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SEMIÓTICA DEL TALLER.

Tomado de: Vásquez, Fernando, 2002, La cultura como texto,


Bogotá, Universidad Javeriana, pp. 185-188.

Siendo tan importante para la enseñanza, creo necesario detallar algunas de las categorías
propias de lo que es un taller. Y deseo hacerlo, entre otras cosas, porque en la práctica
educativa los maestros tienden confundirlo con cualquier actividad hecha en grupo. Pero,
atención: si hay una didáctica exigente para el maestro es ésta del taller; porque requiere de
una preproducción y posproducción, en las cuales, los materiales, los objetivos, los tiempos,
merecen determinarse con mucho cuidado. Y tengo otra razón más para ahondar en esta
didáctica del taller: porque es allí en donde mejor puede apreciarse la educación por procesos,
el paso a paso de la formación.

Una de las primeras categorías constitutivas del taller es la mimesis. El taller se basa en la
imitación; es un aprendizaje articulado desde el modelaje. Esta práctica que, superficialmente,
parece mera copia, es más bien un ejercicio de variación, de combinatoria. Imitar quiere decir "a
la manera de", "parecido a", "siguiendo a"... La imitación no se hace como una simple copia,
porque no estamos en el mundo de las ideas platónicas; estamos en el mundo de los seres de
carne y hueso, históricos, situados en un tiempo y un espacio determinados. La imitación busca
que el aprendiz, teniendo como referencia unos modelos, patrones, vaya encontrando su propio
estilo, sus marcas personales de hacer; cuando esto ocurre, la mimesis cesa para volverse
verdadera poiesis. El taller parte de la imitación con el fin de que el aprendiz interiorice
modelos; después de interiorizarlos, la imitación cede su puesto a otro modelaje: el del propio
creador. Debemos revisar, desde esta perspectiva, las prácticas de repetición en el aula. La
repetición como una herramienta para interiorizar modelos, y no como un fin en sí mismo. Por
supuesto, para poder imitar se requiere que el maestro artesano muestre cómo hace, cómo
escribe, que se ponga en escena. Para que el modelaje genere aprendizaje se requiere la
presencia activa y productiva del maestro.

Una segunda categoría: la poiesis. Creación, producción. No hay verdadero taller en donde no
se produzca algo; el taller reclama para sí al artífice; es una práctica educativa focalizada más
en el hacer que en el simple hablar. La poiesis habla de las lógicas de creación, de las poéticas
que constituyen un oficio. Estas poiesis mantienen un juego de péndulo entre la tradición y la
innovación, no son invenciones "ex nihilo"; se parecen más a juegos de sintaxis, de
combinatoria; a reelaboraciones y reconfiguraciones. Digamos que corresponden a los procesos
de composición: puntos de partida, procesos de elaboración, tipos de acabado.

La tekhné, que podría considerarse como la tercera categoría propia del taller, tiene que ver con
un saber aplicado. La tekhné se refiere a las reglas del oficio, a los cuidados y alcances de las
herramientas, a un conocimiento organizado en etapas y momentos, a las minucias que
identifican al "conocedor" del oficio. La tekhné nos habla de los "detallitos" que constituyen un
arte.

