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Hay dos mujeres de ficción que simbolizan todo lo que es el feminismo.

La primera la creó
un griego en el 441 a.C. La segunda, un norteamericano en 2003. De Beatrix Kiddo, la
Novia imaginada por Quentin Tarantino, cuya misión en la vida consistía en matar a Bill –
suma encarnación, podríamos leer, del heteropatriarcado –hablaremos en otro momento.
Ahora le toca el turno a otra “Imperator Furiosa”, Antígona, cuya piedad moral hacia su
hermano Polinices –su cadáver iba a ser devorado por las fieras por mandato de Creonte,
rey de Tebas, que ordenó dejarlo insepulto para cumplir las normas de la ciudad hacia los
traidores– solo era comparable a su determinación política capaz de desestabilizar toda una
polis.

Hegel adoraba la Antígona de Sófocles, como todo buen romántico, y la usó dos veces en
la Fenomenología del Espíritu para explicar las tensiones entre lo individual y lo colectivo.
Hölderlin también la idolatraba. El filósofo la consideraba una obra artística total y el poeta,
una cumbre intelectual de primer orden. Platón tenía catorce años la primera vez que se
representó y podemos conjeturar que la vio.

Sófocles está a la altura de Shakespeare y Antígona es prima hermana de Hamlet. Como en


el caso del danés, la griega se caracteriza por tener un corazón ardiente para asuntos fríos.
Pero su ardor es intelectual, abstracto, sin un átomo de piedad sentimental. Hay un furor
demoníaco en su afán de justicia. Un paralelismo en el mundo real de Antígona sería
Robespierre, poseído de la misma seguridad fanática en que la virtud está únicamente de
su parte, y que el conflicto por maniqueo implica una dialéctica amigo-enemigo. Dice de ella
misma que es todo amor, pero su amor es terrible y fatal, un amor fou con ribetes freudianos
hacia su hermano muerto, combinando el incesto, recordemos que ambos son
descendientes de Edipo y Yocasta, con la necrofilia. Si imaginamos rubia a Antígona,
podemos suponer lo que habría hecho Hitchcock con esta historia bigger than life.

"Todos somos hijos de nuestro tiempo" afirma Hegel. Pero algunos genios son capaces de
engendrar su propio tiempo y, en consecuencia, el de los demás. Pascal Quignard expresó
la misma idea hegeliana pero más francesamente, “Nadie salta por encima de su sombra”.
Pero hay quien es su propio sol y salta alegremente sobre las sombras que crea en los
demás. Continuaba Hegel: “La filosofía es su propia época captada en el pensamiento".
Pero Hegel sabía que alguien como Sófocles era capaz de inaugurar su propia época a
través de su arte. En este caso, Sófocles creó trágicamente el feminismo, que luego Platón
culminaría de manera autoconsciente, en Antígona.

Antígona, como decíamos, se suele usar para discutir conceptos políticos –como la
desobediencia civil, el conflicto entre la ley natural y las instituciones legales– y cuestiones
morales –como la fidelidad y el amor por la familia–. Sin embargo, da la impresión al leer la
obra de que Creonte y Antígona en cuanto individuos con intereses propios podrían llegar a
un acuerdo. Sin embargo, ambos están atrapados en una lógica perversa que los abduce
por encima de ellos mismos hasta la destrucción total. Y esa es la auténtica clave trágica: el
enfrentamiento, no entre dos personajes de distinto sexo, sino el conflicto entre lo que
Sófocles considera la distinta manifestación masculina y femenina del poder. Lo
radicalmente incompatible se produce en la tensión entre el poder masculino, representado
por Creonte ¡pero también por Antígona!, y el poder femenino, encarnado en la hermana de
Antígona, Ismene, y en el prometido de la protagonista, Hemón. Dicho dilema abstracto
entre modos de entender y ejercer el poder, y no la mera y superficial lucha de sexos, es el
fundamento del feminismo en sentido fuerte.

