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Primer Arco
DERECHOS RESERVADOS
Palabras del Autor
Cuando comencé esta historia el año 2018, no pensé que tendría estas
dimensiones, es decir, he estado acostumbrado a dejar las cosas más o menos
inconclusas, debido a las exigencias en el trabajo, la universidad y también
debido a que a veces las ideas no fluyen como uno quisiera.
Eso ha cambiado afortunadamente, y es por ello que se creó la versión en
PDF de esta historia, tanto para recordar a los viejos lectores de la página que
seguimos aquí, como para atraer a nuevos visitantes, no sólo para leer las
historias que ya tenemos, sino para que se acerquen porque se vienen nuevos
proyectos.
En particular, tengo planes para comenzar el segundo arco de esta
historia. A lo largo de estas páginas encontrarán que los personajes y la trama
se desarrollan a borbotones, a pasos rápidos y a veces se cae. Aunque estoy
consciente de ello, quería que se mantuviera esta versión novel, para marcar un
antes y un después con el sentido que tendrá el segundo arco.
“El tamaño de la Luna” es una historia inspirada en relaciones familiares
y personales, así como en la bondad y en lo terrible que puede llegar a ser la
naturaleza humana. Aunque muchas de las cosas que aquí aparecen pueden
resultar ficticias, ciertamente personas como las que se intentan retratar en estas
páginas existen, y existirán. La luna brilla para todos.
El Autor.
I
Sobre su vista, el cielo anaranjado por las luces urbanas
manchaba de forma indeleble el firmamento; la ciudad había
consumido el paisaje nocturno, aunque no tenía muchas
razones para quejarse, él nunca lo había conocido. Bajo su
vista, un caudal poderoso rugía con suma violencia; las
nevadas cordilleranas y la lluvia de los últimos días había
revitalizado la fuerza con que el río aledaño cruzaba su urbe
natal; el frío de este invierno no terminaba de caer, pero ya la
temperatura del exterior tendía a ser insoportable. Menos
para él, por supuesto, que sonreía amargadamente buscando
a una disminuida luna que luchaba por mostrarse como una
luminaria competitiva con las luces de neón.
“Debí haberle dicho a Julia que alimentase a ese gato”,
susurró a la noche que, por razones obvias, nada le contestó.
Esperaba con poco optimismo que su ausencia por dos o tres
días obligaría a su amiga a visitar a su departamento, donde
Kushina, la gata que había adoptado por cortesía, se habría
mantenido viva por su propia cuenta. Imaginó que Julia
tendría la suficiente claridad mental para comprender que
debía ocupar los pocos ahorros que había dejado sobre la
mesa para hacerse cargo de las cuentas, de sus padres y de la
felina que ya no sabía cazar como antes. Se lamentó de no
haberle sacado más fotos.
El río torrentoso reverberaba bajo el puente al que
Ricardo, con cierta dificultad, había podido trepar buscando
un buen lugar para saltar. Varios automovilistas que cruzaron
de lado a lado le tocaron la bocina, aunque él no sabía si lo
hacían como forma de llamarle la atención, amedrentarlo, o
sencillamente burlándose, no tenía tiempo de pensarlo
tampoco. Un paso en falso casi le había hecho caer por
accidente, y su corazón se hallaba palpitante a una velocidad
frenética. El nerviosismo se había apoderado de él durante un
par de horas, lo que le dio tiempo de pensar en otras tonterías
como las anteriores.
Enfrentado al vacío, se dio cuenta con tristeza que no
tenía muchas palabras para muchas personas. Una parte de
su cerebro quiso recapacitar, pero había dado el paso final, y
el cuerpo de Ricardo se dejó caer como un saco de harina
sobre el torrente fluvial. La inmersión en los primeros
instantes había sido completa, pero su estúpido sentido de la
supervivencia le hizo aguantar la respiración y emerger para
respirar; ¿Es que no podía sólo irse y nada más? Su esperanza
estaba puesta en que lo gélido de sus aguas sería lo suficiente
para agarrotarle los brazos y piernas, imposibilitándole
mantenerse a flote mucho tiempo más. Más adelante la
corriente tendía a fortalecerse para luego suavizar, por lo que
los siguientes cinco minutos serían esenciales. Obligó a su
cuerpo a no luchar, a entregarse, y poco a poco fue
sintiéndose más pesado, más rígido. Quizás tendría éxito esta
vez.
Fue entonces cuando su brazo fue aprisionado con una
desesperación tal que no había sentido hacía bastante
tiempo. Aterrado por la tonta idea de que un monstruo de río
iba a truncar su derecho a una muerte digna y tranquila,
dentro de lo posible, atinó a patalear y moverse intentando
zafarse; negativo, aquello que le había atrapado se asió con
mucha más fuerza, lanzando apenas un gemido. La oscuridad
de la noche y el hecho de que desde el principio había cerrado
los ojos, sin tener ninguna motivación para abrirlos, le impidió
identificar a la criatura que hundía sus garras sobre su brazo
derecho. Armándose de valor, no tuvo más opción que mirar
a regañadientes, para al menos conocer a la bestia que había
interrumpido su intento final.
La niña no parecía estar sollozando, pero estaba
visiblemente asustada. A duras penas, Ricardo examinó
sorprendido al dulce rostro que pese a todo lograba
mantenerse sobre el movedizo nivel de las aguas; acto
seguido, el hombre la abrazó y la subió con el brazo retenido,
y en un acto contrario a sus deseos, con las pobres fuerzas
que le restaban se encaminó hacia la orilla. Los largos minutos
entre la caída y la llegada a salvo por la ribera oeste del río
habían sido sin duda los más largos y tormentosos de su vida.
Ricardo se alejó para vomitar algunas veces, mientras la niña
quedó sentada, inmóvil. La luminaria pública cercana a
aquella orilla le permitió a él observarla con mayor detalle; no
parecía tener más de 12 años, pelo largo, estatura promedio,
un poco delgada en su opinión. Esperaba verle llorar ahora,
pero su rostro sólo reflejaba una insípida expresión de estar
viva, aunque tiritaba violentamente.
— ¿Qué hacías en este río? ¿Te caíste? ¿Dónde están tus
padres? — Ricardo esperaba haber hecho las preguntas
correctas para sacarle de su ensimismamiento, pero ella atinó
únicamente a exhalar sobre sus manos, que estaban
blanquecinas en comparación al resto de su cuerpo. Vestía
una faldita floreada y un polerón con un oso amistoso que
invitaba a jugar, ambos empapados. Sus pies estaban
descalzos, probablemente los perdió tras haber caído al
torrente. Aunque le hizo más preguntas, hizo caso omiso a
éstas, y viendo el estado en el que se encontraba, la poca
naturaleza humana que le quedaba le obligó llevarla a algún
lugar donde pudiese cambiarse, tomar algo caliente y buscar
a su familia.
La niña, prácticamente sin voluntad, le siguió sin emitir
sonido alguno.
II
La puerta de su departamento estaba abierta, lo que por
un momento le hizo pensar dos veces en adentrarse en el
mismo; tener que lidiar con un ladrón habría sido la guinda de
la torta, entre su intento de suicidio y la niña casi ahogada.
Mientras caminaban hacia acá, Ricardo se convenció de que
ir al cuartel de policía más cercano habría sido una pésima
idea, partiendo por cómo debería explicar que se encontró
con una niña en las circunstancias en las cuales se dieron las
cosas. Fácilmente, eso implicaba prisión preventiva por
defecto, y no estaba dentro de sus planes (no es que haya
estado planificado algo de lo que había sucedido, de todas
formas), pasar esa y más noches en la cárcel. Sin amigos a los
cuales acudir, sin familiares que viviesen cerca, sin
instituciones que conociera, su miserable esfera social no
ofrecía muchas posibilidades, salvo su propia casa.
Se extrañó que Kushina no hubiese aparecido desde el
momento en que pisó la alfombra de la sala. Normalmente, la
gata habría armado otro alboroto exigiendo su comida de la
tarde y de la noche; su ausencia era evidencia adicional de
que algo extraño sucedía. Dejó a la niña sobre un sillón
mientras caminaba hacia el baño en busca de una toalla, pero
antes de cruzar siquiera la mitad de la sala de estar, un golpe
perfectamente conectado le tumbó en el suelo; su mandíbula
tronó dolorosamente, y mientras se recuperaba del dolor,
alguien le tomó de las patillas con el vivo deseo de
arrancárselas. Alguien vociferó.
— ¡¿Qué demonios crees que ibas a hacer, eh?! ¡Responde!
Julia Bahamondes era, frecuentemente, considerada una
mujer de carácter agradable por quienes le conocían.
Aquellos privilegiados que accedían a un nivel de cercanía
mayor, con el tiempo, podían agradecer que ella les mostrase
gamas de sentimientos tildados de “tiernos”; su preocupación
por otros y su incansable búsqueda de las mejores
condiciones para con quienes compartía le volvía una persona
encantadora dentro de aquel grupo. Ricardo podía señalar,
con pocas ganas de querer ufanarse, que había descubierto
con los pesados años el iceberg de sentimientos poco
apetecibles que fluían por la sangre y mente de esa mujer,
sobre todo cuando la rabia sobrepasaba un límite establecido.
La transgresión de dicha marca marchitaba la dulce apariencia
floral que provocaba en los demás, a medida que la hiedra de
su abrupta naturaleza le reemplazaba. En sus manos estaba la
carta de despedida que había escrito para ella, y en sus ojos,
deseos de concluir a su manera lo que el río dejó inconcluso.
— ¡Puedo explicarte!
— Claro que lo harás, es la delgada línea que te mantiene
consciente aquí y ahora…
— ¡Comprendo, comprendo! Pero antes necesito hacer
algunas cosas, Julia.
— Ilústrame.
— Pues…— y su mirada se desvió a la chica que se hallaba a
escasos metros, en la misma posición en la que había sido
depositada ahí, aunque sus ojos se posaban en la escena. Julia
soltó el pelo de Ricardo y caminó hacia la pequeña, tocó su
ropa y se volvió con una mirada asesina, demandante.
— ¿Qué demonios estás esperando para ir por una toalla?
Acto seguido, la silueta del hombre había salido
disparado al baño. En las manos de su amiga de la infancia la
niña pareció ofrecer un poco más de humanidad, sonrió un
par de veces y aceptó dormir en la cama de Ricardo, a la cual
Julia le llevó. Demoró poco más de diez minutos, y cuando
regresó, las facciones de su rostro seguían tensas, aunque
eran ahora por preocupación. Exigió un resumen de la
historia, que el hombre no dudó en ofrecer.
— ¿Crees que la estén buscando ya?
— No me sorprendería. Sin conocer las circunstancias, debe
ser un verdadero infierno observar como una hija cae al
caudal de ese río y desaparece. Más de noche. Mucho más
debió sufrirlo ella; no sería extraño que siguiese en shock por
todo lo que ocurrió.
