el compromiso más importante, fue asignarles un
orden de importancia, o bien el lugar que realmente
En el año 2004 fui invitado por la revista Crann
a ofrecer una serie de charlas para diseñadores
y estudiantes. La aparente buena acogida del
público y la amistad insoslayable de los dueños
y directores de la publicación fueron elaborando
en sus insondables cabezas la idea de que lo
expresado en esas charlas era buen material
para un libro. Lejos de discutir esa afirmación
trasnochada, me aproveché descaradamente de
sus nobles corazones y de su confianza edificando
sobre tal equívoco el ensayo que leerán a
continuación.
Para mitigar mi remordimiento me aboqué a
la tarea de realizar un estudio detallado de los
autores que ya había frecuentado y a buscar otros
nuevos y más actualizados. Se ampliaron datos
y se agregaron capítulos, surgiendo también de
la mecánica de la escritura nuevas miradas sobre
lo ya pensado. De tal modo el resultado al que
arribé tiene algunas diferencias con el contenido
original de las charlas, siendo mucho más profundo
y pormenorizado que aquellas. Esto, lejos de ser
un hallazgo fortuito, fue algo buscado desde las
intenciones pues la mera transcripción de una charla
o una ponencia tiene en general como resultado un
texto llano y repetitivo.
La estructura de este libro está centrada en la
descripción de las que a mi juicio son las principales
influencias en el diseño contemporáneo, a saber: la
racionalidad instrumentada al modo funcionalista,
las artes plásticas y la moda. La tarea, y he aquí
ocupan o deberían ocupar, en contra tal vez del
discurso unificador de la modernidad que debajo de
variados disfraces aún permanece operando.
Otras influencias, como pueden ser la tecnología,
las condiciones económicas de producción, la
gestión de diseño, el trato con el cliente, tendrán
menos atención a lo largo del texto o serán
deliberadamente omitidas, aunque no ignoradas;
ya que no es la intención de este ensayo detallar
todas las existentes (lo cual lo viciaría de confusión
y de extensión) sino solamente puntualizar y analizar
las más importantes. Concibo esta pequeña obra
como estructura abierta o como base amplia, desde
la cual suspender o enumerar otras influencias
menores como las antes descriptas pero que no
podrán competir en importancia, al menos en esta
época, con las tres que fundamentan este trabajo.
A la hora de la redacción se puso especial énfasis
en hacer el texto accesible y entretenido a pesar de
la complejidad que encerraba. Se notará quizás en
lo escrito esta tensión entre claridad y profundidad
que lo atraviesa. Esto se fundamenta en mi
concepción del escritor como alguien que tiene la
obligación de ser claro en lo que quiere decir y más
tratándose de un texto de estas características que
tiene las intensiones de echar luz sobre algunos
puntos. En lo personal considero que quien no sabe
expresar sus ideas de forma tal que los lectores
no nos quedemos encerrados en laberintos de
palabras, haciéndonos trabajar doblemente para
comprender uno o más conceptos, es un pensador
incompleto o bien vanidoso.
Sin embargo, no quería tampoco reincidir en el
error tantas veces repetido de escribir una obra
«para estudiantes», negociando con la formulación
del contenido de tal manera que subestimara la
capacidad de análisis de este supuesto e ideal
estudiante.
En cuanto a la morfología del discurso, se
encontrará aquí que la disgresión y la cita a otras
disciplinas forman parte del estilo del autor. Esto
responde a una voluntad integradora y transversal
que genere por un lado la atención del lector y por
otro el intercambio necesario para comprender
mejor una disciplina que se nutre de otras. Como
muchas veces pasa, podemos comprender mejor
una cosa hablando de otra, y de paso ampliando la
visión que de otro modo se torna como en tantos
casos, limitada y autista. Esta mecánica abierta a
otros discursos me llevó a integrar en el mío una
serie de contenidos históricos, de modo tal que fue
construyéndose, prácticamente en contra de mi
voluntad, una suerte de historia crítica del diseño
hasta nuestros días; añadiendo otra función a las
originalmente pensadas para este libro.
Cada apartado ha sido concebido como una
unidad sensible de funcionar independientemente
de las otras, o bien articulado como una parte del
todo. Esto fue hecho pensando: o bien en alguien
que lea este texto como la tradición occidental lo
indica, o bien en otro que busque en él un concepto
en concreto, un período particular de la historia del
diseño, o una problemática acotada dentro de las
múltiples que pueden darse en este campo. A su
vez, algunos contenidos se relacionan con otros que
no necesariamente los siguen en la línea discursiva,
formando corredores, pazadisos, bifurcaciones,
vueltas y rodeos por dentro del texto; en una
suerte de red donde las puertas abiertas serán una
invitación a continuar construyendo un camino que
solamente incumbe a cada lector.
