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M ario Arregui

EL NARRADOR

arca
M ARIO A R R E G U I

EL
NARRAD

ARCA
Primera edición: 1972.

Diseño: Martín Arregló

Copyright by ARC A Editorial S .R .L .


Andes 1118, T e l.9 0 0 3 1 8 , Montevideo
Hecho el deposito que marca la ley
Printed in Uruguay-Hecho en Uruguay
P ró lo g o

T rece piezas reúno para este volumen inusualmente h e­


terogéneo. Cinco d e ellas son inéditas; seis fueron publicadas
a lo largo d e los años en el sem anario M archa; las otras dos
son C ontaba don C laudio y U n cuento con un pozo .

El lector encontrará aquí cosas muy disímiles, d esd e sim­


ples anécdotas hasta el cuento qu e d e b e ser mi m ejor cuento.
Casi todo lo ya publicado va ahora en versiones corregi­
das, generalm ente am pliadas, qu e en algunos casos m ucho
difieren d e las qu e en sus oportunidades m e resigné a entre­
gar a la imprenta.

B uhbuja es uno d e mis cuentos más viejos; fu e escrito


—muy en brom a y con ánimo paródico— allá por los años cin­
cuenta y pocos, cuando recién se había inventado lo d e La
generación del 45; la redacción actual —qu e en su .género me
gusta y que vendría a ser com o una parienta lejana d e la que
publicó el número 845 d e M archa— es d el invierno d el se­
tenta. Se trata d e algo d el orden d e lo qu e los escritores, en
general, firman con elusivos seudónim os; p ero yo, qu e no pro­
híjo en la vida ni en la literatura la superstición d e quien
soy, no negué a mi divertissement, d esd e aquel número lar­
gamente amarillento d el querido sem anario, el nom bre con el
que llegan a mi casa las cartas y las cuentas.

Tam bién es muy viejo, anterior a B urbuja , lo qu e hoy


se llama Los dos amantes del Apocalipsis . L a fantasía que
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le sirve d e urdim bre fu e engendrada por la imaginación siem ­


pre generosa d el Tola Invernizzi. M uchos años después d e
su publicación en el número 654 d e M ajrcha, Carlos Maggi
descu brió en un libro d e cuentos del escandinavo Par La-
gerkvist un tem a asom brosam ente parecido, y escribió, jugan­
d o con esa coincidencia, una lindísima página —U n mundo
a prueba — que lam ento no poder transcribir d e punta a pun­
ta. D ice Maggi: “H acia 1945, en una d e nuestras largas tras­
nochadas d el C afé Metro, el Tola Invernizzi m odificó la his­
toria sagrada, inventando el mecanismo d e un cuento fantás­
tico. Fuim os varios los que entramos a perfeccionar esa es­
tructura, y por fin Mario Arregui escribió, siguiendo la línea
definitiva, un cuento que, por supuesto, resultó bastante ex­
traño a su estilo. Años después, en Buenos Aires, nos diverti­
m os con Onetti tramando una película basada en la misma
idea. E l m ecanism o en cuestión era atrayente por su redon­
d ez form al y por cierta aptitud de sus situaciones para, diga­
mos, irrealizar la realidad.” Hasta aquí Maggi; no creo que
d e b a yo agregar algo más.

C ontaba don C laudio es una silva o saga d e las menti­


ras d e un fam oso mitómano d e mi pueblo. Fue un trabajo
h ech o especialm ente para el librito dedicado al departam ento
d e Flores en la colección Los Departamentos d e la editorial
N uestra T ierra . Puede leerse aquí en una versión un poco
más barroca, por decirlo así, que la que contiene aquel libri­
to colectivo, porqu e para él tuve que ceñirm e a determ inado
número d e carillas. D ebo los cuentos reconstruidos a la m e­
moria popular o común y, sobre todo, a mi am igo Atanacio
Amaro, buen conocedor y m ejor narrador de las fantasías del
viejo Claudio González, un hom bre al que, casi inexplicable­
mente, no vi una sola vez.

H ace unos años, José Pedro Díaz m e pidió un cuento


d e amor para una antología. L e contesté, recuerdo, que no
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tenía ninguno, qu e mis cuentos, si bien vuelta a vuelta an­


daban en lo erótico, ignoraban o soslayaban el amor, y pro­
m etí escribirle uno “d e m edida”. (Por cierto que contesté así
para entendernos, sabiendo bien qu e en la vida la dicotom ía
erotism o-am or es una insalubridad, tal vez d e origen cristia­
no, y que en la literatura contem poránea fu e felizm ente tri­
zada por la poesía surrealista o la signada por el surrealismo,
sobre todo por espléndidos versos d e Eluard y d e muchos
momentos d e Neruda.) Resultado d el pedido d e J.P.D. fue
precisam ente U n cuento de amor , que integró la proyectada
antología, que recogí luego en T res libros de cuentos y que
hoy en día poco m e satisface. . . Posteriormente, y sin que
nadie m e lo pidiera, escribí L a m u je r dormida. N o sé si esa
lucubración breve y un tanto im precisa pu ede ser llam ada un
cuento; creo, en cam bio, qu e es m ucho más de amor que el
cuento escrito por encargo, y opino tam bién qu e es mucho
menos desdeñable. Pero no estoy seguro d e no equivocarm e.

Casi todos lilis amigos dicen qu e mi mejor cuento es U n


cuento con un pozo . Es muy p robable que tengan razón.
Fue escrito en los primeros m eses d e 1969, publicado en
M archa poco después e incluido a última hora, fuera d e libro
y casi com o yapa, en T res libros de cuentos, el volumen en
que la Editorial Arca juntó a fines d e ese año Noche de san
juan (1956), H ombres y caballos (1960) y L a sed y el acua
(1964). L o reitero aquí para corregirle dos o tres erratas d e
poca importancia, para introducirle alguna variante mínima
y, principalmente, con la esperanza d e qu e su presencia pue­
da agregarle un poco d e peso a un libro sin duda dem asiado
liviano.

E l narrador es poco más que una anécdota. La dispon­


go com o pieza inicial y utilizo su nom bre para denom inar el
conjunto porque veo o quiero ver en ella, aparte d e lo poco
que es en sí, una suerte d e declaración d e ciertas vagas po­
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siciones estéticas qu e yo soy incapaz d e form ular d e otra


manera.

Sobre los otros materiales rejuntados para form ar el vo­


lumen no creo necesario decir una sola palabra.

El tiem po, el paso d e los años, me ha traído muchas co­


sas, muchas experiencias, grandes desgracias. Tam bién, un
sentido d el humor qu e no tenía d e joven y un indudable gus­
to por él. Se ha dicho qu e suelo jugar dem asiado en mis
cuentos; tal vez sea verdad. Pero yo diría, a mi vez, que no
está dem ostrado qu e el escritor d e b a escribir siem pre “vestido
d e luto” y qu e tengo la pretensión d e que la solem nidad (¡tan
parecida a la b obería solemne!) no sea uno d e mis rasgos
más típicos.

M. A.
F ebrero d e 1972
E l n a rra d o r

Un hombre ya entrado en años pasó una vez varios me­


ses trabajando de alambrador en cierta estancia. No todas
las noches pero sí muy frecuentemente, contaba en el fogón
episodios de las guerras civiles de 1897 y 1904. Los peones
—toda gente joven— y los dos muchachones hijos del patrón
lo escuchaban siempre con interés, y a veces le pedían que
tratara de recordar algún cuento para ellos nuevo o que re­
pitiera tal o cual.
El alambrador narraba bien. Marcando con una sonrisa
las necesarias salvedades, podríamos decir que era un clásico.
Nunca se colocaba en posición de héroe o de actor importan­
te; nunca decía “yo” y casi nunca testimoniaba como testigo
presencial o, por lo menos, demasiado inmediato. Reconstruía
y mostraba los hechos con el ánimo y desde los puntos de
mira de un observador un tanto abstracto, bastante impasi­
ble, muy naturalmente ubicuo o semi ubicuo. . . Contaba
como alguien que había visto y sabido todo pero que tenía
(o había tenido) la virtud de olvidar y recordar de acuerdo
con las leyes universales del olvido y la memoria. Sus relatos
eran lineales y límpidos, sin trampas ni tecniquerías, condu­
cidos con dominio instintivo del arte de narrar (ese arte que
es más común de lo que los escritores, los profesores y los
críticos literarios suelen creer). Y no se confinaba en la épi­
ca: la guerra era en sus labios las horas de combate y "lo que
ellas implicaban o podían implicar (el cuerpo ofrecido al
peligro como si no fuera del todo propio, la intención de
matar hombres asumida de la manera en que se asume una
tarea, la muerte rondando a cada uno lo mismo que una
multiplicada mosca verde llamada por el olor del coraje, el
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miedo sacando de pronto sus cabecitas de víbora por impre­


vistas grietas del a lm a ...) ; pero era también, y más todavía,
la vida libre y casi feral en los campamentos, las matrerea­
das un mucho lúdicas, las carreras de piojos en las hojas de
los facones o en las caronas, las marchas y contramarchas en
caballadas agotadas, las diabluras como actos gratuitos, las di­
ficultades para conseguir un puñado de sal. . .
Cierta vez acababa de repetir la historia del negro de­
gollado por error (contaba que el pobre moreno había sa­
lido de su escondite voceando equivocadamente, de puro
asustado-o atolondrado, el color de su bandería) cuando uno
de los hijos del patrón le preguntó:
—¿Y usté cuántos años tiene?
Hay un modo de responder a esta pregunta que se pa­
rece al de cantar en las trucadas los envidos o las flores que
matan; con ese modo de entonación victoriosa (¿oscura vic­
toria sobre los millones de hombres que no alcanzaron a vivir
tal número de años?) el alambrador dijo:
—Sesenta y ocho.
—Entonces en el 97 usté recién estaba naciendo y en 1904
tenía seis o siete años, nomás —sacó la cuenta el muchacho—.
¿No es asi?
El alambrador nada contestó y no volvió a hablar de
guerras civiles mientras estuvo en la estancia.
Pero podía (y tal vez debía) haber contestado. Podía
haber dicho que él no relataba recuerdos personales sino otros
—más profundos y menos limitados— que lo habían esperado
a su nacimiento como el aire y como la luz, y que, se diría
con apenas metáfora, había comenzado a mamar en las re­
dondas tetas aindiadas de su madre. Podía haber dicho que
hay, o que ocurre como si la hubiera, una rara intimidad cbn
la historia dormitando siempre detrás de la posesión de un
paisaje con pasado. Podía haber hablado de lo que la sangre
parece heredar directamente de la sangre, de las dominantes
casi obsesivas del mundo en que se había criado, de cómo
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se coagulan y se graban las imágenes en el alma de un ni­


ñ o .. . y haber afirmado, sin falsear la verdad, que por su
boca contaban sus abuelos, su padre, sus tíos y muchos otros
hombres muertos de su linaje y su raza. Y finalmente podía
(y debía) haber puntualizado con algún énfasis que no era
él un mentiroso sino algo muy diferente, algo un poco má­
gico y un poquito sagrado: un narrador.
L a p u erta ab ierta

Es muy probable que mi lector sepa mucho más


que yo acerca del estoicismo, pero de todos modos ten­
go que prologar este cuento escribiendo que el hombre
estoico (una parte del cosmos, una cosa entre las cosas,
una cantidad a sumar conjuntamente con las rocas, los
árboles, el viento, los monstruos, los insectos. . . ) se
construye desde adentro de manera totalmente invulne­
rable y conquista, en consecuencia, el alma más libre
que haya existido jamás.
“Podéis quitarme la vida, mas no podéis hacerme
daño alguno", cuentan que pudo pronunciar un estoico,
con una de las frases más admirables que registran los
manuales de filosofía.
La dignidad de aquellos dignísimos varones es casi
un hecho estético; no condescienden a nada de lo que
menoscaba, de lo que espiritualmente descaece. Y ade­
más está la muerte: lo intolerable y la humillación no
cuentan, porque ser hombre es disponer de una puerta
—el suicidio— por la cual es posible irse en cualquier
momento.
En el primer siglo de nuestra era, Epicteto dijo
de una vez para siempre: “Recuerda lo esencial: la
puerta está abierta".

Veinte siglos después, Catalina Olivera supo recordar


lo esencial. Pero me apresuro a decir que lo recordó por sí
propia sólita, como diría Ramón (este Ramón no es Gómez
de ia Sema sino el peón casero de mi cuento Los caballos),
porque la semianalfabeta Catalina no tenía la menor idea
de la existencia de algo llamado estoicismo. (Se me ocurre,
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dicho sea entre paréntesis, que si hubiera oído ella alguna


vez el nombre de Epicteto —tan poco cristiano y sin apellido
seguidor— hubiera pensado que se trataba de la denomina­
ción de una nueva variedad de trigo.)
Catalina Olivera era una china magra y movediza y de
mirada inquieta. Estaba casada con Pancho Pérez y vivía en
una estancia tamaño latifundio, donde Pancho trabajaba des­
de sus tiempos de muchacho. La jja re ja tenía dos hijas chicas
y habitaba un rancho situado a un par de cuadras de las
casas.
Si aplicamos aquello de Macedonio Fernández desque
los gauchos son un entretenimiento para los caballos de las
estancias, Pancho Pérez no era un gaucho: su tarea consistía
principalmente en pilotear tractores. Los hombres activos se
aburren encima de un tractor y los que son un poco qu e­
dados resultan. los mejores tractoristas; Pancho era quedado,
no un poco sino un mucho, y el tractorista acreditado del
patrón. Muy cuidadoso con la herramienta, prefería —en
tiempos de aradas— trabajar de n o ch e ... Era un paisano
alto y desgonzado, de nuez prominente, poco pelo y hablar
sentencioso; de ojos claros, bobones, que nadie, nunca, hu­
biera adjetivado profundos. Se comunicaba con una voz casi
de mera garganta, haragana y chillona, de gallo’e lata, como
también diría Ramón. Tenía a la vez algo de álamo y algo
de sauce llorón, y las bombachas (esa prenda criolla que
los criollos usan porque la guerra de Crimea terminó dema­
siado pronto para los tenderos ingleses) siempre le quedaban
grandes, siempre se le estaban como queriendo caer.

Las noches otoñales no habían perdido todavía cierta


tibieza veraniega, y Pancho araba para trigo desde la tarde­
cita hasta las barras del día. Catalina Olivera —como la ma­
yoría de las flacas— no era de mucho dormir, y esas quietas
y demasiado grandes noches de otoño son largas en el campo
y suelen tener ( más aun que las apretadas noches de invier­
15

no) una soledad venenosa que parece entrar por la piel, por
Jos poros. En la estancia trabajaba un mozo de labios gruesos
y manos de mujer. . . Pancho Pérez, clásicamente, fue el úl
timo en enterarse.
—Mirá, Cata —dijo, muy en hombre, cuando se enteró-:
yo sé que vos m’estás faltando.
Las mujeres, por definición, carecen de sentimientos vi­
riles; Catalina abrió la boca para protestar su inocencia. Pero
el Pancho Pérez detuvo el previsible aluvión de negativas
con un movimiento de su brazo derecho: lo levantó rápida,
rígida y oblicuamente y con la mano abierta, en una especie
de imitación del repugnante saludo fascista. Y dijo:
—No hablés, cristiana.
La rapidez y la desusada energía y la casi solemnidad
de aquel movimiento, el tono a la vez dolido y mandón de
estas palabras, algo nuevo y, grave en la voz, quizá también
algo nuevo en los ojos de mirar como para poco ver, tuvieron
el efecto que casi podríamos llamar prodigioso de desarmar
a Catalina.
—Pancho, yo. . . —comenzó con humildad.
Pancho la interrumpió, al tiempo en que bajaba el brazo,
con una sentencia:
—Las guampas no les quedan bien más que a los güeyes.
Esta pavada selló la capitulación de la mujer, que aga­
chó la cabeza y recurrió al mutismo.
—Mañana te via llevar pa la casa e tu padre —dijo Pan­
cho con tono de punto final, y no se habló más del asunto.
No se habló más, no, aunque parezca increíble —aunque
parezca mentira a quienes no saben que la gente de campaña
adolece en general, de sexo a sexo, de muy serios pudores
verbales, y que la interminable, enfermiza discusión de los de­
sacomodos erótico-sentimentales es patria
mtelectualizadas parejas ciudadanas.
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Los padres de Catalina tenían sus ranchos a una legua


rabona de la estancia (esto en nada debe sorprendemos, pues
es fácil observar que los paisanos siempre se casan con mu­
jeres que viven cerca de donde ellos a su vez viven o traba­
jan). El viejo don Juan Olivera era allí propietario de unas
cuadritas de campo pedregoso, que muy pocos años más tar­
de fueron compradas, de acuerdo con las tácitas pragmáticas
de nuestra sociología rural, por el patrón de Pancho. En un
charret prestado por éste, el patrón, llegaron los Pérez y sus
dos gurisas, hacia la mediamañana, al rancho de los Olivera;
llegaron con aire tranquilo y como de visita, pero la vieja
doña Petrona adivinó en seguida -p or mujer y por vieja,
por lo de bruja que tiene toda vieja— qué era lo que sucedía.
Aunque uno mismo sea el damnificado, resulta duro de­
cir a un padre que su hija encornuda al marido; después de
la siesta (los Olivera sólo omitían sestear en los días centrales
del invierno), Pancho Pérez requisó el coraje imprescindible
y tomó el toro por las guampas, vale decir que notificó a
don Juan de las suyas. Y agregó el propósito de dejarle a
cargo mujer e hijas, prometiendo aportar todos los meses la
mayor parte de su sueldo más bien escuálido.
El viejo aceptó los hechos con una naturalidad que Pan­
cho no esperaba, tal como estaba aceptando retrospectiva­
mente, en aquellos años epilógales, la siempre puteada ca­
dena de sinsabores y pequeñas catástrofes que había sido
su vida, tal como estaba aceptando, sobre todo, de más en
más la muerte que velozmente se le aproximaba en cada
día que caía para morir detrás de las cuchillas y en cada
noche que moría pariendo otro día breve y condenado.
Pasada la mediatarde, Pancho se despidió de sus sue­
gros, besó a sus hijas, dio la mano a Catalina y subió al
charret. Justo en el momento en que hacía chasquear los la­
bios para poner en marcha a la distraída yegua baya-giievo,
Catalina le semigritó, presurosa:
17

—Toy arrepentida, Pancho; arrepentidaza.


La yegua arrancó a un trote sin entusiasmo.

El primer problema que asalta a un hombre que ha


vivido con mujer y comienza a %’ivir sin ella es el de la co­
mida; el viejo no muy limpio y sí muy gruñón, jubilado del
cuartel, que es el cocinero de los . peones, está muy lejos de
tener para guisos y pucheros la mano de Catalina, y nunca
hay aquello que es la debilidad de Pancho: arroz con leche.
El segundo problema es el de la ropa, fundamentalmente el
ce los calcetines; Pancho usaba tamangos —que no conllevan
calcetines sino pedazos de bolsas—, pero los domingos d e sa-
hda hay que ponerse botas. . . y qué pejiguera con los cal­
zoncillos sucios y los botones desertores, y las camisetas, que
uno lava de vez en cuando pero que igual se van poniendo
zainas, y los pañuelos que emigran, y las bombachas que
siempre se rompen en el culo por culpa de los asientos en
ferina de palangana de los Case viejos. El tercer problema
y los que siguen son de otro orden; son del orden de los
que llevan a un hombre solo a adoptar un perro (cosa que
Pancho no hizo porque ya lo tenía), a recaer alguna vez en
la semisonámbula masturbación matinal (había llegado el in­
vierno, época de siembras, y Pancho trabajaba ahora en jor­
nadas diurnas), a pensar con recurrencia —“en las noches
alargadas", como escribe muy bien Onetti— en un sexo de
mujer con algo de cueva, de madriguera oscura y tib ia ...
Una cosa es llamarse Pancho Pérez y otra, muy otra,
Lomarse Pablo Neruda; pero si todo hombre lleva en sí toda
la humana condición, las diferencias no son insalvables. Cuan­
do Neruda abandonó a su peligrosa amante birmana —“mi
amor birmano, la torrencial Josie B lis s ... la mujer que per­
dí y me perdió, porque en su sangre apasionada crepitaba
sin descanso el volcán de la cólera”— escribió T anco del
viudo, poema del que voy a transcribir algunos versos:
18

Maligna, la verdad, qué noche tan grande, qué tierra


[tan sola.

Cuánta sombra de la que hay en mi alma daría


[por recobrarte.

Daría este viento del mar gigante por tu brusca


[respiración
oída en largas noches sin mezcla. de olvido,
uniéndose a la atmósfera como el látigo a la piel
[del caballo.
Y por oírte orinar, en la oscuridad, en el fondo
[de la casa,
como vertiendo una miel delgada, trémula, argentina,
[obstinada.

Versos como copiados letra a letra de éstos hubiera es­


crito Pancho Pérez si hubiera nacido en Chile llamándose
originariamente Ricardo Neftalí Reyes Basoalto; otros versos
exactamente iguales hubiera logrado, sin dejar de ser Pancho
Pérez, si Dios hubiera intervenido para anular todas las di­
ferencias públicas que había entre él y el caudaloso poeta
chileno. Pero Dios, como siempre, no intervino, y a Pancho,
por otra parte, no se le ocurrió ni por asomo utilizar su
drama para exhibirlo en renglones irregulares.
En vez de escribir versos, seguía sembrando trigo. Dor­
mía mal, en la cama desmesuradamente grande, y se desper­
taba temprano y con la boca amarga; y era corno si allí junto
a la cama, acechando su despertar para apresarlo, estuviera
en guardia un fantasma con su cara y su alma, una especie
de doppelganger desdichado hecho con las cosas cuyo con­
junto acabo de llamar su drama. Mientras esperaba que el
sol siempre debilucho descongelara los terrones, mateaba lar­
gamente en su rancho vacío, vaciado, aquejado de huecos.
En el ronroneo gatuno del agua hirviendo en la caldera re­
costada en las brasas, en el zumbido invariable, después y
por largas horas, del motor chicharrero del Fordson Major,
en el ronco lamido, por último, del viento macho y nocturno
19

en la quincha, no dejaba nunca de oír el hombre de ojos


claros y ahora más bobones que antes una voz apresurada
y sincera que decía: “Toy arrepentida, Pancho; arrepenti-
daza”.
Así como la semianalfabeta Catalina no albergaba la me­
nor idea de la existencia de las doctrinas estoicas, el analfa­
beto sin amortiguar que era Pancho no sabía una palabra
con relación ajJDscar Wilde, un hombre que tuvo^el talento
de escribir quff arrepentirse es modificar el pasado)! Pero se­
ría injusto presuponer que al tractorista simplemente suda­
mericano le estaba vedado en absoluto concebir, siquiera en
el más umbrático y mudo rincón de su espíritu, algo de algún
modo emparentado con lo. que quiso decir y. muy bien dijo
el polígrafo irlandés. No sería improbable, además, que hu­
biera recordado el caviloso Pancho —con los inevitables, de­
bidos sentimientos de repulsa— una frase famosa en el pago,
atribuida a un marido consentidor: “T o ta l... eso no se gasta;
se estira y vuelve, nomás”. Lo cierto es que un buen día
arribó a una resolución... Esperó, eso sí, a sembrar hasta
el último grano, y de inmediato fue donde el patrón y le
dijo que •la siembra estaba terminada y Iindaza, que hacía
falta nomás un garugón, que necesitaba mañana día libre y
que si hacía el bien de prestarle el charret. Le dijo esto últi­
mo bajando la mirada, tal vez temiendo ver el esbozo de
una sonrisa bajo el grueso bigote patronal, o una chispa ma­
liciosa en los ojos gris-acero.
A la mañana siguiente, pidió a Catalina (y obtuvo) la
promesa de una intachable conducta vitalicia. En seguida del
almuerzo, la yegua baya-giievo regresó a la querencia con el
charret cargado y a un trote voluntario. Durante el resto de
la corta tarde invernal pero soleada, Catalina ejecutó el pri­
mer capítulo de una labor que podría ser bautizada O pera­
ción lim pieza y ordenam iento d el hogar. Pancho, mientras
tanto, merodeó, por los alrededores del rancho en compañía
de sus hijas, hablándoles de continuo y hasta intentando ju­
gar con ellas, demostrándoles un cariño casi abusivo. La nó-
che de invierno cayó de golpe, lo mismo que un inmenso pa­
raguas despeñándose, y la cena fue un guiso hecho por mano
maestra y se coronó de arroz con leche, y las gurisas se dur­
mieron felices, y después la cama —restituida a sus dimen­
siones justas— participó también ella, con crujidos como risi­
tas, en algo para recordar.

Rachas de viento con rumbos cambiantes movían y des­


melenaban una de las noches iniciales de la primavera, y
Pancho araba para sudan-grass un potrerito muy cercano a
las casas. La tierra estaba liviana y a punto; el Case viejo
pistoneaba casi parsimoniosamente y sin que su regulador
tuviera que intervenir.
Había —subiendo, remontándose como para dar razón al
mal poeta (Lugones) que exclamó: “Oh, tú, ombligo del fir­
mamento”— una luna grande, apenas oval, blanca, seria. . . y
no desatenta del mundo sino muy atenta al mundo. Era la
eterna implicada en las mareas y entrometida con las muje­
res, la misma cuya contemplación hizo caer en un pozo (para
irrisión de su sirvienta tracia) al barbudo y absorto Tales de
Mileto, la reiterada y mágica the moon de Shakespeare, la
concertista —solista delicada hasta lo inaudible— de las mú­
sicas pitagóricas, la “ahogada en cielo” de Neruda, la que
una vez, según García Lorca, “tuvo que desgarrarse su monte
de Venus y ahogar en sangre y ceniza los cementerios an­
tiguos”, la misma, lo dice Rafael Alberti, que en la hora triste
viene a ser casi igual a la desgracia integral, la “escarapela
en la solapa de la chaqueta negra que viste la Eternidad ,
según Juan Cunha, la que Ricardo Güiraldes calumnió lla­
mándola “astro en camisa” y "pulcro botón de calzoncillo”, y
de la que dijo que hace ulular a los perros y a los poetas. . .
Pancho, bien lo sabemos, no era poeta sino tractorista;
tocante a perros, se cumplía el diagnóstico del estanciero
porteño: aquella noche de luna era también de ladridos —y
también de lechuzas de áspero gritar—. El arador araba: de
21

pie en la plataforma del tractor, tranquilo el ánimo, como


una piedra lisa en la noche su cara de paisano quedado, un
pucho robusto y frío y seguramente muy masticado y babo­
seado, tal su costumbre, en una esquina de la boca.
La luna no estaba sola en su cielo: había nubes, muchas
nubes. Nubes todas chicas. Nubes altas, medianas y bajas.
Nubes blancuzcas en su mayoría y no muy oscuras las otras.
Nubes que yendo y viniendo, cruzándose en bandadas, ju­
gando infantilmente por momentos, cubrían y dejaban de cu­
brir el rostro que embelesó al buen Tales (un hombre que
se cae a un pozo por mirar la luna no puede ser malo), la
“efigie de moneda desgastada de rodar entre los sueños” que
canta Cunha.
El viento (o los vientos) en sus rachas alocadas, las co­
rrerías irresponsables o francamente traviesas de las nubes,
los ladridos y los aullidos —los de los cuzcos, en especial—,
los gritos casi humanos y hasta algún revoloteo impertinente
de las lechuzas, todo eso y tal vez algo más que estaba en
el aire (algo de signo revoltoso, quizá ese algo que desde
los guardapolvos escolares creíamos definir escribiendo con
palotes y borrones la varita d el H ada Prim avera), hacían de
aquella noche una noche movida y desordenada, excesivamen­
te desordenada. Pancho, impermeable todavía al desorden,
seguía arando.
Araba en redondo ( “Ará en redondo y llano y dejá las
cabeceras sin cerrar”, era la orden del patrón) y había co­
menzado el potrerito al atardecer; pasaba aún, por tanto,
bastante cerca de los alambrados. Y a la luz de la luna y del
único y deficiente faro del tractor, alcanzó a ver —alambrado
por medio— dos vaquillonas en celo. Estaban arrinconadas en
la esquina del potrero de la izquierda y, sin toro a quien
recurrir, trataban de sobrellevar o dilapidar sus calores con
parodias de la cópula —parodias un tanto perversas, otro
tanto grotescas, otro tanto lastimosas—. Él las vio al pasar y
las vio de nuevo a la otra vuelta, y a la otra, y a la o tra ...
22

Muy probablemente el desorden general de la noche, sin


duda alguna el espectáculo reincidente de las vaquillonas ur­
gidas, tal vez la propia luna (famosa madre de ideas luná­
ticas), quizá la potencialmente insidiosa H ada Primavera,
quizá el mismo diablo o el ángel de la guarda, o varias de
estas cosas sumadas o combinadas, terminaron por poner en
algún momento una semilla en el ánimo de Pancho. De esta
semilla clandestina nació en seguida una espinita; y esta
espinita fue creciendo y aguzándose, ganando pérfidamente
en penetración y grandor. Y Pancho no tuvo al fin otra op­
ción que dejar el tractor moderando —el faro apagado— en
una de las cabeceras.