— Me lo imagino.
— Esto no evitará que recibas un castigo ejemplar, pero
aliviará la pena propuesta; que hayas estado en ese momento
exacto fue una suerte increíble. Dejaré en espera la
conversación en la que me explicarás qué rayos pasó por tu
mente, por ahora deberíamos centrarnos en esta niña.
— Comparto todo excepto el “deberíamos”. No es un asunto
que te concierna a ti, Julia.
— Créeme, me necesitas aquí. Tienes la sensibilidad de una
piedra cuando de niños se trata, ¿O ya olvidaste el incidente
con la hija de Elizabeth? Tú también deberías dormir, AHORA.
Obediente y en verdad necesitándolo, Ricardo se
acomodó lo mejor que pudo en uno de los sillones largos, y se
entregó a un sueño comprensible. Julia calentó un poco de
agua por el café que necesitaba desde hace un par de horas.
En la habitación, la niña pudo llorar por fin.
III
— ¡¿Por qué?!— vociferó mientras lágrimas de miedo y dolor
se acumulaban en los ojos del chofer, mientras se
desplomaba desde la puerta delantera del taxi. Cuando llegó
hace poco más de una hora al lugar que la operadora le había
señalado tenía en mente hacerse con los últimos pesos antes
de regresar a su casa; su esposa había estado preparándole
una sorpresa, muy probablemente relacionada al test de
embarazo que de forma casual él encontró en la basura hace
unos días. Sería su primer hijo.
En el fondo, esperaba realizar un viaje corto. La
operadora fue clara en decir que este último cliente
necesitaba un pequeño aventón al Rodoviario de la ciudad, y
que estaba contra el tiempo, pues su viaje partía en poco
menos de media hora; era una pequeña carrera en la que
habría de ganar tanto por la premura como por la
disponibilidad a esa hora de algún valiente que se atreviera a
merodear con un vehículo por estas horas. Ciudad del Sur
desde hace un tiempo a la fecha se había vuelto más que
peligrosa por las noches y madrugadas, por lo que todos los
que laboraban en horario nocturno recibían un poco más por
el riesgo. Sacando cuentas alegres, el taxista llegó al lugar
acordado, y esperó.
Cinco minutos después de la medianoche, entre la
neblina que invadía las calles desde el cerro que se erigía
como protector de la urbe, un sujeto alto y de contextura
delgada apareció haciendo señales. Con algo de desconfianza,
y el motor encendido, el chofer bajó lentamente el vidrio de
su puerta y preguntó por el apellido del supuesto cliente,
quien contestó entregando su nombre completo.
Coincidiendo con lo dictado por la operadora, disipó el taxista
algo de su resquemor, mientras el sujeto se acomodaba en el
asiento del copiloto. La noche estaba fría, y encendió el aire
acondicionado. El cliente se quitó los guantes que llevaba
puestos para temperar sus manos, blancas por lo bajo que
marcaba el termómetro a esta hora.
— Qué fea herida— soltó en el momento el taxista, al ver una
mordida plenamente marcada en la muñeca izquierda del
pasajero, que sonrió algo despreocupado. Los dientes
estaban perfectamente marcados, rojizas las áreas donde los
dientes habían marcado sus siluetas.
— ¿Oh, esto? Un perro me lo hizo hace unas horas, pero como
no me ha reaccionado mal, he preferido esperar a llegar a
casa para curarme.
— ¿Y si la da la rabia? — inquirió el chofer con genuino
interés, y en evidente desacuerdo con la casi apática
respuesta del hombre volvió a colocarse los guantes—. Creo
que tengo un botiquín en la guantera, por si quiere revisar.
— Descuide, no es nada. ¿Al Rodoviario entonces?
— Para allá vamos— dijo el taxista, entiendo que la
conversación había concluido.
No se dio cuenta que aquella era una mordida de dientes
humanos.
IV
Un sonido estridente provino de su chaqueta, siendo
acallado en el momento. Revisó entonces su celular y viendo
de quien provenía no tuvo más opción que contestar; el
taxista, que había colocado un poco de música para amenizar
el viaje, tuvo la deferencia de bajar el volumen de la misma al
mínimo. Él hubiera preferido que no pudiese escucharse
nada.
— Armando y Violeta ya se deshicieron de los últimos casos
de control que quedaban; ¿Qué tal te fue a ti? — la voz que
sonaba del otro lado de la línea era carrasposa, algo
desagradable.
— Las complicaciones de siempre, pero pude comprobar que
la dosis es la adecuada. Estoy por viajar a la capital, para pasar
a buscar el dinero y los materiales que nos están haciendo
falta.
— Qué diligente eres, Cas. Desgraciadamente, tendrás que
posponerlo.
— ¿A qué te refieres? Lo conversamos antes de empezar la
limpieza del centro.
— Sí, lo recuerdo, pero las cosas se han complejizado un poco;
¿recuerdas al dueño del Séptimo Regimiento? ¿El bar de mala
muerte con el que hicimos los primeros testeos?
— Sí, ¿Qué hay con él?
— Nos está cobrando el doble; más aún, quiere que le
vendamos a precio coste la primera partida que estará lista
pasado mañana. Si nos negamos, soltará la lengua a los de
Investigaciones.
— ¿No se hundirá con nosotros si llega a suceder eso? Espera:
él tiene su coartada, ¿no es así?
— Es lo que me dio a entender. Quiero que vayas a negociar
con él. Eso es todo.
“Maldita sea”, masculló el hombre, mientras el taxista
volvió a subirle el volumen del radio. El rostro del pasajero
debió ser bastante expresivo, pues el chofer prefirió evitar
algún contacto visual mientras preguntaba si el viaje
mantenía destino. Recuperado del mal rato, le dio al
conductor nuevas indicaciones, quien puso esta vez mala
cara; implica más de una hora de viaje, fuera del límite
urbano. Con la promesa de pagarle el doble de la tarifa usual,
el taxista aceptó este cambio de planes.
Fue poco antes de alejarse definitivamente de la ciudad
cuando la abstinencia empezó a exigirle un poco de la dosis.
Sus manos sudaban frío bajo los guantes y el rechinar de sus
dientes por momentos incomodaron al taxista, que variaba la
velocidad creyendo que era el tiempo de viaje la razón de su
enfado. Cuando sus dientes empezaron a castañear, en su
mente, llegó a la conclusión de que no le haría mal una
pequeña exposición. De un pequeño estuche negro sacó un
pequeño cuadrado de papel, que procedió a introducírselo en
el ojo; dio algunos gemidos de dolor, y luego unas risitas
nerviosas. El chofer, visiblemente nervioso, atinó a orillarse
para luego apagar el motor y conectar el sistema de seguridad
del vehículo, que consistía en una cámara de video que
grababa todo lo que ocurría dentro del automóvil.
— Pésima idea, amigo— soltó el hombre entonces.
V
El taxista terminó por desplomarse desde su puerta. La
navaja le había penetrado limpiamente el estómago antes del
corte mortal en la carótida; de su cuello emanó sangre por
unos segundos más. El pasajero mientras tanto había ya
desmantelado el circuito cerrado de televisión, recuperado y
destruido el video, mientras sonreía forzadamente; el único
efecto secundario que no le terminaba de agradar era la
tensión que se producía en los músculos faciales, que tendían
a dibujar una artificial sonrisa en los usuarios.
— Nuestra regla es no ser captados nunca, jamás— soltó al
cuerpo inerte—. ¿De verdad pensaste que grabarme te daría
un poco de seguridad? ¿No crees que fuiste un poco estúpido,
mi amigo? Oh, ya estás muerto.
El pasajero cambió de lugar con el ya extinto chofer y le
llevó a una carretera secundaria, poco transitada, teniendo en
mente abandonarle tras quemar el automóvil con su propio
combustible. Mientras elegía el lugar apropiado, no paraba de
mirar su reflejo en el retrovisor, contemplando el efecto que
había tenido la dosis en su ojo predilecto.
— ¿Quién podría enfrentarse al poder de las lunas? — dijo
después, con una sonrisa verdadera, mientras el humo del
taxi y el taxista se elevaban invisibles en aquella noche fría. Él
no podía, por supuesto. Gustoso era de estar atrapado por las
lunas.
VI
La niña despertó sobresaltada. Otra de sus pesadillas,
esta vez de color rojo. Soñó que sus manos se descascaraban
y caían a pedazos, como palitos de canela; su rostro se hundía
y su cuerpo se hinchaba sobre un charco olvidado, como las
pozas que formaban las largas lluvias de junio. Siempre era el
mismo sueño, lo único que cambiaba eran los colores,
variando desde el negro, el púrpura, un amarillo muerto, un
azul opaco, un verde mustio. Se incorporó como pudo de la
cama antes de volver a asustarse por el brazo que tenía
alrededor de su cuerpo, y sólo ahí se dio cuenta que había
dormido en el pecho de la mujer que había golpeado a aquel
hombre.
— ¿Ju…lia?
— Lo recuerdas— soltó la mujer, aún con los ojos cerrados y
el habla somnolienta. La niña no quería despertarla, sólo
había pronunciado su nombre en voz alta. Hacía mucho
tiempo que no escucha su propia voz.
— Lo siento.
— Descuida, es ya un poco tarde— se restregó Julia los ojos y
pestañeó largamente algunas veces antes de abrirlos por
completo—. ¿Pudiste dormir bien?
— Sí— mintió ella.
— Entiendo… ¿Puedo preguntar por tu nombre, o es muy
pronto aún?
— Emilia— respondió la niña, titubeando. Nadie preguntaba
por su nombre usualmente, salvo para los registros. Y las
sesiones.
— Me gusta tu nombre, es más bonito que el mío. Bien,
Emilia, no es que quiera empezar así este día, pero hay cosas
que necesito, y necesitamos saber junto con Ricardo. Sí, así se
llama el tonto con el que te encontraste anoche. Antes de
noquearlo me contó que te encontró nadando dentro del río,
por pura casualidad. ¿Puedes contarme sobre aquello?
— ¿…tengo qué?
— No, pero sería importante saberlo en algún momento,
pronto. Verás, no es para nada normal hallar a una niña tan
linda como tú a esas horas, en esas condiciones, en un lugar
así. Si se trata de algo feo, podemos dejarlo por un tiempo,
pero en algún momento tendremos que tocarlo. ¿Lo
entiendes?
— Sí — Emilia apretó los dientes instintivamente, y Julia le
acarició los pómulos, en un además de que dejase de
rechinar. Se levantó, salió de la habitación y regresó unos
minutos después con dos tazas repletas de un líquido
humeante. ¿Té, café? Había olvidado tales bebidas hacía
tiempo, pero el aroma dulzón le provocó una extraña
sensación de apetito, y aceptó con gusto el ofrecimiento de la
mujer. Sorbió un poco, y el sabor era exquisitamente
agradable, sencillo, suave y a la vez perdurable en su boca.