Aclaremos ya mismo que quien espera encontrar
en este trabajo respuestas nuevas y miradas
revolucionarias sobre el tópico que nos reúne,
se verá desencantado. La descripción y análisis
de las influencias del diseño contemporáneo es
rigurosa a la hora de solventar nuestros dichos,
es decir de justificarlos apoyados en pensadores
que han elaborado en su mayoría sus teorías
pensando en otros campos del conocimiento.
Pero las influencias que analizamos flotan a ojos
vista sobre la epidermis de nuestra realidad de
diseño. Su descubrimiento es de una obviedad casi
ordinaria. Igual e insólitamente, muchas veces por
la alienación y especificidad de la lucha diaria, o por
la mera ignorancia y el desinterés, la señalización
de lo evidente se torna algo novedoso. La voluntad
es indicar que el rey está desnudo, y a pesar de
la redundancia que tal afirmación supone, es de
esperar (y de desear) que a algunos moleste.
Este texto está pensado para abordar y reflexionar
en profundidad y con una base actualizada acerca
de estas influencias, con la particularidad de hacerlo
además desde nuestro lugar. No deberemos
entonces como estamos acostumbrados, interpretar
textos extranjeros, pues éste hablará de nuestra
propia realidad, o bien de otras realidades, pero
desde una observación y análisis realizados desde
Argentina.
Finalmente y antes de entrar de lleno en tema,
se vuelven obligatorias algunas aclaraciones de
orden personal. La primera será la de dejar en claro
que no soy un diseñador académico, sino uno
perteneciente a la categoría de lo que llamaríamos
«idóneos», o de lo que se me ocurre estaría bien
clasificar como «diseñadores de los de antes». Me
hice diseñador diseñando. Siguiendo la misma
advenediza línea, mi oficio de escritor adolece de
una tara análoga. No he transitado tampoco en este
caso los rigores de una formación académica. Sí (he
aquí una buena noticia entre tanto desaliento) soy
profesor y licenciado en Artes Plásticas, aunque las
aulas ignoran casi completamente mi presencia o mi
acción como docente, pues nunca ejercí. Por tanto,
nobleza obliga aclarar, y aunque pueda ser motivo
de la crítica fácil del lector, que a continuación va a
leer el discurso de alguien que no tuvo la formación
que es de esperar a la hora de escuchar hablar de
diseño. Esto puede ser tomado como una ventaja o
una desventaja, es tarea de ustedes averiguarlo a lo
largo de este libro.
Andrés G. Muglia
 El primer problema que enfrenta el diseñador a
la hora de realizar una reflexión en torno al diseño,
es el de definir su propio espacio de pertenencia.
Es decir, el diseñador transita una disciplina
que todavía está por definirse, con la dificultad
adicional que estriba en que por la propia
mecánica del crecimiento tecnológico, su espacio
de pertinencia se expande constantemente.
La irrupción incesante de nuevos medios de
transmisión de mensajes, el ejemplo más claro
es la explosión de Internet de diez años a esta
parte, le han creado nuevas responsabilidades
profesionales, al erigirlo en uno de los personajes
centrales en el desarrollo de la comunicación
en este u otros nuevos medios. Y aunque para
algunos pueda sonar raro el término nuevo para
una tecnología como la de Internet, ya tan habitual
como normalizada en nuestro entorno, no está
de más considerar que hace algunos años esta
interconexión donde instantáneamente podemos
recibir o enviar información, incluyendo películas
o libros completos, hubiera sido una utopía
delirante.
Esta adaptación a los cambios tecnológicos
no es nueva en lo que al diseño se refiere. El
impacto que la tecnología ha tenido dentro de
esta disciplina a lo largo del siglo XX, época
de su innegable cristalización como ámbito de
desarrollo profesional, ha sido formidable. El
perfeccionamiento incesante de nuevos métodos
de impresión, ha forzado a los diseñadores a
mutar constantemente sus conocimientos, bajo la
amenaza de ser condenados a la obsolescencia.
La aparición de la linotipia y la monotipia daría
por tierra, aunque paulatinamente, con una legión
de cajistas que pacientemente y dueños de un
oficio centenario, componían a mano los textos de
imprenta. Nostálgicos que como Morris, extrañan
aún hoy las mieles de la artesanía, señalan que la
sutil pericia de los cajistas para justificar las líneas
de texto, no ha sido emulada por el modo ordinario
con que las computadoras realizan el mismo
trabajo, dejando antiestéticos agujeros blancos en
mitad de un renglón.
