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Necesidad, deseo, anhelo

(Fragmento)

...más allá de sus ventajas evidentes sobre otras necesidades mucho menos maleables,
inertes o muy lentas, el deseo le ponía a la predisposición para comprar de los consu-
midores más trabas que la que los distribuidores y comercian-
tes de bienes de consumo consideraban provechosa, e incluso
tolerable. Después de todo, se necesita invertir tiempo, esfuer-
zo y dinero para suscitar el deseo, llevarlo a la temperatura
adecuada y canalizarlo en la dirección correcta; pero ni siquie-
ra eso es suficiente: como Geoff Williams les recuerda a los
aspirantes a proveedores de bienes de consumo (en el número
de agosto de 1999 de la revista norteamericana Entrepeneur),
jamás debe permitirse que los consumidores “despierten” de
sus “sueños”, por lo que lo proveedores de mercancías deben
“esforzarse por asegurar un mensaje consistente”. Es necesario
“producir” todo el tiempo, y a un alto costo, nuevos consumi-
dores guiados por el deseo. En efecto, la producción de consu-
midores se come una parte intolerablemente sustancial de los
Bauman, Zigmunt costos totales de producción, distribución y comercialización;
La Sociedad Sitiada,
Ed. Fondo de Cultura una parte que la competencia tiende a ensanchar cada vez
Económica, más en vez de reducirla.
Buenos Aires, 2004 Pero, como sugiere Harvie Ferguson, el consumismo en su for-
ma actual (afortunadamente para los productores y vendedo-
res de bienes de consumo) “no se basa en la regulación (estimulación) del deseo, sino
en la liberación de fantasías inciertas”. Las “necesidades”, terriblemente restrictivas,
ya tuvieron su época, en la que constituían el motivo principal para el consumo, pero
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ni siquiera los deseos que vinieron a reemplazarlas lograron hacerse con el poder
suficiente para mantener en marcha la sociedad de consumo. El concepto de deseo,
observa Ferguson,
une el consumo a la expresión de la identidad, y a conceptos ligados al gusto y a la discriminación.
El individuo se expresa por medio de sus posesiones. Pero para la sociedad capitalista avanzada, dedicada a
la continua expansión de la producción, éste es un marco psicológico demasiado limitante, que en último
término da origen a una “economía” psíquica bastante diferente. El anhelo reemplaza al deseo como fuerza
que motiva al consumo.7

La historia del consumismo es la historia de cómo se fueron quebrando y


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apartando los sucesivos obstáculos, resistentes y “sólidos”, que evitaban que la fan-
tasía volara con libertad absoluta, y que, en términos de Freud, reducían el “principio
de placer” a la medida del “principio de realidad”. La “necesidad”, a la que los econo-
mistas del siglo XIX consideraban la “solidez” personificada –inflexible, eternamente
circunscrita y finita–, fue descartada, y en un primer momento se la reemplazó por el
deseo, mucho más “fluido” y fácil de propagar que la necesidad a causa de sus vín-
culos, más o menos ilícitos, con pretensiones de autenticidad, plásticas y veleidosas,
y con el “ser interior” en busca de expresión. Ahora, sin embargo, le llega al deseo su
momento de ser descartado. El deseo ya agotó su vida útil: tras haber llevado la adic-
ción de los consumidores hasta el punto en que se encuentra, ya no puede mantener
el ritmo. Es necesario un estimulante más poderoso, y sobre todo más versátil, para
mantener la aceleración de la demanda de consumo a la par de la creciente oferta. El
“anhelo” es el sustituto tan necesario: completa la liberación del principio de placer,
purgando los últimos residuos de cualquier impedimento que aún pueda oponerle el
“principio de realidad”: finalmente, la sustancia naturalmente gaseosa ha sido libera-
da de su recipiente. Para citar una vez más a Ferguson:

