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EL NARRADOR
arca
M ARIO A R R E G U I
EL
NARRAD
ARCA
Primera edición: 1972.
M. A.
F ebrero d e 1972
E l n a rra d o r
no) una soledad venenosa que parece entrar por la piel, por
Jos poros. En la estancia trabajaba un mozo de labios gruesos
y manos de mujer. . . Pancho Pérez, clásicamente, fue el úl
timo en enterarse.
—Mirá, Cata —dijo, muy en hombre, cuando se enteró-:
yo sé que vos m’estás faltando.
Las mujeres, por definición, carecen de sentimientos vi
riles; Catalina abrió la boca para protestar su inocencia. Pero
el Pancho Pérez detuvo el previsible aluvión de negativas
con un movimiento de su brazo derecho: lo levantó rápida,
rígida y oblicuamente y con la mano abierta, en una especie
de imitación del repugnante saludo fascista. Y dijo:
—No hablés, cristiana.
La rapidez y la desusada energía y la casi solemnidad
de aquel movimiento, el tono a la vez dolido y mandón de
estas palabras, algo nuevo y, grave en la voz, quizá también
algo nuevo en los ojos de mirar como para poco ver, tuvieron
el efecto que casi podríamos llamar prodigioso de desarmar
a Catalina.
—Pancho, yo. . . —comenzó con humildad.
Pancho la interrumpió, al tiempo en que bajaba el brazo,
con una sentencia:
—Las guampas no les quedan bien más que a los güeyes.
Esta pavada selló la capitulación de la mujer, que aga
chó la cabeza y recurrió al mutismo.
—Mañana te via llevar pa la casa e tu padre —dijo Pan
cho con tono de punto final, y no se habló más del asunto.
No se habló más, no, aunque parezca increíble —aunque
parezca mentira a quienes no saben que la gente de campaña
adolece en general, de sexo a sexo, de muy serios pudores
verbales, y que la interminable, enfermiza discusión de los de
sacomodos erótico-sentimentales es patria
mtelectualizadas parejas ciudadanas.
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lugar muy raro, que naide ha visto. Allí no hay naide, naide
y nadita. . .
—Digo yo. . . —murmuró don Claudio. .
Don Juan continuó diciendo que una vez llegado al fin
del mundo se vio en el problema de dejar prueba de su
llegada, de atestiguar de algún modo su presencia allí, donde
nadie lo miraba y nada había y donde era, sindudamente, el
primer hombre.
—Muy justo —aprobó don Claudio.
—No sabía lo que hacer —continuó don Juan—, Tuve que
pensar un rato largo. A la final se me ocurrió clavar un
clavo. . . un clavo con mis iniciales. Por suerte había llevado
un martillo. Justito en el fin del mundo clavé el clavo.
Don Claudio, inmóvil en la mecedora, parecía derrotado.
Pero casi en seguida se puso de pie y dejó caer con mucho
énfasis:
—¡Eso es muy ciertol
Don Juan fue ahora quien miró a su competidor con
sorpresa.
—Eso es muy cierto —repitió don Claudio en tono más
calmoso—. Yo estaba del otro lado y remaché el clavo; ¿usté
no oyó los golpes?
También era imbatible don Claudio en su conocimiento
de la campaña; del río Negro, sobre todo.
—No, don Claudio —pretendió en una oportunidad recti
ficarle un atrevido—: esa picada del río Negro que usté dice
no está en el campo ’e los Campales sino como quince leguas
más arriba.
—¡Cállese! —levantó la voz don Claudio—. A mí no me
pueden enseñar nada del río Negro. Yo a ése lo conocí cuando
era cañada.
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Dicen los libros que en este país los indios fueron exter
minados o puestos fuera de circulación hace muchísimos años;
hablan de Bernabé Rivera, etc. Estos detalles de mera historia
no impidieron a don Claudio tener un problema con ellos,
dedicarles un capítulo de su larga y riquísima autobiografía
imaginaria.
