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19S:

La historia que viví

Danielle Dithurbide

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Nunca lo dije al aire, no tengo noción de cuántas horas estuve
transmitiendo de las 120 que en total estuve ahí, y nunca lo dije en la
televisión. Me parecía (parece) una palabra sumamente complicada para
pronunciar y sabía que trabarme al aire me haría desconcentrarme y
perder el hilo de mis ideas.

“Colegio al sur de la ciudad”, “escuela en Coapa”, cualquier manera de


referirme a él me resultaba más útil para mantener el orden y la claridad
de mi mente, supe que no decirlo era la mejor opción desde el principio
y con el paso de las horas y de los días sin dormir, resultaba una
estrategia cada vez más útil.

En mi cabeza estaba más claro que mi propio nombre, todo a mi


alrededor lo tenía impreso, grabado o pintado, pero simplemente no lo
podía pronunciar: Enrique Rébsamen.

Para qué les miento, el 19 de septiembre cerca de las dos de la tarde fue
la primera vez que oí o más bien leí ese nombre, ahora ya sé quién fue,
sé que hay decenas de escuelas en todo el país que llevan su nombre,
calles, parques; pero mi primer encuentro con ese nombre de un
pedagogo suizo, al que le debemos la existencia de las escuelas
normales, fue escrito en una lista de edificios colapsados por el sismo,
que la mesa de información y redacción de Noticieros Televisa

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actualizaba segundo a segundo con información confirmada, mientras
yo todavía transmitía en el estudio de ForoTV, junto al nombre estaba
escrita una frase que me movió fibras que ni yo sabía que tenía, y que
después, tampoco lo sabía, pero cambiaría mi vida: “niños atrapados”.

Cuando habían pasado poco más de tres horas del sismo, Denise
Maerker llegó al estudio y se quedó- y quedaría por horas- al frente de
la transmisión en la que yo había estado desde la una de la tarde con
quince minutos. Todo el mundo pensaría que la instrucción de que yo
me levantara de la mesa del foro en la cobertura del evento más
importante de los últimos 30 años en nuestro país, me cayó como
patada, pero ¡no! al contrario, desde que se me pasó el susto por el
temblor, solo pasaba por mi mente la experiencia que representaría
como reportera cubrir en la calle una tragedia así, suena raro, lo sé, pero
pensar así está en el ADN de todo reportero, o por lo menos de todos
los que lo somos de corazón.

Así que, “emocionada", pero también incrédula de lo que estaba


sucediendo y honestamente, un poco desorientada - al estar en el foro,
no había podido hablar con nadie, no había salido a la luz del día, no
sabía lo que la gente decía, pensaba, sentía- fui a mi oficina en donde
afortunadamente tengo ropa para hacer ejercicio, me puse una
vestimenta para correr, pero como la noche anterior había usado los

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tenis y los había olvidado en mi casa, tuve que recurrir a unos que me
prestaron dos números más chicos que mi talla y crucé Avenida
Chapultepec para llegar al edificio en donde despachan los
camarógrafos de los noticieros. Ahí, como, después sabría, en el resto de
la ciudad, había un caos. El teléfono no dejaba de sonar, mis compañeros
entraban y salían sin mucho sentido, caminaban, escuchaban las
frecuencias de los cuerpos de emergencia que eran más ruido, que otra
cosa, pero según ellos así se mantenían informados.

Afuera me estaba esperando una moto para llevarme al sitio que yo


eligiera- según las últimas palabras que oí de mi jefe, pero antes me
encontré a quien llamamos “El Piojo”, camarógrafo que ha estado en un
montón de desastres, guerras incluidas, y que como buen “soldado" de
la información siempre está listo para el que sigue. Abrió su casillero y
me dio un chaleco, de esos muy característicos de periodista, y de esos
que siempre me ha emocionado usar, beige, bordado con la bandera de
México y el logo de la empresa que representaré siempre llena de
orgullo y que nadie entiende para qué sirven, hasta que vives cinco días
en un desastre y necesitas algo que te funcione de mochila, mueble,
trapo, cobija , almohada, bueno hasta de identificación, también me
prestó un casco que parecía más de la hormiga atómica que de
motociclista profesional.

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Y así, el martes 19 de septiembre del 2017 como a las cinco y media de
la tarde, dejé el número 18 de Avenida Chapultepec: en moto, con casco
de hormiga atómica, chaleco que parece mero show pero que es más
útil que cualquier cosa, ropa para hacer ejercicio, tenis que me quedaban
chicos y celular con 30 por ciento de pila. Nada más, nada menos.

Dejé Avenida Chapultepec, pero también dejé a la Danielle que ese día
se había despertado muy temprano, como siempre, y a esa nunca más
la volvería a ver.

Suena melodramático, pero no lo es. De verdad, no lo es.

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El camino
Mientras mi compañero Erick Lazcano manejaba la moto sobre Avenida
Río de la Loza, todavía a metros de la empresa, por alguna razón pensaba
en mi papá, desde que murió, hace muchos años, siempre pienso en él,
pero en ese momento lo hacía con mucha mayor intensidad, no sé por
qué si me transporto en moto casi todos los días, pero me venía a la
mente cuánto sufriría de verme trepada en esa BMW blanca, de verme ir
hacia la tragedia en lugar de hacia mi casa, según yo él pensaría que en
sentido contrario a la sensatez, pero ese pensamiento no era novedad
en mi vida, siempre me he preguntado si él estaría feliz con la profesión
que elegí. Mi mamá y hermanos dicen que sí, por verme feliz y realizada.
Yo digo que no.

Y vaya que ese día me dirigí a la tragedia, a la que yo misma elegí.


“Vamos a Coapa, “Lazca” por favor pregunta por el radio dónde está
exactamente el colegio que se cayó, tiene un nombre raro”, en esa frase
que dije, minutos antes, mientras me subía a la moto, fue mi primer
intento fallido de pronunciarlo.

Por la información que había recibido durante las horas que había estado
al aire transmitiendo desde el estudio, sabía que las cosas estaban feas,
pero no caí en cuenta de qué tanto, hasta que la BMW con Erick Lazcano
al volante, dio la vuelta para entrar a Calzada de Tlalpan. Esa escena

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borró hasta el pensamiento de mi papá. Era mi primer contacto con mi
ciudad recién golpeada por un sismo de magnitud mayor a 7.

“¡Dios mío, qué es esto!” - recuerdo perfectamente que dije gritando, no


sé si quería que me oyera “Lazca", o el propio Dios, pero lo que yo veía
no tenía comparación, había estado en otros lugares y eventos
desafortunados, pero eso era horrible.

La avenida por la que paso frecuentemente y que normalmente es de


tres carriles era esa tarde como de 5, con un par de ellos invadido por
gente, las películas de zombis parecían una caricatura de niños,
comparadas con esa escena.

Habían pasado casi cinco horas ya y la gente seguía llorando, hombres


y mujeres permanecían sentados en la banqueta, inmóviles. Vi pick ups
llevando a 30 personas, motos con 4, las sirenas de las patrullas,
ambulancias y bomberos opacaban el sonido de los helicópteros, que
pasaban una y otra vez. Todo estaba parado. El colapso de mi ciudad me
auguraba la cantidad de veces que iba a usar esa palabra, como sujeto
o como verbo, en todas sus conjugaciones: colapso.

“No me tengas miedo, llévame que tengo que ir por mis hijos”, se leía
en una cartulina reciclada en las manos de un hombre desesperado, y

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también en ese tipo de cartulinas o cartones, lo que fuera posible, vi
también las primeras muestras de solidaridad, imborrables, como la tinta
del plumón con el que algunos escribían: “I speak english, do you need
help?”. Pero igual que con esas muestras desinteresadas de ayuda, tuve
mi primer contacto con lo opuesto, la irritabilidad, el enojo, la furia, que
no solo me parecen entendibles, sino normales en un caos así, y vaya
que mi contacto con ese sentimiento en la gente, sería y ha sido, cercano;
y fue cuando un poco aturdida y sin poder creer mucho lo que estaba
viendo, mientras mi moto circulaba o intentaba circular, le pedí a unas
personas, que caminaban por un carril en el que estaban en peligro que
se subieran a la banqueta -“... por la banqueta, eviten más accidentes”-,
dije. Algunos lo hicieron, otros me ignoraron, pero un hombre lleno de
furia me soltó un golpe y me escupió en el brazo. Anécdota que borré
por completo de mi memoria hasta el viernes 22 y que cuando recordé
y conté, me hizo caer en cuenta de algo; me habían escupido cuatro días
atrás y desde entonces no me había bañado.

En fin, seguimos el camino, que cada metro era más doloroso, más
revelador, hasta que me perdí en él, tanto atajo y tanto caos me hicieron
perder la noción de dónde estaba, pero llegué a la primera escena de
devastación; me lo anticipó una larguísima cadena humana que se
pasaba de mano en mano pedazos de un edificio, le di una palmada en
el hombro a Lazcano, - ¿nos paramos? - me preguntó, le dije que sí con

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el dedo índice. Por un pequeño letrero supe que estábamos en la
Avenida Santa Ana, corrí hacía la estructura derrumbada, parecía una
casa de dos o tres pisos color amarillo, solo quedaba el último piso a
nivel de la calle y en él, intactas, las palabras “Bardahl”, se oían gritos,
sirenas, llanto. Grabé con mi teléfono algunas imágenes y las mandé a
un nuevo chat que tenía en WhatsApp, al que le habían puesto “sismo
Televisa”. Los administradores eran los coordinadores de información de
la empresa, y los participantes eran tantos que no sabía de quiénes se
trataba. A él llegaban por minuto decenas de fotos, videos, direcciones.
Muchos días después me enteré que la solidaridad también estaba
presente en todas las áreas de Televisa y que los compañeros reporteros
de deportes y espectáculos le habían entrado al quite y estaban
trabajando en la cobertura.

