo; esta funda-
ción solo tiene lugar mucho después de que se hiciera mención de sus ocupaciones
agrícolas, lo que muestra que hay dos fases sucesivas en el «sedentarismo», de las
que la segunda representa, en relación a la primera, un grado más acentuado de fijeza
y de «compresión» espacial. De modo general, se puede decir que las obras de los
pueblos sedentarios son obras del tiempo: fijados en el espacio en un dominio delimi-
tado, desarrollan su actividad en una continuidad temporal que parece indefinida. Por
el contrario, los pueblos nómadas y pastores no edifican nada duradero, y no trabajan
con miras a un porvenir que se les escapa; pero tienen ante ellos el espacio, que no
les opone ninguna limitación, sino que les abre constantemente nuevas posibilidades.
Se vuelve a encontrar así la correspondencia de los principios cósmicos a los que se
refiere, en otro orden, el simbolismo de Caín y de Abel: el principio de compresión,
representado por el tiempo; y el principio de expansión, representado por el espacio.
Estos dos principios se manifiestan a la vez en el tiempo y en el espacio, y hay que
precisarlo para evitar identificaciones «simplificadas», así como para resolver algu-
nas oposiciones aparentes; pero está claro que la acción del primero predomina en la
condición temporal, y la del segundo en la condición espacial. Ahora bien, el tiempo
desgasta al espacio, afirmando así su papel de «devorador»; y del mismo modo, los
sedentarios absorben poco a poco a los nómadas: éste es un sentido social de la ma-
tanza de Abel por Caín.

La actividad de los nómadas se ejerce en el reino animal, móvil como ellos, y la


de los sedentarios se ejerce en los dos reinos fijos, el vegetal y el mineral 2. Por otra

1
La fijación del pueblo hebreo dependía de la existencia misma del Templo de Jerusalem; desde
que éste fue destruido, el nomadismo apareció de nuevo en forma de «dispersión».
2
La utilización de los elementos minerales comprende la construcción y la metalurgia; tendremos
que volver sobre esta última, cuyo origen el simbolismo bíblico lo atribuye a Tubalcaïn, es decir, a un
descendiente directo de Caín, cuyo nombre se encuentra incluso como uno de los elementos que en-

97
RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

parte, los sedentarios construyen símbolos visuales, imágenes que, desde el punto de
vista de su significación esencial, se reducen siempre al esquematismo geométrico,
origen y base de toda formación espacial. Los nómadas, por el contrario, a quienes
las imágenes les están prohibidas como todo lo que tienda a retenerlos en un lugar
determinado, construyen símbolos sonoros, los únicos compatibles con su estado de
continua migración1. Así, los sedentarios crean artes plásticas (arquitectura, escultu-
ra, pintura), es decir, las artes de las formas que se despliegan en el espacio, y los
nómadas crean artes fonéticas (música, poesía), es decir, las artes de las formas que
se desenvuelven en el tiempo. Hay que observar que todo arte, en sus orígenes, es
esencialmente simbólico y ritual, y es solo por una degeneración ulterior, muy re-
ciente en realidad, como pierde ese carácter sagrado para devenir finalmente el «jue-
go» profano al que se reduce actualmente2.

Así pues, he aquí donde se manifiesta el complementarismo de las condiciones de


la existencia: los sedentarios, que trabajan para el tiempo, son estabilizados en el
espacio, y los nómadas, que se mueven en el espacio, cambian sin cesar en el tiempo.
Y he aquí donde aparece la antinomia del «sentido inverso»: los que viven según el
tiempo, elemento cambiante y destructor, se fijan y se conservan; los que viven se-
gún el espacio, elemento fijo y permanente, se dispersan y cambian incesantemente.
Es necesario que ello sea así para que la existencia de unos y otros sea posible, por el
equilibrio que se establece entre las dos tendencias contrarias; si solo una u otra de
estas dos tendencias compresiva y expansiva está activa, el fin viene pronto, ya sea
por «cristalización», ya sea por «volatilización».

Pero volviendo al simbolismo bíblico, el sacrificio animal es fatal para Abel3, y la


ofrenda vegetal de Caín no es aceptada4; el que es bendito muere, el que vive está

tran en la formación del suyo, lo que indica que existe entre ellos una relación estrecha.
1
La distinción de estas dos categorías de símbolos es, en la tradición hindú, la que hay entre el
yantra, símbolo visual, y el mantra, símbolo sonoro; ella implica una distinción correspondiente en
los ritos donde se emplean respectivamente estos elementos simbólicos, aunque no haya siempre una
separación tan clara como la que se puede considerar teóricamente, y aunque, de hecho, todas las
combinaciones en proporciones diversas sean posibles aquí.
2
Observamos que, en todas las consideraciones expuestas aquí, se ve el carácter correlativo y si-
métrico de las dos condiciones espacial y temporal consideradas en su aspecto cualitativo.
3
Como Abel ha vertido la sangre de animales, su sangre es vertida por Caín; en eso hay la expre-
sión de una «ley de compensación» en virtud de la cual los desequilibrios parciales, en lo cual consiste
toda manifestación, se integran en el equilibrio total.
4
Hay que observar que la Biblia hebraica admite también la validez del sacrificio no sangriento
considerado en sí mismo: tal es el caso del sacrificio de Melquisedech, consistente en la ofrenda vege-

98
RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

maldito. Así pues, el equilibrio esta roto; ¿cómo restablecerle, sino por intercambios
tales que cada uno tenga su parte de las producciones del otro? Es así como el movi-
miento asocia el tiempo y el espacio, puesto que es una resultante de su combinación,
y concilia en ellos las dos tendencias opuestas que acabamos de tratar 1; además, el
movimiento es solo una serie de desequilibrios, pero la suma de éstos constituye el
equilibrio compatible con la ley de la manifestación o el «devenir», es decir, con la
existencia contingente misma. Todo intercambio entre los seres sometidos a las con-
diciones temporal y espacial es un movimiento, o más bien un conjunto de dos mo-
vimientos inversos y recíprocos, que se armonizan y compensan uno a otro; aquí, el
equilibrio se realiza directamente por el hecho mismo de esta compensación2. Ade-
más, este movimiento alternativo de los intercambios puede recaer sobre los tres do-
minios, espiritual (o intelectual puro), psíquico y corporal, en correspondencia con
los «tres mundos»: intercambio de principios, de símbolos y de ofrendas; tal es, en la
historia tradicional de la humanidad terrestre, la triple base sobre la que reposa el
misterio de los pactos, las alianzas y las bendiciones, es decir, la repartición misma
de las «influencias espirituales» en acción en nuestro mundo; pero no vamos a insis-
tir más en estas últimas consideraciones, que se refieren a un estado «normal» del
que ahora estamos muy alejados en todos los aspectos, y del que el mundo actual es
incluso la negación pura y simple.3

tal de pan y vino; pero esto se refiere al rito del Soma vêdico y a la perpetuación directa de la «tradi-
ción primordial», más allá de la forma secundaria de la tradición hebraica y «abrahámica», e incluso
más allá de la distinción de la ley de los pueblos sedentarios y de los pueblos nómadas; y en eso hay
también una evocación de la asociación del simbolismo vegetal con el «Paraíso terrestre», es decir,
con el «estado primordial» de nuestra humanidad. —La aceptación del sacrificio de Abel y el rechazo
del de Caín son figurados bajo una forma simbólica bastante curiosa: el humo del primero se eleva
verticalmente hacia el cielo, mientras que el del segundo se extiende horizontalmente a la superficie
de la tierra; trazan así respectivamente la altura y la base de un triángulo que representa el dominio de
la manifestación humana.
1
Estas dos tendencias se manifiestan también en el movimiento mismo, en las formas respectivas
del movimiento centrípeto y el movimiento centrífugo.
2
Equilibrio, armonía y justicia, son solo tres formas o tres aspectos de una sola y misma cosa; en
un cierto sentido, se corresponden respectivamente con los tres dominios de los que hablamos segui-
damente, a condición de restringir aquí la justicia a su sentido más inmediato, del que la «honestidad»
en las transacciones comerciales, actualmente, representa una expresión degenerada por la reducción
de todas las cosas al punto de vista profano y a la estrecha banalidad de la «vida ordinaria».
3
La intervención de la autoridad espiritual en lo concerniente a la moneda, en las civilizaciones
tradicionales, se vincula inmediatamente con lo que acabamos de decir aquí; la moneda es la represen-
tación misma del intercambio, y así se puede comprender cuál era el papel de los símbolos que llevaba
y que circulaban así con ella, dando al intercambio una significación completamente diferente de la
que constituye solo su «materialidad», que es todo lo que queda de él en las condiciones profanas que
rigen el mundo actual, tanto en las relaciones de los pueblos como en las de los individuos.

99
RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

CAPÍTULO XXII

Significación de la metalurgia

Hemos dicho que las artes u oficios que implican una actividad en el reino mine-
ral pertenecen a los pueblos sedentarios, y que, como tales, estaban prohibidos por la
ley tradicional de los pueblos nómadas, de la cual la ley hebraica es el ejemplo más
conocido; es evidente que esas artes tienden a la «solidificación», que, en el mundo
corporal, alcanza su grado más acentuado en el mineral mismo. Este mineral, en su
forma más común, que es la de la piedra, sirve para la construcción de edificios esta-
bles1; una ciudad, por el conjunto de los edificios que la componen, es como una
aglomeración artificial de minerales; y, como lo hemos visto ya, la vida en las ciuda-
des corresponde a un sedentarismo más completo que la vida agrícola, de la misma
manera que el mineral es más fijo y más «sólido» que el vegetal. Pero hay aún otra
cosa; las artes que tienen como objeto el mineral comprenden también la metalurgia;
ahora bien, si se observa que, en nuestra época, el metal tiende rápidamente a susti-
tuir a la piedra en la construcción, como la piedra había sustituido antaño a la made-
ra, hay que pensar que eso es un síntoma característico de una fase más «avanzada»
en la marcha descendente del ciclo; y eso es confirmado por el hecho de que, de mo-
do general, el metal desempeña un papel siempre creciente en la civilización actual
«industrializada» y «mecanizada», y eso tanto desde el punto de vista destructivo,
como desde el punto de vista constructivo, ya que el consumo de metal que implican
las guerras actuales es verdaderamente prodigioso.

Esta observación concuerda con una peculiaridad que se encuentra en la tradición


hebraica: desde el comienzo, cuando el empleo de la piedra estaba permitido en al-
gunos casos tales como la construcción de un altar, no obstante, estaba legislado que
esas piedras debían estar «enteras» y «no tocadas por el hierro»2; según los términos

1
Es cierto que, en muchos pueblos, las construcciones de épocas más antiguas eran de madera,
pero, tales edificios no eran tan duraderos, ni por consiguiente tan fijos, como los edificios en piedra;
así pues, el empleo del mineral en la construcción implica un mayor grado de «solidez» en todos los
sentidos de la palabra.
2
Deuteronomio, XXVII, 5-6.

100
RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

mismos de este pasaje, la insistencia recae menos en el hecho de no trabajar la piedra


que en el de no emplear en ello el metal; así pues, la prohibición concerniente al me-
tal era más rigurosa, sobre todo para lo que estaba destinado a un uso ritual1. Rastros
de esta prohibición subsistieron incluso cuando Israel dejó de ser nómada e hizo
construir edificios estables: cuando se edificó el Templo de Jerusalem, «las piedras
fueron traídas todas tal cual estaban, de modo que, al construir el edificio, no se oyó
ni martillo, ni hacha, ni ningún útil de hierro»2. Este hecho no es excepcional, y se
puede encontrar, en este sentido, una multitud de indicios concordantes: así, en mu-
chos países, ha existido y existe todavía una «exclusión parcial» de la comunidad de
los operarios que trabajan los metales, sobre todo los herreros, cuyo oficio se asocia
frecuentemente con la práctica de una magia inferior y peligrosa (degenerada final-
mente, en la mayoría de los casos, en brujería pura y simple). Lo que hay que retener
aquí, es que la metalurgia tiene a la vez un aspecto «sagrado» y un aspecto «execra-
do», y que estos dos aspectos proceden de un doble simbolismo inherente a los meta-
les mismos.

Para comprender esto, ante todo hay que recordar que los metales, en razón de
sus correspondencias astrales, son los «planetas del mundo inferior»; así pues, como
los planetas mismos de los que reciben las influencias en el medio terrestre, deben
tener un aspecto «benéfico» y un aspecto «maléfico». Además, puesto que se trata de
un reflejo inferior, lo que queda claro por la ubicación de las minas metálicas en el
interior de la tierra, el lado «maléfico» deviene fácilmente predominante; no hay que
olvidar que, desde el punto de vista tradicional, los metales y la metalurgia están en
relación directa con el «fuego subterráneo», cuya idea se asocia con la del «mundo
infernal»3. Las influencias metálicas, si se toman por el lado «benéfico»,
utilizándolas de una manera «ritual», son susceptibles de ser «transmutadas» y

1
De ahí también el empleo persistente de los cuchillos de piedra para el rito de la circuncisión.
2
I Reyes, VI, 7. —El Templo de Jerusalem contenía no obstante una gran suma de objetos metá-
licos, pero el uso de éstos se refiere a otro aspecto del simbolismo de los metales, que es doble como
veremos en un momento; parece que la prohibición acabó por estar «localizada» principalmente en el
empleo del hierro, que es, de todos los metales, el que desempeña el papel más importante en la época
moderna.
3
En lo que concierne a este relación con el «fuego subterráneo», la semejanza del nombre de
Vulcano con el de Tubalcaín bíblico es particularmente significativa; ambos son representados como
herreros; y, sobre el tema de los herreros, agregaremos que esta asociación con el «mundo infernal»
explica suficientemente lo que hemos dicho más atrás sobre el lado «siniestro» de su oficio. —Los
Kabiros, por otra parte, aunque también eran herreros, tenían un doble aspecto terrestre y celeste, que
les ponía en relación a la vez con los metales y con los planetas correspondientes.

101
RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

«sublimadas»; y entonces, devienen un «soporte» espiritual tanto mejor, debido a que


lo que está en el nivel más bajo corresponde, por analogía inversa, a lo que está en el
nivel más alto; todo el simbolismo mineral de la alquimia se funda en esto, así como
también el de las antiguas iniciaciones kabíricas1. Por el contrario, cuando ya solo se
trata de un uso profano de los metales, y puesto que el punto de vista profano mismo
tiene como efecto cortar toda comunicación con los principios superiores, entonces
ya no queda otra cosa que actúe que el lado «maléfico» de las influencias
correspondientes, y éste se desarrolla ya sin restricción; éste es el caso que, en el
mundo actual, se realiza en toda su amplitud2.

Hasta aquí, hemos hablado de la «solidificación» del mundo, que desemboca en


el «reino de la cantidad», de la que el uso actual de los metales es solo un aspecto;
pero las cosas pueden ir más lejos, y los metales, debido a las influencias sutiles que
están vinculadas a ellos, desempeñan también un papel en la siguiente fase que tien-
de directamente a la disolución final; ciertamente, estas influencias sutiles, en todo el
curso del periodo que se puede llamar «materialista», han estado en un estado laten-
te; pero eso no quiere decir que no existieran, y tampoco que no actuaran, aunque de
un modo «disimulado»; y cuyo lado «satánico», que existe en el «maquinismo»
(aunque no solo ahí) en sus aplicaciones destructivas, solo es una de sus manifesta-
ciones anticipadas, aunque los materialistas son incapaces de sospechar nada de esto.
Así pues, estas influencias solo tienen que esperar la ocasión favorable para ejecutar
su acción más abiertamente, y siempre en el mismo sentido «maléfico», puesto que,
en lo que concierne a las influencias de orden «benéfico», este mundo ha sido cerra-
do por la actitud profana de la humanidad actual; ahora bien, esta ocasión puede estar
ya presente ahora, pues la inestabilidad, que va actualmente en aumento en todos los
dominios, muestra bien que el punto que corresponde a la mayor predominancia
efectiva de la «solidez» y de la «materialidad» ya ha sido rebasado.

Se comprenderá mejor lo que acabamos de decir si se observa que los metales,


según el simbolismo tradicional, están en relación no solo con el «fuego subterráneo»

1
Conviene decir que la alquimia se detenía en el «mundo intermediario» y se quedaba en el punto
de vista que se puede llamar «cosmológico»; pero su simbolismo era susceptible de una transposición
que le daba un valor verdaderamente espiritual e iniciático.
2
El caso de la moneda, tal como es actualmente, puede servir también de ejemplo aquí: despojada
de todo lo que hacía de ella un vehículo de «influencias espirituales», no solo está reducida a ser un
simple signo «material» y cuantitativo, sino que ya solo desempeña un papel verdaderamente nefasto
y «satánico», como se constata en nuestra época.

102
RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

como lo hemos indicado, sino también con los «tesoros ocultos», puesto que todo eso
está muy conexo, por razones que no podemos desarrollar ahora, pero que pueden
ayudar a la explicación de la manera en que las intervenciones humanas son suscep-
tibles de «desencadenar» algunos cataclismos naturales. Sea como sea, todas las «le-
yendas» (para hablar en el lenguaje actual) que se refieren a esos «tesoros» muestran
que sus «guardianes», es decir, las influencias sutiles que están vinculadas a ellos,
son «entidades» psíquicas a las que es muy peligroso acercarse sin poseer las «cuali-
ficaciones» requeridas y sin tomar las precauciones debidas; pero, ¿qué precauciones
se pueden tomar cuando la gran mayoría de las gentes actuales son completamente
ignorantes de estas cosas? Las gentes actuales están desprovistas de toda «cualifica-
ción», así como de todo medio de acción en ese dominio, que se les escapa debido a
la actitud misma que tienen frente a todas las cosas; es cierto que las gentes actuales
se jactan de «someter a las fuerzas de la naturaleza», pero están muy lejos de sospe-
char que, detrás de esas fuerzas mismas, que consideran en un sentido solo material,
hay algo de otro orden, de lo que ellas son solo el vehículo y la apariencia exterior; y
es eso lo que ahora se está rebelando y volviéndose contra aquellos que lo han «des-
encadenado».

A propósito de esto, agregaremos otra precisión que quizás puede parecer curio-
sa, pero que tendremos ocasión de volverla a encontrar después: en las «leyendas»,
los «guardianes de los tesoros ocultos», que son al mismo tiempo los herreros que
trabajan en el «fuego subterráneo», son representados a la vez, y según los casos,
como gigantes y como enanos. Algo semejante existía también para los Kabiros, lo
que indica que todo simbolismo es susceptible de aplicación a un orden superior;
pero, si nos atenemos al punto de vista en que, debido a las condiciones mismas de
nuestra época, debemos colocarnos ahora, solo puede verse en ello la cara «infernal»;
es decir, que en estas condiciones, solo se trata de la expresión de influencias que
pertenecen al lado inferior y «tenebroso» de lo que se puede llamar el «psiquismo
cósmico»; y, como veremos mejor más adelante, son las influencias de este tipo las
que, bajo sus formas múltiples, están disolviendo hoy la «solidez» del mundo.

Para completar esto, observaremos también, en lo que se refiriere al lado «maléfi-


co» de la influencia de los metales, la prohibición de llevar sobre sí objetos metálicos
durante la efectuación de algunos ritos, ya sea en el caso de ritos exotéricos1, ya sea

1
Esta prohibición existe para los ritos islámicos de la peregrinación, aunque ya no sea observada

103
RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

en el de ritos iniciáticos1. Todas las prescripciones de este género tienen ante todo un
carácter simbólico, y es eso lo que constituye su valor profundo; pero, lo que hay que
entender, es que el simbolismo tradicional (que no hay que confundir con las falsifi-
caciones y falsas interpretaciones a las que actualmente se da el mismo nombre)2
tiene siempre un alcance efectivo, y que sus aplicaciones rituales tienen efectos
reales, aunque las facultades estrechamente limitadas del hombre actual no puedan
percibirlos. Ahí no se trata de cosas vagamente «ideales», sino de cosas cuya realidad
se manifiesta a veces de una manera «tangible»; y si ello fuera de otro modo, ¿cómo
podría explicarse, por ejemplo, el hecho de que hay hombres que, en ciertos estados
espirituales, no pueden sufrir el contacto ni siquiera indirecto de los metales, y eso
incluso si ese contacto se opera sin su conocimiento y en condiciones tales que les
sea imposible darse cuenta de ello con los sentidos corporales, lo que excluye forzo-
samente la explicación psicológica y «simplista» de la «autosugestión»? 3 Si agrega-
mos que este contacto puede llegar a producir los efectos fisiológicos de una verda-
dera quemadura, se convendrá que tales hechos deberían dar motivos de reflexión;
pero la actitud profana y materialista y el partidismo que resulta de ella, ha sumergi-
do a las gentes actuales en una incurable ceguera.

rigurosamente hoy día; además, el que ha efectuado estos ritos, comprendido lo que constituye su lado
más «interior», debe abstenerse en adelante de todo trabajo en el que el fuego se ponga en obra, lo que
excluye en particular a los herreros y demás metalúrgicos.
1
En las iniciaciones occidentales, esto se traduce por lo que se llama el «despoje de los metales».
Se puede decir que, en este caso, los metales, además de que pueden dañar la transmisión de las «in-
fluencias espirituales», son tomados como lo que la Kabbala hebraica llama las «cortezas» o las «co-
quillas» (qlippoth), es decir, lo más inferior que hay en el dominio sutil, que constituye los «bajos
fondos» infracorporales de nuestro mundo.
2
Así, los «historiadores de las religiones», en la primera mitad del siglo XIX, inventaron algo a lo
que dieron el nombre de «simbólico», y que era un sistema de interpretación que no tiene que ver con
el verdadero simbolismo; en cuanto a los abusos simplemente «literarios» de la palabra «simbolismo»,
es evidente que no vale la pena hablar de ello.
3
Podemos citar aquí, como ejemplo conocido, el caso de Srî Râmakrishna.

104
RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

CAPÍTULO XXIII

El tiempo cambiado en espacio

Como hemos dicho antes, el tiempo desgasta al espacio, por efecto del poder de
contracción que representa y que tiende a reducir cada vez más la expansión espacial
a la cual se opone; pero, en esta acción contra el principio antagonista, el tiempo
mismo se desenvuelve con una velocidad siempre creciente, ya que, lejos de ser ho-
mogéneo como suponen quienes solo le consideran desde el punto de vista cuantita-
tivo, está, al contrario, «cualificado» de modo diferente en cada instante por las con-
diciones cíclicas de la manifestación a la que pertenece. Esta aceleración es más visi-
ble que nunca en nuestra época, porque se exagera en los últimos periodos del ciclo;
pero, de hecho, existe desde el comienzo hasta el fin de éste; así pues, se puede decir
que el tiempo no solo contrae al espacio, sino que se contrae también él mismo; esta
contracción se expresa por la proporción decreciente de los cuatro Yugas, con todo lo
que implica, comprendida la disminución correspondiente de la vida humana. Se dice
sin comprender la verdadera razón de ello, que hoy día los hombres viven más rápido
que antaño, y eso es literalmente cierto; en el fondo, la prisa acelerada que las gentes
actuales ponen en todas las cosas no es más que la consecuencia de la impresión que
sienten confusamente de que, en efecto, ello es así.

En su grado más extremo, la contracción del tiempo desembocaría en reducirle


finalmente a un instante único, y entonces la duración habría dejado de existir, ya
que en el instante no puede haber ninguna sucesión. Es así como «el tiempo devora-
dor acaba por devorarse a sí mismo», de modo que, en el «fin del mundo», es decir,
en el límite mismo de la manifestación cíclica, «ya no hay más tiempo»; y por eso se
dice que la «muerte es lo último que morirá», pues donde no hay sucesión, tampoco
hay muerte. Cuando la sucesión se detiene, o cuando, en términos simbólicos, «la
rueda deja de girar», todo lo que existe solo puede ser simultáneo; así pues, la suce-
sión se transmuta en simultaneidad, lo que se puede expresar también diciendo que
«el tiempo se cambia en espacio». Así, se opera un «vuelco» del tiempo en provecho
del espacio: en el instante mismo en que el tiempo acaba de devorar al espacio, es, al

105
RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

contrario, el espacio el que absorbe al tiempo; y eso es, refiriéndose al simbolismo


bíblico, la revancha final de Abel sobre Caín.

Hay una suerte de «prefiguración» de esta absorción del tiempo por el espacio en
las teorías físicomatemáticas recientes, que tratan el complejo «espacio-tiempo» co-
mo un conjunto único e indivisible; con frecuencia se da de esas teorías una interpre-
tación inexacta, al decir que consideran el tiempo como una «cuarta dimensión» del
espacio. Sería más justo decir que consideran el tiempo como comparable a una
«cuarta dimensión», en el sentido de que, en las ecuaciones del movimiento, juega el
papel de una cuarta coordenada que se agrega a las tres coordenadas que representan
las tres dimensiones del espacio; es útil observar que esto corresponde a la represen-
tación geométrica del tiempo bajo una forma rectilínea, cuya insuficiencia hemos
señalado antes; y ello no puede ser de otro modo, en razón del carácter cuantitativo
de dichas teorías. Pero lo que acabamos de decir, aunque rectifica su interpretación
«vulgarizada», tampoco es exacto: en realidad, lo que desempeña el papel de una
cuarta coordenada no es el tiempo sino lo que los matemáticos llaman el «tiempo
imaginario»1; y esta expresión, que es solo una singularidad de lenguaje que proviene
del empleo de una notación «convencional», toma aquí una significación bastante
inesperada. En efecto, decir que el tiempo debe devenir «imaginario» para ser asimi-
lable a una «cuarta dimensión» del espacio, quiere decir, en realidad, que para eso es
necesario que deje de existir como tal, es decir, que la transmutación del tiempo en
espacio solo es realizable en el «fin del mundo»2.

De esto se puede concluir que es inútil buscar la «cuarta dimensión» del espacio
en las condiciones del mundo actual, lo que tiene la ventaja de cortar de raíz todas las
divagaciones «neoespiritualistas» que hemos mencionado más atrás; ¿pero hay que
concluir de ello que la absorción del tiempo por el espacio debe traducirse efectiva-
mente por la agregación a éste de una dimensión suplementaria, o eso es solo una
«manera de hablar»? Todo lo que es posible decir a este respecto, es que, puesto que
la tendencia expansiva del espacio ya no es restringida por la tendencia compresiva
del tiempo, el espacio debe recibir, de un modo u otro, una dilatación que lleve su

1
En otros términos, puesto que las tres coordenadas del espacio son x, y, z, la cuarta coordenada
es, no t que designa al tiempo, sino la expresión t −1 .
2
Hay que observar que, si se habla comúnmente del «fin del mundo» como «el fin del tiempo»,
nunca se habla de él como «el fin del espacio»; esta observación, que puede parecer insignificante a
los que solo ven las cosas superficialmente, en realidad, es muy significativa.

106
RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

indefinidad a una potencia superior1; pero hay que decir que ello no puede ser repre-
sentado por ninguna imagen tomada al dominio corporal. En efecto, puesto que el
tiempo es una de las condiciones de la existencia corporal, es evidente que, cuando
es suprimido, se está fuera de este mundo; se está entonces en un «prolongamiento»
extracorporal de este mismo estado de existencia individual del que el mundo corpo-
ral solo representa una simple modalidad; y eso muestra que el fin de este mundo
corporal no es el fin de este estado considerado en su integralidad. Aquí hay que ir
más lejos: el fin de un ciclo, como el de la humanidad actual, solo es el fin del mun-
do corporal en un sentido relativo, y solo en relación a las posibilidades que, al estar
incluidas en este ciclo, han acabado ya su desarrollo; pero el mundo corporal no es
aniquilado, sino «transmutado», y recibe inmediatamente una nueva existencia, pues-
to que, más allá del «punto de detención» que corresponde a ese instante único donde
el tiempo ya no es, «la rueda vuelve a girar» para el transcurso de otro ciclo.

Otra consecuencia importante a sacar de estas consideraciones, es que el fin del


ciclo es «atemporal» como su comienzo, lo que es exigido por la correspondencia
analógica que existe entre estos dos términos extremos; y es así como este fin es,
para la humanidad de este ciclo, la restauración del «estado primordial», lo que indi-
ca la relación simbólica de la «Jerusalem celeste» con el «Paraíso terrestre». Es tam-
bién el retorno al «centro del mundo», que es manifestado exteriormente, en las dos
extremidades del ciclo, en las formas respectivas del «Paraíso terrestre» y de la «Je-
rusalem celeste», con el árbol «axial» elevándose igualmente en el medio del uno y
la otra; en todo el intervalo, es decir, en el transcurso mismo del ciclo, este centro
está oculto, y lo está incluso cada vez más, porque la humanidad ha ido alejándose
gradualmente de él, lo que es el verdadero sentido de la «caída». Este alejamiento es
otra representación de la marcha descendente del ciclo, ya que, puesto que el centro
de un estado, tal como el nuestro, es el punto de comunicación directa con los esta-
dos superiores, es al mismo tiempo el polo esencial de la existencia en ese estado; así
pues, ir de la esencia hacia la substancia, es ir del centro hacia la circunferencia, de lo
interior hacia lo exterior, y también, como la representación geométrica muestra cla-
ramente en este caso, de la unidad hacia la multiplicidad2.

