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Una equidistancia universal

Posted on 9 julio, 2019


La gravedad de los cuerpos es la primera novela de Mercedes Dellatorre y
cuenta una serie de acontecimientos en las vidas de Ana Cristina González,
una etróbata porteña que vive en Miami con su esposo y sus dos hijas
(asomándose al abismo existencial de los cuarentaipico) y de Michael Dean
Edwards, un ex-astronauta devenido en maestro-gurú del Instituto Edwardsiano
(centro de estudios paranormales que promete, entre otras cosas, la levitación
de sus discípulos).
Mientras que Ana Cristina oscila entre definir a su marido como un obstáculo
inútil para su felicidad o un tipo a caballo entre la bondad y la culpa (lo que
supone, en el fondo, la decisión de irse o de quedarse), Michael Edwards
pendula entre quirúrgicos coitos con su secretaria, algo del
místico Cooper de Interstellar y el discurso desconcertante pero siempre
hipnótico de Claudio María Dominguez.
Edwards huye de una ex-esposa dispuesta a destruirlo, de los medios (que lo
difaman por afirmar la existencia extraterrestre) y acaso también de la NASA o
del Estado (produce clandestinamente productos de bienestar a base de cierto
polvo lunar que no debería estar en su poder). El escape de Ana Cristina es
más sutil, pero también más complejo: con frases precisas y terminantes (todo
en ella era incomodidad o volvía a desdoblarse y podía percibir que estar
dentro de su cuerpo, vivir en él, era lo que siempre le había resultado
insoportable) se sugiere la posibilidad de que, para ella, la fuga pueda no
acabarse nunca.
Antes de seguir huyendo, sin embargo, Ana Cristina y Michael Dean se van a
encontrar.
Y con la dilación de este cruce pero, sobre todo, con la irrelevancia ulterior de
todo encuentro, se van a ir construyendo tanto el tono como la estructura del
relato.

«No tocaba ninguna baranda ni besaba a desconocidos, y a los conocidos


tampoco besaba sino que dejaba la mejilla como quien pone un dique en un río
acaudalado.»

Hay que aclarar, sobre todo después de leer mi sinopsis, que la novela no tiene
nada que ver con el género fantástico, maravilloso o de ciencia ficción. Incluso
(y afortunadamente) no tiene nada que ver, siquiera, con la noción de género a
secas.

Hay que decir, también, que la novela transcurre en diciembre de 1989. Y si


bien la autora mencionó, en la presentación del libro en Casa de Lectura, que
las motivaciones para esa ubicación temporal tenían más que ver con
requerimientos técnicos (por ejemplo, que no hubiera celulares en la historia de
sus personajes), esta distancia respecto de nuestro presente remixado, le
permite interactuar con una realidad pasada imprimiéndole a esa interacción un
ludismo que resulta muy bienvenido.
Cuando la narración nos ubica en Miami o en Roswell, el background se
completa con la invasión norteamericana a Panamá, con alguna mención
a Koko (la gorila que entendía más de dos mil palabras del inglés y que sirvió
de inspiración tanto para la novela como para la película Congo) y con las
consecuencias del huracán Emily. Cuando la huida de Ana Cristina nos lleva a
Buenos Aires, en las calles se siente todavía la atmósfera densa que dejaron
los saqueos del último otoño alfonsinista pero eso no le impide al narrador
reparar, por ejemplo, en una charla de tintes pre-caserianos, entre un camillero
y un ambulancista (El flan, dijo el conductor, no puede comerse solo. El flan
nació para ser mixto. Como vos que sos medio trolo).

Por último, esta distancia -repito- temporal le permite a Dellatorre superponer la


crisis desesperada de Ana Cristina (que no deja de ser una crisis que se
pueden permitir los que no sufren la otra) con escenas e imágenes de una
desesperación social más inmediata (por ejemplo, cuando unos indigentes le
prestan guita pa’l escabio) sin que a nadie se le frunza el entrecejo.