Nos fuimos. No supe mucho más de esa zona, ni de ese derrumbe en


Avenida Santa Ana, la siguiente semana, cuando regresé a la oficina,
intenté buscar información, pero salvo algunas fotos no encontré nada
revelador.

De nuevo en la moto blanca, caí en cuenta de que me dolía mucho la


espalda, la adrenalina me había hecho olvidar que cargaba como
mochila un dispositivo que se llama Live U, uno de los avances
tecnológicos que más ha facilitado el trabajo de los reporteros porque

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por medio de él, podemos transmitir en vivo, a través de internet, desde
cualquier lugar con conectividad sin necesidad de los gigantescos
camiones y antenas que antes eran nuestra única opción. Pero no me
quedaba de otra que aguantarme y seguirlo cargando, yo sabía que
hasta el momento nadie había podido transmitir en vivo desde el colegio
en Coapa al que me dirigía.

Uno de los primeros en llegar esa tarde de martes al Rébsamen fue mi


compañero Claudio Ochoa y con quien había tenido, por horas, una
plática vía WhatsApp bastante trabada por cuestiones de señal, pero en
la que le alcancé a decir, “ya voy para allá con Live U. Te veo.” ¡Qué
inocencia la mía! ¿te veo? Claramente no tenía ni idea de lo que era ese
lugar y la verdad, no tuve una idea clara de éste hasta muchas, pero
muchas horas después.

No sé cómo describir mis sentimientos en ese largo camino, no entendía


qué estaba pasando. Recuerdo sentir calor y frío, miedo y valor, profunda
tristeza y una extraña satisfacción de poder estar cubriendo un evento
de tal magnitud. Pensaba en Jacobo, Jacobo Zabludovsky y en la
entrañable narración con la que 32 años atrás estaba, ese mismo día,
conmoviendo al país. Pensaba mucho en eso, en que fuera el mismo día,
¿qué probabilidades había de que eso hubiera pasado? Horas antes
había participado en el simulacro de Televisa, que todos los años

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removía los más profundos sentimientos de quién había estado ahí en
el 85, de quien había perdido a un compañero. Me acordaba de la
historia que mi mamá siempre contaba de ese día.

Llegamos, no sé ni por qué calle. Ahora, después de tanto tiempo ahí y


de ver tomas aéreas y mapas en incontables ocasiones, me sé la
ubicación de colegio mejor que la de mi propia casa, pero en ese
momento, no tenía idea de dónde estaba, de hecho, lo único que me
hacía saber que ya estaba cerca eran los cientos de personas en
diferentes cadenas humanas, decenas de ellas gritando nombres de
niños, pero también de medicamentos, de artículos, de herramientas.
Pero yo al colegio todavía no lo veía. Caminé y caminé y caminé, ¡carajo!
cómo me dolían los pies metidos en esos tenis chicos y solo llevaba una
hora con ellos puestos. La espalda también, el Live U con cada paso
pesaba más.

De pronto, un tendedero improvisado con quién sabe qué tipo de “hilo”


se cruzó en mi camino, tenía hojas de cuaderno con nombres escritos
con diferentes letras, el corazón se me estrujó, por primera vez conocía
los nombres de personas que habían perdido la vida ese día. Niños, me
imaginé. Le tomé fotografías con mi celular que cada vez tenía menos
pila, las intenté enviar al sismo-chat, a mi jefe, a mi productor, a Denise,
a Loret, pero fracasé, no tenía señal.

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Olvidé las fotos por completo, no las volví a ver hasta los últimos días de
septiembre en un pasillo de Televisa. ¡Vaya susto que me llevé ese día!
Encontré una que explotó mi cabeza, era la primera que había tomado
cuando se me cruzó el tendedero afuera del colegio Enrique Rébsamen,
era la de una de esas hojas de cuaderno rotas y escrito con tinta negra
decía “Frida.”. Qué maldita ironía. Frida.

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La primera noche
Para ese entonces ya había perdido el casco de hormiga atómica y
también a “Lazca” a quien nunca más volví a ver por ahí. También había
perdido un poco la esperanza de tener una cobertura exitosa porque no
había señal de ningún tipo, estaba sola y estaba incomunicada. ¿Cómo
me iba a enlazar? ¿Cómo iba a comunicarme con mis jefes a Televisa?
¿Cómo me iba a coordinar con el camarógrafo que iba en camino y a
quien necesitaba para conectar el maldito y pesadísimo Live u? Me
pareció evidente que mientras más me alejara de la escuela, tendría más
posibilidad de recuperar una rayita de cobertura telefónica, pero parecía
que mi obviedad no lo era tanto, hasta que el sonido de un mensaje me
dio ilusión.

“¿Dónde estás? ya quiero que entres al aire”, decía el texto de mi jefe.


Ahora ya no era un asunto mío, ¿cómo le iba a quedar mal? ¿cómo le iba
a decir: “aquí, pero ni modo, no tengo señal”? entonces empecé a correr
y llegué al lugar preciso en el momento exacto, un pequeño, muy
pequeño acuario, destruido por el temblor, inundado por obvias razones
en cuya puerta estaba el dueño hablando por teléfono, pero no era un
celular, era un teléfono inalámbrico del local. ¡Perfecto! Los números fijos
siempre tienen mejor señal.

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- “Señor, ¿tiene luz, sirve su teléfono, me lo presta?, mire, soy reportera
de Televisa, y me gustaría enlazarme para decir en la tele todo lo que
necesitan aquí”- no me vio con mucha confianza, pero amablemente y
sin decir una palabra, colgó la llamada en la que estaba y me lo dio.
Llamé a la cabina de producción, después de tres intentos me
contestaron. Mi alma descansó, por lo menos ya había cumplido.

Estaba lejos de la escuela, pero había visto y oído lo suficiente para decir
cosas coherentes y sobre todo útiles para ese momento: que
necesitaban cobijas, toallas, sábanas, oxígeno, y un montón de
medicamentos que tenía escritos en un papelito, también sabía que la
mayoría de los niños lesionados había sido trasladada a un hospital
cercano, también dije que la noche estaba por caer y que urgían plantas
de luz. Suficiente información para empezar.

“¡Gracias, señor, al rato regreso!" Y volví a correr.

Lo único que tenía en mente era lograr llegar a la puerta del colegio, no
me importaba qué tendría que hacer para pasar las vallas humanas que
civiles y policías habían montado, pero tenía que pasar. Caminé por otra
calle: cerrada, por otra, lo mismo. Volví al sitio por donde había llegado.
Me encontré a una colega de otro canal que siempre me ha parecido
fuerte, dura, hasta ruda, pero en ese momento la noté devastada, no

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podía ni trabajar según lo que me dijo, ella sabrá que estoy hablando de
ella, pero al oírla me extrañó mi sentimiento porque yo, en contraste,
aunque estaba consciente de la tragedia en la que estaba, me sentía
llena de fuerza, de energía, parecía que me habían puesto pilas.

Y mientras yo sola me echaba porras, de golpe me las tiraron con un


grito: “¡Fuga de gas, hay una fuga de gas, quien no tenga que estar aquí
retírese por favor!, grito que se mezclaba con el de una mujer que
llevaba, por lo menos 40 minutos, dándole vuelta una y otra vez a la lista
de nombres de niños en hospitales con un megáfono. Había ruido,
mucho ruido, pero también había una fuga de gas y yo debía de
reportarla, así que corrí de regreso al acuario.

El hombre me volvió a ver, otra vez se quedó mudo y me dio el teléfono.


Lo reporté. Bien. Otra vez había cumplido.

“Señor, me salvaron la vida gracias. Les deseo que todo mejore pronto.”
Nunca más los volví a ver. En este año he vuelto tres veces a esa zona y
no he podido encontrar el local.

Y entonces, regresé a la zona del desastre, sin darme cuenta y en un


descuido de alguien, pasé la primera valla, muchas veces las cosas salen
mejor cuando las haces sin querer y cuando ya casi me daba por vencida,

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me di cuenta de que lo había logrado, lo supe porque en ninguno de
mis intentos había logrado ir más allá de un café Starbucks, y esta vez lo
había dejado atrás. Seguí con mucha seguridad mi camino y caminé y
caminé, ¡malditos tenis, estúpido Live U!

Puño cerrado, mano en alto, nadie me explicó ni a mí, ni a nadie lo que


eso significaba, pero era evidente, era automático. Ese silencio. Esos
escandalosos silencios que se volverían parte de todos, parte de mí, ahí
fue mi primero, no sé cuántos viví. Al cabo de unos minutos terminó con
un silbatazo y el caos y el ruido se apoderaron de nuevo de ese sitio.

“¡Danielle!”- gritó una voz que yo conocía. ¡Claro que la conocía! Era un
reporterazo de Televisa, viejo lobo de mar en estos desastres, que
siempre que me ve chulea mi perfume, ¡pobre!, dos días después,
cuando volvió al colegió y me saludó lo ha de haber extrañado. ¡Arthur!-
le respondí- y de un jalón, me pasó el siguiente retén. Misión cumplida,
ya estaba donde quería estar. O al menos eso creía.