Sabía tan distinto a la sangre.
VII
El gusto metálico se esparció por su boca, el golpe le
había hecho alguna clase de daño. Lanzada contra una de las
barandas laterales del puente, Emilia chocó con tal fuerza que
perdió la respiración por varios segundos, vitales frente al
hombre de la chaqueta, que había terminado de aislar una
dosis de Luna Nueva en una jeringa; el ruido de las aguas que
corrían fuertemente bajo la estructura era tal que ahogaría el
grito de cualquier persona. De todas formas, ella no esperaba
ser escuchada por alguien, no a estas alturas.
— Siempre tuviste ese comportamiento en las pruebas, desde
el principio— habló el hombre de la chaqueta, mientras
revisaba que la inyección estaba lista para ser inoculada.
Emilia pudo al fin levantarse y cerró su puño lo más fuerte que
pudo—. ¿Piensas luchar, número 3?
Una risa socarrona fue el preludio de la ofensiva del
hombre. Sus largas zancadas le acercaron rápidamente a la
niña, que evadió la aguja de la jeringa en el momento preciso,
desviando con una mano la trayectoria del ataque de su
cuello, mientras intentaba conectar un golpe que le diese el
tiempo suficiente para escapar. El hombre previó el
movimiento y un codazo volvió quitarle todo el aire del
cuerpo, esta vez desde el estómago. Sus ojos se
humedecieron, y el pestañeo que necesitó para enjugarse las
lágrimas que emergían fue fatal.
La aguja se rompió de la fuerza con la que fue incrustada
bajo la clavícula de la muchacha, pero buena parte del líquido
pudo penetrar en su torrente sanguíneo. Luna Nueva era
difícilmente resistible, y mientras su voluntad era minada,
tuvo el suficiente control muscular para intentar propinarle
una patada, en vano. El hombre golpeó su muslo con tal
fuerza que aquel miembro quedó congelado del dolor, y antes
de que se diera cuenta las manos del atacante ya rodeaban su
cuello, sedientas.
— Pudiste haberte quedado con nosotros… conmigo. ¿Es
mejor esto, Emilia? ¿Te agrada esto? ¿Esto es lo que querías?
Si insistes…
La visión de Emilia empeoraba, abruptamente; los dedos
del hombre se enterraban con enorme facilidad en su cuello,
y no sabía si era el efecto de la luna o realmente se sentía
morir, y un último acto de resistencia, logró zafar una de las
manos y no pudo hacer nada más que aferrarse con los
dientes, dándole una mordida enrabiada que fue los
suficientemente dolorosa para hacer que el hombre le
soltase. Sin sentido del equilibrio, Emilia trastabilló en la
baranda y cayó perdiéndose en la oscuridad, donde sólo el
sonido del agua recibiéndola fue el único aviso. Su última
imagen era del hombre con su brazo extendido, como
queriendo alcanzarla.
VIII
Sin previo aviso, el reloj-despertador del velador empezó
a soñar y saltar sobre el mismo, con un sonido de platillos
estrepitoso y desesperante. Emilia por accidente dejó caer un
poco de té sobre las sábanas, pero Julia tenía puesta toda su
atención en el condenado aparato, del cual no tenía idea
cómo apagarlo. Desde la puerta de la habitación, el hombre
del río, visiblemente somnoliento, con la cara aún con saliva y
el pelo levantado en varias partes de su cabeza, dio un saludo
interrumpido: Julia le lanzó con todo su coraje aquel
dispositivo infame, que por poco le parte la cabeza al recién
llegado, que alcanzó a atraparle.
— ¡Estás loca mujer! ¿Es que quieres matarme?
— ¿Cómo es posible que tengas esa antigüedad aún? ¡Tuve
que habértelo lanzado más fuerte! No se puede despertar así,
es insano.
— Hay un botón de apagado, Julia, un pequeño botón
anaranjado en la parte de atrás. No eres nada sin tus lentes,
¿verdad?
— ¿Me estás diciendo ciega?
La niña sintió un malestar extraño antes de dejarse llevar
por lo cómico de la situación. Era una incomodidad que
emanaba desde sus entrañas; nada físico, era un sentimiento
de que no merecía poder articular una sonrisa después de
todo lo que había pasado, aunque aun así sonrió. ¿Qué había
ocurrido con las demás? ¿Alguna de ellas se habría salvado?
¿Incluso ella? Las preguntas le ahogaron un instante, hasta
que el abrazo fuerte de Julia le sacó de su ensimismamiento.
— Emilia, él es Ricardo. Sé que ya se conocen, pero me parece
mucho que no se habían presentado— dijo la mujer, mientras
el hombre, con una mano marcada en todo el ancho de su
rostro, se acercaba. Soltaba algunos quejidos, pero en el
momento en que vio a la niña sonrió de forma sincera. Le
tendió una mano. Una mano inocente. Emilia le respondió.
— ¿Qué te pareció aquel tonto? — preguntó Julia mientras
bajaban por las escaleras del edificio de departamentos. Eran
ya pasadas las tres de la tarde, y Emilia estaba vestida con la
ropa que la mujer trajo desde la casa de una sobrina, que
quedaba cerca. En el intertanto, la niña pudo conversar
algunas palabras sueltas con Ricardo, quien le había rescatado
la noche anterior. En verdad, no parecía ser más que un
hombre promedio; altura promedio, contextura promedio,
quizás lo único extraño era su humor, el que oscilaba entre la
simpleza y la elaboración, con pocos resultados. Se veía algo
nervioso, pocas veces miraba a los ojos y tendía a eludir
muchas de las preguntas con las que Julia le bombardeaba.
— Creo que es una buena persona — soltó Emilia
sinceramente. Y es que, en verdad, debajo de varias rarezas,
como su obsesión por intentar escudriñar las señas que hacía
la gata del hogar, Kushina, o el temor irracional respecto al
uso del microondas, a todas luces parecía ser alguien amable.
Y en ese sentido, era un misterio para ella cuestionarse las
razones por las cuales una persona así querría arrojarse y
perder la vida. Esperaba poder entenderle, en verdad.
— Pues sí, es un buen tipo, se lo vengo diciendo desde hace
mucho tiempo, pero no he tenido éxito al intentar
convencerlo.
— ¿Convencerlo de que es buena persona?
— Sí, es que… digamos que tiene una pésima imagen de sí
mismo. Supongo que te darás cuenta tú sola pequeña, asumo
que eres muy observadora.
— ¿Cómo lo conociste? ¿Cuándo se conocieron?
— Uhh… una añeja historia del pasado. No quiero aburrirte
con detalles, así que te lo diré tal y como fue: cuando
estábamos en la Universidad un día olvidé una carpeta con
muchos papeles sumamente importantes para mí. En esos
años tendía a ser demasiado olvidadiza, así que no fue una
sorpresa cuando empecé un periodo de clase y sólo en la
mitad del mismo me di cuenta de su ausencia. A medida que
pasaron las horas mi desesperación no paraba de aumentar,
hasta publiqué en una hilo de correos electrónicos que la
universidad a veces ocupaba, y a los pocos minutos, un chico
me contactó, diciéndome que los había encontrado… ¡en una
bandeja del casino donde almorzábamos! Nos reunimos en
ese lugar y me la devolvió sin más preámbulos.
— No suena una historia muy interesante.
— Lo sé, pero tiene un buen final. La cosa es que— y Julia soltó
las risitas propias de quien evoca un recuerdo—, él había
dejado también papeles importantes suyos dentro de la
carpeta, de los cuales yo me percaté ya en mi casa, en la
noche. Me intenté comunicar con él mediante el hilo de
correo, pero nunca me respondió, hasta que varios días
después lo volví a encontrar en el casino. Le pregunté el por
qué no había intentado contactarse conmigo o buscarme por
sus papeles, y adivina qué me contesto.
— Ni idea
— “Es que no quería quedar como un tonto, es la quinta vez
que pierdo esos papeles y la señora de la oficina de trámites
me advirtió que una siguiente ocasión no me saldría barata”.
No sé por qué, pero me dio mucha risa. Terminamos
almorzando juntos y lo acompañé a solicitar los documentos
por sexta vez.
— ¿Qué sucedió?
— La señora de los trámites explotó en un sermón
interminable sobre cómo la juventud perdía el tiempo y hacía
perder el tiempo a los demás. Él escuchaba con los ojos
firmemente cerrados, mientras que yo, más atrás, no podía
evitar sentir entre risa y lástima por aquel chico despistado.
Cuando salimos de la oficina compramos unos jugos para
capear el calor que sentimos (yo por mi risa y él por el
nerviosismo), y sin darnos cuenta nos habíamos vuelto
amigos.
Emilia se quedó en silencio largo tiempo después de
escuchar la historia. Era en verdad absurda, no podía
encontrar la lógica detrás del comportamiento de ambos,
pero en cierta forma sintió un poco de envidia por aquella
irracional conexión que habían tenido entre los dos. La
amistad a la cual se refería Julia se le hacía tan deseable, tan
ansiada, en tanto ella sólo la había compartido una vez con
una persona que, ella sentía, ya había desaparecido.
¿Qué ocurriría ahora? Ricardo le dijo, secundado por
Julia, que por ahora podría vivir con él hasta que encontrasen
a sus padres o algún familiar, y si le parecía y era demasiado
problemático regresar de donde había salido, podía quedarse
indefinidamente. A sus trece años, Emilia sabía que
considerando el infierno en el que había estado viviendo los
últimos dos años, ésta era una oportunidad de rehacer su
vida. No podría olvidar lo sufrido, pero al menos tenía una
chance de alejarse lo más posible de aquel lugar, hasta
volverlo un acontecimiento tan minúsculo que no volvería a
hacerla llorar de nuevo. ¿Pero y las demás?
— ¿Emi? — preguntó Julia sacando a la niña de su
ensimismamiento. Habían tomado uno de los viejos
trolebuses que todavía circulaban por la ciudad, con dirección
a la Feria Modelo de la misma, y le había extrañado el silencio
sepulcral que ella había adquirido desde que salieron del
edificio de departamentos, ¿será que algo le habría
molestado?
— No pasa nada, sólo pensaba en que su amistad me parece
un poco extraña.
— Lo es. Por supuesto, en periodos normales lo golpeo mucho
menos, es sólo ahora que siento un deseo homicida latente
cada vez que lo veo.
— ¿Es por lo de la noche en el río?
— Sí; no puedo creer que haya intentado tamaña estupidez.
Pero lo entiendo, al fin y al cabo, era su padre.
— ¿Su padre?