1
Sobre las potencias sucesivas de lo indefinido, ver El Simbolismo de la Cruz, cap. XII.
2
De esto se puede deducir aún otra significación de la «inversión de los polos», puesto que la
marcha del mundo manifestado hacia su polo substancial desemboca finalmente en un «vuelco» que le
conduce, por una «transmutación» instantánea, a su polo esencial; agregamos que, en razón de esta
instantaneidad, contrariamente a algunas concepciones erróneas del movimiento cíclico, no puede

107
RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

El Pardes, en tanto que «centro del mundo», es, según el sentido primero de su
equivalente sánscrito paradêsha, la «región suprema»; pero es también, según una
acepción secundaria de la misma palabra, la «región lejana», desde que, por la mar-
cha del proceso cíclico, ha devenido inaccesible a la humanidad ordinaria. En efecto,
en apariencia al menos, es lo más alejado que hay, puesto que está situado en el «fin
del mundo» en el doble sentido espacial (puesto que la cima de la montaña del «Pa-
raíso terrestre» toca a la esfera lunar) y temporal (puesto que la «Jerusalem celeste»
desciende sobre la tierra en el fin del ciclo); no obstante, en realidad, es siempre lo
que está más próximo, puesto que no ha dejado de estar nunca en el centro de todas
las cosas1, y esto marca la relación inversa del punto de vista «exterior» y el punto de
vista «interior». Pero, para que esta proximidad pueda ser realizada, es necesario que
la condición temporal sea suprimida, puesto que es el discurrir mismo del tiempo,
conformemente a las leyes de la manifestación, el que ha traído el alejamiento apa-
rente, y puesto que el tiempo, por su definición misma de sucesión, no puede remon-
tar su curso; la liberación de esta condición es siempre posible para algunos seres en
particular, pero, en lo que concierne a la humanidad (o más exactamente a una hu-
manidad) tomada en su conjunto, implica evidentemente que ésta ha recorrido ente-
ramente el ciclo de su manifestación corporal, y es solo entonces cuando puede, con
todo el conjunto del medio terrestre que depende de ella y que participa en la misma
marcha cíclica, ser reintegrada verdaderamente al «estado primordial» o, lo que es lo
mismo, al «centro del mundo». Es en este centro donde «el tiempo se cambia en es-
pacio», porque es aquí donde está el reflejo directo, en nuestro estado de existencia,
de la eternidad principial, lo que excluye toda sucesión; la muerte tampoco puede
alcanzarle, y por lo tanto, también es la «morada de la inmortalidad»2; todas las cosas
aparecen aquí en simultaneidad en un inmutable presente, por el poder del «tercer
ojo», con el que el hombre ha recobrado el «sentido de la eternidad»3.

haber ninguna «remontada» de orden exterior que suceda al «descenso», puesto que la marcha de la
manifestación es siempre descendente desde el comienzo hasta el fin.
1
Es el «Regnum Dei intra vos est» del Evangelio.
2
Sobre la «morada de la inmortalidad» y su correspondencia en el ser humano, ver El Rey del
Mundo, pp. 87-89 de la ed. francesa.
3
Sobre el simbolismo del «tercer ojo», ver El Hombre y su devenir según el Vêdanta, p. 203, y El
Rey del Mundo, pp. 52-53 de la ed. francesa.

108
RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

CAPÍTULO XXIV

Hacia la disolución

Después de considerar el fin del ciclo, ahora tenemos que volver atrás para exa-
minar más completamente lo que, en las condiciones de la época actual, puede con-
tribuir a llevar a la humanidad y al mundo hacia este fin; sobre este punto debemos
distinguir dos tendencias que se expresan por términos en apariencia antinómicos:
por una parte, la tendencia hacia lo que hemos llamado la «solidificación» del mun-
do, de la que hemos hablado hasta aquí, y, por otra, la tendencia hacia su disolución,
cuya acción tenemos que precisar todavía, ya que todo fin se presenta como una diso-
lución de lo manifestado como tal. Se puede observar que, desde ya, la segunda de
estas dos tendencias es ahora predominante; en efecto, en primer lugar, el materia-
lismo, que corresponde a la «solidificación» en su forma más grosera, ya ha perdido
mucho terreno, al menos en el dominio de las teorías científicas y filosóficas, e inclu-
so también en el de la mentalidad común; y eso es tan cierto que, como lo hemos
dicho más atrás, la noción misma de «materia», en esas teorías, ya se ha desvanecido.
Correlativamente con este cambio, la ilusión de la seguridad que reinaba en el tiempo
en que el materialismo había alcanzado su máxima influencia, y que entonces era
inseparable de la idea que uno se hacía de la «vida ordinaria», también se ha desva-
necido debido a los acontecimientos y a la velocidad creciente con la que se desarro-
llan, de modo que hoy día la impresión dominante es la de una inestabilidad que se
extiende rápidamente a todos los dominios; y, como la «solidez» implica la estabili-
dad, eso muestra también que el punto de mayor «solidez» ya ha sido rebasado en
nuestro mundo, y que, por lo tanto, es a la disolución adonde este mundo se dirige
ahora.

La aceleración del tiempo, al exagerarse sin cesar y al hacer los cambios cada vez
más rápidos, va por sí sola hacia esta disolución. Así, las teorías físicas que hemos
mencionado hace un momento, aunque cambian también cada vez más rápidamente
como todo lo demás, van tomando también un carácter cada vez más cuantitativo,
que se reviste de la apariencia de teorías matemáticas, lo que como ya lo hemos seña-

109
RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

lado, las aleja de la realidad sensible que pretenden explicar. Por otra parte, lo «sóli-
do», incluso en su máxima densidad e impenetrabilidad concebible, no corresponde a
la cantidad pura, y tiene siempre un mínimo de elementos cualitativos; es algo corpo-
ral por definición, e incluso, en un sentido, lo más corporal que hay; ahora bien, la
«corporalidad» implica que el espacio, por «comprimido» que esté en la condición
del «sólido», le es necesariamente inherente; y el espacio, recordémoslo, no puede
ser asimilado a la cantidad pura. Incluso si, colocándose momentáneamente en el
punto de vista de la ciencia actual, se quisiera reducir la «corporalidad» a la exten-
sión como lo hacía Descartes, y, por otra, considerar el espacio mismo solo como un
modo de la cantidad, se estaría aún en el dominio de la cantidad continua; si pasamos
ahora al dominio de la cantidad discontinua, es decir, al del número, que es el único
que puede ser considerado como representando la cantidad pura, es evidente que, en
razón de esta discontinuidad, ya no se trata de un «sólido» ni de nada que sea corpo-
ral.

Así pues, en la reducción de todas las cosas a lo cuantitativo, hay un punto a par-
tir del cual esta reducción ya no tiende a la «solidificación», y este punto es ese en el
que se llega a querer reducir la cantidad continua misma a la cantidad discontinua;
los cuerpos ya no pueden subsistir entonces como tales, y se resuelven en una suerte
de polvo «atómico» sin consistencia; así pues, a este respecto, se puede hablar de una
verdadera «pulverización» del mundo, lo que es una de las formas posibles de la di-
solución cíclica1. No obstante, si esta disolución puede ser considerada así desde un
cierto punto de vista, aparece también, desde otro, y según una expresión que ya he-
mos empleado precedentemente, como una «volatilización»: la «pulverización», por
completa que se suponga, deja siempre «residuos», aunque sean verdaderamente
impalpables; por otro lado, el fin del ciclo, para ser plenamente efectivo, implica que
todo lo que está incluido en él desaparece enteramente en tanto que manifestación;
pero estas dos maneras diferentes de concebir las cosas representan una cierta parte
de la verdad. En efecto, mientras que los resultados positivos de la manifestación
cíclica son «cristalizados» para ser después «transmutados» en gérmenes de las posi-
bilidades del ciclo futuro, lo cual constituye la conclusión de la «solidificación» en
su aspecto «benéfico» (que implica la «sublimación» que coincide con el «vuelco»
final), lo que no puede ser utilizado así, es decir, todo lo que constituye los resultados

1
«Solvet saeclum in favilla», dice textualmente la liturgia católica, que invoca a la vez, a este
propósito, el testimonio de David y el de la Sibila, lo que es una manera de afirmar el acuerdo unáni-

110
RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

negativos de esta misma manifestación, es «precipitado» bajo la forma de un caput


mortuum, en el sentido alquímico de este término, en los «prolongamientos» más
inferiores de nuestro estado de existencia, o en esa parte del dominio sutil que se
puede calificar de «infracorporal»1; pero, en los dos casos, se ha pasado igualmente a
las modalidades extracorporales, superiores para uno e inferiores para el otro, de mo-
do que se puede decir que la manifestación corporal misma, en lo que concierne al
ciclo de que se trata, se ha desvanecido o «volatilizado» enteramente. Se ve que, en
todo esto y hasta el final, hay que considerar siempre los dos términos que corres-
ponden a lo que el hermetismo designa respectivamente como «coagulación» y «so-
lución», y eso desde los dos lados a la vez: del lado «benéfico», se tiene así la «cris-
talización» y la «sublimación»; del lado «maléfico» se tiene la «precipitación» y el
retorno final a la indistinción del «caos»2.

Ahora, debemos hacernos esta pregunta: para llegar a la disolución, ¿basta que el
movimiento con el que el «reino de la cantidad» se intensifica cada vez más, sea de-
jado a sí mismo, y que prosiga hasta su término? Lo cierto es que esta posibilidad,
que hemos mencionado partiendo de las concepciones actuales de los físicos y de la
significación que implican inconscientemente (pues es evidente que los «sabios»
actuales no saben adónde van), responde a una visión teórica de las cosas, visión
«unilateral» que solo representa de un modo parcial lo que debe tener lugar de hecho;
así, para desatar los «nudos» que resultan de la «solidificación» que ha tenido lugar
hasta aquí, es necesaria la intervención de algo que no pertenece ya al dominio res-
tringido al que se refiere el «reino de la cantidad». Es fácil comprender con lo indi-
cado hasta aquí, que ahora se trata de la acción de influencias de orden sutil, acción
que comenzó a ejercerse hace mucho tiempo en el mundo actual, aunque de una ma-
nera poco visible inicialmente; y que ha coexistido con el materialismo desde el mo-
mento mismo en que éste se constituyó como una forma definida, así como hemos
visto con el magnetismo y el espiritismo, al hablar de las «anexiones» que éstos hi-
cieron de la «mitología» científica de la época en que aparecieron. Como ya lo he-

me de las diferentes tradiciones.


1
Es lo que la Kabbala hebraica designa como el «mundo de las cortezas» (ôlam qlippoth); es ahí
donde caen los «antiguos reyes de Edom», en tanto que representan los «residuos» inutilizables de los
Manvantaras pasados.
2
Debe estar claro que los dos lados que llamamos aquí «benéfico» y «maléfico» responden a los
de la «derecha» y de la «izquierda» en los que son colocados respectivamente los «elegidos» y los
«condenados» en el «Juicio Final», es decir, la «discriminación» final de los resultados de la manifes-
tación cíclica.

111
RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

mos dicho, es cierto que la influencia del materialismo disminuye, pero no hay que
felicitarse por ello, ya que, puesto que el «descenso» cíclico no ha acabado todavía,
las «fisuras» que hemos mencionado, y sobre cuya naturaleza tenemos que volver
ahora, solo pueden producirse por abajo; dicho de otro modo, lo que «entra» por ellas
en el mundo sensible solo puede ser el «psiquismo cósmico» inferior, en su aspecto
más destructivo y «desagregador»; y, es claro que sólo las influencias de este tipo
son aptas para actuar con miras a la disolución; así pues, no es difícil darse cuenta de
que todo lo que tiende a favorecer y extender esas «interferencias» corresponde,
consciente o inconscientemente, a una nueva fase de la desviación de la que el mate-
rialismo solo representaba una etapa menos «avanzada».

En efecto, aquí hay que señalar que hay «tradicionalistas», mal aconsejados 1, que
se alegran de ver que la ciencia actual, en sus diferentes ramas, parece salir ahora de
los estrechos límites donde sus concepciones la encerraban; se imaginan incluso que
la ciencia actual acabará por juntarse así con la ciencia tradicional (que no conocen y
de la que se hacen una idea inexacta basada en «falsificaciones» actuales), lo que,
por principio, es imposible. Estos mismos «tradicionalistas» se alegran también, y
quizás más, al ver algunas manifestaciones de influencias sutiles cada vez más abier-
tamente, sin pensar nunca en preguntarse cuál es la «cualidad» de esas influencias; y
albergan grandes esperanzas de que, lo que ahora se llama «metapsíquica», aporte un
remedio a los males del mundo actual, que imputan solo al materialismo, lo que es
también una ilusión. Lo que no ven (y ahí están mucho más afectados de lo que creen
por el espíritu actual), es que, en todo eso, se trata de una nueva etapa en el desarro-
llo del «plan», verdaderamente «diabólico», según el cual se lleva a cabo la desvia-
ción progresiva del mundo actual; el materialismo ha desempeñado en ella un papel
muy importante, pero ahora la negación que representa ya es insuficiente; ha servido
para impedir al hombre el acceso a posibilidades de orden superior, pero no puede
desencadenar las fuerzas inferiores que son las únicas que han de llevar hasta su úl-
timo punto la obra de desorden y de disolución.

La actitud materialista solo representa un peligro limitado; su «espesor» pone al


que se acoge a ella al abrigo de todas las influencias sutiles sin distinción, y le da una
suerte de inmunidad comparable a la del molusco que permanece encerrado en su

1
La palabra «tradicionalismo» solo designa una tendencia que puede ser más o menos vaga y
confusa porque no implica ningún conocimiento efectivo de las verdades tradicionales. Volveremos

112
RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

concha, inmunidad de donde proviene, en el materialista, esa impresión de seguridad


que ya hemos mencionado; pero, si a esta concha, que representa aquí el conjunto de
las concepciones científicas convencionalmente admitidas y de los hábitos mentales
correspondientes, con la «solidificación» que aporta a la constitución «psicofisioló-
gica» del individuo, se le hace una abertura por abajo, las influencias sutiles destruc-
tivas penetran en ella de inmediato, y tanto más fácilmente cuanto que, a consecuen-
cia del trabajo negativo llevado a cabo en la fase precedente, ningún elemento de
orden superior puede intervenir ya para oponerse a su acción. Se puede decir también
que el periodo del materialismo solo constituye una suerte de preparación, sobre todo
teórica, mientras que el del psiquismo inferior implica una «pseudorealización», que
se efectúa al revés de la verdadera realización espiritual. Ciertamente, la irrisoria
«seguridad» de la «vida ordinaria», que era la inseparable compañera del materialis-
mo, ahora está fuertemente amenazada, y se ve cada vez más claramente que solo era
una ilusión; ¿pero qué ventaja real hay en eso, que no sea caer de inmediato en otra
ilusión peor y más peligrosa, porque implica consecuencias mucho más extensas y
profundas, ilusión que es la de una «espiritualidad al revés», de la que, los diversos
movimientos «neoespiritualistas» que nuestra época ha visto nacer y desarrollarse
hasta ahora, comprendidos los que presentan ya el carácter más claramente «subver-
sivo», no son todavía más que débiles precursores?

después sobre este tema.

113
RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

CAPÍTULO XXV

Las fisuras de la gran muralla

Por lejos que se haya llevado la «solidificación» del mundo sensible, nunca puede
ser tal que éste sea un «sistema cerrado» como lo creen los materialistas; ella tiene
límites impuestos por la naturaleza misma de las cosas, y cuanto más se acerca a esos
límites, más inestable es el estado que presenta; de hecho, como lo hemos visto, el
punto que corresponde a ese máximo de «solidez» ya está rebasado, y esta apariencia
de «sistema cerrado» ahora ya solo puede devenir cada vez más ilusorio e insosteni-
ble. También hemos hablado de «fisuras» por las que se introducen ya y se introduci-
rán cada vez más ciertas fuerzas destructivas; según el simbolismo tradicional, estas
«fisuras» se producen en la «Gran Muralla» que rodea a este mundo y que le protege
contra la intrusión de las influencias maléficas del dominio sutil e inferior1. Para
comprender bien este simbolismo, importa señalar que una muralla constituye a la
vez una protección y una limitación; por lo tanto, ella tiene ventajas e inconvenien-
tes; pero, puesto que está destinada a asegurar una defensa contra los ataques que
vienen de abajo, las ventajas predominan, y, para lo que se encuentra contenido en
ese recinto, vale más estar limitado por ese lado inferior que estar expuesto a los es-
tragos del enemigo, cuando no a una destrucción completa. Por otra parte, una mura-
lla no está cerrada por arriba y, por lo tanto, no impide la comunicación con los do-
minios superiores, y esto corresponde al estado normal de las cosas; en la época ac-
tual, es la «concha» sin salida construida por el materialismo la que ha cerrado esta
comunicación. Pero, puesto que el «descenso» no ha acabado aún, esta «concha»
subsiste intacta por arriba, es decir, por el lado donde el mundo no tiene necesidad de
protección, y de donde, al contrario, solo puede recibir influencias benéficas; las «fi-
suras» solo se producen por abajo, y por lo tanto, en la muralla protectora misma, y
las fuerzas inferiores que se introducen por ellas no encuentran resistencia, pues, en
estas condiciones, ningún poder de orden superior puede intervenir para oponerse a

1
En el simbolismo de tradición hindú, esta «Gran Muralla» es la montaña circular Lokâloka, que
separa el «cosmos» (loka) de las «tinieblas exteriores» (aloka); hay que entender que esto es suscepti-
ble de aplicarse analógicamente a dominios más o menos extensos en el conjunto de la manifestación

114
RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

ellas; así pues, el mundo se encuentra librado sin defensa a todos los ataques de sus
enemigos, y eso tanto más cuanto que, por el hecho mismo de la mentalidad actual,
ignora por completo los peligros que le amenazan.

Según la tradición islámica, por estas «fisuras» penetran, en las proximidades del
fin del ciclo, las hordas devastadoras de Gog y Magog1, las cuales se esfuerzan ince-
santemente en invadir nuestro mundo; se trata de influencias sutiles «infracorpora-
les»2. Las tentativas de estas «entidades» para introducirse en el mundo corporal y
humano no son nuevas, y se remontan al menos hasta los comienzos del Kali-Yuga,
es decir, mucho más allá de los tiempos de la antigüedad «clásica» a los que se limita
el horizonte de los historiadores actuales.

Si el Kali-Yuga entero es un periodo de oscurecimiento, lo que hace posibles tales


«fisuras», este oscurecimiento estaba entonces lejos de haber alcanzado el grado que
se constata en sus últimas fases, y por eso estas «fisuras» podían ser reparadas con
una relativa facilidad; pero no por eso era menos necesaria una constante vigilancia,
lo que entraba en las atribuciones de los centros espirituales de las diferentes tradi-
ciones. Después vino una época en que, a consecuencia de la excesiva «solidifica-
ción» del mundo, estas mismas «fisuras» eran mucho menos de temer, al menos tem-
poralmente; esta época corresponde a la primera parte de los tiempos actuales, es
decir, a lo que se puede definir como el periodo mecanicista y materialista, donde el
«sistema cerrado» de que hemos hablado estuvo más cerca de ser realizado. Ahora,
es decir, en lo que concierne al periodo que podemos designar como la segunda parte
de los tiempos actuales, que ya ha comenzado, las condiciones, en relación a las de
todas las épocas anteriores, han cambiado radicalmente: no solo las «fisuras» se pro-
ducen de nuevo cada vez más ampliamente, y presentan un carácter mucho más gra-
ve que nunca en razón del camino descendente que ha sido recorrido en el intervalo,
sino que las posibilidades de reparación ya no son tampoco las mismas de antaño; en
efecto, la acción de los centros espirituales se ha cerrado cada vez más, porque las
influencias superiores que transmiten normalmente a nuestro mundo ya no pueden

cósmica, de ahí la aplicación particular que se hace de ello en relación al mundo corporal.
1
En la tradición hindú, son los demonios Koka y Vikoka, cuyos nombres son evidentemente simi-
lares.
2
El simbolismo del «mundo subterráneo» también es doble, y tiene igualmente un sentido supe-
rior, como lo muestran algunas de las consideraciones que hemos expuesto en El Rey del Mundo; pero
aquí solo se trata de un sentido inferior, e incluso, se puede decir, literalmente «infernal».

115
RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

manifestarse al exterior, al estar cortadas por esa «concha» impenetrable que hemos
mencionado.

A eso hay que agregar la «inercia» debida a la ignorancia general de estas cosas y
las «supervivencias» de la mentalidad materialista, así como la actitud correspon-
diente, la cual persiste debido a que esta actitud ha devenido instintiva en la actuali-
dad. La gran mayoría de los «espiritualistas» y también de los «tradicionalistas» son,
de hecho, tan materialistas como los demás. Y lo que hace la situación aún más irre-
mediable, es que aquellos que quieren combatir sinceramente el espíritu actual están
casi todos afectados por él sin saberlo, de manera que todos sus esfuerzos son estéri-
les; en efecto, aquí se trata de cosas en las que la «buena voluntad» no es suficiente,
y donde es necesario también un conocimiento efectivo.

Pero además, las dificultades de que hablamos tienen también otro lado negativo,
que está representado por todo lo que, en nuestro mundo mismo, favorece activamen-
te la intervención de las influencias sutiles inferiores, ya sea consciente o inconscien-
temente. Hay que considerar aquí, en primer lugar, el papel «determinante» de los
agentes mismos de la desviación actual, puesto que esta intervención constituye una
nueva fase más «avanzada» de esta desviación, y que responde a la continuación
misma del «plan» según el cual es efectuada; así pues, es ahí donde hay que buscar a
los auxiliares conscientes de estas fuerzas maléficas, aunque también haya en esta
consciencia muchos grados diferentes. En cuanto a los demás auxiliares, es decir, a
todos aquellos que actúan de buena fe y que, ignorando la verdadera naturaleza de
estas fuerzas, solo desempeñan un simple papel de engañados (lo que no les impide
ser tanto más activos cuanto más sinceros y ciegos son), son ya innumerables y pue-
den clasificarse en múltiples categorías, desde los ingenuos seguidores de las organi-
zaciones «neoespiritualistas» de todo género hasta los filósofos «intuicionistas», pa-
sando por los sabios «metapsiquistas» y los psicólogos de las más recientes escuelas.
No insistiremos más en ello en este momento, ya que sería anticiparse a lo que dire-
mos más adelante; antes de eso, todavía tenemos que dar algunos ejemplos de cómo
pueden producirse algunas «fisuras», así como de los «soportes» que las influencias
sutiles o psíquicas de orden inferior (ya que, dominio sutil y dominio psíquico son
términos sinónimos) encuentran en el medio cósmico mismo para ejercer su acción y
extenderse en el mundo humano.

116
RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

CAPÍTULO XXVI

Chamanismo y Brujería

La época actual, puesto que corresponde a las últimas fases de una manifestación
cíclica, debe agotar sus posibilidades más inferiores; por eso utiliza todo lo que había
sido desechado por las épocas anteriores: las ciencias experimentales y cuantitativas
actuales y sus aplicaciones industriales, no tienen otro carácter que éste; de ahí viene
el hecho de que estas ciencias constituyen verdaderos «residuos» de algunas de las
antiguas ciencias tradicionales1. Otro hecho que concuerda con éstos es la obstina-
ción con la que en la actualidad se exhuman los vestigios de épocas pasadas y de
civilizaciones desaparecidas, vestigios que, por otra parte, no se comprenden; y eso
mismo es un síntoma bastante inquietante, debido a la naturaleza de las influencias
sutiles que permanecen vinculadas a ellos y que, sin que los investigadores lo sospe-
chen, son sacadas así a la luz y puestas en libertad. Para que esto se comprenda me-
jor, vamos a hablar primero de algunas cosas que, aunque están fuera del mundo ac-
tual, son susceptibles de ser empleadas para ejercer, en relación a éste, una acción
«desagregadora»; así pues, lo que diremos de ellas será una ocasión para elucidar
algunas cuestiones muy poco conocidas.

Aquí, tenemos que disipar un error: es la idea de que existen cosas solo «materia-
les», es decir, la idea de que existen seres y cosas que son solo corporales, y cuya
existencia y constitución no implican ningún elemento de un orden diferente. Esta
idea está ligada al punto de vista profano tal como se afirma, en su forma más com-
pleta, en las ciencias actuales, ya que, puesto que éstas se caracterizan por la ausencia
de todo vínculo a principios de orden superior, las cosas que toman como objeto de
su estudio, deben ser concebidas también como desprovistas de tal vínculo; esa es
una condición de la ciencia actual, puesto que, si admite que ello no es así, debe ad-
mitir por eso mismo que la verdadera naturaleza de ese objeto se le escapa. No es

1
Decimos de algunas, ya que hay otras ciencias tradicionales de las que no ha quedado nada en el
mundo actual. Actualmente todas las enumeraciones y clasificaciones de los filósofos conciernen solo
a las ciencias profanas.

117
RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

necesario buscar en otra parte la razón por la que los «cientificistas» se obstinan en
desacreditar toda concepción diferente de ésta, presentándola como una «supersti-
ción» debida a la imaginación de los «primitivos», los cuales, para ellos, no pueden
ser otra cosa que salvajes u hombres de mentalidad infantil, como lo afirman las teo-
rías «evolucionistas»; y, ya sea por incomprensión o por deseo expreso, logran dar de
ellos una idea lo bastante caricaturesca como para que una tal concepción parezca
enteramente justificada a todos los que les creen, es decir, la gran mayoría de nues-
tros contemporáneos. Ello es así en lo que concierne a las teorías de los etnólogos
sobre lo que llaman el «animismo»; tal término podría tener un sentido aceptable, a
condición de comprenderle de un modo muy diferente a como lo entienden ellos y a
condición de ver en él solo lo que significa etimológicamente.

En efecto, el mundo corporal no puede ser considerado como un todo que se bas-
ta a sí mismo, ni como algo aislado en el conjunto de la manifestación universal;
cualesquiera que sean las apariencias, debidas actualmente a la «solidificación», el
mundo corporal procede del orden sutil, en el cual tiene su principio inmediato, y,
por mediación de éste, se vincula a su vez a la manifestación informal y después a lo
no manifestado; si fuera de otro modo, su existencia solo podría ser una ilusión com-
pleta, una suerte de fantasmagoría detrás de la cual no habría nada, lo que equivale a
decir que no existiría. Así pues, no puede haber, en este mundo corporal, ninguna
cosa cuya existencia no dependa del orden sutil, y, más allá de éste, del principio
espiritual sin el que ninguna manifestación es posible. Si nos atenemos a la conside-
ración del orden sutil, que está presente en todas las cosas, podemos decir que co-
rresponde en éstas a lo que constituye propiamente el orden «psíquico» en el ser hu-
mano; así pues, por una extensión natural, que no implica ningún «antropomorfis-
mo», sino solo una analogía legítima, se le puede llamar también «psíquico» en todos
los casos (y por eso ya hemos hablado precedentemente de «psiquismo cósmico»), o
también «anímico», ya que estas dos palabras son sinónimas. De esto resulta que no
pueden existir objetos «inanimados», y esto se debe a que la «vida» es una de las
condiciones a las que está sometida toda existencia corporal, y es por eso también
que nadie ha podido llegar nunca a definir la distinción entre lo «vivo» y lo «no vi-
vo».

Así pues, se puede llamar también «animismo» a una tal manera de considerar las
cosas, entendiendo por esta palabra la afirmación de qué hay en estas cosas elemen-

118
RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

tos «anímicos»; y se ve que este «animismo» se opone al mecanicismo, como la


realidad se opone a la apariencia; también es evidente que esta concepción es «primi-
tiva», pero solo porque es verdadera, lo que es contrario a lo que los «evolucionistas»
quieren decir cuando la califican así. Al mismo tiempo, y por la misma razón, esta
concepción es común a todas las doctrinas tradicionales; así pues, podemos decir
también que es «normal», mientras que la idea opuesta, la de las cosas «inanimadas»
(que encontró una de sus expresiones más extremas en la teoría cartesiana de los
«animales máquinas»), representa una anomalía, como ocurre con todas las ideas
actuales. Pero hay que entender que en todo eso, no se trata de «personificaciones»
de las fuerzas naturales, y todavía menos de su «adoración», como lo pretenden
aquellos para quienes el «animismo» constituye lo que llaman la «religión primiti-
va»; en realidad son consideraciones que dependen únicamente del dominio de la
cosmología, y que encuentran su aplicación en diversas ciencias tradicionales. Así
pues, cuando se trata de los elementos «psíquicos» inherentes a las cosas, o de fuer-
zas de este orden que se manifiestan a través de éstas, todo eso no tiene nada de «es-
piritual»; la confusión de estos dos dominios, «psíquico y espiritual», es muy recien-
te, y no es ajena a la idea de hacer una «religión» de lo que es solo ciencia en el sen-
tido más exacto de esta palabra; ¡a pesar de su pretensión a las «ideas claras» (heren-
cia directa del mecanicismo y del «materialismo universal» de Descartes), nuestros
contemporáneos mezclan sin discriminación las cosas más heterogéneas y esencial-
mente distintas!