A unos pasos, un camión de bomberos me pareció un punto para ser mi


siguiente lugar de transmisión. Me subí a él con una sorprendente
facilidad, se subió Arturo y atrás de nosotros los camarógrafos. Nos
necesitábamos. Yo no servía sin ellos y ellos no servían sin lo que yo traía

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en la espalda. “Ufff, qué alivió”, me quitaron literalmente un peso de
encima.

Me paré sobre la cabina del camión, volteé y ahí estaba, ahí estaba a
poquísimos metros de mí la cara más dura de la tragedia, el asqueroso
rostro del sismo que nos había sacudido hacía ya casi siete horas, el
colegio. El colegio al sur de la ciudad, la escuela en Coapa, el Enrique
Rébsamen en ruinas y la noche empezaba a caer.

Me quedé parada, casi congelada, me puse la mano izquierda en la cara,


cubriendo la boca y parte de la nariz, es un gesto que siempre hago de
forma inconsciente cuando algo me pone nerviosa, siempre caigo en
cuenta de que lo estoy haciendo, pero nunca del momento en el que lo
empiezo a hacer. Estaba siendo testigo de la Historia, frase que es, por
cierto, la que más me gusta para describir mi profesión, un durísimo y
muy doloroso capítulo de la Historia de mi país, pero Historia al fin.

Y por tercera vez, un profundo momento de reflexión fue interrumpido


por algo, esta vez por una llamada en mi celular. ¿Qué?, me pregunté a
mí misma, ¿llevo dos horas alejándome de aquí para tener señal, y lo que
tenía que hacer era acercarme? El mundo al revés.

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La llamada venía, otra vez, de la cabina de producción, querían que
entrara al aire. Lo hice, describí la escena: la vanguardia de la misma
cadena humana que había visto varios metros atrás, las ambulancias, la
gente corriendo, gritando, pedazos de madera que iban y venían,
cubetas, escombros. Todavía no alcanzaba a entender bien quién hacia
qué, pero lo que veía era suficiente para decir algo ilustrativo. Lo que no
tenía que hacer, e hice, fue decir que en unos minutitos estaríamos en
condiciones de transmitir video en vivo, claro, como había visto que ya
tenía señal, como el binomio cámara-Live U ya estaba listo, y mi camión
de bomberos me daba una vista perfecta, no le vi problema. ¡Yo y mi
bocota! Lo de la señal, había sido solo un chispazo de suerte, que se
repetiría varias veces, pero nada estable, nada que ni de cerca sirviera
para cumplir mi promesa.

Hicimos de todo, le pedí a unos vecinos, profundamente afectados, por


cierto, que me dejaran subir a su azotea, no querían dejarme, pero
decirme que no a algo cuando me pongo necia puede ser una tarea
difícil. Así que entramos, la señora me contó que su hijo era alumno de
secundaria, que estaba bien, muy asustado, pero bien. Su esposo estaba
adentro de los escombros intentando ayudar, la casa estaba hecha un
desastre, se habían caído cuadros, muebles, libros, se habían roto vidrios,
había yeso de las paredes por todas partes. Los únicos accesos a la
azotea eran un domo altísimo o una escalera peligrosísima. Para intentar

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subir por el primero, es decir el domo, fui la elegida por mi peso, la única
opción era que me cargaran y sí, alcancé a llegar, pero no tuve la fuerza
suficiente para empujarlo hacia arriba y con eso abrirlo; para la segunda,
es decir, la escalera, el elegido fue Arturito, heroicamente subió
cargando, ahora él, el Live U, pero no sirvió de nada, no había señal.
Fracasamos. Dimos las gracias y nos fuimos.

Regresamos al camión de bomberos y nos quedamos ahí por horas, era


como si esperáramos que la Divina Providencia nos echara la mano, la
verdad es que tampoco podíamos hacer mucho más.

En otro de esos chispazos de señal, me avisaron por mensaje de texto,


el WhatsApp no servía, que Joaquín López Dóriga iba rumbo al colegio,
lo que me dejó más claro que nunca que, por alguna razón, tal vez los
niños, tal vez la cantidad, en la que yo estaba era una de las historias
más grandes de ese martes.

A Joaquín nunca lo vi, pero supe que había estado ahí, y que había
logrado transmitir gracias a uno de esos gigantescos camiones y
antenas, que, según yo, con los avances de la tecnología ya no servían
para nada, pero que para mi fortuna había llegado desde el Estadio
Azteca y lo había hecho para quedarse. Tal vez lo tradicional, siempre es
mejor.

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Supe que cuando estuvo ahí, trataban de rescatar a un chiquito que se
llamaba Víctor, pero ese nombre, por más que he buscado, no aparece
en las listas de niños rescatados o fallecidos, muestra de que el caos,
cada minuto se apoderaba más de ese sitio. Lo debí haber entendido. Lo
que sí entendí es que claramente ni la cara, ni el acceso del edificio que
yo veía eran los únicos que había en ese lugar, no tenía mucha ciencia
entenderlo, Joaquín había estado ahí, había transmitido desde ahí, se
había ido de ahí y desde mi camión de bomberos, yo no había visto nada.

A la Divina Providencia a quien esperábamos para que nos diera señal,


tampoco la vi, ahora me esperanzaba saber que el camión de
transmisión ya estaba por ahí, sería complicado localizarlo, pero en algún
momento lo haríamos. Pero quien llegó antes a hacernos el milagro, fue
mi compañero de mil batallas Jair Jiménez, uno de los camarógrafos con
quien más he trabajado y uno de los que más me ha acompañado a lo
largo de tantos años a reportear los temas “rudos”. Al llegar con una
envidiable habilidad y echando mano de celulares, cables y quién sabe
qué tanto, le dio señal al dichoso Live U. Me retracto, tal vez sí estuvo
por ahí la Divina Providencia.

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La señal del aparato no solo me serviría para transmitir, sino que me
daba la posibilidad de cargar mi celular, que en otro hecho milagroso
llevaba sobreviviendo varias horas con la última rayita roja de batería.

Entonces podía cumplir con mi compromiso, estaba lista, y aunque


suene raro, hasta emocionada, vistiendo feliz mi chaleco beige, todavía
preocupándome un poco por verme bien, ya saben, acomodándome el
pelo (que seguía medianamente peinado desde mi noticiario matutino),
viéndome en la cámara de mi teléfono para que el rímel no estuviera
corrido y para que los restos del maquillaje me hicieran verme digna
para salir en la televisión. Otra vez mi inocencia, quién iba a decir cómo
iba a salir en la tele después.

Y así empezó la transmisión, ya de noche, con la luz de la cámara, pero


también con la de decenas de plantas de luz que la gente llevó para
ayudar a iluminar las labores de rescate. Los primeros enlaces fueron
muy sencillos, platicaba lo que veía, lo que oía, de los silencios, seguía
teniendo clarísimo que una de mis principales funciones era decir lo que
se necesitaba para que estar ahí sirviera de algo. Entre enlace y enlace,
me bajaba del camión y caminaba hasta donde el tumulto me lo
permitía, platicaba con las personas que aparentemente coordinaban
alguna área, las cadenas humanas, los acopios, las listas de niños o
personas desaparecidas o encontradas, y después regresaba a la cámara

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a intentar describirlo todo. Entendí que las cadenas humanas no solo
servían para ir pasando escombros de adentro hacia fuera, y polines y
herramientas de fuera hacia adentro, sino que también eran una especie
de teléfono, muchas veces descompuesto, en el que se iba gritando el
nombre de personas encontradas para localizar a las familias, pero a
veces, lo oí yo misma, empezaban gritando Mariana González, y llegaba
al final siendo Ana Gómez. El caos.

Ya entrada la madrugada, pude chatear con Carlos Loret, quien me dijo


que iría para allá, él es uno de esos, como yo, que estoy segura que
prefiere estar en la tragedia que en el foro, y había elegido también el
colegio para hacer su historia para el programa. Mi teoría de la
importancia de Rébsamen, era cada vez más sólida.

Horas después lo vi llegar con su equipo de siempre, mis amigos todos,


iban tan rápido que ni se percataron de nuestro improvisado set, me
imaginé que irían a ese lugar, al que yo todavía no podía entrar, pero en
el que había estado también Joaquín. Los seguí con la mirada, hasta
donde alcancé, de pronto se me perdieron entre la multitud. Le encargué
a Arturito que si había enlaces él los hiciera, y armada de valor me bajé
del camión y seguí su camino que, por cierto, no fue el mismo, pero que
me llevó literalmente al pie de los escombros, vi por primera vez tres
coches destruidos abajo del edificio, estaba tan cerca que me pude

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asomar a uno de ellos, el cansancio de los rescatistas civiles y oficiales
no les dejó darse cuenta que yo estaba por ahí. Vi a un policía federal
manejando un aparato muy profesional que detecta calor, entendí que
el colegio no solo tenía los edificios que habían colapsado, sino uno más
que seguía en pie, frágil, pero en pie, me dieron un tapabocas para el
polvo que sí se sentía, ayudé cargando cosas, grité, levanté el puño.
Regresé a mi camión de bomberos.

Salieron mis compañeros, ahora sí me vieron, platiqué con ellos un rato,


estaban devastados, lo que habían visto era terrible, ese lugar era
terrible. Se fueron, eran cerca de las tres de la mañana, tenían que llegar
a redactar la nota, elegir las imágenes, editar la pieza, todo ese
apasionante pero laborioso proceso detrás de lo que después se ve en
la tele, todos me dieron un abrazo, me quedé ahora sí a cargo de la
transmisión de ese lugar.