X
Las chicas se habían ido hace un par de horas, y Ricardo
por fin se decidió a salir del departamento. Sentía una absurda
vergüenza al ser encontrado por algún conocido que se
hubiese enterado de que había intentado matarse; pronto se
recordó que no tenía muchos contactos aquí, y que, aunque
se topase con alguien, difícilmente habría tenido noción de su
suicidio frustrado. Se lamentó primero, y se sintió aliviado
después.
Encendió su celular y a los pocos segundos una multitud
de notificaciones, casi todas llamadas y mensajes de su
madre, repletaron la pantalla del aparato hasta que terminó
por volver a apagarlo. Las manos le tiritaban cada vez que se
atrevía a revisar los mensajes, tanto que tenía que salir a
caminar para despejarse de todas las frases dolorosas,
crueles, ponzoñosas que él esperaba encontrar, pero de las
cuales no tenía más evidencia que su imaginación. Tomó el
primer chaleco que encontró dentro de la poca ropa limpia
que le quedaba, y salió raudo.
Su padre una vez la había dicho que nunca esperaba
demasiado de las personas, pues siempre terminaba
desilusionándose en algún sentido. Era una verdad poco
convencional salida de la boca de un hombre borracho, pero
la seriedad con la cual la expresó había calado tanto en él, que
cuando a veces se alegraba por algún suceso de su vida
relacionado con otra persona, en su interior el germen de la
desdicha anticipada brotaba con una fuerza que opacaba
aquel momento. Eso le había impedido todos estos años el
disfrutar realmente de las cosas, en un malestar que se había
acumulado en su ser por varios años, poco a poco.
Julia era quizás un islote en un mar de decepciones, que
normalmente él mismo provocaba. Se sentía tan agradecido
de que ella no se hubiese aburrido todavía de su carácter
hosco, torpe y pesimista, que nunca encontraba un buen
regalo de cumpleaños para ofrecerle en compensación.
Esperaba, estúpidamente, el momento en que su amiga
desbordase su paciencia y terminase saliendo de su vida,
como todos los demás. Entonces así se cumplirían las palabras
de su padre de nuevo y podría hallarse en una espuria
tranquilidad de saber que, incluso después de muerto, seguía
teniendo razón. Sí, Ricardo tenía un espíritu derrotado,
arruinado.
XI
Los colores de la Feria deslumbraron a Emilia,
completamente. Si alguna vez había visto algo parecido, no
podía recordarlo, no, esta tenía que ser la primera vez, ¿cómo
podría no recordar las preciosas formas de las frutas, las
verduras, el olor del pescado fresco, de las flores? Todo lo que
se mostraba ante sus ojos excitaba alguno de sus sentidos, y
Julia no le habló hasta que la niña había por fin superado la
sorpresa. La inocencia en las preguntas que siguieron (¿Cómo
se llama esta fruta? ¿Por qué tiene aquel pescado ese color?
¿Cuál es la diferencia entre esa flor y aquella?), le hicieron
entender que Emilia tenía poca experiencia en la ciudad, ya
que esta actividad era una cosa habitual de hacer con los
hijos, primos o sobrinos, prácticamente todo el mundo había
puesto un pie en la Feria Monumental alguna vez.
— ¿Te gustaría probar aquello?
— ¿Se puede? ¡Sí!
El sabor de aquel fruto era algo también desconocido
para ella. No podía precisar si era la primera vez que probaba
algo así, pero definitivamente le encantó; terminó por
comerse buena parte de la bolsa que Julia habría comprado,
pero ella ya había previsto aquel resultado. Medida que
avanzaba la tarde, más y más personas se aglomeraban en
torno a los locales más grandes y relucientes, atendidos por
dos o tres jóvenes regentados por una señora de talla
portentosa que con rapidez calculaba precios y vueltos. Tanto
era el gentío, que en un momento de descuido, Julia y Emilia
se perdieron de vista, y como de espalda las personas tienden
a parecerse, la niña terminó siguiendo a otra persona, hasta
terminar en una de las esquinas de la Feria. En el momento
justo en que Emilia quiso volver a tomar la mano de la
supuesta Julia, ésta dio media vuelta y se encontró con que
había estados tras los pies de una completa extraña.
Algo preocupada, Emilia intentó volver sobre sus pasos,
pero la concentración con la que había seguido a la otra mujer
y su pésima memoria le impidió encontrar alguna señal de
Julia, y a medida que su desesperación por hallarse perdida
aumentaba, un presentimiento extraño empezó a sacudirla,
desde la boca del estómago hasta la profundidad de su
garganta. Por un momento imaginó que las frambuesas eran
las culpables de esta reacción, pero cuando giró hacia uno de
los pasillos menos concurridos para salir de la multitud, su
respiración se detuvo de improviso.
Pasó frente a sus ojos en un parpadeo, pero fueron más
que suficientes para reconocerlo. Sus pisadas lentas, pesadas,
su cuerpo desbalanceado hacia el lado derecho, su bigote de
morsa, su ropa algo sucia, desgastada. Aquel viejo
desgraciado, el que a veces les golpeaba cuando iba a dejarles
la comida dentro de la ratonera, caminaba tranquilo y feliz de
la vida, sonriendo a las locatarias que nada sospechaban de
él. En más de una ocasión, sobre todo al principio, Emilia tuvo
que recibir, en vez de sus compañeras, algunas de las
bofetadas que el infeliz propinaba a diestra y siniestra, sobre
todo hedía alcohol. Una cólera creciente eliminó la
desesperación, y las ganas de encontrar a Julia. Aprovechando
que el viejo caminaba a un paso que hacía fácil el seguimiento,
y que aquel gorro rojo le distinguía de los demás, la niña lo
estuvo siguiendo un buen rato dentro de la feria, hasta que el
sujeto pareció haber terminado sus compras, o se aburrió, o
ambas cosas, y caminó hacia los suburbios.
Emilia no se preocupó de que prácticamente no conocía
la ciudad en la cual había empezado a incursionarse. No se
detuvo por ello. A medida que caía la tarde, y la luz del sol
menguaba, la respiración de la niña aumentó su cadencia, y
sus manos se volvieron sudorosas. Los edificios con
ventanales claros y colores bonitos fueron desplazados por
construcciones antiguas, grises, llenas de rejas y panderetas
con grafitis, volviéndole las calles más estrechas, cerradas,
peligrosas. En un momento, el viejo se detuvo para sacar su
celular. Contestó. Emilia le espiaba desde detrás de un grueso
poste del tendido eléctrico, tan concentrada en aquel sujeto,
que nada pudo hacer contra la mano, fortísima, que tapó su
boca y la jaló hacia detrás de su escondite. Había sido
atrapada.
XII
Tiberio Arratia rellenó su vaso por décima vez, y aunque
no estaba ebrio, sus pasos y movimientos eran cada vez más
lentos, más pesados. Su invitado no había siquiera probado el
trago que su anfitrión se había esmerado en preparar,
posiblemente porque ése era el caso; aunque estaban juntos
en el mismo negocio, los múltiples rumores y evidencias
apuntaban que Arratia era un hombre brutal, casi siempre con
sus antiguos socios. Casimiro mantenía eso en su mente de
forma constante, evitando mostrarse demasiado amable, o
demasiado enojado, lo que no era fácil estando bajo los
efectos de la luna.
— Bueno estimado, supongo que viene porque el viejo se
aburrió de negociar conmigo, ¿no es así? — pesadamente
Arratia se desplomó sobre un sofá tan sobrio como exclusivo,
propio de quien maneja un considerable caudal de dinero.
Casimiro terminó por declinar de probar siquiera su trago, y
se lo acercó al tipo que, sin darse por aludido, lo consumió
gustoso.
— Espero que entiendas que el precio que estás pidiendo
ahora no estaba en nuestros planes, y por supuesto, mucho
menos en nuestro presupuesto. La ambición tiene límites,
Tiberio, y nuestra paciencia se agota.
— ¡Yo te creía con una visión más profunda, Cas! ¡más a largo
plazo! Verás, no ha sido fácil mantener mis utilidades si se
están comiendo a mis prostitutas para sus pruebas, y he
tenido que desviar a parte de mis burreros para que les lleven
la droga que usan como materia prima. Ambos somos
capitalistas, ¿no? He corrido con buena parte de la inversión
y la logística, no me parece inaudito que quiera una
retribución acorde a mis esfuerzos.
— $500.000 las 25 dosis, esa es la última oferta que tenemos
para ti.
Arratia se levantó del sofá, refunfuñando. La tenue luz de
su oficina provenía de una suerte de luminiscencia que los
múltiples acuarios instalados por aquí y por allá desprendían.
Camino algunos pasos hacia su escritorio, y metió la mano
bajo el mismo para alcanzar algo de uno de los cajones;
automáticamente Casimiro tomó su arma dentro del bolsillo
de su abrigo, esperando que el hombre haya dado por
concluida las negociaciones. Nada de eso; sacó un papel un
tanto descuidado, doblado varias veces, lleno de apuntes
manuscritos, que le dio a leer.
— ¿Esto es en serio? — preguntó luego Cas, sin poder
contener su sorpresa.
— Cada uno de los bares de mala muerte que están a mi
cargo, y buena parte de mis distribuidores están de acuerdo
en realizar un lanzamiento simultáneo en tres ciudades del
país, las más grandes. Por una noche, cada drogadicto de esos
territorios poseerá alguna de las lunas a precio de huevo,
porque vamos a saturar el mercado, a propósito. Después de
esa noche paradisiaca cortaremos el suministro, sólo para
retornar esta vez con precios que, tras haberla probado, no
podrán negarse a cancelar. Negocio redondo.
— Debo admitir que eres un optimista de tomo y lomo.
— Hice mis cálculos, y si me aseguran el precio que les pido,
la cantidades que necesito, vamos a recuperar varias veces
nuestras inversiones. Por supuesto, las lunas tienen que ser
de excelente calidad. Nada le hace peor publicidad a un
producto que efectos indeseados.
— ¿Qué sucederá con las policías? ¿No serán un problema?
— Les daremos un hueso más sabroso para mordisquear.
XIII
Un cabezazo suave, aunque también doloroso, fue lo que
recibió Emilia en primer lugar. Julia, sin dejar de parecer
simpática, estaba sin duda molesta, y su respiración jadeante
no fue impedimento para lanzar un pequeño sermón,
mientras seguían escondidas del hombre que, había
observado ella, había inspirado esta aventura de la niña.
— ¿Te he seguido por no sé cuántas cuadras? ¡Apenas si
conozco esta parte de la ciudad, no sería capaz de devolverte
a casa si nos perdemos! No puedo creer que sólo haya sido
suficiente una noche bajo el techo de Ricardo para que
adquirieras la peor de sus costumbres, el creer que pueden
hacer lo que quieran y que el resto no va a preocuparse de
ellos. En ese sentido son una enorme molestia.