Mientras que la instigación del deseo se fundaba en la comparación, la vanidad, la envidia y la “ne-
cesidad” de aprobación por parte de uno mismo, nada subyace a la inmediatez del anhelo. La compra es casual,
imprevista y espontánea. Tiene la cualidad onírica de expresar un anhelo y a la vez cumplirlo, y como todos los
anhelos, es insincera e infantil.8

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Anhelos desbocados como esos confirmarían los presagios de Pascal, aunque a la vez
parecen señalar la derrota de las ambiciones modernas. Si Pascal estaba en lo cierto,
entonces el intento moderno de encerrar los deseos humanos en una caja de metal
hecha con unas pocas necesidades prefijadas iba en contra de la naturaleza huma-
na, y la construcción del orden que impulsó la modernidad era una guerra contra la
naturaleza.
La aversión de los seres humanos a la monotonía del descanso era uno de
los aspectos de la naturaleza humana que los arquitectos modernos del orden racio-
nal querían someter: la predilección de Don Juan por “constantemente terminar y
comenzar desde el principio” era el principal contrincante con el que se enfrentaban
los encargados de construir el orden. No se podía erigir un orden racional sobre las
arenas movedizas del deseo, difuso y huidizo: donde reinaran las pasiones desatadas,
la voz de la razón sería inaudible. El capitalismo moderno podía “fundir los sólidos”,
pero la ambición moderna consistía en reemplazar esos sólidos con otros construidos
a medida, que fueran todavía más sólidos que cualquier cosa que los irracionales
devaneos de la historia pasada pudieran haber dejado a su paso. La modernidad no
era enemiga de los sólidos, distaba mucho de serlo; pero no cualquier sólido podía
pasar la dura prueba de la razón. Los sólidos heredados, como observó de Tocqueville,
se encontraban ya en un avanzado estado de descomposición; habían sido asignados
a los hornos de fundición no a causa de su solidez, sino porque no eran lo suficien-
temente sólidos. Dado que los marcos de las antiguas rutinas se estaban cayendo a
pedazos, había que reemplazarlos con urgencia por otros nuevos, esta vez diseñados
más ingeniosamente, construidos con minuciosidad, resistentes al desgaste, pensa-
dos para perdurar y mantener su forma por un largo tiempo. Desde el Panóptico de
Jeremy Bentham a la administración científica de Frederick Taylor y la línea de pro-
ducción de Henry Ford, no se escatimaron esfuerzos para construir y consolidar esos
marcos para la conducta humana que habrían de suprimir definitivamente las errá-
ticas pasiones, caprichosas por naturalezas, y eliminar todo tipo de irra¬cionalidad,
incluyendo la de los anhelos humanos.

Los deseos y anhelos, particularmente los “imprevistos y espontáneos”, solían ser vis-
tos con sospechas por los arquitectos del orden: del mismo modo en que la “natura-
leza” como la retrataba la ciencia popular de la época era un sistema perfectamente
cerrado, la modernidad buscaba para sí un orden que se aviniera a los mandatos de
la razón hasta sus últimas consecuencias: nada que fuera disfuncional, ni indiferente
al criterio de funcionalidad, estaba permitido. No se consentían antojos ni caprichos;
el comportamiento espontáneo, o falto de una motivación trascendente, se consi-
deraba peligroso para la “conservación del orden”. Cualquier libertad más allá del
“reconocimiento de las necesidades” era como una espina clavada en el costado de
la racionalidad. En un esquema como ése, el consumo, como los demás placeres de la
vida, no podía ser más que un servidor del orden racional (el chantaje que había que
pagarle a regañadientes a la irreductible irracionalidad de la condición humana), o un
pasatiempo lanzado a los márgenes del camino principal de la vida, donde no podría
interferir con sus verdaderos asuntos.

Notas

7- Harvie Ferguson, The Lure of Dreams: Sigmund Freud and the Construction of Modernity, Rout-
ledge, 1996, p. 205.

8- Harvie Ferguson, “Watching the world go round: atrium culture and the psychology of shopping”,
en: Rob Shields (comp.), Lifestyle Shopping: The Subject of Consumption, Rou-tledge, 1992, p. 31.

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