Contaba don Claudio que cuatro aborígenes ( “indios san
guinarios”, decía recordando a Martín F ierro) le tendieron
un día una emboscada. Él no sabía leer pero lo había oído
muchas veces y podía citar de memoria “el indio es de pa
recer / que matar siempre se debe, / pues la sangre que no
bebe / le gusta verla correr”, y también: “Odia de muerte
al cristiano, / hace guerra sin cuartel; / para matar es sin
yel’ . . . Aunque la terrorista imagen del indio que Hernández
pone en boca de Fierro era también de algún modo suya,
don Claudio no sintió miedo: montaba esa mañana un ex
traordinario tostado patas blancas. Sujetó al tostado, hizo a
los indios algunos gestos burlones, volvió grupas y se alejó a
un galopón apenas exigido. Los infieles, los cuatro, montaban
overos. Iba sin inquietudes el cristiano, porque no podía ha
ber en el mundo ningún overo capaz de alcanzar a un tos
tado como el suyo. Pero el Diablo, que no duerme, metió
la pata: hizo meter al patas blancas la pata en un hormiguero.
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6 . "Para que vea usté, para que usté vea” era la muletilla de
don Claudio, el comodín de sus frases, sus palabras más famosas. Aun
hoy, a más de veinte años de su muerte, muchos habitantes de este
departamento repiten diariamente, estoy seguro: “Para que vea usté,
dijo don Claudio González.”
Se cuenta que cierta vez un muchachón se atrevió a remedarlo
y repitió con insistencia la fórmula en Las propias narices del viejo;
éste, que no toleraba bromas y mucho menos irrespetos, lo derribó
de un cachetazo y miró a los presentes y dijo:
—Para que vean todos.
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E l c u e n to de u n tordillo
Don Claudio González, un hombre cuyas dos pasiones
—que a menudo ascendían a manías— fueron contar cuentos
y timbear, fue capaz también de trabajar, y pudo referirse
alguna vez, con autoridad y menosprecio, a los inútiles “que
viven porque Dios no cobra pastoreo”. Vendió verduras reco
rriendo en un carrito las calles del pueblo, instaló una carni
cería, tuvo almacén o provisión. . . Y también fue mercachifle,
o sea que poseyó un carro grande con el cual hacía giras
por varias zonas de la campaña del departamento, vendiendo
bombachas y camisas, tabaco, alpargatas, yerba y otros etcé-
teras.
A este carro lo tiraban tres caballos; de ellos, decía don
Claudio, su gran caballo y a la vez su gran amigo era el de
entrevaras, un tordillo negro que había ganado a la taba, de
bagualito, en la estancia de un francés, y que había bautizado
“Indio”. Un caballazo el Indio; grande como un rancho y
manso como un sueño. Y el mejor de los compañeros, sin
despreciar —repetía don Claudio.
El Indio, decía, nunca le fallaba, siempre le cumplía,
siempre lo sacaba de apuros. Se empantanaba el carro, o me
tía una rueda en una zanja, o se atascaba, un suponer, en
una cañada pedregosa... y él gritaba:
—¡INDIOl
y el Indio bajaba la cabeza, se juntaba sobre sí mismo, se
afirmaba en sus patas como ñandubayses, pegaba el envión
V salía adelante con el c a rro ... Los otros dos caballos, los
zainitos laderos, sólo secundaban al Indio, que era su animal
de confianza, el caballo más esforzado y gaucho que él co
nociera, el que verdaderamente aguantaba el cimbronazo de
aquellas giras que duraban, ocasiones, hasta cerca de un mes.
Contaba don Claudio que volviendo una vez de una gira
y cuando sólo le faltaba legüita y media para llegar al pueblo,
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marca era una palabra alemana que podría ser traducida, creo,
llama-mano o llam a en la m ano; no daban muchá luz pero
aguantaban asombrosamente el viento y la lluvia.
—Bueno —dije.
—Vamos —se impacientó mi futuro overo viejo—. Apúrate!
Tomé el farol y soplé la vela.
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V r
donde había levantado su rancho distaba varias-jomadas de
trote y galope, que no tenía un caballo y úiTrecado ni modo
inmediato de conseguirlos, que era hombre sin apuros y de
los que heredaban del alma gaucha —de algún senequismo que
tal vez subyacía en ella— la sabiduría de no embretarse en
problemas sin salida. . . Cuando se sintió apto para trabajar,
propuso al vasco que lo conchabara de peón, hasta resarcirle
los gastos ocasionados y juntar luego los patacones necesarios
para comprarse un recado y un bagual.
—Bueno; sí, sí —aceptó de inmediato el vascó.
Y le fijó un sueldo muy rabón, de negro chico, pero le
dijó que empezara por trabajos livianos y que él le regalaría
el bagual y también el cuchilló que le había prestado y dos
cueros grandes para guascas.
—¡Bárbaro! —dijo L.