Antes de las cinco de la mañana, lo que significaba que llevaba 25 horas


despierta que, por cierto, ni se sentían, la cadena humana se hizo mucho,
pero mucho más corta, ya no había tanta gente, ya no había tantos
gritos, más bien había calma. Así que volví a acercarme a los escombros
y esta vez pude entrar a ese lugar que por horas me había causado tanta
curiosidad, a ese en el que yo sabía, que habían estado Joaquín y Loret,
pero que no sabía qué era. Lo vi, me paré en el centro, por un momento

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sentí que el tiempo se había detenido y que el único ruido que había era
mi respiración, era intensa, agitada, sentía mucho dolor, sentía mucho
coraje, mucha impotencia, ahora ya lo tenía claro: era el patio. Ahí estaba
sucediendo todo. Lo de afuera, era eso, lo de afuera. En el patio estaba
quien mandaba, estaban los médicos y enfermeras que por horas habían
recibido a los niños y adultos que habían salido de los escombros, vivos,
pero sobre todo muertos y lo seguían haciendo. El patio era el lugar
desde donde uno tenía que reportar.

No tengan la menor duda, he visto muchas cosas difíciles, realidades


injustas, desastres, calamidades, pero de 4:40 a 5:10 de la mañana de lo
que ya era miércoles, pero para muchos seguía siendo un eterno martes
al que le faltaban muchas más horas, ha sido el momento más triste de
mi vida, con todo y lo que pasó después.

Horas antes, muchas horas antes, una señora se había acercado a


preguntarme si no sabía algo de su hija, me dio el nombre, juntas fuimos
a una de las mesas en las que coordinaban las listas de desaparecidos,
de rescatados, de fallecidos, nos mandaron a otra y después a otra. No
supimos nada. Tampoco supe más de ella, hasta que a esa hora vi entrar
a ese patio a un par de abuelitos gritando, traían a la señora de la mano,
la niña salía en ese instante de los escombros, sin vida y así durante esa

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media hora, la escena se repitió dos veces. Vi a tres niños salir muertos
de ahí.

Me senté en un polín que estaba arrumbado en una esquina, el dolor de


los pies era insoportable, aunque en realidad creo que solo pensaba en
ese dolor para no sentirlo en otra parte. La escuela tenía exactamente la
misma forma que mi primaria, me la recordó, pero pensar en mi escuela
también fue un juego de mi mente para desviar mi atención a mis
recreos y no imaginarme el último que unas horas antes había habido
ahí.

Mi noticiero que no iba a ser mi noticiero sino una transmisión especial


del programa “Despierta” empezaría a las cinco y media de la mañana, y
Loret, conductor de éste, me había advertido antes de irse de mi camión
de bomberos, que empezaría conmigo, entonces tomé fuerza y regresé
a él.

“Qué carita”, me dijo Jair, a quien le debía la transmisión de las horas


anteriores, “fue horrible, es una tragedia espantosa” - le contesté. Estaba
devastada. Pero cuando uno va a salir al aire, sucede algo que no sé
cómo explicar, pero uno logra dejar todo atrás para hablar y transmitir
lo que está pasando. Por lo menos eso pensaba hasta ese día. Después

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la vida me haría darme cuenta de que no es tan fácil dejar todo para
hablar.

Hice varios enlaces, todavía desde el camión de bomberos y todavía


preguntando antes de cada uno de ellos: ¿me veo bien? Qué
superficiales somos a veces los seres humanos.

Quien no tiene nada qué ver con el periodismo no tiene porqué saberlo,
pero el éxito de un reportero, en gran medida, se debe a sus fuentes,
estar en contacto con dependencias del gobierno, con asociaciones, con
los mismos políticos, es la mejor forma de obtener información, de
conseguir exclusivas- ¡todo periodista busca una exclusiva! - y yo por
algunos años había desarrollado un contacto cercano con la Secretaría
de Marina.

Pero la verdad es que en ese momento nadie pensaba en exclusivas, ni


en información única, solo en poder relatar desde el punto más cercano
posible lo que estaba sucediendo. Yo en el colegio, pero me imagino
que todos los demás reporteros, literalmente del mundo, en el lugar
afectado por el sismo en el que estuvieran trabajando pensaban lo
mismo. Así que, antes de las seis de la mañana, le mandé un mensaje
por WhatsApp a uno de mis contactos en la Marina, yo ni siquiera sabía
si él estaba ahí, pero sí sabía que me podría ayudar a que me dejaran

26
entrar con mi cámara, otra vez, al patio del colegio a dar un recorrido
con luz del día, cosa que nadie, en ningún medio, ni Joaquín, ni Loret
habían hecho. Se trataba del almirante José Luis Vergara, oficial mayor
de la Marina y un tipo que siempre había sido amabilísimo conmigo. De
hecho, su cara, me parecía sumamente amigable. Su respuesta también
lo fue, tardó, pero me dijo que él estaba al mando y que saldrían dos de
sus hombres por mí para poder entrar.

A esa hora, poco antes de las nueve de la mañana, la actividad ya era tan
intensa como lo había sido la tarde anterior.

Fueron por mí y entré de nuevo al patio, la frase esa de que mientras


más obscura es la noche más cercano está el amanecer, estaba fuera de
toda realidad, porque la noche había sido obscura, muy obscura y
aunque el sol, intenso, por cierto, había salido ya, nadie había sentido el
amanecer. Ahí solo había tristeza, dolor, ahí, la noche duraría muchos
días más.

Me llevaron hasta el improvisado centro de mando de la Marina y del


Ejército, ellos, como yo, habían trabajado las últimas horas en un techo,
pero mientras el mío era el de un camión de bomberos, el de ellos era el
de las oficinas de la coordinación de inglés de la escuela, que tenía vista
de frente a gran parte del edificio caído. Una construcción de un piso, de

27
no más de 50 metros cuadrados, contiguo al edificio de primaria que
seguía en pie. Saludé al almirante, amable como siempre me dijo:
¡Buenas noticias, Danielle, acabamos de tener contacto con una niña…!”

28
Frida Sofía
Minutos antes, todavía afuera, un rescatista derrotado, me platicó que
no había más personas vivas en los escombros, - “aquí ya no hay nada
qué hacer, todos los que están enterrados, están muertos.”- así de crudas
recuerdo sus palabras. Oír la noticia del Almirante Vergara, no puedo
negarlo, me emocionó. La noche había sido durísima, la muerte había
reinado en ese lugar.

En tercer semestre de mi carrera dentro de mi especialidad en


periodismo, tuve una materia de nombre ¨taller de periodismo”,
recuerdo perfectamente a mi profesor, su nombre era Juan Humberto,
periodista con ideas de izquierda, de trato rudo, estricto, de muy pocas
palabras, vestido siempre de pantalones color beige y camisa a cuadros,
pero sobre todo lo recuerdo porque sus clases me dejaron marcada.
Después de ese curso, siempre he creído que todas las clases de
periodismo del mundo deberían de ser como la suya, no eran nada más
que práctica tras práctica y práctica, me enseñó tres cosas, que él
consideraba fundamentales para ser una reportera, lo mismo creo ahora
yo. La primera; si llegas tarde a cubrir una nota es casi lo mismo a no
llegar. La segunda; aunque la suerte siempre juega, si no buscas la nota
y la historia que vas a contar y te quedas esperando a que ésta llegue a
ti, reduces tus posibilidades casi 100 por ciento de encontrarla. La
tercera; si encuentras (la nota) no la dejes ir. En estos tres puntos que

29
hice por siempre mis guías, por supuesto que hay muchos detalles finos,
entre otros, acercarse lo más posible a donde sucedió, preguntar a
cuantas personas y cuantas veces sea necesario y, sobre todo, Juan
Humberto siempre lo decía, darle vuelta físicamente al lugar porque la
escena siempre tiene diferentes caras... y vaya que el Rébsamen las tenía.

Que quede muy claro, el trabajo del reportero también tiene diferentes
caras y diferentes facetas, no es lo mismo cubrir algo que está
sucediendo, que realizar un trabajo de investigación, que también he
hecho, en el que confirmar documentos, informaciones, datos, fechas,
nombres es lo mínimo indispensable para aspirar al éxito. No es posible
comparar una con otra. Más allá de eso, ni la más elevada de las
maestrías, ni el más complicado de los doctorados en periodismo le
enseña a uno cómo cubrir una situación de emergencia, es imposible, no
hay forma ¿por qué? porque todas son distintas, porque el caos reina
siempre, y porque en juego hay vidas. Nadie está preparado para vivirlo,
nadie está preparado para sentirlo, nadie está preparado para
sobrellevarlo, nadie está preparado para nada en una situación así.

Ante eso, cada reportero, con base en su experiencia, decide y define su


estrategia, yo definí la mía: No decir nada sin que me lo dijera
personalmente la fuente primaria, es decir quienes estaban en los
escombros, quien a su vez les informaba a las autoridades, es decir la

30
Marina o el Ejército, para que después ellos me lo confirmaran. Las
autoridades del más alto nivel estaban coordinando las labores de
búsqueda y rescate, tal vez como en ningún otro edificio dañado por el
sismo. También sobraba gente, había mucha gente que nunca debió de
estar.