— ¡Déjeme explicarle!
— Hazlo, y pronto, el viejo que sigues no hablará mucho más,
nadie tiene tanto saldo en su celular.
— No... no puedo contarte ahora...toda la historia. Pero lo que
sí te puedo decir, es que él es una de las personas que… que
me hicieron saltar por ese río. No… no soy la única en mi
situación, hay más como yo… y esperaba poder encontrarlas,
si es que lo seguía— Emilia titubeó en continuar explicando
algo que ya para ella era confuso. La mirada reprobatoria de
Julia se suavizó al darse cuenta de que hablaba sinceramente;
respiró profundamente, y volvió a tomar de los hombros a
Emilia.
— Bien, estamos juntos en esta. ¿Quieres seguirle aún?
— Sí.
XIV
Todavía estaba aquel perro en la estación de buses. Era
lo que se conoce coloquialmente como “quiltro”, un can
descendiente de una mezcla de razas, tierras e historias
difíciles de desenmarañar a estas alturas, siendo por tanto un
perro cualquiera, imposible de clasificar, la definición misma
de ser algo único; Ricardo siempre se había sentido fascinado
por los perros, y en particular este ejemplar le evocaba una
amistosa simpatía: había sido el primero que le recibió
alegremente hace cinco años, cuando se había escapado de
la vida del campo y de los comentarios de su padre.
Los años no parecían haber pasado sobre aquel perro,
que le reconoció al instante y saltó encima suyo, moviendo la
cola. Su timidez y torpeza en los primeros meses hicieron que
Ricardo tuviese pocos pasatiempos fuera de casa, y uno de
ellos era visitar de vez en cuando al cuidador del terminal de
buses, que no importaba la hora o las condiciones climáticas,
hallábase puntual y clavado en el primer andén.
Acostumbrado a ofrecerle cariño, pronto el perro caía
rendido frente a los jugueteos que el joven le ofrecía, sacando
la lengua y mordisqueando con suavidad sus manos. Eso
siempre le animaba.
— ¿Es tuyo? — preguntó entonces una voz desconocida. La
primera reacción de Ricardo, era que no, fue la de perder el
equilibrio y casi caer sobre el perro, totalmente entretenido.
Antes de precipitarse alguien le tiró del polerón.
— No, sólo es un amigo...— fue la respuesta automática, y al
voltearse, una mujer un poco menor que él, pero
definitivamente más vivaz y feliz, le sonreía, sin saber si era a
él o al cánido, que frotaba todo su lomo contra el suelo de la
estación.
— Pues se nota que se quieren mucho— dijo ella, sonriendo
aún, y tras dar algunas muestras de indecisión, agregó—. Sé
que no nos conocemos, pero acabo de llegar, y en serio
necesito indicaciones para ubicar un edificio en particular.
¿Sería muy atrevido de mi parte consultarte a ti?
El perro mordisqueó el tobillo de Ricardo, pero éste no
lo sintió.
XV
— ¿Qué es este lugar? — preguntó Emilia, entre susurros.
Julia no contesto inmediatamente; en las poco menos de dos
horas que habían seguido al viejo se alejaron tanto de la
ciudad que ella tampoco estaba segura de su ubicación exacta
ahora. Sin embargo, reconoció la fábrica en la que habían
entrado.
— Hace varios años, existía un barrio industrial cerca de la
Ciudad del Sur. Cervecerías, fábricas de plástico,
herramientas, etc. Pero…
Todavía podía olerse la carbonización y los desechos se
consumieron en el incendio de hace diez años. Nunca se supo
si fue un accidente, un desperfecto eléctrico o algo
intencional, pero lo que sí era seguro es que inició en la
pequeña refinería de petróleo con la que contaba la ciudad,
heredera de las antiguas carboneras. Una explosión primero,
y una bola de fuego consumieron a buena parte de los
trabajadores del turno nocturno de ese fatídico día, y las casi
inexistentes medidas de seguridad permitieron que el fuego
se extendiera por todo el barrio, consumiendo prácticamente
la totalidad de las industrias del sector. Murieron 124
personas en esa noche, y una docena más de los heridos e
intoxicados. Andwander S.A. era una de las cervecerías que
funcionaba cerca de la zona cero. Aunque los daños
estructurales fueron pocos, el municipio de la ciudad les
impidió continuar con las operaciones, y decidieron
abandonar sus instalaciones, relocalizándolas. Siempre se
negó a vender sus terrenos, y demoler la infraestructura que
no colapsó en los días posteriores. Su sello, el barril de cerveza
sobre una tuerca, estaba por todas partes, en casi todas las
paredes; de ahí pudo Julia reconocer dónde se encontraban.
¿No había un cordón sanitario alrededor del perímetro del
extinto barrio industrial? Se suponía que los químicos
derivados del petróleo habían inundado todo el sector, y
varias veces debieron descontaminarlo, sin mucho éxito.
— Estoy segura que se metió en este edificio, pero…
— Lo sé, no debimos haber tomado el camino más largo.
Habían perdido al viejo a la entrada de la fábrica. El
camino directo les pareció demasiado peligroso y a campo
abierto, y prefirieron tomar un desvió por una hilera de
frondosos matorrales que les dieron buena cobertura. Pero
ahora, en medio de un edificio tosco y abandonado, con un
persistente sonido de goteras y de pozas de agua y un olor a
ratos nauseabundo y a ratos pestilente, no tenían mucha
seguridad sobre a dónde dirigirse.
— ¿No es una opción devolvernos, verdad? — preguntó Julia,
tanteando la expresión en el rostro de la niña. Confundida,
Emilia no supo responder. En verdad ansiaba poder encontrar
a las demás, sentiría una terrible culpa si no intentaba
también liberarles, pero este lugar, aunque tenía un aire a la
alcantarilla en la que había estado encerrada, no era el
mismo.
— Exploremos un poco más...y luego nos vamos. ¿Te parece?
— De acuerdo. Pero sólo si me cuentas un poco más de esto,
¿vale?
— Yo estuve en un lugar parecido a este, durante mucho
tiempo.
—…
— Sé que no soy de aquí, pero no recuerdo ya mi antigua casa,
ni a mi familia de antes. ¿Tendré algo malo que no puedo
recordarlo? Cada vez que lo intento sólo veo manchas
borrosas, no mucho más.
—…
— No estaba sola. Otras niñas como yo, también estaban
encerradas aquí. También venían de otras partes que ya no
podían recordar. Excepto Alicia. Ella sí podía contarnos como
era su vida antes de haber sido traída a aquel lugar, sí
recordaba el rostro de sus padres, y recordaba la luz del sol.
Fue muy triste cuando se la llevaron un día, y no regresó más.
Nos dijeron que había vuelto con su familia, pero nunca les
creímos.
— ¿A quiénes, Emi? ¿Qué hacían aquí? ¿Por qué estaban
aquí?
— Los investigadores. Así se hacían llamar, y se enojaban
mucho cuando no los tratábamos de esa forma. Nos decían
todo el tiempo que estábamos haciendo algo muy
importante, que les ayudábamos a encontrar algo muy
valioso, aunque nunca nos explicaron exactamente qué.
Siempre estaban tomándonos sangre, y metiéndonos agujas.
Mira.
Emilia se levantó la manga de su polerón, y múltiples
puntadas en su brazo se hicieron visibles para Julia, que
cuando la había ayudado a vestirse las había pasado por alto.
“¿Hacían pruebas con estas niñas?”, se preguntó ella, y
comenzó a temer que tras las ligeras palabras de Emilia se
escondía algo mórbido en las cuales ellas habían sido
ignorantes protagonistas.
— ¿Qué sucedía cuando les metían las agujas?
— Cuando las cosas salían bien, a unas nos daba mucho
sueño, mientras que otras nos poníamos muy contentas. Pero
cuando las cosas salían mal…
— ¿Qué pasaba entonces?
— Casi siempre vomitábamos. Nos dolía mucho la cabeza y
los dientes, sobre todo los dientes. Algunas les salían ronchas,
y cuando estaba muy mala la cosa, algunas empezaban a
tiritar tanto que ellos tenían que sacarlas afuera de la sala.
— Eso se llama “convulsión”.
— ¿Cómo?
— Sigue contándome, luego te explicaré lo que…
Mientras conversaban, habían avanzado lentamente
entre los pasillos de la cervecería abandonada, en la que sus
pasos, pese a lo débiles que eran, retumbaban con tal fuerza
que, esperaba Julia, un centinela desprevenido entregaría su
posición fácilmente. Durante la conversación no había
escuchado nada más que sus propias pisadas, por lo que se
había sentido a salvo hasta que, al girar en una esquina, una
luz estática le sorprendió tanto que retrocedió junto con
Emilia. Unas miradas sigilosas le dieron a entender que sólo
era un traga luz en medio del pasillo, pero la niña reconoció
entonces de qué se trataba.
— Esa luz… y esa silla…
Antes de que Julia pudiese tomarle de algún lado, Emilia
ya había caminado hacia el único sector luminoso de estas
ruinas. Efectivamente, había una silla ahí… y también charcos
de sangre. Era pequeñas manchas en la cuerina del mueble, y
que salpicaban alrededor del mismo; ¿Qué uso tenía esta silla
en medio de la nada? Pero antes de que elaborase la
pregunta, Emilia había retrocedido unos pasos, para luego
observar hacia el pasillo hacia adelante.
— Una vez castigaron a alguien aquí. Alguien querido para mí.
Y si esta silla está aquí, significa que, dentro de uno de estos
pasillos interiores, están las demás.
XVII
Un hueso más duro de roer. Tiberio Arratia no era un tipo
que se jactase sin tener razones de peso para ello, y si él
esperaba entregarles a los policías algo con lo qué
entretenerse, Casimiro no podía sino preguntarse qué haría
este sujeto. Se desenvolvía tan bien en la cultura de la noche
de la ciudad que Arratia tenía contactos para casi todo, y no
era descabellado pensar que únicamente con una orden suya,
podría desatar el caos en esta urbe. Ladrones, asesinos,
criminales de todo tipo y grado eran acogidos por él, siempre
y cuando mantuviesen un acuerdo de silencio y de anonimato,
además de la provisión temporal de sus servicios. Era el padre
inmundo de muchas ratas sueltas.
No tuvo duda de que había sido él quien preparó el
ataque a la Intendencia.
XVIII
Saltaron.
La suerte les acompañó en la caída con tanta
generosidad que, cuando pudieron abrir los ojos, se
sorprendieron ambos de hallarse conscientes. Ricardo y la
maleta, en ese orden, absorbieron buena parte del impacto,
aunque en gran medida les ayudó el hecho de que el autobús
se enfrentó a un lomo de toro contra el que no pudo hacer
otra cosa más que disminuir la velocidad. Aun así, Valentina y
su compañero rodaron varios metros tras caer de la puerta
trasera, recibiendo varios moretones en el proceso.