Los tamangos de Pancho aplastaban pastos y yuyos hú­


medos de rocío, y uno cree adivinar que avanzaban sin que­
rer realmente hacerlo. Cruzó el hombre un alambrado, atra­
vesó el piquete de los caballos nocheros, pasó por detrás de
un monte de eucaliptos que sonaban con ruido de mar -in a ­
sociable para él, que nunca había visto el mar— y se detuvo,
casi sorprendido, al quedarle su rancho a la vista. Ninguna
nube amenguaba en aquel momento la "blanca jactancia” de
la “surtidora de falsas purezas”, según las invectivas del co­
propietario de la estancia L a Porteña. El rancho y sus dos
paraísos tutelares (aún desnudos o recién comenzando a re­
brotar) estaban como evitados cortésmente por el viento, y
el conjunto hogareño tenía, a la luz pálida y donadora de
castidad, una quietud perfecta y muy hermosa, un mucho
como soñada, como arquetípica.
—No —pronunció en voz alta Pancho Pérez.
Pero los obligados y tal vez ruborizados tamangos siguie­
ron avanzando. El perro, por supuesto, no le ladró a su amo.
La puerta de la cocina se encontraba sin tranca; Pancho,
cautelosamente, entró. Entró y entornó la puerta, como para
dejar fuera a la curiosa luna, al ojo indiscutiblemente mujeril
que el susodicho estanciero adjetiva "zarco” y que los caba­
listas llamaron “Ojo izquierdo del mundo”. Los tamangos em­
23

papados por el rocío, blandos como todo tamango mojado,


no hicieron el menor ruido en el piso de ladrillos. Pancho
sentía vergüenza.
En mi cuento Los ladrones hablo de “una vergüenza
un tanto impersonal y abstracta” que invadió, junto con otras
sensaciones y otros sentimientos, a mis dos fracasados aspi­
rantes a ladrones, cuando vieron cómo el panadero Giovanni
Orsi daba los últimos toques a su muñeca o mujer de masa.
Algo semejante sentía Pancho, aunque era más bien esa ver­
güenza ante un testigo ineludible, ante un ojo ubicuo o una
mirada fantasmal o sin sujeto, a la que no escapa un hombre
que comete un acto indigno aun en la más defendida sole­
dad. Pero el Hada, lo lunático, el diablo, su á n g e l... o la
suma o la combina que fueren, vencían toda vergüenza con
la espinita que se había hecho grande y que ahora era, diría
él, bruta espina. Y, en derrota, se arrimó a tientas a la puerta
del dormitorio y aplicó la oreja en ella.
Aquella puerta era de madera de álamo y de media pul­
gada, como son por lo general las puertas de los ranchos; al
través de su delgada tabla, no tardó en oír Pancho voces so­
focadas y ligeros ruidos reveladores. No sé si sintió un repi­
que o un aleteo frío en el corazón. Sé, en cambio, que intentó
abrir la puerta y comprobó que tenía el pasador corrido. La
golpeó, entonces: un puntapié y dos o tres, puñetazos. Estaba
más cerca del anonadamiento que de la furia; los golpes no
fueron muy fuertes, o fueron lo . suficientemente no-fuertes
como para ser resistidos con holgura por una tabla endeble.
Alzó el brazo para volver a golpear y lo bajó lentamente y
quedó un largo minuto con los ojos muy abiertos en la oscu­
ridad, el cuerpo inmóvil y el alma girando.
Durante ese vertiginoso minuto pensó, entre otras cosas,
en su revólver —regalo de un caudillo político, a cambio de
su voto—; lo pensó en el ropero, en el estante de arriba, por­
que tanto él como Catalina cuidaban de guardarlo fuera del
alcance de las gurisas. Al cabo de ese minuto, y caminando
como si fuera a detenerse a cada paso, salió del rancho. '
24

Una larga nube como recién nacida o súbitamente lle­


gada —más grande que toda otra y de borde rojizo— estaba
comenzando a opacar la luna; pero subsistía claridad de so­
bra como para que Pancho viera bien una sombra que aca­
baba de saltar por la ventana y huía a la carrera. El semi-
anonadado Pancho flexionó un tanto el cuerpo en un amague
de echar a correr también él; no lo hizo. Con las piernas se­
paradas y rígidas y el torso bastante inclinado hacia adelante,
miró alejarse a la sombra y la perdió de vista en la sombra
total. Levantó después, con mucho de quien pregunta, los
ojos hacia la luna: vio la progresiva interpolación de la nube
cada vez más rojiza. Ninguna otra cosa pudo ver, y caminó
hacia la ventana; ésta, pequeña, se encontraba abierta de par
en par. Otra vez amagó algo Pancho y de .nuevo no cumplió:
pareció que iba a introducirse por la ventana pero no lo hizo.
Miró hacia adentro y escuchó: oscuridad, quietud, silencio...
Retrocedió un paso y, poniéndose las manos en bocina, casi
silabeando, pronunciando como si se dirigiera a alguien que
estuviera muy lejos, gritó:
—No te perdono más en la puta vida, Catalina Olivera.
Y en seguida —con la mala conciencia de haberle esta­
fado al patrón un rato de trabajo— se fue a seguir arando.

La noche en sí había cambiado y seguía cambiando rá­


pidamente; y mucho más cambió y se ahondó, como si algo
la envejeciera de manera aceleradísima, para el hombre que
caminaba hacia el lugar donde había dejado él tractor. Atra­
vesó Pancho el piquete de los caballos nocheros y no miró
los bultos de las casas. Muy cerca estuva.de coincidir indi-
ferenciablemente con Neruda y exclamar:/ “. . .qué noche tan
grande, qué tierra tan sola”, j Cruzó un alambrado y siguió
andando a la vera del último' surco, y no registró el olor de
la tierra arada, que siempre es más olorosa en la noche. . .
En la cabecera del bajo moderaba el tractor: latía ciego en
lo oscuro, secreto y voluntarioso como un corazón. Pancho se
25

sintió un poquito menos solo cuando llegó a él; le puso las


manos sobre el radiador para comprobar la temperatura, bajó
la cortinilla, giró la llave del queroseno, subió a la platafor­
ma, encendió el faro.

Siguió cambiando en sí —haciéndose más ordenada, me­


nos terrestre y movida— la noche. La luna, que subía sin
escapar de la nube, se mostraba cada vez más ida, más “vuel­
ta del lado de la ausencia”, como dice inmejorablemente mi
amigo Cunha. Algunas lechuzas gritaban ahora sólo como por
compromiso y ya ninguna revoloteaba. Las locas rachas de
viento se aunaban en un sostenido, y no muy fuerte, viento
bronco. Aquella nube larga y tenaz y con rojo en su avanzada
tenía más refracción para rojo en sus entrañas, y fue dando
a la luna un tinte entre herrumbroso y sangriento de luna
babilónica. Los ladri-aullidos de perros y cuzcos eran o po­
dían ser, para nosotros, los mismos que plañían a Sin, a Hé-
cate, a Selena. . . ; para Pancho Pérez, los mismos que treinta
años atrás hacían encoger y a veces hasta temblar y alguna
vez hasta llorar de miedos no suyos, en su catre cortito, al
gurí Panchito Pérez, hijo de padre desconocido y de Eleuteria
Pérez, cocinera de estancias.

E l hombre Pancho Pérez —dura su cara inexpresiva de


paisano— araba de pie en la plataforma del tractor. Pero no
fue mucho lo que aró, porque a la cuarta o quinta vuelta
vio unos faros grandes que le hacían señales y se le aproxi­
maban. Era el capataz, en el jeep; acudía a avisarle que su
mujer había intentado suicidarse.

Algunos días después el periódico del pueblo publicó:


En el establecimiento de campo del señor X.X., Catalina
Olivera de Pérez, oriental, casada, de 27 años de edad,
atentó contra su vida con un revólver propiedad de su
cónyuge. Internada en el nosocomio local, fue ínter-
26

venida quirúrgicamente por el doctor N.N., encontrán­


dose fuera de peligro.

No se duda de que el doctor N.N. —más bien bajo,


enérgico y canoso— es un cirujano veterano y eficiente; pero
poner en un santiamén fuera de peligro a alguien que se ha
descerrajado la carga entera de un Smith & W esson 38 puede
parecer una hazaña excesiva, hasta sospechosa de mito o cu­
randerismo. La explicación es muy simples una bala interesó
superficialmente un muslo, otra quemó apenas el mismo o el
otro muslo, otra chamuscó o rayó el monte de Venus, las
otras (se supone, pues Catalina dijo al juez que se había
colocado de espaldas en la cama) sólo provocaron agujeritos
incruentos al colchón. Es que nuestra tardía y singularísima
discípula del rengo Epicteto no había atentado contra su vi­
da, como escribió con error inimputable el periodista (lo que
sí le es imputable, imperdonable, es la guarangada cultista
de escribir nosocom io en vez de hospital), sino contra

la rosal reunión d e sus piernas en don de


su sexo d e pestañas nocturnas parpadea

para decirlo con versos de Neruda. O sea contra la parte (o


la puerta) de su cuerpo a la que ella hacía responsable di­
recta del naufragio tal vez definitivo de su matrimonio.
C o n ta b a don C la u d io

A la memoria de mi tío Luis


Arregui, gran narrador de fogón.

Dice don Ramón Menéndez Pidal que el cuento nace


como un género esencialmente oral y que es la producción
artística que surge antes que ninguna otra producción literaria.
La narración en voz viva de hechos reales y hechos ima­
ginarios es, pues, la primera de todas las formas de la lite­
ratura. El hombre, aun antes de cantar, contó; y contó se­
guramente cosas muy parecidas a las que hoy llamamos
cuentos.
El cuento es viejo como el mundo, como el deseo de los
hombres de saber de sí mismos, y parece ser hijo del fuego
y de la noche. Miles de cuentistas ( cuenteros dicen en Cuba
y en otros países de América) fundaron la cuentistica: miles
de hombres perdidos en la muerte como lluvia en el mar y
que hoy nos es lícito imaginar o soñar como uno solo: un
hombre un poco misterioso, de barbas ya más blancas que
grises, que llega sin ser llamado al atardecer: que llega y se
sienta junto al fuego y narra.
Si en el principio y en todos lados fue el cuento, el
nuestro —el más nuestro, por lo menos— nació en los fogones
gauchos: en las hogueras nunca muy grandes —hechas con al­
guna leña de monte, troncos de caídos y bosta de vaca— que
ardieron en los ranchos, en las laderas de las cuchillas y en las
márgenes de los ríos y arroyos de la Banda Oriental. ¿Qué
28

temas —preguntémonos— manejaron aquellos cuentistas o


cuenteros que vestían chiripá y calzaban, cuando calzaban
algo, botas de potro? No es mucho lo que sabemos, porque
quienes averiguaron al gaueho atendieron más a lo que él
cantó que a lo que él contó;1 pero se puede colegir sin ma­
yores riesgos (porque, entre otras cosas, la literatura de los
fogones no ha muerto del todo) que los temas fueron, por
un lado, de testimonio, de decir con relativa probidad "pasó
así”, y por otro, de exageraciones desaforadas, de fantasías
tal vez creídas o semi-creídas, de mentiras quím icam ente pu­
r a s ... Éstos que de un modo u otro no respetan la realidad
son, al fin de cuentas, los que importan.
Se ha dicho y repetido que España nos colonizó con
hombres medievales. El mundo del hombre medieval estaba
como acribillado y aun desfondado por la posibilidad de lo
sobrenatural, y era mucho más rico —mucho más hondo y
nocturno, sobre todo— que este mundo de hoy, sin sirenas y
otros prodigios, con un Diablo desmonetizado hasta la abo­
lición, sin muertos que vuelven y a veces hablan, donde
hombres como usted y yo pisan la Luna, que ya no es una
princesa, un dios, un ojo, un remordimiento, un le ó n ... sino
una especie de pobre ladrillo sideral. Hechos mágicos y epi­
sodios maravillosos o simplemente disparatados, aparecidos,
milagros, lobizones, sueños digitados por Mandinga, etc., de­
ben de haber sido, entonces, los temas más memorables de
lo primero que en esta tierra se conté. Y también, no lo du­
demos, aparecía siempre la muerte —tal vez menos mecánica
o causada que ahora, probablemente más emparentada con la
fatalidad, más hija de extrañas culpas, más delegada o man­
dadera de dictámenes sin rostro, de clandestinos designios.
o o e

1. Yo recogí una vez en un fogón de troperos el tema de un cuen­


to que logré escribir a un nivel decoroso; está en mi libro L a sed y
el agua y se llama "Un cuento de fogón”.
29

Aquí en Flores buena parte de la literatura de los fogo­


nes se nutrió durante muchos años (y todavía, en la medida
en que subsiste,2 sigue nutriéndose, pertinazmente) de frag­
mentos o resúmenes de los largos cuentos de don Claudio
González, un hombre que murió en 1948. Fue éste un perso­
naje curioso que dedicó por lo menos un tercio de sus días
a contar —siempre en primera persona, con la mayor serie­
dad, sin permitirse ni permitir sonrisas, sin tolerar bromas o
interrupciones de sus oyentes3— algo así como capítulos suel­
tos de muy singulares y muy criollas y un tanto ingenuas
novelas de caballerías.

Yo, de chico, oí en un fogón el cuento de los dos perros


tan feroces que se devoraron mutuamente, a tal punto que
sus dueños (que los habían encerrado en un galpón para ver
cuál era el más bravo) sólo encontraron de ellos las dos co­
las: las colas todavía coleando y todavía queriendo agredirse.
Debía de ser muy chico, porque en alguna medida creí esa
historia. Años después supe que era aquél uno de los tantos
cuentos de don Claudio, que al contarlo se proclamaba pro­
pietario de uno de los perros. Pienso ahora que quizá alguno
de los peones adultos que rodeaban el fogón pudo haber
aceptado el disparate con la misma inocencia que yo.

2. Es evidente que las radios a transistores la están matando.

3 . Se cuenta que una vez, en el patio de su casa, don Claudio


señaló a su hija un limonero del que lo separaban muchos metros y dijo:
—Mire, m’hija: subiendo por el tronco de aquel arbolito va una
hormiga bandida que me quiere comer los limones; vaya y matelá; ¿la ve?
La gurisa —de sólo 10 ó 12 años pero hija ’e tig re .. . — contestó:
—No, tata; no la v e o . . . pero le oigo las pisadas.
Y allí nomás, me cuentan textualmente, el viejo la revolcó de una
cachetada.
30

Si hemos de creerle a él, don Claudio nació en diversos


lugares y en fechas diferentes, o nació varias veces. Lo que
sabemos de seguro es que murió aquí, en Trinidad: aquí vi­
vió muchos años, aquí envejeció, aquí murió. Y fue, no lo
dudemos, el más grande fabulador y narrador que haya muer­
to, vivido y tal vez nacido en este nuestro pueblo. (Este nuestro
pueblo, valga esta larga digresión entre paréntesis, cuyo nom­
bre completo es Santísima Trinidad de los Porongos y que fue
fundado por un hombre con un apellido muy aparente para
el caso —Francisco Fondar—, con la colaboración de un cunta
valenciano llamado Manuel Ubeda, a quien es dable imaginar
en estas soledades con una sotana color ratón y andares de
cura flaco, y hablando una mezcla de su revesado dialecto con
el castellano aportuguesado de aquí y entonces, y más incli­
nado a pensar en lobizones que en el tomismo, más dispuesto
a entenderse con Satanás que a arrojarle un tintero luterano
a la cabeza, más cerca del pecador que del pecado.)

Don Claudio era alto y fuerte, muy huesudo, de pelo


negro y encrespado, tez cetrina o “color del país”, ojos grandes
y un poco saltones y (según dijo su hija) mucho más claros
de lo que uno puede apreciar en las fotos; era serio, austero,
respetuoso y partidario del respeto 45y “pronto de genio” cuan­
do husmeaba irrespeto; era muy cuidadoso con su familia, muy
sociable y bastante ceremonioso en el trato; le gustaba vestir
bien (dentro de un estilo apaisanado, claro), le gustaba co­
cinar e invitar a comer, le gustaban las reuniones, los casorios,
los bautismos; tenía la voz grave y criolla y pausada, tenía
manos grandes y asombrosamente elocuentes;0 nunca fumó

4 . “González siempre estaba por el respeto”, dice su viuda.


5 . Tenía también, como buen narrador, la preocupación de la
precisión verbal.
—Mire, don Claudio, qué bruta tormenta se viene —le dijeron
una vez.
Don Claudio miró y rectificó:
—Eso no es una tormenta, mi amigo; eso es un tormentón macho.
31

ni tomó, supo trabajar cuando era necesario, nunca faltó a su


palabra y, aparte de sus cuentos, nunca mintió. . . Sus dos
pasiones fueron la mitomanía y la timba, la primera es la
que origina estas páginas; de la segunda diremos que lo acu­
ciaba con tanta intensidad que cuando no encontraba conten­
dores les regalaba moneditas a los chiquilines del barrio y los
obligaba después a apostarlas con él en cualquier clase de
juego. (Ya escritas estas líneas me cuentan que llegó a orga­
nizar velorios para encubrir o cohonestar timbas a los ojos
del comisario: ofrecía su casa para velar difuntos sin casa o
sin deudos, y mientras el finado estrenaba la muerte acompa­
ñado por algunas mujeres, los hombres se doblaban en el
vértigo de las barajas alrededor de una mesa instalada en el
galponcito y presidida por don Claudio.)

Según sus cuentos y sus cuentas, don Claudio vivió más


de SO años en el norte del país, unos 46 ó 47 en el departa­
mento de Soriano, unos 60 y tantos en Río Negro y unos 70,
hasta su muerte, aquí en Flores. Que la suma fuera un poco
exorbitante o matusalénica no lo preocupaba demasiado: era
analfabeto y no se hacía problemas con numeritos, no con­
descendía, digámoslo así, a lo que podríamos llamar las mez­
quindades de la aritmética. Como ejemplo de esto último va­
mos a contar, muy brevemente, uno de sus cuentos.

Contaba don Claudio que una mañana salió a cazar per­


dices en compañía de uno de sus tantos amigos, que además
de amigo era compadre. Vicente se llamaba el hombre.
Los dos compadres salieron a pie y recorrieron unas cha­
cras cercanas al pueblo y, sobre el mediodía y después de
haber agotado absolutamente los perdigones, regresaban con
una liebre gordaza y media bolsa de embarque de perdices.
Don Claudio traía la bolsa y Vicente traía la escopeta, que era
una de aquellas de cargar por la boca y a las que, general­
mente, se les apretaba la pólvora y la munición con bosta de
Ní£>\/ 0
32

caballo, usando para ese menester una baqueta o varilla de


hierro. Los compadres venían caminando, contentos, sin apu­
ro, prosiando de bueyes perdidos, en el día tranquilo y so­
leado . . . En un redepente se les oscurece el cielo, se les nubla
portentosamente el sol. Levantan las vistas y ven la causa del
fenómeno: una machaza, enorme, descomunal bandada de pa­
lomas. Se miran en la semipenumbra, lamentando sin palabras
no haber guardado municiones para siquiera una descarga.
Pero don Claudio tuvo una idea y
—Compadre, cargue la escopeta con la baqueta —aconsejó.
Vicente así lo hizo (cuidadosa y parsimoniosamente, por­
que había bandada para horas) y apuntó hacia arriba y apre­
tó el gatillo. Al cabo de algunos minutos oyeron, no lejos, un
golpe sordo: la baqueta ha caído al suelo llena de palomas
ensartadas. Vicen va y cuenta: 1, 2, 3, 4 . . . ¡98, don Claudio!
-grita.
—Mire, compadre —dice don Claudio—, redondee en lt)0,
nomás. . . total, por dos pajaritos más o menos nadie va a
decir que son mentiras.
Después de esto comprenderemos mejor que haya vivido
tantos años en tantos lugares diferentes; por 180 ó 200 años
más o menos tampoco nosotros debemos arriesgar el peligroso
verbo mentir.

En esto de mentir —o de crear, digamos para no usar


ese verbo temerario— don Claudio era imbatible. Contaremos
un cuento ejemplar:
Un buen día alguien llevó a casa de don Claudio a otro
renombrado fabulador. Los dos hombres, que no se conocían
pero conocían recíprocamente sus famas, se saludaron con
gran cordialidad y se midieron con las miradas. Y después
de tomar mate hasta lavar dos cebaduras y hablar largo y
tendido de cosas reales, sin importancia, comenzaron a me­
dirse también, tácitamente de acuerdo, en la especialidad que
33

compartían. Fue aquello una especie de duelo, o payada en


contrapunto, de invenciones cada vez más disparatadas. Don
Claudio contó algunas de sus extrañas aventuras y el otro
(cuyo nombre ignoramos y que llamaremos don Juan para co­
modidad narrativa) retrucó con fantasías de buena calidad.
Y la cosa marchó bien, con toda armonía, desatino va, desa­
tino viene. . . Pero de pronto don Juan dijo muy naturalmente
que él había estado en el fin del mundo. Don Claudio lo miró
con sorpresa y tal vez con cierta alarma.
—¿El fin del mundo? —preguntó.
—Sí, el fin del mundo —repitió don Juan.
Don Claudio, muy seria su cara huesuda, entrecerró los
ojos. Era innegable que aquella declaración superaba de modo
abrumador lo de las 37 ovejas con 34 corderos salvados du­
rante un temporal dentro de la cáscara de un zapallo, lo del
boniato tan grande que al extraerlo quedó hecho el pozo para
el aljibe, lo del avestruz decapitado que corría marcha atrás
y comía por el agujero terminal de su tubo digestivo, lo de
su titánica pelea con una mulita enfurecida del tamaño de un
novillo, lo de una estancia donde todo era gigantesco y los
aviones pasaban por entre los hilos de los alambrados y el
cocinero salía en bote a recorrer y espumar la olla del pu­
chero (agregaba que cierta vez que el bote había zozobrado
al chocar con un garbanzo hecho piedra el hombre se había
salvado a caballo en un choclo), lo de su facón tan filoso
que cortó no sólo el asado sino también el plato y la mesa
y hasta un pobre gato que tuvo la mala suerte de pasar por
debajo, etc. —cosas con las que él se manejaba a menudo y
de las que ya había quemado varias—. Se reclinó en su sillón
o mecedora de mimbre y volvió a mirar a don Juan, ahora
con severidad.
—¿El fin del mundo? —insistió.
—Sí —dijo don Juan, sosegada y firmemente—, un lugar
que queda lejazo. No es pa todos llegar a él. Hay que cami­
nar como nuevecientos días y nuevecientas noches. Y es un
34

lugar muy raro, que naide ha visto. Allí no hay naide, naide
y nadita. . .
—Digo yo. . . —murmuró don Claudio. .
Don Juan continuó diciendo que una vez llegado al fin
del mundo se vio en el problema de dejar prueba de su
llegada, de atestiguar de algún modo su presencia allí, donde
nadie lo miraba y nada había y donde era, sindudamente, el
primer hombre.
—Muy justo —aprobó don Claudio.
—No sabía lo que hacer —continuó don Juan—, Tuve que
pensar un rato largo. A la final se me ocurrió clavar un
clavo. . . un clavo con mis iniciales. Por suerte había llevado
un martillo. Justito en el fin del mundo clavé el clavo.
Don Claudio, inmóvil en la mecedora, parecía derrotado.
Pero casi en seguida se puso de pie y dejó caer con mucho
énfasis:
—¡Eso es muy ciertol
Don Juan fue ahora quien miró a su competidor con
sorpresa.
—Eso es muy cierto —repitió don Claudio en tono más
calmoso—. Yo estaba del otro lado y remaché el clavo; ¿usté
no oyó los golpes?
También era imbatible don Claudio en su conocimiento
de la campaña; del río Negro, sobre todo.
—No, don Claudio —pretendió en una oportunidad recti­
ficarle un atrevido—: esa picada del río Negro que usté dice
no está en el campo ’e los Campales sino como quince leguas
más arriba.
—¡Cállese! —levantó la voz don Claudio—. A mí no me
pueden enseñar nada del río Negro. Yo a ése lo conocí cuando
era cañada.
35

Don Claudio sirvió (en filas coloradas) en todas las gue­


rras civiles que hubo en este país y en otras que no hubo
o de las que solamente él tuvo noticias. Sus aventuras bélicas
no fueron, por lo que sabemos, muy heroicas ni muy cruentas;
nunca dijo haber matado a nadie, nunca se jactó de haber
encabezado una carga a lanza, nunca habló de sangre con
esa fruición malsana con que se suele hablar de sangre. . .
De todos modos, cosechó algunas heridas cuyas cicatrices casi
siempre se olvidaba de mostrar (“. . . y mañana les muestro
Ja cicatriz que tengo”, decía, y continuaba su relato). El
percance más serio parece haber sido la pérdida de un ojo,
felizmente recuperado.
Contaba que cierta vez, después de una escaramuza que
terminó en derrota y desparramo, varios blancos lo persiguie­
ron con ánimo de tocarle el violín en el gañote. Estaba bien
montado (siempre, en sus cuentos, estuvo bien montado) y
logró escapar zigzagueando en un chilcal, vadeando un arro­
yo muy hondo que pocos sabían vadear, atravesando un monte
muy espeso. Durmió bien esa noche, en una tapera donde,
él sabía, había aparecidos que no lo molestaron. Se despertó
contento de estar vivo pero, al lavarse la cara, notó que le
faltaba un ojo. Pese a su tuertez, decidió tomar unos mates
antes de ensillar el caballo. Buen baquiano como era, rehízo
con exactitud el camino de su huida. Y en el medio del monte
encontró su ojo, muy triste, muy solo, pestañeando, colgado
en una espina de una rama alta de un algarrobo “más retor­
cido que galope ’e gusano”. El ojo puesto y el perdido se
miraron con muchísima curiosidad y con mucho y mutuo ca­
riño, le pareció. Sin bajarse del caballo, despacito, con gran
cuidado, alargó el brazo y descolgó el ojo náufrago y, des­
pacito, sin apretarlo, se lo colocó de nuevo en su lugar. "Este
mismito es”, decía, señalándose algunas veces el ojo derecho
y otras veces el izquierdo. “Fijesé bien; apenitas se le nota”,
agregaba.
En otra ocasión, todo un batallón de blancos lo arrin­
conó en una de las vueltas del río Negro. Tuvo que aban­
36

donar su caballo (un pangaré orejas caídas que años después


encontraría, embalsamado, en una talabartería de Paso deí
Molino) en un lugar pantanoso y seguir huyendo a pie. Esta
vez, realmente, se vio sin escapatoria posible. Ya oía el pereré
de los fletes saravistas cuando llegó a las barrancas últimas.
Como desesperado recurso, se arrojó al agua. Y se zambulló.
Y encontró, en el fondo secreto del río que conociera cañada,
una piedra grande, pulida por las aguas, .medio de la forma
de un banco de plaza, muy cómoda. Y se sentó en ella. Y
allí, sentado, tranquilo, pitando (jél, que nunca fumó!), es­
tuvo varias horas, “hasta que los blancos se cansaron de bus­
carme y se fueron a joder a otro lado”.

Dicen los libros que en este país los indios fueron exter­
minados o puestos fuera de circulación hace muchísimos años;
hablan de Bernabé Rivera, etc. Estos detalles de mera historia
no impidieron a don Claudio tener un problema con ellos,
dedicarles un capítulo de su larga y riquísima autobiografía
imaginaria.
Contaba don Claudio que cuatro aborígenes ( “indios san­
guinarios”, decía recordando a Martín F ierro) le tendieron
un día una emboscada. Él no sabía leer pero lo había oído
muchas veces y podía citar de memoria “el indio es de pa­
recer / que matar siempre se debe, / pues la sangre que no
bebe / le gusta verla correr”, y también: “Odia de muerte
al cristiano, / hace guerra sin cuartel; / para matar es sin
yel’ . . . Aunque la terrorista imagen del indio que Hernández
pone en boca de Fierro era también de algún modo suya,
don Claudio no sintió miedo: montaba esa mañana un ex­
traordinario tostado patas blancas. Sujetó al tostado, hizo a
los indios algunos gestos burlones, volvió grupas y se alejó a
un galopón apenas exigido. Los infieles, los cuatro, montaban
overos. Iba sin inquietudes el cristiano, porque no podía ha­
ber en el mundo ningún overo capaz de alcanzar a un tos­
tado como el suyo. Pero el Diablo, que no duerme, metió
la pata: hizo meter al patas blancas la pata en un hormiguero.
37

Cayó el caballo, quebrado un poco más abajo de la rodilla.


Don Claudio salió parado, ya que siempre salía parado en las
rodadas, aunque no practicara, que sepamos, la costumbre gau­
cha de untarse las articulaciones con grasa de gato. Los indios,
a lo lejos, aullaron de alegre ferocidad. Don Claudio se sintió
perdido, pero sólo por un instante y fue rápido en su decisión
y sus movimientos: sacó el facón de tremendo filo (el mismo
que una vez dividiera en mitades un gato al paso) y le cer­
cenó al caído la pata quebrada, por el lugar del trauma, y
también las otras tres, a la misma altura. Y montó de un
salto y siguió galopando. A pesar de que el tostado había
perdido alzada y brazada, los overos fueron quedando atrás,
y don Claudio terminó por dejar de oír los gritos, sin duda
malas palabras en el idioma de ellos, que proferían los indios.
Esta aventura (que es una de las que más recuerdan los
fogones) tiene una importancia suplementaria, porque aquel
petizo un tanto especial llegó a hacerse famoso: acompañó
a don Claudio durante largos años y, sobre todo, se comportó
como un valiente y un buen colorado (de opinión, claro,
porque de pelo siguió siempre tostado) en varias patriadas.
Y fue protagonista de otro cuento que los fogones no han
olvidado:

Contaba don Claudio que cuando su tostadito patas cor­


tadas (que por suerte era entero = sin castrar) se fue ha­
ciendo viejo, dentró a pensar que era una lástima no sacarle
una cría que se le pareciera, o —mejor— que lo repitiera.
Genetista intuitivo y sospechador de la homocigosis, se
procuró una yegua entrada en años y paridora y también
tostada y alta, y tía materna y a la vez prima segunda o algo
así del petizo.
Y puso a ambos en concubinato en un potrero chico y
bajo, con mucho verde, dos cañadas y buena sombra de sau­
ces y álamos.
38

Pero como los equinos no saben hacer el amor más que


de pie, sucedió algo muy previsible que él ( “de tan poco
alarife que puede ser un cristiano, fijesé usté”, decía) no ha­
bía previsto: el aspirante a cónyuge macho carecía de la al­
tura necesaria para cumplir eso que llaman el deber conyugal.
Observando —por discreción— desde lejos, don Claudio
vio los requiebros prológales y en seguida oyó débilmente los
relinchos temblorosos (o los temblores relinchantes) de am­
bos, y vio luego las coces y los mordiscos,, las coqueterías
impacientes de la yegua, las reiteradas tentativas del tosta-
dito. . . y sufrió como propios ( casi) los humillantes fracasos.
“Habría que decirles que se acuesten en el pasto”, pensó;
pero sacudió la cabeza para desalojar esa idea absurda y dar
lugar a otra mucho más viable que, decía, “me venía pidiendo
cancha”.
De acuerdo con ésta intervino con celestinaje muy prác­
tico: abatió a faconazos un álamo, cortó de él cuatro trozos
y elevó el nivel del pretendiente con cuatro zancos “juertazos”,
bien atados a los muñones con su maneador de cuarenta yar­
das dividido en cuatro pedazos iguales.
Pasó entonces lo que tenía que pasar, y once meses y
once días después la yegua agregó a la historia universal un
potrillito que, al igual que todos los potrillitos del mundo, pa­
recía subido en zancos, y que a los pocos días nomás se
mostró el vivo retrato de su padre, como corresponde a la
consanguinidad y, por otra parte, a la condición de hijo na­
tural y, tal vez, a las dilaciones que había sufrido el acto de
engendrarlo.
Don Claudio crió bien ese potrillito. Lo crió mansejón
de abajo pero sin muchos mimos ni manoseos y sin atarlo ni
palenquearlo hasta los tres años largos, cuando juzgó que ya
tendría el cogote sazonado. Sabía domar con palabras y con
palabras lo domó. Todas las tardes salía a dar una vueltita
en él para irlo costeando.
39

Una tarde de un jueves de octubre ese módico paseo


fue más largo que de costumbre, y hombre y bagual llegaron
al potrerito donde éste había sido procreado. Don Claudio
vio en su momento, sin reparar demasiado en ellos, cuatro
álamos muy altos y muy juntos que no recordaba. Bagual y
hombre marcharon al trote, pisando charquitos sobresaltados
y gramillas húmedas, siguiendo sin justificación aparente los
viboreos de la cañáda falsa que desembocaba, por supuesto,
en la otra de verdad. Las liebres en celo se perseguían en
la ladera y el eterno viento de octubre traía, desde el lado
hacia el que se inclinaba el sol, los reclamos de las torcazas
y el grito de los avestruces machos que tanto añoraba Hudson
en su destierro londinense. Desde las cimas de los cuatro
álamos desconocidos descendió un relincho. . .