En otras palabras, mi criterio para decir algo en el micrófono, tenía tres


combinaciones: que me lo dijera el almirante a cargo (Vergara, pero
también otro de apellido Sarmiento, quienes se turnaban el mando) y
poderlo ver yo misma y grabarlo con la cámara; que me lo dijera algún
rescatista y confirmar con mis ojos que eso estuviera sucediendo, o que
me lo dijera un rescatista y alguno de los almirantes me lo confirmara.

Y así fue y así lo hice. Nunca, ni un solo dato fue dicho por mí sin que
me lo dijeran al menos dos personas. A mi favor también estaba la
imagen, que en toda la transmisión no solo apoyaba, sino demostraba
lo que yo narraba. Muchos han atribuido lo que sucedió, a los efectos de
la televisión en vivo, pero un evento así, sobre todo con la tecnología
con la contamos ahora, debe de ser transmitido en vivo, quien diga lo
contrario es, como sucedió con muchos medios de comunicación,
porque seguramente no consiguió hacerlo.

31
Y así es como empezó entonces la fascinante historia de Frida Sofía, ¿Por
qué fascinante si a tanta gente le hizo enojar?, porque lo es. Porque
nunca nadie, por lo menos en mucho tiempo, ni siquiera alguien que la
vivió en carne propia podrá encontrar una respuesta y una explicación
con la que todos estén conformes. La historia de Frida Sofía seguirá
generando cualquier tipo de sentimientos, rabia, enojo, risa, dolor,
seguirá generando las más conspiracionistas de las historias. Seguirá
buscando culpables, seguirá siendo tema de sobremesa, seguirá
confrontando versiones… seguirá levantando pasiones y desgarrando
con juicios y sentencias. Yo fui sentenciada y condenada. Enaltecida y
sepultada en tres días.

Y si supieran que lo único que yo quería era cambiarme los tenis y


conseguir uno de esos bálsamos para los labios resecos, pensaba mucho
en mi abuelo que, nunca he sabido porqué, pero les llamaba crema de
cacao, otro de esos pensamientos extraños que tiene uno en situaciones
complejas, creo que era uno más de esos juegos de mi mente para
desviar mi atención de la tragedia. Llevaba muchas horas sin comer,
varías más sin dormir, tomar agua era un lujo que no me quería dar
porque hacerlo significaba necesitar un baño, lo cual era una experiencia
que era mejor no tener; pero ni el cansancio, ni el sueño, ni la sed calaban
tanto como el dolor en los pies y el ardor en los labios. El polvo, el sol y

32
después el frío, la deshidratación y no parar de hablar, no ayudaban
mucho.

El almirante Vergara estaba esperanzado, su gente del otro lado del


patio, es decir, en el edificio derrumbado, constantemente mandaba
información de lo que estaba ocurriendo y yo oía todo, pero sobre todo
veía todo, es decir cuando le decían, conmigo junto, que le acababan de
mandar agua a través de una manguera, yo misma veía entrar ésta.
Ahora, después de todo este tiempo y después de lo que ha pasado,
entiendo que resultaba incluso ilógico ese método de hidratación,
ofrezco una disculpa por no cuestionarlo, mis conocimientos en
búsqueda y rescate en escombros de un edificio colapsado eran
menores de lo que son ahora, por más que hago memoria no recuerdo
haber llevado esa materia en ningún nivel escolar.

Pregunté inmediatamente por las listas de alumnos del colegio, me


dijeron que estaban destruidas lo cual no resultaba extraño si el edificio
colapsado que todos teníamos enfrente era el de las oficinas, un par de
horas después llegaron las autoridades educativas al colegio a quienes
también les pregunté sobre éstas, entre otras cosas, concretamente pedí
que me dijeran cuántos niños estudiaban en el Rébsamen. Me dijeron
que en esas estaban, que a ellos también se les estaba complicando pero
que tenían a gente en la Secretaría trabajando en eso, tal vez una hora

33
después recibí respuesta: si la memoria no me falla 346 alumnos. Los
más altos mandos de secretaría de Educación Pública ya estaban ahí, y
también me estaban dando información.

Había pasado muy poco tiempo, pero para ese entonces, sin yo saberlo,
la historia había llamado la atención de todos. ¡Claro, ahora no me
extraña, una niña desesperada enterrada por casi 24 horas en su escuela
después de un sismo! Para mí, no existía nada más, ese era mi trabajo,
no tenía claro lo que estaba pasando en los otros sitios colapsados, mi
celular era, la mayoría del tiempo un instrumento inservible, lo poco que
sabía era por el audífono en el oído derecho al que en televisión le
llamamos chícharo, que tuve puesto 120 horas, y por el cual alcanzaba a
oír la transmisión. Alcanzaba a entender que en otros edificios había
también personas atrapadas, pero en ese momento mi trabajo no era
preocuparme por eso, alguien más lo estaba haciendo y lo estaba
haciendo igual que yo, consultando a los encargados del rescate, viendo
lo que sucedía, y un larguísimo etcétera. Lo mío era lo que estaba ahí, y
si hubiera estado en la tragedia de Álvaro Obregón 286, o en el
multifamiliar de Tlalpan o en cualquier otro, mi trabajo hubiera sido
exactamente el mismo.

El objetivo primario de la televisión, sería absurdo negarlo, es conseguir


rating y con él ganarle a tus competidores para vender más. La televisión

34
es un negocio. Pero hay pocos, sí, muy pocos momentos en los que el
objetivo es otro, uno mucho más profundo, la realidad es que, en toda
mi carrera, no puedo recordar otro, pero éste era uno de esos y la misión
era informar, solo informar para ayudar. Así como los restoranes dejaron
de cocinar para cobrar y esos días cocinaron para quien lo necesitaba,
así nosotros y seguramente todos los medios de comunicación. ¿Por qué
creer que somos diferentes, perversos, malos? Siempre me acuerdo, que
en el temblor del 85 mi papá, que no estaba ese día en la Ciudad de
México, supo por medio de la televisión que la zona en la que mi mamá,
mis hermanos y yo estábamos, no había sufrido daños. Aunque nunca lo
dijo, seguramente lo agradecía muchísimo.

Por ejemplo, cuando empezaba a hacerse de noche ese miércoles,


desesperados se me acercaron los familiares de una chiquita de siete
años: Valentina. “...si de algo servimos en estos momentos es para
ayudar” - recuerdo que dije al aire “Si alguien tiene información o sabe
en qué hospital está Valentina, por favor comuníquense con nosotros”,
un mensaje me llegó casi de inmediato: “Danielle, me informa un amigo
que Valentina falleció”. Qué importa contarles lo que fue decirles a ellos
eso; hablar de mi dolor sería ridículo y soberbio frente al de ellos. Pero
ayudé en algo, les di información real, dolorosa, pero que acabó con una
falsa expectativa que de continuar hubiera sido peor. Pero bueno, esto
que les acabo de contar, fue muchas horas después de esa mañana en

35
la que apenas empezábamos a saber de la niña que estaba atrapada en
los escombros.

“¡Polines de 25 centímetros!” "¡escáneres térmicos!” “¡línea de vida!",


entre los momentos de puños levantados que cada vez eran más
frecuentes, algunos largos y otros cortos, entendía que esos gritos eran
para pedir ese tipo de cosas, no sé ni cómo le hice, pero en muy poco
tiempo sabía lo que significaban muchísimos términos que 24 horas
antes jamás había escuchado, entendí cómo se apuntala una estructura,
cómo trabaja un binomio canino, cómo hay que entrar a un edificio
colapsado, cómo se marcan los accesos, cuáles son los riesgos, entre mi
obligada necesidad de aprender o por lo menos de entender, mi
intrínseca curiosidad de preguntar todo y los esporádicos momentos en
los que mi celular me permitía “googlear” términos, poco a poco fui
teniendo los conocimientos relativamente necesarios para poder narrar
lo que estaba ocurriendo.

Cada vez que sucedía algo que me parecía importante, me paraba frente
a la cámara, porque yo sabía que los productores veían la imagen en la
cabina de Televisa, y empezaba a hacer señas para que me metieran al
aire, hasta que en uno de esos momentos, en los que hacía cualquier
tipo de señas, para llamar la atención, alguien me habló por el chícharo:
“Danielle, no hagas eso, que todo el tiempo tenemos tu cámara al aire

36
en un recuadro aunque estemos con otra información." Ahí entendí, que
mi historia estaba siendo muy importante. Pero nunca, nunca qué tanto.
Me quedó todavía más claro cuando un grupo de reporteros, algunos
viejos amigos - o eso creí yo- entró cerca de las once de la mañana
escoltado por varios marinos y llegó al techo de las oficinas de inglés en
el que yo ya llevaba casi tres horas, si ellos le hubieran mandado el
mensaje a las seis de la mañana al Almirante Vergara, tal vez hubieran
estado ahí en vez de mí o conmigo. Pero no lo hicieron, vieron la historia
que yo estaba narrando y quisieron contarla también.

La niña de quien yo todavía no conocía el nombre, porque para el medio


día, medios como El Universal, en la nota que aquí muestro, ya lo habían
publicado, representaba para todos, un rayito de sol en medio de tanta
tristeza y de tanto dolor, una ilusión en 24 horas llenas de obscuridad
que se cumplían, más o menos en ese momento.