No hubo tranquilidad después de eso. El autobús, hecho
una furia, chocó en dos cuadras más allá contra el edificio más
importante de la Ciudad del Sur, la Intendencia, que
aglomeraba buena parte de las funciones municipales y del
gobierno central. La frontalidad y la energía del mismo
retumbaron varias cuadras a la redonda y los gritos de
hombres y mujeres frente alrededor de la zona del impacto
fueron proferidos una segunda y una tercera vez, pues un
autobús más y un camión de carga, unos segundos después,
se lanzaron contra la ya herida estructura. Una bola de fuego
emergió de entre los restos de los tres vehículos, y mientras
los llamados de auxilio y las sirenas de los servicios de
emergencia se acumulaban en torno a la zona cero de la
catástrofe, Valentina y Ricardo se tumbaron, exhaustos, sobre
el césped del bandejón lateral que les había salvado.
Un humo negro brotó desde la Intendencia hacia el cielo
de la Ciudad del Sur, como anunciando los días grises que
vendrían. Recibió entonces Valentina una llamada de su
celular.
XX
— Eso fue…
—... Intenso— hablaron coordinadas Emilia y Julia. Valentina
se mostró bastante orgullosa de su historia, mientras Ricardo
dormía plácidamente tirado en el suelo de la sala. Kushina, la
gata del departamento, merodeaba cariñosamente entre las
piernas de la narradora de la aventura del autobús maníaco,
hasta que finalmente terminó por recostarse en el regazo de
la misma.
— ¿Y después?
— ¿Después de que saltamos? Mi padrino se reunió con
nosotros y constatamos lesiones, además de hacer las
declaraciones a la policía. No fue mucho en verdad lo que
pudimos ayudar, realmente sólo fuimos observadores de
todo lo que pasó.
— Um… Qué bueno que no les haya sucedido nada grave—
soltó Emilia, mientras le hacía gestos a la gata, que sólo
entrecerraba sus ojos para luego caer en una siesta.
— Prácticamente fue gracias a él. No tiendo a asustarme
demasiado, pero el que ese vehículo se haya querido lanzar
me tomó completamente por sorpresa, y me bloqueé; creo
que tuve mucha de suerte de encontrarle.
— Estoy…sorprendida de que haya sido así— dijo Julia—. No
me malentiendas, siempre he considerado a Ricardo como un
buen amigo que tiene un gran corazón, aunque se empeñe en
ocultarlo y en actuar contra lo que en verdad siente o piensa.
Sin embargo, no me lo logro imaginar realizando un acto de
este tipo; quizás estaba tanto más asustado que tú.
— No lo sé, tú debes conocerlo mejor que yo pues… ¿Eres su
novia verdad?
El rostro de Julia se desencajó primero, para luego pasar
a un sonrojo leve, uno mayor hasta que todo su rostro
adquirió un tono rosado que sólo se disipó lentamente a
medida que afirmaba de forma tajante ser sólo su amiga.
Valentina se disculpó apropiadamente mientras Emilia
parecía estar en extremo entretenida con la pequeña escena
de comedia romántica que se había desenvuelto entre ambas
jóvenes; tiempo después Valentina se despidió de ambas ya
que su padrino, quien le había llamado tras haber saltado del
autobús, ya le esperaba abajo del departamento. Prometió
regresar próximamente para revisar que las heridas de su
nuevo amigo estuviesen sanando bien, a lo que una Julia aun
avergonzada por la ocurrencia de su invitada respondió
encantada. Ya se verían en los siguientes días.
XXI
— Ni siquiera le pedí el número de teléfono…— susurró
Valentina mientras las luces de la ciudad atravesaban
vertiginosamente la ventana del auto en el que iba como
copiloto.
— ¿Ah? — preguntó el hombre regordete y bonachón que iba
conduciendo. La joven volteó la vista e hizo una seña con la
cabeza para quitarle importancia al susurro.
— Nada padrino, sólo estaba divagando. ¿Te ha ido bien acá?
— Bueno, el trabajo es algo pesado, pero me he adaptado
bien. El Edificio tiene una afluencia normal de huéspedes y
público, pero la gerencia es algo… exigente. De todas formas,
si logré conseguir una habitación para ti a un precio módico,
significa que no lo he hecho tan mal, ¿no?
— Por supuesto que te ha ido bien. Mis tías te mandaron
muchos saludos, dijeron que te tomes vacaciones en cuanto
puedas para que vayas a visitarlas.
— Claro… lo haré. Por otro lado, ¿cómo está el joven de hace
rato?
— Bien, al parecer vive con una amiga y una suerte de prima
o hermana menor, no estoy seguro de esto último.
— ¿Amiga? Novia querrás decir.
— No— dijo Valentina mientras recordaba la expresión de
Julia— estoy completamente segura que es su amiga.
— Si tú lo dices, Vale. Oh, quería saber más de lo que sucedió
en la Intendencia. Permiso.
El padrino de la muchacha prendió la radio del vehículo,
y justo se encontraban entregando las últimas informaciones
del atentado. Los muertos ascendían a ocho personas,
contando a los tres conductores de los autobuses y el camión
usados como proyectiles; aunque a nivel estructural el edificio
no sufrió daños irreparables, sí fueron significativos, y tomará
un buen tiempo reconstruir la fachada de la Intendencia, sin
contar la reubicación de las reparticiones públicas afectadas.
Las motivaciones para un ataque concertado con estas
características seguía poniendo de cabeza a los analistas,
aunque el persecutor Orellana de la Fiscalía ya había iniciado
una investigación, pero para todos había sido una sorpresa
lamentable e inaudita. La violencia a esta escala era un
fenómeno muy poco frecuente en la Ciudad del Sur, aunque
no pocos lo conectaron con el asesinato e incendio de un
taxista en las afueras de la urbe, un hecho aislado también
atípico de la zona.
XXII
— ¿Enfermos mentales?
— No. Sólo personas “angustiadas”, que descubrieron el
potente caudal de sensaciones que genera en su interior el
efecto de las lunas. Tras las primeras dosis de Luna Llena, les
encomendé que se lanzaran contra cualquier edificio
importante de la ciudad, ¡Cómo saber que los tres estúpidos
iban a coincidir en un mismo lugar! Es la agradable sorpresa
de lo imprevisible, supongo.
— Es un poco fantasioso creer que se suicidaron sin más.
— Por supuesto que no. Les hice consumir bajo engaño una
dosis de Menguante, y eso fue más que suficiente. Por cierto,
¿qué hacemos aquí?
— Quiero que nos cuentes algunos detalles que se me
podrían escapar.
— ¿Y es necesario que esté este estropajo?
— Es útil, ¿cierto, Elena?
XXIV
— ¿Esto se considera como una habilidad usual en una
arqueóloga? — soltó Ricardo mientras avanzaba en la
improvisada galería, en la que dibujos en acuarela, témpera y
acrílico se encontraban aleatoriamente repartidos sobre una
de las paredes del departamento. Valentina se acercó, y como
la madre que acaricia a sus retoños, posó la yema de sus
dedos sobre algunas de estas pinturas, tan suavemente que
apenas si se escuchaba el sonido de su piel sobre la pintura
seca. Sonrió.
— ¡Por supuesto! Todos generamos nuestras huellas,
nuestros artefactos y nuestros vestigios. Si no soy capaz de
sensibilizarme en torno a los míos, no tengo oportunidad
contra los de otros. ¿Te han gustado?
— Seré muy sincero: aunque hayas dibujado latas de sopa, me
habría parecido sorprendente; siempre he admirado a la
gente que es capaz de plasmarse dibujando.
— Eso no es lo que esperaba escuchar… pero gracias de todas
formas.
— No, quiero decir que son muy lindos. Es sólo que se me da
tan mal el dibujo que este tipo de cosas en general siempre
me dejan sorprendido. Y me agradan las flores, en verdad.
Valentina prefirió no preguntar si estaba relacionada con
su vida en el campo. Temía que la respuesta le derivase a
Ricardo en recordar el tema de sus padres que, tras su
primera conversación, notó ella era algo bastante
comprometedor para él, siempre evitándolo de forma
solapada. Pese a que era un tanto torpe en hablar de sí
mismo, al igual que ella, tendría sus motivos para esconder
del resto del mundo las marcas y las cicatrices de las heridas
producidas. Perseverar sería truncar el delicado puente de
confianza y sinceridad que, sentía ella, estaban creando entre
sí.
— ¿Qué tan grande puede ser este edificio? — preguntó él de
improviso.
— Si han decidido ir piso por piso, fácilmente podrían estar
una hora revisando las pinturas que adornan las paredes del
edificio. ¿Tanto le gusta el arte abstracto a Julia? Por su
personalidad, hubiera creído que prefería cosas más vivaces,
de colores más fuertes.
— Estoy casi seguro que no es por eso.
XXV
Sin un plan, sin ninguna pista salvo las palabras del
asesino que les retuvo en las ruinas de la cervecería
Andwander, Julia y Emilia habían iniciado la búsqueda de
Elena. Cuando Valentina les invitó al Edificio RP para estrenar
el departamento que su padrino, Brandon Jorquera, le había
conseguido para que viviese en la Ciudad del Sur, ambas
consideraron que su suerte estaba siendo excesivamente
buena, aunque se sintieron un poco mal por utilizar para otros
fines esta visita a su nueva amiga.
— Ella lo entendería si le explicásemos nuestras razones…
¿verdad? — había dicho Julia para reconfortarse poco
después de salir del departamento, con la excusa de querer
mirar con más detenimiento las pinturas rocambolescas que
estaban en los pasillos de los pisos. Emilia no contestó. La
impotencia de no saber por dónde empezar a buscar, ni a
quién preguntarle por aquella persona valiosa de la cual sólo
poseía su nombre estaba carcomiéndole la mente y los
intestinos. ¿Quién era, al fin y al cabo, la dichosa Elena? Sus
ojos no dejaban de irritarse cada vez que pronunciaba su
nombre.
El Edificio RP era uno de los hoteles más reconocidos de
la Ciudad del Sur. Céntrico, multifuncional, frecuentado por
personalidades políticas y económicas, era un nódulo de
poder en medio de una de las ciudades más sombrías del sur
del país, por lo que su entrada resultaba ser motivo de
prestigio, o cuando menos, de un alto poder adquisitivo. Era,
a su vez, un lugar de paso, por lo que en determinadas épocas
del año su afluencia de público era bastante baja, apenas si
unas cuantas personas por cada uno de sus 25 pisos. Muchas
de sus suites se encontraban arrendadas de forma semestral
o anual, y se mantenían impecables siempre, a la espera de
sus usuarios. Por tanto, encontrar a Elena entre alguno de las
plantas requería una mixtura entre suerte y perspicacia, pues
las habitaciones se encontraban etiquetadas dependiendo de
si ya estaban alquiladas, actualmente en uso o desocupadas.