Para lo que queremos decir ahora, hay que observar que los etnólogos actuales
consideran como «primitivas» formas que solo están degeneradas; no obstante, no
son de un nivel tan bajo como sus interpretaciones suponen; sea como sea, esto ex-
plica que el «animismo», que solo constituye un punto particular de una doctrina, sea
tomado para caracterizar esa doctrina entera. En efecto, en los casos de degeneración,
es la parte superior de la doctrina, es decir, su lado metafísico y «espiritual», el que
desaparece siempre; por lo tanto, lo que era en el origen solo secundario, a saber, el
lado cosmológico y «psíquico», al que pertenece el «animismo» y sus aplicaciones,
es lo único que queda; el resto escapa al observador exterior, tanto más cuando éste,
que ignora la significación de los ritos y de los símbolos, es incapaz de reconocer en
ello lo que procede de un orden superior, y cree poder explicarlo todo indistintamen-
te en términos de «magia», cuando no de «brujería».

119
RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

Se puede encontrar un ejemplo muy claro de esto en el «chamanismo», que se


considera como una de las formas típicas del «animismo»; esta denominación, cuya
etimología es incierta, designa el conjunto de las doctrinas y las prácticas tradiciona-
les de algunos pueblos mongoles de Siberia; pero hoy se extiende a lo que, en otras
partes, presenta caracteres más o menos similares. Para la gran mayoría, «chamanis-
mo» es sinónimo de brujería, lo que es inexacto, ya que es algo muy diferente; esta
palabra ha sufrido así una desviación inversa a la de «fetichismo», que, ella sí, tiene
etimológicamente el sentido de brujería. Aquí señalamos que la distinción que algu-
nos han querido establecer entre «chamanismo» y «fetichismo», considerados como
dos variedades del «animismo», no es tan clara ni tan importante como piensan: ya
sean seres humanos, como el primero, u objetos, como en el segundo, los que sirven
de «soportes» o de «condensadores» a ciertas influencias sutiles, en eso se trata de
una simple diferencia de modalidades «técnicas», que no tiene nada de esencial1.

Si consideramos el «chamanismo», se constata en él la existencia de una cosmo-


logía muy desarrollada, que puede dar lugar a aproximaciones con las de otras tradi-
ciones sobre numerosos puntos, comenzando por la división de los «tres mundos»
que constituye su base misma. Además, se encuentran en él ritos comparables a los
de las tradiciones de orden más elevado: algunos, por ejemplo, recuerdan a ritos
vêdicos, y a los que proceden incluso de la tradición primordial, como esos donde los
símbolos del árbol y del cisne desempeñan el papel principal. Así pues, se trata de
algo que, en su origen al menos, constituía una forma tradicional regular y normal;
además, se ha conservado en ella, hasta la época actual, una «transmisión» de los
poderes necesarios para el ejercicio de las funciones del «chaman»; pero, cuando se
ve que éste dedica su actividad a las ciencias tradicionales más inferiores, tales como
la magia y la adivinación, se puede sospechar de una degeneración real; e incluso se
puede preguntar si no llegará a veces hasta una verdadera desviación, a la que las
cosas de este orden, cuando toman un desarrollo excesivo, dan lugar muy fácilmente.
En este sentido, hay indicios inquietantes: uno de ellos es el vínculo que se establece
entre el «chaman» y un animal, vínculo que concierne solo a un individuo, y que, por
lo tanto, no es asimilable al vínculo colectivo que constituye lo que se llama el «to-
temismo». Debemos decir también que lo que se trata aquí puede ser susceptible de
una interpretación legítima y que no tiene nada que ver con la brujería; pero lo que le

1
En lo que sigue, tomamos indicaciones concernientes al «chamanismo» de una exposición titu-
lada Shamanism of the Natives of Siberia, por I. M. Casanowicz (extraída del Smithsonian Report for

120
RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

da un carácter sospechoso, es que, en algunos pueblos, el animal es considerado en-


tonces como una forma del «chaman» mismo; y, desde esa identificación a la «lican-
tropía», tal como existe sobre todo en pueblos de raza negra1, no hay mucho trecho.

Pero hay también otra cosa, que toca más directamente a nuestro tema: los «cha-
manes», entre las influencias psíquicas que tratan, distinguen de modo natural dos
tipos, unas benéficas y otras maléficas, y, como no hay nada que temer de las prime-
ras, solo parecen ocuparse de las segundas; tal parece ser el caso más frecuente, ya
que puede ser que el «chamanismo» comprenda formas muy variadas, entre las cua-
les habría que establecer diferencias. En esto, no se trata de un «culto» a esas in-
fluencias maléficas, que sería una suerte de «satanismo» consciente, como se ha su-
puesto a veces sin razón; se trata solo de impedirles hacer daño, de neutralizar o des-
viar su acción. La misma precisión puede aplicarse también a otros supuestos «ado-
radores del diablo» que existen en diversas regiones; de una manera general, no es
verosímil que el «satanismo» real implique a todo un pueblo. Cualquiera que sea su
intención, el manejo de influencias de este género, sin que se apele a influencias de
un orden superior (y mucho menos aún a influencias espirituales), constituye, por la
fuerza misma de las cosas, una verdadera brujería, muy diferente de la de los vulga-
res «brujos» occidentales, que solo representan los últimos restos de un conocimiento
mágico degenerado y a punto de extinguirse. Ciertamente, la parte mágica del «cha-
manismo» tiene mucha más vitalidad, y por eso representa algo temible; en efecto, el
contacto constante con fuerzas psíquicas inferiores es muy peligroso; primero, para
el «chaman» mismo, pero también desde otro punto de vista cuyo interés está mucho
menos «localizado». En efecto, puede ocurrir que algunos, que operan de manera
más consciente y con conocimientos más extensos, lo que no quiere decir de orden
más elevado, utilicen esas mismas fuerzas para fines completamente diferentes, sin
que lo sepan los «chamanes» o aquellos que actúan como ellos, los cuales ya solo
desempeñan el papel de instrumentos para la acumulación de las fuerzas en cuestión
en puntos determinados. Sabemos que hay por el mundo, un cierto número de «depó-
sitos» de influencias, cuya repartición no tiene nada de «fortuito», y que sirven muy
bien a los designios de ciertos «poderes» responsables de toda la desviación actual;

1924), cuya comunicación la debemos a la deferencia de A. K. Coomaraswamy.


1
Según testimonios dignos de fe, en una región remota de Sudán, hay todo un poblado «licántro-
po», que comprende al menos unos veinte mil individuos; hay también, en otras regiones africanas,
organizaciones secretas, tales como esa a la que se ha dado el nombre de «Sociedad del Leopardo», en
las que algunas formas de «licantropía» desempeñan un papel predominante.

121
RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

pero eso requiere aún otras explicaciones, ya que uno puede sorprenderse de que los
restos de lo que fue antaño una tradición auténtica, se presten a una «subversión» de
este género.

122
RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

CAPÍTULO XXVII

Residuos psíquicos

Para comprender lo que hemos dicho en último lugar sobre el «chamanismo», y


que es la razón por la que hemos hablado de él, hay que observar que este caso de los
vestigios que subsisten de una tradición degenerada, cuya parte superior o «espiri-
tual» ha desaparecido, es comparable al de los restos psíquicos que deja un ser hu-
mano tras de sí al pasar a otro estado, los cuales, desde que han sido abandonados
por el «espíritu», pueden servir también a lo que sea; así pues, que sean utilizados
conscientemente por un mago o un brujo, o inconscientemente por los espiritistas, los
efectos más o menos maléficos que pueden resultar de ello, no tienen nada que ver
con la cualidad propia del ser al que estos elementos pertenecieron; estos elementos
ya solo son una categoría especial de «influencias errantes», que, todo lo más, solo
conservan de ese ser una apariencia ilusoria. Lo que hay que entender en esta simili-
tud, es que las influencias espirituales mismas, para entrar en acción en nuestro mun-
do, deben tener «soportes» apropiados, primero en el orden psíquico, y después en el
orden corporal, de manera análoga a la constitución de un ser humano. Si estas in-
fluencias espirituales se retiran, sus antiguos «soportes» corporales, lugares u objetos
(y, cuando se trata de lugares, su situación está en relación con la «geografía sagra-
da» que hemos mencionado), permanecen cargados de elementos psíquicos, los cua-
les son tanto más fuertes y persistentes cuanto más poderosa haya sido la acción a la
que han servido de intermediarios e instrumentos. De eso se podría concluir que el
caso de centros tradicionales e iniciáticos, extinguidos desde hace tiempo, es el que
presenta los mayores peligros, ya sea que simples imprudencias provoquen reaccio-
nes violentas de «conglomerados» psíquicos que subsisten en ellos, ya sea sobre todo
que «magos negros», para emplear la expresión corrientemente admitida, se apode-
ren de éstos para manejarlos a su antojo y obtener de ellos efectos conformes a sus
designios.

El primero de los dos casos que acabamos de indicar basta para explicar el carác-
ter nocivo que presentan algunos vestigios de civilizaciones desaparecidas, cuando

123
RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

son exhumados por gentes que, como los arqueólogos actuales, al ignorar todo de
estas cosas, actúan con total imprudencia. Así mismo, cualquier civilización antigua,
en su último periodo, pudo degenerar por un desarrollo excesivo de la magia, como
por ejemplo el Egipto antiguo, y sus restos guardan entonces su huella, en la forma
de influencias psíquicas de un orden muy inferior. Puede ocurrir también que, inclu-
so fuera de toda degeneración de este tipo, algunos lugares u objetos hayan sido pre-
parados especialmente en vistas de una acción defensiva contra aquellos que los to-
quen indebidamente, ya que tales precauciones no tienen en sí nada de ilegítimo,
aunque, no obstante, el hecho de vincularles una importancia demasiado grande, no
sea un indicio de los más favorables, puesto que da testimonio de preocupaciones
muy alejadas de la espiritualidad, e incluso de un cierto desconocimiento del poder
propio que ésta tiene en sí misma, sin que haya necesidad de recurrir a semejantes
«ayudas». Pero, si ponemos aparte todo eso, las influencias psíquicas subsistentes,
desprovistas del «espíritu» que las dirigía y reducidas así a una suerte de estado «lar-
vario», pueden reaccionar por sí mismas a una provocación cualquiera, por involun-
taria que sea, de una manera más o menos desordenada y que, en todo caso, no tiene
ninguna relación con las intenciones de aquellos que las emplearon en el pasado de
manera diferente, como tampoco las manifestaciones grotescas de los «cadáveres»
psíquicos, que intervienen a veces en las sesiones espiritistas, tienen ninguna relación
con las individualidades de las que constituyeron la forma sutil y de las cuales simu-
lan ser la «identidad» póstuma, para maravillar a los ingenuos que los toman por
«espíritus».

Así pues, las influencias en cuestión, son ya suficientemente maléficas por sí so-
las; eso es un hecho que resulta de la naturaleza misma de estas fuerzas del «mundo
intermediario», y en el cual nadie puede nada, como tampoco se puede impedir que
la acción de las fuerzas «físicas», que pertenecen al orden corporal y de las que se
ocupan los físicos, causen también accidentes de los que no se puede hacer responsa-
ble a ninguna voluntad humana; con esto se puede comprender la verdadera signifi-
cación de las excavaciones actuales y el papel que desempeñan efectivamente para
abrir algunas de esas «fisuras» que hemos mencionado. Pero, además, esas mismas
influencias están a merced del que sepa «captarlas», como lo están igualmente las
fuerzas «físicas»; así pues, unas y otras pueden servir a los fines más diversos e in-
cluso más opuestos, según las intenciones de quien se haya apoderado de ellas; y, en
lo que concierne a las influencias sutiles, si se trata de un «mago negro», es evidente

124
RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

que hará con ellas un uso contrario al que hicieron los representantes cualificados de
una tradición regular.

Todo lo que hemos dicho hasta aquí se aplica a los vestigios dejados por una tra-
dición extinguida; pero, junto a este caso, hay que considerar otro: el de una antigua
civilización tradicional que se sobrevive a sí misma, en el sentido de que su degene-
ración ha llegado hasta el punto en que el «espíritu» ha acabado por retirarse de ella;
algunos conocimientos, que no tienen nada de «espiritual» y que solo dependen del
orden de las aplicaciones contingentes, todavía pueden continuar transmitiéndose,
sobre todo los más inferiores, pero, desde entonces, son susceptibles de todas las
desviaciones, ya que solo representan «residuos» de otro tipo, al haber desaparecido
la doctrina de la que dependen normalmente. En este caso de «supervivencia», las
influencias psíquicas puestas en obra anteriormente por los representantes de esa
tradición, pueden ser «captadas» también, incluso sin saberlo sus continuadores apa-
rentes, pero ya ilegítimos y desprovistos de toda verdadera autoridad. Así pues, quie-
nes se sirvan entonces de ellas, tienen la ventaja de tener a su disposición, como ins-
trumentos inconscientes de la acción que quieran ejercer, no solo supuestos objetos
«inanimados», sino también hombres vivos que sirven igualmente de «soportes» a
esas influencias, y cuya existencia efectiva confiere a éstas una vitalidad mucho ma-
yor. Esto es lo que teníamos en vista al considerar un ejemplo como el del «chama-
nismo».

Una tradición desviada así, está muerta, lo mismo que aquella para la que ya no
hay ninguna continuidad; además, si está todavía viva, por poco que sea, tal «subver-
sión», que no es más que un vuelco de lo que subsiste de ella para hacerlo servir en
un sentido antitradicional, no puede tener lugar. No obstante, conviene agregar que,
antes de que las cosas lleguen a ese punto, y cuando algunas organizaciones tradicio-
nales están tan disminuidas y debilitadas como para no ser capaces ya de una resis-
tencia suficiente, agentes más o menos directos del «adversario»1 pueden introducir-
se en ellas a fin de trabajar para apresurar el momento en el que la «subversión» de-
venga posible; no es cierto que lo logren en todos los casos, pues todo lo que todavía
tiene alguna vida siempre puede reactivarse; pero, si se produce la muerte, el enemi-
go se encontrará así en el lugar, ya preparado para sacar partido de ello y para utilizar

1
Se sabe que «adversario» es el sentido literal de la palabra hebrea «Shatan», y aquí se trata en
efecto de «poderes» cuyo carácter es verdaderamente «satánico».

125
RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

de inmediato el «cadáver» para sus propios fines. Los representantes de todo lo que,
en el mundo occidental, tiene todavía un carácter tradicional auténtico, tanto en el
dominio exotérico como en el dominio iniciático, tendrían, pensamos, el mayor inte-
rés en aprovechar esta última observación mientras todavía hay tiempo, ya que, a su
alrededor, los signos que constituyen las «infiltraciones» de este género, desafortu-
nadamente, no faltan para quien sabe percibirlos.

Otra consideración que también importa es ésta: si el «adversario» (cuya natura-


leza precisaremos después) «quiere», cuando puede, apoderarse de los lugares que
fueron sede de antiguos centros espirituales, no se debe solo a las influencias psíqui-
cas acumuladas en ellos y que están «disponibles», sino también se debe a la situa-
ción particular de estos lugares, ya que no fueron elegidos arbitrariamente para el
papel asignado. La «geografía sagrada», cuyo conocimiento determina la elección
del lugar, es, como toda otra ciencia tradicional de orden contingente, susceptible de
ser desviada de su uso legítimo y aplicada «al revés»: si un punto es «privilegiado»
para servir a la emisión y la dirección de las influencias psíquicas, cuando éstas son
el vehículo de una acción espiritual, no lo será menos cuando estas mismas influen-
cias psíquicas se utilizan de modo diferente y para fines contrarios a toda espirituali-
dad. Este peligro de desvío de algunos conocimientos, del que encontramos aquí un
ejemplo, explica muchas de las reservas que son algo natural en una civilización
normal, pero que las gentes actuales son incapaces de comprender, puesto que atri-
buyen a una voluntad de «monopolizar» esos conocimientos lo que es solo una me-
dida para impedir el abuso de ellos. Esta medida solo deja de ser eficaz cuando las
organizaciones depositarias de esos conocimientos dejan entrar en su seno a indivi-
duos no cualificados, o, como acabamos de decirlo, a agentes del «adversario», cu-
yos fines más inmediatos son descubrir esos secretos. Todo eso no tiene ninguna
relación con el verdadero secreto iniciático, que, como lo hemos dicho más atrás,
reside en lo «inefable» y en lo «incomunicable», y que, por eso mismo, no está al
alcance de quien no está cualificado; pero, aunque aquí se trate de cosas contingen-
tes, se debe reconocer que no sobran las precauciones que se tomen para evitar toda
desviación, y, por lo tanto, toda acción maléfica que resulte de ella.

De todos modos, ya se trate de los lugares mismos, de las influencias que perma-
necen vinculadas a ellos, o de los conocimientos del género que acabamos de men-
cionar, recordaremos en este punto el adagio antiguo: «corruptio optimi pessima»,

126
RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

que aquí se aplica más cabalmente que en cualquier otro caso; en efecto, aquí se trata
de «corrupción» en el sentido literal de esta palabra, puesto que los «residuos» en
cuestión, como decíamos al comienzo, son comparables a los productos de la des-
composición de lo que fue un ser vivo; y, como toda corrupción es contagiosa, esos
productos de la disolución de las cosas pasadas tienen, por todas partes donde se
«proyectan», una acción disolvente y desagregante, sobre todo si son utilizados por
una voluntad consciente de sus fines. En eso hay una suerte de «necromancia» que
pone en obra restos psíquicos muy diferentes de los de las individualidades humanas,
y, ciertamente, no es la menos temible, ya que tiene, sin comparación posible, posibi-
lidades de acción mucho más extensas que las de la vulgar brujería; ¡Así pues, en el
punto en que están las cosas hoy día, es necesario que nuestros contemporáneos estén
verdaderamente ciegos para no tener la menor sospecha de ello!

127
RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

CAPÍTULO XXVIII

Las etapas de la acción antitradicional

Después de las consideraciones que hemos expuesto y de los ejemplos que hemos
dado hasta aquí, se puede comprender mejor en qué consisten, de una manera gene-
ral, las etapas de la acción antitradicional que ha «hecho» el mundo actual como tal;
pero, hay que entender bien que, dado que toda acción efectiva supone necesaria-
mente agentes, ésta acción no puede ser una suerte de producción espontánea y «for-
tuita», que, al ejercerse en el dominio humano, debe implicar forzosamente la inter-
vención de agentes humanos. El hecho de que esta acción concuerda con los caracte-
res propios del periodo cíclico donde se está produciendo, explica que sea posible y
que triunfe, pero no basta para explicar el modo en que se lleva a cabo y no indica los
medios que se ponen en obra para llegar a ello. Para convencerse de ello, basta refle-
xionar en esto: las influencias espirituales mismas, en toda organización tradicional,
actúan siempre por mediación de seres humanos, que son los representantes autori-
zados de la tradición, aunque, en su esencia, ésta es «suprahumana»; con mayor ra-
zón debe ser así en el caso donde solo entran en juego influencias psíquicas del orden
más inferior; es decir, todo lo contrario de un poder transcendente en relación a nues-
tro mundo, sin contar con que el carácter de «falsificación» que se manifiesta ya por
todas partes, y sobre el que tendremos que volver después, exige que ello sea así.

Por otra parte, como la iniciación, bajo cualquier forma que se presente, es lo que
encarna el «espíritu» de una tradición, y también lo que permite la realización efecti-
va de los estados «suprahumanos», es evidente que es a ella a lo que debe oponerse
directamente lo que tratamos aquí, que tiende, al contrario, a llevar a los hombres a
lo «infrahumano»; así pues, el término de «contrainiciación» es el que conviene para
designar eso a lo que se vinculan, en su conjunto y a grados diversos (ya que, como
en la iniciación, en eso hay también grados), los agentes humanos por los que se lle-
va a cabo la acción antitradicional; y eso no es una denominación convencional para
hablar de lo que no tiene nombre, sino más bien una expresión que corresponde a
realidades tangibles.

128
RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

Es notable que, en el conjunto de lo que constituye la civilización actual, se mire


por donde se mire, siempre se constata que todo es cada vez más artificial, desnatura-
lizado y falsificado; muchos de los que hacen hoy día la crítica de esta civilización se
asombran de ello, aunque no tienen la menor sospecha de lo que se oculta detrás de
todo eso. No obstante, solo basta un poco de lógica para darse cuenta de que, si todo
ha devenido artificial, la mentalidad misma a la que corresponde este estado de cosas
debe ser, ella también, «fabricada»; y, cuando se hace esta reflexión, ya no se puede
dejar de ver como se multiplican por todas partes los indicios en este sentido; pero,
desgraciadamente, es muy difícil escapar a las «sugestiones» a las que el mundo ac-
tual debe su existencia y su duración, pues los mismos que se declaran «antimoder-
nos», no ven nada de todo eso, y por eso sus esfuerzos carecen de alcance real.

La acción antitradicional apunta a la vez a cambiar la mentalidad general y a des-


truir todas las instituciones tradicionales en Occidente, puesto que es en Occidente
donde se ejerce primero, con la expectativa de extenderse después al mundo entero
por medio de los occidentales preparados para devenir sus instrumentos. Además, al
cambiar la mentalidad, las instituciones, que ya no concuerdan con ella, son fácil-
mente destruidas; así pues, lo fundamental es el trabajo de desviación de la mentali-
dad, y todo el resto viene por sí solo. Este trabajo no puede ser llevado a cabo de
golpe, aunque lo más sorprendente es la rapidez con la que los occidentales han sido
llevados a olvidar todo lo que, en ellos, estaba ligado a la existencia de una civiliza-
ción tradicional.

Así pues, primero fue necesario reducir al individuo a sí mismo, y esa fue la obra
del racionalismo, que niega al ser la posesión y uso de toda facultad de orden tras-
cendente; hay que decir que el racionalismo comenzó a actuar antes de recibir ese
nombre en su forma filosófica, así como hemos visto con el Protestantismo; y, el
«humanismo» del Renacimiento fue solo el precursor del racionalismo, puesto que
quien dice «humanismo», dice pretensión de reducir todo a elementos solo humanos,
y, por lo tanto, la exclusión de todo lo que es de orden supraindividual. Después fue
necesario volver la atención del individuo hacia las cosas exteriores y sensibles, a fin
de encerrarle, no solo en el dominio humano, sino, por una limitación aún más estre-
cha, únicamente en el mundo corporal; ése es el punto de partida de toda la ciencia
actual, que, dirigida enteramente en este sentido, debe hacer esta limitación cada vez

129
RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

más efectiva. La constitución de las teorías científicas, o filosófico científicas, debió


proceder también gradualmente: el mecanicismo preparó la vía al materialismo, que
debía marcar la reducción del horizonte mental al dominio corporal solo, considerado
en adelante como la única «realidad», despojada de todo lo que no podía ser conside-
rado como «material»; aquí, la elaboración de la noción de «materia» por los físicos
desempeñó un papel importante. Desde entonces se había entrado en el «reino de la
cantidad»: la ciencia profana, siempre mecanicista después de Descartes, y materia-
lista a partir de la segunda mitad del siglo XVIII, devino, con sus sucesivas teorías,
cada vez más cuantitativa, al mismo tiempo que el materialismo se instaló en la men-
talidad general y determinó en ella esta actitud «instintiva» que hemos llamado el
«materialismo práctico»; a su vez, esta actitud misma se reforzó también por las apli-
caciones industriales de la ciencia cuantitativa, que tenían como efecto vincular cada
vez más completamente a los hombres solo a las realizaciones «materiales». El hom-
bre «mecanizó» todas las cosas, y finalmente se «mecanizó» él mismo, cayendo así
en el estado de las falsas «unidades» numéricas perdidas en la uniformidad y en la
indistinción de la «masa», es decir, en la multiplicidad; eso es, ciertamente, el triunfo
más completo que se pueda imaginar de la cantidad sobre la cualidad.

No obstante, al mismo tiempo que se llevaba a cabo este trabajo de «materializa-


ción» y de «cuantificación», que todavía no está acabado, puesto que la reducción a
la cantidad pura es irrealizable en la manifestación, otro trabajo, contrario solo en
apariencia, ya había comenzado desde la aparición misma del materialismo propia-
mente dicho. Esta segunda parte de la acción antitradicional debía tender, no a la
«solidificación», sino a la disolución; pero, lejos de contrariar a la primera tendencia,
la que se caracteriza por la reducción a lo cuantitativo, debe ayudarla cuando el má-
ximo de «solidificación» posible se ha alcanzado, y cuando esta tendencia, al haber
rebasado su primera meta de reducir lo continuo a lo discontinuo, sea ella misma una
tendencia hacia la disolución. Así, es en este momento cuando este segundo trabajo,
que primeramente solo se había efectuado como preparación y de una manera más o
menos oculta, sale a la luz y cobra un alcance cada vez más general, al mismo tiempo
que la ciencia cuantitativa deviene cada vez menos materialista, y acaba incluso por
dejar de apoyarse en la noción de «materia», siendo cada vez más volátil y «elusiva»
a consecuencia de sus elaboraciones teóricas. Éste es el estado donde nos encontra-
mos ahora: el materialismo ya solo se sobrevive a sí mismo, y puede sobrevivirse aún

130
RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

por un tiempo, sobre todo como «materialismo práctico»; pero en adelante, ha dejado
de desempeñar el papel principal de la acción antitradicional.

Después de cerrar completamente el mundo corporal, lo que impide el restable-


cimiento de ninguna comunicación con los dominios superiores, hay que abrirle por
abajo, para que penetren en él las fuerzas disolventes y destructivas del dominio sutil
inferior; así pues, el «desencadenamiento» de estas fuerzas y su puesta en obra para
acabar la desviación de nuestro mundo, llevándole hacia la disolución final, es lo que
constituye esta segunda fase de la que acabamos de hablar. En efecto, se puede decir
que hay dos fases distintas, aunque hayan sido en parte simultáneas, ya que, en el
«plan» conjunto de la desviación moderna, se siguen y solo tienen pleno efecto suce-
sivamente; así pues, una vez que el materialismo está constituido, la primera parte
está completa y ya solo se desenvuelve por lo que implica el materialismo mismo; y
es entonces cuando comienza la preparación de la segunda, de la que, actualmente se
ven ya suficientes efectos como para poder prever lo que seguirá, y para que se pue-
da decir que este segundo aspecto de la acción antitradicional es el que está ya en
primer plano en los designios de lo que hemos llamado el «adversario», y que, con
mayor precisión, podemos llamar la «contrainiciación».

131
RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

CAPÍTULO XXIX

Desviación y subversión

Hemos considerado la acción antitradicional, por la que ha sido «fabricado» el


mundo actual, como constituyendo en su conjunto una obra de desviación en relación
al estado normal que es el de todas las civilizaciones tradicionales, cualesquiera que
sean sus formas particulares; eso es fácil de comprender y no hay necesidad de más
comentarios. Por otra parte, hay que hacer una distinción entre desviación y subver-
sión: la desviación es susceptible de grados indefinidamente múltiples, de suerte que
puede operarse poco a poco y casi insensiblemente; tenemos un ejemplo de ello en el
paso gradual de la mentalidad actual desde el «humanismo» y el racionalismo al me-
canicismo, y después al materialismo; y, también, en el proceso según el cual la cien-
cia profana ha elaborado sucesivamente teorías de un carácter cada vez más cuantita-
tivo, lo que permite decir que toda esta desviación, desde su comienzo mismo, ha
tendido siempre a establecer progresivamente el «reino de la cantidad». Pero, cuando
la desviación llega a su término extremo, desemboca en una verdadera «inversión»,
es decir, en un estado que es opuesto al orden normal, y es entonces cuando se puede
hablar propiamente de «subversión», según el sentido etimológico de esta palabra;
esta «subversión» no debe ser confundida con el «vuelco» que hemos mencionado a
propósito del instante final del ciclo, que sería su contrario, puesto que este «vuelco»
del fin del ciclo, al venir después de la «subversión» y en el momento mismo en que
ésta parece completa, es una «rectificación» que restablece el orden normal, y que
restaura el «estado primordial» que representa su perfección en el dominio humano.