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La niña significaba esperanza para los rescatistas, para los marinos y
soldados cuya fortaleza física y mental nunca dejará de sorprenderme,
parados con el sol a plomo, sin comida, sin descanso; significaba
esperanza para las autoridades del más alto nivel que estaban ahí;
significaba esperanza para mí, y también y sobre todo, esperanza que
poco a poco se agotó, para tres familias que estaban ahí, que desde que
entré supe que estaban ahí, al pie de los escombros esperando noticias
de sus pequeños que salieron una mañana antes al colegio, y nunca más

38
regresaron. Estuve con ellos solo unos instantes, por eso lo dije en la
televisión, cuando el almirante Vergara me enseñó la zona a la que los
habían llevado, en espera de que la niña saliera, me acerqué a un hombre
de no más de 40 años, canoso, visiblemente agotado, era el único
hombre de grupo: ¿su hija está desaparecida? - “sí", me contestó
seguido de un lapidario - “por favor no me preguntes más”, me fui sin
decir palabra y lo volvería a hacer una y otra vez, aun sabiendo que el
tema de los papás ha generado tantas preguntas, lo volvería a hacer así,
tal cual, una y otra vez. ¿Si fuera mi hija, mi sobrina, mi hermanita, me
interesaría que una reportera llegue a cuestionarme?

Nunca dije que los papás de Frida Sofía estaban ahí, nunca dije que había
hablado con ellos. Es muy sencillo, cuando eso pasó y en ese momento
de la transmisión yo no había oído jamás el nombre Frida Sofía. Dije
textualmente que las familias estaban ahí a unos metros de mí y que me
habían pedido que no les cuestionara más. Descripción exacta de lo que
acababa de vivir.

¿Quiénes eran entonces esas familias? ¿De quién era papá el señor
canoso a quien me acerqué? Por lo menos tres niños estuvieron
desaparecidos hasta muy, muy entrado el miércoles, sus cuerpos fueron
localizados en diferentes agencias del Ministerio Público, por eso
estaban esas tres familias, con las que yo hablé. Un ejemplo es Valentina

39
de cuyo tristísimo final, como ya les platiqué, me enteré yo antes que
ellos.

El almirante Vergara nos dijo a mí y a todos los reporteros que ya habían


llegado ahí que estaban a centímetros de llegar a ella, a minutos de
rescatarla, que lo único que necesitaban era una tabla con el tamaño
exacto que sirviera de soporte para sacarla y como todo lo demás que
nos decían, vimos como entraron y salieron tablas de diferentes
tamaños, a simple vista la maniobra se había complicado y tendríamos
que esperar… y esperamos.

Y así fue pasando ese espantoso miércoles y con cada hora de él la


tensión subía tanto como la presión de quienes tomaban decisiones, fui
testigo de varias de ellas.

Finalmente logré ver el famoso escáner térmico que tantas veces oí


mencionar, con las imágenes que éste captaba, le fueron a mostrar al
almirante Sarmiento, que en ese momento mandaba, la posible
ubicación y posición de la niña. Una mancha roja, era el cuerpo, lo más
intenso el tórax, lo más tenue los pies. De forma bastante atrabancada,
actitud frecuente en mí, y en una de esas reacciones que todo reportero
tiene, invadí la charla con el micrófono y la cámara, de hecho, varios de
los compañeros que estaban ahí, al verme sacaron también su

40
micrófono. Todos quienes seguían la transmisión aprendieron eso al
mismo tiempo que yo. Que el rojo más intenso podría ser el tórax, que
el rojo menos intenso podrían ser los pies. que definitivamente era un
cuerpo con vida, con temperatura extremadamente baja, pero con vida.
Está grabado, lo pueden consultar aquí.

En uno de los momentos en los que me podía sentar tantito a descansar,


me acordé que no me había bañado en muchísimas horas, tampoco
había dormido, ni había comido, pero me sentía más incómoda por estar
sucia, pensaba en llegar pronto a mi regadera y darme un baño
larguísimo, también me venía a la mente que la noche anterior en mi
casa había dejado un desorden de ropa porque me había vencido el
sueño, y luego me acordaba que no había sido la noche anterior, sino
una antes, ya había pasado mi primera noche en el colegio, ahí me di
cuenta de que empezaba perder un poco la noción del tiempo. La noche
del lunes había sido la última en mi casa, la del martes la había pasado
en el camión de bomberos.

Mi pelo cuya apariencia había dejado de preocuparme para los enlaces,


hacía varias horas ya, me incomodaba cada vez más, estaba suelto, sucio,
despeinado, estuve varios minutos sentada tratando de encontrar a mi
alrededor algo que me pudiera servir como liga para recogérmelo, ¡lo
encontré! el resorte de un cubre bocas me funcionaba perfecto.

41
Conforme pasaba el tiempo las caras de todos los que estaban ahí me
parecían más familiares, aunque a muchos los veía de lejos por la
distancia que había entre el techo que servía de centro de mando y el
edificio colapsado, había personajes que llamaban mucho mi atención.

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Houston y Valentín
Valentín llegó a mi vida casi por casualidad, amigo del esposo de una de
mis mejores amigas, hace varios años, buscaba desesperadamente
chamba en algo relacionado con periodismo, me reuní con él en un café,
de esas cosas que uno no quiere hacer pero que por una amiga hace.
Llegó tarde, apenadísimo, me dio su currículum y le hice algunas
sugerencias. Se fue.

Me quedé siempre con una gran impresión de él, un tipo con una sonrisa
difícil de olvidar, grandote, con una voz inconfundible y con tal cantidad
de loción que por días la tuve impregnada. Educadísimo y con unas
ganas de trabajar que jamás he visto en alguien más.

Casi tres años después de eso, me ofrecieron en Televisa la Dirección de


Información Internacional de noticieros, jamás voy a olvidar ese día, era
jueves, de esas cosas que uno no entiende muy bien por qué pasan, pero
que pasan, y fue al aceptar que tuve la oportunidad de hacer un par de
contrataciones para mi equipo. Pensé inmediatamente en Valentín y él
no dudo un segundo en aceptar.

Desde entonces se ha convertido en mi mano derecha. A su sonrisa, su


educación, su inconfundible voz y su terrible loción, se le sumaron una
infinidad de características, casi todas positivas, pero sobre todo una: su

43
inquebrantable lealtad. Misma que, estoy segura, lo llevó a
acompañarme cada minuto de la experiencia en el Rébsamen desde el
mediodía del miércoles, hasta el final, sin una queja, sin un enojo, sin una
mala cara. Estuvo ahí por mí y para mí, sin reconocimiento de nadie, sin
aplausos, y también sin los insultos que vendrían después. ¡Qué
afortunado! Aunque desde entonces lugar al que va, las personas que
saben que estuvo ahí lo cuestionan sin piedad.

Valentín fungió como muchas cosas, me trataba de obligar sin éxito a


comer algo, se las ingenió de forma sorprendente para encontrar algo
rico qué comer, descubrió los puestos de voluntarios con mejor
variedad, intentó con sopa, pasta, galletas Marías con mermelada, atún,
comida hindú (vegetariana), pollo, a todo le dije que no, pero él se comió
siempre mi porción y la suya. Fiel a su adorable personalidad, era amigo
de todos los marinos, soldados, médicos, rescatistas, policías,
voluntarios. Se ganó, como siempre, el corazón de todos, aunque él
también estaba cansado, triste, sucio, preocupado.

Cuando yo no podía moverme porque estaba al aire, él era una pieza


clave para mí, si necesitaba averiguar algo, le pedía que fuera, que
subiera, que bajara, que corriera, que preguntara, siempre consiguió
todo. Él también pudo hablar con las familias, con las maestras, él

44
también vio los escáneres térmicos marcar positivo, él también vio a los
perros de los binomios ladrar.
A los dos nos llamaba la atención lo mismo y las mismas personas, una
en especial que de lejos parecía casi un niño, su complexión era tan
pequeña que hacía ver la complicadísima tarea de entrar y salir del
edificio derrumbado como algo fácil. Aunque no era marino, ni soldado,
ni policía, ni paramédico, ni topo, él trabajaba, probablemente más que
nadie, y no se mandaba solo, los rescatistas profesionales le decían lo
que tenía qué hacer. Era un hombre muy útil para ese rescate. Por la
tarde, y en medio de un enlace, se acercó como nunca lo había hecho a
donde yo estaba, quería hablar con el almirante a cargo y con el
secretario de Educación de lo que estaba pasando adentro, lo recibieron.
En vivo y mientras eso ocurría platiqué en la tele de él, de lo que había
hecho en todas esas horas, y para que todos los que estuvieran viendo
la transmisión lo reconocieran entre el montón de hombres que había
en la imagen, hice referencia a su sudadera, era azul, parecía gris por el
polvo y decía “Houston”.

A partir de ese momento era más fácil referirme a él como ¨Houston”,


que como "el hombre de complexión pequeña con sudadera azul, que
parece gris, que entra y sale de los escombros". De forma natural, sin
darme cuenta y sin planearlo, había hecho de “Houston” un personaje
de quien todos estaban pendientes. Después supe que se llamaba Jorge

45
y que había ido desde Tlalnepantla hasta Coapa a ayudar. Pero no sé
mucho más de él, después de ese momento en el que lo presenté en
televisión nacional, tuvieron que pasar muchas horas, casi 15, para que
por primera vez tuviéramos una plática solos, misma que organizó
Valentín, quien lo buscó, lo encontró y me lo llevó. Qué ironía, el hombre
con quien todos hemos querido hablar después de lo que pasó, en esa
conversación 15 horas después, nos dijo que hace ocho años que no
tenía celular, en ese momento simplemente me pareció chistoso, creo
que no conocía a nadie más que no tuviera celular. Valentín lo volvió a
ver varias veces en las siguientes horas, me decía que cada vez estaba
más cansado y más desesperado.