— ¿Crees que podamos revisarlas todas, esta noche? —
preguntó entonces Emilia, y Julia le quedó mirando con pocas
esperanzas.
— Quizás no sea una buena idea hacer eso, pequeña.
— ¡¿Cómo se supone que la encontramos si no revisamos en
todas las habitaciones?!
— Piensa por un segundo— Julia debió usar un tono de voz
reprobatorio para calmar a una Emilia cada vez más
desesperada—, si comenzamos a buscar y molestar a cada
uno de los arrendatarios, ¿no crees que más de alguno se
quejará? ¿Y si eso provoca que quien tenga a Elena se la lleve
de aquí? No volveremos a tener una oportunidad de
encontrarla si se la llevan a otro lugar.
— Tienes razón… Lo siento, es sólo que…
Los ojos de Emilia se derramaron. Frente a su dolor
inexplicable Julia sólo podía otorgar palabras y cariños de
consuelo. El abrazo entre ambas fue interrumpido por la
oscuridad.
XXVI
— ¿Acaso vas a quedarte aquí mirando? ¡Trae a algún maldito
técnico o encargado, o sácame tú mismo de aquí!
— Somos socios, pero no tengo tiempo para ayudarte.
— ¿Qué mierda estás diciendo?
Casimiro Osorio no contestó. La cruenta naturaleza de
sus cuarenta y tres años había acumulado la suficiente
experiencia para comprender que este apagón no era
ninguna coincidencia, debía estar conectado con la persona
que tenían atrapada allá arriba. Tiberio Arratia lanzó un par
de maldiciones más antes de resignarse a que había quedado
atrapado dentro del ascensor, con la puerta apenas abierta y
sin posibilidades de escapar de ahí por sus propios medios.
Observó en silencio cómo su socio se inyectaba una dosis
del producto que ambos estaban próximos a estrenar, una de
las lunas, y cómo desenfundaba su revólver de una forma tan
amenazante que era casi una suerte que la iluminación del
edificio no estuviese funcionando.
— ¿No estarás pensando en recorrer el hotel con ese fierro
entre las manos, o sí?
— Tenías razón…fue un error dejar a Elena con vida. Voy a
corregirlo justo ahora.
— ¡Si te atrapan con eso y terminamos en la cárcel, te
asesinaré! ¿Me escuchaste? — vociferó Arratia mientras
Casimiro, sin dedicarle miradas o palabras, se alejó como un
fantasma en la oscuridad. Las luces de emergencia
incrustadas en los pasillos parpadeaban, dejando una estela
rojiza cada dos o tres segundos. Encontrándose en los
primeros pisos, Casimiro soportó sin asco las miradas de los
incautos clientes alojados, que se espantaban al ver a un
hombre armado recorriendo con una velocidad desenfrenada
tras quién sabe qué.
Quedaba una hora para aquella llama por fin se
extinguiera.
XXVII
De pronto, sólo la pálida luz de una luna menguante era
lo que se interponía a la oscuridad completa; prácticamente
en todo el Edificio RP un suspiro o un grito ahogado de
sorpresa se dispersó por las habitaciones de los huéspedes
justo después de que el apagón hubiese comenzado. Como
suele suceder en las ciudades y países acostumbrados a los
desastres naturales y a los efectos que éstos traen consigo, la
mayor parte de las personas guardaron la calma, y sólo
algunos incautos salieron de sus suites para, en tono casi
humorístico, conversar con los vecinos aprovechando el cese
de la rutina que este episodio les proveía.
Julia y Emilia estaban lejos de sonreír. Ambas se miraron
cuando la iluminación desapareció de repente, y ambas
coincidieron en que era lo peor o lo mejor que podría
ocurrirles. El vaso medio lleno les invitaba a ser más atrevidas
en su búsqueda de Elena; aprovechar la supuesta confusión
generada por el apagón. El vaso medio vacío era el
presentimiento de que este evento se encontraba enraizado
justamente a la figura enigmática de la amiga de Emilia.
¿Acaso quien fuese el maldito que la tenía secuestrada había
escuchado algo? ¿Supo de alguna manera que esta noche,
justo esta noche, habrían de ir a buscarla? Si este no era el
caso, ¿aprovecharía el captor de esconder o trasladar a Elena
fuera del edificio? ¿Querría desaparecerla…?
— Seguimos a tientas, ¿no?
— Sí, nada ha cambiado. ¿No recuerdas su aspecto, su color
de pelo? ¿Su contextura física?
— Te mentiría si te dijese algo, Julia— la expresión de Emilia
era de quien inútilmente escarbaba en su memoria—, apenas
si tengo una silueta dibujada en mi cabeza.
— ¿Y recuerdas quién podría tenerla secuestrada? —
preguntó al rato después Julia, y mientras avanzaban por un
pasillo un poco más frecuentado por los distintos
arrendatarios que habían salido a curiosear, le reconoció con
un fuerte dolor de cabeza: alto, delgado, con un abrigo
obscuro, una piel más bien blanquecina, ojos penetrantes,
insufribles. Entre la penumbra de las luces de emergencia,
tenues balizas anaranjadas que oscilaban, reconoció su
rostro. Sus pupilas negras, inyectadas, apenas si cabían en la
cuenca de sus ojos, los que no demoraron en encontrarle.
Recuerdos fulminantes resquebrajaron las paredes que
había construido Emilia en su memoria: el hombre del puente,
él quería llevársela también. Impactada por el miedo, no atinó
a nada; mantenía el paso hacia el enemigo mientras sus
cabellos se erizaban y sus dientes iniciaban un castañeo
desenfrenado. Era como si toda la gente alrededor hubiese
desaparecido, y sólo ellos se hubiesen clavado las miradas
mutuamente. De hecho, nadie se percató de que la relación
presa y cazador se había configurado entre ellos.
Salvo Julia. Más que su conocimiento sobre las
expresiones de Emilia, Julia leyó el ambiente con tal juicio, tan
apegada a una intuición fraternal, que saboreó el peligro
apenas transcurridos un par de segundos. La mueca de
incredulidad y de indignación del hombre del abrigo le dio a
entender que, incluso antes de que comenzase a apuntarle a
la pequeña, éste era una amenaza imposible de enfrentar, un
peligro irresistible; tomó la mano de Emilia y jaló de ella con
una fuerza criminal, sabiendo que tendría que disculparse
luego. Nada importaba justo en ese instante. Sin dejar de
mirar al sujeto que ya había disparado y errado, tomó a la
muchacha de la cintura, y comenzó a correr entre las
personas que, por el sonido del arma, habían reaccionado en
movimiento de estampida: por aquí y por allá gritos de
incomprensión y miedo produjeron un ambiente caótico. Un
disparo más, y Julia no supo nunca si la bala le había rozado
parte de su cabello o sólo había sido su imaginación, pero ya
no importaba aquello a su cuerpo. Debían huir, era un
imperativo.
Traspasando entre las personas, entre codazos, entre
llantos, una aterrada Julia y una ida Emilia intentaron
aumentar la distancia entre su enemigo, mientras este
disparo dos veces más. Una persona dio un grito de muerte,
alguien cayó al piso. Julia se maldijo a sí misma por no
compadecerse de quien tuvo que sufrir en su lugar, pero sólo
aumentó la velocidad. Detrás, un ser desaforado clamó:
— ¡¡TÚ!!
XXVIII
Alguien tocó a la puerta. Valentina seguía sin poder
comunicarse con su padrino, quien de seguro estaba
intentado solucionar el problema del apagón. Ricardo, con
una mísera vela en su mano, se acercó a la puerta y la abrió.
La esperma de la vela cayó varias veces entre sus dedos, pero
no le dio importancia al ardor: la chica que estaba del otro
lado se desplomó sobre el umbral de la misma.
— ¡Qué demonios…! — dijo Valentina soltando el teléfono,
mientras Ricardo tomó a la muchacha y la recostó lo mejor
que pudo entre sus brazos. Estaba fría. Y herida.
— ¿Dónde podemos dejarle descansar?
— ¡Aquí!
Una piel enrojecida, amoratada en tantas partes que se
hacía difícil contar, era todo lo que se veía. Ambos obviaron el
pudor de examinar un cuerpo desnudo, y tras comprobar que
aún respiraba, la arroparon con el mismo cuidado con el que
se le haría a un bebé, y se miraron preocupados. Parecía
haberse esforzado mucho para llegar hasta aquí, y era
probable que no hubiese tenido más opción que solicitar
ayuda antes de caer inconsciente. Volvieron a mirarse.
— Saldré a buscar a mi padrino, Ricardo. ¿Puedes quedarte
aquí con ella mientras regreso?
— ¿No será peor que él llame o llegue aquí y no estés?
— Es mejor a que tú te pierdas, ¿no? Descuida, creo que
conozco relativamente bien este edificio. Revisaré donde
haya más posibilidades de hallarle, y en el camino intentaré
encontrar a estas dos.
— Confía en mí entonces.
Eso fue lo que dijo, pero Ricardo estaba intranquilo,
asustado. La oscuridad nunca había sido su amiga, y la
presencia extraña de esta muchacha recostada en el sofá en
nada ayudaba. Una parte de él acumulaba mucha indignación
contra Julia por desaparecer en un momento como este,
mientras que otra ansiaba que regresase. A él no se le daba
nada de bien ayudar a la gente, y la muchacha tendida
requería de alguien más capaz.
Al primer gemido él se sobresaltó, y alejó unos cuantos
pasos. En tres tiempos trajo un poco de agua, por si la
muchacha la necesitaba, aunque no dio señales de
despertarse; por el contrario, el rápido movimiento de sus
ojos parecía indicar que soñaba. Sus quejidos fueron en
aumento, y Ricardo se acercó.
— E…e…m…
— ¿Puedes escucharme? ¿Necesitas algo?— preguntó él con
suavidad y urgencia a la vez.
— E…Emilia…
Ricardo se derramó un poco de agua.
XXIX
Julia hizo oídos sordos a los gritos de la gente, a los
chillidos de Emilia que por fin se había despejado de su
impresión, y del grito vociferante de quien les perseguía. Los
disparos dejaron de escucharse de pronto pero, aunque sus
piernas y brazos le quemaban ella no dejó de correr hasta que
volvieron a ser envueltas por una penumbra sólo
interrumpida por las luces de emergencia. Exhalando a todo
pulmón, entre jadeos le preguntó a Emilia si es que estaba
bien. Ella sólo asintió.
— ¡Demonios…ah…! ¿Qué…quién era ese tipo? ¿Lo conocías,
te conocía?