Del mismo modo, la fotocomposición y el offset
darían de baja a los tipos fundidos, redefiniendo
nuevamente el universo de la praxis del diseño.
Pero la verdadera revolución la produjo, como es
ya sabido, la computadora. Redundante es también
decir que lo mismo ocurrió en todos los campos
donde la computadora irrumpió con su enorme
potencial. El desarrollo vertiginoso (y nunca mejor
utilizada esta expresión tan desaforadamente
repetida) de la computadora está bien ejemplificado
en el hecho de que en la actualidad la tecnología
de una agenda electrónica (que ya es caduca) de
las que usamos para anotar números telefónicos y
otras futilidades, tiene una capacidad de memoria
y de proceso de datos superior a la computadora
que llevaba la cápsula del Apollo 11 cuando alunizó
en el año 1969. Llevamos pues en nuestro bolsillo
una tecnología superior a la necesaria para llegar a
la luna.
La computadora en sí no es tan nueva y
revolucionaria como el concepto de convertirla,
microprocesador mediante, en un bien de uso
personal, de permitir al usuario individual el
acceso a un mecanismo (aunque el término
suene demasiado analógico) que estaba
limitado a quienes frecuentaran gracias a sus
lauros académicos o a la mera brutalidad
económica, universidades, institutos, empresas
o instituciones que pudieran darse el lujo de una
inversión de esa magnitud. La PC (IBM, 1981) o
personal computer hace de su mismo nombre su
concepto fundamental. De ahí a su aplicación en
diversos campos, bastaba solamente la idea o
la ¿creatividad? o la voluntad de cada uno para
adaptarla a sus propias necesidades.
Tal vez parezca exagerado tal énfasis al hablar
de la influencia de la computadora. Pero a la hora
de constatar que el ordenador se ha convertido
en una herramienta absolutamente imprescindible
para el diseñador, y que el manejo de su tecnología
ha obligado a agiornarse a quien no quería quedar
(como los cajistas) fuera del juego del campo
profesional, es obligatorio detenerse en este punto.
Se repetirán aquí los detractores y los defensores,
como cada vez que algo nuevo surge en el
horizonte, y el debate se establecerá a pesar de
los beneficios que se constatan con esa aparición.
Pero la evidencia de que el diseñador permanece la
mayoría del tiempo que dura su trabajo enfrente de
la pantalla de una computadora, es en la actualidad
irrefutable.
La computadora acercó a los diseñadores la
posibilidad de la autoedición, caso análogo de lo
que está ocurriendo en este momento con el video
y la música. Parte de lo que antes dependía de la
imprenta, puede ser resuelto hoy in house. Quien
maneje el software adecuado tiene la posibilidad
de diseñar su propia revista o hasta personalizar
su propia tipografía. Por lo mismo la industria
tipográfica recibió en los años ´80 un nuevo golpe.
Empresas tan promisorias como Letraset fueron
prácticamente a la quiebra, por la posibilidad
casi infinita de la PC de almacenar, modificar y
reproducir cualquier tipografía. Nuevamente la
voz de los puristas se levanta para señalar lo
que ocurre por ejemplo con las letras cursivas
un género en sí mismo desde principios del siglo
XVI , que son convertidas por las virtudes del
ordenador en meras distorsiones de un tipo regular
que ignora la estructura diferencial básica y que
limita las variables a una inclinación generada
electrónicamente.
Como sea, y a pesar de las críticas, la
computadora acercó al profesional y al usuario
no especializado la posibilidad de manejar
personalmente cientos de variables que escapaban
antes a su campo de acción, con el beneficio
adicional de hacerlo de una forma barata. Que ese
logro masifique y democratice cierta tecnología
antes exclusiva o de difícil acceso, con los
beneficios pero también con las contradicciones
inherentes a tal proceso; esto es que gente sin
preparación ni estudios específicos tome por asalto
a fuerza de voluntad y sentido común programas
de diseño y produzca notables desaciertos, no es
culpa de la tecnología sino del empleo que de ella
se haga.