Los zancos hechos con el álamo verde se habían hundido


en la tierra blanda del bajo y se habían convertido en árboles,
y el tostadito patas cortadas había ido subiendo, subiendo. . .
Y allá arriba estaba ahora, gordo, reluciente, muy contento,
relinchando de un modo saludador: saludando con alegría a
su amo, o saludando con alegría a su hijo, o saludando con
doble alegría, más probablemente, a los dos a la vez. “Fijesé
lo que son las cosas de la naturaleza de los arbolitos, para
que vea usté, para que usté vea, 0 terminaba el cuento don
Claudio.6

6 . "Para que vea usté, para que usté vea” era la muletilla de
don Claudio, el comodín de sus frases, sus palabras más famosas. Aun
hoy, a más de veinte años de su muerte, muchos habitantes de este
departamento repiten diariamente, estoy seguro: “Para que vea usté,
dijo don Claudio González.”
Se cuenta que cierta vez un muchachón se atrevió a remedarlo
y repitió con insistencia la fórmula en Las propias narices del viejo;
éste, que no toleraba bromas y mucho menos irrespetos, lo derribó
de un cachetazo y miró a los presentes y dijo:
—Para que vean todos.
40

—¿Lo bajó, don Claudio? —preguntaba casi siempre, en


este final de cuento, alguno de los oyentes.
—No, ¿pa qué? —respondía el viejo—. Ya había hecho
aquí abajo todo lo que tenía que hacer, y allá en la punta
de los árboles estaba de lo más bien. Fijesé que estaba cer­
quita del sol, fijesé que no lo alcanzaban las moscas ni los
tábanos, fijesé que cuando paraba de llover se secaba en se-
guidita. . . Bajarlo hubiera sido una maldá.
—¿Y qué comía? —solía preguntar alguien.
—Los brotitos de los álamos, verdes, tiemitos, jugosos, so­
litos para él.
—¿Y cómo tomaba agua? —preguntó una vez mi amigo
Atanacio.
—Pero muchacho. . . —contestó don Claudio con frase in­
conclusa, con desgano, como lamentando tener que responder
a una pregunta tan chambona—, viviendo, como quien dice,
de vecino de puerta de las nubes. . .

Estos son (abreviadísimos, pues es sabido que los


relatos de don Claudio duraban horas y hasta días en­
teros) algunos de los episodios más populares de las
novelas, o la novela-río, o la autobiografía fantástica,
que aquel criollo analfabeto y poseído por la pasión de
narrar fue elaborando incansablemente, y como cum­
pliendo con Alguien, a lo largo de sus años —a manera
de otra vida superpuesta a su vida cotidiana de verdu­
lero, carnicero, timbero de alma, mercachifle, buen ve­
cino, cuidadoso padre de familia. . . Los escribí con
agregados, arreglos y algunos trucos, y también con
ciertos escarceos verbales por los que no pido discul­
pas sino otra cosa: que se los considere como licencias.
lie dejado para contar separadamente un episodio tal
vez menos conocido que es, a mi juicio, el mejor; voy
a permitirme aun más libertades y empiezo por titu­
larlo —con título tomado de Hudson—:
41

E l c u e n to de u n tordillo
Don Claudio González, un hombre cuyas dos pasiones
—que a menudo ascendían a manías— fueron contar cuentos
y timbear, fue capaz también de trabajar, y pudo referirse
alguna vez, con autoridad y menosprecio, a los inútiles “que
viven porque Dios no cobra pastoreo”. Vendió verduras reco­
rriendo en un carrito las calles del pueblo, instaló una carni­
cería, tuvo almacén o provisión. . . Y también fue mercachifle,
o sea que poseyó un carro grande con el cual hacía giras
por varias zonas de la campaña del departamento, vendiendo
bombachas y camisas, tabaco, alpargatas, yerba y otros etcé-
teras.
A este carro lo tiraban tres caballos; de ellos, decía don
Claudio, su gran caballo y a la vez su gran amigo era el de
entrevaras, un tordillo negro que había ganado a la taba, de
bagualito, en la estancia de un francés, y que había bautizado
“Indio”. Un caballazo el Indio; grande como un rancho y
manso como un sueño. Y el mejor de los compañeros, sin
despreciar —repetía don Claudio.
El Indio, decía, nunca le fallaba, siempre le cumplía,
siempre lo sacaba de apuros. Se empantanaba el carro, o me­
tía una rueda en una zanja, o se atascaba, un suponer, en
una cañada pedregosa... y él gritaba:
—¡INDIOl
y el Indio bajaba la cabeza, se juntaba sobre sí mismo, se
afirmaba en sus patas como ñandubayses, pegaba el envión
V salía adelante con el c a rro ... Los otros dos caballos, los
zainitos laderos, sólo secundaban al Indio, que era su animal
de confianza, el caballo más esforzado y gaucho que él co­
nociera, el que verdaderamente aguantaba el cimbronazo de
aquellas giras que duraban, ocasiones, hasta cerca de un mes.
Contaba don Claudio que volviendo una vez de una gira
y cuando sólo le faltaba legüita y media para llegar al pueblo,
42

empezó a notar que el Indio venía triste y lerdeando, que


parecía venir enfermo. Detuvo el carro, se bajó, desprendió
los caballos. El Indio, evidentemente, no estaba bien, y algo
nuevo, a la vez empañado y humano, había en sus ojos co­
múnmente comparables a espejos. Don Claudio lo largó, para
ver qué pasaba, y el caballo fue y se echó como un perro
no lejos de uno de los alambrados que encallaban el camino.
Don Claudio lo observó un buen rato y dio varias vueltas
alrededor de él, preguntándose qué tendría su tordillo y di­
ciéndose, como si recién lo descubriera, que había sido una
verdadera chambonada de Dios no haber dotado a los caba­
llos (por lo menos a algunos) del don de decir cosas. El
Indio se quejaba en un estilo nada ostentoso, con quejidos
viriles, y miraba de cuando en cuando al hombre con ojos
que, aunque cambiados, seguían siendo grandes ojos mudos
de caballo.
Esto ocurría una tarde (de verano) y la noche se les
venía viniendo encima. Don Claudio pensó la situación du­
rante muchos minutos y decidió dejar al Indio. Tomó esta
decisión muy a su pesar, con el sentimiento de hacer algo
que no debía pero repitiéndose que no podía hacer otra
cosa. Se cuadró casi como un milico frente al caballo echado
y le dijo sin mover los labios:
—Mire, amigo Indio: yo me voy pero mañana temprano
vuelvo. Estese tranquilo y descanse. Pa mí que usté ha co­
mido algún yuyo, nomás; le calculo que pa mañana va a
estar bien.
Prendió después los otros dos caballos y continuó su
viaje, mientras el sol caía como lágrima de vieja en el rum­
bo de los Cerros de Ojosmín. No se confiaba mucho en lo
que bastante piadosamente había dicho en cuanto a un yuyo
indigesto; dudaba entre consultar al veterinario o plantearle
el caso a alguna curandera. De lo que no dudaba era de
que el nuevo sol lo vería al lado del caballo enfermo.
43

Pero llegó el hombre al pueblo y se encontró con que


también su mujer estaba enferma, “enferma grave, grave de
dotores; tan gravísima que no se sabía pa quién era”. El
Indio era su gran caballo, su gran amigo y su mejor com­
pañero, pero su mujer era su mujer, y los cristianos —sean
cristianos o cristianas— tienen “la principalidá”: el nuevo día
nació, giró y murió con don Claudio sentado casi permanen­
temente junto a la cama de la enferma. Y lo mismo sucedió
con el día siguiente y con los treinta y tantos días que, uno
tras de otro como botón de chaleco, se vinieron después.
Don Claudio, por supuesto, no olvidaba al Indio, y mil y
una veces se preguntó, con inquietud y remordimientos, qué
habría sido de él.

En esos días un amigo de don Claudio acertó a pasar


por el lugar donde había quedado el caballo. Posiblemente
el Indio había muerto, y por ende estirado las patas, aquella
noche que venía pisándole los talones a la tarde en que su
amo lo abandonara. No es raro que la violencia calcinante
de nuestros veranos reseque las osamentas; del Indio sólo
quedaba el “estandarte”, el esqueleto armado y recubierto
por el cuero: una especie de metáfora macabra del caballazo
que había sido, algo semejante a un frangollado caballo de
utilería. El amigo de don Claudio, bromista el hombre, tuvo
la humorada de levantar aquel jeroglífico d e las postrim e­
rías de caballo y ponerlo sobre sus patas y dejarlo de pie,
apoyado en el alambrado. Y cuando llegó al pueblo fue a
visitar al viejo y a interesarse por la salud de la patrona, y
le dijo:
—Por allá encontré a su caballo Indio.
—¡Ah, sí! —exclamó don Claudio—. ¿Dónde está?
—En el camino del medio, como a una legua del Paso
de los Ahogados.
—Por allí mismito lo dejé. ¿Está bien?
—Está parado; paradito contra el alambrado.
44

—¡Qué bien! ¡Qué suerte! —prorrumpió don Claudio.


Y para festejar convidó a su amigo (sin tomar él) con
una copa grande de anís casero.
Las palabras del bromista embotaron los remordimientos
y aplacaron las inquietudes de don Claudio. Pensó que el
camino encallado tenía aún, o debía tener, pese al rigor del
verano, orillas con buen pasto, recordó que a un par de cua­
dras del lugar que no olvidaba había un cañadón con agua
barrosa pero permanente, se dijo que su caballo no se iría
muy lejos, por puro manso y noble y por esa cachaza que
tienen, de sueltos, los caballos afrisonados. Todo esto le tornó
más llevaderas las horas largas y muy desgranadas en minu­
tos que todavía debió vivir cuidando a su mujer, que feliz­
mente había salido del pozo, como quien dice, y comenzaba
a repechar la enfermedad. Lo que en ningún momento se
le ocurrió siquiera sospechar fue que el tordillo ahora más
blanco pudiera estar como estaba: hecho una pancarta de
su propia muerte y de la muerte en general, espectral y es­
tremecido por las brisas en las noches enormes, muy quieto
y como esperando la nada en las mañanas y la tardes sin
viento.

Llegó por fin el día en que el médico dio "el alta” a


la enferma, y don Claudio se abocó a reasumir sus fun­
ciones de mercachifle. “Voy a salir de gira la semana que
viene”, dijo ese mismo día a la convaleciente y a los
vecinos y vecinas. “Esta gira la voy a empezar al revés”, fue
diciendo posteriormente. “Voy a salir por el Paso de los
Ahogados y a doblar por el camino del medio”, explicaba.
Y continuaba a veces como pensando en voz alta: “Así le­
vanto de entrada al Indio; debe estar gordo y descansado;
tengo unas ganas bárbaras de verlo”.
Salió el último lunes de febrero, por la mañana, y mar­
chó despacio, porque los dos caballos eran poco para el
carretón bien cargado. Un rato antes del mediodía estaba
45

llegando al lugar que sabemos. Desde lejos alcanzó a divisar


lo que creyó que era el Indio vivito y coleando. “¡Allá está!”,
exultó. Hizo chasquear el arreador en el aire y arengó a los
caballos en un tono tal vez parecido a aquel que, dicen, usa­
ba en sus macaneos tribunicios don Juan Zorrilla de San
Martín:-
—Apuren, caballitos: en cuantito prenda al Indio uste­
des van a ir como regalados.
“Regalados”, repitió y siguió repitiendo, cantando cada
vez más las cuatro sílabas, improvisando poco a poco una
cnncioncita con esa sola palabra y con música como de mi­
longa. Después de tantos días y noches de mujer enferma,
vecinos y vecinas (ellas, ¡ay!, principalmente), médicos, chis­
mes y olores a remedios, a vahos de eucalipto, a fiebre, a
tisanas... era feliz al retomar su soliloquio al aire libre, al
reencontrar el campo antiguo y sin nadie y atorrando como
un lagarto, los ruidos viejamente familiares del carro, el olor
picante y efusivo de los caballos y, ahora, la alta silueta de
su tordillo entrañable. Acompaña la cancioncita con conti­
nuos y rítmicos chasquidos del arreador, y los dos caballos
apresuran la marcha.
Rueda más rápidamente el carro y don Claudio mira,
mira, vuelve a m ir a r...: algo extraño va empezando a vel­
en la apostura del Indio. Deja de cantar y queda con la
boca entreabierta. Se pone de pie en el pescante. Sus ojos
tal vez no parpadean. El arreador no suena en el aire sino
en las ancas de los pobres zainitos. Corre, casi, el carro. . .
Don Claudio cierra y abre los ojos. “¡No!” Cierra y abre de
nuevo los ojos. “S í . . . ” Se deja caer en el asiento, que es
una tabla y un cojinillo (de oveja negra) doblado. Enmu­
dece el arreador, y los caballos comienzan a aflojar el tren
de marcha. Recuerda don Claudio, como si mirara un re­
trato, la cara de su amigo —¿amigo?— en el momento de de­
cirle “paradito contra el alambrado”. “Hijo de puta”, mascu­
lla. “Sotreta." “A mí no se me hace eso.” Los zainitos, a esta
46

altura, sólo tranquean. No se sabe si don Claudio detiene el


carro o si éste se detiene por sí solo o por voluntad de los
caballos.
El viejo desciende con alguna dificultad del pescante y
sigue avanzando a pie, lentamente. Lágrimas de pena y de
rabia le queman las mejillas. Caminando como si entrara a
un recinto desconocido y un tanto oprimente, se acerca a su
ex-tordillo, al fantasmón que se muestra granguiñolesco bajo
el rotundo sol de la hora sin sombras. El Indio lo mira con
el hueco o la ausencia de un ojo y le sonríe con la doble
hilera de larguísimos dientes amarillos que emergen de sus
belfos podridos. Don Claudio se siente muy triste, muy mal.
Llora de pena y de piedad. Se culpa. Tiene una convulsión
muy rara. Piensa de cierta manera nebulosa que su caballo
y amigo ha muerto terriblemente solitario: no solamente solo,
como todo bicho y todo hombre, sino también en soledad.
Este borrador de pensamiento o lo que sea le produce otra
convulsión; y en una emisión de voz totalmente involuntaria
pronuncia:
—|INDIO!
Es muy probable que haya pronunciado estas dos síla­
bas con una voz semejante a —o por lo menos confundible
con— aquella con que las pronunciaba cuando llamaba a su
caballazo a un esfuerzo grande, a veces a un esfuerzo su­
premo, para sacar el carro de un barrial, de una zanja trai­
cionera, de una cañada tramposa. . . Lo cierto es que el ex­
caballo se movió, bajó la cabeza, se juntó sobre sí mismo,
pretendió afirmar sus patas imposibles, intentó el envión. . .
y fue entonces que se desarmó, crujiendo, y se derrumbó so­
noramente y quedó convertido en un montón chico, asom­
brosamente chico, de huesos silenciosos, de pobres huesos
malenvueltos en el cuero seco, roto y blanqueado por los soles.
G én esis: 3 :1 6

Durante varios años viví prácticamente solo en una es­


tancia. El campo de ella no era de los grandes pero tenía
tamaño suficiente como para que las llamadas las casas es­
tuvieran como perdidas en un pequeño océano, como ancla­
das en un lugar indeterminado (o que podía ser otro) de
una soledad muy emparentada con los espartillos, las cerri-
lladas, la callada hostilidad de los cardos, los cañadones don­
de a veces se me aparecía la muerte ejemplificada (o en­
mascarada) en una vaca empantanada pudriéndose del cuero
para adentro o, más truculentamente, en una osamenta de
oveja donde los gusanos hervían en un silencio de otro
mundo. . .

Cuando Jeh ooá Dios expulsó del Paraíso a Adán y a Eva


se com portó com o un grosero; por lo menos, com o un señorito
mal educado.

La soledad y yo nunca nos hemos llevado demasiado mal,


y yo vivía bastante bien. No me faltaban libros ni ganas de
leerlos. Salvo cuando era necesario realizar tareas especiales,
dormía casi toda la mañana y trabajaba y recoma el campo
en la tarde. Y de noche leía hasta el último canto de los ga­
llos, muchas veces hasta el escándalo guarango de los pájaros
en los naranjos y los limoneros del patio y, lo peor, en la alta
y copuda —y en los inviernos siempre como exasperada y
hasta histérica— palmera antillana que había a pocos metros
do mi puerta.
48

“¡Qué sandez, por otra parte, él tal Pecado Originall”, di­


ce Cyril Connolly en la página 19 d e la edición castellana d e
T he unquiet grave ( L a tumba sin sosiego, traduce Ricardo
B aeza).

En mi librito L íb e r F alco menciono “aquella casa anti­


gua y elemental donde ya no vivo” y cuento que cierta me­
dianoche de invierno me encontraba allí, “en una casa situa­
da en medio del campo. . . solo en el caserón de varias piezas,
acostado, bien tapado con mantas y poncho, leyendo a la luz
de una vela”, cuando Falco y Larriera me llamaron por telé­
fono desde Montevideo para decirme que ellos estaban bo­
rrachos y que me tenían muchísima lástima porque yo, segu­
ramente, no lo estaba. Otra medianoche de invierno (no sé
si del mismo invierno o de otro) no fue el alarmante timbre
del teléfono encabritándose a deshoras lo que me interrumpió
la lectura: fue el rechinar sin duda lúgubre del portón de
hierro. En seguida oí pasos en las baldosas del corredor, gol­
pes en la puerta y una voz un tanto gutural —vieja pero
enérgica— que pronunciaba mi nombre. Era aquélla, olvidaba
decirlo, la noche lluviosa de un día de lluvias y lloviznas de
tal vez una semana de mal tiempo.

“L a expulsión d el Edén es un acto d e rencor vengativo


mujeril; la C aída d el H om bre, tal com o aparece contada en
la Biblia, es en realidad la C aída d e Dios”, sigue diciendo
Cyril Connolly.

Hace unos años redacté un cuento fantástico demasiado


quiroguiano que titulé Los caballos. Hago agonizar en él a
un caballo viejo y digo al presentarlo: "El overo viejo era
49

un típico caballo criollo y un típico gaucho viejo traducido a


caballo. Era feo, de poca alzada, peludo, con aire de pobre;
era fuerte, sufrido, taciturno, receloso, pueril, supersticioso,
lo contrario de efusivo, fatalista, sentencioso, alunado, limita­
dísimo, con corajes y cobardías extrañamente trenzados, con
buen número de las quejumbres y algunas de las compadra­
das de Martín Fierro, con mucho del viejo V iz ca ch a ...” Este
overo es versión fiel, literal, de don J. S., el gaucho que en­
vejeció siendo capataz de aquella estancia. (Diré entre pa­
réntesis que don J. S. murió hace un tiempo, en la orilla del
pueblo y recargado de años, y que yo me enteré sólo al otro
día y llegué tarde a su entierro.. . y confieso con honestidad
que este hecho me provocó más gusto a disgusto, por decirlo
así, que el hecho de su muerte.) —Era él, mi futuro caballo
viejo, quien me requería. Me arrojé de la cama y descorrí
el pasador de la puerta y gané de nuevo el calor de las man­
tas y el poncho.

L a fam osa expulsión d el Paraíso se cuenta, com o es por


todos sabido, en el capítulo tercero d el G énesis .

El gaucho ya viejo y todavía sin traducir a caballo entró


al dormitorio junto con una racha de viento frío. Traía un
farol en una mano y un rebenque en la otra. Dejó el farol
en el suelo y cerró la puerta. Estaba ensombrerado y empon­
chado, de botas, espuelas... Me habló en tono casi severo:
—Che, levántate; doña X. s’está por desocupar.
—¿Cómo? —pregunté.
—Que doña X. s’está por desocupar —alzó la voz—. Le­
vántate.
Se ha dicho que las estancias están solas como los barcos
en el mar, etc.; pero es obvio que todas las casas tiene otras
las casas en alguna, aunque a veces lejana, vecindad. Uno
50

de nuestros vecinos era un agricultor de campo chico, un


hombre venido de otro pago y cuyas poblaciones consistían
en dos ranchos, una enramada y un galpón de zinc. No creo,
aplicando el lugar común, que gozara de una general simpa­
tía. Solía ser muy sotera con quienes dependían de él y omi­
nosamente adulón de quienes consideraba más ricos o más
importantes. Hace años que regresó a su pago de origen y
tengo entendido que ha muerto ( “Me dijeron que a don X. X.
lo atropelló un cáncer y saltó pal campo pelau”, me dijo un
día, sin broma y con piedad, mi amigo Manuel —aquel de
mi cuento U nos versos que no d ijo . . . —, siempre al tanto
de defunciones de amigos y conocidos). Lo llamaremos, para
conservar la inicial, don Dionisio. Estaba casado con una gor­
da muy gorda a la que llamaremos doña Helena (así con H,
también para conservar la inicial). Y el verdadero nombre de
esta gorda era el que don J. S. acababa de pronunciar.
—¿Desocupar? —dije.
—Claro —dijo el viejo, al tiempo en que yo comprendía.
Doña Helena era tan gorda, tan rotunda y global, que
preñada o sin preñar ofrecía el mismo aspecto para un ojo
no especialmente atento; de modo que me estaba enterando
de su ocupación (de “su situación embarazosa”, diría mi ami­
go Maggi) justo en la hora en que ésta iba a finalizar.
—Imposible dar a luz en una noche tan negra —dije con
chiste malo que el viejo no entendió—, ¿Y a nosotros qué?
—agregué sin ninguna gana de abandonar la comodidad y la
tibieza casi prenatales en que estaba.
—Tenemos que cuartiar el auto hasta la carretera. Vestite.
—¿Llueve mucho?
—Como baba ’e loco. Vestite de una vez.
No recuerdo, por supuesto, qué libro estaba leyendo en
aquella noche de soledad estanciera que hoy dista de mí más
o menos la mitad de mi vida. Cualquiera que fuere, sus pá­
ginas muy probablemente europeas prometían sedentarias
5]

aventuras más complejas y deleitosas que salir a afrontar lo


elemental en un campo sudamericano de espaldas al sol. Ade­
más la cama, el paquete de tabaco, el termo con café, la es­
tudiante montevideana en la que iba a pensar, un ratito, an­
tes de dormirme.. . Pero no había más remedio que tomar
las cosas como venían, y por otra parte, lo digo sin jactancia,
nunca ahorré medir mi cuerpo con el esfuerzo, el obstáculo,
el relativo peligro: comencé a vestirme rápidamente.
—¿Quién avisó? —pregunté mientras recogía de una silla
baja la más gruesa de mis camisas.
—Don Dionisio el mesmo. Ta con el auto enterrau en la
portera de arriba. Vino de a p ie .. . ¿Tenés un trago ’e caña?
—Ni una gota.
—Las yeguas, las chanchas, las mujeres. . . —se dio a re­
zongar el viejo, más locuaz que de costumbre y, sin duda, con
el malhumor un poco aumentado por mi respuesta— todas
iguales, igualitas: se les antoja de n och e.. . y cuanti más fiera
la noche más se Ies antoja.
Después de calzarme las botas descolgué de un clavo de
la pared un par de espuelas de rodajas de seis picos y pigüe-
lo cortito.
—No te las pongás —dijo el viejo con autoridad—. Te
mandé ensillar el sabino —aclaró
El sabino, aclaro yo, era el caballo más arisco y mañoso
que había en la estancia, y con él, sigo aclarando, las espue­
las estaban más bien contraindicadas.
—Ese .sotreta no sirve para cinchar —dije, volviendo las
espuelas a su clavo.
—Sé mucho mejor que vos, pero no había, otro en el pi­
quete. No importa: Marcelo y yo cuartiamos y vos te hacés
cargo del farol.
El farol cuya custodia o manejo se me confiaba era de
aquellos faroles que los paisanos llamaban marca llama, por
el dibujito que tenían grabado en la lata, y cuya verdadera
52

marca era una palabra alemana que podría ser traducida, creo,
llama-mano o llam a en la m ano; no daban muchá luz pero
aguantaban asombrosamente el viento y la lluvia.
—Bueno —dije.
—Vamos —se impacientó mi futuro overo viejo—. Apúrate!
Tomé el farol y soplé la vela.

Tengo aqu í sobre la m esa una hoja con siete traduccio­


nes d el vermículo 16 d el tal capítulo tercero. Cinco son a
nuestro idiom a; una, qu e apenas descifro, es al inglés; la otra,
al francés. A las cinco versiones españolas parecen sobrarles
palabras. L a m ás zonza d e todas d e b e d e ser una qu e busca,
es evidente, disimular la brutalidad d e Jeh o v á y l e adjudica
un tono m elifluo d e seminarista culoncito. Voy a copiarla,
sim plem ente com o curiosidad. D ice así: “Y a la m ujer [Jehová
Dios] dijo: M ultiplicaré crecidam ente las m olestias d e tu gra­
videz; con d olor darás a luz los hijos, y tu propensión te in­
clinará a tu marido, el cual m andará en t f .

Marcelo (peón de campo y hombre de confianza del ca­


pataz) nos esperaba en un alero del galpón de esquila con
tres caballos ensillados. Hoy en día. Marcelo está achacoso y
camina con dificultad; era y sigue siendo un hombre de una
vida desgraciada y un humor excelente.
—Menos mal que los machos no parimos —me dijo riendo
a carcajadas.
—Cailesé —le gruñó mi futuro overo viejo—. Suban —or­
denó.
—Pará —me atajó Marcelo. Y señaló al sabino y dijo—: A
éste le apreté la cincha cuantito nomás.
—Bien hecho —dije—. Tenerne el farol.
53

Mientras ajustaba la cincha y acortaba tres o cuatro de­


dos las estriberas, respiré el olor de los caballos (que es, a
veces, una de mis nostalgias) y de sus bostas de minutos an­
tes. (Se me ocurre ahora que si yo, como Proust, partiera de
la memoria olfativa a la caza de años perdidos, el poderoso
olor del caballo y —complementariamente— la jedentina del
sarnífugo, el aroma quizá votivo de los eucaliptos en las no­
ches de luna llena, el complicado tufillo a quilombo de los
quilombos del p u eb lo ... podrían ser, para mi década del 40,
lo equivalente al tan mentado perfume de la magdalena hu­
medecida en la taza de té.) Simultáneamente, y hablándome
casi al oído, el peón de campo me explicaba o intentaba ex­
plicarme algo así como que las mujeres paren con tanta fre­
cuencia de noche y lloviendo porque, por lo general, las pre­
ñamos también de noche y, muy a menudo, dándonos el gus­
tazo de combinar los crujidos de la cama con el repiqueteo
de la lluvia en el techo.
—¡Apuren, carajol —gritó mi futuro caballo overo.
Montamos y partimos rumbo a la portera que denominá­
bamos d e arriba y que distaba pocas cuadras de las casas.
Llovía bastante fuerte. Yo iba adelante, a los botes del sa­
bino. Llevaba el farol. De trecho en trecho cambiaba de ma­
no el farol y las riendas, porque llevar un farol cuando uno
va a caballo es cosa realmente acalambradora. La tormenta
eléctrica, lo recuerdo o lo invento, no era de las grandes; pero
de. todos modos frecuentes relámpagos desfondaban el círculo
de noche y sacaban de una inexistencia curiosa —como en es­
pera, como mendicante— momentáneas extensiones de campo
lívido.

L uego d e barajar aquellas siete traducciones d e que h a­


blaba, y procurando el estilo seco y breve qu e corresponde­
ría al enojo d e una divinidad anterior a la E d ad d el Hierro,
m e atrevo a proponer estas pocas palabras d e nuestra lengua
54

para el G énesis -3:16: “Y Jeh ov á D ios dijo a la mujer: M ucho


multiplicaré tus trabajos y tus preñ eces; parirás con dolor; tu
marido será tu d eseo y él te dom inará”.

No se sabe si Jehová Dios previó a Henry Ford, a la


susodicha portera y al barro salvaje de esta república austral
en el invierno del cuarenta y pocos. Previsto o no, allí estaba
empantanado el Ford T de don Dionisio, con el motor apa­
gado y los faros ciegos.
—¿Trajieron cuartas güeñas? —preguntó en la oscuridad
la voz ansiosa del dueño del auto.
—Dos sobeos juertazos —respondió mi futuro overo viejo.
Eché pie a tierra (a barro) y acerqué el farol a la cara
de don Dionisio y creí ver susto y rabia torpe en sus faccio­
nes comúnmente poco expresivas. Nunca me ha gustado: ver
cosas de signo negativo en la cara de los hombres; tal vez
por eso se me escapó un tono más bien áspero al decirle
“Téngame el farol mientras maneo el caballo” y también,
medio minuto después, al pedirle el farol con un autoritario
“Traiga, don”.
—Vení pa este lau, Marcelo —oí la voz del viejo.
Me arrimé, curioso, a la forchela. Ocupando casi todo el
asiento de atrás, la gorda doña Helena era carne victimada
por los preceptuados dolores bíblicos de un parto que parecía
inminente; sus quejidos animales hacían recordar aquello de
que el dolor bestializa. A mí la aventura empezó a hacérseme
interesante —por lo menos más interesante que las de los li­
bros que tenía apilados, en el suelo, al lado de mi cama—.
—Alumbren aquí —gritó el viejo.
Acudí con el farol. El viejo y Marcelo ataron los sobeos
al paragolpes de la forchela, y don Dionisio hizo arrancar el
motor y encendió los faros —débiles, amarillentos—. El ca­
careo del Ford T (tien e las válvulas muy largas, pensé) reem­
plazó a los gemidos de doña Helena.
55

—Tenemos que tirar parejo —dijo el viejo.