Se puede decir que la subversión, entendida así, es solo el último grado y la con-
clusión de la desviación, o también que la desviación entera solo conduce a la sub-
versión. En el estado actual de las cosas hay ya signos muy visibles de ella en todo lo
que presenta un carácter de «falsificación» o de «parodia». Hay que señalar que este
carácter constituye la «marca» en cuanto al origen real de lo que está afectado por él,
y, por lo tanto, de la desviación actual, cuya naturaleza «satánica» pone bien en evi-
dencia; esta última palabra, «satánico», se aplica a todo lo que es negación e inver-

132
RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

sión del orden, y es eso, en efecto, lo que estamos constatando en nuestro entorno;
¿no es el mundo actual la negación de toda verdad tradicional? Pero, al mismo tiem-
po, este espíritu de negación es también, necesariamente, el espíritu de la mentira;
reviste así todos los disfraces, hasta los más insospechados, para no ser reconocido
por lo que es y hacerse pasar por todo lo contrario, y ahí aparece la falsificación; ésta
es la ocasión de recordar que se dice que «Satán es el imitador de Dios», y también
que «se transfigura en ángel de luz», lo cual equivale a decir que imita eso mismo a
lo que quiere oponerse, alterándolo y falseándolo para hacerlo servir a sus fines: así,
consigue que el desorden tome las apariencias de un falso orden, que disimula la ne-
gación de todo principio bajo la afirmación de falsos principios. Todo eso es un si-
mulacro e incluso una caricatura, pero tan hábilmente presentado que la inmensa
mayoría de los hombres son engañados por ello; ¿y cómo sorprenderse de ello cuan-
do se ve cuántas supercherías se imponen fácilmente a la muchedumbre?

No obstante, quien dice falsificación, dice parodia, ya que son casi sinónimos,
hay invariablemente, en todas las cosas de este género, un elemento grotesco más o
menos visible, pero que no debería escapar a algunos observadores a poco perspica-
ces que sean, si las «sugestiones» que padecen inconscientemente no abolieran su
perspicacia natural. Ese es el lado por el que, la mentira, por hábil que sea, no puede
evitar mostrarse; y eso es también una «marca» de origen, inseparable de la falsifica-
ción, que debe permitir reconocerla. Si queremos citar aquí ejemplos tomados entre
las manifestaciones diversas del espíritu actual, no hay más problema que el de la
elección, desde los pseudorritos «cívicos» y «laicos» que se han extendido ya por
todas partes, y que apuntan a proporcionar a la «masa» un substituto humano de los
verdaderos ritos religiosos, hasta las extravagancias de un supuesto «naturismo» que,
a pesar de su nombre, no es menos artificial, por no decir «antinatural», que las lla-
madas «inútiles complicaciones de la existencia» contra las cuales tiene la pretensión
de reaccionar con una irrisoria comedia, cuyo verdadero propósito es hacer creer que
el «estado natural» se confunde con la animalidad; ¡y ya no queda sin desnaturalizar
ni el simple reposo del ser humano con la sugestión, contradictoria en sí misma, pero
conforme con el «igualitarismo» democrático, de una «organización del ocio»! 1
Mencionamos aquí hechos conocidos por todo el mundo, que pertenecen a lo que
llama el «dominio» público, y que todos podemos constatar; ¿no es increíble que los

1
Como hemos señalado más atrás, esta «organización del ocio» persigue obligar a los hombres a
vivir «en común» el mayor tiempo posible.

133
RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

que sienten, no diremos su peligro, sino su ridículo, sean tan raros que solo represen-
tan verdaderas excepciones? Sobre esto, solo se puede decir «pseudorreligión»,
«pseudonaturaleza», «pseudorreposo», y así con muchas otras cosas; si hablamos en
verdad, hay que poner esta palabra, «pseudo», delante del nombre de todos los pro-
ductos del mundo actual, incluyendo su ciencia, que no es más que una «pseudocien-
cia» o un simulacro de conocimiento, para indicar lo que es todo esto: falsificaciones
y nada más, y falsificaciones cuyo propósito es muy evidente para aquellos que toda-
vía son capaces de reflexionar.

Dicho esto, volvamos de nuevo a consideraciones de un orden más general: ¿qué


es lo que hace posible esta «falsificación», tanto más posible y perfecta, cuanto más
se avanza en la marcha descendente del ciclo? La razón está en la relación de analo-
gía inversa que existe entre el punto más alto y el punto más bajo; eso es lo que per-
mite realizar, en una medida correspondiente a su proximidad al dominio de la canti-
dad pura, estas «falsificaciones» de la unidad principial que se manifiestan en la
«uniformidad» y la «simplicidad» hacia las que tiende el espíritu actual, las cuales
son la expresión más completa de su empeño en reducir todas las cosas al punto de
vista cuantitativo. Esto es lo que muestra mejor que la desviación solo tiene que
desarrollarse hasta su término para conducir finalmente a la subversión, ya que,
cuando lo más inferior (puesto que se trata de lo que es incluso inferior a toda exis-
tencia posible) busca imitar y falsificar a los principios superiores y transcendentes,
ya solo se puede hablar de «subversión». No obstante, conviene recordar que, por la
naturaleza misma de las cosas, la tendencia hacia la cantidad pura no puede efectuar-
se plenamente; así pues, para que la subversión sea completada, es necesario que
intervenga algo más, y aquí podemos repetir, colocándonos en un punto de vista dife-
rente, lo que hemos dicho sobre la disolución; en los dos casos es evidente que se
trata del final de la manifestación cíclica; y por eso la «rectificación» del último ins-
tante, debe aparecer como una inversión de todas las cosas en relación al estado de
subversión en el que se encontraban inmediatamente antes de ese instante mismo.

Aquí, se puede decir también esto: la primera de las dos fases en la acción anti-
tradicional representa una obra de «desviación», cuya conclusión propia es el mate-
rialismo completo; en cuanto a la segunda fase, se caracteriza como una obra de
«subversión», que debe desembocar en una «espiritualidad al revés». Las fuerzas
sutiles inferiores que operan en esta segunda fase son fuerzas «subversivas»; y ya

134
RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

hemos aplicado más atrás la palabra «subversión» a la utilización «al revés» de lo


que queda de las antiguas tradiciones que el «espíritu» ha abandonado; en efecto,
esos vestigios corrompidos, en tales condiciones, caen por sí solos en las regiones
inferiores del dominio sutil. Ahora vamos a dar otro ejemplo de esta obra de subver-
sión, es la inversión intencional del sentido legítimo y normal de los símbolos tradi-
cionales; al mismo tiempo, será una ocasión para explicarnos más completamente
sobre la cuestión del doble sentido de los símbolos.

135
RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

CAPÍTULO XXX

La inversión de los símbolos

Un mismo símbolo puede ser tomado en dos sentidos aparentemente opuestos;


aquí se trata de la multiplicidad de sentidos que presenta todo símbolo según el punto
de vista en que se le considere, y que hace que el simbolismo no pueda ser «sistema-
tizado» nunca, sino de dos aspectos que están ligados entre sí por una relación de
correlación, que toma la forma de una oposición, de suerte que uno de los dos es el
inverso o el «negativo» del otro. Para comprenderlo, hay que partir de la dualidad
implícita en toda manifestación, y, por lo tanto, como condicionándola en todos sus
modos, donde debe encontrarse siempre en una forma o en otra1; es cierto que esta
dualidad es un complementarismo, y no una oposición; pero dos términos que son
complementarios también pueden aparecer como opuestos2. Toda oposición solo
existe como tal en un cierto nivel, ya que no hay ninguna que sea irreductible; a un
nivel más elevado, se resuelve en un complementarismo, en el que sus dos términos
se encuentran conciliados y armonizados, antes de entrar finalmente en la unidad del
principio común del que proceden. Así pues, se puede decir que el punto de vista del
complementarismo es intermediario entre la oposición y la unificación; y cada uno
de estos puntos de vista tiene su razón de ser y su valor propio en el orden al que se
aplica, aunque, evidentemente, no se sitúan en el mismo grado de realidad; así pues,
lo que importa es poner cada aspecto en su lugar jerárquico, y no llevarle a un domi-
nio donde ya no tiene ninguna significación.

En estas condiciones, se puede comprender que el hecho de considerar en un


símbolo dos aspectos contrarios no tiene, en sí mismo, nada ilegítimo, y que la con-
sideración de uno de estos aspectos no excluye la del otro, puesto que cada uno de

1
Como hay errores de lenguaje que se producen con frecuencia y que tienen serios inconvenien-
tes, hay que precisar que «dualidad» y «dualismo» son dos cosas diferentes: el dualismo (del que la
concepción cartesiana de «espíritu» y «materia» es uno de los ejemplos más conocidos) consiste en
considerar una dualidad como irreductible, lo que implica la negación del principio común del que los
dos términos de esta dualidad proceden por «polarización».
2
Ver El Simbolismo de la Cruz, cap. VII.

136
RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

ellos es igualmente verdadero, y puesto que, debido a su correlación misma, su exis-


tencia es solidaria. Así pues, es un error pensar que la consideración respectiva de
estos aspectos debe ser atribuida a doctrinas o escuelas que se encuentran en oposi-
ción1; aquí, todo depende del predominio que se atribuya a uno en relación a otro, o
de la intención según la cual se emplee el símbolo, por ejemplo, como elemento que
interviene en algunos ritos, o también como medio de reconocimiento para los
miembros de algunas organizaciones; pero ese es un punto sobre el que volveremos
después. Lo que muestra bien que los dos aspectos no se excluyen y que son suscep-
tibles de ser considerados simultáneamente, es que pueden encontrarse reunidos en
una misma figuración simbólica; a este respecto, conviene señalar que una dualidad,
que puede ser opuesta o complementaria, puede, en cuanto a la situación de sus tér-
minos uno en relación a otro, disponerse en un sentido vertical o en un sentido hori-
zontal; esto resulta inmediatamente del esquema crucial del cuaternario, que se puede
descomponer en dos dualidades, una vertical y la otra horizontal. La dualidad vertical
se refiere a las dos extremidades de un eje, o a las dos direcciones contrarias según
las cuales este eje puede ser recorrido; la dualidad horizontal es la de dos elementos
que se sitúan simétricamente de una parte y otra de ese mismo eje. Se puede dar co-
mo ejemplo del primer caso los dos triángulos del sello de Salomón, y como ejemplo
del segundo las dos serpientes del caduceo; y se observará que es solo en la dualidad
vertical donde los dos términos se distinguen claramente uno de otro por su posición
inversa, mientras que, en la dualidad horizontal, pueden parecer semejantes o equiva-
lentes cuando se los considera separadamente, aunque, no obstante, su significación
no es menos contraria en este caso que en el otro. Se puede decir también que, en el
orden espacial, la dualidad vertical es la de arriba y abajo, y la dualidad horizontal la
de la derecha e izquierda; está observación parecerá evidente, pero por eso no tiene
menos importancia, porque, simbólicamente (y esto nos lleva al valor cualitativo de
las direcciones del espacio), estas dos parejas de términos son susceptibles de aplica-
ciones múltiples, cuyos rastros no son difíciles de descubrir hasta en el lenguaje co-
rriente, lo que indica que se trata de cosas de un alcance general.

Una vez aclarado esto, se pueden deducir algunas consecuencias tocantes a lo que
se llama el uso práctico de los símbolos; pero, aquí hay que hacer primero una consi-
deración de carácter más particular, la del caso en el que los dos aspectos contrarios

1
Tuvimos que señalar un error de este género sobre el tema de la figuración del swastika con los
brazos dirigidos de manera que indican dos sentidos de rotación opuestos (El Simbolismo de la Cruz,

137
RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

son tomados respectivamente como «benéfico» y «maléfico». Hay que decir que
empleamos estas dos expresiones a falta de algo mejor; en efecto, tienen el inconve-
niente de hacer suponer alguna interpretación «moral», cuando no es así, ya que aquí
deben ser entendidas en un sentido «técnico». Además, debe comprenderse también
que la cualidad «benéfica» o «maléfica» no se vincula de una manera absoluta a uno
de los dos aspectos, puesto que solo conviene a una aplicación especial, a la que es
imposible reducir indistintamente toda oposición cualquiera que sea, y puesto que
desaparece cuando se pasa del punto de vista de la oposición al del complementaris-
mo. Teniendo en cuenta estas reservas, éste es un punto de vista que tiene su lugar
entre los demás; pero es también de este punto de vista, de donde puede resultar, en
la interpretación y el uso del simbolismo, la subversión de la que vamos a hablar
aquí, subversión que constituye una de las «marcas» características de lo que, cons-
cientemente o no, depende del dominio de la «contrainiciación» o se encuentra some-
tido a su influencia.

Esta subversión consiste, ya sea en atribuir al aspecto «maléfico», reconociéndole


como tal, el lugar que corresponde al aspecto «benéfico», dándole incluso la supre-
macía sobre éste, ya sea en interpretar los símbolos al revés de sus sentidos legíti-
mos, considerando como «benéfico» el aspecto «maléfico» e inversamente. Hay que
señalar que, una tal subversión puede no aparecer visiblemente en la representación
de los símbolos, puesto que hay símbolos para los que los dos aspectos opuestos no
están marcados por ninguna diferencia exterior, reconocible a primera vista: así, en
las figuraciones que se refieren a lo que llama el «culto de la serpiente», sería impo-
sible decir si se trata del Agathodaimôn o del Kakodaimôn; de ahí vienen muchas
equivocaciones, sobre todo por parte de aquellos que, ignorando esta doble significa-
ción, solo ven en ella un símbolo «maléfico», lo que es el caso de la mayoría de los
occidentales1; y lo que decimos aquí de la serpiente se aplica igualmente a muchos
otros animales simbólicos, de los que ya solo se considera uno de los dos aspectos
opuestos que tienen. Para los símbolos que son susceptibles de tomar dos posiciones
inversas, y sobre todo los que tienen formas geométricas, puede parecer que la dife-
rencia se tiene que ver más claramente; y sin embargo, no es siempre así, puesto que
las dos posiciones del mismo símbolo pueden tener una significación legítima, y
puesto que su relación no es siempre la de lo «benéfico» y lo «maléfico», que es solo

cap. X).
1
Por esta razón, la ignorancia occidental, interpreta el dragón extremo oriental, que es un símbolo

138
RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

una aplicación particular entre todas las demás. Lo que importa saber aquí, es si hay
una voluntad de «inversión» en contradicción con el valor legítimo y normal del
símbolo; por eso, el empleo del triángulo invertido no es siempre un signo de «magia
negra» como lo creen algunos, aunque sí lo sea en algunos casos, por ejemplo cuan-
do se le vincula una intención de tomar a contrapié lo que representa el triángulo
cuyo vértice está vuelto hacia arriba; una tal «inversión» intencional se ejerce tam-
bién en palabras o fórmulas, para formar «mantras» al revés, como se puede consta-
tar en algunas prácticas de brujería.

Así pues, la cuestión de la inversión de los símbolos es compleja y bastante sutil,


ya que lo que hay que examinar para saber de qué se trata en cada caso, es menos la
figura que la interpretación que se le da, la cual explica la intención que se tiene en
su uso. Es más, la subversión más hábil y peligrosa es la que deforma el sentido de
los símbolos o invierte su valor sin cambiar nada en su apariencia exterior. Pero la
astucia más diabólica de todas es la que consiste en atribuir al simbolismo ortodoxo,
una interpretación al revés, y la «contrainiciación» no se priva de usar este medio
para provocar las confusiones y los equívocos de los que tenga algún provecho que
sacar. Ese es todo el secreto de algunas campañas dirigidas, ya sea contra el esote-
rismo en general, ya sea contra tal o cual forma iniciática en particular, con la ayuda
inconsciente de gentes cuya mayor parte se sorprenderían mucho, e incluso se espan-
tarían, si pudieran darse cuenta de para qué se les utiliza: ¡desgraciadamente, aque-
llos que creen combatir al diablo, se encuentran así, sin sospecharlo, transformados
en sus mejores servidores!

del Verbo, como un símbolo «diabólico».

139
RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

CAPÍTULO XXXI

Tradición y tradicionalismo

La falsificación de todas las cosas, que es uno de los rasgos característicos de


nuestra época, no es todavía la subversión, pero contribuye a prepararla; lo que mejor
la muestra, es lo que se puede llamar la falsificación del lenguaje, es decir, el empleo
abusivo de algunas palabras desviadas de su verdadero sentido, empleo que es im-
puesto por una sugestión constante por parte de todos aquellos que tienen influencia
en la mentalidad pública. Aquí ya no se trata solo de la degeneración que hemos
mencionado más atrás, por la que muchas palabras han perdido el sentido cualitativo
que tenían, para guardar solo un sentido cuantitativo; se trata de un «vuelco» por el
que algunas palabras se aplican a cosas opuestas a lo que significan. En eso hay un
síntoma evidente de la confusión intelectual que reina por todas partes en el mundo
actual; pero no hay que olvidar que esta confusión es provocada por lo que se oculta
detrás de toda la desviación actual; esta reflexión se impone cuando se ve surgir, por
todas partes, la utilización ilegítima de la idea misma de «tradición» por gentes que
asimilan lo que ésta implica a sus propias concepciones. Aquí no se trata de dudar de
la buena fe de nadie, ya que, en muchos casos, no hay nada más que incomprensión;
la ignorancia de la inmensa mayoría de nuestros contemporáneos respecto a todo lo
que tiene un carácter tradicional es tan completa que ni siquiera podemos sorpren-
dernos de ello; pero, al mismo tiempo, hay que observar que esos errores de interpre-
tación y esas equivocaciones involuntarias sirven tan ciegamente a ciertos «planes»
que hay que preguntarse si su difusión creciente no se debe a alguna de esas «suges-
tiones» que dominan la mentalidad actual, ya que siempre tienden a la destrucción de
todo lo que es tradición en el verdadero sentido de esta palabra.

La mentalidad actual es, lo repetimos una vez más, el producto de una vasta su-
gestión colectiva, que, al ejercerse continuamente en el curso de varios siglos, ha
determinado la formación y el desarrollo progresivo del espíritu antitradicional, en el
que se resume todo el conjunto de los rasgos distintivos de esta mentalidad. Pero, por
poderosa y hábil que sea esta sugestión, llega un momento en que el estado de desor-

140
RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

den y desequilibrio que resulta de ella, deviene tan manifiesto que algunos ya no
puedan dejar de percibirlo, y entonces existe el riesgo de que se produzca una «reac-
ción» que comprometa este resultado mismo; parece que hoy día las cosas están en
ese punto, y es destacable que este momento coincide con el momento en que termi-
na la fase negativa de la desviación, representada por la dominación completa de la
mentalidad materialista. Es aquí donde interviene, para desviar esta «reacción» de la
meta hacia la que tiende, la falsificación de la idea tradicional, hecha posible por la
ignorancia que hemos mencionado, y que no es más que uno de los efectos de la fase
negativa: la idea misma de la «tradición» ha sido destruida hasta tal punto que aque-
llos que aspiran a recuperarla no saben ya de qué lado inclinarse, y están enorme-
mente dispuestos a aceptar todas las falsas ideas que se les presentan en su lugar o
bajo su nombre. Esos se han dado cuenta, al menos hasta un cierto punto, de que han
sido engañados por las sugestiones abiertamente antitradicionales, y de que las
creencias que se les han impuesto solo representaban error y engaño; ciertamente, es
algo en el sentido de la «reacción» mencionada, pero, a pesar de todo, si las cosas se
quedan ahí, no habrá ningún resultado efectivo. Uno lo observa al leer los escritos,
cada vez menos raros, donde se encuentran las críticas más justas de la «civilización»
actual, pero donde, como ya lo hemos dicho antes, los medios considerados para re-
mediar estos males, tienen un carácter extrañamente insignificante, e incluso proyec-
tos «escolares» o «académicos», pero nada más, y, sobre todo, nada que dé testimo-
nio del menor conocimiento de orden profundo. Es en esta etapa donde el esfuerzo,
por loable y meritorio que sea, puede desviarse fácilmente hacia actividades que, a su
manera y a pesar de algunas apariencias, solo contribuyen a acrecentar aún más el
desorden y la confusión de esta «civilización».

Aquellos que acabamos de mencionar son los que podemos calificar como «tradi-
cionalistas», es decir, aquellos que tienen solo una suerte de tendencia o aspiración
hacia la tradición, sin ningún conocimiento real de ésta; con esto se puede medir la
distancia que separa el espíritu «tradicionalista» del verdadero espíritu tradicional,
que, al contrario, implica esencialmente ese conocimiento, y forma uno con él. Así
pues, el «tradicionalista» es solo un «buscador», y por eso está siempre en peligro de
extraviarse, puesto que carece de los principios que le darían una dirección infalible;
y ese peligro es tanto mayor cuanto que encontrará en su camino, como otras tantas
emboscadas, todas esas falsas ideas suscitadas por el poder de la ilusión, que tiene un
interés capital en impedirle llegar al verdadero término de su búsqueda. Es evidente

141
RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

que ese poder no puede mantenerse y continuar ejerciendo su acción sino a condición
de que toda restauración de la idea tradicional sea imposible, y eso más que nunca en
el momento donde se apresta a ir más lejos en el sentido de la subversión, lo que
constituye, como lo hemos explicado, la segunda fase de esta acción. Así pues, es
tanto más importante para él desviar las investigaciones que tienden hacia el conoci-
miento tradicional cuanto que, por otra parte, estas investigaciones, al incidir en los
orígenes y las causas reales de la desviación moderna, son susceptibles de desvelar
algo de su naturaleza y de sus medios de influencia; para él, hay en eso dos necesida-
des complementarias una de otra, que se pueden considerar como los dos aspectos
positivo y negativo de la misma exigencia de dominación.

A un grado u otro, todos los empleos abusivos de la palabra «tradición» sirven a


este fin, comenzando por el más vulgar de todos, el que la hace sinónimo de «cos-
tumbre», provocando así una confusión de la tradición con las cosas más bajamente
humanas y desprovistas de todo sentido profundo. Pero hay otras deformaciones más
sutiles, y por eso mismo más peligrosas; todas ellas tienen como carácter común ha-
cer descender la idea de tradición a un nivel «humano», cuando, al contrario, no pue-
de haber nada verdaderamente tradicional que no implique un elemento de orden
«suprahumano». Ese es el punto esencial, el que constituye la definición misma de
«tradición» y de todo lo que se vincula a ella; y eso es también lo que hay que impe-
dir reconocer a toda costa para mantener la mentalidad actual en sus ilusiones, y para
darle otras nuevas, que, lejos de concordar con una restauración de lo suprahumano,
deben dirigir, al contrario, más eficazmente esta mentalidad a las peores modalidades
de lo infrahumano. Para convencerse de la importancia que se da a la negación de lo
suprahumano por los agentes conscientes e inconscientes de la desviación actual,
solo hay que ver de qué manera todos los que pretenden hacerse «historiadores» de
las religiones y de otras formas de la tradición (que confunden siempre bajo el mis-
mo nombre de «religiones») se obstinan en explicarlas por factores solo humanos;
importa poco que, según las escuelas, esos factores sean psicológicos, sociales u
otros, e incluso, esa multiplicidad de explicaciones permite seducir más fácilmente a
un mayor número; lo que es constante, es la voluntad expresa de reducirlo todo solo
a lo humano y no dejar subsistir nada que lo rebase; y aquellos que creen en el valor
de esta «crítica» destructiva, están desde entonces completamente dispuestos a con-
fundir la tradición con lo que sea, puesto que ya no hay, en la idea que se les ha in-

142
RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

culcado de ella, nada que pueda distinguirla de lo que está desprovisto de todo carác-
ter tradicional.

Como todo lo que es de orden solo humano, no puede ser calificado legítimamen-
te de tradicional, no puede haber, por ejemplo, «tradición filosófica», ni «tradición
científica» en el sentido actual de esta palabra; y no puede haber tampoco «tradición
política», allí donde falta toda organización social tradicional, lo que es el caso del
mundo occidental actual. No obstante, éstas son algunas de las expresiones que se
emplean hoy corrientemente, y que constituyen otras tantas desnaturalizaciones de la
idea de tradición; así pues, si los espíritus «tradicionalistas» que hemos mencionado
antes, se dejan desviar hacia uno u otro de estos dominios, y al limitar a ellos todos
sus esfuerzos, sus aspiraciones quedan así «neutralizadas», si es que son utilizadas,
sin su conocimiento, en un sentido opuesto a sus intenciones. Ocurre, en efecto, que
se aplica el nombre de «tradición» a cosas que, por su naturaleza misma, son antitra-
dicionales: se habla así de «tradición humanista», o de «tradición nacional», cuando
el «humanismo» es la negación misma de lo suprahumano, y cuando la constitución
de las «nacionalidades» fue el medio empleado para destruir la organización social
tradicional de la Edad Media. ¡No hay que sorprenderse, en estas condiciones, si ac-
tualmente se habla también de «tradición protestante», o de «tradición laica» o de
«tradición revolucionaria», o que los materialistas se proclamen también defensores
de una «tradición». En el grado de confusión mental que está la gran mayoría de
nuestros contemporáneos, las asociaciones de palabras contradictorias proliferan.

Esto nos lleva a otra precisión importante: cuando algunos, al darse cuenta del
desorden actual, quieren «reaccionar» de una manera u otra, ¿no es el mejor medio
de neutralizar esta necesidad, orientarles hacia alguna de las etapas menos «avanza-
das» de la misma desviación, donde este desorden no era tan manifiesto y se presen-
taba bajo apariencias más aceptables para quien no ha sido ya cegado por ciertas su-
gestiones? Todo «tradicionalista» de intención se proclama «antimoderno», pero
puede estar afectado sin sospecharlo, por las ideas actuales en una forma atenuada, y,
por eso, más difícilmente discernible. Aquí, agregaremos también esto: el trabajo que
tiene como meta impedir toda «reacción», que apunte más allá de un retorno a un
desorden menor, se junta con el que se lleva a cabo, a su vez, para hacer penetrar el
espíritu moderno en el interior de lo que todavía puede quedar en Occidente de las
organizaciones tradicionales de todo tipo; en ambos casos se obtiene el mismo efecto

143
RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

de «neutralización» de las fuerzas cuya oposición podría suponer una amenaza. Aquí
no es suficiente hablar de «neutralización», pues, de la lucha entre elementos que se
encuentran reducidos al mismo nivel y el mismo terreno, y cuya hostilidad, por eso
mismo, es solo la que puede haber entre producciones aparentemente contrarias de la
misma desviación actual, solo puede resultar un nuevo aumento del desorden y la
confusión, y eso es solo un paso más hacia la disolución final.

Desde el punto de vista tradicional, entre todas las cosas incoherentes que se agi-
tan y entrechocan hoy día, o entre todos los «movimientos» exteriores de cualquier
tipo que sean, nunca hay que «tomar partido», pues eso es ser engañado; y, puesto
que detrás de todo eso se ejercen las mismas influencias, mezclarse en las luchas
provocadas y dirigidas invisiblemente por ellas, es hacerles el juego; así pues, «tomar
partido» en estas condiciones constituye, por inconscientemente que sea, una actitud
antitradicional. Hay que observar que, en todo eso, siempre faltan los principios,
aunque no se haya hablado nunca tanto de «principios» como hoy. Este otro abuso de
una palabra es también significativo en cuanto a las tendencias reales de esta falsifi-
cación del lenguaje de la que, la desviación de la palabra «tradición», nos ha propor-
cionado un ejemplo típico, ejemplo sobre el que hemos insistido porque es el que
está más ligado al tema de nuestro estudio, en tanto que la tradición debe dar una
visión de conjunto de las últimas fases del «descenso» cíclico. Aquí, no podemos
detenernos en el punto que representa el apogeo del «reino de la cantidad», puesto
que, lo que le sigue, se vincula estrechamente a lo que le precede, de modo que solo
puede ser separado de ello de una manera artificial; lo que consideramos aquí es la
realidad tal cual es, sin recortarle nada esencial, para la comprensión de las condicio-
nes de la época actual.

144
RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

CAPÍTULO XXXII

El neoespiritualismo

Acabamos de hablar de aquellos que, queriendo reaccionar contra el desorden ac-


tual, pero careciendo de los conocimientos para poder hacerlo eficazmente, son «neu-
tralizados» y dirigidos a vías sin salida; pero, al lado de esos, están también aquellos
a los que es fácil empujarlos, al contrario, más lejos aún por el camino de la subver-
sión. El pretexto que se les da, en el estado presente de las cosas, es el de «combatir
el materialismo», y, ciertamente, la mayoría creen sinceramente en él; pero, mientras
que los primeros, queriendo actuar también en este sentido, llegan solo a las banali-
dades de una vaga filosofía «espiritualista» sin alcance real, pero inofensiva, los se-
gundos son orientados hacia el dominio de las peores ilusiones psíquicas, lo que es
mucho más peligroso. En efecto, mientras que los primeros están más o menos afec-
tados sin saberlo por el espíritu actual, pero no lo bastante como para estar ciegos, los
segundos están enteramente penetrados por él, y, por lo general, se jactan de ello; lo
único que les repugna, entre la manifestaciones de este espíritu, es el materialismo, y
están tan cegados por esta idea única que no ven que muchas otras cosas, como la
ciencia y la industria que admiran, son dependientes, por sus orígenes y por su natu-
raleza misma, de ese materialismo que les causa tanto horror. Así, es fácil compren-
der por qué una tal actitud debe ser ahora animada y difundida: éstos son los mejores
auxiliares inconscientes para la segunda fase de la acción antitradicional; puesto que
el materialismo ha terminado de desempeñar su papel, son ellos los que ahora son
utilizados para ayudar activamente a abrir las «fisuras» que hemos mencionado an-
tes, pues, en ese dominio, ya no se trata solo de «ideas» o de teorías, sino también, al
mismo tiempo, de una «práctica» que les pone en relación directa con las fuerzas
sutiles del orden más inferior; además, se prestan a ello con mucho gusto, puesto que
están completamente ciegos sobre la verdadera naturaleza de esas fuerzas, y puesto
que les atribuyen un carácter «espiritual».