Puede indicarse que otras profesiones también
han sufrido el soberbio impacto del desarrollo
tecnológico. Hablamos por supuesto del siglo XX
donde procesos que antes llevaban décadas han
pasado a medirse en la actualidad en términos de
años y en lo atinente por ejemplo a la computación,
en meses. Es de destacar cómo la literatura
referente a hardware y software se convierte en
obsoleta en escasísimo tiempo. Otro ejemplo claro
se da en el quiebre sufrido por la arquitectura,
que a fines del siglo XIX obligó debates estéticos
ocasionados por las, a juicio de la mayoría de
sus contemporáneos, espantosas estructuras
de hierro explotadas por la ingeniería, las cuales
venían a dar por tierra a fuerza de flexibilidad,
adaptación y avance tecnológico, miles de años
de historia de la arquitectura occidental. La torre
Eiffel o los rascacielos de la escuela de Chicago
eran la brutal afirmación fálica de los logros que
de otra manera eran imposibles de conseguir.
Cuando los arquitectos del siglo XX habían por fin
asimilado las estructuras de hierro, el hormigón
armado vino a destronar nuevamente lo establecido
y normalizado, con el consecuente cambio de
paradigma en lo pragmático y por supuesto
también en lo estético.
Las artes plásticas también tuvieron que
adaptarse a diversas evoluciones y revoluciones
tecnológicas, sumadas a cambios de paradigmas
estéticos, y hasta a cambios de función dentro del
juego del campo social. No solamente al cambio
tecnológico supuesto por el paso de la pintura
al fresco a la pintura al óleo que se dio durante y
después del Renacimiento, sino a cambios más
profundos como los que en el siglo XIX dejaron,
merced a la aparición de la fotografía, a los artistas
sin uno de sus principales temas: la pintura social y
el retrato. La propia disciplina tuvo que redefinirse
a base de experimentación y callejones sin salida,
porque sin duda a eso responde en parte el
nacimiento de las vanguardias que proliferaron
durante el siglo XX.
Aún más, podríamos señalar como último dato
al respecto, que en la actualidad las artes plásticas
han desdibujado de tal modo su campo de acción,
que nos hemos visto sometidos más que nunca
a la interrogación repetida de qué es arte y qué
no lo es. Los clásicos y tranquilizadores puntos
fijos en las artes plásticas, como podían ser el
cuadro, la escultura, etc. han ido desapareciendo
ante la aparición de nuevas expresiones como
la instalación, el video, la performance y otros
«eventos» o «experiencias» de difusa denominación.
La última «Documenta» llevada a cabo en la ciudad
alemana de Kassel, megaexposición pope del arte
actual, careció casi completamente de ejemplos de
pintura de caballete, abandonada en pos de estas
«nuevas» formas de expresión.
No es pues el diseño el único campo obligado
a redefinirse constantemente, ni el único que ha
recibido el embate de la tecnología. Sin embargo
hay ciertas condiciones particulares que lo hacen
más sensible a estas variaciones, ya que el
diseño establece con la tecnología una relación
no recíproca de existencia. Incluso diríamos que
la tecnología puede subsistir sin la existencia de
un profesional del diseño. Mal que nos pese, un
libro pude imprimirse sin la intervención de un
diseñador, pero la relación inversa es imposible. El
diseñador depende de su interpretación y dominio
de la tecnología para que su trabajo pueda llevarse
finalmente a cabo. Podría señalarse un fenómeno
análogo en la arquitectura, que sufre a veces

la intrusión de legos que prefieren realizar ellos
mismos su propia morada con suertes diversas,
aunque el diseño y la arquitectura se separan por
una diferencia abismal, la configurada por un solo
elemento: el tiempo.
Y tiempo está tomado aquí como sinónimo
de historia. El campo de competencia de la
arquitectura está establecido taxativamente
en los términos del universo simbólico de la
sociedad. Está claro que entre esos términos
conviven nociones a priori o prejuicios no del
todo ciertos. Pero a los fines del juego simbólico,
para el común de la gente el arquitecto es el
profesional que construye casas. Que estas casas
formen luego ciudades y que el estudio de las
condiciones ideales para el desarrollo de éstas
se llame urbanismo, etc., poco importa. Que la
arquitectura imponga su firma a construcciones
más espectaculares, importantes o difíciles de
concebir y llevar a cabo como edificios de toda
índole, estadios, aeropuertos, barrios, espacios
públicos, etc., es flagrantemente ignorado. En la
cabeza de la gente el arquitecto construye casas.
Y esta concepción, esta reducción, del mismo
género que las que señalan que el médico cura o
el ingeniero hace puentes, están otorgadas por la
historia. Tiene la insuperable solidez del sedimento
que las generaciones han ido formando a su
alrededor.