Los instrumentum. Todo taller cuenta con unas herramientas, con unos útiles especialmente
diseñados para cada oficio; desde los más simples hasta los más sofisticados. Las
herramientas deben estar al lado, junto al aprendiz, en el mismo espacio. Los útiles forman
parte del ambiente del taller, y hay que hacer un largo aprestamiento para distinguirlos, conocer
su utilidad, su pertinencia, su eficacia. Estos útiles pueden servir para desbastar, pulir,
empotrar, alisar, afinar...
Hablemos ahora de una quinta categoría del taller: metis. La inteligencia que permea el taller es
una inteligencia práctica; un conocimiento útil. No es la especulación etérea; es un conocimiento
al servicio de una obra, un conocer que alberga astucias, atajos, trucos. Un saber que retoma y
potencia la experiencia. O para decirlo con Carlo Ginzburg el conocimiento propio de los
artesanos, de los pescadores, de los cazadores..., en donde "intervienen elementos
imponderables como el olfato, el golpe de vista, y la intuición". La inteligencia que se despliega
en el taller no es metafísica sino pragmática. Precisamente por esto, el tipo de conocimiento
que el maestro necesita en el taller no es tanto de espíritu galileano, sino conjetural, de indicios.
Digamos que nuestros educadores necesitan ir abriéndose cada vez más a un tipo de
conocimiento abductivo: hipotético, aproximativo, sintomático, adivinatorio. Una inteligencia
destilada de la experiencia concreta en la que tiene especial valor lo individual.

El ritus: sexta categoría del taller. Esta parece ser una de las características más ricas y más
definitivas para lograr que el taller alcance sus objetivos a cabalidad. El ritus está relacionado
con la disposición y habilitación de un espacio, con la creación de un ambiente, con una
proxémica ajustada a las necesidades de la obra didáctica que se piensa realizar. Tenemos que
programar el taller como se prepara un ritual. Hay que planear qué objetos vamos a utilizar, en
qué tiempos, cuál es la puesta en escena y cómo intervendrán los actores. En otro sentido, el
ritus apunta a que en el taller se trabaja con otros; es una obra conjunta. Y el que está al lado,
mi par, se puede convertir en mi zona de desarrollo próximo, en mi ayuda, en mi tutor
momentáneo. En el ritus todos participamos, somos hermanos de un mismo propósito. Her-
mandad de oficio, de cofradía. Finalmente, el ritus nos permite entender otro aspecto de esta
didáctica del taller: el ritual sirve para crear y asentar hábitos, para arraigar rutinas, para
aclimatar métodos, para ir propiciando la familiaridad y la confianza en el oficio. El hábito, en
esto de educar, sí hace al monje.

Nos queda por señalar una última categoría, corpus: el cuerpo. Cuando se hace un taller, las
acciones, los ademanes, el estilo del maestro tiene un valor imponderable. Es el gesto el que
enseña. En la didáctica del taller se cumple la afirmación de Leroi-Gourhan: "el gesto precede a
la palabra". Cada actitud determina una cosa u otra, cada mueca es una señal o aviso para el
aprendiz. En el taller, que es en sí mismo una praxis, las contorsiones, los movimientos, la
kinésica del maestro, es parte esencial de la enseñanza. No es un decorado o accesorio. El
gesto, el cuerpo del maestro es lo visible del arte, la encarnación de un saber. Baste recordar
los ejemplos de la danza o la música, del pintor o el escultor. El corpus, tanto del maestro como
del aprendiz, se revela en el taller. Aquí vale la pena de una vez comentar que en esos
ademanes, en esa mímica hecha de cabeceos, monerías, remilgos, gesticulaciones, es donde
el maestro cifra su pasión. Allí es donde puede apreciarse cómo es que lo afecta el arte que
enseña. En un taller lo que uno puede enseñar es un cuerpo agitado, excitado por una pasión.
Frente al rostro hierático del conferencista o del catedrático, en el taller abundan los visajes, las
fintas, las contorsiones. Seamos lapidarios: en el taller, enseñamos y aprendemos con todo el
cuerpo.

Cerremos diciendo que las siete categorías anteriores son apenas una primera mano de
conceptos para esclarecer o perfilar una semiótica del taller. Es probable que haya más
elementos, pero lo dicho sirve para poner en tela de juicio el activismo grupal, o la consabida
confusión en el aula entre seminario, conversatorio y taller. Quien emplee los talleres para
enseñar alguna asignatura debería tan sólo mantener en la memoria algunos de estos rasgos
que forman parte de nuestro saber hacer, de nuestra profesión docente.

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