Eso es lo que hemos llamado el «neoespiritualismo», para distinguirle del «espiri-


tualismo» filosófico; ya hemos dedicado otros estudios a dos de sus formas más ex-

145
RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

tendidas1; pero constituye un elemento muy importante, entre los que son caracterís-
ticos de la época actual, como para no recordar aquí sus rasgos principales, reservan-
do por ahora el aspecto «pseudoiniciático» que revisten las escuelas que se vinculan
a él (a excepción del espiritismo, que es abiertamente profano, lo que es afín a su
extrema «vulgarización»), ya que volveremos después sobre este punto. En primer
lugar, conviene señalar que aquí no se trata de un conjunto homogéneo, sino de algo
que toma una multitud de formas diversas, aunque la cosa presenta siempre suficien-
tes caracteres comunes como para ser reunido bajo una misma denominación; pero,
lo más curioso, es que todos los grupos, escuelas y «movimientos» de este género,
están siempre en lucha abierta unos con otros, hasta tal punto de que es difícil encon-
trar en otra parte, a excepción de los «partidos» políticos, odios más violentos que los
que hay entre sus respectivos afiliados, mientras que, por una singular ironía, todas
esas gentes tienen la manía de predicar la «fraternidad» a propósito de todo, y fuera
de propósito también. Ahí hay algo verdaderamente «caótico», que da la impresión
de un desorden llevado al extremo; y eso es un indicio de que ese «neoespiritualis-
mo» representa una etapa ya muy avanzada en la vía de la disolución.

Por otra parte, el «neoespiritualismo», a pesar de la aversión que muestra hacia el


materialismo, se le parece en más de un aspecto, de suerte que se le ha calificado a
veces de «materialismo transpuesto», es decir, extendido más allá de los límites del
mundo corporal; lo que lo muestra bien, son esas burdas representaciones del mundo
sutil y supuestamente «espiritual» que hemos mencionado más atrás, y que apenas
son otra cosa que imágenes tomadas del dominio corporal. Este mismo «neoespiri-
tualismo» se encontraba ya en etapas anteriores de la desviación actual, en lo que se
puede llamar su lado «cientificista»; eso también, ya lo hemos señalado al hablar de
la influencia ejercida, sobre sus diversas escuelas, por la «mitología» científica del
momento en el que aparecieron; y hay que observar también el papel considerable
que desempeñan en sus concepciones, de modo general y sin excepción, las ideas
«progresistas» y «evolucionistas», que son una de las marcas más típicas de la
mentalidad actual, y que bastan, por sí solas, para caracterizar esas concepcio-
nes como uno de los productos de esta mentalidad. Agregamos que, algunas de
sus «escuelas» que se dan un aire «arcaico», utilizando algunos fragmentos de
ideas tradicionales deformadas, o disfrazando ideas actuales con un vocabulario
tomado a alguna forma tradicional oriental u occidental (cosas que están todas

1
El Error Espiritista y El Teosofismo, historia de una pseudo-religión.

146
RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

en contradicción con su creencia en el «progreso» y la «evolución»), intentan


constantemente poner de acuerdo esas ideas antiguas con las teorías de la cien-
cia actual; ese trabajo hay que rehacerlo sin cesar a medida que esas teorías
cambian, pero hay que decir que, quienes se entregan a él, tienen poco que ha-
cer, debido a que siempre se quedan en lo que se puede encontrar en las obras
de «vulgarización».

Además, el «neoespiritualismo», en la parte que hemos llamado «práctica», es


también conforme a las tendencias «experimentales» de la mentalidad actual; y por
eso ejerce poco a poco una influencia sensible en la ciencia misma, y se insinúa en
ella por mediación de lo que se llama la «metapsíquica». Los fenómenos que toca el
«neoespiritualismo» merecen ser estudiados tanto como los de orden corporal; pero
lo que no es de recibo, es el modo en que entiende estudiarlos, aplicándoles el punto
de vista de la ciencia actual; los físicos (que se obstinan en emplear sus métodos
cuantitativos hasta querer «pesar el alma») y los psicólogos, en el sentido «oficial»
de esta palabra, no están preparados para un estudio de este género, y, por eso mis-
mo, son engañados de todos los modos posibles1. Aún hay más: las investigaciones
«metapsíquicas» casi nunca se llevan a cabo de una manera independiente de todo
apoyo de los «neoespiritualistas», y sobre todo de los espiritistas, lo que prueba que
estos sirven bien a su «propaganda»; y lo que es más grave, es que los experimenta-
dores son obligados a tener que recurrir a los «médiums» espiritistas, es decir, a indi-
viduos cuyas ideas preconcebidas modifican notablemente los fenómenos en cuestión
y les dan un «tinte» especial, ya que han sido entrenados (pues existen «escuelas de
médiums») para servir de instrumentos y de «soportes» pasivos a influencias que
pertenecen a los «bajos fondos» del mundo sutil, influencias que «van» con ellos a
todas partes, y que afectan peligrosamente a quienes se ponen en contacto con ellos,
y que, por su ignorancia de lo que hay en el fondo de todo eso, son incapaces de de-
fenderse. No insistimos más en esto, y remitimos a los estudios que hemos mencio-
nado más atrás2; pero tenemos que subrayar, pues se trata de algo peculiar de la épo-
ca actual, la novedad de los «médiums» y de la pretendida necesidad de su presencia
para la producción de fenómenos que dependen del orden sutil; ¿por qué no existía
antaño nada de tal, lo que no impedía a las fuerzas de ese orden manifestarse espon-

1
No hablamos solo de la parte tocante al fraude consciente e inconsciente, sino también de las
ilusiones sobre la naturaleza de las fuerzas que intervienen en la producción de los fenómenos llama-
dos «metapsíquicos».
2
Ver Rene Guénon, «El Teosofismo, historia de una pseudo-religión» y «El Error Espiritista».

147
RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

táneamente, en ciertas circunstancias, con una amplitud mucho mayor de lo que lo


hacen en las sesiones espiritistas o «metapsíquicas» (sobre todo en casas deshabita-
das o en lugares desiertos, lo que excluye la hipótesis de la presencia de un «mé-
dium» inconsciente de sus facultades)? Nos preguntamos si, después de la aparición
del espiritismo, no ha cambiado algo en el modo en que actúa el mundo sutil en sus
«interferencias» con el mundo corporal, lo cual es un nuevo ejemplo de esas modifi-
caciones del medio que ya hemos considerado en lo que concierne a los efectos del
materialismo; pero lo que es cierto, es que en eso hay algo que responde a las exi-
gencias de un «control» de las influencias psíquicas inferiores, «maléficas» por sí
mismas, para utilizarlas más directamente con miras a fines determinados, confor-
memente al «plan» de la obra de subversión para la que ahora son «desencadenadas»
en nuestro mundo.

148
RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

CAPÍTULO XXXIII

El intuicionismo contemporáneo

En el dominio filosófico y psicológico, las tendencias que corresponden a la se-


gunda fase de la acción antitradicional se traducen por la llamada al «subconsciente»
en todas sus formas, es decir, a los elementos psíquicos más inferiores del ser hu-
mano; eso aparece, en lo que concierne a la filosofía, en las teorías de William Ja-
mes, y en el «intuicionismo» bergsoniano. Ya hemos hablado de Bergson, en lo que
precede, sobre el tema de las críticas que formula justamente, aunque de un modo
poco claro, contra el racionalismo y sus consecuencias; pero lo que caracteriza la
parte «positiva» de su filosofía, es que, en lugar de buscar por encima de la razón lo
que debe remediar sus insuficiencias, lo busca al contrario por debajo de ella; y así,
en lugar de dirigirse a la verdadera intuición intelectual, que ignora tan comple-
tamente como los racionalistas, invoca una pretendida «intuición» de orden solo
sensitivo y «vital», en la noción extremadamente confusa donde la intuición sen-
sible se mezcla con las fuerzas más obscuras del instinto y del sentimiento. Así
pues, no se debe a un encuentro «fortuito» que este «intuicionismo» tenga afinidades
manifiestas (y esto se aplica también a la filosofía de William James), con el «neoes-
piritualismo», sino que ello se debe a que son expresiones diferentes de las mismas
tendencias: la actitud de uno en relación al racionalismo es paralela a la del otro en
relación al materialismo; uno tiende a lo «infrarracional» y el otro a lo «infracorpo-
ral» (inconscientemente, sin duda), de suerte que, en los dos casos, se trata siempre
de una dirección en el sentido «infrahumano».

Éste no es lugar de examinar esas teorías con detalle, pero hay que señalar al me-
nos algunos rasgos de ellas que tienen relación directa con nuestro tema y, en primer
lugar, su carácter «evolucionista», puesto que atribuyen toda realidad solo al
«devenir», lo que constituye la negación de todo principio inmutable, y, por lo
tanto, de toda metafísica; de ahí su matiz «huidizo» e inconsistente, que da, en con-
traste con la «solidificación» racionalista y materialista, una imagen anticipada de la
disolución de todas las cosas en el «caos» final. Se encuentra un ejemplo significati-

149
RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

vo de ello en la manera en que se considera en ellas la religión, expuesto en una de


las obras de Bergson que representan ese «último estado» que hemos mencionado
hace un momento1; ciertamente, en eso no hay algo nuevo, ya que los orígenes de la
tesis que se sostiene ahí son muy simples: se sabe que todas las teorías actuales tie-
nen como rasgo común querer reducir la religión a un hecho solo humano, lo que
equivale a negarla, consciente o inconscientemente, puesto que es negarse a ver lo
que constituye su esencia misma; y la concepción bergsoniana no es una excepción
en este aspecto. Esas teorías sobre la religión, en conjunto, pueden reducirse a dos
tipos: uno «psicológico», que pretende explicarla por la naturaleza del individuo hu-
mano, y otro «sociológico», que ve en ella un hecho de orden social, el producto de
una suerte de «consciencia colectiva» que domina a los individuos y que se impone a
ellos. La originalidad de Bergson es solo haber buscado combinar estos dos géneros
de explicación, y eso de una manera bastante singular: en lugar de considerarlos co-
mo excluyentes uno de otro, como hacen sus partidarios respectivos, acepta a ambos,
pero refiriéndolos a cosas diferentes, designadas, no obstante, por la misma palabra
de «religión»; las «dos fuentes» que considera para ésta son solo eso en realidad 2.
Así pues, para él hay dos tipos de religiones, una «estática» y otra «dinámica», a
las que llama también «religión cerrada» y «religión abierta»; la primera es de
naturaleza social, la segunda de naturaleza psicológica; y, naturalmente, es a
ésta a la que considera como la forma superior de la religión; naturalmente,
decimos, ya que es evidente que, en una «filosofía del devenir» como la suya, ello
no puede ser de otro modo, puesto que, para ella, lo que no cambia no responde
a nada real, e impide al hombre acceder a lo real tal como ella lo concibe. Pero
una filosofía, para la que no hay «verdades eternas»3, debe negar todo valor, no
solo a la metafísica, sino también a la religión; es lo que ocurre en efecto, ya que
la religión, en el verdadero sentido de esta palabra, es lo que Bergson llama «re-
ligión estática», en la que solo ve una «fabulación» imaginaria; y, en cuanto a su
«religión dinámica», lo cierto es que no es una religión.

Ésta supuesta «religión dinámica» no tiene ninguno de los elementos característi-


cos que entran en la definición misma de religión: no hay dogmas, puesto que eso es

1
Las Dos Fuentes de la moral y de la religión.
2
En lo que concierne a la moral, que no nos interesa aquí, la explicación propuesta es paralela a la
de la religión.
3
Hay que señalar que Bergson evita emplear la palabra «verdad», y que la ha substituido por la de
«realidad», que para él no designa más que lo que está sometido a un cambio continuo.

150
RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

algo inmutable y, como dice Bergson, «fijado»; por la misma razón tampoco hay
ritos, y también a causa de su carácter social; unos y otros deben ser dejados a la «re-
ligión estática»; y, en lo que se refiere a la moral, Bergson la puso aparte, como algo
que está fuera de la religión tal como él la entiende. Entonces, ya no queda nada, o
solo una vaga «religiosidad», una suerte de aspiración confusa hacia un «ideal» cual-
quiera, bastante próximo al de los modernistas y de los protestantes liberales, que
recuerda también, en muchos aspectos, la «experiencia religiosa» de William James,
ya que todo eso se toca muy de cerca. Es esta «religiosidad» lo que Bergson toma por
una religión superior, creyendo así, como todos los que obedecen a las mismas ten-
dencias, «sublimar» la religión, cuando solo la ha vaciado de todo su contenido posi-
tivo, porque en éste no hay nada compatible con sus concepciones; y es eso todo lo
que se puede sacar de una teoría psicológica, ya que, nunca hemos visto que tal teoría
haya sido capaz de llegar más allá del «sentimiento religioso», que no es la reli-
gión. Esta «religión dinámica», según Bergson, encuentra su expresión más alta en el
«misticismo», por otra parte muy mal comprendido y visto desde su peor lado, ya
que solo exalta lo que hay en él de «individual», es decir, de vago, inconsistente, y
«anárquico», y cuyos mejores ejemplos, aunque no los cita, se encuentran en algunas
«enseñanzas» de inspiración ocultista y teosofista; en el fondo, lo que le gusta de los
místicos, es la «divagación» que manifiestan fácilmente cuando se libran a sí mis-
mos. En cuanto a lo que constituye la base misma del misticismo propiamente dicho,
dejando de lado sus desviaciones más o menos «excéntricas», es decir, su vínculo a
una «religión estática», lo tiene por desechable; además, en eso se siente que hay
algo que le molesta, ya que sus explicaciones sobre este punto son confusas; pero
esto, si quisiéramos examinarlo más, nos alejaría mucho de lo esencial de la cuestión.

Si volvemos de nuevo a la «religión estática», vemos que Bergson acepta sin re-
paros, en lo tocante a sus pretendidos orígenes, todas las fábulas de la famosa «es-
cuela sociológica», comprendidas las más estrafalarias: «Magia», «totemismo», «ta-
bú», «mana», «culto de los animales», «culto de los espíritus», «mentalidad primiti-
va», es decir, aquí no falta nada de toda la jerga al uso y de todo el «batiburrillo»
habitual, si podemos decirlo así (y podemos en efecto cuando se trata de cosas de un
carácter tan grotesco). Lo que le pertenece en propiedad, es el papel atribuido en todo
eso a una supuesta «función fabuladora», que nos parece mucho más «fabulosa» que
lo que pretende explicar; pero, hay que imaginar una teoría que permita negar en
bloque todo fundamento real a lo que ya se viene tratando como «supersticiones»; un

151
RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

filósofo «civilizado», que además es «del siglo XX», estima así que toda otra actitud
sería indigna de él. En todo eso, no hay nada interesante excepto un solo punto, el
que concierne a la «magia»; ésta es un gran recurso para algunos teóricos, que sin
duda no saben lo que es, pero que hacen salir de ella tanto religión como ciencia.
Pero esa no es la postura de Bergson: al buscar a la magia un «origen psicológico»,
hace de ella «la exteriorización de un deseo del que el corazón está lleno», y pretende
que, «si se reconstituye, por un esfuerzo de introspección, la reacción natural del
hombre a la percepción de las cosas, se ve que magia y religión se tocan, y que no
hay nada en común entre la magia y la ciencia». Es cierto que después hay alguna
fluctuación: si uno se coloca en un cierto punto de vista, «la magia forma parte de la
religión», pero, bajo otro punto de vista, «la religión se opone a la magia»; lo que
está más claro, es la afirmación de que «la magia es lo inverso de la ciencia», y que,
«lejos de preparar la venida de la ciencia, como se ha pretendido, ella ha sido el ma-
yor obstáculo contra el que el saber metódico ha tenido que luchar». Así pues, aquí
todo es al revés de la verdad, ya que la magia no tiene nada que ver con la religión, y
además, no es el origen de todas las ciencias, sino solo una ciencia entre las demás;
pero Bergson está convencido de que no pueden existir otras ciencias que las de las
«clasificaciones» actuales. Al hablar de las «operaciones mágicas» con la seguridad
de alguien que no ha visto nunca ninguna1, escribe esta frase sorprendente: «Si la
inteligencia primitiva comenzó aquí concibiendo algunos principios, muy pronto se
plegó a la experiencia, que le demostró la falsedad de los mismos». Admiramos la
intrepidez con la que este filósofo, encerrado en su cuarto, y bien resguardado de los
ataques de ciertas influencias que no se hubieran contenido de apoderarse de un auxi-
liar tan precioso como inconsciente, niega todo lo que no entra en el cuadro de sus
teorías; ¿cómo puede creer a los hombres tan necios como para haber repetido inde-
finidamente, incluso sin «principios», «operaciones» que nunca funcionaban, y qué
diría si se encontrara que, al contrario, «la experiencia demuestra la falsedad» de sus
propias aserciones? Evidentemente no concibe que tal cosa sea posible; así es la
fuerza de las ideas preconcebidas, en él y en sus semejantes, que no dudan ni un ins-
tante que el mundo está limitado a la medida de sus concepciones (que es lo que les
permite construir «sistemas»); ¿y cómo puede comprender un filósofo que, como el
común de los mortales, debería abstenerse de hablar de lo que no conoce?

1
Es muy deplorable que Bergson tuviera una mala comunicación con su hermana Madame Mac-
Gregor (alias «Soror Vestigia Nulla Retrorsum») que habría podido instruirle algo a este respecto.

152
RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

Hay que observar como muy significativo en cuanto a la conexión efectiva del
«intuicionismo» bergsoniano con la segunda fase de la acción antitradicional, que la
magia, por un irónico revés de las cosas, se venga cruelmente de las negaciones de
nuestro filósofo, reapareciendo en nuestros días, a través de las recientes «fisuras» de
este mundo, en su forma más baja y rudimentaria, bajo el disfraz de la «ciencia psí-
quica» (la misma que otros llaman, desafortunadamente, «metapsíquica»), logrando
así hacerse admitir por él, no solo como bien real, sino como debiendo desempeñar
un papel capital para el porvenir de su «religión dinámica». No exageramos nada:
Bergson habla de «sobrevida» como un vulgar espiritista, y cree en una «profundiza-
ción experimental» que permita «concluir en la posibilidad e incluso en la probabili-
dad de una supervivencia del alma» (¿Qué hay que entender aquí? ¿Tal vez se trata
de la fantasmagoría de los «cadáveres psíquicos»?), sin que se pueda decir si es «para
un tiempo o para siempre». Pero esta restricción no le impide proclamar: «No habría
necesidad de más para convertir en realidad viva y activa una creencia en el más allá
que parece encontrarse en la mayoría de los hombres, pero que, frecuentemente, es
solo verbal, abstracta, ineficaz… En verdad, si estuviéramos seguros, absolutamente
seguros de sobrevivir, ya no podríamos pensar en otra cosa». La magia antigua era
más «científica», en el verdadero sentido de esta palabra, y no tenía semejantes pre-
tensiones; para que algunos de sus fenómenos más elementales den lugar a tales in-
terpretaciones, ha sido necesario esperar a la invención del espiritismo, al que solo
una fase ya avanzada de la desviación moderna podía dar nacimiento; y, en efecto, es
la teoría espiritista tocante a esos fenómenos, la que tanto Bergson, como William
James antes de él, acepta así finalmente con una «alegría» que hace «palidecer a to-
dos los placeres» (citamos textualmente estas palabras increíbles, con las que se aca-
ba su libro) y que nos da testimonio del grado de discernimiento del que este filósofo
es capaz, ya que, en lo que concierne a su buena fe, ella no se cuestiona; y los filóso-
fos actuales, en casos de este género, generalmente solo son aptos para desempeñar
un papel de engañados, y para servir así de «intermediarios» inconscientes para en-
gañar a muchos otros; sea como sea, tocante a la «superstición», ciertamente nunca la
ha habido más abundante, y eso da la idea más justa de lo que vale realmente toda la
filosofía actual.

153
RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

CAPÍTULO XXXIV

Los desmanes del psicoanálisis

Si de la filosofía pasamos a la psicología, constatamos que en ella aparecen las


mismas tendencias, en las escuelas más recientes, bajo un aspecto mucho más peli-
groso, ya que en lugar de limitarse a simples opiniones teóricas, encuentran en ellas
una aplicación práctica de un carácter muy inquietante; los más «representativos» de
estos métodos nuevos son los que se conocen por la designación general de «psicoa-
nálisis». Hay que observar que, por una extraña incoherencia, ese manejo de elemen-
tos que pertenecen al orden sutil continua acompañándose en muchos psicólogos, de
una actitud materialista, debida sin duda a su educación anterior, y también a su ig-
norancia respecto a la verdadera naturaleza de los elementos que ponen en juego 1;
¿no es uno de los caracteres más singulares de la ciencia moderna no saber nunca
exactamente con qué está tratando en realidad, incluso cuando se trata solo de las
fuerzas del dominio corporal? Hay que decir que una cierta «psicología de laborato-
rio», conclusión del proceso de limitación y de materialización en el que la psicolo-
gía «filosófico-literaria» de la enseñanza universitaria solo representaba una etapa
menos avanzada, coexiste aún con las teorías y los métodos nuevos; y es a ésta a la
que se aplica lo que hemos dicho antes de las tentativas de reducir la psicología mis-
ma a una ciencia cuantitativa.

Pero, hay mucho más que una simple cuestión de vocabulario en el hecho, muy
significativo en sí mismo, de que la psicología actual solo considera el «subconscien-
te», y nunca el «superconsciente» que es su correlativo; sin duda, eso es la expresión
de una extensión que se opera solo por abajo, es decir, por el lado que corresponde a
las «fisuras» por las que penetran las influencias más «maléficas» del mundo sutil, e
incluso podemos decir, las que tienen un carácter verdadera y literalmente «infer-

1
El caso de Freud, el fundador del «psicoanálisis», es típico desde este punto de vista, ya que
nunca ha dejado de proclamarse materialista. Y aquí hacemos una observación: ¿por qué los principa-
les representantes de las tendencias nuevas, como Einstein en física, Bergson en filosofía, Freud en
psicología, y muchos otros de menor importancia, son casi todos de origen judío, si no es porque hay
algo ahí que corresponde exactamente al lado «maléfico» y disolvente del nomadismo desviado, el

154
RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

nal»1. Algunos adoptan también, como equivalente de «subconsciente», el término


«inconsciente», que, tomado al pie de la letra, parece referirse también a un nivel
inferior, pero que no corresponde a nada; en efecto, si eso de lo que se trata aquí fue-
ra «inconsciente», no vemos cómo sería posible hablar de ello, y aún menos en tér-
minos psicológicos; además, ¿en virtud de qué, si no es de un prejuicio materialista,
habría que admitir que hay algo inconsciente? Lo que hay que observar también, es
la ilusión por la que los psicólogos llegan a considerar algunos estados como más
«profundos» cuanto más inferiores son; ¿no es eso un indicio de la tendencia a ir
contra la espiritualidad, que es la única que puede llamarse verdaderamente profun-
da, puesto que es la única que toca al principio y al centro mismo del ser? Por otra
parte, puesto que el dominio de la psicología no se extiende hacia arriba, el «super-
consciente» es para ella completamente extraño y está más cerrado que nunca; y,
cuando ocurre que encuentra algo que se refiere a él, se lo apropia asimilándolo al
«subconsciente»; ese es el carácter constante de sus explicaciones concernientes a
cosas tales como la religión, el misticismo, y también a algunos aspectos de las doc-
trinas orientales como el Yoga; y, en esta confusión de lo superior con lo inferior, hay
ya algo que constituye una verdadera subversión.

Señalamos también que, por la llamada al «subconsciente», la psicología, lo


mismo que la «nueva filosofía », tiende a juntarse cada vez más con la «metapsíqui-
ca»2; y, en la misma medida, se acerca, aunque quizás sin quererlo (al menos para
aquellos de sus representantes que permanecen materialistas), al espiritismo y a otras
cosas similares, que se apoyan todas en los mismos elementos obscuros del psiquis-
mo inferior. Si esas cosas, cuyo origen y carácter son más que sospechosos, figuran
como movimientos «precursores» y aliados de la psicología reciente, y si ésta llega a
introducir los elementos en cuestión en el dominio de lo que se admite como ciencia
«oficial», es difícil pensar que el papel verdadero de esta psicología, en el estado
presente del mundo, sea otro que el de concurrir activamente a la segunda fase de la
acción antitradicional. A este respecto, la pretensión de la psicología actual de ane-
xarse, haciéndolas entrar por la fuerza en el «subconsciente», cosas que se le escapan
por su naturaleza misma, se relaciona más bien, a pesar de su carácter claramente

cual predomina inevitablemente en los judíos desvinculados de la tradición?


1
Aquí hay que observar que Freud pone, como encabezamiento de su Traumdentung, este epígra-
fe bien significativo: «Flectere si nequeo superos, Acheronta movebo» («Puesto que no puedo llegar
al cielo, removeré el infierno») (Virgilio, Eneida, VII, 312).
2
Fue el «psiquista» Myers quien inventó la palabra subliminal consciousness, la cual fue reem-

155
RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

subversivo, con lo que podemos llamar el lado «infantil» de ese papel, ya que las
explicaciones de este género, al igual que las explicaciones «sociológicas» de las
mismas cosas, son de una ingenuidad tan «simplista» que llega hasta la necedad; en
todo caso, esto es menos grave, en cuanto a sus consecuencias efectivas, que el lado
verdaderamente «satánico» que vamos a considerar ahora de un modo más preciso en
lo que concierne a la psicología actual.

Este carácter «satánico» aparece con una claridad muy evidente en las interpreta-
ciones psicoanalíticas del simbolismo; hacemos esta restricción porque, sobre este
punto, si se quisiera entrar en detalle, habría que hacer muchas distinciones y habría
que disipar muchas confusiones: así, por poner un ejemplo típico, un «sueño» en el
que se expresa alguna inspiración «suprahumana» es simbólico, mientras que un
sueño ordinario no lo es en modo alguno, cualquiera que puedan ser las apariencias
exteriores. Los psicólogos de las escuelas anteriores ya habían intentado explicar el
simbolismo a su manera y reducirle a la medida de sus propias concepciones; en este
caso, esas explicaciones por elementos solo humanos, desconocen todo lo que consti-
tuye su fondo esencial; si, al contrario, solo se trata de cosas humanas, entonces es un
simbolismo falso; pero el hecho de designarle por este nombre implica siempre el
mismo error sobre la naturaleza del simbolismo. Esto se aplica igualmente a las con-
sideraciones de los psicoanalistas, pero entonces ya no es solo de lo «humano» de lo
que hablan, sino también de lo «infrahumano»; así pues, aquí estamos en presencia,
no de una reducción, sino de una subversión total; y toda subversión, incluso si solo
se debe a la incomprensión y a la ignorancia (que son lo que mejor se presta a ser
explotado para un tal uso), es siempre «satánica». Además, el carácter grotesco y
repugnante de las interpretaciones psicoanalíticas constituye una «marca» que no
puede engañar; y lo que es significativo, es que, como lo hemos mostrado en otra
parte1, esta misma «marca» se encuentra también en las manifestaciones espiritistas;
ciertamente, hay que tener mucha buena voluntad, por no decir una completa cegue-
ra, para ver en eso una simple «coincidencia». Naturalmente, en la mayoría de los
casos, los psicoanalistas pueden ser tan completamente inconscientes como los espi-
ritistas de lo que hay realmente debajo de todo eso; pero unos y otros son «conduci-
dos» por una voluntad subversiva que utiliza en los dos casos elementos del mismo
orden, voluntad que, sean cuales sean los seres en los que está encarnada, es cierta-

plazada más tarde, en el vocabulario psicológico, por la palabra «subconsciente».


1
Ver El Error Espiritista, 2ª parte, cap. X.

156
RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

mente muy consciente en éstos, y responde a unas intenciones muy diferentes de lo


que pueden imaginar aquellos que solo son los instrumentos inconscientes por los
que se ejerce su acción.

En estas condiciones, es evidente que el uso principal del psicoanálisis, que es su


aplicación terapéutica, es extremadamente peligroso para los que se someten a él, e
incluso para aquellos que lo ejercen, ya que esas cosas no se manejan nunca impu-
nemente; no es exagerado ver ahí uno de los medios puestos en obra para acrecentar
lo más posible el desequilibrio del mundo actual y llevarle a la disolución final1.
Quienes practican estos métodos están persuadidos, al contrario, de la bondad de sus
resultados; pero es gracias a esta ilusión como su difusión se hace posible, y es ahí
donde se ve la diferencia que hay entre las intenciones de esos «practicantes» y la
voluntad que preside la obra de la que solo son colaboradores ciegos. El psicoanálisis
hace salir a la superficie, haciéndolo claramente consciente, todo el contenido de
esos «bajos fondos» del ser que forma lo que se llama el «subconsciente»; además,
ese ser es ya psíquicamente débil, puesto que si no lo fuera, no sentiría ninguna nece-
sidad de recurrir a un tratamiento de este tipo; así pues, no es capaz de resistir a esta
«subversión», y corre el riesgo de hundirse en ese caos de fuerzas tenebrosas desen-
cadenadas; si, a pesar de todo, escapa de ellas, guardará en él una huella que será una
«mancha» imborrable.