En eso reside precisamente el problema de la
identidad del diseñador. El diseño no tiene detrás
de sí el respaldo del tiempo para buscar en él el
apoyo del arraigo simbólico en la sociedad. Desde
la sociedad, el diseñador y su campo de acción
no están identificados, no está realizada todavía
esa reducción, muchas veces absurda, de la que
antes hablamos. El diseño como profesión recibe
sí el favor académico que incluye la disciplina
entre los planes de estudio de la mayoría de las
universidades. El diseñador tiene la sanción de
las instituciones educativas de excelencia, que lo
integran al pull de opciones variadas y posibles del
campo profesional. Dichas instituciones lo elevan a
la categoría de profesión y lo certifican en el título y
en la extensión media de cinco años que lo sitúan
a la altura de cualquier carrera «larga». Así y todo,
los engranajes de los simbólico no han enhebrado
todavía al diseño en la trama en que juegan otras
profesiones. Y es precisamente de falta de tiempo,
de historia, y no de desarrollo de lo que adolece
el diseño. Estamos frente a una de las profesiones
más jóvenes y de más brillante ascenso de los
últimos tiempos. No es poco lo que ha conseguido
hasta ahora, en comparación con otros oficios que
nunca accedieron a la categoría de profesión.
Y es en torno a esta idea de la diferenciación
entre oficio y profesión, análoga tal vez a la que se
ha establecido históricamente entre arte y oficio,
en dónde me gustaría detenerme un momento.
Según el diccionario de la Real Academia Española
el término oficio significa «ocupación habitual»,
o bien en otra de sus acepciones «profesión de
algún arte mecánica». En tanto una profesión es
un «empleo, facultad u oficio que alguien ejerce y
por el que percibe una retribución». A primera vista
no parece haber gran diferencia y los términos
parecieran poder conmutarse recíprocamente. Pero
luego de un estudio detenido advertiremos que
en el caso que señala al oficio como «profesión
de algún arte mecánica», existe una connotación
que lo emparenta como antes señalábamos, con
lo mecánico ya sea esto lo manual o lo industrial.
De la Grecia antigua nos viene una visión degrada
de cualquier labor manual. Las artes plásticas,
por sus implicaciones manuales, eran puestas
detrás de otras expresiones más nobles como la
poesía y la música, actividades que se concebían
más cercanas al espíritu. A modo de ejemplo,
recién durante el Renacimiento y con el auge del
neoplatonismo el artista plástico se relaciona con
el genio y con lo divino, elevándose de la categoría
relegada de lo manual.
Por otro lado la definición de profesión nos habla
de una «retribución». Está bien claro que uno de
los principales modos de categorizar una cosa
es asignarle un precio. A más alto el precio mejor
será la calidad de lo que estemos comprando.
Este absurdo funciona también en el caso de
lo profesional. Un profesional más caro será un
mejor profesional. Es prácticamente inadmisible
que un profesional no cobre por su conocimiento
o práctica, y en el momento de realizar esta tarea
ad honorem se le reconocerá por su nobleza y
desprendimiento. Se puede apuntar también que
profesional es antónimo de aficionado, y que
aficionado es un adjetivo que se usa todo el tiempo
para descalificar manifestaciones o desempeños
de cualquier índole y de pobre calidad. Profesión
supone pues cierta excelencia que el oficio no
parece cumplir y que la pone por encima de él.
De qué manera un oficio atraviesa la difusa
línea que lo separa de ascender a la categoría
de profesión, es difícil dilucidarlo. Que eso no es
solamente una cuestión de sanción académica
está ya claro, al menos en lo que atañe a su
categorización dentro de la sociedad. Pero lo
que sí es evidente, es que ese traspaso simbólico
tiene que ver entre otras cosas con el tiempo
de cristalización de esos estereotipos que antes
mencionábamos, y con su historia o su arraigo
dentro de una sociedad. Para el diseño aún no ha
pasado ese tiempo. Ese tiempo que hace que el
arte pese a remodelarse constantemente, no se
desdibuje ni se pierda ante los ojos de la gente, que
los arquitectos a pesar de haber sido sometidos
a cambios formidables de paradigmas y de
tecnología sigan «construyendo casas». Ese tiempo
o esa historia que establezca simbólicamente lo
que el diseño «es», que no tiene que ver con su real
cometido o valor, sino con lo que la gente «cree»
que es. Y hasta que ese ímprobo momento llegue,
el diseñador se seguirá debatiendo en busca de su
identidad.
Contribuyendo a esta indefinición de su
identidad, los propios diseñadores han cometido
algunos equívocos, los cuales describiremos en lo
sucesivo. Su rechazo en lo discursivo a lo creativo y
lo artístico, su intento de sustentar toda la disciplina
en una imagen racionalista con veleidades
científicas, sus pronunciadas carencias teóricas,
son parte de ellos.