El hombre bebió otro sorbo de caña y dijo:
—¿Saben cómo se llama? L a última, se llama. ¡L a últi
ma!, ¿se dan cuenta? ¡Eso es un soneto! ¡Macho el hombre!
Y no me vengan después con el condecito ése, que hasta me
dio afeminado debía ser, le calculo.
—¿Quién es el autor? —pregunté.
—No sé. No tengo idea. No tiene autor. . . Lo escribió
nadie.
II
III
IV
VI
V II
V III
—¿Cómo dice?
El hombre desapareció de la ventana y reapareció un
minuto después con una escopeta, “una bruta escopeta, como
pa putear al alcalde”.
—No tenga miedo, mi amigo —dijo Cariucho—. Soy güe-
no. Abaje esa escopeta. Me cai del tren, nomás. . .
—¿Y qué mierda quiere?
—No se enoje, don. Soy un oriental: Quiero una bolsa
vieja pa fabricarme un chiripá.
El hombre desapareció otra vez de la ventana y en se
guida, para complicar las cosas, asomó en ella otra cabeza:
una china cerduda con las cerdas llenas de moñitas de papel,
—No se asuste, doña —adelgazó la voz Cariucho, reculan
do y escondiéndose más entre los cardos y clavándose espi
nas que no sintió en los muslos y las asentaderas.
El hombre reapareció por la esquina del rancho, siempre
escopetado. La cabeza de mujer le gritó:
—¡Tené cuidado, Juan!
—No tenga miedo, mi amigo —repitió Cariucho—. Abaje
esa bufosa. Emprésteme una bolsa vieja, haga el bien.
—¿Se cayó del tren, dice?
—Sí; soy tropero. Venía dormido.
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U n a m u erte p ropia
las siete tazas de ira del Señor derramadas sobre la tie rra ...
sin nada, para abreviar tanta insania, de lo que complotó el
delirio destructivo, el cósmico y visionario resentimiento de
aquel tremebundista Juan de Patmos.
Sí: un hombre y una mujer que quizá aún no han nacido
pero que nacerán un día (o que quizá ya han nacido, que
quizá ya caminan del brazo por una pradera estival o una
playa llena de invierno, que quizá ya se besan en una calle
oscura o se desnudan el uno para el otro en un lugar cual
quiera del orbe, que quizá ya esperan tumo, trémulos, en un
rincón del patio de una casa de citas, que quizá sean los de
esa pareja de adolescentes que juega con un gato gris en
ese banco, que quizá seas tú, lector, y aquella hembrita ves
tida de verde que estuviste mirando el otro día en la parada
del ómnibus y que no has olvidado, o tú, lectora, y ese com
pañero de oficina que te produce una incomodidad no del
todo incómoda en la piel de la espalda, en los pezones, en . . . )
se borrarán á sí mismos y desvanecerán en un aire ya eterno
esto que se llama la Historia Universal.
3. Aclaro para mis amigos que este agonista es del todo apócrifo.
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ciñas, con los balidos de sus dos vacas lecheras, con gallinas
descolgándose de los aleros del galponcito y de las ramas
inferiores del ombú. Martiniano esperaba sin saber qué espe
raba y oyó iniciarse el coro de los teru-teros.
Prólogo....................................................................................... 5
El narrador............................................................. 9
La puerta abierta...................................................................................... 13
El cuento de un tordillo......................................................................... 41
Génesis 3:16............................................................................................. 47
La mujer dormida.......................................................................... 71
Ocho anécdotas................................................................................ 79
El ancho mundo............... 91
Burbuja....................................................................................................III
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impresos B E L E N
Mario Arregui (1 9 1 7 -1 9 8 5 ) hizo del arte de narrar
un instrumento depurado y agudo con el cual indagó,
en profundidad, las almas de los hombres y sus mun
dos. Desde su libro inicial “Noche de San Ju an ”
hasta el postumo “ Ramos Generales” conjugó, con
sabiduría, la honda gravedad y el dramatismo de te
mas y personajes y el leve sesgo hum orístico y soca
rrón que también traspasa su materia narrativa.
Minucioso, certero y eficaz con las palabras, supo
sintetizar, en fin, con Igual suerte, diversas experien
cias humanas tensadas en cuentos, algunos de los
cuales magistrales y antológicos.
“ El Narrador” , publicado por primera vez en
1972, es una muestra ejemplar de esa variedad y esa
precisión que lo convirtieron en uno de nuestros más
sólidos y respetados cuentistas contemporáneos.