Sabemos bien lo que algunos pueden objetar aquí invocando una similitud con el
«descenso a los Infiernos», tal como se encuentra en las fases preliminares del proce-
so iniciático; pero una tal asimilación es falsa, ya que el propósito no tiene nada en
común, como tampoco lo tienen las condiciones del «sujeto» en los dos casos; aquí
solo se puede hablar de parodia profana y de «falsificación» más bien inquietante. Lo
cierto es que este supuesto «descenso a los Infiernos», que no es seguido por ningún
«reascenso», es solo la «caída en la ciénaga», según el simbolismo usado en algunos
Misterios antiguos; se sabe que esta «ciénaga» tenía su figuración en la ruta que lle-
vaba a Eleusis, y que quienes caían en ella eran profanos que pretendían la iniciación
sin estar cualificados para recibirla, por lo que solo eran víctimas de su propia im-
prudencia. Agregaremos aquí que existen tales «ciénaga», tanto en el orden macro-
cósmico como en el orden microcósmico; esto se vincula con la cuestión de las «ti-

1
Otro ejemplo de esos medios nos lo proporciona el uso similar de la «radioestesia», pues ahí
también, son elementos psíquicos de la misma cualidad los que entran en juego, aunque hay que reco-

157
RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

nieblas exteriores», y se pueden citar a este respecto, algunos textos evangélicos cu-
yo sentido concuerda con lo que acabamos de indicar. En el «descenso a los Infier-
nos», el ser agota definitivamente algunas posibilidades inferiores para elevarse des-
pués a los estados superiores; en la «caída en la ciénaga», las posibilidades inferiores
se apoderan al contrario de él, le dominan y acaban por sumergirle en ella.

Acabamos de hablar de «falsificacion»; esta impresión es reforzada por otras


constataciones, como la de la desnaturalización del simbolismo que hemos señalado,
desnaturalización que tiende a extenderse a todo lo que implica elementos «supra-
humanos», como lo muestra la actitud tomada con la religión 1, e incluso con las doc-
trinas de orden metafísico e iniciático, tales como el Yoga, que tampoco escapan ya
actualmente a este género de interpretación, hasta el punto de que algunos asimilan
sus métodos de «realización» espiritual a los procedimientos terapéuticos del psicoa-
nálisis. En esto hay algo peor que las deformaciones groseras que operan actualmente
en Occidente, como la que ve en los métodos del Yoga un tipo de «cultura física» o
de terapéutica de orden solo fisiológico, ya que éstas son, por su grosería misma,
menos peligrosas que las que se presentan bajo aspectos más sutiles. La razón de ello
no es solo que éstas últimas seduzcan a algunos espíritus sobre los cuales las demás
no pueden tener ninguna presa; esta razón existe, pero hay otra de un alcance más
general, que es la misma por la que las concepciones materialistas, como lo hemos
explicado, son menos peligrosas que las que hacen llamada al psiquismo inferior.
Hay que entender que la meta espiritual, que es la única que constituye el Yoga como
tal, y sin la cual el empleo de esta palabra es solo una irrisión, no es menos descono-
cida en un caso que en el otro; de hecho, el Yoga no es una terapéutica psíquica ni
tampoco una terapéutica corporal, y sus procedimientos no son un tratamiento para
enfermos o desequilibrados; lejos de eso, se dirigen solo a seres que, para realizar el
desarrollo espiritual, que es su única razón de ser, deben estar ya, por sus disposicio-
nes naturales, tan perfectamente equilibrados como sea posible; en eso hay condicio-
nes que entran en la cuestión de las cualificaciones iniciáticas2.

nocer que no se muestran bajo el aspecto «horrible» que es tan manifiesto en el psicoanálisis.
1
Freud dedicó un libro a la interpretación psicoanalítica de la religión, en el que sus propias con-
cepciones están combinadas con el «totemismo» de la «escuela sociológica».
2
Sobre una tentativa de aplicación de las teorías psicoanalíticas a la doctrina taoísta, lo que es
también del mismo orden, ver el estudio de André Préau, La Fleur d’or et le Taoïsme sans Tao, que es
una excelente refutación de las mismas.

158
RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

Pero esto no es todo; hay otra cosa que, tocante a la «falsificación», es aún más
digna de observación que todo lo que hemos mencionado hasta aquí: es la necesidad
impuesta, a quien quiera practicar profesionalmente el psicoanálisis, de ser, él mis-
mo, «psicoanalizado» previamente. Eso implica el «reconocimiento» de que el ser
que pasa este trance ya no es tal cual era antes, o que, como lo decíamos hace un
momento, le deja una huella imborrable, como la iniciación, pero en sentido inverso,
puesto que, en lugar de un desarrollo espiritual, de lo que aquí se trata es de un desa-
rrollo del psiquismo inferior. Además, ahí hay una imitación de la transmisión iniciá-
tica; pero, dada la diferencia de naturaleza de las influencias que intervienen, y, co-
mo no obstante hay un resultado efectivo que no permite considerar el asunto como
un simple simulacro sin ningún alcance, esta transmisión es comparable a la que se
practica en un dominio como el de la magia, o más precisamente, como el de la bru-
jería. Además, hay un punto muy oscuro, en lo que concierne al origen de esta
transmisión: como es imposible dar a otros lo que uno mismo no tiene, y como la
invención del psicoanálisis es algo reciente, ¿de dónde sacan los primeros psi-
coanalistas los «poderes» que comunican a sus discípulos, y por quién han sido
ellos «psicoanalizados» primero? Esta pregunta, que es lógico hacerse, es muy
indiscreta, y es dudoso que se le de respuesta; pero no hay necesidad de ella pa-
ra reconocer, en esa transmisión psíquica, otra «marca» siniestra: el psicoanáli-
sis presenta, en este punto, una semejanza aterradora con algunos «sacramentos
del diablo».

159
RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

CAPÍTULO XXXV

La confusión de lo psíquico y lo espiritual

Lo que hemos dicho sobre las explicaciones psicológicas de las doctrinas tradi-
cionales, representa un caso particular de una confusión muy extendida en el mundo
actual, a saber, la de los dominios psíquico y espiritual; y esta confusión, aún cuando
no llegue a una subversión como la del psicoanálisis, que asimila lo espiritual a lo
más inferior en el orden psíquico, no por ello es menos grave. Eso es una consecuen-
cia del hecho de que los occidentales, ya no saben distinguir entre «alma» y «espíri-
tu» (y el dualismo cartesiano contribuyó mucho a eso, puesto que confunde en una
sola cosa todo lo que no es el cuerpo, y puesto que esta cosa, vaga y mal definida, es
designada en él indiferentemente por uno u otro nombre); así pues, esta confusión se
ha extendido hasta en el lenguaje corriente; el nombre de «espíritus» que se da vul-
garmente a las «entidades» psíquicas que no tienen nada de «espiritual», y la deno-
minación misma de «espiritismo», que deriva de ello, sin hablar de ese otro error que
también llama «espíritu» a lo que es solo la «mente», son prueba de ello. Es fácil ver
las desgraciadas consecuencias que resultan de esto: propagar esta confusión, en la
situación actual, es llevar a los seres a perderse en el caos del «mundo intermedia-
rio», y contribuir así a la operación de las fuerzas «satánicas» que rigen lo que hemos
llamado la «contrainiciación».

Aquí hay que precisar esto, a fin de evitar todo malentendido: no se puede decir
que el desarrollo de las posibilidades de un ser, incluso de un orden poco elevado
como el que representa el dominio psíquico, sea esencialmente «maléfico»; pero no
hay que olvidar que este dominio es el de las ilusiones, y hay que saber situar cada
cosa en el lugar que le corresponde; así pues, todo depende del uso que se hace de
ese desarrollo, y, ante todo, es necesario considerar si se toma como un fin en sí
mismo, o como un medio con miras a alcanzar un propósito de orden superior. En
efecto, según las circunstancias de cada caso, cualquier cosa puede servir de ocasión
o de «soporte» al que emprende la vía que debe llevarle a la «realización» espiritual;
eso es cierto sobre todo al comienzo, en razón de la «diversidad» de las naturalezas

160
RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

individuales cuya influencia es entonces máxima, y ello es así mientras los límites de
la individualidad no son rebasados. Pero, por otro lado, cualquier cosa puede ser un
obstáculo más que un «soporte», si el ser se detiene en eso y se ilusiona y extravía
por algunas apariencias de «realización» que no tienen ningún valor y que solo son
resultados accidentales y contingentes; y este peligro de extravío existe siempre
mientras se está todavía en el orden de las posibilidades individuales; y, es en las
posibilidades psíquicas donde el peligro es mayor, y lo es tanto más cuanto más infe-
rior sea el orden de esas posibilidades.

El peligro es mucho menos grave cuando solo se trata de posibilidades de orden


corporal y fisiológico; podemos citar aquí, como ejemplo, el error de algunos occi-
dentales que, como lo decíamos más atrás, toman el Yoga por una suerte de método
de «cultura física»; en este caso, solo se corre el riesgo de obtener un resultado
opuesto al que se busca, y de arruinar la salud creyendo mejorarla. No obstante, hay
que agregar que esas mismas «prácticas» pueden tener también, sin saberlo el igno-
rante que se da a ellas como a una «gimnasia», repercusiones en las modalidades
sutiles del individuo, lo que, de hecho, aumenta su peligro: uno puede así, sin sospe-
charlo, abrir la puerta a influencias de todo tipo (y son siempre las de la cualidad más
baja las que se presentan en primer lugar), contra las cuales no se está prevenido por-
que no se sospecha su existencia, y porque no se es capaz de discernir su verdadera
naturaleza; pero, ahí al menos, no hay ninguna pretensión «espiritual».

La cosa es muy diferente en algunos casos donde entra en juego la confusión de


lo psíquico y lo espiritual, confusión que se presenta bajo dos formas inversas: en la
primera, lo espiritual es reducido a lo psíquico, y es lo que sucede en el género de
explicaciones psicológicas que hemos considerado; en la segunda, lo psíquico es
tomado al contrario por lo espiritual, y el ejemplo más burdo de ello es el espiritismo,
pero las demás formas del «neoespiritualismo» proceden todas igualmente de este
mismo error. En los dos casos, es siempre lo espiritual lo que es desconocido; pero el
primero concierne a los que lo niegan, mientras que el segundo concierne a los que
se ilusionan con una falsa espiritualidad, y éste último caso es el que vamos a tratar
ahora. La razón por la que muchas gentes se extravían en esta ilusión es simple: al-
gunos buscan sobre todo «poderes», es decir, la producción de «fenómenos» extraor-
dinarios; otros se esfuerzan en «centrar» su consciencia en algunos «prolongamien-
tos» inferiores de la individualidad humana, tomándolos erróneamente por estados

161
RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

superiores, debido a que están fuera del marco de actividad del hombre «medio»,
marco que, en el estado correspondiente al punto de vista actual, es lo que se llama la
«vida ordinaria», en la que no interviene ninguna posibilidad de orden extracorporal.
Para estos últimos también, es el atractivo del «fenómeno», es decir, la tendencia a
«experimentar» inherente al espíritu actual, lo que está en la raíz del error: en efecto,
lo que quieren obtener son resultados «sensibles», y eso creen que es la «realiza-
ción»; pero eso equivale a decir que todo lo que es de orden espiritual, se les escapa,
que ni siquiera lo conciben, y que, al carecer de «cualificación» para ello, sería mejor
para ellos contentarse con la «vida ordinaria» sin más. Aquí no se trata de negar la
realidad de los «fenómenos»; al contrario, los «fenómenos» son muy reales y por
ende peligrosos; lo que negamos es su valor e interés desde el punto de vista de un
desarrollo espiritual; y es ahí donde está la ilusión. Si fuera solo una pérdida de tiem-
po y de esfuerzo, el mal no sería muy grande; pero, el ser que se dedica a estas cosas,
deviene después incapaz de librarse de ellas e ir más allá, y así resulta desviado; en
todas las tradiciones orientales, se conoce bien el caso de esos individuos que, deve-
nidos productores de «fenómenos», no alcanzan nunca la menor espiritualidad. Pero
aún hay más: en eso puede haber una suerte de desarrollo «al revés», que no solo no
aporta nada válido, sino que aleja de la «realización» espiritual, hasta que el ser se
extravía en los «prolongamientos» inferiores de la individualidad que mencionába-
mos antes, y por los que solo puede entrar en contacto con lo «infrahumano»; su si-
tuación entonces no tiene salida, o solo tiene una, que es la «desintegración» total del
ser consciente; para el individuo, eso es el equivalente de la disolución final para el
conjunto del «cosmos» manifestado.

Así pues, hay que desconfiar siempre de toda llamada al «subconsciente», al «ins-
tinto», a la «intuición» infrarracional, y a lo que se llama actualmente «energía vi-
tal»; en una palabra, hay que desconfiar de todas esas cosas vagas y obscuras que
tienden a exaltar la filosofía y la psicología actuales, y que llevan más o menos direc-
tamente a una toma de contacto con los estados inferiores. Con mayor razón se debe
uno guardar con extrema vigilancia (pues lo que opera aquí sabe revestirse muy bien
de los disfraces más insospechados) de todo lo que induce al ser a «fundirse», o me-
jor dicho, a «confundirse» o incluso a «disolverse», en una suerte de «consciencia
cósmica» que excluye toda «transcendencia», y, por lo tanto, toda espiritualidad; esa
es la última consecuencia de todos los errores antimetafísicos que designan, bajo su
aspecto filosófico, términos como «panteísmo», «inmanentismo» y «naturalismo».

162
RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

En efecto, eso es tomar la espiritualidad «al revés» y substituirla por lo «inverso»,


puesto que lleva a su pérdida definitiva; y en eso consiste el «satanismo». Además,
ya sea consciente o inconsciente, eso no cambia en nada los resultados; y no hay que
olvidar que el «satanismo inconsciente» de algunos, más numerosos que nunca en
nuestra época de desorden extendido a todos los dominios, no es, en el fondo, más
que un instrumento al servicio del «satanismo consciente» de los representantes de la
«contratradición».

Hemos señalado en otra parte, el simbolismo iniciático de la «navegación» a tra-


vés del Océano, que representa el dominio psíquico, y que se trata de cruzar, evitan-
do todos sus peligros, para llegar a la meta1; ¿pero qué decir del que se arroja en mi-
tad de ese Océano y no tiene otra aspiración que ahogarse en él? Eso es lo que signi-
fica esta supuesta «fusión» con una «consciencia cósmica» que es solo el conjunto
confuso e indistinto de todas las influencias psíquicas, las cuales no tienen nada en
común con las influencias espirituales, incluso si las imitan en algunas de sus mani-
festaciones exteriores (ya que ese es el dominio donde la «falsificación» se ejerce en
toda su amplitud, y por eso esas manifestaciones «fenoménicas» no prueban nunca
nada por sí solas, pudiendo ser completamente semejantes en un santo y en un brujo).
Aquellos que cometen esta fatal equivocación olvidan o ignoran la distinción de las
«Aguas superiores» y las «Aguas inferiores»; en lugar de elevarse hacia el Océano
superior, se hunden en los abismos del Océano inferior; en lugar de concentrar todas
sus fuerzas para elevarse al mundo no formal, que es el único «espiritual», las disper-
san en la diversidad indefinidamente cambiante y elusiva de las formas de la mani-
festación sutil (que es lo que corresponde a la concepción de la «realidad» bergso-
niana), sin sospechar que lo que toman así por una plenitud de «vida» es solo el reino
de la muerte y la disolución sin retorno.

1
Ver El Rey del Mundo, pp. 120-121 de la ed. francesa, y Autoridad espiritual y poder temporal,
pp. 140-144 de la ed. francesa.

163
RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

CAPÍTULO XXXVI

La pseudo-iniciación

Cuando llamamos «satánica» a la acción antitradicional, hay que entender que


eso es independiente de la idea que cada uno se haga de lo que es llamado «Satán»,
conformemente a las concepciones teológicas u otras, ya que las «personificaciones»
no importan nada aquí y no intervienen en estas consideraciones. Lo que hay que
considerar, es, por una parte, el espíritu de negación y de subversión en el que «Sa-
tán» se resuelve metafísicamente, sean cuales sean las formas que puede revestir para
manifestarse en tal o cual dominio; y, por otra, lo que le representa y le «encarna» en
el mundo terrestre donde consideramos su acción, y que es lo que hemos llamado la
«contrainiciación». Hay que observar que decimos «contrainiciación», y no «pseudo-
iniciación», que es algo muy diferente; en efecto, no hay que confundir al falsificador
con la falsificación, de la que la «pseudoiniciación» (tal como se da hoy día en mu-
chas organizaciones, cuya mayor parte se vinculan a alguna forma del «neoespiritua-
lismo») es solo uno de los múltiples ejemplos, del mismo nivel que los que ya hemos
observado en otros ordenes, aunque presenta, en tanto que falsificación de la inicia-
ción, una importancia más especial que otras falsificaciones.

La «pseudoiniciación» es solo uno de los productos del estado de desorden y con-


fusión provocado, en la época actual, por la acción «satánica» que tiene su punto de
partida consciente en la «contrainiciación»; también es, de un modo inconsciente, un
instrumento de ésta, pero eso es cierto igualmente para todas las demás falsificacio-
nes, en el sentido de que todas ayudan a la realización del mismo plan de subversión,
desempeñando cada una el que tiene asignado en este conjunto, que, a su vez, consti-
tuye la «falsificación» del orden y la armonía contra los cuales está dirigido este
plan.

La «contrainiciación» no es una falsificación ilusoria, sino, algo real en su orden,


como lo muestra muy bien la acción que ejerce efectivamente; solo es una falsifica-
ción en el sentido que imita a la iniciación como una sombra invertida, aunque su

164
RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

intención no es imitarla, sino oponerse a ella. Pero esta pretensión es nula, ya que el
dominio metafísico y espiritual está absolutamente fuera de su alcance, puesto que
está más allá de todas las oposiciones; todo lo que puede hacer es negarle, y no puede
ir nunca allá del «mundo intermediario», es decir, del dominio psíquico, que es el
campo de influencia de «Satán» en el orden humano1; pero la intención existe e im-
plica ir al revés de la iniciación. En cuanto a la «pseudoiniciación», solo es una paro-
dia, lo que quiere decir que su valor no es ni positivo como el de la iniciación, ni
negativo como el de la «contrainiciación», sino nulo; no obstante, hay que decir que
los ritos, en virtud de su naturaleza «sagrada», son algo que no es posible simular
impunemente. Se puede decir también que las falsificaciones «pseudotradicionales»,
con las que se relacionan todas las desnaturalizaciones de la idea de tradición que
hemos comentado precedentemente, alcanzan aquí su máxima gravedad, primero
porque se traducen por una acción efectiva en lugar de permanecer en el estado de
concepciones, y después porque atacan al lado «interior» de la tradición, a lo que
constituye su espíritu mismo, es decir, al dominio esotérico e iniciático.

Hay que señalar que la «contrainiciación» introduce sus agentes en las organiza-
ciones «pseudoiniciáticas», a las que «inspiran» sin saberlo sus miembros ordinarios,
e incluso sus jefes aparentes, que son igual de inconscientes que los otros de eso a lo
que sirven; pero también los introduce por todas partes donde puede, en todos los
«movimientos» más exteriores del mundo actual, políticos u otros, e incluso, como lo
decíamos más atrás, en algunas organizaciones auténticamente iniciáticas o religio-
sas, cuyo espíritu tradicional está muy debilitado como para que sean capaces de
resistir a esta penetración. No obstante, aparte de este último caso que permite ejercer
directamente una acción disolvente, el caso de las organizaciones «pseudoiniciáti-
cas» es el que retiene más la atención de la «contrainiciación» y el que constituye el
objeto de más esfuerzos por su parte, debido a que la obra que se propone llevar a
cabo es antitradicional. Es debido a esto que existen múltiples lazos entre las mani-
festaciones «pseudoiniciáticas» y toda suerte de cosas que, a primera vista, parecen
no tener nada que ver con ellas, pero que son todas representativas del espíritu actual
en alguno de sus aspectos más acentuados2; ¿por qué, si ello no fuera así, iban a
desempeñar los «pseudoiniciados» en todo eso un papel tan importante? Se puede

1
Según la doctrina Islámica, es por la nafs (el alma) por donde Shaytân tiene influencia en el
hombre, mientras que la rûh (el espíritu), cuya esencia es pura luz inteligible, esta más allá de sus
ataques.
2
Dimos un gran número de ejemplos de actividades de este género en El Teosofismo.

165
RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

decir que, entre los medios de todo género puestos en obra por eso de lo que se trata,
la «pseudoiniciación», por su naturaleza misma, ocupa el primer rango; ella es solo
un «engranaje», pero un engranaje que puede mover a muchos otros, que reciben su
impulso de él. Aquí, la falsificación continúa: la «pseudoiniciación» imita la función
de motor invisible que, en el orden normal, pertenece a la iniciación; pero hay que
entender bien que la iniciación representa el espíritu, animador principal de todas las
cosas, mientras que en la «pseudoiniciación», el espíritu está ausente. De eso resulta
que la acción ejercida así, en lugar de ser «orgánica», solo puede tener un carácter
«mecánico», lo que justifica la comparación de los engranajes que acabamos de em-
plear; ¿y no es justo este carácter, como hemos visto, el que se encuentra por todas
partes en el mundo actual, donde la máquina lo invade todo y el ser humano ha sido
reducido a un autómata puesto que se le ha arrebatado toda espiritualidad? Es eso, en
efecto, lo que manifiesta la perversidad de todas las producciones artificiales; se pue-
den fabricar máquinas, pero no seres vivos, porque es el espíritu el que falta y faltará
siempre.

Hemos hablado de «motor invisible», y, aparte de la voluntad de imitación que se


manifiesta también aquí, hay en esta «invisibilidad», una ventaja de la «pseudoini-
ciación», para el papel que acabamos de señalar, sobre cualquier otra cosa de un ca-
rácter más «público». Las organizaciones «pseudoiniciáticas» son así lo que mejor se
presta al ejercicio de una acción «discreta», y por lo tanto aquello con lo que la «con-
trainiciación» puede entrar directamente en contacto sin tener que temer que su in-
tervención sea desenmascarada. Hay que decir también que una gran parte del públi-
co, aunque conoce la existencia de organizaciones «pseudoiniciáticas», no sabe muy
bien lo que son y no les da importancia, puesto que solo ven en ellas «excentricida-
des»; y esta indiferencia sirve involuntariamente a los mismos designios tanto como
podría hacerlo el secreto más riguroso.

Hay que agregar que la «contrainiciación» puede encontrar en la «pseudoinicia-


ción» un medio de observación y selección para su propio reclutamiento, pero éste
no es el lugar de insistir en eso. De lo que no se puede dar una idea, ni siquiera apro-
ximada, es de la multiplicidad y complejidad increíbles de las ramificaciones que
existen entre todas estas cosas; pero aquí es sobre todo el «principio» lo que nos in-
teresa. No obstante, eso todavía no es todo: hasta aquí, hemos visto por qué la «pseu-

166
RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

doiniciación» falsifica la idea de tradición; ahora nos queda ver cómo opera, a fin de
que estas consideraciones no se queden en un orden solo «teórico».

Uno de los medios que las organizaciones «pseudoiniciáticas» tienen a su dispo-


sición para constituir una tradición falsa a gusto de sus seguidores, es el «sincretis-
mo», que consiste en recopilar elementos sacados de todas partes, y ensamblarlos
«desde el exterior», sin ninguna comprensión real de lo que representan en las tradi-
ciones a las que pertenecen. Como hay que dar a ese «ensamblaje» una apariencia de
unidad, a fin de poder presentarle como una «doctrina», esos elementos se agrupan
entorno a alguna «idea directriz», que ya no es de origen tradicional, sino alguna
concepción profana y actual, y por lo tanto, antitradicional; ya hemos observado, en
el caso del «neoespiritualismo», que la idea de «evolución» desempeña ahí un papel
central. Es fácil comprender que con eso, las cosas se agravan en extremo: en estas
condiciones, ya no se trata solo de la constitución de una suerte de «mosaico» de
restos tradicionales, que podría no ser más que un juego vano, pero casi inofen-
sivo; se trata de la desnaturalización y del «vuelco» de los elementos sustraídos,
puesto que así se les atribuye un sentido alterado, que concuerda con la «idea
directriz», y que va contra el sentido tradicional. Quienes actúan así pueden no ser
conscientes de ello, ya que la mentalidad actual, que es la suya, causa a este respecto
una verdadera ceguera; en todo eso, hay que hacer siempre sitio, primero a la incom-
prensión debida a esta mentalidad misma, y después, sobre todo, a las «sugestiones»
de las que estos «pseudoiniciados» son, ellos mismos, las primeras víctimas, antes de
contribuir a inculcárselas a otros; pero esta inconsciencia no cambia nada el resultado
y no atenúa el peligro de este tipo de cosas, que sirven bien a los fines de la «contrai-
niciación». Aquí nos reservamos el caso en el que agentes de ésta, por una interven-
ción directa, provocan o inspiran la formación de tales «pseudotradiciones»; sin duda
se pueden encontrar ejemplos de ello, lo que no quiere decir que, incluso entonces,
esos agentes conscientes sean los creadores conocidos de las formas «pseudoiniciáti-
cas» en cuestión, ya que la prudencia les lleva a ocultarse siempre detrás de simples
instrumentos inconscientes.

Cuando hablamos de inconsciencia, queremos decir que quienes elaboran así una
«pseudotradición», son ignorantes de eso a lo que sirven; pero, en lo que concierne al
carácter y valor de una tal producción, es más difícil admitir que su buena fe sea tan
completa. También hay que tener en cuenta algunas «anomalías» de orden psíquico,

167
RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

que complican aún más las cosas, y que constituyen un terreno particularmente favo-
rable para que las influencias y las sugestiones de todo género se ejerzan con el má-
ximo de fuerza; aquí solo vamos a señalar, sin insistir más en ello, el papel nada des-
deñable que algunos «clarividentes» y otros «sensitivos» desempeñan en todo eso.
Pero, a pesar de todo, casi siempre hay un punto donde, para los dirigentes de
una organización «pseudoiniciática», la superchería consciente deviene una
suerte de necesidad: así, si alguien se da cuenta de los plagios que hacen a tal o a
cual tradición, ¿cómo podrían reconocerlos sin verse obligados a confesar que
solo son plagiarios? En este caso, no vacilan en invertir las relaciones y declarar
que es su propia «tradición» la que representa la «fuente» común de todas las
que han saqueado; y, si no llegan a convencer de ello a todos, al menos siempre
encuentran ingenuos que les creen, en número suficiente como para que su si-
tuación de «jefes de escuela», a la que se aferran por encima de todo, no corra el
riesgo de verse comprometida, tanto más cuanto que consideran muy poco la
cualidad de sus «discípulos» y que, conformemente a la mentalidad actual, la
cantidad les parece mucho más importante, lo que basta para mostrar cuan le-
jos están de tener siquiera la noción más elemental de lo que es realmente el eso-
terismo y la iniciación.

Hay que decir que todo lo que describimos aquí no responde solo a posibilidades
hipotéticas, sino a hechos reales y constatados; no acabaríamos si tuviéramos que
citarlos todos, y eso sería poco útil; bastan algunos ejemplos característicos. Así, por
el procedimiento «sincrético» que acabamos de mencionar, se constituyó una supues-
ta «tradición oriental», la de los teosofistas, que solo tiene de oriental una terminolo-
gía mal comprendida y mal aplicada; y, como este mundo está siempre «dividido
contra sí mismo», según la palabra evangélica, los ocultistas franceses, por espíritu
de oposición, constituyeron a su vez una supuesta «tradición occidental» del mismo
género, muchos de cuyos elementos, a saber, los que sacaron de la Kabbala, no pue-
den llamarse occidentales en cuanto a su origen, aunque sí en cuanto a la manera
especial en que los interpretaron. Los primeros presentaron su «tradición» como la
expresión misma de la «sabiduría antigua»; los segundos, un poco más modestos en
sus pretensiones, buscaron hacer pasar su «sincretismo» por una «síntesis», ya que
hay pocos que hayan abusado tanto como ellos de esta palabra. Si los primeros se
mostraban así más ambiciosos, es porque, de hecho, había en el origen de su «movi-
miento» influencias bastante enigmáticas, cuya verdadera naturaleza, ellos mismos

168
RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

fueron incapaces de determinar; en lo que concierne a los segundos, sabían que no


había nada detrás de ellos, que su obra solo era la de algunas individualidades redu-
cidas a sus propios medios, y, si ocurrió que «algo» diferente se introdujo ahí tam-
bién, fue mucho más tarde; no es muy difícil hacer en estos dos casos, la aplicación
de lo que hemos dicho hace un momento, y dejamos a cada uno que saque las con-
clusiones oportunas.