—Va ’ser una pasada cuartiar esta fosforera —rió el opti­
mista Marcelo.

Apelo aquí a la imaginación de mi lector. Doy, para ayu­


darlo en lo posible, la receta: Tómese una noche negra y
agregúesele campo, frío, lluvia, la dosis necesaria de relám­
pagos y truenos, una legua y media de camino hecho fangal,
una gorda cuarentona en la hora de hacerle la competencia
a Balzac en aquello del Registro Civil, dos hombres a caballo
remolcando una forchela, otro hombre —éste al volante— en
ese trance especialísimo y teñido de culpabilidad que es el
de ser el marido de una parturienta, otro hombre —muy jo­
ven— que acompaña en un caballo indócil y lleva un farol
que prácticamente es un estorbo. . .
El viaje (si a aquella marcha casi reptante puede llamár­
sete viaje) duró, según mis cálculos, de tres a cuatro horas.
Cuando nos faltaba poco para llegar a la carretera nos de­
tuvo un arroyo: el Piedras Coloradas. Este zanjón, que en
¡os veranos no era más que un tartamudeo de charcos sucios
donde emergían piedras marrones, venía aquella noche, in­
dudablemente, creciendo. Vimos o columbramos, a la luz llo­
rosa de los faros, que estaba ya de un ancho de muchos me­
tros. Don Dionisio abandonó el volante, se paró junto a uno
de los guardabarros, levantó los puños al cielo y gritó varias
vecés: “¡Tiem po podrido!” Marcelo acercó su caballo al mío.
—Este canario no monta más la vieja —me dijo por lo
bajo—. El empachau con peludo —agregó riendo— ve la cueva
y hace arcadas.
—Te equivocás —le dije—: a eso siempre se vuelve.
Don Dionisio dejó de gritar y se apoyó en el guardaba­
rros, con el aire de estar soportando, además de la lluvia,
toda la injusticia del mundo. Yo me bajé del sabino y le en­
tregué las riendas a Marcelo y me aproximé al Ford; a pesar
56

de los ruidos del motor y de las latas temblonas, pude escu­


char dos o tres quejibalidos sordos de doña Helena.
—Güeno —dijo mi overo viejo—; la custión es no errarle
a la calzada. . . Che —me ordenó—, pasá vos primero y poné
el farol a la salida.
Me retrepé al sabino, atravesé el arroyo y puse el farol
en el suelo, más o menos enfrente de donde podía estar la
salida de la calzada invisible. Esperé allí y vi que los faros
comenzaban a avanzar y seguían avanzando lentamente. La
idea del viejo era buena, pero de todos modos sucedió lo que
temíamos: una de las ruedas delanteras zafó de la calzada y
el auto quedó semicaido y el agua apagó el motor. Hubo una
carcajada nerviosa de Marcelo, una puteada del viejo, aulli­
dos de doña Helena y furiosas imprecaciones de don Dioni­
sio. Yo empecé a preguntarme si el cordón umbilical debía
ser ligado antes o después de ser cortado.
—¡Marcelo! —gritó el overo—. Conseguite un palo pa pa­
lanquear.
—Más difícil que hacer callar un chancho a palos —co­
mentó Marcelo—. O que recular en chancletas —agregó.
Y recogió el farol y partió con rumbo desconocido.

" [ . . . ] Ta convoitise te poussera vers ton mari et lui dom i­


nera sur toi”, termina la version francesa; “convoitise”, acabo
d e consultarlo en un diccionario d e bolsillo, es “codicia”, o
sea “apetito desm edido”.

Marcelo demoró en volver un lapso calculable en casi


una hora, y si alguna vez hubo náufragos fuimos los que que­
damos esperando por él en el arroyo. Durante ese larguísimo
lapso sobrevino el hecho insólito que al final contaré y cuya
relación es la única justificación (si la hay) de estas páginas.
Volvió Marcelo trayendo a la cincha un palo como de tres
57

metros de largo, cabezal de una portera que había logrado


romper —después nos explicó— a culatazos del caballo. Ya
Arquímedes tiene su frase sobre el todopoder de las palan­
c a s ... El motor, que venía muy caliente, se secó pronto o
arrancó mojado. Reanudamos la marcha y alcanzamos por fin
la carretera, y la forchela siguió andando por sus propios
medios. v•
El viejo, Marcelo y yo despertamos a un bolichero mal­
humorado y nos tomamos entre los tres más de litro y medio
de caña y, al despuntar el día, regresamos a la estancia al
paso que nuestras cabalgaduras quisieron. Esa tarde o al día
siguiente nos enteramos, no recuerdo cómo, de que don Dio­
nisio y su auto habían realizado el casi-milagro de arribar
al pueblo con doña Helena todavía ocupada por una nenita
que nació una hora después, en el hospital.

En español, en francés, seguram ente en inglés, tal vez


hasta en esperanto, Jehová Dios (coincidiendo con muchos
siglos d e antelación con otro judío desaforado y asimismo no
inocente d e terrorismo verbal, el suicida y oienés Otto Wei-
ninger) h ace soplar los vientos d e la concupiscencia del lado
d e la razón social vagina & clítoris, y coloca a la mujer en
servidum bre ante su m acho, ante lo qu e W eininger llamará
“lo fáunico” y uno d e sus com entadores, catalán él, llama
“lo priápico”.

Dije que mientras esperábamos en el arroyo el regreso


de Marcelo había ocurrido un hecho insólito que iba a con­
tar como justificación y final. Este hecho en realidad no fue
un hecho sino un grito: un casi increíble grito de tres pa­
labras que profirió y repitió, varias veces, don Dionisio, con­
vertido de pronto en un jehovacito contemporáneo y vernácu­
lo. La cosa, contada brevemente, fue así:
58

Doña Helena se quejaba, se q u ejab a... E! Piedras C o­


loradas seguía creciendo... Doña Helena no cesaba de que­
jarse . . . “Apúrate, Dionisito”, gimió más de una vez. En de­
terminado momento sus quejibalidos se hicieron muy inten­
sos. “Dionisiitooo”, aulló. Y entonces don Dionisio —después
de afanarse en el absurdo de dar, desesperadamente, manija
y toma de aire y toma de aire y manija a un motor empa­
pado— comenzó a gritarle y siguió gritándole, con interrupcio­
nes o breves pausas: "AGUANTÁAA, VIEJA PU U TA A A ...”
E l reg reso de O d iseo G o n z á le z

En una de las batallas o entreveros de nuestras guerras


civiles, un hombre llamado Ranulfo González cayó malheri­
do de bala. El bando al que Ranulfo pertenecía era el oca­
sionalmente derrotado, y nuestro hombre, temiendo la dego-
llatina, permaneció haciéndose el muerto bajo el sol y las
moscas de la tarde joven y al lado de dos muertos de verdad.
Los dolores no eran intolerables pero la sed lo torturaba. No
movió una pestaña cuando lo cachearon y le quitaron el cin­
to. las botas y las armas. Tal vez no sintió entonces mucho
miedo, porque el miedo es casi siempre una cosa que viene
después. Con la esquina de un ojo alcanzó a ver que le lle­
vaban el moro ensillado y también cómo le desnucaban el
perrito overo de un talerazo. La tarde se le hizo larguísima,
como si algo o alguien se entretuviera en ir sofrenando el
sol. En la noche, por suerte de luna grande y duradera, se
levantó de entre los muertos y caminó a duras penas hasta
un arroyo no lejano. Y hacia la madrugada llegó, arrastrán­
dose, a la estancia de un vasco muy gordo, muy bueno y
mentadamente bruto.
Este vasco (mentado también por su costumbre de desa­
yunar toda una olla de mazamorra con leche) se declaraba
neutral y decía sin mentira: “Yo en riñas y pujas de orien­
tales no me meto”, pero simpatizaba secretamente —mucho—
con la divisa a cuyo servicio Ranulfo había despiado su ca­
ballo en semanas de andanzas y combatido una mañana. Ven­
dó al herido, lo ocultó en una de las habitaciones reservadas
a las mujeres y, después de alimentarlo bien durante varios
60

días, lo anestesió con un litro de caña de La Habana y le


llamó con una aguja colchonera dos de los tres plomos que
tenía alojados en las caderas. De ahí en adelante, con la
ayuda de una china de pocas carnes ( charcona diría un na-
tivista; belle maigre, un francés) y movimientos hombrunos
y del yuyo denominado carnicera, lo fue curando de a poco.
A los cinco meses, más o menos, Ranulfo caminaba sin de­
masiadas dificultades, pese a la bala no extraída; a los siete
meses, siempre más o menos, podía montar en el petizo pi­
quetero —para vueltas cortonas— y hacía casi cuatro que dor­
mía con la china de cuerpo estricto que tranqueaba como
un hombre y trabajaba como dos y equivalía en la cama a
por lo menos tres mujeres. (E s mismamente una yegua con
colmillos, se decía Ranulfo con sonrisa admirativa.) Mientras
tanto, uno de esos pactos de caballeros que nunca se cum­
plen había puesto a la guerra un punto final que valía sólo
lo que un punto y aparte.
Ranulfo no olvidaba su mujer y sus hijos (dos machitos
chicos) pero tampoco se planteaba abandonar los dominios
del famoso devorador de mazamorra. Vivía con el sosegado
deslumbramiento de lo que era, un convaleciente, y días de
un tiempo liso y sin numerar —ese tiempo de estancia en que
se ve crecer los paraísos del guardapatio y que prestidigita
un ternero mamón en un novillo adulto— giraban sobre él.
Sus noches alternaban horas de dormir profundo con tempes­
tades de hembra, y muy a menudo sus despertares lánguidos
acusaban los estragos de aquello que, según la aseveración
campesina, viene siendo el único animal con pelo, sacado el
chancho, que come echado. Pensaba, sí, volver donde su fa­
milia; pero tal como había pensado, de muchachito, hacer
determinadas cosas cuando fuera grande. No es que se hu­
biera aquerenciado desmedidamente en aquella estancia vas­
co-cimarrona o que lo amarraran a mágicas estacas los vellos
del pubis de ¡a china hombruna (dicen los que saben que
uno solo de los vellos secretos de una mujer puede atar más
que siete coyundas); ocurría, simplemente, que el rancherío
61

% ✓
/
V r
donde había levantado su rancho distaba varias-jomadas de
trote y galope, que no tenía un caballo y úiTrecado ni modo
inmediato de conseguirlos, que era hombre sin apuros y de
los que heredaban del alma gaucha —de algún senequismo que
tal vez subyacía en ella— la sabiduría de no embretarse en
problemas sin salida. . . Cuando se sintió apto para trabajar,
propuso al vasco que lo conchabara de peón, hasta resarcirle
los gastos ocasionados y juntar luego los patacones necesarios
para comprarse un recado y un bagual.
—Bueno; sí, sí —aceptó de inmediato el vascó.
Y le fijó un sueldo muy rabón, de negro chico, pero le
dijó que empezara por trabajos livianos y que él le regalaría
el bagual y también el cuchilló que le había prestado y dos
cueros grandes para guascas.

Más de dos años después de la mañana en que partiera


para la guerra, y a los dos años casi justos del mediodía en
que fuera herido, Ranulfo González cabalgaba —una tarde
comparable a una sandía madura— la última etapa del viaje
de regreso á sus lares. Hay sin duda algo que misteriosa­
mente relaciona la sangre y el alma de un hombre con lo
que se llama el p ago (palabra que alude no sólo al paisaje
sino también al calor humano y que C. A. Leumann, con
error, supone en desuso); de algún modo sentía esa relación,
como una bienquerencia indefinida y vasta, el guerrero que
volvía no de destruir una ciudad de altivas murallas sino de
bañar ovejas, no de la morada de una ninfa augusta, deidad
entre las deidades e hija del musculoso Atlante, sino de la ca­
ma de una china ninfómana y sin pedigré paterno. Había par­
tido, animosa, en un moro arrosillado y un basto porteño; regre­
saba, tranquilo, en un tordillo cabos negros y un incómodo
recado entrerriano de dos cabezadas. Sabemos que no habíá
andado “viendo muchas ciudades y costumbres sin cuento co­
nociendo”, pero había comprobado lo que es hacer el amor
por obligación y había aprendido del vasco a acertarle el
62

punto al pirón de fariña y a la mazamorra hervida, y tam­


bién a moldear quesos grandes como la luna, y traía en la
cavidad pelviana una bala que bastante lo incordiaba cuando
comenzaba a bajar la presión atmosférica —confiriéndole, co­
mo en compensación, el privilegio de profetizar las lluvias y
aun la duración de los temporales—, y era el amo de un
perro que no era viejo y que no lo estaba esperando para
morir junto a él, en una escena de patetismo tal vez un poco
excesivo, sino que trotaba casi entre las patas del tordillo y
se mostraba muy parecido (al fin de cuentas venía a ser el
mismo, porque los perros se repiten y se nos repiten) al que
en una tarde de triste recuerdo le desnucaran de un talerazo
por purita crueldad.
La Itaca de este Odiseo criollo y ecuestre era uno de
aquellos rancheríos sobreabundantes en niños y fauna indí­
gena domesticada que mi lector conocerá si alguna vez leyó
“La tierra purpúrea”; su Penélope, una parda clara de cuerpo,
‘e guitarra, olor a humo de invierno y a buen sudor, andares
pachorrientos, boca’e riñón. . . A unas pocas cuadras de aquel
rancherío se dilataba un cañadón que no carecía de gramilla
muelle y de árboles rumorosos, ricos en pájaros cantores, y
en cuyas aguas límpidas vivían —siempre como en una fiesta
asombrosamente silenciosa— miles de mojarras locas, o que se
hacían las locas, con las que se entreveraban de cuando en
cuando otros pequeños peces más serios o más tristes, que
parecían coloreados por un decorador de paciencia de preso
y prodigiosa inventiva. En este cañadón convencionalmente
bucólico, verdaderamente eglógico, una mulata flaca y vieja
y vestida de negro —culo para arriba en la barranca— lavaba
ropa. El perrito overo ladró varias veces y la vieja levantó
la cabeza y miró acercarse a Ranulfo con cara de espanto.
—Güeñas, doña —saludó Ranulfo a su suegra—. |Callesé,
carajo! —gritó al perro.
—¿Vos no estás muerto? —preguntó la vieja con miedo,
arrodillada en la barranca.
63

—Las ánimas no salen tan temprano —bromeó Ranulfo,


sujetando el caballo y señalando el sol aún alto de la plena
tarde otoñal—, Toavía ando enterito del lau de arriba ’e la
tierra —agregó, desmontando.
La vieja se puso de pie con esfuerzo visible y lo miró
estudiosamente, y dijo:
—Dijieron que te habían dijunteau en Tacuarembó.
—¿Quiénes dijieron?
—Y . .. tuitos.
—Se les jue la lengua; me hirieron fiero, sí.
—Perdieron la guerra, ¿verdá?
—No sé; creo que la empardamos. ¿Y la Felipa y los gu-
rises?
La vieja no contestó; se pasó la mano por sus motas en­
canecidas y dijo:
—Pa mí que nunca se gana una guerra. Yo anduve en
dos; en las dos m’empreñaron.
—Ya sé —dijo Ranulfo.
—En la última que anduve jue que un dotor de la ciudá,
le calculo que jue él, me hizo a la Felipa.
—Eso me lo ha contau sinfinidá de veces. ¿Cómo están
la Felipa y los gurises?
—Bien; todos bien. Pero. . .
La vacilación de la vieja fue tan elocuente que Ranulfo
preguntó casi adivinando la respuesta:
—¿Pero qué?
—Güeno. . .
—Diga, nomás.
—Que la Felipa no está sola.
—¡Ahjál
—Vos estabas muerto. . .
64

—Sí, claro. . . Yo estaba muerto —murmuró Ranulfo.


Y, volviéndose, se puso a orinar contra el tronco de un
sarandí.

Suegra y yerno siempre se habían entendido no como


es usual sino como es debido; el diálogo continuó en un tono
amistoso que se hizo ligeramente cómplice. La vieja, temien­
do violencias inútiles, repitió más de una vez: "Vos estabas
muerto”. Ranulfo se enteró (aparte de cosas laterales, como,
por ejemplo, que el rancho tenía sobrequincha nueva y el
casumbre reembarrado, que la Felipa no estaba parida y, casi
con seguridad, tampoco preñada, que su hijo mayor ya era
muy de a caballo, que Manuel Flores había matado -a José
Díaz por cuestión de una faltaenvido, que su hijo más chico
se pasaba el día judiando todo bicho viviente y boleando ga­
llinas con boleadoras de marlos, etc) de que el hombre que
ocupaba su lugar era un lejano pariente suyo, tambiéñ-Gon-
zález de apellido y de nombre Timoteo. La vieja opinó y
yolvió a opinar que la situación era difícil y que requería
“un ojo como pa distinguir la pioja del piojo”. Ranulfo,, len­
tamente y canturreando relaciones de pericón, desensilló el
cabos negros y le lavó, bien, el lomo; después, siempre can­
turreando, hizo una estaca y la clavó en el suelo más allá
de los árboles y ató en ella —largó, con él maüéador—'al ca­
ballo impacientemente hambriento; después, ahora callado,
se sentó en la barranca y salivó tres veces, en parábola, en
el agua cristalina; después se encaró a su suegra y le dijo
que la Felipa tendría que elegir y. que él iba a acampar allí
para darle tiempo.
—Ta muy bien —aprobó la vieja.
—Vaya y digalé questoy vivo—dejó salir el Odiseo crio­
llo del cerco de sus dientes—. Si ella quiere que güelva al
rancho, güelvo; si no, me voy del todo. . . Venga mañana a
decirme qué tengo que hacer; la espero aquí. . . Mandemé
65

con alguno un asadito pa esta noche, si puede. . . y sal; yer­


ba tengo.
—Sos un hombre macho, m’hijo —elogió la vieja. Y agre­
gó—: Sacame del agua esa ropa, hacé el favor, y amontona-
melá pa mañana.
Y partió al trote de cuzco friolento que era su modo
de andar.

Cuando la aurora de rosados dedos, hija de la mañana,


anunció el día (así traduce a Homero don Federico Barái-
bar), nuestro González —que había dormido bien— estaba to­
mando mate en el cañadón convenciorialmente bucólico, cu­
yos árboles cantabán el despertar de los pájaros. Tomando
mate y enredado en pensamientos seguía, como si poseyera
el tiempo sin muertes de los dioses, cuando el sol (prosigue
ia yunta del griego y el tal vez gallego) subió cuarta carrera
en el cielo de bronce, para dar gratas luces a los inmortales
y a los hombres. Únicamente alguno de ésos no llamados a
¿morir, o un escritor erigido con inmodestia mauriaciana en
el Dios de sus criaturas, podría informarnos puntualmente
sobre la naturaleza de los tales pensamientos; a mí, ser mor­
tal y —por lo menos esta noche— escritor humilde, sólo me
queda el campo con tembladerales del -verbo suponer. Pero
las conjeturas bien rumbeadas no parecen, aquí, demasiado
difíciles: digamos que Ranulfo González estaba pensando en
su situación de Odiseo González, con alguna confusión hija
de su incapacidad pará pensar cosas no del todo concretas
y con total desconocimiento de la historia narradá por Ho­
mero o los Homeros. Repensaba, digamos, la conducta que
había asumido casi sin pensar y que había merecido —eso era
importante— la aprobación muy sincera de su suegra. Igno­
rando quién fuera Penélope, meditaba mate en mano, siga­
mos suponiendo, en la obligación que tiene o tal vez no tiene
toda mujer de comportarse como ella (ignorando como por
66

añadidura, claro está, insinuaciones un tanto condenatorias de


Telémaco con respecto a su madre y también, es más que
obvio, las malevolencias que escribiría, años después de la
época de mi cuento, el suizo doctor Karl Mahyi, en un es­
tudio psicoanalítico de los tejemanejes de la reina con los
ciento ocho pretendientes y la tela siempre inconclusá). Y
seguramente meditaba asimismo en la obligación que tiene o
tal vez no tiene un hombre en ciertos casos, un hombre -como
él en un caso como el suyo, de coser a puñaladas o perdonar
sin decir palabra. Detestas meditaciones o esta única medi­
tación quizá demasiado frondosa para una mente desentre­
nada, lo sacó el ladrido del perrito overo: la mulata vieja
trotaba hacia él su trotecito de cuzco friolento.
—¿Durmió bien, m’hijo? —preguntó la vieja a modo de
saludo.
—Güeñas. Sí; como un jefe.
—Lindo día.
—No lo he mirau bien. ¿Quiere un mate?
—Dame.
Ranulfo, silenciosamente, la miró sorber. Después del
primer sorbo de la infusión que los jesuítas misioneros juz­
garon afrodisíaca y bautizaron “diabólica” (más o menos hi­
pócritamente apuntaban errado: a don Diablo lo tenían ellos
en el cuerpo, y era la rijosidad moro-godo-judía entrada en
erupción ante la semidesnudez sin malicia de las indiecitas
de glúteos carnosos y tetas de media naranja puntudas como
limones), la vieja pronunció:
—La Felipa t’espera.
—Ahjáaa —dejó escapar Ranulfo sin abrir la boca.
—Dijo que vos estabas primero y que sos el padre e los
gurises. . . Timoteo entendió y se jue manso.
—Mejor ansina,
—La vida es la vida —masculló la vieja.
67

E hizo con su boca desdentada, casi con el envés de sus


labios, dos o tres enérgicas morisquetas que a Ranulfo le
recordaron, no sin un principio de escándalo, las guiñadas
en rosado que hacen las yeguas con la vulva cuando están
terminando de mear. Aquella frase y esas morisquetas expre­
saban a la manera de la vieja, sin duda alguna, exactamente
lo mismo que la famosa fórmula: “La vida es un cuento con­
tado por un idiota, etc.”.
La vida es la vida —repitió Ranulfo, pero se le notó que
no estaba del todo de acuerdo con su suegra y con Shakes­
peare—, Pa que el mundo sea mundo, doña. . .
—No digás eso —lo interrumpió con desaprobación la
vieja—; hace rato que el mundo anda más atravesau que pro-
siada e gringo bozal. ¿Ande me dejaste la ropa?
—Allá —dijo Ranulfo, y tendió la mano para señalar y,
de paso, para que doña María Silva le devolviera el mate.

Trotando resignadamente hacia el montón de ropas, doña


María Silva (mulata vieja viuda d e varios m aridos y m adre
d e hijos pardos y bayos, violada apenas pú ber —en una ta­
pera que olía a com adreja— por un com isario y siete milicos,
sobreviviente d e la viruela negra y reidora a veces cotí la risa
relam pagueante y corpórea d e su abu ela africana, garroteada
tina noche hasta el borde d e la muerte por un mulato más
oscuro que eüa al que él vino carlón ponía en trance d e furia
hom icida, presente una tarde en una yerra en qu e hom bres
borrachos castraron prim ero y marcaron luego con los hierros
al rojo a un tapecito huérfano, odiadora instintiva d e los uni­
form es policiales y siem pre d el lado d e los matreros y los
contrabandistas, am an cebada una vez por pocos días con un
irlandés huesudo cuya b arba color fu ego prácticam ente la en­
candiló, maestra en alivianar el hojaldre d e los pasteles y co­
madrona obligada en m ás d e una ocasión, testigo d e mil atro­
pellos y ladronerías d e los estancieros y d e mil rapacerías de
68

les pulperos, testigo y con frecuencia tam bién víctima d e ese


satanismo al m enudeo d e los viejos, esas crueldades y avari­
cias chiquitas qu e tal vez sean com o virutas d el m iedo a la
tumba con fech a próxim a. . . mulata vieja qu e había visto
hom bres partidos com o astillas d e leña por los rayos, y hom ­
bres ahogados qu e los am igos rastreaban y sacaban d el agua
con horquillas d e bañar ovejas, qu e h abía visto niños acogo­
tados por la difteria y m ujeres m uriendo .con el hijo muerto
atracado en los ilíacos, y gurises qu e estrenaban y ejercitaban
el sadismo pinchando con leznas los ojos d e lagartos y gatos
molidos a palos pero todavía vivos, y antiguos troperos ele
hacienda chucara y dom adores d e caballos durando a m ate
y galleta en los ranchos más m iserables d e los rancheríos, y
parturientas qu e se desangraban hasta el final mientras el re­
cién nacido lloraba d e ham bre, y a D em etrio Alfaro —bueno
entre los buenos, el p ob re— con el espinazo qu ebrado por la
boleada d e un bagual qu e parecía m ansejón. . . criolla vete­
rana d e m adrugadas don de hom bres con sueño y qu e no se
atrevían a matar d e n oche esperaban las prim eras luces para
degollar o fusilar prisioneros, veterana d e vigilar infinitas ollas
d e puchero a las qu e siem pre les faltaba algo, veterana d e
cuidar infinitas parrillas d on de las vacas y las ovejas hechas
pedazos —com o estafadas a la unidad esencial d e la m u e r te -
lloraban gotas d e grasa qu e ardían y crepitaban con júbilos
d e todos m odos m acabros, veterana d e dolencias, menstrua­
ciones agrias, m achos y soledades y d e tantísimos días d e
lluvia en que el alma, se diría, se hacía cuerpo d e . bestia
cansada y se cubría d e un sudor m ohoso, veterana d e incon­
tables noches d e velorio con sus respectivos am aneceres d on ­
d e la luz crecía com o una planta sigilosa tam bién parienta del
muerto, veterana, en fin, d e ella misma, d e haber ido desde
mulatita en flor a vieja casi escuálida en el pequ eñ o mundo
que le tocara en suerte, en la trastienda redom ona d e nuestra
historia patria) murmuró para sí una frase, una sola frase.
Fue aquélla una frase donde expresaba, en síntesis portento­
sa, su cosmogonía personal, su filosofema del origen del mun­
69

do y de la marcha de las cosas que en el mundo son; una


frase que ofrece una solución tan admirable como sencilla
del problema del mal y el infortunio (el tremebundo proble­
ma de la coexistencia de Dios con lo que hace de este mundo
un infierno con minúscula —el famoso valle d e lágrimas de
cierta plañidera oración a María— y de la vida humana una
cadena de cosas para putear —una lucha siempre en derrota
que la convierte en una especie de historia natural del dolor,
según Schopenhauer—, interrumpida de cuando en cuando
por dichas y gozos que son como arrugas en el agua o coitos
de gorriones y, vuelta a vuelta, por otras cosas que son como
para ladrar al Cielo con el ánimo de quien furiosamente es­
cupe); una frase donde es perceptible, además, un cierto re-
dencionismo de raíz hebraica (ese que alienta desde el An­
tiguo Testamento a Carlitas Marx) o por lo menos, más mo­
destamente, un optimismo de puta pobre, una vaga promesa
de que algún día (cuando en Dios terminen los trabajos de
metabolización y eliminación del alcohol a cargo de Su hí­
gado, Su estómago, Sus riñones, etc.) este mundo de mierda
y esta vida mierdosa podrán conocer tiempos mejores; una
frase cuya exaltación o dogma licenciaría a los teólogos de
la tarea de balbucear bobadas acerca de la inescrutabilidad
de los designios divinos y, sobre todo, los exoneraría de tener
que perseverar profesionalmente en viejas porquerías calum­
niosas, como esa especie de metafísica del defecto de fábrica
que viene a ser el Pecado Original, o los absolvería de la
necesidad y el horror de soñar despiertos pesadillas como
Satán, o el principio de las Tinieblas, o el Dios que se delega
y degrada en amanuenses de alma podrida. . . ; una breve fra­
se que tal vez los maniqueos —y quizá también William Bla-
ke— hubieran aprobado sin demasiados remilgos; una breví­
sima frase que hubiera hecho palidecer, es más que proba­
ble, al truculento y asustadizo León Bloy y que, es casi se­
guro, hubiera sido rechazada con desdén por el señorcito
pluralmente satisfecho y somáticamente adulón que fue Leib-
70

niz; una frase de neto cuño gnóstico que, no lo dudemos, el


apasionado Basüides (aquella poderosa mente alejandrina que
los Padres Apologistas refutan a insultos) hubiera acogido con
mucho respeto y tal vez envidiado, y lo mismo aquel Car-
pócrates, del que poco sabemos, y también aquella terrible
Marcelina, de la que sabemos aun menos y que es el único
ejemplo, que yo conozca, de que la teología puede no ser
sólo empresa de hombres (de varones varoniles y, quizá pre­
ferentemente, de impotentes y de maricones más o menos
reprimidos) sino también de mujeres muy aptas para perder
el alma pecando con ellas; una frase que fue ésta:
—Dios hizo al mundo y se mamó pa festejar y entuavía
no se le ha pasau el pedo.

En seguida de murmurar su espléndido apotegma (y sin


la menor conciencia, por supuesto, de lo mucho que había
dicho o querido decir en tan pocas y comunes palabras) doña
María Silva, lavandera profesional en su vejez, recogió las
ropas amontonadas en la víspera por Ranulfo y se encaminó
haca la barranca donde —siguiendo casi con su anca descar­
nada, como un girasol francamente heterodoxo, la despacio­
sa carrera del sol— esperaba la muerte un día sí y otro tam­
bién, lavando mientras tanto mugres ajenas.

Ranulfo tomó unos mates más y ensilló despacio el tor­


dillo y regresó a su rancho como si hubiera salido de él esa
misma mañana.

Y todo volvió a ser como antes de la guerra.