Houston ya era famoso afuera y adentro seguía entrando y saliendo de


los escombros, convirtiéndose cada vez más en una pieza relevante en
el rescate de la niña, de la que, en ese momento, me enteré por primera
vez de su nombre.

Eran las seis de la tarde todavía del miércoles - “Se llama Frida Sofía”,
alcancé a oír, bastante de lejos, cuando un grupo de rescatistas, civiles y
oficiales, se acercó al almirante, que después de algunas horas de
descanso ya era otra vez José Luis Vergara, le dijeron algunas cosas más,
pero me fue imposible entender. Cuando se fueron, me acerqué yo
también a él y le pregunté si lo que había oído era correcto, me lo

46
confirmó: “Frida Sofía, tiene 12 años y las maestras a petición de los
padres, han pedido que no digamos el apellido”. Inmediatamente volteé
al pequeño lugar del patio en el que horas antes habían estado las
familias, pero ya no estaban. Habían pasado muchas horas sin nada
relevante, por fin había información nueva, o que para mí era nueva, esa
fue la primera vez que yo hablé del nombre, eran las seis de la tarde con
cinco minutos. En otros medios de comunicación, ahora lo sé,
manejaban el nombre desde mucho antes.

El Universal fue el primer medio que después de una exhaustiva revisión


de la jornada, sabemos que manejo el nombre “Frida”; a las dos de la
tarde del miércoles, publicaron una nota con el encabezado: “Logran
hablar con Frida, niña atrapada en el Colegio Rébsamen”, dicen que los
rescatistas tuvieron contacto visual con ella, que está lastimada de un
brazo y una pierna. Por horas, yo siempre dije que nadie había tenido
contacto visual.

47
Carmen Aristegui con su reportero en el sitio de nombre Jovel Álvarea,
a las cuatro de la tarde con 25 minutos también del miércoles, festejó al
aire el rescate de Frida, en lo que ella misma menciono era “un momento
muy emocionante”, seguido de un tuit que se lee: En este momento…
¡Rescatan a Frida!

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Hay una cosa que no se puede dudar, el conocimiento o invento del
nombre Frida Sofía surgió de los escombros. A unos les llegó antes, a
otros nos llegó después. Nadie fue a las oficinas centrales de la SEP a
verificar el nombre en las listas. Valentín y yo sí preguntamos a las
maestras. A una en específico, que tenía una larga trenza, vestía blusa de
mezclilla y traía collarín y que cada vez me parecía más familiar, iba y
venía de un lado a otro, siempre que los rescatistas pedían la presencia
de alguien que trabajara en el colegio, era ella quien se acercaba, dibujó
en varias ocasiones croquis del edificio para que supieran dónde había
muebles, paredes, escaleras. Se acercaba y gritaba al edificio: “Tranquila,
chiquita, tranquila Sofi, ya vamos a llegar por ti”.

Al atardecer del miércoles pidieron que alguna profesora se acercara a


los escombros a tener contacto con Frida Sofía, ella asignó a una. Era
también mujer, visiblemente más joven, rubia, la llevaron hasta donde
pudieron, imágenes que transmitimos en vivo, estuvo ahí varios minutos,
cuando regresó al patio todos los que vimos la escena nos aproximamos
a ella: “me dijo que está muy cansada”- nos comunicó a todos. Ahora
sabemos quiénes eran ellas: la de trenza, la dueña y directora de la
escuela, prófuga de la justicia desde octubre, la joven rubia, era su hija.
Ambas se llaman Mónica.

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Con el paso de la tarde-noche del miércoles, las cosas se complicaron
aún más, una mesa que primero era de mármol y después de granito era
el obstáculo para poder completar el rescate, pero a la vez era lo que
mantenía con vida a Frida.

Lo poco que quedaba en pie del edificio colapsado era cada vez más
frágil, lo que ponía en riesgo el rescate, a los posibles rescatados y a los
rescatistas.

El techo de las oficinas en las que los mandos de la marina, el ejército, la


secretaría de educación pública, Mariano Riva Palacio de TV Azteca,
Hannia Novel de ADN 40, Rubén Mosso y Selene Flores de Milenio
Televisión, Efrén Argüelles de Imagen Televisión, Matt Gutman de ABC
NEWS y yo habíamos estado todo el día también estaba a punto de
colapsar, o por lo menos eso nos dijeron y nos bajaron a todos. Los
almirantes, el general y el secretario de Educación, se quedaron ahí. El
poco control que había, se convirtió en nulo. Aumentó el caos, cayó la
noche y empezó a llover.

50
La segunda noche
Y otra vez, todos, los rescatistas en el derrumbe y los marinos que
mandaban, coincidían en algo: estaban a punto de rescatar a Frida Sofía,
una vez más a minutos, porque ahora sí ya estaban a centímetros y lo
iba a hacer la Marina, por la cara del edificio derrumbado que yo tenía
de frente, la que daba al patio, porque para esa hora, las labores de
rescate se habían dividido en dos.

De ese lado, el del patio, se llevaba a cabo la búsqueda “oficial”, la de la


Marina y el Ejército, del otro, el que daba a la calle (Rancho Taboreo),
trabajaban a quienes las autoridades llamaban “los empresarios”,
rescatistas civiles muchos de ellos con experiencia en diferentes tipos de
desastres y otros improvisados; Houston ya estaba de ese lado.

Nadie lo dijo, pero justo en el momento en el que la Marina nos bajó de


la azotea en la que habíamos estado, también se decidió sacar a todos
los rescatistas que no formaran parte de una dependencia de Gobierno.
No importan quiénes fueran, de dónde vinieran, ni qué experiencia
tuvieran. Fue una decisión unilateral, que con enorme descontento todos
tuvieron que acatar.

Subí a preguntarle al almirante Vergara qué estaba pasando, me


contestó que nada que todo estaba bajo control y que Frida Sofía iba a

51
ser recatada por sus hombres muy pronto. Que los demás ya nada más
estaban provocando desorden, que no ayudaban en nada en una ya
desordenada situación.

Era claro que las dos partes estaban trabajando por separado y lejos de
tener comunicación, se contradecían, me atrevería a decir que se
obstaculizaban; parecía que aquello era una guerra de tiempo para ver
quién tenía la razón y quién lograba completar el rescate, que para ese
momento ya llevaba muchas, muchas horas, casi doce. Pasaban ya las
nueve de la noche.

La información volaba como el polvo propio de una escena así, se decían


muchas cosas, para ese entonces, muchos daban por hecho que Frida
no estaba sola, sino con por lo menos dos compañeritos, eso siempre
me sonó raro, pero nadie lo dudaba. Los rescatistas de ambos lados lo
decían y las autoridades lo confirmaban, nunca me logré enganchar del
todo con eso, en mi mente solo estaba esa pequeña a quien tantísimas
horas llevábamos esperando.

Lloré. Era tal el caos, que, en una absoluta imprudencia mía, pero
también de las autoridades que me lo permitieron, caminé hasta los
escombros, estaba al aire, pero no podía hablar porque los puños de
todos estaban en alto, cuando llegué ahí a centímetros de éstos, el

52
silencio se rompió con un grito estremecedor: "¡Están vivos, son tres y
están vivos!” y rompí con todo lo que yo misma creía que estaba
permitido en la televisión y se me quebró la voz. Lloré. Decenas de
personas aplaudían a mi alrededor por esa noticia y sí, lloré. Ni siquiera
lo pensé, la narración de la historia se había convertido en mi realidad,
mi concentración era absoluta, no me acordaba de nada ni de nadie. No
tenía ni frío, ni hambre, ni sed, ni dolor de pies, ni ardor en los labios, era
como si mi cuerpo se hubiera desprendido de mi mente, mi mente era
la que funcionaba, la que trabajaba, mi cuerpo no existía y mi mente
tenía muchas ganas de llorar y lloré.

Ni yo podía creer lo que acababa de hacer, así que orillé el discurso para
poder terminar con ese enlace, tenía que respirar y juntar mis piezas. Las
junté. Mi cuerpo regresó, los pies me volvieron a doler y me seguía
urgiendo algo para los labios. Me senté en un polín y alguien, mi
inseparable Valentín, cumpliendo a pie juntillas con su papel de
nutriólogo, apareció con un rol de canela y un vaso de café de Starbucks.

"¿Qué, de dónde sacaste un Starbucks, Valen?" - “Ya ves mi Dany” -


orgulloso me respondió. Después supe que ese Starbucks que hacía más
de 24 horas se había atravesado en mi camino varias veces, también se
había unido a la solidaridad y estaba regalando café y pan. Solo acepté
el café, llevaba ya casi 40 horas sin comer, pero no tenía nada de hambre,

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he llegado a la conclusión de que después de tantas horas y después
días sin comer fue el café, pero sobre todo el piloncillo de las decenas
de café de olla que me tomé lo que me mantuvo en pie. Ese de Starbucks
me supo a gloria, mientras me lo tomaba me regañé por semejante
irresponsabilidad ¿llorar al aire, Danielle, estás loca o qué? -me repetía
una y otra vez.