— Sí… eso creo. Tengo un recuerdo vago de él…antes de que
terminase en el río. No estoy segura si él fue quien me
lanzó…o si yo caí escapando de él.
— Te creo— una enorme bocanada de aire ingresó y salió por
la boca de Julia—. ¿A dónde iremos ahora? Ese demente no
le importó que hubiese gente, que estuviésemos en este
edificio… Tengo un poco de miedo en verdad, me tiritan los
brazos y las piernas.
— Estamos igual.
***
Elena, Emilia y Casimiro entraron en la habitación de este
último en silencio, interrumpido por el frágil lloriqueo de la
niña que, aunque se había calmado lo suficiente, no dejaba de
sollozar, tanto así que había dejado un muy tenue pero visible
sendero de lágrimas. El hombre tomó a Elena del cabello y la
lanzó contra la pared, mientras ésta ni se inmutó. Emilia vio
esta escena impávida, incapaz de articular palabra o
movimiento, y fue sorpresivamente también zamarreada por
el brazo cruel de Casimiro, que profería insultos a ambas, a su
socio, a sí mismo. Era obvio que seguía bajo el efecto de una
de las lunas.
Sentadas una junto a la otra, Elena tomó la mano de su
hermana, y le sonrío. No cabía dentro de la cabeza de la
menor que la mayor tuviese tanta calma en un momento
como ese, mientras un sujeto sin escrúpulo o pizca de
decencia les amenazaba con matarlas, con violarlas y quizás
qué más. Le tomó la mano, le sonrío, y entonces se puso de
pie. Casimiro, aún fuera de sí, se dio media vuelta y preparó
el puño para una bofetada que por fin tumbase a la hermana
rebelde, pero un sonido desagradable le desconcertó. No era
su imaginación desbordada: Emilia también lo había
escuchado, y abrió sus ojos de par en par cuando comprendió
relativamente qué lo provocó.
Elena se había partido a sí misma una de sus muelas; la
comisura de sus labios dejó por momentos ver la sangre que
se le escapaba, pero no parecía presa del dolor. Su mirada se
transformó completamente, acumulando una ira inusitada.
Era la despedida.
***
Ricardo logró despertar unos minutos después. A su lado
estaban Valentina y Julia, con los rostros desanimados,
aunque con un dejo de alegría por verle recompuesto. Sin
esperar a nada, se levantó e intentó salir en búsqueda de las
hermanas. Ambas mujeres le interrumpieron el paso, con las
manos en alto.
— Sabemos lo que estás pensando, y sintiendo— comenzó
Julia.
— …pero no podemos permitirte… no podemos dejarte…
— Fue un error mío dejarme ganar tan fácil. Déjenme pasar.
— ¿Qué vas a hacer? ¿Dejar que te maten? ¡El tipo tenía un
arma, maldición!
— No tiene sentido— soltó Valentina. Ricardo le dedicó una
mirada de reproche, pero ella no permitió el contacto visual—
. No hay forma de que ganes contra un sujeto así. Ni siquiera
sabes si lo que esa mujer dijo era cierto. ¿Por qué te
expondrías por algo de lo que no estás seguro?
— La reacción de Emilia es la garantía.
— Ambos confiamos en ella, Ricardo, pero… hay cosas que no
te ha contado a ti, ni siquiera a mí que he podido escarbar un
poco más.
— Le daremos el beneficio de la duda. Ahora déjenme pasar,
o tendré que ser brusco. Por favor.
Las dos jóvenes no se movieron de sus lugares, pero
habían bajado las manos. Ricardo pasó a la fuerza entre ellas,
y salió de la habitación. Reconoció en el suelo marcas de
sangre y pequeñas gotas que aún no se evaporaban, y
mientras aumentaba el paso, fue apretando los dientes, y los
puños. Dos sombras resignadas le siguieron el paso.
***
Brandon Jorquera encontró a un tipo muy ofuscado que
se había quedado atrapado en el ascensor. Con un poco de
palanca y algo de fuerza, logró sacarlo, pero no le dio ni las
gracias. Tampoco él tenía tiempo de recibírselas, pues estaba
más que atareado revisando en todos los pasillos y
habitaciones que nada estuviera fuera de lo normal;
escuchaba rumores sobre aquel maniático que las dos niñas
habían mencionada, pero eran sólo eso: rumores.
Tiberio Arratia, el del ascensor, se llevó un cigarrillo a la
boca para quitarse la frustración y los nervios. Presentía que
algo muy negativo para el negocio estaba a punto de suceder.
Intentó contactar con su socio, Casimiro, pero la llamada
pasaba a buzón de voz. Sin más alternativas, tomó el camino
para regresar a la habitación. Esperaba en verdad que hubiese
encontrado a la prisionera.
***
Sólo bastaron un par de segundos. Elena sintió a su
estómago revolverse y su cabeza explotar, pero lo soportó lo
suficiente como para que la droga hiciera efecto, y le hiciese
obviar estas llamadas de atención de su organismo. Había ella
guardado una dosis de Luna Llena en uno de los orificios
dejados por una de sus muelas faltantes, y la mantuvo
durante todo este tiempo en su boca, esperando poder
utilizarla. La calma con la que había actuado hasta ahora se
basaba en la confianza que había depositado en la droga y en
lo que podría hacer con ella, pero Casimiro no se había dado
por aludido, aunque se alejó unos pasos para aumentar la
distancia con su enemiga.
— ¿Decidiste probarla por ti misma? — le soltó de pronto,
para enfurecerla—. Se supone que te habías negado
terminantemente a consumirla. Que sólo porque te forzaba a
tomar las dosis es que la recibías. Me parece que el efecto
adictivo es mejor de lo que esperaba.
— Emilia, sé que estás asustada— dijo ella, ignorando a su
contendor, aunque le mantuviese fuertemente la vista
encima—, pero sólo te podré dar un poco de tiempo, si es que
tengo suerte. Tendrás que valerte por ti misma cuando salgas
por esa puerta.
— ¿Hermana…qué estás diciendo?
— Ese tipo… las otras dos… son buenas personas. Te
ayudarán. Deberías confiar más en ellas.
— No te entiendo… ¿qué va a pasar contigo? ¡No quiero irme
sola de aquí!
— No hay opción.
— ¡Ninguna imbécil se va a ir de aquí!
— Lo siento.
Casimiro tuvo tiempo de tomar el arma, pero no de
apuntar como quería. Un golpe seco del brazo de Elena le sacó
varios dientes, y en una parte retorcida de su mente se
maravilló con la capacidad que tenían las Lunas para hacer
explotar el potencial de una persona. Sin embargo, mantuvo
la cordura de reptil, y no tuvo reparo para disparar. El
estómago de Elena se contrajo un par de segundos, pero su
puño derecho continuó golpeando, mientras el izquierdo
había atrapado al arma atacante y apretaba con tal fuerza que
su atacante sólo pudo disparar al aire, sin darle otra vez. Una
patada seca cayó sobra la rodilla de apoyo de Elena y Casimiro
casi estuvo seguro de habérsela roto, pero ella se mantuvo
firme y continuó apretando y golpeando.
Fue entonces cuando vomitó sangre por primera vez. Un
pequeño momento de descuido fue suficiente para que
perdiese la postura, y terminase perdiendo la mano con la que
Casimiro empuñaba el arma. Éste sonrió. Por muy fuerte que
se volviese la persona con Luna Llena, no podría seguir si es
que perdía su cerebro, y era justo donde estaba apuntando.
Pero antes de que percutase el tiro, dos brazos se
atenazaron al suyo, interrumpiéndolo. Era el pendejo de hace
unos minutos, que se había lanzado con todo, y que le
constriñó lo suficiente la muñeca para que soltase la pistola.
Intentó reventarle la nariz con un bofetón, pero antes de que
pudiera conectar, Elena tomó su brazo y se lo dobló, mientras
intentaba mantenerse en pie con su rodilla en pésimo estado.
Ricardo pasó a la ofensiva, y tomando una postura más
estable, empezó a girar el brazo del enemigo con intención de
rompérselo y neutralizarlo. Una patada en las costillas impidió
que lo consiguiese, y el dolor le hizo soltar a Casimiro, que
esta vez golpeó a Elena en la herida de bala que hacía sangrar
su estómago, provocándole un segundo vómito
sanguinolento, y obligándole a retroceder.
Recompuesto en tiempo récord, Ricardo tomó una
determinación: el siguiente golpe sería el más fuerte de todos,
y apuntaba directamente al rostro de ese malnacido. Casimiro
previó fácilmente ese ataque, y hubiera podido evitarlo sin
problemas, de no haber sido por la acción de Julia y Valentina:
ambas rodearon con sus brazos el torso del enemigo,
impidiéndole que pudiese levantar los propios, mientras que,
con sus últimas fuerzas, Elena retuvo a su enemigo en su
posición. El choque fue indescriptible entre el puño de
Ricardo y la cara de Casimiro. Uno se rompió la muñeca, y otro
cayó inconsciente en el centro de la habitación. Todos los
demás se desplomaron por el esfuerzo, pero Elena no volvió
a incorporarse.
Emilia se acercó al cuerpo tibio de su hermana, y
comprendió por su mirada que no había vuelta atrás. La
sangre que manaba de su boca y de su herida no podían ser
detenidas, era demasiado tarde. Los otros tres quedaron en
silencio observando, mudos por la incapacidad de decir
alguna palabra. Emilia volvió a estallar en un llanto que debió
haber sido infinito, pero fue interrumpido.
— No deben ser unos debiluchos si es que lograron dejarlo
así, niños— les dijo un hombre regordete mientras recogía el
arma de Casimiro. Si uno poseía una maldad intrínseca, éste
no se quedaba atrás, aunque era ante todo codicia lo que
exhalaban sus ojos. Les apuntó, pero no parecía tener
intenciones de disparar. Era de los que preferían llegar a
acuerdos.
— Bien, así están las cosas. Ese sujeto de ahí es mi socio, y
aunque me duela decirlo, no puedo perderlo ni dejarlo aquí.
Esa estúpida de ahí era una molestia, en cierta medida
agradezco que esté muerta. Ah, ah, no tan rápido— dijo
cuando vio que Ricardo se estaba incorporando para hacerle
pagar lo que había dicho, pero ahora apuntaba precisamente
a su pecho—. No he dicho que no pueda matarlos, pero sería
un inconveniente innecesario. Lo que haremos será lo
siguiente: yo me llevaré a ese bulto, y les perdonaré la vida.
— ¿Y por qué crees que te dejaríamos hacer eso?
— Es fácil darme cuenta de que acaban de ocupar todas sus
fuerzas. Aunque quisieran, no tienen cómo atacarme. No se
engañen, puede que tenga menos escrúpulos que él, si bien
no lo parece. Ahora retrocedan, lentamente.