Algo en el tono de la novela (Seguían siendo


una pareja perfecta para subir y bajar del auto. Para entrar y salir de fiestas;
para empezar y terminar mandados) me remitió al Método Kominsky, a Curb
your enthusiasm… Pero ese algo no tiene tanto que ver con el ritmo o con
los temas que se narran (aunque algo de eso hay, algo del vacío burgés post
sustancias, algo de ridiculizar la ansiedad existencial de gente sin grandes
apremios económicos) sino más bien con el modo en que el narrador aborda a
los personajes.
Así como Ana Cristina, la etróbata, sale de sí misma y, desde la altura, ve su
cuerpo inerte, como un objeto inanimado movido solo a causa de eso que se
fue (su ¿alma?), el narrador se distancia tanto de sus personajes que todo lo
que muestra de ellos termina teñido de un cinismo apenas rencoroso, propio de
quien salió de la caverna y no piensa alumbrar a nadie. Una distancia espacial,
sí, pero también ideológica, trascendental. Conociendo sus pasados, sus
presentes y sus futuros, describe sus acciones como si estuvieran también
motivadas por algo que no está, por algo que, incluso, no puede decirse (ni
mucho menos escribirse).
El resultado es un vínculo narrador-personaje no exento de ternura, pero de
una ternura que está hecha de la misma sustancia que el desprecio.

Es interesante destacar el tratamiento que Mercedes hace del mundo,


digamos, real. No sólo utilizando hechos o personajes de conocimiento
público para situar la temporalidad de su relato sino, incluso, para componer y
dar vida a sus personajes.
Michael Edwards, por ejemplo, está basado en Edgar Dean Mitchell (a quien
está también dedicada la novela), el sexto hombre en pisar la luna. Mitchell,
que pasó nueve horas en el satélite, participó de la primera misión que trajo
cuarenta y cinco kilos de rocas lunares: el Apolo 14 de 1971.
Un año después, en 1972, abandonó la NASA y fundó el Instituo de Ciencias
Noéticas, para explorar la transformación individual y colectiva a través de la
investigación de la conciencia.
Mitchell juró haber tenido una epifánica revelación en su viaje de regreso a la
Tierra (del que volvió con una abrumadora sensación de unidad, de conexión) y
afirmó públicamente la presencia de extraterrestres en la Tierra, ocultos por el
gobierno estadounidense.
Murió en 2016, en un geriátrico de West Palm Beach.

«(…) qué es la vejez sino la ausencia de relevancia. La nada misma sobre la


que se escriben los feriados»

Hay formas de transmitir ideas, conceptos y metáforas que exceden la


comunicación o lo meramente expositivo. Una de esas formas es la literatura.
Dellatorre, que entre otras cosas es astróloga y estudió filosofía, se desplaza
en las tablas literarias con la soltura de un saltimbanqui que va de lo poético a
lo ontológico, del esteticismo metafórico a la metafísica, o de los trámites
conyugales a lo místico, con la parsimonia de quien no juega para ningún
bando o, mejor, de quien juega para todos.
Las emociones, las ideas, los conceptos y las percepciones, son descriptos con
un alto nivel de identidad respecto de los personajes, pero los elementos son
tantos, y a veces tan contradictorios, que esa identificación del narrador (que
nunca juzga a sus personajes, siempre cede a su impulso testimonial) deviene
en una suerte de equidistancia universal: todo queda igual de lejos.
La sensación que sobreviene es que nada de todo lo que les pasa a los
personajes, nada de lo que son capaces de pensar o de percibir importa
demasiado. Flota la certidumbre de que hay algo más, algo que se nos escapa
(en la novela pero también en la vida) a lo que habría que entregarse tanto si
se quiere escribir un libro que no esté muerto, como si lo que se quiere,
realmente, es vivir muchos años.
La gravedad de los cuerpos. Mercedes Dellatorre. Qeja Ediciones. 2019. 373
páginas.

Pros de la edición
El diseño, el formato, la cubierta de Zim Hernández y el papel.
La suavidad y la nitidez de la tinta fijada en la hoja, como si se tratara de un
vinilo, me devolvieron una erótica de lectura a la que, debo confesar, hace rato
no era sometido.
Contras
La exagerada y sorpresiva cantidad de erratas.

Texto originalmente publicado en Zigurat.

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