Las alusiones de Creonte a que el diálogo y el acuerdo como herramientas del poder son
constantes. Como muestra, lo que le espeta a su hijo, Hemón, cuando este trata de
interceder por una solución negociada:

«Pues vete abajo y, si te quedan ganas de amar, ama a los muertos que, a mí, mientras
viva, no ha de mandarme una mujer»

La auténtica tragedia en Antígona no es, por tanto, la de la protagonista, abocada a su


desastre por su propio fanatismo y falta de prudencia, sino la de Ismene y Hemón, ambos
atrapados en el conflicto maniqueo entre Antígona y Creonte, dados que estos dos
secuestran la lógica de la piedad familiar y la razón de Estado llevándolas a una
contradicción tan espuria como estéril y criminal. En ambos casos, siguiendo lo que Ismene
le reprocha a Antígona tener “un corazón ardiente para fríos asuntos”. También es
dominante, sulfuroso y petulante Creonte, que llega a imponer su designio brutal como si
fuese la voluntad general representada en las leyes positivas. Creonte no ejerce el poder
sino que lo detenta, es decir, lo lleva a cabo ilegítimamente porque no enmarca la
positividad de la ley dentro del carácter moral de la comunidad. Aunque lo racionaliza,
como buen y vulgar político, para que parezca que la realización de sus prejuicios se
alinean con el bien general.

«¿Qué ventaja podría sacar yo, oh desdichada, haga lo que haga, si las cosas están así?»

Antígona, más que valiente es temeraria. Aristóteles explicaba desde su doctrina del
término medio que respecto a una virtud o excelencia cabe ejercitarlas tanto en su justa
proporción como por defecto o exceso. Así la valentía está en el justo término de la
reacción frente a un peligro, siendo la cobardía la reacción por defecto mientras que lo
temerario la actitud por exceso. ¿Dónde se sitúa Antígona? Efectivamente, en la frontera
entre lo valiente y lo temerario, progresando a medida que avanza la obra de lo primero a lo
segundo, dejándose conducir irreflexivamente por otra de sus características, la tozudez
(algo que le viene de familia porque también es uno de los rasgos psicológicos
fundamentales en Creonte, incapaz por temperamento de dar su brazo a torcer.)

Ambos pueden tener algo de razón en sus exigencias. Creonte porque no puede tratar igual
a los dos hermanos, dado que Polinices atacó a Tebas, pero la perdió cuando decretó un
castigo excesivo contra él. Por otra parte, también tiene parte de razón Antígona, ya que no
es de recibo que su hermano tenga que ser devorado por los alimañas. Pero, de nuevo, su
razón no está circunscrita a lo razonable sino que se deja llevar por su arrogancia y
estupidez.

Se suele presentar la tragedia de Sófocles como un enfrentamiento entre la "razón moral",


que representa Antígona, y la "razón de Estado", que encarna Creonte. Pero, como hemos
dicho, es más profundo: un enfrentamiento entre dos tipos de concepción del poder: uno
fanático y otro flexible. En el lado del fanatismo y de la hybris están tanto Creonte como
Antígona, dos caras de una misma moneda: el poder masculino. En el lado del diálogo y la
prudencia, están Ismene y Hemón (hijo de Creonte y prometido de Antígona). "Creogona",
podríamos denominar a la dupla infernal formada por Creonte y Antígona, desencadena la
tragedia; "Ismeón", la alianza cívica que conforman Ismene y Hemón, la sufre.

La clave de toda la obra, en relación a la prudencia, es la capacidad de ceder, una palabra


que se repite en momentos claves. Finalmente, le pregunta al coro si debe ceder y el coro
le explica que sí porque “ a los que perseveran los errados pensamientos les cortan camino
los daños que, veloces, mandan los dioses”. Solo entonces toma la decisión que si la
hubiera realizado al principio habría desactivado toda la tragedia: “al muerto que yace
abandonado levántale una tumba”. Una tumba discreta y una ceremonia secreta para
Polinices en contraposición al funeral con honores y fastos realizado para Eteocles habría
sido una buena solución de equilibrio.

Una lectura contemporánea de Antígona, en estos tiempos en los que las teorías basadas
en identidades colectivas tratan de imponerse a las individualistas, con el feminismo de
género buscando ser hegemónico y destruir otros tipos de feminismos, como el liberal, es
fundamental recuperar la gran obra de Sófocles para recordar que los planteamientos
maniqueos y de lucha de individuos, de clases o de géneros solo conducen a la muerte y la
destrucción. Otro tipo de poder es posible: democrático, flexible, tolerante y comunicativo.
En suma, liberal. O, como diría Sófocles, femenino. Llevado a cabo por mujeres como
Ismene pero también, mal que le pese a las frustradas e incompetentes feministas
radicales, hombres como Hemón.

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