L a m u jer d orm id a

El hombre despertó casi súbitamente y tardó unos instan­


tes en recordar dónde se encontraba y quién era la mujer que
dormía —desnuda— a su lado. La oscuridad era total; el si­
lencio, muy hondo. El aire de la habitación (el dormitorio
de un pequeño chalet todavía inconcluso, en un caserío aso­
mado al mar sobre la curva de una bahía abierta y planeta­
ria) tenía, más que unas horas antes, olor a cal y a pórtland,
a albañilería. Como detrás del silencio, y como jugando con
él sin romperlo, el hombre oyó el fatigado malhumor de las
aguas, el rezongadero de las olas en la noche calmosa. Per­
maneció sin moverse durante varios minutos. Se sentía tran­
quilo, muy despierto, ligeramente “ido” o desapegado. Ima­
ginó afuera un cielo sin luna y con el vislumbre azul de to­
das las estrellas, y lejos, hacia la derecha, las luces humanas
de dos pueblos costeros. Pensó que debía faltar mucho para
el amanecer.
También él estaba desnudo; movió un poco su cuerpo,
con cuidado, para ajustarlo mejor al cuerpo de la mujer. Era
aquélla una noche tibia, de fines del verano, y a ambos
los cubría solamente una sábana. La cama olía a hombre y
mujer juntos, a hombre y mujer que han dormido y, so­
bre todo, que se han amado hasta el jadeo y el sudor. El
hombre recordó los juegos, las caricias, los cuerpos entrela­
zados y entregolpeados en la caricia última, y pensó o semi-
pensó que estaba queriendo mucho a aquella mujer de son­
risa siempre dócil y ojos que demasiado a menudo se hacían
como de mirar la lluvia, a aquella desconocida que era su
amante desde mediados del invierno. Cinco sílabas eran el
nombre y el apellido de la mujer; por dos veces las pronunció,
sin voz, el hombre. Después movió otro poco el cuerpo, pro­
72

curando más piel suya contra la piel de ella. Y sonrió —se


sonrió a sí mismo— en la oscuridad.
Le parecía extraño haber despertado tan limpiamente y
a tal altura de la noche: por lo general despertaba (solo en
su cama, en el apartamento donde vivía en la ciudad) hacia
la mediamañana y luego de una etapa de duermevela, y
emergiendo a la luz del día con jirones y hebras de sueños
como suciedades adheridas. Se dijo que aquel despertar inu­
sual lo debía a la presencia de la mujer; lo debía sin duda,
siguió pensando, a que él, aun dormido, no había dejado de
sentirla a su lado y tal vez de quererla y, de algún modo, de
buscarla. Pensó esto y otra vez pronunció sin voz las sílabas
que la nombraban, y casi de inmediato se dio cuenta de que
le nacían muchas ganas de yerla.
El chalet carecía de luz eléctrica; el hombre encontró a
tientas los fósforos y encendió una veladora a queroseno que
había sobre la mesa de luz. La mujer dormida movió ape­
nas la cabeza. Cautelosamente, temiendo despertarla, aban­
donó él la cama y quedó de pie, mirándola. Sin duda ella
registró desde su sueño la ausencia del hombre: estiró más
las piernas, giró un poco el torso, sus manos sonámbulas re­
cogieron casi hasta la garganta el borde de la sábana. Él, de
pie y desnudo, le sonreía como quien sonríe a un retrato o a
un recuerdo. Le sonrió así un momento, un largo, alargado
momento, y luego se sentó, con mayor cautela aun, en la ori­
lla de la cama. Ella dormía ahora muy quietamente.
Alguna vez este hombre había visto dormir a esta mu­
jer, pero nunca la había mirado dormida como la estaba mi­
rando. El sueño (la inmovilidad, la clausura de los ojos, la
boca sin quehaceres. . . ) daba a la cara entregada una uni­
dad que parecía definitiva y algo —mucho— del misterioso
ensimismamiento de los muertos. Era más que siempre esa
cara, simultáneamente, un paisaje con un acento fugaz o es­
quivo y una cara única en el mundo y también irrepetible,
y estaba además como absuelta del tiempo, o simplemente
evadida en un tiempo inocente o de fingida inocencia. Nin­
73

guna cara tan de ella y a la vez tan libre de la carne y la


memoria, ninguna tan investida cifra suya, ninguna como
para sentir al mirarla, como sentía el hombre, el llamado de
un alma y un cuerpo confundidos fibra a fibra y fascinante­
mente singulares.
En respuesta a ese llamado que un cierto vértigo le pro­
vocaba, el hombre se inclinó más y más sobre la mujer dor­
mida. Creía adivinar que aquella cara estaba a punto de de­
cirle o confiarle algo y que no se lo decía, o quizá se lo decía
tan secretamente que él nada podía entender. Sentía que el
amor crecía en su pecho pero asimismo que, falto de la com­
plicidad esencial, no alcanzaba una presencia que pareciera
con vida propia y donde ellos, como por añadidura, pudie­
ran instalarse en un sistema de encuentros mutuos o una es­
pecie de comunión. De este sentir derivó otro, creciente­
mente doloroso: el sentir el no más allá de invencibles limi­
taciones . . . Quiso ver también el cuerpo.

Avanzó entonces las manos y tomó la sábana y fue ti­


rando lentamente de ella, hasta dejar del todo al descubierto
el largo cuerpo de la mujer. Ésta no se movió, y su cuerpo y
su cara se integraron en una unidad mayor. Sólo la respira­
ción, el leve movimiento del respirar, desmentía un someti­
miento de muerte, una rendición completa a un estar indife-
rcnciable al estar de las cosas. Algo vegetal o por lo menos
animal, más entero y hondo que lo humano, adquirió muy
pronto aquella gran desnudez inmóvil; era a la vez algo que,
de algún modo oscuro, parecía negar todo lo casual de su
biografía en los días por vivir y hasta, un poco, la muerta
entre flores rápidamente envejeciendo que una noche debe­
ría ser. . . El hombre que miraba terminó viendo o creyendo
ver que aquel cuerpo estaba allí como olvidado, como aban­
donado por error a una soledad devorante; y cerró los ojos.
Pero no pudo mantenerlos cerrados y siguió mirando. No
había, seguramente, en toda aquella piel que miraba un solo
centímetro que él no hubiera acariciado o besado, pero ahora
74

pedía a sus ojos mucho más de lo que sus manos y su boca


habían podido darle.
Los ojos mucho le dieron y mucho le negaron; de nuevo
intentó, en vano, cerrarlos. Para no mirar más, apagó la ve­
ladora.
Desnudo y descalzo, caminó hasta la ventana en la oscu­
ridad de la habitación. Iba a abrir la ventana y a mirar la
noche, pero —quizá cobardemente— no lo hizo.
Permaneció de pie en la oscuridad, escuchando sin que­
rer el ruido del mar y como perdiéndose, aunque quieto, mi­
nuto a minuto en el dormitorio de aquel chalet también como
perdido y oliente a obra inconclusa, a albañilería.
Finalmente buscó a tientas la cama y se acostó con cui­
dado.
Y ajustó su cuerpo al de la mujer y reclamó, con los pár­
pados apretados, el sueño: la paz animal del sueño, la unión
profunda en el sueño con la mujer dormida.
U n so n e to p ara lo s m o stra d o res

La cosa ocurrió hace años en un bar de la Ciudad Vie­


ja. Cuatro amigos en tren de vagabundear y hacer boliches
habíamos recalado en él y estábamos, muy tarde de cierta
noche, sentados a una mesa colocada junto a una ventana.
Recuerdo que era invierno y que caía una llovizna poco em­
peñosa, y el pedazo de calle que se veía al través del vidrio
de la ventana era tan íntimo como el interior del local. Sin
duda flotaba en el aire el olor a aserrín y a perro húmedo
que en los bares, las madrugadas lluviosas, tienen siempre
las maderas y las ropas y los hombres. En la pared del fon­
do un retrato de Florencio Sánchez miraba todo sin mirar,
o con la ceguera incalificable de los retratos de los muertos.
L., F., M. y yo hablábamos de literatura con el desgano y la
voz oxidada de la hora.

Entró al bar un hombre de edad madura que M. y yo


conocíamos y con el que L. y F. tenían alguna amistad. Se
trataba de un viejo periodista, un noctámbulo perdido, uno
de esos hombres que conocen muchísima gente y saben un
montón asombroso de cosas dispares y gratuitas, un bebedor
inveterado, un cultor asiduo e infatigable de la siempre cu­
riosa y a menudo intrincadísima fraternidad de los mostrado­
re s .. . Venía bastante borracho y se aproximó a nuestra
mesa.
—¿Y qué puta están haciendo aquí a esta hora? —nos
dijo a modo de saludo.
—Ya lo v e. . . Matando la noche —dijo L.
76

El hombre pareció meditar un momento y dijo admo­


nitoriamente:
—La noche no se mata; la noche se bebe, mi amigo. La
noche es líquida.
—Sientesé —dijo M.
El hombre se sentó, pidió caña, preguntó:
—¿De qué hablaban?
—De literatura —dijo F .
—Literatura, ¡bah!. . . Ustedes son jóvenes y creen que
la literatura está en la literatura y sirve para algo; ¡grave
error! La literatura está en todas partes, está en to d o ... y
como servir no sirve para nada. Cuando yo tenía la edad de
ustedes escribí algunos poemas. ¿Y de qué cosa de la litera­
tura hablaban?
—De los sonetos de amor del Conde de Villamediana
—mintió en broma uno de nosotros.
El hombre no advirtió la broma y se preguntó en voz
alta:
—¿Sonetos? ¿Sonetos de amor? ¿El Conde de Villame­
diana?
—Se llamaba Juan de Tarsis y vivió por el mil seiscientos
—dijo M., sonriendo bajo sus bigotes caídos y siempre erudito.
—¡Ah!, sí —recordó el hombre—; creo que lo mataron de
una puñalada a ese mozo, ¿no?
—Sí —dijo M., y comenzó a recitar:

El que fu ere dichoso será am ado,


y yo en am or no quiero ser dichoso,
teniendo mi desvelo generoso,
a dicha ser por vos tan desdichado.

Bueno, bueno —lo interrumpió el hombre—. Miren: para


sonetos de amor yo tengo uno. . .
77

Bebió un sorbo de caña, carraspeó, recitó:

No porque vengas d e salón augusto


has d e llegar despu és a mi covacha
trayendo m aculada tu bom bacha
y com o si vinieras a disgusto.
D esde el corpino qu e te aprisiona el busto
hasta el zapato qu e a tus pies se agacha,
has d e llegar a m í sin una tacha
y sin una palabra d e m al gusto.
H as d e llegar a mí, mas d e tal suerte
qu e no porqu e tu nom bre sea la muerte
m e vas a derrotar com o a un mendigo.
T e sentarás al bord e d e mi lecho
y antes d e helar las ansias d e mi pecho
si eres m u jer.. . has d e gozar conmigo.

—¡Bárbaro! —dijo L.
El hombre bebió otro sorbo de caña y dijo:
—¿Saben cómo se llama? L a última, se llama. ¡L a últi­
ma!, ¿se dan cuenta? ¡Eso es un soneto! ¡Macho el hombre!
Y no me vengan después con el condecito ése, que hasta me­
dio afeminado debía ser, le calculo.
—¿Quién es el autor? —pregunté.
—No sé. No tengo idea. No tiene autor. . . Lo escribió
nadie.

Días después me encontré con el hombre en la calle.


Era temprano de la tarde y estaba él, me pareció, un poco
tristón y todavía sin copas. Lo invité a tomar algo en un bo­
liche y busqué en mis bolsillos un lápiz y un papel y le pe-
78

di que repitiera despacio el soneto. Insistí en preguntarle


quién era el autor. Me reiteró que lo ignoraba; me afirmó
que lo había aprendido, sin saber cómo ni cuándo, en los
mostradores; me dijo, sonriendo por primera vez, que era
aquél en verdad un soneto de los mostradores.
Y para los mostradores, digo yo.
O ch o a n é c d o ta s

Ocurrió una mañana de verano, en un barrio de la costa


de la ciudad. Un hombre chico y enjuto y muy viejo —un
viejito d e los d e antes, d e esos qu e ya no vienen— vacilaba
sin atreverse a la aventura de cruzar una calle ancha y de
mucho tránsito. Un joven se le aproximó:
—¿Quiere que lo acompañe, don?
El viejito —sombrero de paja negro; pesado, nudoso bas­
tón demasiado grande para él; lentes de armazón metálica
y cristales como de catalejo; modestísimo y pulcrísimo traje
claro que no prescindía del chaleco con su reluciente cadena
que vinculaba, es de suponer, una moneda en desuso y. un
reloj de dos tapas— aceptó:
—Pues que sí —con un acento que un español muy proba­
blemente hubiera reconocido como madrileño.
El joven tomó del brazo al viejito y ambos emprendie­
ron a cruzar la calle. Llegados a puerto en la vereda que
había sido, la de enfrente, la endeble y agradecida voz casi
seguramente madrileña dijo con dulzura, sin broma .o som­
bra de broma alguna, muy sinceramente:
—Que el Señor te lo pague, hijo mío, con una novia bien
puta.

II

Un paisano se esforzaba en venderle una yegüita a un


estanciero. Ambos estaban de pie al lado de ella, que el pai­
80

sano tenía del fiador del bozal; estaban en el patio grande


de la estancia, debajo de un añoso paraíso cuyo follaje de
diciembre embozaba media docena, por lo menos, de bente-
veos que lanzaban ininterrumpidamente esos feos gritos con
que lamentan (o festejan, nunca se sabrá) que el sol esté
en las de últimas. El paisano había tasado a su yegüita en
más de lo que podía valer razonablemente, y el estanciero,
a quien su sangre vasca impedía toda ligereza en materia
de dinero, se negaba a comprarla.
—Pero mire, don —insistía el paisano— qu’es mansita. . .
criadita guacha. . . sin malintención ninguna. . . una ovejita
’e m ansa... Y güeña para todo trabajo; guapita y voluntaria
ques un gusto.
—Será, sí; pero no la quiero.
—Vale bien esa plata, don; la vale.
—No me parece.
—Usté porque la ve flaquerona. Mirelá bien.
El estanciero miró otra vez a la yegüita, cuya estampa,
en realidad, no prometía mucho.
—Mirelá bien —repitió el paisano—. Es parejita por don­
de se la mire —agregó—. Debe valer más plata, toavía. . .
Pobrecita ella. . .
—No debe valer ni la mitad —dijo el estanciero, ya con
tono de querer cortar el diálogo, ya con ganas de irse á
aprontar el mate del atardecer.
Era evidente que el negocio no se hacía. El paisano soltó
el fiador del bozal y —abriendo y levantando los brazos-
recurrió entonces, con énfasis, a su último, extremo, supremo
argumento:
—Pero fijesé, don, que se llama Blanca F lo r ...
El negocio, lamentablemente, no se hizo.
8]

III

Se llamaba Filomena —así a secas, como si no tuviera


apellido—. Era cocinera de estancias, o mejor dicho peona,
como califica Morosoli en una página muy hermosa pero un
tanto excesiva o demasiado elocuente. Peona era y, a juzgar
por sus breves e infrecuentes discursillos autobiográficos, lo
había sido siempre y no había sido jamás otra cosa, ni si­
guiera una niña. Evidentemente no paraba mucho en ningún
lado: de los tales discursillos nunca confidenciales se infería
que había trabajado en por lo menos la mitad de los lati­
fundios de la zona. Las causas de su no-aquerenciabilidad o
trashumancia o nomadismo a las cortitas tal vez ni ella mis­
ma las supiera. Sin ser chismosa ni correveidile, algún cuento
hacía y noticiaba a veces, como al pasar, de rasgos singula­
res, individualísimos, iluminadores, de sus ex-patrones —co­
mo, por ejemplo, que la señora de don N. N. no usaba cal­
zones en verano, que el pobre don X. X. sufría horrible de
varis (várices) en un güevo, que el finado don Y. Y., “que
Dios lo tenga en una guampa de orines”, endurecía al sol
las galletas destinadas a los peones para que éstos comie­
ran menos, que el gringo Z. Z. dedicaba las tardes de los do­
mingos otoñales a mirar el morir de las hojas de un ombú
que había en el guardapatio. . . No aceptaba requiebros y opi­
naba que “una mujer no está pa dar siempre” y que “los
hombres son unos chanchos que no piensan más que en eso”;
pero tenía con ella cuatro hijos de padres desconocidos: el
Guálter, el Tito, el Hugo y el Pepe. Todavía no era vieja,
todavía servía —hubiera dicho Ramón, aquel peón casero, que
solía ser demasiado zafado, de mi cuento Los cabajllos-
“pa un güen temporal conchero”.
Cada uno de los gurises de Filomena era en sí la piel
d e Judas y en conjunto eran más de una docena de esas pie­
les metafóricas, ya que, como es sabido, los chiquilines no se
suman sino que se multiplican. Hacían de todo, desde bolear
82

y estropear gallinas y cagar en la olla de hacer jabón hasta


empacharse con sandías verdes, poner una víbora muerta den­
tro de una de las botas del capataz, echarle bolitas de mierda
de oveja a las calderas donde los peones hervían el agua para
el mate, despertar con tizones ardientes perros que dormita­
ban . . . Cuando sus desórdenes y diabluras traspasaban los lí­
mites de toda tolerancia, Filomena tomaba un rebenque ta­
lero —lo tenía, para esos fines, colgado de la pared de su
cuarto— y curtía a sotera al Guálter y al Pepe, sin tocarle
jamás un pelo al Hugo y al Tito. Extrañada por este aparte o
discriminación, la hija del patrón preguntó un día:
—¿Por qué, Filomena, castiga siempre a estos dos y a los
otros no les hace nada?
Dicha muy dignamente y muy naturalmente, la respues­
ta fue:
—Es que el Guálter y el Pepe son hijos de peones, seño­
rita, y el Hugo es hijo de don C. B. y el Tito es hijo de don
E. T., ¿entiende?
La muchacha entendió, y el lector entenderá mejor a la
respetuosa Filomena si digo que con esas iniciales acabo de
abreviar los nombres de dos estancieros importantes del pago.

IV

Nunca se sabe cómo empieza una pelea entre borrachos.


Cayó una silla y rodaron dos taburetes; hubo un puñetazp
mal pegado y dos o tres empujones; patinó una mesa en el piso
de baldosas rojas; se volcaron irrestañablemente tres vasos de
caña y dos de grapa y una copa de anís; gritó, o cacareó,
una mujer y se oyó “La puta que te parió”; acudieron apar­
tadores y se oyeron “Vos no te metás" y “Dejame, carajo”, ..
Un camionero hercúleo y el por cierto nada alfeñicado pa­
trón del boliche —un boliche de pueblo, en una esquina de
la calle de los prostíbulos— restablecieron el orden. “Bueno,
83

muchachos, bueno; respeten, respeten la casa; no me obli­


guen a llamar a la policía”, dijo varias veces el patrón. A la
batahola siguió un minuto de quietud tensa, peligrosa,
—Ustedes dos vayansén —dijo el patrón—; se los pido co­
mo amigo
. Los destinatarios del pedido abandonaron el boliche y se
perdieron en la noche —una noche desapacible, fría, con un
viento que parecía venir de lejísimos y donde ya algunos ga­
llos querían convocar o padrear el amanecer—. El patrón ce­
rró la puerta en las narices del viento y sirvió —en silencio
y en medio de silencio— dos cañas, una grapa y un anís.
—Sigan chupando tranquilos —dijo al terminar de ser­
vir—. Esta vuelta va sin cargo.
Pero uno de los alborotadores que quedaron continuaba
con la sangre bellaca y comenzó a pedir que lo dejaran salir
en pos de uno de los que habían salido.
—Fíjate vos que me putió a mi madre —decía.
—No, hermano —apaciguaba otro de los borrachos—; no
te putió nada. . . Eso es un decir, nom ás.. . una cosa que se
d ic e ... b u en o ... porque se dice.
—Pa mí la madre es lo más sagrado, entendé.
—Entiendo, entiendo. Pa mí también. Pero eso es un di­
cho, nomás. . . un dicho que se dice.
—Tiene razón el Oscar —terciaba la mujer—; ése es un
dicho que se dice. . . que se dice pa decirlo. Olvidate; qué­
date tranquilo, Josengo
—No jodás más, hermano —decía un tercer borracho—. To­
mate esa caña antes de que agarre gusto a vidrio. Olvidate,
como dice la Margot. El loco se debe haber ido a dormir.
Pero el que se sentía ofendido no se dejaba convencer
y levantaba cada vez más la voz:
—A mí nadie me putea a mi madre —insistía—. El loco
debe estar en la pieza e la Rosa; te juro por la salú de mis
sobrinos que lo via ir a buscar.
84

Un cuarto borracho —un hombre apaisanado que estaba


de pie y solo, junto al mostrador— se volvió lentamente e in­
tervino —muy serio, muy doctoral— con un argumento que
con toda seguridad a él le parecía de lo más convincente, o
indiscutible, lapidario:
—Tranquilicesé, don Josengo. Piense b ie n .. . Tenga en
cuenta que si su madre no hubiera sido una puta usté no
hubiera nacido.
El patrón, esta vez, tuvo que llamar al milico de ía es­
quina.
V

Un campamento de tractoristas en un potrero alejado de


las casas: una carpa hecha con chapas de zinc, una enrama­
da, un fogón al aire libreólos días de lluvia no se trabaja y
se abandona el campamento), tres peones, un capataz, alguien
que oficia de cocinero y de muchacho de los mandados. Este
último era Pedrín, ya no un muchacho sino un treintañero
pero de todos modos como si fuera un muchacho.
Pedrín era de corta estatura, débil, cabezón. . . quizá un
tanto raquítico a consecuencias de una infancia mal alimen­
tada; tenía a la vez algo de monito y de viejo prematuro. Su
apellido era y sigue siendo (porque Pedrín vive: un viejito
muy visitador del cementerio, muy cumplidor con sus muer­
tos) uno de aquellos rotundos apellidos de la Patria Vieja,
que hoy son muy comunes entre los desposeídos del campo,
en los barrios pobres de las ciudades, en los pueblos de ra­
tas. G ozaba de fama no de bobo sino de raro, de retardado
por zonas o sectores, de un poco faüo. (Con esa fama intacta
pasó en pocos años, salteándose todas las etapas intermedias,
de ser com o si fuera un m uchacho al viejito bueno y más
bien lelo de ahora.) Era laborioso aunque distraído y, sobre
todo, muy comedido.
Fue de puro comedido que se acercó una noche con el
farol (a queroseno, el tubo ahumado y roto) a ayudar al ca­
85

pataz y a uno de los peones que estaban por sacar nafta de


un tanque. Éste, todo el día al sol, tenía mucha presión y
dejó escapar un largo soplo de gas. Curiosa y comedidamen­
te, Pedrín arrimó más el farol.
—¡Retírate, carajo! —le gritó el capataz—. ¿No podés ver
que ese farol es un peligro y que si este loquito llega a ex­
plotar morimos los tres juntos?
Pedrín nada dijo y se fue a vigilar la olla de guiso que
tenía en el fuego.
En la tarde siguiente el patrón llegó a caballo al cam­
pamento. Pedrín le salió al encuentro y le dijo:
—Abajesé. Tengo que hablarle.
El patrón sentía cariño por Pedrín y se comportó con el
patemahsmo patronil que infesta buena parte de nuestra li­
teratura rural, desde el amargo Viana al ilegible Reyles y a
mucha página del excelente Amorim: desmontó, puso una ma­
no en el hombro de su peón, preguntó casi con amabilidad:
—¿Qué te pasa, Pedrín?
Siguió un diálogo que sería ocioso transcribir, en el qüe
Pedrín insistía en que no quería trabajar más en el campa­
mento y el patrón preguntaba y volvía a preguntar el por
qué. Finalmente el patrón pudo saber que la cosa había sido
con el capataz, y dijo:
—Bueno, Pedrín, está bien. Pero decime qué te dijo el
capataz. ¿Te puteó?
—No.
—¿Qué te dijo? Decime.
—Y . . . me dijo que si el tanque explotaba moríamos to­
dos juntos. Y a mí eso no me gustó. . . y entonces me voy
de aquL
—¿Por qué no te gustó que te dijera eso? —tuvo que pre­
guntar por lo menos tres veces el patrón, sonriendo y cada
vez más curioso.
86

—Porque no es cierto —dijo al fin Pedrín, como con ver­


güenza pero con voz segura—; porque moríamos los tres pero
cada cual pa sí.

VI

Érase en aquel pueblo una familia de débiles mentales.


Por suerte, una familia breve o tipo: el padre, la madre, una
hija, un hijo. El padre terminó su curricula de borracho car­
goso la noche en que el vino lo derribó en un baldío y la
helada que estaba cayendo lo estaqueó para siempre. La ma­
dre murió poco después, tuberculosa, en el hospital; murió
balbuceándole frases de amor cien por ciento erótico a un
retrato en colores del general Las Heras que había extraído
de un Billtken. La hija —una adolescente triste y más bien
sucia que ni la beau té du d iable tuvo— comenzó muy pronto
a rodar de cama en catre y de catre en cama y (aunque
desconociendo las opiniones de Lorenzo Valla, el humanista
romano del 1400 que supo decir, tal vez con peligro de su
vida, que una prostituta cumple una función social más ne­
cesaria y recomendable que la de una monja) encontró el
hueco justo de su destino apuntándose en el quilombo. El
hijo, un gurí chico que se reía de cualquier cosa con largas
risas dientudas y húmedas, se crió vendiendo diarios, maníes,
pasteles y otras mercancías parecidas en las calles del pueblo.
La mujer que vivía “enajenando a vil e infame precio el
sagrado pudor que el Cielo . . . etc.”, según cierto galleguísi­
mo diccionario, y el muchachón de las interminables y gra­
tuitas risas casi babosas, son los protagonistas de esta anéc­
dota negra —anécdota que puede resumirse en la frase que
más de una vez se le oyó a ella, dicha con un tonito de in­
creíble orgullo, con una muy notoria jactancia de probidad—:
—Yo a todos les cobro dos pesos; pero a mi hermano le
cobro la mitad, nomás, por ser de la familia.
87

V II

Habían finalizado los cursos escolares y en cierta escue­


la rural se vivía el día de la fiesta correspondiente. Esa es­
cuela está situada en un paraje bastante poblado, uno de los
pocos pagos con vecinos constituidos en vecindario que van
quedando, como islotes, intocados por el proceso de despo­
blación de nuestra campaña. La fiesta, que empezaría más
allá de la mediatarde, iba a ser no sólo fiesta de fin de cursos
sino también baile y kerm esse, con comidas y bebidas, con,
tal vez, alguna timba lateral, con, seguramente, iniciación de
romances. Un estanciero no exento de pretensiones de caudi­
llo había donado una vaquillona, y los con cuero —hechos
por un pardo experto y paciente— esperaban en un rincón
del salón de clases, encima de dos chapas de zinc colocadas
sobre cuatro pupitres, defendidos de las moscas de diciembre
con paños de inmaculada blancura. El novio de la maestra
había ido al pueblo en un camioncito, a buscar los músicos,
las bebidas y el hielo.
Pero sucedió que a eso de la mediatarde, y cuando iba
llegando a la escuela en su camioneta cargada con sillas que
prestaba para el baile, uno de los vecinos más conspicuos hizo
un paro cardíaco y quedó muerto, la cara súbitamente oscu­
recida, con las manos aferradas al volante y el pie apretando
convulsivamente el pedal del freno. Se imponía la suspensión
de la fiesta y así se resolvió sin que nadie dudara un instante.
El hombre era oriundo de otro departamento; la viuda y los
hijos dispusieron el traslado del cuerpo.
Ya el sol bajito como vuelo de perdiz, un paisano joven
entró al almacén principal de aquel paraje bastante poblado;
vestía, pese a que venía en bicicleta, prendas de jinete do­
minguero. El dueño del almacén acababa de encender una
lámpara a queroseno y estaba solo en el mostrador de ma­
dera, acodado, fumando. Cerca de la ventana que daba al po­
niente, cuatro contendores y un mirón rodeaban una mesa de
88

truco. El recién llegado pidió una caña y la bebió de un


sorbo y pidió otra.
—Venís con sed, Mingo —comentó el almacenero.
El paisano sonrió abiertamente; estaba alegre y, se le no­
taba, buscaba el diálogo, el calor humano.
—No —dijo—; es pa entonar el cuerpo, nomás. Voy pa la
carmesia de la escuela, a divertir la persona.
—No hay fiesta —dijo muy informativamente el almace­
nero—. Se suspendió.
—¿Cómo?
—Se suspendió por la muerte de don X. X.
—¡Pah! ¿Y cuándo murió ese hombre?
—Hace un rato.
—¿Y de qué murió?
—De repentina.
El paisano bebió con menor presteza su segunda caña y
pidió otra en voz más baja; se diría que la sonrisa se le había
velado de la cara. El dueño del almacén lo sirvió con cierta
solemnidad.
—Linda muerte pa él —dijo el paisano—. Si de algo hay
que morir. . .
—En eso estamos, como marcados pa consumo y espe­
rando que nos toque —dijo melancólicamente el otro, que era
hombre más que maduro. Y agregó luego, tal vez con incon­
gruencia sólo aparente, uno de sus dichos favoritos:— Por
blanca que sea la chancha siempre es negra la morcilla.
El paisano bebió casi lentamente la mitad de la caña y
pareció hacer un esfuerzo para recuperar la sonrisa perdida,
y dijo:
—Pero acuerdesé, don Esteban, que los que se mueren
sen siempre los otros. ¿Y ande es el velorio?
—Aquí no hay velorio.
—¿Cómo dice?
89

—Al pobre finado lo llevan a velar y a enterrar al pueblo


do él; ya deben haber salido.
El paisano, meditativo y como entristecido de nuevo, be­
bió el resto de la caña y pronunció un monólogo-protesta, no
dirigiéndose propiamente al almacenero sino más bien como
si pensara en voz alta:
—Que el hombre se haya muerto es cosa de él, digo yo. . .
y a todos nos va a tocar algún día, qué joder. . . Que la se­
ñorita maestra haya dejado pa otra vez la carmesia está bien,
me parece. . . y ella es grande y sabe lo que hace. . . Pero
que nos quedemos hasta sin velorio, eso no puede s e r .. . eso
es un disparate que está mal, eso no cuadra, digo yo. . . eso
es una barbaridá.