No ha habido nunca nada que se haya llamado «tradición oriental» o «tradición


occidental», ya que tales denominaciones son muy vagas para poder aplicarse a una
forma tradicional definida, puesto que, a menos que uno se remonte a la tradición
primordial, que está aquí fuera de cuestión, por razones fáciles de comprender, y que
no es ni oriental ni occidental, hay y ha habido siempre formas tradicionales diversas
y múltiples tanto en Oriente como en Occidente. Otros han creído hacerlo mejor, e
inspirar más confianza, apropiándose del nombre mismo de alguna tradición que
existió realmente en una época más o menos lejana, y haciendo de ella la etiqueta de
una construcción tan heteróclita como las precedentes, ya que, aunque utilizan lo que
han podido llegar a saber de la tradición que han elegido, están obligados a completar
esos pocos datos, siempre fragmentados e incluso hipotéticos, recurriendo a otros
elementos tomados en otras partes o enteramente imaginarios. En todos los casos, el
menor examen de todas estas producciones basta para hacer sobresalir el espíritu
actual que las preside, y que se traduce siempre por la presencia de algunas de esas
mismas «ideas directrices» que hemos mencionado más atrás; así pues, no hay nece-
sidad de llevar las investigaciones muy lejos ni de tomarse el trabajo de determinar
en detalle la proveniencia de tal o cual elemento de semejante conjunto, puesto que
esta sola constatación muestra, sin la menor duda, que uno no se encuentra en pre-
sencia de una falsificación.

Uno de los mejores ejemplos de éste último caso, son las numerosas organizacio-
nes que, en la época actual, se llaman «rosacrucianas», y que están en contradicción
unas con otras, e incluso en combate abierto, al tiempo que se proclaman represen-
tantes de una sola y misma «tradición». De hecho, se puede dar la razón a todas ellas
cuando denuncian a sus concurrentes como ilegítimas y fraudulentas; ciertamente, no
ha habido nunca tantos «rosacrucianos», como desde que ya no los hay auténticos.
Además, no hay peligro en hacerse pasar por la continuación de algo que pertenece al
pasado, sobre todo cuando no hay que temer los desmentidos debido a que aquello de

169
RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

lo que se trata estuvo siempre, como es el caso aquí, envuelto en una cierta obscuri-
dad, de suerte que no se conocen ni su origen ni su fin; ¿y quién, entre el público
profano e incluso entre los «pseudoiniciados», puede saber lo que fue exactamente la
tradición que, durante un cierto periodo, se calificó de rosacruciana? Debemos agre-
gar que estas precisiones, concernientes a la usurpación del nombre de una organiza-
ción iniciática, no se aplican a un caso como el de la pretendida «Gran Logia Blan-
ca», de la que cada vez se habla más, y no solo entre los teosofistas; esta denomina-
ción, en efecto, no ha tenido nunca en ninguna parte el menor carácter tradicional, y,
si este nombre convencional puede servir de «máscara» a algo que tenga alguna
realidad, no es del lado iniciático donde conviene buscarlo.

Se ha criticado la manera en que algunos relegan a los «Maestros» que les avalan
a alguna región casi inaccesible del Asia central o de cualquier otra parte; en efecto,
éste es un medio sencillo de hacer sus pretensiones inverificables, pero no es el úni-
co, y el alejamiento en el tiempo puede desempeñar también un papel comparable al
del alejamiento en el espacio. Otros no vacilan en pretender vincularse a alguna tra-
dición desaparecida y extinguida hace siglos o incluso milenios; es cierto que, a me-
nos que se atrevan a afirmar que esa tradición se ha perpetuado durante todo este
tiempo, tan secreta y bien oculta que nadie más que ellos ha podido descubrir el me-
nor rastro de ella, eso les priva de la ventaja de pretender una filiación directa y con-
tinua, que aquí ya no tendría la apariencia de verosimilitud que puede tener cuando
se trata de una forma reciente como lo es la tradición rosacruciana; pero este defecto
parece tener muy poca importancia a sus ojos, ya que, son tan ignorantes de las ver-
daderas condiciones de la iniciación, que se imaginan que un simple vínculo solo
«ideal», sin ninguna transmisión regular, puede ocupar el lugar de un vínculo efecti-
vo. Así pues, está claro que una tradición se presta mejor a todas las «reconstitucio-
nes» fantásticas cuanto más perdida y olvidada está, y cuanto menos se sabe a qué
atenerse sobre el significado real de los vestigios que subsisten de ella, a los que,
entonces, se les puede hacer decir todo lo que se quiera. En este caso, cada quien
pondrá ahí solo lo que esté conforme con sus propias ideas; sin duda, no hay que
buscar ninguna otra razón más que ésta para darse cuenta de que la tradición egipcia
es particularmente «explotada» en este aspecto, y de por qué tantos «pseudoinicia-
dos» de escuelas muy diversas le hacen objeto de una predilección que no se com-
prendería de otro modo. Debemos precisar que estas observaciones no conciernen a
las referencias a Egipto o a otras cosas del mismo género que a veces pueden encon-

170
RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

trarse también en algunas organizaciones iniciáticas, pero que tienen solo un carácter
de «leyendas» simbólicas; aquí apuntamos a lo que se da por una restauración de una
tradición o de una iniciación que ya no existe, restauración que, incluso en la hipóte-
sis imposible de que estuviera completa, no tendría otro interés que el de una simple
curiosidad arqueológica.

Estas consideraciones bastan para comprender lo que son todas esas falsifi-
caciones «pseudoiniciáticas» de la idea tradicional tan características de nuestra
época, a saber, una mezcla más o menos coherente de elementos en parte pla-
giados y en parte inventados, donde el todo está dominado por las concepciones
antitradicionales que son lo propio del espíritu actual, y que solo sirven para
extender aún más esas concepciones haciéndolas pasar por tradicionales, por no
hablar del fraude que supone dar por «iniciación» lo que en realidad solo tiene
un carácter profano, por no decir «profanador». Si se dice, como una circuns-
tancia atenuante, que casi siempre hay en ellas, a pesar de todo, algunos elemen-
tos de proveniencia tradicional, responderemos esto: toda imitación, para ha-
cerse aceptar, debe tomar al menos algunos rasgos de lo que imita, pero es eso lo
que aumenta más su peligro; ¿no es la mentira más hábil, y también la más fu-
nesta, la que mezcla de manera inextricable lo verdadero con lo falso, haciendo
servir lo verdadero al triunfo de lo falso?

171
RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

CAPÍTULO XXXVII

El engaño de las «profecías»

La mezcla de lo verdadero y lo falso, que se encuentra en las «pseudotradiciones»


de fabricación actual, se encuentra también en las pretendidas «profecías» que, en
estos últimos años, se expanden y se explotan sin medida, para fines muy enigmáti-
cos; decimos pretendidas, ya que hay que entender bien que la palabra «profecía»
solo se aplica a los anuncios de acontecimientos futuros que contienen los Libros
sagrados de las diferentes tradiciones, y que provienen de una inspiración de orden
espiritual; fuera de esto, su empleo es abusivo, y la única palabra que conviene en-
tonces es «predicción». Además, estas predicciones son de origen muy diverso; las
hay que han sido obtenidas por la aplicación de algunas ciencias tradicionales secun-
darias, y que son las más válidas, a condición de que se comprenda realmente su sen-
tido, lo que no es fácil, ya que están formuladas en términos enigmáticos y frecuen-
temente solo se aclaran después de que los eventos aludidos ya han acontecido; así
pues, hay que desconfiar siempre, no de esas predicciones en sí mismas, sino de las
interpretaciones «tendenciosas» que se dan de ellas. En cuanto al resto, lo que tiene
de auténtico solo proviene de los «videntes» sinceros, pero poco «iluminados», que
han percibido algunas cosas confusas que se refieren a un porvenir mal determinado,
en cuanto a la fecha y orden de sucesión de los acontecimientos, y que, al mezclarlas
inconscientemente con sus propias ideas, las expresan más confusamente aún, de
suerte que no es difícil encontrar ahí todo lo que se quiera.

Así se entiende bien a qué sirve todo eso en las condiciones actuales: como estas
predicciones presentan siempre las cosas bajo un cariz inquietante e incluso aterra-
dor, porque es ese aspecto de los acontecimientos el que toca más a los «videntes»,
basta para perturbar la mentalidad pública, propagarlas acompañándolas de comenta-
rios que hagan sobresalir su lado amenazador y que presenten los acontecimientos en
cuestión como inminentes1; si esas predicciones concuerdan entre sí, su efecto es

1
El anuncio de la destrucción de París por el fuego, por ejemplo, se extendió varias veces de esta
manera, con fijación de fechas precisas en las que nunca se ha producido nada, salvo el terror que

172
RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

reforzado; y, si se contradicen, solo producen más desorden; tanto en un caso como


en el otro, todo son beneficios para los poderes de subversión. Hay que agregar que
todas estas cosas, que provienen de regiones bastante bajas del dominio psíquico,
llevan con ellas, por eso mismo, influencias desequilibradoras y disolventes que au-
mentan mucho su peligro; y por eso, aquellos mismos que no les dan crédito, sienten
no obstante, en muchos casos, un malestar a su respecto comparable al que produce,
incluso en personas muy poco «sensitivas», la presencia de fuerzas sutiles de orden
inferior. No se podría creer, por ejemplo, cuántas gentes han sido desequilibradas
gravemente, e incluso irremediablemente, por las numerosas predicciones en las que
se habla del «Gran Papa» y del «Gran Monarca», predicciones que contienen, no
obstante, rastros de ciertas verdades, pero extrañamente deformadas por los «espe-
jos» del psiquismo inferior, y, además, empequeñecidas a la medida de la mentalidad
de los «videntes» que las han «materializado» para hacerlas entrar en el marco de sus
ideas preconcebidas1. La manera en que los videntes presentan estas cosas, los cuales
frecuentemente también son «sugestionados»2, toca muy de cerca «fondos» muy te-
nebrosos, cuyas ramificaciones, al menos desde el comienzo del siglo XIX, serían
curiosas de seguir para quien quiera desentrañar la verdadera historia de aquellos
tiempos, historia muy diferente de la que se enseña «oficialmente»; pero aquí no po-
demos entrar en el detalle de esas cosas, y solo daremos algunas precisiones genera-
les sobre esta cuestión, y además manifiestamente embrollada a propósito en todos
sus aspectos3, cuestión que no podemos silenciar sin que la enumeración de los prin-
cipales elementos característicos de la época actual quede incompleta, ya que ahí hay
también uno de los síntomas más significativos de la segunda fase de la acción anti-
tradicional.

La propagación de predicciones como las que acabamos de tratar solo es la parte


más elemental del trabajo que se está realizando actualmente a este respecto, porque,
en este caso, el trabajo ya ha sido hecho, sin saberlo, por los «videntes» mismos; hay

suscita en muchas gentes y que no disminuye a pesar de estos reiterados fracasos.


1
La parte relativamente válida de estas predicciones parece referirse a la función del Mahdi y a la
del décimo Avatâra; estas cosas, que conciernen directamente a la preparación de la «rectificación»
final, están fuera del tema del presente estudio; todo lo que queremos indicar aquí, es que su deforma-
ción misma se presta a una explotación «al revés» en el sentido de la subversión.
2
Hay que entender bien que «sugestionado» no significa «alucinado»; entre estos dos términos,
hay la misma diferencia que entre ver cosas que son consciente y voluntariamente imaginadas por
otros e imaginarlas uno mismo «subconscientemente».
3
Piénsese, por ejemplo, en todo lo que se ha hecho para volver inextricable una cuestión histórica
como la de la supervivencia de Luis XVII, y con eso se podrá tener una idea de lo que queremos decir.

173
RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

otros casos en los que hay que elaborar interpretaciones más sutiles para que las pre-
dicciones respondan a ciertos designios. Es lo que ocurre con las que se basan en
conocimientos tradicionales, y, entonces, es su oscuridad lo que se aprovecha para
aquello que se proponen1; algunas profecías bíblicas, por idéntica razón, son también
objeto de este género de interpretaciones «tendenciosas», cuyos autores frecuente-
mente tienen buena fe, pero se cuentan también entre los «sugestionados» que sirven
para sugestionar a los demás; en eso hay como una «epidemia» psíquica muy conta-
giosa, que cuadra demasiado bien con el plan de subversión como para ser «espontá-
nea», y que, como todas las demás manifestaciones del desorden actual (comprendi-
das las revoluciones que los ingenuos creen «espontáneas»), supone una voluntad
consciente en su punto de partida. La peor ceguera es la que consiste en no ver ahí
más que una cuestión de «moda» sin importancia real2; y se puede decir otro tanto de
la difusión creciente de algunas «artes adivinatorias», que no son tan inofensivas
como puede parecer a quienes no van al fondo de las cosas: generalmente, son restos
incomprendidos de antiguas ciencias tradicionales casi completamente perdidas, y,
además del peligro que se vincula ya a su carácter de «residuos», se manejan de tal
modo que su puesta en obra abre la puerta, bajo pretexto de la «intuición» (y aquí
hay que señalar este encuentro con la «filosofía actual»), a la intervención de todas
las influencias psíquicas del carácter más dudoso3.

Se utilizan también, por interpretaciones apropiadas, predicciones cuyo origen es


más bien sospechoso, pero bastante antiguo, y que quizás no se hicieron para servir
en las circunstancias actuales, aunque los poderes de subversión ejercieran ya su in-
fluencia en aquella época (se trata de la época a la que se remonta el comienzo mis-
mo de la desviación actual, es decir, los siglos XIV al XVI); desde entonces es posi-
ble que hayan tenido en vista, al mismo tiempo que metas más inmediatas, la prepa-
ración de una acción que solo debía llevarse a cabo a largo plazo 4. Esta preparación

1
Las predicciones de Nostradamus son aquí el ejemplo más señalado y más importante; las inter-
pretaciones más o menos llamativas a las que han dado lugar, en estos últimos años, son casi innume-
rables.
2
La «moda» misma, invención actual, no es, en su verdadero significado, una cosa desprovista de
importancia: representa el cambio incesante y sin meta, en contraste con la estabilidad y el orden que
reinan en las civilizaciones tradicionales.
3
Hay mucho que decir a este respecto sobre el uso del Tarot, donde se encuentran vestigios de
una ciencia tradicional incontestable, pero que tiene también aspectos muy tenebrosos; aquí no aludi-
mos a los delirios ocultistas a los que da lugar, sino a algo más efectivo, que hace su manejo peligroso
para quienquiera que no esté suficientemente garantizado contra la acción de las «fuerzas inferiores».
4
Los que sientan curiosidad por tener detalles sobre este aspecto de la cuestión pueden consultar

174
RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

no ha cesado nunca y ha proseguido bajo otras modalidades, de las que la sugestión


de los «videntes» actuales y la organización de «apariciones» de un carácter nada
ortodoxo representan solo uno de los aspectos donde se muestra más claramente la
intervención directa de las influencias sutiles; pero este aspecto no es el único, e,
incluso cuando se trata de predicciones aparentemente «fabricadas» con todo tipo de
cosas, tales influencias pueden entrar igualmente en juego, primero, en razón de la
fuente «contrainiciática» de donde proviene su inspiración, y después, por los que se
toman para servir de «soportes» a esta elaboración.

Al escribir éstas últimas palabras, tenemos especialmente en vista un ejemplo


llamativo, tanto en sí mismo como por el éxito que ha tenido en diversos medios, y
que por eso merece aquí algo más que una simple mención: queremos hablar de las
supuestas «profecías de la Gran Pirámide», difundidas en Inglaterra, y de ahí al mun-
do entero, para fines que son en parte políticos, pero que van más allá de la política
en el sentido ordinario de esta palabra, y que se ligan estrechamente a otro trabajo
emprendido para persuadir a los ingleses de que son los descendientes de las «tribus
perdidas de Israel»; pero, no podemos insistir demasiado en ello sin entrar en desa-
rrollos que aquí están fuera de lugar. He aquí en breves palabras de qué se trata: al
medir, de un modo que no está exento de arbitrariedad (puesto que no hay nada fija-
do sobre las medidas de que se servían los antiguos egipcios), las diferentes partes de
los corredores y de las estancias de la Gran Pirámide1, se ha pretendido descubrir en
eso algunas «profecías», haciendo corresponder los números así obtenidos a periodos
y a fechas de la historia. Desgraciadamente, todo eso es tan absurdo que uno se pue-
de preguntar cómo es posible que nadie se de cuenta de ello, y es eso lo que muestra
hasta qué punto están «sugestionados» nuestros contemporáneos; en efecto, supo-
niendo que los constructores de la Pirámide incluyeran en ella «profecías», solo dos

útilmente, a pesar de las reservas que habría que hacer sobre algunos puntos, un libro titulado Autour
de la Tiare, por Roger Duguet, obra póstuma de alguien que estuvo vinculado estrechamente con
algunos de los «fondos» a los que hemos aludido más atrás; y que, al final de su vida, quiso aportar su
«testimonio», como él mismo dice, y contribuir a desvelar esos «fondos»; las razones «personales»
que pudo tener para actuar así no importan pues no restan interés a sus «revelaciones».
1
A decir verdad, esta «Gran Pirámide» no es mayor que las otras dos, y sobre todo que la más
cercana, de modo que la diferencia entre ellas sea tan sobresaliente; pero sin que se sepa bien por qué
razones se han «hipnotizado» con ella, casi exclusivamente, todos los «investigadores» actuales, y es a
ella a la que se refieren siempre todas sus hipótesis más estrafalarias, comprendidas, por citar solo dos
de los ejemplos más llamativos, la que quiere encontrar en su disposición interior un mapa de las
fuentes del Nilo, y aquella según la cual el «Libro de los Muertos» no es otra cosa que una descripción
explicativa de esta misma disposición.

175
RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

cosas serían plausibles: o que esas «profecías», que deben basarse forzosamente en
un cierto conocimiento de las leyes cíclicas, se refieren a la historia general del mun-
do y de la humanidad, o que hayan sido adaptadas de modo que conciernan solo a
Egipto; ¡pero ocurre que no es ni lo uno ni lo otro, ya que todo lo que se pretende
encontrar ahí se reduce exclusivamente al punto de vista del Judaísmo primero y del
Cristianismo después, de modo que hay que concluir lógicamente que la Pirámide no
es un monumento egipcio, sino un monumento «judeocristiano»! Solo esto debería
bastar para hacer justicia a esta historia inverosímil; conviene agregar también que
todo eso está concebido según una supuesta «cronología» bíblica inaceptable, con-
forme al «literalismo» más estrecho y más protestante, sin duda porque había que
adaptar esas cosas a la mentalidad del medio en el que debían ser propagadas en pri-
mer lugar. Hay que hacer aún muchas otras precisiones bien curiosas: parece que
desde el comienzo de la era cristiana, no se ha encontrado ninguna fecha interesante
que señalar antes de las primeras vías férreas; hay que creer, según eso, que aquellos
antiguos constructores tenían una perspectiva muy actual en su apreciación de la im-
portancia de los acontecimientos; es ese el elemento grotesco que no falta nunca en
este tipo de cosas, y por el cual se traiciona su verdadero origen: ¡el diablo es cierta-
mente muy astuto, pero nunca puede evitar ser ridículo por algún lado!1

Y eso no es todo: cada cierto tiempo, apoyándose en las «profecías de la Gran Pi-
rámide» o en otras predicciones cualesquiera, y librándose a cálculos cuya base per-
manece siempre bastante mal definida, se anuncia que tal fecha precisa debe marcar

1
No dejaremos la «Gran Pirámide» sin señalar también otra fantasía actual: algunos atribuyen una
importancia considerable al hecho de que jamás haya sido acabada; falta la cúspide en efecto, pero
todo lo que se puede decir de cierto a este respecto, es que los autores más antiguos de los que se tiene
testimonio, la vieron siempre truncada como lo está hoy día; ¡de ahí a pretender, como lo ha escrito
textualmente un ocultista, que «el simbolismo oculto de las Escrituras hebraicas y cristianas se refiere
directamente a los hechos que tuvieron lugar durante el curso de la construcción de la Gran Pirámide»,
hay verdaderamente mucho trecho, y esa es también una aserción que nos parece carecer completa-
mente de verosimilitud! —Cosa bastante curiosa, en el sello oficial de los Estados Unidos figura la
Pirámide truncada, encima de la cual hay un triángulo radiante que, aunque está separado de ella, e
incluso aislado por el círculo de nubes que le rodea, parece en cierto modo reemplazar su cúspide;
pero hay también en este sello, del que algunas de las organizaciones «pseudoiniciáticas» que pululan
en América buscan sacar un gran partido explicándole conformemente a sus «doctrinas», otros deta-
lles que son al menos extraños, y que parecen indicar efectivamente una intervención de influencias
sospechosas: así, el número de las basas de la Pirámide, que son trece (este mismo número vuelve con
alguna insistencia en otras particularidades, y es el de las letras que componen la divisa E pluribus
unum), se dice que corresponde al de las tribus de Israel (contando por separado las dos semitribus de
los hijos de José), y eso sin duda no carece de relación con los orígenes reales de las «profecías de la
Gran Pirámide», que como acabamos de ver, tienden también a hacer de ésta, para fines más bien

176
RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

«la entrada de la humanidad en una nueva era», o también «la venida de un renuevo
espiritual» (veremos más adelante cómo conviene entender esto); varias de esas fe-
chas ya han pasado, y nada sobresaliente se ha producido; ¿pero qué es exactamente
lo que todo eso quiere decir? De hecho, hay también otra utilización de las predic-
ciones (queremos decir otra, además de esa que aumenta el desorden de nuestra épo-
ca sembrando por todas partes el trastorno y el desconcierto), y que no es la menos
importante, ya que consiste en hacer de ellas un medio de sugestión directa que con-
tribuye a determinar efectivamente la producción de ciertos acontecimientos futuros;
¿no es cierto, por ejemplo (para mostrar aquí un caso muy simple a fin de hacernos
comprender mejor), que, anunciando con insistencia una revolución en tal país y en
tal época, se ayuda a hacerla estallar en el momento querido por aquellos que se in-
teresan en ella? Para algunos, actualmente se trata de crear un «estado de espíritu»
favorable a la realización de «algo» que entra en sus designios, y que esperan llevarlo
a cabo antes o después; nos queda ver más exactamente a qué tiende esta empresa
«pseudoespiritual», y hay que decir que, sin querer ser «pesimista» (puesto que «op-
timismo» y «pesimismo» son dos actitudes sentimentales opuestas que deben perma-
necer ajenas a nuestro punto de vista estrictamente tradicional), hay en eso una pers-
pectiva nada tranquilizadora para un porvenir bastante próximo.

obscuros, una suerte de monumento «judeocristiano».

177
RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

CAPÍTULO XXXVIII

De la antitradición a la contratradición

Las cosas que hemos dicho en último lugar, como todas las que pertenecen al
mundo actual, tienen un carácter antitradicional; pero, en un sentido, van aún más
lejos que la «antitradición», entendida solo como una negación, y tienden a la consti-
tución de lo que se puede llamar una «contratradición». Aquí hay una distinción se-
mejante a la que hemos hecho antes entre desviación y subversión, y que correspon-
de también a las dos fases de la acción antitradicional considerada en su conjunto: la
«antitradición» tuvo su expresión más completa en el materialismo «integral», tal
como reinaba a finales del siglo XIX; en cuanto a la «contratradición», actualmente
ya se ven signos claros, constituidos por todas esas cosas que falsifican de un modo u
otro la idea tradicional. Podemos agregar que, del mismo modo que la tendencia a la
«solidificación», expresada por la «antitradición», no pudo alcanzar su límite extre-
mo, que está por debajo de toda existencia posible, es de prever que la tendencia a la
disolución, que encuentra su expresión en la «contratradición», tampoco podrá; las
condiciones mismas de la manifestación, en tanto que el ciclo no esté acabado, exi-
gen que sea así; y, en lo que concierne al fin de este ciclo, supone la rectificación por
la que estas tendencias «maléficas» serán «transmutadas» en un resultado «benéfi-
co», como ya lo hemos explicado más atrás. Además, todas las profecías (y aquí to-
mamos esta palabra en su sentido verdadero) indican que el triunfo aparente de la
«contratradición» será pasajero, y que, en el momento mismo en que parezca com-
pleta, será destruida por la acción de influencias espirituales que intervendrán enton-
ces para preparar inmediatamente la «rectificación» final; en efecto, es necesaria una
tal intervención directa para poner fin a la más temible y verdaderamente «satánica»
de todas las posibilidades incluidas en la manifestación cíclica; pero, sin anticipar
más, vamos examinar lo que representa en realidad esta «contratradición».

Para eso, debemos referirnos aún al papel de la «contrainiciación»: en efecto, es


ésta la que, después de haber trabajado en la sombra para inspirar y dirigir invisible-
mente todos los «movimientos» actuales, por último «exterioriza» algo que es como

178
RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

la contrapartida de una verdadera tradición. Como la iniciación es lo que representa


el espíritu de una tradición, la «contrainiciación» desempeña un papel semejante res-
pecto a la «contratradición»; pero, es erróneo hablar aquí de espíritu, puesto que es
«eso» en lo que el espíritu está totalmente ausente, «eso» que es su opuesto, si el
espíritu no estuviera más allá de toda oposición, y que tiene en efecto la pretensión
de oponérsele, imitándole en todo a la manera de esa sombra inversa que hemos
mencionado; así pues, por lejos que se lleve esta imitación, la «contratradición» solo
puede ser una parodia (la más extrema e inmensa de todas las parodias), parodia de la
que hasta ahora, solo hemos visto «ensayos» y «prefiguraciones» muy leves en com-
paración con lo que se prepara para un porvenir muy próximo.

Lo que permite que las cosas lleguen a tal punto, es que la «contrainiciación», no
puede ser asimilada a una invención humana, la cual no se distinguiría de la «pseudo-
iniciación»; en verdad, la «contrainiciación» es mucho más que eso, y, para serlo, es
necesario que, en su origen mismo, proceda de la fuente única a la que se vincula la
iniciación, y también todo lo que manifiesta en nuestro mundo un elemento «no hu-
mano»; pero procede de ella por una degeneración que llega hasta el grado más ex-
tremo, es decir, hasta la «inversión» que constituye el «satanismo». Esta degenera-
ción es mucho más profunda que la de una tradición simplemente desviada o trunca-
da y reducida a su parte inferior; ahí hay también algo más que en el caso de las tra-
diciones muertas y abandonadas por el espíritu, cuyos residuos puede utilizar la
«contrainiciación» para sus fines como ya lo hemos explicado. Eso lleva a pensar
que esta degeneración debe remontarse mucho más lejos en el pasado; y, por obscura
que sea esta cuestión de los orígenes, se puede admitir como verosímil que se vincule
a la perversión de alguna de las antiguas civilizaciones que pertenecieron a alguno de
los continentes desaparecidos en los cataclismos que se produjeron en el curso del
presente Manvantara1. En todo caso, cuando el espíritu se ha retirado, ya no se puede
hablar de iniciación; de hecho, los representantes de la «contrainiciación» ignoran
completamente toda verdad de orden espiritual y metafísica, que es, para ellos, abso-
lutamente extraña desde que «se les cerró el cielo»2. Al no poder llevar a los seres a
los estados «suprahumanos» como la iniciación, ni limitarse solo al dominio humano,

1
El capítulo VI del Génesis podría proporcionar quizás, en forma simbólica, algunas indicaciones
que se refieren a esos orígenes lejanos de la «contrainiciación».
2
Aquí se puede aplicar analógicamente el simbolismo de la «caída de los ángeles», puesto que, lo
que se trata, es lo que se le corresponde en el orden humano; y por eso se puede hablar de «satanismo»
en el sentido más propio y literal de la palabra.

179
RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

la «contrainiciación» les lleva hacia lo «infrahumano», y es ahí donde está lo que le


queda de poder efectivo; no es difícil comprender que esto es algo muy diferente de
la comedia de la «pseudoiniciación»: se trata de la vía «infernal» que pretende opo-
nerse a la vía «celeste», y que presenta la apariencia exterior de una tal oposición,
aunque ésta solo es ilusoria; y, como ya lo hemos dicho más atrás a propósito de la
falsa espiritualidad donde se pierden los que se comprometen en una suerte de «reali-
zación al revés», la «contrainiciación» solo puede desembocar finalmente en la «de-
sintegración» total del ser consciente y en su disolución sin retorno.