V III

"Hay en las orillas del pueblo viviendas que son mestizas


de casita y rancho” —así empieza, con observación sin duda
trivial, uno de mis primeros cuentos—; hay también, digo
ahora, otras que son viejos ranchos de pura cepa y que hoy
se muestran casi como símbolos del consabido concubinato de
don Juan Capitalismo y doña María Miseria. En uno de ellos
habitaba no hace mucho tiempo una mujer treintañera pero
ya gastada y que tenía cinco hijos —tres hembritas y dos ma-
chitos— cuyas edades iban, más o menos, de los seis a los
doce años. El padre (o los padres) de esas crías era cosa
perdida en el pozo del pasado, en las indespejables incógnitas
de siestas y noches muertas.
La mujer y su prole sobrevivían gracias a los pocos pesos
que salían de los bolsillos de tres o cuatro hombres que ella
llamaba por sus apellidos y los chiquilines llamaban tíos. Es­
tos tíos siempre los mismos (un arisco hombre de las chacras,
un peluquero de gestos un mucho amariconados, un viudo de
traje negro y ojos de mirada b la n d a ...) eran cíclicos visitan­
90

tes de la tardecita y de la prima noche, nunca de la noche


de verdad. Después de que cualquiera de ellos (ninguno
muy asiduo, nunca coincidentes, todos demasiado silenciosos,
quizá todos un tanto vergonzantes) daba por terminada su
visita, no faltaban las monedas necesarias para ir al almacén
y volver con seis galletas, papas, fideos, salame o salchichón
y hasta, a veces, trescientos gramos de dulce.
Como los perros de Pavlov, los niños aprendieron a pre­
ver por asociación la satisfacción del hambre. Y sucedía en­
tonces que, cuando la mujer los mandaba a jugar y se ence­
rraba en la única pieza del rancho con el tío de la ocasión,
corrían ellos hacia la calle —de tierra y sin veredas y a veces
ya bastante oscura— y allí, tomados de las manos, jugaban
a la ronda o rueda-rueda. Bailaban en círculos, chillones y
jubilosos. Bailaban y cantaban. Cantaban:
—Viva, vivita, viva; mamita está cogiendo. Viva, vivita,
viva; mamita está. . .
El an cho m undo

Es sabido que Eduardo Ácevedo Díaz amuebló nuestra


literatura con gauchos homéricos, con atletas y semidioses
vernáculos. Los gauchos que a mí me ha sido dado conocer
no se parecían a los de don Eduardo: eran sufridos ("sufri­
dos, castos y pobres”, dice Borges) pero más bien chicos y
nada espectaculares. Tampoco, a decir verdad, se parecían a
los gauchos o gauderios de los que don Félix de Azara es­
cribió: “Su desnudez, su larga barba, su cabello nunca peina­
do, y la oscuridad y porquería de semblante, les hacen es­
pantosos a la vista”.
Mi amigo Cariucho, un verdadero gaucho, era petizo y
gordito. Acabo de escribir “mi amigo” y pienso que se me fue
la mano, porque a la relación entre Cariucho y yo le faltó,
sin duda, algo más de comercio de persona a persona. Pero
en una cuasi-amistad, o amistad un tanto impersonal, con­
versamos mucho y muy cordialmente en algunos fogones, en
algunas tropeadas cortas, en trances de frangollar tortas fritas
en la cocina de los peones, en ratos de mirar la lluvia desde
el alero del g a lp ó n ...
Cariucho tenía una cara ajaponesada, ojos húmedos (li­
geramente perrunos) y barba escasa. Caminaba como si las
botas o las alpargatas le oprimieran cruelmente los cortos pies
carnosos (esos pies como abreviados del casi siempre jinete
y casi nunca peatón que Güiraldes anota entre las caracte­
rísticas de su arquetipico, y bastante cifra hueca, Segundo
Som bra). A caballo parecía más grande y, sobre todo, menos
redondo y mejor construido. En el trato se mostraba invete­
radamente un poco Sí, señor, un poco servil. Ejercía las tres
92

profesiones más gauchas: guasquero, domador, tropero. Como


guasquero era casi un bordador; como domador —amansador,
principalmente— era casi un mago; como tropero, un hombre
cuidadoso y de toda confianza. Tropeó años por tierra y años
por ferrocarril. Murió hace mucho, de una neumonía, y no
alcanzó a conocer la era de los camiones de ganado. La anéc­
dota que una vez me contó y que me propongo contar co­
rresponde a sus años de tropero por ferrocarril.
Empezaré diciendo, a manera de informe para los que
no lo saben, que a los vagones-jaulas donde se encierran los
novillos o las vacas se les agrega un vagón cerrado o furgón
destinado a los troperos. En ese furgón éstos toman mate,
conversan, comen, juegan al truco, cantan a veces, duermen
en su recados... Durante el viaje el trabajo consiste en ba­
jarse en las estaciones y revisar las jaulas y picanear algún
animal caído. Yo viajé en más de una ocasión en esos fur­
gones y puedo asegurar que la aventura es más bien aburrida.

Me contó Cariucho que una noche, después de encargar


al tuerto Farías que le vigilara los pampas, iba durmiendo
“como un dotor” en el furgón. Había cenado una paleta de
oveja —gorda, fría, bien adobada— y la había rociado con
mucho tintillo; y más luego, mientras escuchaba al tartamudo
Ramírez recitar casi todo Paja Brava y grandes pedazos del
Martín Fierro (seguramente, se me ocurre, los más popula­
res, que son los más brutales y matonescos), había “quebrau
yerba” hasta quedar “con la panza como pasentar navajas”.
Nada extraño es, por tanto, que a eso de la medianoche se
haya semidespertado con la vejiga pidiendo a gritos un aflo­
je. Antes de cobrar conciencia de que iba en el tren, salió
presuroso (el tuerto Farías, ¡siempre el mismo pasmado!, ha­
bía dejado entreabierta la puerta del furgón) a cumplir con
su vieja costumbre de mear atrás del rancho. El porrazo fue
descomunal pero no se rompió ningún hueso, por suerte y
por milagro. Para comprobar este milagro, incrédulo aún, fle-
xionó las piernas y movió los brazos como saludando y se
93

tanteó despacio los costillares. El ferrocarril (el ruido del fe­


rrocarril) se perdió en la noche machaza y sin luna, y él
quedó al lado de la vía, bien despierto ahora, un poco dolo­
rido, en camiseta y calzoncillos. . . Orinó sin apuro, respiran­
do el aire finito y mirando las estrellas. Después de todo, se
dijo, había tenido más suerte que una taba cargada. Capaz
qu e m e dan por m u e r t o .. . y hasta m e lloran un ratito, pensó
con levísimo humor negro. No hacía frío, pero el pasto estaba
demasiado húmedo para dormir un tiempo más. Se sentó, resig­
nado, en la punta de un durmiente. Menos mal que el tuerto,
con toda seguridad, se encargaría de los novillos. Larga como
esperanza e pobre la noche. ¡Y qué ganas de pitar! Y el tabaco
y las hojillas y el yesquero cada vez más lejos, en el tren. E l
tuerto, aunque boca-abierta, era bueno y buen amigo, y en
fija que se encargaría también del recado, la ropa, el cinto
con la plata, el cuchillo. . . Largaza la noche. Al fin, las ba­
rras del día. Hacia frío ahora. Se puso de pie y orinó otra
vez. H e juntan más m éada qu e una yegua alzada. Echó a
caminar. ¡La puta con las espinas! Malos y peladones los
campos. D eb e hacer una ponchada 'e días qu e no llueve.
¡Qué pago despoblado! ¡M ire qu e vivir en un pago así!; hay
cristianos p a t o d o . . . Estaba el sol afuera cuando vio unos
ranchos. Se les acercó cautelosamente, escondiéndose detrás
de unos cardos altos. No vio a nadie. Gente dormilona, pa­
recía. O no había perros o los perros también dormían. Llamó
con unos gritos que le salieron raros. Un hombre sacó la ca­
beza por una ventana.
—Venga, amigazo —llamó Cariucho.
—¿Quién es? Venga usté —desconfió el hombre.
—No puedo.
—¿Cómo?
—Que no puedo. ¿Hay mujeres?
—¿Mujeres?
—Es que’stoy en calzoncillos.
94

—¿Cómo dice?
El hombre desapareció de la ventana y reapareció un
minuto después con una escopeta, “una bruta escopeta, como
pa putear al alcalde”.
—No tenga miedo, mi amigo —dijo Cariucho—. Soy güe-
no. Abaje esa escopeta. Me cai del tren, nomás. . .
—¿Y qué mierda quiere?
—No se enoje, don. Soy un oriental: Quiero una bolsa
vieja pa fabricarme un chiripá.
El hombre desapareció otra vez de la ventana y en se­
guida, para complicar las cosas, asomó en ella otra cabeza:
una china cerduda con las cerdas llenas de moñitas de papel,
—No se asuste, doña —adelgazó la voz Cariucho, reculan­
do y escondiéndose más entre los cardos y clavándose espi­
nas que no sintió en los muslos y las asentaderas.
El hombre reapareció por la esquina del rancho, siempre
escopetado. La cabeza de mujer le gritó:
—¡Tené cuidado, Juan!
—No tenga miedo, mi amigo —repitió Cariucho—. Abaje
esa bufosa. Emprésteme una bolsa vieja, haga el bien.
—¿Se cayó del tren, dice?
—Sí; soy tropero. Venía dormido.

El hombre resultó macanudazo. Se estuvo riendo un rato


largo, como si el mismo Mandinga le hiciera cosquillas. Le
dio al agradecido Cariucho un par de alpargatas nuevonas
que le quedaron grandes y la bolsa para el chiripá y una
manea de oveja para sujetarlo; lo hizo entrar al rancho y le
hizo servir con la mujer unos bifes con perejil y huevos fritos;
le regaló medio paquete de tabaco; lo llevó en charret a la
estación y le prestó unos pesos para que tomara el tren de
vuelta.

e
95

La anécdota, aunque tiene su gracia, no es demasiado


memorable. Lo que sí es memorable es la frase con que Car­
iucho remató el relato de sus malandanzas en ropas menores
por el ancho mundo:
—Mire, don Mario: haberá cosas bravas en la vida, digo
yo, pero como andar en pago extraño en calzoncillos dificulto
que haiga otra.
.


-
U n a m u erte p ropia

Era un patricio y dedicó gran parte de su vida a ser un


patriarca; y, como es natural, con los años lo consiguió. Tuvo
una vejez larga y venerada.
Su curricula puede sintetizarse en no muchas palabras:
nació en la estancia de sus mayores, se crió en ella, la heredó
muy joven, aumentó su patrimonio, se casó, tuvo varios hijos
y varias hijas, siguió haciendo y ahorrando dinero, se fue a
vivir a la capital del departamento, se mandó construir una
casa de catorce habitaciones y tres patios, enviudó cuando ya
tenía el pelo muy blanco, terminó siendo algo así como la
carátula de la respetabilidad.
Todo el pueblo lo conocía, porque su costumbre era pa­
sar largas horas parado como un vigía un tanto distraído en
el zaguán o en la esquina de su casa. Nadie podía no haber
visto alguna vez a aquel viejo fuerte y erguido que —traje
y sombrero color cuervo, corbatín de luto y botinas charola­
das, camisa y bigotes color nieve— observaba sin curiosidad
el cielo cambiante y la maduración de las mañanas o con­
templaba cómo se iban desfibrando las tardes hacia el fondo
de la calle. . ¡
No sabemos si se aburría allí mucho, poquito o nada; sí
sabemos que permanecía largas horas, repito, y como quien
cumple un deber, saludando gravemente a los que lo salu­
daban y mirando severamente a alguno que no lo hacía,
dejando caer para ciertos privilegiados frases sobre las posi­
bilidades de lluvias o de sequías, sobre el peso y el precio
de los novillos, sobre la conveniencia de vender la lana o de
esperar para hacerlo. . .
98

Hablaba con un número bastante reducido de vocablos


que utilizaba con cuidadosa precisión, y pronunciaba un por­
centaje de ellos a la manera de los pulperos españoles (acer­
tando las más de las veces con el aproximado sonido castizo
y también errándole por mucho, alguna vez), sin duda para
marcar sus diferencias con los que hablaban sin variantes del
simple modo criollo. Y nunca profería una grosería o una ma­
la palabra, ni siquiera en las oportunidades —siempre des­
pués de cenar— en que jugaba al truco.
Un reloj de oro grande como una tapa de galleta pun­
tuaba con imperio sus jomadas iguales. Era madrugador y
no fumaba ni bebía, y comía a horas rigurosamente fijas y
sabiendo de antemano, como mínimo desde el día anterior,
qué era lo que le iban a servir. Cotidianamente, salvo que
hiciera mucho frío o que estuviera lloviendo, caminaba en
los atardeceres hasta la plaza principal y se hacía pasar, de
pie, el paño y el cepillo en las botinas, tal vez menos por
el polvo que pudieran tener ellas que por el lustrador ata­
reándose allá abajo. Decía con orgullo cosas como que nunca
había andado en yegua (pronunciaba llegua), que ni una
sola vez había ido a un circo, que jamás se había hecho adi­
vinar la suerte con una gitana. . . Dos o tres veces por mes
se hacía llevar a la estancia, por unas horas, en un Renault
parecido a los de la guerra del 14. No faltan maliciosos ca­
paces de afirmar que fue absolutamente monógamo.
Patricio acaecido patriarca, insisto, era el hombre de las
opiniones a tener muy en cuenta, de los consejos que no se
desoyen, de las sentencias con fuerza de le y ... Y era, fun­
damentalmente, el pater familias con algo de madre y mucho
más de Dios Padre, el eje inexorable y el mentor siempre
alerta y desenvainado del grupo demasiado numeroso —y, por
ende, un tanto tormentoso- de hijos, hijas, nueras, yernos,
nietos y etcéteras.

Un buen día, o un mal día, este hombre enfermó para


morir. Los médicos lo desahuciaron y empezó a morirse de
99

una muerte más o menos suya, más o menos (disculpe usté,


don Rainer María Rilke) propia. Y una tarde de cielo con
muy pocas nubes (una tarde de domingo llena de esa luz
para nada de séptimo día que es casi la única prueba de la
existencia de Dios) se moría del todo, en el vasto dormitorio
cuya ventana daba a un patio con parral y aljibe sevillano,
en la gran cama matrimonial de madera oscura y barroca­
mente labrada que había seguido usando en su viudez. Se mo­
ría —más corpulento y más largo de lo que parado en el zaguán
o en la esquina era— dentro de un camisón asexuado que
precursaba la mortaja, con la increíble cabeza final apoyada
en almohadas bordadas y almidonadas, con un jadeo de vien­
to nocturno oído desde el semisueño, con la boca de un pez
recién pescado. Se moría en una larga, fatigosa ceremonia a
la que asistían, participando en diversos grados y con diver­
sos ánimos, sus hijos y sus hijas y las nueras y los yernos y
algunos nietos, dos médicos, un cura demasiado joven, una
enfermera gorda y dos sirvientas viejas. Se moría, en fin, co­
mo para él era d eb id o ... Pero, de pronto, suspendió su mo­
rirse y se sentó en la gran cama y paseó en semicírculo su
índice tembloroso y recorrió una por una las caras que lo
rodeaban con sus ojos ya puro vidrio, y dijo:
—Se van todos a la mierda.
Y cayó hacia atrás, muerto.
L o s d o s a m a n te s del A p o c a lip sis

Mienten, señoras y señores, los gruesos li­


bros d e tapas negras, y yerran y desvarían los
teólogos mitrados y d e abruptas barbas que
tantas veces han repetido la historia. No fue, no,
por el episodio d el fruto prohibido qu e Jeh ov á
Dios hizo salir d el huerto feliz al hom bre d e
barro y soplo y a su costilla ed ificad a en mujer.
N o com plicaron y exornaron los hechos serpien­
te tentadora ni satánico y tal vez plausible p e ­
cad o d e desobedien cia y soberbia; no existió,
en realidad, expulsión airada y definitiva. L a
verdad es muy otra.

L a verdad es que Dios creó al mundo a imagen no se sabe


de qué y luego al hombre a imagen Suya, y después le dio a
éste la necesaria mujer y, concediéndole de antemano a la
pareja toda la dicha y todo el Amor, puso a sus componentes
en el Edén para mirarse en ellos.
Hijos-niños de Dios y recortados sin sombras sobre la
paz feliz de su condición, Adán y Eva vivieron allí muchos
días iguales de un tiempo que no estaba hecho de tiempos
sino de eternidad. . . un tiempo que algún neoplatónico ale­
jandrino, supongamos, hubiera comparado a un trompo dor­
mido.
Jehová no les perdía pisada, diría un nfftivista: los ron­
daba de cerca, los observaba desde las colinas, desde la luz
infantil de la luna, desde las densas columnas de vapor que
subían desde la tierra como todavía leudando. . . Ni un día
102

ni una noche cejaba el Padre en su paternal vigilancia, y poco


a poco fue rindiéndose al ver lo que veía: sus hijos se amaban,
sí, pero con un amor que, se diría, era sólo una copia ne­
gligente y pálida, un remedo sin fervor, una parodia, casi,
del Amor con mayúscula que Él les había previsto o que había
soñado para ellos. Están fracasan do. . . o h e fracasado yo, se
decía Dios, mientras regresaba a su trono instalado en una
pequeña nube muy blanca y baja, milagrosamente quieta en­
tre las nerviosas nubes de un cielo donde el caos, aunque
vencido, conservaba aún arrestos de redomón.

Adán y Eva, muy lejos de advértir que algo no se cum­


plía corno era debido en el Paraíso, seguían viviendo indo­
lentemente y con inocencia en el tiempo sin decurso ni des­
trucciones.

Cada vez más preocupado, Jehová meditaba en medio


del respeto silencioso de los ángeles y los arcángeles. Es p o­
sible que la vida fácil y la sim ple felicidad conspiren contra
mis hijos, conjeturaba en las noches insomnes, paseándose en
camisón por la terraza de su nube y contemplando las estre­
llas, que eran como jovencitas impúberes. L o m ejor será, de­
terminó una mañana, después del desayuno, qu e abandonen
el huerto y se enfrenten, juntos, a los trabajos y las penas
d el mundo qu e tan irreflexivamente, ¡ay!, he creado.

Grande fue la alarma de Adán y Eva cuando, al compa­


recer ante Dios en uno de los rincones más dulcemente agres­
tes del Edén, notaron en la faz divina una penumbra que
no conocían (era la sombra de lo que pronto conocerían muy
bien y bautizarían Tristeza). Jehová los tranquilizó con un
gesto y los hizo sentar frente a Él y les habló en un tono un
tanto falseado por el esfuerzo de no ser solemne. Pausada y
minuciosamente, trató de explicarles lo que sucedía; después
hizo un silencio, se mordió los labios y, el rostro del todo
velado por aquella penumbra extraña pero sin cambiar de voz,
dejó caer su dictamen.
Aunque no podían representarse qué sería vivir en el
mundo, Adán y Eva sintieron, por primera vez, uñ sobresa’t:
frío recorrer sus cuerpos fuertes, hermosos y desnudos. Jehová
advirtió ese sobresalto y dijo rápidamente:
—Yo sé que un día alcanzaréis el Amor que debe escri­
birse con mayúscula, y os prometo, bajo palabra de Dios, que
ese día regresaréis para siempre a mi huerto.
Adán y Eva, ya de pie, permanecían inmóviles y cabiz­
bajos, tomados de la mano. Jehová los miró con ternura y pena
y se remontó en seguida, con dignidad de mongolfiera, hacia
su nube blanca y baja y prodigiosamente anclada.
Muchos ángeles descendieron en bandada casi de inme­
diato; algunos de ellos acompañaron a la pareja emigrante
al través de las colinas que delimitaban el Edén; los otros em­
prendieron la tarea nada fácil de buscar por los vericuetos
del Jardín y hacer salir de él a todos los animales.
Desde un ventanuco triangular dé su nube, D i°s no apar­
taba los ojos de sus criaturas. Los vio atravesar las colinas e
inaugurar el conocimiento de las plantas espinosas, vio cuan­
do los ángeles les daban las últimas instrucciones y los aban­
donaban a su suerte, vio que seguían caminando (siempre to­
mados de la mano) y que cada no muchos pasos se detenían
y miraban hacia atrás, vio que lloraban y que se perdían en
lo que se llama el mundo. Y todo lo vio con la mirada em­
pañada por las primeras (y únicas) lágrimas de su existencia
eterna.
Esa misma tarde una brigada de ángeles ingenieros cu­
brió el Paraíso baldío con una montaña hueca —una modesta
montaña falsa que hoy los geógrafos confunden con las ver­
daderas y que los ángeles zapadores han de demoler en pocos
minutos algún día—; esa misma noche Jehová Dios hizo re­
tirar su nube residencial hasta un lugar del cielo a la altura
de las nubes altas.
Comenzó para los inmortales Adán y Eva una vida se­
mejante a la nuestra: prácticamente, en lo cotidiano, nuestra
104

vida. Exceptuando —¡nada menos 1— la amenaza-promesa de


la muerte y asimismo el advenimiento de los hijos*(hecho de
lo más natural que si nos ponemos a pensar resulta él mayor
de los milagros), conocieron lo que todos conocemos, y sería
vana tarea de novelista describir sus días y sus noches, dila­
tar más de tres o cuatro líneas la relación de sus trabajos
y sus penas. Baste decir que muchas lunas, muchos años, qui­
zá siglos de tiempo que giraba inmóvil como un trompo dor­
mido, vivieron luchando cada uno consigo mismo, y cada uno
con el otro, y los dos con la tierra, los animales y el cielo.
En vano espoleaban sus corazones y sus cuerpos, sus cuer­
pos y sus corazones; en vano se miraban a los ojos, se habla­
ban inventando un lenguaje para quererse, se acariciaban con
todas las caricias posibles, todavía ninguna prohibida, y ha­
cían el amor hasta los últimos alientos en lechos de hojas,
sobre hierbas mansas y sobre hierbas ásperas, en el fondo de
una caverna que encontraron prefabricada, en el lodo tibio y
fétido de unos pantanos próximos a las fuentes del Eufra­
t e s : la mudez de Jehová, el no resonar de la voz divina
ordenándoles el regreso al Edén, les repetía que no alcanza­
ban el Amor.
Los trabajos, las luchas y los infortunios solían acercar­
los; pero también, y más comúnmente, los alejaban, los sepa­
raban. Y lo que sobre todo se interponía entre ellos era el
recuerdo de la vida en el Paraíso, la memoria viva y como
herida del amor con minúscula que allí habían vivido. Fre­
cuentemente, se reprochaban uno al otro el fracaso y el exi­
lio; a menudo, incluso, llegaron a odiarse.
Hasta que una tarde, en la hoya del desánimo, escalaron
la montaña provisoria y rogaron a gritos a Dios que los de­
volviera al barro y pusiera así término a sus fatigas. Jehová,
que por algo es Dios, tenía la respuesta preparada. Ellos no
lo vieron, sólo oyeron Su voz. Desde algún lugar de la mon­
taña de utilería, la voz un tanto escénica y gangosa recitó
con afectación:
105

—Os concedo lo que rogáis, o sea la muerte; pero como


rectificarse y anular sus obras mal le corresponde a Dios, os
concederé también la facultad de desdoblaros en seres sin
recuerdos que anhelarán y buscarán, para vosotros, el Amor
que un día os reintegrará a mi huerto, según la promesa que
mantengo.
Adán y Eva, muy perplejos, descendieron la montaña; no
menos perplejos, ángeles y arcángeles cuchicheaban en los
pasillos y los sótanos de la nube anclada a la altura de las
nubes altas. Jehová Dios regresó a su trono pensando con
disgusto cuatro cosas: a) que nadie lo había entendido; b)
que debía hacer a todos los animales —¡recién caía en ello!—
una concesión análoga a la que había hecho a los bípedos
implumes; c) que lo que había empezado en el capricho do­
méstico y decorativo de poner una pareja en un jardín ame­
nazaba convertirse e n .. . ¡vaya a saber Uno en qué!; d) que
en toda esta especie de Volksmärchen (cuento de hadas po­
pular o folclórico, traducen los que saben el alemán) se había
comportado Él como un chambón.
Ésta fue la última vez que Dios estuvo en la tierra, y
esa misma noche hizo retirar su nube hasta un remotísimo
lugar del cielo.
Y aquí termina la Historia Sagrada.

Comienza ahora la Historia Universal.


Adán y Eva, ya en un tiempo desovillándose y deshila­
cliándose, se desdoblaron en seres sin recuerdos (que deno­
minaron H ijos) y obtuvieron al fin su descanso en el regreso
al polvo (en lo que habían oído a Jehová, sin comprender de
qué hablaba, designar con la palabra M uerte). Esos seres de
memorias limpias, como abrevados en un Leteo de este mun­
do, vivieron luchando consigo mismos y unos con otros y con
la tierra y el cielo, anhelaron y buscaron el Amor y fracasa­
106

ron, engendraron en sus búsquedas otros seres como ellos, en­


vejecieron y a su turno murieron. Sus hijos vivieron luchando
consigo mismos y unos con otros y con la tierra y el cielo,
anhelaron y buscaron el Amor y fracasaron, engendraron. . .
Y esta cadena siguió y sigue, y éstas son las generaciones,
llegando cada una como un tren que llega de la noche,
se detiene silenciosamente,. deposita en la tierra firme y la
dura luz de una estación un puñado de viajeros asombrados
y encandilados, preguntones, parpadeantes. . . y parte a per­
derse de nuevo en la noche.
Dobles o fantasmas de Adán y de Eva llenan el mundo:
sombras que ignoran su condición de pálidos fantasmas cons­
tituyen las razas, forman las naciones, devoran los animales
y las plantas, se comen y ensucian de mierda y residuos el
planeta: espectros de espectros odian y sufren y luchan por
la vida, hacen las guerras y las máquinas, construyen las ciu­
dades y las tumbas, se emborrachan con todas las cosas trans­
formables en alcoholes que en el mundo son, inventan el
cristianismo y lo complementan con la bomba atómica, des­
cubren América —y con ella el tabaco— un 12 de octubre,
ríen y lloran, se enferman de vanidad y de ambiciones, esta­
tuyen para el sacrificio dioses crueles y luego, para lo mismo,
el dinero, razonan y sueñan la metafísica, malsueñan la teo­
logía, se desdoblan en fantasmas de enésimo grado por me­
dio de un arte que llaman el séptimo, intentan —algunos, los
más vanos— la literatura fantástica. . . Y siempre, siempre,
mientras hacen eso y mucho más, persiguen el Amor, hacen
el amor.
Sombras que no se saben sombras, embelecos en servi­
dumbre que se engañan sobre lo que son y hasta hablan a
menudo, con casi culpable ligereza, de almas individuales y
de libre albedrío, procuran ciegamente para los desterrados
del Paraíso el Amor redentor (de ahí el hambre y la sed de
perfección que restallan siempre como látigos en los cuerpos
y los corazones de los amantes), fracasan, agregan al mundo
sombras niñas que sin asombro ven crecer, obtienen al fin
107

su descanso en el regreso al polvo donde Adán y Eva desde


milenios están.
Incontables como los granos de trigo de un trigal son las
veces en que un hombre y una mujer ebrios de quererse pu­
sieron en peligro de muerte a la humanidad; pero siempre
una imperfección última, un delicado egoísmo sobrevenido
no se sabe cómo cuando ya todo parecía alcanzarse, la terca,
sorpresiva persistencia de una tenue valla que se diría ven­
cida pero que en realidad no lo estab a... permitieron la
continuación del gigantesco simulacro.
Incontables asimismo son las veces que el hombre y la
mujer que hubieran puesto fin a esta enorme, ecuménica fic­
ción no pudieron encontrarse: vivieron separados por siglos,
por océanos, por montañas, bosques, leguas, idiomas. . . Y nu­
merosas fueron también las ocasiones en que vivieron en los
últimos años y en la misma ciudad, a veces en el mismo ba­
n jo, alguna vez hasta en el mismo edificio de apartamentos;
pero no se encontraron o, sobre todo, no supieron verse.
Muchos, muchos siglos así han pasado, y en ellos tantas
generaciones han venido y se han ido que hasta es dudoso
que los propios ángeles tenedores de libros lleven bien las
cuentas. Y cada vez hay más fantasmas sobre la tierra y más
huesos y polvo de fantasmas debajo de la tierra. Pero cabe
preguntarnos ¿Hasta cuándo?, porque sabemos (Jehová, que
es Dios, lo aseguró bajo palabra) que el punto final ha de
llegar necesariamente algún día.
Sí: dos enamorados que se amarán por un momento en
el Amor terminarán esta farsa, cometerán con inocencia el
genocidio de los genocidios.

Sí: dos amantes que tocarán como tales la perfección


consumarán un instantáneo apocalipsis sin cataclismos ni cia­
res de sangre, sin horribles caballos ni animales miste: :Sim­
eón alas llenas de ojos, sin espadas de fuego ni abismas rc-
micidas ni lluvias incendiarias, sin ángeles trompeterre. su
108

las siete tazas de ira del Señor derramadas sobre la tie rra ...
sin nada, para abreviar tanta insania, de lo que complotó el
delirio destructivo, el cósmico y visionario resentimiento de
aquel tremebundista Juan de Patmos.
Sí: un hombre y una mujer que quizá aún no han nacido
pero que nacerán un día (o que quizá ya han nacido, que
quizá ya caminan del brazo por una pradera estival o una
playa llena de invierno, que quizá ya se besan en una calle
oscura o se desnudan el uno para el otro en un lugar cual­
quiera del orbe, que quizá ya esperan tumo, trémulos, en un
rincón del patio de una casa de citas, que quizá sean los de
esa pareja de adolescentes que juega con un gato gris en
ese banco, que quizá seas tú, lector, y aquella hembrita ves­
tida de verde que estuviste mirando el otro día en la parada
del ómnibus y que no has olvidado, o tú, lectora, y ese com­
pañero de oficina que te produce una incomodidad no del
todo incómoda en la piel de la espalda, en los pezones, en . . . )
se borrarán á sí mismos y desvanecerán en un aire ya eterno
esto que se llama la Historia Universal.

Adán y Eva renacerán del polvo y, al unísono, pregun­


tarán de acuerdo con la mejor tradición:
—¿Dónde estamos?
—¡A tierra! —ordenará Jehová a los ángeles maquinistas,
y más fuerte gritará en seguida, ya sobre los rugidos de los
motores de su nube en apresurado descenso: —¡Podéis volver,
hijos míos!'
Y el grito jubiloso de Dios retumbará en las ciudades sin
nadie, rodará por los campos desiertos y sobre las despobla­
das aguas de los mares.
Y Adán y Eva —jóvenes, desnudos, hermosos, inmortales,
habitantes para siempre del Amor— correrán tomados de la
mano al través de las colinas.
Y ángeles alegres acudirán a su encuentro para escoltarlos.
109

Y los ángeles zapadores arrojarán en algún valle los es­


combros de la montaña falsa.
Y Dios se apeará de su nube y abrazará largamente a
sus hijos.
Y recomenzará —infinita, feliz, infinitamente aburrida-
la Historia Sagrada.
Y ni el más desocupado y curioso de los ángeles menores
mirará los trajes y los vestidos caídos por todos lados, los
zapatos detenidos, los nudos de vehículos quietos en las ca­
lles, los sombreros irredimibles juguetes del viento, los auto­
móviles derrumbados a las orillas de las carreteras, los anó­
nimos cigarrillos humeantes, los aviones viniéndose al suelo
como hojas otoñales, los relojes tictaqueando fuera del tiem­
po como nadadores que nadaran en un río que alguien se
llevó, las camas y las cunas y los ataúdes saqueados, la dulce
y fragante y tibia ropa interior de mujer derrumbada frente
a los espejos definitivamente ciegos, los lentes, las dentadu­
ras postizas, los anillos de bodas y esas fruslerías que llaman
joyas sonando en el pavimento, o cayendo en el pasto o las
alfombras, o quedando encima de las mesas, o rodando a los
rincones, debajo de los muebles eternamente inútiles, los mue­
bles para nadie por los siglos de los siglos —Amén.
B u r b u ja

Empieza por creerme, hypocrite lectern, que me llamo


Juan José Vagot y vivo en Montevideo y recuerdo muy bien
la tarde en que encontré a María Isabel.
La verdad verdadera (quiero escribir con probidad) es
que no fue una tarde y tampoco una noche; fue en el breve
lapso de punto-y-aparte que separa la una de la otra, en ese
tiem po d e nadie en que el duro tiempo diurno ya no rige y
el ancho tiempo nocturno es todavía una promesa.
Yo, tanto de día como de noche, puedo querer ser el
que soy y amar y odiar lo que me corresponde. Pero en
aquel breve lapso de que hablaba (o sea en los minutos
en que los faroles de nuestras calles comprueban con susto
amarillo que han sido despertados un poquito antes de lo
necesario) no quiero ni amo ni odio nada: estoy más allá
—quizá por encima— de estos verbos terrestres, y me siento
suspendido fuera de la piel y de sus números.
Si quien me lee ha puesto —lo mismo que yo— atenta­
mente el pulgar sobre el pulso de la ciudad en su diaria pe­
ripecia, sabrá muy bien —lo mismo o mejor que yo— que
en tales minutos de tiempo como desnudado, como libre de
sus abalorios y harapos temporales, descaecemos hacia una
agradabilísima semiexistencia de fantasmas. Y sabrá asimis­
mo, así como lo sé yo, que son ellos los minutos aparentes
de los encuentros, de cierta clase de encuentros más o menos
extraños y más o menos burbujeantes... como fue el mío
con María Isabel, sobrenombrada Burbuja.
112

Iba yo en un tranvía cuando se encendieron los faroles.


Iba sentado junto a una ventanilla y dejaba que mis ojos
resbalaran sobre la enorme pecera que era para mí en aque­
lla hora nuestra avenida principal (vale decir que miraba a
mis congéneres como quien mira, sin el menor interés ictio­
lógico, las volteretas absurdas de los pequeños peces cauti­
vos). Iba como a ningún lado y casi sin ir, como abandonado
al laborioso avanzar del tranvía y a la secreta tenacidad de
mi sangre. . . Pero mis ojos, que leen todo aunque yo no
quiera, leyeron de pronto “Peluquería y Cigarrería”.
Ahora bien, yo soy un aspirante a escritor o por lo me­
nos un hom m c d e lettrcs, y mis asociaciones de ideas son,
naturalmente, casi siempre literarias. Así, por ejemplo, cada
vez que me enfrento al mar murmuro la m er toujours re-
cominencée, cada vez que veo a una judía muy fea que vive
en mi barrio pienso en Baudelaire, cada vez que oigo suelto
el vocablo N adie agrego lo vio desem barcar en la unánime
noche, cada vez que veo una cama con mosquitero pienso
en el dilema de Chen, cada vez que miro la estampa de un
galgo ruso evoco sin saber por qué a Rainer María R ilk e ... 1
La palabra “Peluquería” tiene también sus blasones: El olor d e
Jas peluquerías m e hace llorar a gritos. Pero en aquella opor­
tunidad no actuó para recordarme ese verso chileno, y fue
la palabra “Cigarrería” la que cayó en mi alma como, más
o menos, una piedra en un charco: entendí de golpe que
venía padeciendo ganas de fumar.
Hace muchos años que creo que el mejor amigo del
hombre no es el perro sino el tabaco; creo también que todo
cigarrillo, como toda mujer, tiene su momento, y que cual­
quier postergación corre el albur de hacerle engendrar un

Í . No me avergüenzo de estos mecanismos; escribí alguna vez-.


"El peligro que encierra la literatura es que puede interponerse entre
nosotros y las cosas; pero, ¡qué insípidas son las cosas cuando no las
ha tocado la literatura!”
113

rencor mujeril, etc. Consecuente con estas creencias un tanto


singulares, me puse un R epublicana en la boca y abandoné
el tranvía de un salto.
Fósforos? Creía tener una caja y en vano hurgué mis
{ los. Ya rezongaba una mala palabra cuando mis dedos
dieron con un fosforito solitario, naufragado, tristón. Con él
en la mano, esgrimiéndolo como a una espada, miré biza­
rramente en búsqueda de algo con la necesaria aspereza. De­
seché, por inservibles, el tronco de un plátano, una pared de
mármol gris, la nuca infantil de una señora que pasó ro­
zándome, el anca muy bien formada de una señorita de ves­
tido r o jo ... y caminé tres pasos decididos hacia un buzón.
Alargué la mano pero no alcancé a raspar el fósforo: mis
ojos, que seguían leyendo todo, leyeron las señas de un sobre
que otra mano estaba por introducir (realizando uno de los
ac tos más irreparables de la vida) en la boca del buzón. Era
ella una mano todavía sin brazo y más todavía sin cuerpo;
gruesos trazos dibujaban en el sobre mi nombre y el de mi
calle y el número de mi casa.
—¡Deténgase! —grité como en el teatro.
La mano quedó inmóvil, como la famosa flecha de Ze-
nón, y el sobre se salvó de la boca saturnal; la rubia que
apareció al instante como dueña de la mano me miró con
ojos como el dos de oro y con la boca emitiendo una gran
O asombrada tan muda como la H.
—Yo soy Juan José Vagot —dije con inexplicable orgu­
llo—. Y vivo en esa calle y ese número —agregué con más
naturalidad.
María Isabel (que se llamaba así lo supe, obviamente,
un rato después) cambió la mirada de mirar un caballo ver­
de por la de enhebrar la aguja y me dijo sin originalidad:
—Usted debe ser un atrevido.
Y, aniquilando a Zenón, avanzó la carta. La tomé del
brazo, con fuerza, y repetí:
114

—Yo soy Juan José Vagot.


María Isabel —ñata, más bien gordita, ojos de un azul
desteñido, cara de muñeca nueva— me miró con cierta cu­
riosidad y, previsiblemente, dijo:
—Suélteme.
La solté y aproveché la tregua para encender el ya muy
postergado cigarrillo. Ella me estudiaba por debajo de sus
pestañas, tal vez un poco divertida y hasta, me pareció, con
un pequeño brote de afecto. La examiné con ojos rápidos
desde el pelo a los zapatos; bien d e todo, me dije. Detrás
del primer humo repetí obstinadamente:
—Yo soy Juan José Vagot.
Levantó la mirada y pronunció:
—No le creo.
Adopté un tono antiguo, caballeresco:
—Debe creerme, señorita. Puede usted, por tanto, entre­
garme esa carta.
—No le creo. Usted es un mentiroso.
Y quedó observándome con una excesiva atención, como
si buscara en mi cara algún signo, algún rasgo especial, al­
guna arruga quizá, que le confirmara inapelablemente mi
condición de mentiroso. Yo pensé que no tenía mis docu­
mentos de identidad y simultáneamente comprobé que el ves­
tido de María Isabel era azul y también que sus senos se
dejaban adivinar demasiado grandes —demasiado serios y
presuntuosos, sobre todo— para su cara sin uso o sin las hue­
llas digitales de alguna vida vivida. Fumé con cierta lentitud
y le dije con la debida solemnidad la estupidez siguiente:
—Mire, señorita: estamos más a merced de las circuns­
tancias de lo que a primera vista parece, porque el destino
carga los dados al jugar con los mortales.
Vi o deduje, en sus pestañeos, que la frase había sido
eficaz; y le ordené en seguida, sin darle tiempo para re­
ponerse:
115

—Venga usted conmigo.


—¿Cómo?
Hice un desmedido gesto de súplica y dije con voz de
solicitar:
—Acompáñeme una cuadra, por favor.
La vi vacilar e insistí:
—Venga, por favor; acompáñeme.
—Bueno —accedió—. Pero no me parece bien.
Caminamos sin hablar. Ella mantenía la cara clausurada
y los ojos bajos. Llevaba la carta como quien lleva un can­
delera, y las uñas de su mano detonaban esmaltadas de rojo
violento. L os senos tam bién deben ser ñatos, pensé inventan­
do una secreta relación entre la nariz y los pezones. Sin de­
masiado disimulo, le espiaba el dibujo «ie los muslos y los
puñetazos alternativos de las rodillas.
—¿A dónde vamos? —preguntó, sin mirarme, cerca de la
otra esquina.
—Siga; ya verá.
-P e r o . . .
—Hágame caso, por favor; faltan pocos metros.
Llegamos a la puerta del café donde practicaba yo en
aquellos años la más humanística de las actividades, la más
desvelada y auténtica manera de vivir y a la vez el mejor
modo de ir besando prologalmente a la muerte y, también a
la vez, de ir como cocinando los ladrillos para edificar algún
día una dudosa eternidad: perdía casi todo mi tiempo.
—Entre —dije.
-N o .
- S í.
Y la empujé suave pero con firmeza.
Quedamos de pie un poco más allá de la puerta; el café,
como ocurría siempre a esa hora, estaba virtualmente vacío.
116

Un gato enorme (capón) de ojos místicos dormitaba encima


de una mesa, sobre una servilleta olvidada. No habían en­
cendido aún las luces grandes, y una penumbra pálida dor­
mitaba lo mismo que el gato, y los vastos espejos ardían co­
mo brasas cenicientas y esperaban como pacientes verdugos
las caras habituales. Ya empezaba a colonizar el aire el obs­
ceno olor a comida que, en las noches, se hacía tan denso
que mataba el hambre por sí solo y hasta alimentaba. Re­
costado a una columna, el mozo se aburría dentro de la pul­
critud almidonada de su saco blanco; lo llamé y le pregunté:
—¿Cómo me llamo yo?
-¿Q ué?
—¿Cómo me llamo?
—¿Estás loco?
—Todavía no. Decí cómo me llamo.
—Pero vos . . .
—jDecí!
—Y . . . Juan José te llamás.
—¿Y mi apellido?
—¿Pero qué te pasa?
—Décí mi apellido, decí.
—¿Para qué?
—Decí; hacé el favor.
—Bueno, Vagot.
—Bien; nada más. Gracias.
Me volví (al tiempo en qué el mozo, em balado, se dis­
culpaba: “Tu segundo apellido no lo sé”) y miré a María
Isabel. Sus ojos ahora celestones y su boca carnosa pintada
con un demagógico rouge violeta eran tres asombros redon­
dos. Tenía toda ella cierto aire a niña de Dickens sorprendida
por un chaparrón. Depuse en seguida mi actitud demasiado
victoriosa y le pregunté en un tono urbano y cortés:
—¿Me cree ahora?
117

Bajó los ojos, sin cerrar la boca, y nada contestó. Alar­


gué la mano hacia la carta; pero ella, muy rápidamente, la
rompió en pequeños pedazos que cayeron a sus pies. El mozo
la miró con rabia y fue a buscar una escoba. Cambié el tono
cortés por un tono protector, paternal:
—Bueno, vamos. Y que esto, nena, te sirva de lección;
aprendé a creerme y no vuelvas a decir que te miento.
Y la tomé de un brazo y
—Vamos —repetí.
Salimos.

Serían, digo yo, más o menos las diez y media de la no­


che cuando volví al café. El mozo estaba muy atareado pero
me vio entrar y me saludó con un movimiento de cejas y
una sonrisita cómplice. Fui a sentarme sin dilaciones en la
rueda que ya formaban mis amigos.
La barra vivía una noche numerosa; por lo menos quince
caras sitiaban las mesitas redondas de nuestro rincón. Esta­
ban, en sus rostros de veinte a treinta años y con sus cabe­
lleras intactas, casi todos los llamados a constituir con el
tiempo la Generación del 45 (esa generación de cuya exis­
tencia real me permito, a veces, dudar y de la que los
críticos opinan que hizo muchas cosas importantes). Tenía la
palabra un descendiente civilizado del general Flores; habla­
ba de Faulkner, de lo que quizá buscara el ayuntamiento de
los dos relatos que Faulkner va alternando en L as palm eras
salvajes. Todos escuchaban, en diferentes grados de atención.
El único desatento, totalmente ido, era el más viejo, un hon­
do poeta para quien lindo y triste parecían ser palabras si­
nónimas.

Al través del humo y del suculento olor a comida, divisé


muy pronto algo que me distrajo de lo que el perorador decía
a propósito de Carlota, Wilboume, el penado alto. . . : una
118

mulata espectacular estaba cenando, tres mesas a la izquier­


da, en compañía de un rubio con cara y ricitos de querubín.
Yo la conocía muy bien porque la había visto ya en dos o
tres oportunidades, en la calle y con buena visibilidad. Lo
mismo que en esas memorables oportunidades, mi literaria o
literaturizada asociación de ideas me trajo como de la mano
la imagen de aquella mujer africana, herm osa, bárbara y per­
versa . . . cuyo cuerpo cubría por com pleto la pequ eñ a cam a
d e la s ie s ta ... cuyas sonrisas ven ían .d e una fuen te profunda
y tenebrosa com o los ríos d el Á fr ic a ... que, en el capricho
de alguien,2 amó Lucrecio. Y, la mirada clavada hacia la iz­
quierda, seguí haciéndome el módico o frugal Dios Padre con
respecto a la ensoñada pero ya nada irreal mujer de piel
sombría, la hembra cuyo cuerpo espléndido, formado por áto­
mos que actuaban con una libertad voluntariosa que se pa­
recía demasiado a la casualidad, desprendía “simulacros” que
el poeta romano abrazaba y besaba y pretendía, vanamente,
apresar y como b e b e r.. . , oyendo mientras tanto, como desde
lejos, al año montevideano de 1946 en la voz criolla y apa­
sionada del que hablaba. El rubio querubinesco acusó mi mi­
rada y levantó los ojos del plato para observarme con hosti­
lidad de compadrito triste (tal vez de com padrito carcom ido
por la vergüenza íntima d e no ser canfinflero, diría Borges),
y yo regresé por unos minutos a nuestra ciudad y nuestro
aña
—...porque el penado alto —decía el perorador— sabe
que sigue siendo un presidiario, sabe que el hombre tanto
dentro como fuera de una eárcel está siempre prisionero; y
Carlos y Wilboume. . .
—Se puede liberar al tigre de los barrotes de la jaula
pero no de su piel rayada —lo interrumpió, sonriendo con
sonrisa un tanto torcida, un judío políglota y melómano; no
dijo que la frase es de Cheslerton.

2. Marcel Schwob; en el libro Vidas imaginarias.


119

—¡Muy bien! Y Carlota y Wilboume, decía, saben que


son prisioneros cada uno de sí mismo, y cada uno del otro,
y los dos del am or.. .

Desvié mis ojos hacia la izquierda y partí hacia la Roma


de Lucrecio. El Paganismo había muerto y el Cristianismo no
había nacido todavía, pensé más o menos vagamente, recor­
dando a Flaubert (a lo que Flaubert dice, creo, en una carta
a una de las varias señoras con las que satisfacía su casi-
manía de practicar el género epistolar con damas), y hubo
un momento singular en que el hombre se encontró solo, con
su vida y su capacidad de terror y su amargo don de soñar
pendiendo sobre, un agujero negro que era el infinito mismo.
Y allí está Lucrecio —proseguí más o menos vagamente y
más o menos por mi cuenta—, melancólico y viril, erguido en
un tiempo metafísicamente destechado que debió parecerse
al nuestro, y sin gimotear, como tantos representantes de la
inteliguentsia de nuestro tiempo, ¡manga de maricones!, para
que algo acuda a ocupar el Cielo vacante. (Pese a las mira-
■das inamistosas del rubio continué mirando hasta ver, sub
specie aetem itatis, cómo la hembra de turbulentos átomos
fascinantemente dispuestos terminaba de comer —con exce­
lente apetito y buenos modales aprendidos, se notaba, en fe­
cha reciente— la costilla de un novillo o buey uruguayo na­
cido alrededor de 2.030 años después que ella.) Lucrecio —se­
guí divagando, con los ojos entrecerrados— libre y solo como
una estatua al amanecer, libertado de temores pero lleno de
pasión en medio de dioses podridos y de los viejos, parsimo­
niosos átomos de Demócrito tocados ahora por una leve lo­
cura, por los vaivenes de un viento nuevo, y que tejían y
destejían todas las cosas, entre ellas, pensaba él mientras re­
posaba junto a la africana desnuda, vestida sólo con joyas y
perfumes, su propia vida y lo gradual de su muerte segura,
o su desnacim iento, mejor, y también, más dolidamente lo
pensaba, la muerte única, de pie entre todas las muertes, de
la mujer que ya turbaba su reposo con caricias que pedían
120

caricias. . . Lucrecio sembrando de semen furioso a la africa­


na y cayendo derrotado de cada uno de sus asaltos de amor
—aquí volví, más o menos, a Schwob—; pero con derrota
que de todos modos es hermosa —aquí seguí más o menos
por mi cuenta—, porque el amor siempre hace crujir nuestros
límites y porque, sobre todo, el derrotado no se rinde y
vuelve y vuelve a insistir.. . , con esa derrota —seguí dicién-
dome, ya dejando de lado a Lucrecio y a Schwob— que sólo
se ha de sentir como tal, como definitiva, cuando la energía
sexual se agota, cuando se hace imposible el zarpazo corporal
hacia otro cuerpo, y que entonces, tal vez, se convierte en la
causa de ese alejarse piel adentro, esa especie de reagrupa-
miento en torno a la soledad central, que uno cree adivinar
en los viejos y que suele atribuir, erróneamente, a nostalgias
cada vez más parasitarias, a la miserable arteriesclerosis, a
la presencia de la idea de que la muerte no puede estar muy
léjos. . .
—¿Cómo? —pregunté, porque de los viejos encarozándose
en la soledad (y de la tercera mesa a mi izquierda) me sa­
caba alguien con una pregunta.
El que me la había formulado —un catalán con cara de
águila enferma y aura general de calvinista— la repitió:
—¿Has leído tú las últimas piezas de Anouilh?
—No —dije con brusquedad que lamenté en seguida—; y
no me gusta Anouilh.
El catalán se volvió entonces hacia un silencioso que bos­
tezaba sentado al lado de su novia también silenciosa y co­
menzó a hablarle de Anouilh.
Yo me quedé en nuestro 1946. El descendiente del gue­
rrero discutía sobre Faulkner en un mano a mano con un
futuro abogado que de abogado ascendería a ensayista, hu­
morista, dramaturgo. Un melenudo tarzanesco de largo ape­
llido italiano ululaba “¡una caña doble!” al atareado mozo.
El poeta ido había vuelto momentáneamente y sonreía, no sé
por qué, con una sonrisa dulce y cansada. Un estanciero que
121

escribía palabreros cuentos nocturnos y que por entonces an­


daba de novio hilvanaba, sin rigor, algunas frases a propo­
sito d elam or de los tan zarandeados (por Faulkner y por
nosotros) Carlota y Wilbourne; casi el único que lo escucha­
ba era un rubio flaco de cigarrillo finito y bigote circunflejo.
El judío melómano y políglota conversaba en inglés con otro
políglota de sonrisa como un piano; el tema, me parece, era
cierta palabra arcaica o en desuso del idioma inglés^ Un
gordo recién llegado de su pueblo (especie de versión criolla
de ló que en las novelas francesas llaman “un noble de pro­
vincias”) insistía en lo que se mostraba esa noche como su
mayor preocupación: vaciar en su interior botellas de cerve­
za y alinearlas con cuidado y simetría junto a las patas de
su silla. Un poeta miope y cabezón chupaba un cigarrillo
apagado y no se le ocurría encenderlo. El catalán seguía ex­
plicando cosas —¿alguien ha visto alguna vez algo más ex­
plicativo que un catalán?— a la pareja de novios silenciosos.
Lateral y casi conyugalmente, un profesor aclaraba un aspecto
de Faulkner a su legítima esposa:
—No, negra, no —decía—; fíjate que no se trata tanto del
Diablo, o lo diabólico abstracto a la manera europea, o goethia-
ná, digamos. . . sino de algo mucho más primitivo; hay en
Faulkner una especie de pandiabolismo que. . ;
Interrumpí al catalán y le señaló la mulata y le dije:
—Esa parda me tiene con la sangre despareja.
—Tú siempre dando la tabarra con las mujeres —me re­
criminó-
Y siguió explicando no sé qué dificultad escénica de no
sé qué acto de no sé qué obra de Anouilh.

El catalán sigue hablando y los otros siguen en lo suyo


pero yo me detengo. No podría, aunque quisiera, reconstruir
toda aquella larga noche. (L a mulata y el rubio abandonaron
el café a la una y veinticinco.) Solamente diré, con ánimo
de resumir, que después discutimos los cuentos de Supervielle
122

(el juicio, en general, fue adverso), que hablamos de la im­


portancia de escribir y las diferencias entre literatura que
representa los hechos y literatura que informa sobre ellos,
que improvisamos un poco sobre la posible americanidad de
Lautréamont y la comparamos con la de Neruda y la de Va-
llejo, que polemizamos una vez más sobre los cuentos de
Borges (“Es un eunuco que como no tiene coraje para con­
tarte un cuento te lo explica”, dijo alguien), que conversamos
también —cuando ya no había mujeres en la rueda— de pro­
cedimientos anticonceptivos. . . Recuerdo que, entre otras
muchas cosas, sostuve con ardor que la literatura es la más
importante, comprometida y seria de todas las disciplinas
( “mucho más importante que la filosofía y la teología, que
son poco más que cuentos de Andersen y de los hermanitos
Grimm adaptados para adultos”, dije) y que debe, por tanto,
ser ejercida siempre muy en serio. Este dictamen no fue
compartido por el judío políglota (lector de Chesterton, Shaw,
J o y c e ...) , quien lo calificó de “postura suramericana y ceji­
junta”.
—El poeta vestido de luto escribe temblorosamente —cité
textualmente a Neruda.
—En verano más le vale que escriba en calzoncillos —me
retrucó el judío—; y cuanto menos tiemble mejor para el li­
notipista.

Hacia la madrugada quedábamos, comparables a sobre­


vivientes, tres literatos acodados en una de las mesitas del
rincón. Un silencio de punto final se iba adueñando del largo
salón que se agrandaba al despoblarse, y el mozo apagaba
de cuando en cuando alguna de las luces grandes. Nosotros
tres seguíamos charlando pero estábamos un poco tristes y
otro poco como exangües o gastados; esperábamos con vago
temor la consabida orden del mozo: “Saliendo, muchachos;
yéndose a dormir”, y sin duda nos acobardaba la idea de las
calles a la hora que, aunque no sea carnaval, es siempre la
123

de las serpentinas m uertas d el alb a —diría, otra vez, Borges—.


El mozo apagó luces más cercanas y fue entonces cuando
me acordé de María Isabel (la había olvidado del-todo, inex­
plicablemente) y conté en no muchas palabras mi encuentro
con ella.
—¿Y después? —me preguntó el poeta miope y cabezón.
—Y . . . caminamos, conversamos. Nada nuevo. Tiene 17
años, una hermana mayor y un hermano menor, una amiga
a la que quiere mucho. El padre trabaja en una oficina y la
madre tiene asma y otras enfermedades. En la casa nadie la
comprende. Se llama María Isabel pero le dicen Burbuja.
Quedamos de vernos mañana; luego de tarde, mejor dicho, a
las 7, en la esquina de Mercedes y Médanos.
—Lindo todo —dijo el poeta.
—Lástima que usa ese rouge brasilero que está de mo­
d a ... dulzón..-., empalagoso —me jacté como monologando.
—¿Será programa? —preguntó el otro contertulio sobre­
viviente.
—Con toda seguridad —contesté—; y de los buenos: he­
cho en la calle, sin literatura.
Y me lancé inopinadamente (algún dios menor o el doc­
tor Freud de Viena podrían quizá colegir qué turbios resor­
tes me movieron) a una invectiva contra la vida sexual de
casi todos los literatos. Los acusé de confundir y complicar
la persona literaria, “cosa de la cabeza y la vanidad”, con el
lit á deux, “cosa simple y directa del cuerpo”.
—Esos infelices —terminé diciendo— se condenan así a
intelectuales neuróticas y poetisas casi siempre feas, en una
ciudad donde hay tanta semianalfabeta estupenda.
“Como la africana de Lucrecio”, estuve a punto de agre­
gar, pero me detuvo el pensamiento de que mis dos amigos
desconocían; las fuentes, tanto el pequeño, delicioso libro de
Schwob, como la mulata que seguramente estaría durmiendo
(desnuda del todo o sólo con algún anillo y el reloj-pulsera,
y muy sólita ella en la insularidad de su sueño y sus sueños
124

y hasta con un nimbo de inocencia de mujer nunca usada)


al lado del rubio sin duda derrumbado en un dormir de ma­
cho exhausto.
—Hay poetisas lindas —objetó débilmente el poeta, pen­
sando yo sé en quién.
—Sí, alguna que otra. Y son todavía peores, porque. , .
—Pero yo no entiendo lo de la carta —me interrumpió
el otro contertulio, que siempre estaba planeando cuentos
fantásticos y nunca los escribía. 8
—¿Qué carta?
—Vos dijiste algo de una carta dirigida a vos.
Me quedé mirándolo un minuto largo, mientras sentía
crecer en mí, casi desde los dedos de los pies, una extraña
inseguridad.
—Sí —fui diciendo luego, despacio—, había una carta,
s í . . . un sobre con mi n om bre... Me había olvidado... me
estaba olvidando... me acuerdo y me o lvid o... ¡qué raro!
—¿Y no te acordás si le preguntaste algo a tu Burbuja?
—Le pregunté, s í . . . ahora me acu erdo... Le pregunté
qué decía la carta, y me contestó que no sabía. Y yo me fui
olvidando... y me olvidé del todo__ ¡qué raro!
—¿Estabas medio en pedo? —me preguntó el poeta.
—No; las primeras copas las tomé recién esta noche.
—Es misterioso, misterioso y casi increíble —murmuró el
aspirante a autor de cuentos fantásticos, mirando nada y qui­
zá barruntando un tema para otro de sus proyectos.

Bebí de un sorbo la caña que desde buen rato tenía


servida, me puse de pie y, sobre piernas no completamente
mías, fui hasta donde el mozo apartaba servilletas sucias y
le pregunté:3

3. Aclaro para mis amigos que este agonista es del todo apócrifo.
125

—¿No sabés dónde están los pedazos de la carta?


—¿Qué carta?
—La que rompió la rubia que vino conmigo esta tarde. Vos
los juntaste, ¿no?
—¡Ah!, sí. Mirá: están en aquel rincón, atrás del canasto;
los barrí y los amontoné allí, para tirarlos ahora, cuando
barra todo.
Me encaminé hacia el rincón señalado. El mozo tomó
!a escoba y me acompañó, diciendo:
—¿Qué te pasaba hoy? Yo no sabía si era broma o si te
habías emborrachado tan temprano. ¡Mire que venir a pre­
guntar cómo te llamás! Me dijiste que me ibas a explicar.
¿Qué pasaba?
—La explicación es muy sencilla: pasaba que la rubia
no quería creer que yo me llamo como me llamo. Ayúdame
a juntar.
—¡Ah! Está linda la rubia.
—Sí, no está mal —acepté modestamente.
—¿Y esta carta? ¿Por qué la rompió? Yo estuve con ga­
nas de armarla. ¿Qué dice?
—No preguntés tanto. Sé lo mismo que vos. Ahora vamos
a ver.
—Tomá; aquí tenés otro pedacito.
El poeta miope, el otro contertulio y yo recompusimos
—con la colaboración más bien contraproducente del mozo—
la hoja de la carta. La letra era grande y redondeada, las
mayúsculas eran infantiles. Reproduzco su texto, normalizan­
do la ortografía:

Juancito querido mío:


Lloro todo el día y rezo a Dios para que vuel­
vas a mi lado. Estoy desesperada y no sé lo
que hacer. Sos un m alo y un ingrato pero tu
126

rubiecita te quiere igual. A veces te odio pero


se m e pasa en seguida. Ya no puedo más ocultar
mi estado. Creo que m am á sospecha algo y p a­
pá m e mira serio. Las obleas no m e dieron re­
sultado ninguno. Si no vuelves pronto y hacés
algo me voy a matar. Yo te quiero y te querré
siem pre hasta la muerte.
B urbuja .

Los tres literatos quedamos mudos y, casi, mirándonos


como si no nos conociéramos.
—Hacela abortar cuanto antes —aconsejó el mozo.
Tuve ganas de putearlo, pero me sentía incapaz de cual­
quier voz que no fuera la de ahorcado con que le dije:
—No te metás, por favor.
—Mujeres —dijo el mozo coincidiendo, sin saberlo, con
Faulkner y con el penado alto, y retomó la escoba y empe­
zó a barrer.
Un borracho que entró tambaleándose dejó la puerta
abierta, y una racha apenas no-visible de ese frío de cemen­
terio que anda suelto en las madrugadas entró como perse­
guida y recorrió rápidamente, y como mendigando algo, las
mesas vacías y los espejos como en huelga de brazos caídos.
El mozo, maestro en lidiar borrachos, expulsó a aquél lo mismo
que a un perro chico y cerró la puerta y siguió barriendo.
Nosotros tres nos manteníamos en silenció, ya no mirán­
donos sino más bien rehuyendo el encuentro de nuestros ojos.
El poeta, inmóvil, parecía interrogar los vuelos cortitos y re­
currentes de una mosca que sólo él veía. Yo, también inmó­
vil, me sentía como malsoñando sin poder descubrir si estaba
despierto o dormido y, lo peor, sin el menor albedrío de
optar entre dormirme o despertarme. E l proyectista de cuen­
tos fantásticos fue el primero en reaccionar: reordenó ante
127

sí los pedacitos de papel y agregó algunos que habíamos de­


jado de lado y se inclinó sobre ellos, la cara y la mirada casi
contentas y como si los examinara con una lupa tan inma­
terial y personal como la mosca del poeta. . . Mientras tanto,
el tiempo desbridado de la hora se despeñaba de prisa, y
aun como empujado y barrido hacia un atrás sin fondo por
la enérgica, enconada, crudelísima escoba del mozo.
—¡LA FECHA! —gritó de pronto el proyectista
—¿Qué? —pregunté.
—¿Co . . . c o . . . mo? —tartamudeó el poeta.
—¡La fecha! ¡Miren! Está adelantada! ¡Seis, siete meses
y pico más adelante!
Temí por un momento que la mesa se pusiera a bailar y
—¡Una caña triple! —encontré la voz.
—Luego de noche te la traigo —me gruñó el mozo, que
todavía empuñaba la escoba, que no cabalgaba en ella, que
parecía tan sólido como cualquiera de las tres —¿o eran cua­
tro?— gruesas columnas que sostenían el techo del salón, que
casi de inmediato pronunció su imperiosa arenga: Saliendo,
m uchachos; yéndose a dormir.