Para que la imitación por reflejo inverso sea completa, se constituyen centros a
los que se vinculan las organizaciones que dependen de la «contrainiciación», cen-
tros únicamente «psíquicos», como las influencias que utilizan y transmiten, y no
espirituales como en el caso de la iniciación y de la tradición verdadera, pero que, en
razón de lo que acabamos de decir, toman no obstante su apariencia exterior, lo que
da la ilusión de la «espiritualidad al revés». Aquí, no hay que sorprenderse si esos
centros, y no solo algunas de las organizaciones que están subordinadas a ellos en
muchos casos, están en lucha unos con otros, ya que el dominio donde se sitúan, al
ser el que está más cerca de la disolución «caótica», es por eso mismo el dominio
donde todas las oposiciones tienen libre curso, ya que no están armonizadas y conci-
liadas por la acción directa de un principio superior. De ahí resulta, en lo tocante a
las manifestaciones de estos centros o de lo que emana de ellos, una impresión de
confusión y de incoherencia que, ella sí, no es ilusoria, y que es también una «mar-
ca» característica de estas cosas; solo concuerdan en lo negativo, es decir, en la lucha
contra los verdaderos centros espirituales, en la medida en que éstos estén en un nivel
que permita que se entable esa lucha, es decir, solo en un dominio que no rebasa los
límites de nuestro estado individual1. Pero es aquí donde aparece lo que se puede
llamar la «necedad del diablo»: los representantes de la «contrainiciación», al actuar
así, tienen la ilusión de oponerse al espíritu, al que nada puede oponerse; pero al
mismo tiempo, a pesar de ellos y sin saberlo, le están subordinados y no pueden dejar
de estarlo nunca, del mismo modo en que todo lo que existe, aunque sea inconsciente
e involuntariamente, está sometido a la voluntad divina, a la que nada puede sustraer-
se. Así pues, ellos también son utilizados, aunque contra su voluntad, y aunque pien-

1
Desde el punto de vista iniciático, este dominio es el que se designa como los «Misterios meno-
res»; por el contrario, todo lo que se refiere a los «Misterios mayores», al ser de orden «suprahu-
mano», está por eso mismo exento de una tal oposición, puesto que es el dominio que, por su natura-
leza propia, es inaccesible a la «contrainiciación» y a sus representantes de cualquier grado.

180
RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

sen todo lo contrario, en la realización del «plan divino en el dominio humano»; ellos
desempeñan en él, como todos los demás seres, el papel que conviene a su propia
naturaleza, pero, en lugar de ser conscientes de ese papel como lo son los verdaderos
iniciados, solo son conscientes de su lado negativo e inverso; así, ellos mismos están
engañados, de una manera peor que la simple ignorancia de los profanos, puesto que,
en lugar de dejarles en el mismo punto, tiene como resultado llevarlos más lejos del
centro principial. Pero, si no se consideran las cosas solo en relación a estos seres,
sino en relación al conjunto del mundo, hay que decir que son necesarios en el lugar
que ocupan como elementos de este conjunto, y como instrumentos «providencia-
les», de la marcha de este mundo en su ciclo de manifestación, ya que todos los des-
órdenes parciales, aunque aparezcan como el desorden por excelencia, deben concu-
rrir necesariamente al orden total.

Estas consideraciones ayudarán a comprender cómo es posible la constitución de


una «contratradición», pero también por qué solo puede ser inestable y efímera, lo
que no le impide ser la más temible de todas las posibilidades. Se comprenderá
igualmente que esa es la meta que la «contrainiciación» se propone y a la que se ha
dedicado en toda la continuidad de su acción, y que la «antitradición» solo represen-
taba su preparación obligada; después de esto, solo nos queda examinar lo que es
posible prever desde ahora, de acuerdo con los indicios actuales, en lo tocante a las
modalidades según las que puede realizarse esta «contratradición».

181
RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

CAPÍTULO XXXIX

La gran parodia o la espiritualidad al revés

Por todo lo que hemos dicho, es fácil darse cuenta de que la constitución de la
«contratradición» y su triunfo aparente y momentáneo son el reino de lo que hemos
llamado la «espiritualidad al revés», que, naturalmente, no es más que una parodia de
la espiritualidad, a la que imita en sentido inverso, de suerte que parece ser su contra-
rio; decimos que lo parece, y no que lo es, ya que, cualesquiera que sean sus preten-
siones, aquí no hay ni simetría ni equivalencia. Hay que insistir en este punto, ya que
muchos, que se dejan engañar por las apariencias, se imaginan que hay en el mundo
como dos principios opuestos que se disputan la supremacía, concepción errónea que
es, en lenguaje teológico, la que pone a Satán al mismo nivel de Dios, y que se atri-
buye comúnmente a los maniqueos; actualmente hay muchas gentes que son, en este
sentido, «maniqueos» sin sospecharlo, y eso es también el efecto de una «sugestión»
muy perniciosa. En efecto, esta concepción afirma una dualidad principial irreducti-
ble, o, en otros términos, niega la Unidad suprema que está más allá de todas las opo-
siciones y los antagonismos; no hay que sorprenderse de que una tal negación sea la
de los adherentes de la «contrainiciación», e incluso puede ser sincera por su parte,
puesto que el dominio metafísico les está completamente vedado; que para ellos sea
necesario extender e imponer esta concepción es aún más evidente, ya que solo así
pueden hacerse tomar por lo que no son, es decir, por los representantes de algo que
puede ser puesto en paralelo con la espiritualidad e incluso prevalecer finalmente
sobre ella.

Así pues, esta «espiritualidad al revés» es solo una falsa espiritualidad del grado
más extremo; pero se puede hablar también de falsa espiritualidad en todos los casos
donde, por ejemplo, lo psíquico se toma por lo espiritual, sin llegar hasta esta subver-
sión total; es por eso que, para designar a ésta, la expresión de «espiritualidad al re-
vés» es la que conviene mejor, a condición de explicar cómo hay que entenderla. Eso
es el «renuevo espiritual» del que muchos anuncian con insistencia la próxima veni-
da, o también la «nueva era» en la que se esfuerzan por hacer entrar a la humanidad

182
RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

actual1, y que, el estado de «espera» general, creado por la difusión de las prediccio-
nes que hemos mencionado, contribuye a acelerar. El atractivo del «fenómeno», que
ya hemos considerado como uno de los factores determinantes de la confusión de lo
psíquico y lo espiritual, desempeña también un papel muy importante, ya que con eso
serán atrapados y engañados la mayoría de los hombres en el tiempo de la «contra-
tradición», puesto que se dice que los «falsos profetas» que surgirán entonces «harán
grandes prodigios y cosas sorprendentes, hasta seducir, si fuera posible, a los elegi-
dos mismos»2. Es sobre todo aquí donde las manifestaciones de la «metapsíquica» y
de las diversas formas del «neoespiritualismo» aparecen ya como una suerte de «pre-
figuración» de lo que viene ahora, aunque den de ello solo una vaga idea; en el fon-
do, se trata siempre de la acción de las mismas fuerzas sutiles inferiores, pero ahora
son puestas en obra con una fuerza incomparablemente mayor; y, cuando se ve cuán-
tas gentes están dispuestas a dar ciegamente toda su confianza a las divagaciones de
un simple «médium» solo porque son apoyadas por «fenómenos», ¿cómo sorpren-
derse de que la seducción actual sea ya casi general?

Por eso, hay que repetir que los «fenómenos», en sí mismos, no prueban na-
da en cuanto a la verdad de una doctrina o de una enseñanza cualquiera, y que
ese es el dominio por excelencia de la «gran ilusión», donde todo lo que se pre-
sente como signos de «espiritualidad» siempre puede ser simulado y falsificado
por el juego de las fuerzas inferiores; quizás es éste el único caso donde la imita-
ción puede ser perfecta, porque, de hecho, son los mismos «fenómenos», si to-
mamos esta palabra en su sentido propio de apariencias exteriores, los que se
producen en uno y otro caso, y porque la diferencia está solo en la naturaleza de
las causas que intervienen respectivamente en ellos, causas que la gran mayoría
de los hombres es incapaz de determinar; así pues, lo mejor que se puede hacer
es no dar ninguna importancia a todo lo que es «fenómeno», e incluso ver en ello
un signo desfavorable; ¿pero cómo hacer comprender esto a la mentalidad «ex-
perimental» de nuestros contemporáneos, mentalidad que, moldeada primero
por el punto de vista «cientificista» de la «antitradición», ha devenido finalmen-
te uno de los factores que más contribuyen al éxito de la «contratradición»?

1
Es llamativo hasta qué punto esta expresión de «nueva era» ha sido extendida y repetida en to-
dos los medios, con significaciones que pueden parecer bastante diferentes unas de otras, pero que
tienden todas a establecer la misma persuasión en la mentalidad pública.
2
San Mateo, XXIV, 24.

183
RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

El «neoespiritualismo» y la «pseudoiniciación» que procede de él son también


como una «prefiguración» parcial de la «contratradición» bajo otro punto de vista:
hablamos de la utilización, que ya hemos señalado, de elementos auténticamente
tradicionales en su origen, pero desviados de su verdadero sentido y puestos así al
servicio del error; esta desviación solo es un acercamiento al vuelco completo que
caracteriza a la «contratradición» (del cual ya hemos visto un ejemplo significativo
en el caso de la inversión intencional de los símbolos); pero ahora ya no se trata solo
de algunos elementos fragmentados y dispersos, puesto que hay que dar la ilusión de
algo comparable o equivalente, según la intención de sus autores, a lo que constituye
la integralidad de una tradición verdadera, comprendidas sus aplicaciones exteriores
en todos los dominios. Aquí se puede observar que la «contrainiciación», al inventar
y propagar, para sus fines, todas las ideas actuales que representan solo la «antitradi-
ción» era consciente de la falsedad de estas ideas, ya que es evidente que sabía a qué
atenerse sobre esto; pero eso mismo indica que ahí solo se trataba de una fase transi-
toria, ya que una tal empresa de mentira consciente no podía ser la verdadera meta
que se propone; todo eso solo estaba destinado a preparar la venida de otra cosa que
es precisamente la «contratradición». Por eso ya se ve en producciones cuya inspira-
ción «contrainiciática» no es dudosa, la idea de una «organización global» que es
como la contrapartida y la falsificación de la concepción tradicional del «Sacro Im-
perio», organización que es la expresión de la «contratradición» en el orden social; y
también es por eso que el Anticristo debe aparecer como lo que podemos llamar,
según el lenguaje de la tradición hindú, un Chakravartî al revés1.

Este reino de la «contratradición» es lo que se designa como el «reino del Anti-


cristo»: éste, cualquiera que sea la idea que uno se haga de él, es lo que concentrará y
sintetizará en sí mismo, para esta obra final, todos los poderes de la «contrainicia-
ción», ya sea que se le conciba como un individuo o como una colectividad; en un
cierto sentido, es a la vez lo uno y lo otro, ya que debe haber una colectividad que es

1
Sobre el Chakravartî o «monarca universal», ver El Esoterismo de Dante, p. 76, ed. francesa, y
El Rey del Mundo, pp. 17-18, ed. francesa —El Chakravartî es «el que hace girar la rueda», lo que
implica que está en el centro de todas las cosas, mientras que el Anticristo, al contrario, es el ser que
está más alejado de este centro; no obstante, pretende también «hacer girar la rueda», pero en sentido
inverso del movimiento cíclico normal, mientras que todo cambio en la rotación es imposible antes de
la «inversión de los polos», es decir, antes de la «rectificación» que solo puede ser operada por la
intervención del décimo Avatâra; pero, si es designado como el Anticristo, es porque parodia el papel
mismo de este Avatâra final, que es representado como la «segunda venida de Cristo» en la tradición
cristiana.

184
RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

como la «exteriorización» de la organización «contrainiciática» misma que aparece


finalmente a la luz, y también un personaje que, a la cabeza de esta colectividad, es la
expresión más completa y como la «encarnación» misma de lo que ella representa,
aunque solo sea como «soporte» de todas las influencias maléficas que, después de
haberlas concentrado en sí mismo, debe proyectar sobre el mundo. Es solo un «im-
postor», puesto que su reino solo es la «gran parodia» por excelencia, la imitación
caricaturesca y «satánica» de todo lo que es tradicional y espiritual; pero, no obstan-
te, le es verdaderamente imposible no desempeñar ese papel. Ya no se trata del
«reino de la cantidad», que solo era la conclusión de la «antitradición»; es, bajo pre-
texto de una falsa «restauración espiritual», una suerte de reintroducción de la cuali-
dad en todas las cosas, pero de una cualidad tomada al revés de su valor legítimo;
después del «igualitarismo», hay de nuevo una jerarquía afirmada visiblemente, pero
una jerarquía invertida, es decir, una «contrajerarquía», cuya cima está ocupada por
el ser que toca más de cerca que cualquier otro el fondo mismo de los «abismos in-
fernales».

Este ser, si aparece bajo la forma de un personaje determinado, es menos un indi-


viduo que un símbolo, y como la síntesis de todo el simbolismo invertido afín a la
«contrainiciación», que él manifiesta tanto más completamente en sí mismo cuanto
que no tiene, en este papel, ni predecesor ni sucesor; para expresar así lo falso en su
grado más extremo, debe ser enteramente «falso» bajo todos los puntos de vista, y
ser como una encarnación de la falsedad misma1. Por eso mismo, y en razón de esta
extrema oposición a la verdad, el Anticristo puede tomar los símbolos del Mesías,
pero, en un sentido igualmente opuesto2; y el predominio del aspecto «maléfico», o
más exactamente, la substitución del aspecto «benéfico» por éste, por la subversión
del doble sentido de estos símbolos, es lo que constituye su marca característica. Del
mismo modo, debe haber una extraña semejanza entre las designaciones del Mesías
(El-Mesîha en árabe) y las del Anticristo (El-Mesîkh)3; pero éstas son solo una de-

1
La antítesis de Cristo que dice: «Yo soy la Verdad».
2
«Quizás no se ha destacado suficientemente la analogía que existe entre la verdadera doctrina y
la falsa; San Hipólito, en su opúsculo sobre el Anticristo, da un ejemplo memorable de ella que no
sorprenderá a las gentes que han estudiado el simbolismo: el Mesías y el Anticristo tienen ambos por
emblema el león» (P. Vulliaud, La Kabbale juive, t. II, p. 373). —La razón profunda, desde el punto
de vista cabalístico, está en la consideración de las dos caras luminosa y obscura de Metatron; es
igualmente por lo que el número apocalíptico 666, el «número de la Bestia», es también un número
solar (cf. El Rey del Mundo, pp. 34-35, ed. francesa).
3
Hay aquí una doble significación que es intraducible: Mesîkh puede ser tomado como una de-
formación de Mesîha, por simple agregación de un punto a la letra final; pero, al mismo tiempo, esta

185
RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

formación de aquellas, como el Anticristo mismo es representado como deforme en


todas las descripciones simbólicas que se dan de él. En efecto, estas descripciones
insisten sobre todo en las asimetrías corporales, lo que supone que éstas son las mar-
cas visibles de la naturaleza misma del ser al que son atribuidas; y, efectivamente,
ellas son siempre los signos de algún desequilibrio interior; es por eso que tales de-
formidades constituyen «descualificaciones» desde el punto de vista iniciático, pero,
al mismo tiempo, son «cualificaciones» en sentido contrario, es decir, respecto a la
«contrainiciación».

En efecto, puesto que, por definición, ésta va al revés de la iniciación, va por lo


tanto en el sentido de un aumento del desequilibrio de los seres, cuyo término extre-
mo es la disolución o la «desintegración» que ya hemos mencionado; así pues, el
Anticristo debe estar tan cerca como sea posible de esta «desintegración», de suerte
que se puede decir que su individualidad, al mismo tiempo que está desarrollada de
una manera monstruosa, está ya casi aniquilada, realizando así lo inverso del desva-
necimiento del «yo» en el «Sí mismo», o, en otros términos, la confusión en el
«caos» en lugar de la fusión en la unidad principial; y este estado, figurado por las
deformidades y las desproporciones de su forma corporal, está en el límite inferior de
las posibilidades de nuestro estado individual, de suerte que la cima de la «contraje-
rarquía» es el lugar que le conviene en ese «mundo invertido» que es el suyo. Por
otra parte, desde el punto de vista simbólico, y en tanto que representa la «contratra-
dición», el Anticristo no es menos necesariamente deforme: decíamos hace un mo-
mento que hay ahí solo una caricatura de la tradición, y quien dice caricatura dice
deformidad; si fuera de otro modo, no habría exteriormente ningún medio de distin-
guir la «contratradición» de la tradición verdadera, y es necesario, para que los «ele-
gidos» no sean seducidos, que lleve en sí misma la «marca del diablo». Además, lo
falso es también lo «artificial», y, a este respecto, la «contratradición» no puede dejar
de tener también ese carácter «mecánico» que es el de todas las producciones del
mundo actual, del que ella es la última; más exactamente, hay en ella algo compara-
ble al automatismo de los «cadáveres psíquicos» que hemos mencionado preceden-
temente, y, como ellos, está hecha de «residuos» animados artificial y momentánea-
mente, lo que explica también que no puede haber en ella nada duradero; ese montón
de «residuos», galvanizado por una voluntad «infernal», es lo que da la idea más
clara de algo que ha llegado a los confines de la disolución.

palabra quiere decir también «deforme», lo que expresa el carácter del Anticristo.

186
RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

Pensamos que no hay que insistir más en todas estas cosas; sería poco útil buscar
prever en detalle cómo será constituida la «contratradición», y estas indicaciones
generales son suficientes para aquellos que quieran hacer por sí solos su aplicación a
algunos puntos más particulares, lo que no entra en nuestro propósito. Con esto he-
mos llegado al término de la acción antitradicional que debe llevar a este mundo ha-
cia su fin; después de ese reino pasajero de la «contratradición», para llegar al mo-
mento último del ciclo actual, ya solo queda la «rectificación» que, al reponer súbi-
tamente todas las cosas en su sitio normal cuando la subversión parezca completa,
preparará inmediatamente la «edad de oro» del ciclo futuro.

187
RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

CAPÍTULO XL

El fin de un mundo

Todo lo que hemos descrito en este estudio constituye lo que se puede llamar los
«signos de los tiempos», según la expresión evangélica, es decir, los signos precurso-
res del «fin de un mundo» o de un ciclo, que solo aparece como el «fin del mundo»
para quienes no ven más allá de los límites de este ciclo mismo, error de perspectiva
excusable, pero que, por ello, no tiene consecuencias menos dolorosas, por los terro-
res que suscita en quienes no están suficientemente desapegados de la existencia te-
rrestre; y son esos los que se hacen con mucha facilidad esta concepción errónea, en
razón de lo limitado de su punto de vista. Ciertamente, puede haber muchos «fines
del mundo», puesto que hay ciclos de duración muy diversa contenidos unos en
otros, y puesto que la misma noción puede aplicarse siempre a todos los grados y a
todos los niveles; pero es evidente que son de importancia desigual, como los ciclos a
los cuales se refieren, y, sobre este punto hay que reconocer que el que consideramos
aquí tiene un alcance más considerable que otros, puesto que es el fin de un Manvan-
tara, es decir, de la existencia temporal de lo que se puede llamar una humanidad, lo
que, una vez más, no quiere decir que sea el fin del mundo terrestre mismo, puesto
que, por la «rectificación» que se opera en el último momento, este fin mismo devie-
ne inmediatamente el comienzo de otro Manvantara.

Aquí hay un punto sobre el que tenemos que explicarnos de un modo más preci-
so: los partidarios del «progreso» acostumbran a decir que la «edad de oro» no está
en el pasado, sino en el porvenir; la verdad es que, en lo que concierne a nuestro
Manvantara, está en el pasado, puesto que es el «estado primordial». No obstante, en
un sentido está a la vez en el pasado y en el porvenir, pero a condición de no limitar-
se al presente Manvantara y de considerar la sucesión de los ciclos terrestres, ya que,
en lo que concierne al porvenir, de lo que se trata es de la «edad de oro» de otro
Manvantara; así pues, está separada de nuestra época por una «barrera» que es in-
franqueable para los profanos que hablan así, y que no saben lo que dicen cuando
anuncian la próxima venida de una «nueva era» refiriéndola a la humanidad actual.

188
RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

Su error, llevado a su grado más extremo, es el del Anticristo mismo al pretender


instaurar la «edad de oro» por el reino de la «contratradición», y al dar incluso su
apariencia, del modo más engañoso y también más efímero, con la falsificación de la
idea tradicional del Sanctum Regnum (Sacro Imperio); con esto se puede comprender
por qué, en todas las «pseudotradiciones» que solo son «prefiguraciones» parciales y
débiles de la «contratradición», pero que tienden inconscientemente a prepararla más
directamente que cualquier otra cosa, las concepciones «evolucionistas» desempeñan
siempre el papel preponderante que hemos señalado. La «barrera» de la que hablá-
bamos hace un momento, que obliga a aquellos para quienes existe a encerrarlo todo
en el interior del ciclo actual, es un obstáculo aún mayor para los representantes de la
«contrainiciación» que para los simples profanos, ya que, al estar orientados única-
mente hacia la disolución, son verdaderamente aquellos para quienes no existe nada
más allá de este ciclo, y por tanto es solo para ellos, para quienes el fin del ciclo es el
«fin del mundo».

Esto plantea otra cuestión conexa de la que diremos algunas palabras, aunque al-
gunas de las consideraciones precedentes aportan ya una respuesta implícita: ¿en qué
medida esos mismos que representan más completamente la «contrainiciación» son
conscientes del papel que desempeñan, y en qué medida son solo instrumentos de
una voluntad que les rebasa, y que ignoran, aunque están subordinados a ella? Según
lo que hemos dicho más atrás, el límite entre estos dos puntos de vista desde los cua-
les se puede considerar su acción, está determinado por el límite del mundo espiri-
tual, en el cual no pueden penetrar; pueden tener conocimientos tan extensos como se
quiera en cuanto a las posibilidades del «mundo intermediario», pero esos conoci-
mientos están siempre falseados por la ausencia del espíritu que es el único que pue-
de darles su verdadero sentido. Evidentemente, tales seres no pueden ser nunca me-
canicistas ni materialistas, y ni siquiera «progresistas» o «evolucionistas» en el senti-
do vulgar de estas palabras, y, cuando lanzan en el mundo las ideas que estas pala-
bras expresan, le engañan deliberadamente; pero esto solo concierne a la «antitradi-
ción», que para ellos es solo un medio y no un fin. Su error es de un orden más pro-
fundo que el de los hombres a los que «sugestionan» con tales ideas, ya que solo es
la consecuencia de su ignorancia de la verdadera espiritualidad; por eso es mucho
más difícil decir hasta qué punto pueden ser conscientes de la falsedad de la «contra-
tradición» que apuntan a constituir, puesto que pueden creer que en eso se oponen al
espíritu, tal como se manifiesta en toda tradición regular, y que están al mismo nivel

189
RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

de aquellos que la representan en este mundo; y, en este sentido, el Anticristo será el


más «ilusionado» de todos los seres. Esta ilusión tiene su raíz en el error «dualista»
que ya hemos mencionado; y el dualismo, bajo una forma u otra, afecta a todos aque-
llos cuyo horizonte se detiene en ciertos límites, aunque sean los del mundo manifes-
tado entero, y que, al no poder resolver así, reduciéndola a un principio superior, la
dualidad que constatan en todas las cosas en el interior de esos límites, la creen irre-
ductible y son llevados así a la negación de la Unidad suprema, que, para ellos, es
como si no existiera. Por eso hemos podido decir que los representantes de la «con-
trainiciación» son engañados por su propio papel, y que su ilusión es la peor de to-
das, puesto que es la única por la que un ser puede, no ser simplemente extraviado,
sino perdido sin retorno; pero, evidentemente, si no tuvieran esta ilusión, no desem-
peñarían una función que debe ser desempeñada como toda otra para el cumplimien-
to del plan divino en este mundo.

Somos llevados así a la consideración del doble aspecto «benéfico» y «maléfico»


bajo el que se presenta la marcha misma del mundo, en tanto que manifestación cí-
clica, y que es verdaderamente la «clave» de toda explicación tradicional de las con-
diciones en las que se desarrolla esta manifestación, sobre todo cuando se la conside-
ra, como lo hemos hecho aquí, en el periodo que lleva directamente a su fin. Por un
lado, si se toma esta manifestación en sí misma, sin referirla a un conjunto más vasto,
su marcha entera, desde el comienzo hasta el fin, es un «descenso» o «degradación»
progresiva, y eso es lo que se puede llamar su sentido «maléfico»; pero, por otro la-
do, esta misma manifestación, restituida al conjunto del que forma parte, produce
resultados que tienen un valor «positivo» en la existencia universal, y es necesario
que su desarrollo prosiga hasta su término, comprendido ahí el de las posibilidades
inferiores de la «edad sombría», para que la «integración» de estos resultados sea
posible y devenga el principio inmediato de otro ciclo de manifestación, y eso es lo
que constituye su sentido «benéfico».

Ello es también así cuando se considera el fin mismo del ciclo: desde el punto de
vista particular de lo que entonces es destruido, porque su manifestación está acabada
y agotada, este fin es «catastrófico», en el sentido etimológico en el que esta palabra
evoca la idea de una «caída» súbita e irremediable; pero, por otra parte, desde el pun-
to de vista en el que la manifestación, al desaparecer como tal, se encuentra reducida
a su principio en todo lo que tiene de existencia positiva, este mismo fin aparece co-

190
RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

mo la «rectificación» por la que todas las cosas son súbitamente restablecidas en su


«estado primordial». Esto puede aplicarse analógicamente a todos los grados, ya sea
que se trate de un ser o de un mundo: es siempre el punto de vista parcial el que es
«maléfico», y el punto de vista total el que es «benéfico», porque todos los desórde-
nes posibles solo son tales en tanto que se les considera en sí mismos y «separada-
mente», y porque estos desórdenes parciales se desvanecen en el orden total en el que
entran finalmente, y del que, despojados de su aspecto «negativo», son elementos
constitutivos al mismo nivel que toda otra cosa; en definitiva, solo es «maléfica» la
limitación que condiciona necesariamente toda existencia contingente.

Hemos hablado primeramente como si los dos puntos de vista «benéfico» y «ma-
léfico» fueran en cierto modo simétricos; pero es fácil comprender que no hay nada
de eso, y que el segundo solo expresa algo inestable y transitorio, mientras que lo que
representa el primero es lo único que tiene un carácter permanente y definitivo, de
suerte que el aspecto «benéfico» prevalece finalmente, mientras que el aspecto «ma-
léfico» se desvanece enteramente, porque, en el fondo, solo es una ilusión inherente a
la «separatividad». Pero entonces ya no se puede hablar de «benéfico», ni tampoco
de «maléfico», en tanto que estos dos términos son correlativos y marcan una oposi-
ción que ya no existe, puesto que, como toda oposición, pertenece solo a un dominio
relativo y limitado; desde que es rebasada, hay solo lo que es, y no puede no ser, ni
ser otro que lo que es; y es así como, si se quiere llegar hasta la realidad del orden
más profundo, se puede decir que «el fin de un mundo» no es y no puede ser nunca
otra cosa que el fin de una ilusión.

191
RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

ÍNDICE

PREFACIO ..................................................................XX

I. Cualidad y Cantidad .....................................................XX


II. «Materia signata quantitate» ........................................XX
III. Medida y manifestación ...............................................XX
IV. Cantidad espacial y espacio cualificado .......................XX
V. Las determinaciones cualitativas del tiempo ................XX
VI. El principio de individuación .......................................XX
VII. La uniformidad contra la unidad ..................................XX
VIII. Oficios antiguos e industria moderna ...........................XX
IX. El doble sentido del anonimato ....................................XX
X. La ilusión de las estadísticas ........................................XX
XI. Unidad y «simplicidad» ..............................................XX
XII. El odio del secreto ........................................................XX
XIII. Los postulados del racionalismo ..................................XX
XIV. Mecanicismo y materialismo .......................................XX
XV. La ilusión de la «vida ordinaria» ..................................XX
XVI. La degeneración de la moneda .....................................XX
XVII. Solidificación del mundo .............................................XX
XVIII. Mitología científica y vulgarización ............................XX
XIX. Los límites de la historia y de la geografía .................XX
XX. De la esfera al cubo ......................................................XX
XXI. Caín y Abel ..................................................................XX
XXII. Significación de la metalurgia ......................................XX
XXIII. El tiempo cambiado en espacio ....................................XX
XXIV. Hacia la disolución .......................................................XX

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RENÉ GUÉNON, EL INMINENTE FIN DE LOS TIEMPOS

XXV. Las fisuras de la «Gran Muralla» .................................XX


XXVI. Chamanismo y Brujería ...............................................XX
XXVII. Residuos Psíquicos .......................................................XX
XXVIII. Las etapas de la acción antitradicional .........................XX
XXIX. Desviación y subversión ..............................................XX
XXX. La inversión de los símbolos ........................................XX
XXXI. Tradición y tradicionalismo .........................................XX
XXXII. El neoespiritualismo .....................................................XX
XXXIII. El intuicionismo contemporáneo ..................................XX
XXXIV. Los desmanes del psicoanálisis ....................................XX
XXXV. La confusión de lo psíquico y lo espiritual ..................XX
XXXVI. La pseudo-iniciación ...................................................XX
XXXVII. El engaño de las profecías ............................................XX
XXXVIII. De la antitradición a la contratradición ........................XX
XXXIX. La gran parodia o la espiritualidad al revés..................XX
XL. El fin de un mundo .......................................................XX

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