Yo soy un hom m e d e lettres pequeñoburgués y aúno en


mí las miserabilidades de los literatos y las cobardías peque-
ñoburguesas. En consecuencia, temo y rechazo los miste­
rios . . . o por lo menos me doy por satisfecho con los miste­
rios librescos.
Y hay en el mundo del papel y la tinta demasiadas cosas
que no entiendo para que, ¡todavía!, me arriesgue a hacerme
el Padre Broun detrás de un enigma real.
Y si no me gustan, en general, los misterios, más me
disgustan cuando Cronos —cuya obligación es la conducta
128

victoriana— se comporta como un Puck cualquiera.4


Y más me disgustan y hasta me molestan cuando alguien
—¿quién?— me borronea traviesamente (traviesa y aviesamen­
te, diría José Bergamín con su barroco pensamiento fonético)
la pizarrita de la memoria.
Y más me disgustan y hasta me amedrentan cuando se
complica en ellos alguna menor embarazada, por más pal
crimen que esté.

Es casi innecesario agregar que a la tarde siguiente me


cuidé muy bien de no acercarme siquiera a la esquina de
Mercedes y Médanos, que era, como quizá algún lector me­
morioso lo recuerde, el lugar de mi cita con María Isabel.
(Justo a la hora de la cita, las 7 de la tarde de aquel miér­
coles, estaba yo en un bar de la Ciudad Vieja, y allí —enca­
ramado y nada cómodo en un alto e inestable taburete— be­
bía un ajenjo fraudulento y respiraba a toda nariz un olor
que escapaba de cierto escote abismal, que venía d e una
fuente profunda y tenebrosa com o los ríos d el África, diría
Marcel Schwob, y escuchaba una frase que no olvido —“Yo
soy, te lo digo a vos, gustosa de los hombres formales y muy
delicada para mi ropa interior”— de ciertos rojo-azulados la­
bios de mulata.)
Y nunca más vi a la tal Burbuja.

L a tierra, com o el agua, tiene burbujas, escribió


famosamente Shakespeare, quizá para que yo
titulara esto que tal vez se parezca a un cuento
fantástico.

4 . Para juegos con el tiempo (o meramente con papeles de


fechas imposibles, a decir la humilde verdad) me alcanza con releer
el conocidísimo cuento de Holloway Hom Los ganadores de mañana.
U n c u e n to co n u n p o z o

El perro salió del rancho y, casi desde la puerta, ladró


y aulló a la noche sin luna. Después retrocedió como de mala
gana y fue a echarse de nuevo —gruñón— en la ceniza, a los
pies del amo.
—No alborote, Correntino —dijo Martiniano Ríos, que en
las largas madrugadas de fogón (era de los gauchos que acos­
tumbraban a esperar el día lavando morosamente un mate
grande) solía decirle cosas a su perro.
Los trozos de coronilla ardían en brasas color sangre y las
ramas de tala lloraban savia espumosa y levantaban pequeñas
llamas de bordes azulados, y el humo se iba por la puerta en­
treabierta y por los desgarrones de la quincha. En una espe­
cie de hornacina cavada en la gruesa pared de terrón, una
pieza de bronce que había sido alguna vez la taza de un
carruaje rumboso era ahora la crátera de un candil que hu­
meaba casi tanto como el fuego.
Todavía faltaba mucho para el amanecer: todavía la nue­
va luz, para llegar a aquel rancho solitario, debía vencer
leguas de tinieblas, debía rodar un buen rato sobre cuchillas
y laderas donde el viento negro peinaba el pasto de otoño, so­
bre arroyos como a tientas en la noche y vacas de grandes
guampas y caballadas tal vez inquietas, sobre montes, cerros,
caseríos.
Martiniano estaba sentado en un tronco de ceibo y ma­
teaba y fumaba con lentitud en los movimientos imprescin­
dibles. Vestía todas sus prendas, desde las botas al sombrero
de copa redonda; el cinto ancho y adornado con monedas no
olvidaba el facón de acero español y tampoco el trabuco de
130

caño corto, de fabricación francesa. A muy pocos pasos de


él, al otro lado del tabique de juncos que dividía en dos el
rancho, dormían su mujer y su hijo. Y aunque él no lo sintiera
de manera clara, la proximidad de aquellos dos seres dormi­
dos lo acompañaba —precisamente por dormidos, por carne
casi propia remansada e indefensa en el sueño— en un plano
profundo, de profundidad un tanto misteriosa. El que no dor­
mía o dormitaba como de costumbre era Correntino.
El perrazo de pelo atigrado seguía dando muestras de
un desasosiego realmente insólito, y más de una vez su amo
tuvo que llamarlo a silencio.
—Bueno, perro ‘e mierda —llegó a decirle—: deje dormir
a la Josefa y al gurí.
L a Josefa (bastante más joven que el cuarentón Marti-
n:ano) era tristona y aindiada, con uno de esos cuerpos crio­
llos muy de hembra que se toman a la larga, siempre, un
poco pesados; tenía la piel suavísima y lunar, y en ella un
olor hondo y un algo montaraz —un olor como a cañada en
sombra de sauces que Martiniano buscaba lo mismo que ven­
tea el rumbo un animal perdido y que, a él le constaba,
ningún otro hombre había respirado—. El gurí era un mu­
chachito flaco, vivaz, de ocho años recién cumplidos, cuyos
rasgos prometían recordar algún día la cara huesuda, tirante,
poco expresiva y por momentos em pacada del padre.
—Quedesé tranquilo, haga el bien —dijo después Marti­
niano (que nunca tuteaba a su perro) con acento que quiso
ser amistoso—. Hasta que aclare —prosiguió más amistosa­
mente— no podemos saber qué le pasa a usté.
Pero Correntino siguió todo lo contrario de tranquilo y
el hombre fue como contagiándose de nerviosidad. Y terminó
por albergar la certidumbre de que un hecho aciago, o por
lo menos alarmante, era detectado por los sentidos de bruje­
ría del nieto de perros cimarrones. Continuó, no obstante, ce­
bando y tomando sus mates con la parsimonia habitual. Va­
rias cosas pensó; entre ellas, recordó que días atrás, en la
131

pulpería, había oído hablar de la posibilidad de una nueva


guerra civil. De cuando en cuando, como siempre, golpeaba
los trozos de coronilla con una trenza de alambre y arrimaba
brasas a la caldera tiznada y panzona. Lo único desacostum­
brado que hizo fue llevarse una vez la mano al cinto para
comprobar lo que no ignoraba: que tenía allí el facón y el
trabuco.
Larga era la intimidad de Martiniano con las horas úl­
timas de las noches; sabía esperar el día en un ajuste perfecto
de su alma con el tiempo liso de la espera. En este ajuste
se sumaban o colaboraban el fuego, el mate y el tabaco, el
bienestar del cuerpo descansado y sano y que ha dormido
con mujer, la paz dulzona de estar solo y sentirse acompa­
ñado. El goce viejo y manso de todo ello se herrumbró en
aquella ocasión de una impaciencia desconocida, y el alba
pareció retardarse más de la cuenta. Cuando finalmente llegó,
cuando Martiniano supo —por cien signos, sin necesidad de
asomarse a mirar— que había clareado lo suficiente, se puso
de pie y apagó el candil y salió del rancho. Y aseguró bien
la puerta, para dejar confinado al perro en cuya discreción
no podía confiar.
Ya mucha luz se adueñaba del cielo pero aún quedaban
masas de niebla nocturna como resistiéndose a ras de tierra:
El rancho estaba al pie de una cuchilla más bien alta, casi
en la base de la ladera que ascendía suave y largamente.
Martiniano —con pasos recelosos, deteniéndose repetidas ve­
ces a observar para todos lados— dio una vuelta amplia y
completa alrededor de él. Nada pudo ver que justificara a
Correntino, y siguió caminando y se apostó junto al homo
de hacer el pan. El viento de la noche moría de a poco, en
rachas cansadas. Hacia arriba, hacia el lomo de la cuchilla,
los girones de niebla se alejaban como si unos a otros se fue­
ran arreando. El día nacía en el cielo con el lucero lo mismo
que un ojo de caballo asesinado y estrellas que pánicamente
huyen o naufragan, y en la tierra, en torno a Martiniano, con
la consabida vocinglería de pájaros en los talas y las cina^
132

ciñas, con los balidos de sus dos vacas lecheras, con gallinas
descolgándose de los aleros del galponcito y de las ramas
inferiores del ombú. Martiniano esperaba sin saber qué espe­
raba y oyó iniciarse el coro de los teru-teros.

Una bandada de teros escandalizando al amanecer no es


algo para llamar la atención a un gaucho; pero esos sempi­
ternos gritones tienen más de un estilo de gritar, y aquella
bandada todavía invisible lo hacía de una manera excesiva­
mente desaforada y unánime. Se trataba de una bandada sin
duda numerosa; los gritos venían de la parte superior de la
ladera o del lomo mismo de la cuchilla. En esa dirección
echó a caminar Martiniano pero en seguida se detuvo. Que­
dó vacilando y escuchando, a medio camino entre el palen­
que con enramada y el rotoso galponcito de paredes de ado­
be. Los teros gritaban con furia, quizá volando a la altura
de la cabeza de un hombre a caballo. Martiniano retrocedió
sin darse cuenta y volvió a apostarse en actitud de lechuza
vigilante, ahora junto al brocal del pozo.
Este brocal estaba hecho de piedras bien calzadas y acu­
ñadas, pero puestas con descuidos del plomo y la apariencia.
Era un poco más alto que el común de los brocales y no
lograba ser redondo, y tenía dos gruesos pilares también de
piedras y también levantados bastante toscamente. Los pila­
res sostenían un travesaño horizontal: un pedazo de pértigo
de carreta. De tan exagerado travesaño colgaban la roldana
de madera y un gran gancho de hierro; de éste colgaba a
su vez el balde de latón con su fuerte cuerda catalana enro­
llada como se enrolla un lazo.
Martiniano Ríos se acodó en el brocal y —la cabeza hun­
dida en los hombros, el mentón apoyado en las manos uni­
das— mantuvo en la cuchilla su mirada de mirar a lo lejos.
Los teros seguían gritando como si nunca fueran a callarse.
El día seguía naciendo con toda la prepotencia minuciosa
con que nacen en el campo los días que van a ser soleados.
Respiraba el hombre, sin registrarlo, el vaho nocturno del
133

pozó, el aliento casi de ser vivo y ligeramente tenebroso de


la humedad que fingía ascender y del agua siempre en duer­
mevela allá abajo. Ya sabía que esperaba un jinete, o varios,
o muchos. Exigía como pocas veces sus ojos adiestrados a
las distancias que parecen irse. Vio o creyó ver, en las pri­
meras, altas lumbres del sol, teros que se elevaban planeando
para dejarse caer en vertical sobre algo que se movía. Tomó
entonces con ambas manos los rollos de la cuerda catalana
y se trepó al brocal; rodeó con el brazo el pértigo de carreta,
abrió mucho ja s piernas, quedó a horcajadas sobre el lóbrego
agujero apuntado hacia la entraña de la tierra.
E l pozo tenía una hondura de más o menos veinte me­
tros. Comenzaba a descender de buen diámetro y forrado de
piedras análogas a las del brocal y los pilares, y muv pronto
se estrechaba y proseguía abriéndose camino —con cortes
irregulares— en las duras rocas del subsuelo. Era más viejo
quedos recuerdos: nadie en el pago podía aseverar con cer­
teza quién había sido el poceador y menos aun explicar por
qu& había hecho Un tal pozo en aquel lugar. (L a tradición
oral hablaba vagamente de un gringo y es muy posible que
no se equivocara, porque lo criollo era el barril con ruedas
o sobre una rastra, él sufrido petizo aguatero y la peregri­
nación al arroyo o la cachimba.) Hacía una banca escasa
(vale decir que el agua subía en él menos dé un metro) pero
la reponía con rapidez por una diligente m anación de fondo.
Su agua, por supuesto, era salobre, y levísimamente azulada
y con un frescor íntimo y casi alegre o por lo menos cordial.
Martiníano más de una vez había bajado a limpiarlo —asis­
tido por Josefa, que con un espejo le derribaba un temblo­
roso rayo de sol—; bajar era fácil, subir no resultaba dema­
siado difícil.
No supo bien Martiniano en qué momento pudo divisar
distintamente á los jinetes. Eran muchos, tal vez alrededor
de cincuenta.. Coronaron. la cuchilla y emprendieron, al tran­
co lento, la marcha por el largo plano inclinado de la ladera.
Venían en filas desordenadas y en pequeños grupos, de a
134

tres, de a cu atro.. . Casi- todos traían caballos d e tira y al­


gunos, más atrás, venían arreando caballos sueltos. Aunque
todavía no corría el más remoto riesgo de ser visto por ellos,
Martiniano —sin soltar el travesaño— se hizo a un lado y
cerró las piernas y se ocultó a medias detrás de uno de los
pilares. Y continuó mirando sostenidamente, los ojos muy co­
diciosos pero ya menos exigidos. Vio o creyó ver las lanzas,
vio una bandera, creyó ver las divisas, vio destellar el sol, que
asomaba con imperio, en los caños de'algunas carabinas; co­
lumbró o adivinó la apostura “diferente" del hombre que en­
cabezaba la marcha; adivinó o imaginó las caras (esas caras
en su mayoría barbadas que hoy miramos buscando no sabe­
mos qué en las amarillentas fotografías), imaginó la dura,
fría y tal vez insomne y tal vez fanática resolución, de los
ojos. El espectáculo no era nuevo para él, pero de todos
modos muchos hombrea a caballo y armados siempre impre­
sionan. Su mano libre, por sí sola, tanteó en el cinto el
mango del trabuco. Los teros.habían dejado de gritar, o por
lo menos él no los oía. El jefe y los que lo seguían de cerca
vieron, es de suponer, las poblaciones de Martiniano: en d i­
rección á ellas ; variaron ligeramente el rumbo que traían.
Martiniano saltó del brocal al suelo y se encaminó, un poco
inclinado, hacia su rancho.
La mujer y el hijo todavía dormían. Martiniano despertó
a Josefa y le dijo que se venía otra guerra y que él había
decidido esconderse.
—¿Cómo? —preguntó ella, comenzando a incorporarse en
el amplio catre de guascas.
—Se viene otra guerra, es seguro —repitió Martiniano en
un tono bajo y pronunciando con lentitud—. Yo serví dos
veces —agregó más rápidamente— y no quiero servir más.
—¿Cómo? —volvió a preguntar Josefa, ya sentada en el
centro del catre.
Martiniano había dejado abierta la puerta de la cocina
al exterior y también la puerta de cuero del tabique: una
135

claridad tímida, apocada, se escurría al dormitorio. En esa


claridad buscaba vanamente Josefa deletrear la cara del hom­
bre; estaba aún enredada en el sueño y seguía sin comprender.
—Que se viene otra guerra —levantó la voz Martiniano.
—No despertés al gurí. ¿Otra guerra?
-S í.
—¿Cómo sabés?
—Ahí viene una partida.
- —¿De cuálos son?
Martiniano dijo de qué color eran la bandera y las divi­
sas y agregó:
—Me cago en todos. Yo no qu iero...

Lo interrumpió Correntino: entró con ladridos que eran


ud solo ladrido. (E l perro había salido del rancho y.había
ido hasta los talas y volvía como sobrecargado de alarmas.)
Martiniano lo acalló con un grito ronco y un puntapié, y el
animal rodó a refugiarse, mudo, debajo del catre chico del
gurí. Este se despertó y saltó del catre.
—Usté siga durmiendo, m’hiio —ordenó duramente el pa­
dre, empujándolo y obligándolo a acostarse.

Josefa era demasiado simple para preguntarse hasta dón­


de coflocía a su hombre; pero sin saberlo estaba haciéndose'
esa pregunta en el modo como lo miraba. Y ella, esa pre­
gunta, apareció también en el tono con que dijo:
—¿Y te v a s ... a esconder?
Martiniano se le aproximó y le habló en voz asordinada,
para que el niño no lo oyera. Le dijo que era la pura verdad
que había decidido esconderse y repitió que no quería servir
otra vez y que nada se le importaba de los blancos ni de
los colorados; casi en un susurro, le confió que su escondite
iba a ser el fondo del pozo.
136

—Decí que ando con tropa; escondé las espuelas y el


poncho —terminó, levantando un poco la voz y yendo hacia
la puerta.
Pero . . . —pretendió objetar Josefa.
—Haceme caso, mujer —dijo secamente Martiniano, sa­
liendo del dormitorio.
Y salió del rancho y caminó rápidamente hacia el pozo.
Se entreparó un instante para arrojar un vistazo sobre los
jinetes, que todavía estaban lejos. Llegó al pozo, hizo, caer
en su interior el balde, subió al brocal, asió la cuerda. Des­
cendió fácilmente, estribando con la punta de las botas en
los cortes irregulares de las paredes. Cuando pisó las losas
del fondo, el agua como despertada en sobresalto lo envol­
vió con su frescor hasta una cuarta más arriba de las rodillas.
Quien baja a un pozo como aquél se aleja del mundo
do un modo sumamente extraño. Veinte metros de descenso
por un estrecho agujero cavado hacia la noche ininterrumpida
del. subsuelo es un viaje vertiginoso y no sin cierta magia:
equivale a tocar puerto en un reino de fábula donde todo
fuera de signo espectral. Se entra, nada impunemente, en la
vida sorda y secreta del humus, en la arcilla que suda un
sudor frío y huele a tumba recién abierta, en el balasto y la
roca que no saben de la luz, en el sistema de las aguas que
infinitamente se deslizan lo mismo que reptiles ciegos. El que
desciende va como llevando sus huesos hada los huesos de
sus antepasados, aun los sin cara y sin nombre y los comidos
por la tierra en cualquier lugar del planeta. Cada vez más
oscuro y oprimente se hace el pozo; el cielo termina siendo
sólo una moneda, una alta y pequeña y a veces cenicienta
moneda, y a menudo es posible ver en él, en pleno día, al­
gunas estrellas que parecen redobladamente lejanas. Hay
también un silencio desnudo y purísimo y que de inmediato
se integra o se acumula a la negrura y la piedra, y el fondo
del pozo es un lugar en donde se está sin estar del todo, en
donde en mucho se participa del no estar —el haberse ido—
137

de estar muerto. . . En los pozos hondos el aire no se renueva


o se renueva apenas, y la falta de oxígeno (que apaga los
fósforos e inutiliza los yesqueros) apresura el corazón, afloja
el cuerpo y provoca al cabo de pocos minutos una embria­
guez muy singular. Y esta embriaguez (tan singular que casi
no merece llamarse así: es más bien un mareo con liviandad
de alma, una suerte de ahuecamiento) desubica al hombre
de sí mismo y lo detrae un tanto del viejo tiempo de su sangre.
En el fondo del pozo y en esa embriaguez falaz que en
alguna medida lo separaba de lo que había hecho y de lo
que estaba viviendo, Martiniano apoyaba la espalda en la
pared despareja y levantaba de cuando en cuando los ojos
para mirar el opaco redondel de cielo y ya no notaba el
frescor del agua en las piernas. No era capaz de cobrar con­
ciencia de otras sensaciones que las elementales; pero sentía
que algo suyo —algo que tal vez fuera importante y que no
lograba averiguar qué era— se lé escapaba y se le perdía,
parecía huir de él como huyen los sueños del durmiente que
despierta. En un momento sus manos buscaron la cuerda (que
pendía en la oscuridad a pocos centímetros de su cara), pero
en seguida la soltaron. No es imposible que sintiera asimismo
les avances de un curioso desapego casi sin sujeto, o que
había comenzado por alguien que había sido Martiniano Ríos.
La falta de oxígeno le hacía palpitar las sienes y le ponía
en la boca húmeda y entreabierta el gusto metálico de la
fiebre; disminuía la frecuencia con que levantaba los ojos. El
silencio, la negrura y la piedra, asociados como para siempre,
se ceñían alrededor de su cuerpo flojo y por encima de su
cabeza, progresivamente. Y el tiempo, también progresiva­
mente, era menos las acostumbradas, naturales correlaciones
entre su pulso y la duración de las cosas y más otro tiempo
que, a la vez, lo mentía porque era libre, desgobernado, y
prescindía de él porque era también un tiempo de mundo
muerto.
Pero de pronto algo revivió en el fondo del pozo: Mar­
tiniano percibió sin saber cóm o. una tensión en la cuerda y
138

advirtió que el balde, caído a sus pies, comenzaba a mo­


verse. Apretó entonces todo lo que pudo el cuerpo contra la
pared y se cubrió la cara con los antebrazos. El balde lo
rozó al pasar, lo golpeó sin mucha fuerza a un lado de la
cabeza. Se dijo, todavía desde su lucidez descomprometida,
que alguno de los jinetes del amanecer había sentido la ne­
cesidad de un jarro de agua. Un instante después sufrió una
invasión de angustia y anheló, rogó casi, que el desconocido
(lo imaginó viejo, de barbas blancas) descendiera el balde.
Pasaron minutos como leguas y eso no sucedió, y Martiniano
se dijo y se repitió como para convencerse que sin la cuerda
jamás podría salir del pozo. Pensó en su mujer y su hijo; la
angustia, ahora como ocupándolo lo atacó desde adentro.
Alcanzó a pensar que Josefa le bajaría más tarde el balde,
pero el pensamiento de nada le sirvió. Estuvo a punto de
gritar con toda su voz; también estuvo a punto de intentar
la empresa irrealizable de trepar por las paredes y hasta cla­
vó las uñas y se sangró, quizá, los dedos en ellas. . . Esto
no se prolongó mucho; como agotado repentinamente, como
si se le hubiera gastado una cantidad limitada de angustia
y energía, Martiniano se apaciguó o se entregó y se dejó lle­
var —el cuerpo aun más flojo, la cabeza doblegada, abatida
sin interrupción alguna— por aquel tiempo que, simultánea
o combinadamente, le hacía fraudes y lo olvidaba; y se dejó
caer en un estado de gran desapego y de desesperanza al
que no era ajeno un cierto bienestar indefinible.
Lo sacó de ese estado el ruido del balde que bajaba
golpeando las paredes. Era Josefa, no dudó, quien se lo al­
canzaba. Levantó los brazos pero no evitó que el balde (el
aro de hierro que el balde tenía en la base) lo hiriera le­
vemente a la altura de las eejas. Manoteó en la oscuridad
y apresó la cuerda y apretó las manos en ella. Dos hilos de
sangre le corrieron por los costados de la nariz y le llegaron
al bigote, a la boca. Pudo creer que al asir y apretar la
cuerda asía también algo de sí mismo, empezaba a recuperar
parte de lo mucho que el pozo le hacía cercenado o robado.
139

Tres o cuatro veces se pasó la lengua por los labios, y el


gusto de la sangre acudió secretamente en su ayuda, le hizo
un favor preciso pero anónimo, casi clandestino. Miró el pe­
queño círculo de cielo (bastante más claro que antes) y lo
vio muy alto, tan alto que lo sorprendió. Respiró hondo, llenó
sus pulmones con aquel aire pobrísimo, e inició el ascenso.
Se izó muy trabajosamente: estaba débil y entumecido y
las suelas ablandadas de las botas resbalaban demasiado en
los cortes de la piedra. Varias veces tuvo que detenerse a
descansar; a respirar, sobre todo. En ningún momento pensó
que no conseguiría salir, pero sentía, a medida que iba su­
biendo, mayores ansias de volver al mundo, crecientes urgen­
cias de alcanzar el brocal. Llegó al fin a la parte forrada
con piedras bien calzadas y acuñadas; allí era más difícil es­
tribar la punta de las botas. Hizo un gran esfuerzo y se izó
dos brazadas y quedó oscilando sobre el lóbrego agujero. Hi­
zo otro esfuerzo y se izó otro poco y logró estribar un pie.
Levantó los ojos y la luz del día lo deslumbró. Otro esfuerzo
lo izó otro poco. Un último, muy grande esfuerzo: Marti-
niano sentado en el brocal, jadeante y parpadeando.
Mucho se había remontado el sol mientras Martiniano
Ríos había, por decirlo así, faltado. Era la mediamañana —es­
tática, gravemente luminosa— de un día otoñal colmado con­
sigo mismo y como excedido en madurez. En el centro del
día y de su soledad, o su presencia abstraída, vio Martiniano
las poblaciones que eran o habían sido suyas. La primera
mirada no se las restituyó, y se tapó los ojos con las manos
V llenó y volvió a llenar sus pulmones con el aire como de
grano fino que los días como aquél siempre tienen. Y volvió
a mirar, entre parpadeos, el rancho, el galponcito, la enra­
mada, los árboles. . . Lo único vivo que vio fueron gallinas
que picoteaban los montones de bosta dejados por los caba­
llos entrevistos al amanecer. No terminaba de encontrarse.
¿Josefa?, ¿el gurí?, preguntó de pronto otro Martiniano que
pareció llegar a juntarse con él. Y miró de nuevo todo, rápi­
damente, y bajó del brocal y se apresuró hacia el rancho.
140

Poco faltó para que tropezara, unos metros antes de llegar,


con el cadáver de Correntino —lanceado en el costillar y de­
gollado a lo cristiano—. La puerta del rancho estaba abierta.

Martiniano entró y encontró a su mujer en uno de los


troncos de ceibo que eran los bancos. Estaba sentada y do­
blada, el mentón muy cerca de las rodillas, seguramente des­
nuda y cubriéndose con una frazada. Martiniano vio la cara,
vio los ojos —y comprendió que muchos de los hombres de
la partida se habían turnado sobre ella. Siguió mirándola; la
mujer no bajó los ojos (vivos y muy humanos, aunque sin
voluntad de expresar nada, en la cara de animal maltrata­
do); ambos se miraron en un silencio irrom pible... En ese
silencio oyó Martiniano un largo sollozo del otro lado del
tabique de juncos. Abrió de un puntapié la puerta de cuero
y entró al dormitorio. No en el catre chico sino en el grande,
el conyugal, estaba su hijo: ovillado, la cara oculta en los
brazos, llorando sin convulsiones. Martiniano abrió la venta­
na y vio las salpicaduras de sangre y no tuvo necesidad de
mirar más para saber que el muchachito había sido castrado.
Cerró por un instante los ojos y su cara huesuda se ahondó;
después giró sobre sí mismo y abandonó el dormitorio y no
se detuvo en la cocina. Al salir del rancho resbaló sobre Jo­
sefa una mirada que fue como dilatándose.

Martiniano Ríos llegó al pozo y sacó un balde lleno de


agua y, sin derramar una gota, lo depositó sobre el brocal.
El nudo de la cuerda en el asa del balde estaba muy apre­
tado; Martiniano desenvainó el facón y lo cortó. Amagó en­
vainar el facón pero se detuvo, y lo miró, titubeó unos se­
gundos, lo clavó en una grieta del travesaño y allí lo dejó.
Después colgó —con gran cuidado— el balde casi rebosante
en el gancho de hierro. En seguida arrojó la cuerda al pozo,
subió al brocal, asió la cuerda. Descendió fácilmente, hizo
141

pie en las losas del fondo. No sintió, es lo más probable,


el agua en las piernas. Su mano buscó el mango del trabuco;
los dedos de la otra mano examinaron en la oscuridad el
percutor, el fulminante. Apoyó el codo en la pared, no miró
hacia arriba, se apoyó el caño en la sien. . . —En los pozos
hondos el aire no se renueva o se renueva apenas, y tal vez
persistía el olor a pólvora cuando empezó el olor a podre­
dumbre.
INDICE

Prólogo....................................................................................... 5

El narrador............................................................. 9

La puerta abierta...................................................................................... 13

Contaba don Claudio..............................................................................27

El cuento de un tordillo......................................................................... 41

Génesis 3:16............................................................................................. 47

El regreso de Odiseo González...............................................................59

La mujer dormida.......................................................................... 71

Un soneto para los mostradores................................. 75

Ocho anécdotas................................................................................ 79

El ancho mundo............... 91

Una muerte propia................................................................ 97

Los dos amantes del Apocalipsis....................................... 101

Burbuja....................................................................................................III

Un cuento con un p o z o ...................................................... 129


Esta edición de “El Narrador” se terminó de imprimir
en los talleres gráficos de Arca Editorial S.R.L., Andes
1118, en el mes de junio de 1986.
Depósito legal No. 215.052/86
Comisión del Papel - Edición amparada al Art. 79 de la
Ley No. 13.349
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impresos B E L E N
Mario Arregui (1 9 1 7 -1 9 8 5 ) hizo del arte de narrar
un instrumento depurado y agudo con el cual indagó,
en profundidad, las almas de los hombres y sus mun­
dos. Desde su libro inicial “Noche de San Ju an ”
hasta el postumo “ Ramos Generales” conjugó, con
sabiduría, la honda gravedad y el dramatismo de te­
mas y personajes y el leve sesgo hum orístico y soca­
rrón que también traspasa su materia narrativa.
Minucioso, certero y eficaz con las palabras, supo
sintetizar, en fin, con Igual suerte, diversas experien­
cias humanas tensadas en cuentos, algunos de los
cuales magistrales y antológicos.
“ El Narrador” , publicado por primera vez en
1972, es una muestra ejemplar de esa variedad y esa
precisión que lo convirtieron en uno de nuestros más
sólidos y respetados cuentistas contemporáneos.

Carátula Martín Arregui arca

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