Mientras tanto, el rescate era tan inminente que no solo estaba en el


discurso de los rescatistas, sino en la escena que uno podía ver en todas
las caras del colegio: había una camilla y un taque de oxígeno esperando
a Frida Sofía y a sus compañeros que muchos aseguraban que también
estaban ahí.

Me acordé que mi espectacular chaleco beige guardaba en una de sus


bolsas mi celular, contrario a mi hábito cotidiano de tenerlo en la mano
casi en cualquier circunstancia, la terrible señal en el lugar me había
hecho olvidarlo- tenía un poco de pila que conseguía cargándolo
algunos minutos en diferentes e insospechadas fuentes de electricidad.
Lo saqué, ni siquiera alcanzaba a entender lo que veía en la pantalla, las
notificaciones de todas mis redes sociales llegaban sin parar, en
WhatsApp tenía más de 100 mensajes, de personas cercanas, de
personas lejanas, de personas que no conocía, y uno, uno que me llenó
el alma, mi esposo: “No quería volver a saber de ti, nos abandonaste,

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pero ahora que veo lo que estás haciendo espero que estés consciente
de lo impresionante que eres.”. El resto se sentían bonito, todos me
agradecían mi esfuerzo, me mandaban muestras de apoyo, mucha gente
estaba enojada porque Denise Maerker me había llamado la atención
por llorar al aire, no entendía muy bien, según yo me lo merecía. En
Twitter todas las tendencias tenían que ver con el sismo. Tres tenían que
ver conmigo #FridaSofia #Danielle #Denise.

Frida Sofía era un fenómeno y yo era su voz. ¡Vaya responsabilidad!

Mi momento de reflexión duró poco, pronto me volvieron a avisar que


tenía otro enlace. ya estaba lista, en el chícharo oía de nuevo la voz de
Denise con quien aparentemente la gente está enojada por mi culpa y
eso me hacía sentir un poco mal. Antes de presentarme a mí, presentó
una llamada telefónica con el Presidente Peña Nieto quien empezó
diciendo “Estamos muy al pendiente, como todo el país, del rescate de
la niña Frida Sofía”, recuerdo que me sorprendió, terminó la entrevista y
entré de nuevo al aire.

A medio enlace nos invadió el pánico, el terror, una alerta sísmica, que
aún no sé si fue falsa, aumentó el caos, provocó que todos tuviéramos
que evacuar el sitio y generó mucho, mucho miedo. No fue fácil, junto a
todos los que estábamos ahí no solo estaba el edificio en ruinas, sino

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otro, de tres pisos que desde hace mucho sabíamos que estaba en riesgo
inminente de colapsar. Eso mismo dije, muy asustada al aire.

Ver ese edificio estrujaba el alma, lo había visto todo el día con miedo a
que sin aviso se cayera, pero no era eso lo que me movía las fibras, a
medio día entré al salón donde habían empezado curso, un mes antes,
los niños de primero de primaria, grupo B. Dora la exploradora, había
tenido más éxito que Frozen en la elección de las mochilas y loncheras
de las niñas, Cars en las de los niños, y cuando tembló estaban en clase
de español, tenían los cuadernos abiertos. Muchos estaban en el piso,
los lápices junto a ellos. Ese martes los niños llegaron a su salón,
acomodaron sus útiles como todas las mañanas y nunca más los
volvieron a ver.

Otra vez pensé en mi primaria, me trataba de acordar qué pasaba


cuando temblaba y me vino a la mente la famosa “alerta roja”, que era
en ese entonces el protocolo que se debía de seguir. Todos nos
metíamos debajo de los escritorios en posición fetal. Pero ese martes 19
los niños horas antes del temblor habían aprendido a evacuar los
edificios por las escaleras de seguridad, fueron precisamente esas
escaleras de seguridad las primeras en derrumbarse, en ellas murieron
la mayoría de los niños de primaria, estaban en clase de computación.

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Estuvimos fuera del colegio pocos minutos, la alerta terminó y sin
palabra, todos regresamos a la realidad; a nuestra realidad. Rescatistas a
los escombros por los dos lados, marinos y soldados estoicos a la cadena
humana, médicos y enfermeras al toldo blanco que funcionaba como
hospital y nosotros, yo, a esperar a Frida Sofía.

No tengo noción de cuántas veces fui de un lado a otro. Hablaba con los
“empresarios” y con los marinos, con los de verde, los de rojo bomberos
o de la Cruz Roja, los de azul, con los que seguían con la ropa que se
habían puesto el martes al empezar su día, todos tenían el mismo
objetivo, la duda era por dónde la sacarían, en dónde estaba, con quién
estaba. El pleito entre un grupo de rescatistas y otro era cada vez más
evidente, y aunque, para ser sinceros no podía dejar de imaginarme que
me tocara narrar el momento del rescate, para esas alturas, lo único que
me importaba era que la sacaran viva y que la sacaran ya.

Eran más de las 11 de la noche del miércoles, habían pasado más de 35


horas desde el sismo, llevaba 30 en el colegio y más de quince esperando
a la niña de la que habíamos sabido por primera vez a las nueve de la
mañana, quince horas de esfuerzo sobrehumano, de cansancio, de dolor,
de impotencia, de incertidumbre, quince horas en las que quienes
mandaban en ese lugar nos dieron nombre, edad y después de quince
horas se dieron cuenta y nos avisaron que ya no había papás esperando

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a sus hijos. “¿Y los papás con los que hablé?” - pregunté-
“Probablemente encontraron a sus hijos en un hospital o en un MP”. Yo
esa mañana al hablar con ellos, me había sentido con la obligación de
respetarlos y no preguntarles más, pero yo soy una reportera que tomó
esa decisión, y tal vez no insistirles en que hablaran conmigo fue una
irresponsabilidad; ¿pero ellos? ¿las autoridades? ¿la Marina? ¿la SEP?
¿No estaban en contacto con ellos? ¿No les estaban brindado ayuda,
asesoría? ¿No llevaban un registro? ¿No les pidieron sus datos? Nadie
me lo ha podido responder.

Para todos los reporteros, incluyéndome, la información era inverosímil,


Hannia Novel por ejemplo, aseguró después de que Aurelio Nuño diera
esa información que ella tenía a los tíos de Frida junto.

Así que ahora, estaban buscando a una niña o a varios niños y también
a sus papás. El rescate siguió su curso.

Lo que no siguió fue mi confianza en quienes por horas me habían dado


información. Cada segundo dudaba más, cada instante me desesperaba
más. Me resultaba imposible que todo el país estuviera pendiente del
rescate de una niña y sus papás no estuvieran ahí. Pero siempre me
quedaba la esperanza, tal vez estaban en alguna casa vecina, tal vez el
desorden estuviera provocando esa confusión.

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En el patio el caos seguía siendo el principal invitado, la lluvia no cesaba,
el cansancio y la impotencia cada vez se adueñaban más de todos los
que estábamos ahí, la información cambiaba por minuto, unos decían
una cosa y otros otra. Estando al aire la activación de un extintor justo
debajo de mí, me provocó un susto de aquellos, grité al aire sin saber
qué pasaba, había mucho “humo” alrededor que me hizo imposible
seguir hablando. “Una especie de explosión”- comenté- en realidad no
había sido una explosión, pero así se sintió, sobre todo cuando mi único
soporte era una sillita que habíamos sacado de un salón de kínder para
poder pararme en ella y que mi cara quedara a la altura de la cámara.
Siempre estuve muy incómoda ahí parada apenas cabían mis pies que
de tanto dolor ya habían perdido sensibilidad, los labios me seguían
ardiendo, ahora no solo estaba sucia, sino empapada.

Ya era de madrugada de jueves, cuando no estaba al aire, Valentín y yo


recorrimos el colegio y sus afueras alrededor de 10 veces, a veces juntos,
a veces yo, a veces él buscando a los familiares de una niña o niño, lo
que fuera. Gritamos su nombre, preguntamos, tocamos puertas. Nos
engañaron muchas veces, evidentemente jamás con dolo, pero todo el
mundo creía tener la razón; "están en la casa seis de la cerrada de ahí”,
“están en el toldo blanco”, “están con los del MP”; están allá, están acá.
Nada fue cierto. No estaban.

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Esa misma madrugada nos dijeron que todas las Fridas y todas las Sofías
estaban ubicadas, información que no me tardé ni un minuto en
comunicar en la transmisión; lo hice, aunque mi cabeza estuviera llena
de preguntas -¿pero por qué le llamaban así las maestras? ¿pero por qué
tardaron veintitantas horas en hacer las llamadas? Respuestas que nadie
tampoco me pudo, ni me ha podido dar.

Esa fue una noche larga, triste, llena de angustia, me acosté en el piso
mojado, casi enlodado y dormí 25 minutos, los primeros desde el martes
19 cuando a las cuatro de la mañana me había despertado para irme a
trabajar. Lo hice porque necesitaba desesperadamente olvidar lo que
estaba pasando, porque esa noche me anticipaba, que, al amanecer,
llegaría uno de los peores días de mi vida. Veinticinco minutos y me
desperté.

En realidad, no desperté sola, el cansancio era tal, que a pesar de las


ínfimas condiciones en las que estaba me hubiera podido quedar más
tiempo; me despertó Matt, un muy prestigiado reportero de la cadena
norteamericana ABC News que vino desde Los Ángeles a cubrir la
historia de la niña de los escombros, y que durante casi 15 horas había
sido uno de los que había reportado a todo Estados Unidos, juntito a mí,
exactamente lo mismo que yo.

60
Matt no estaba preocupado como yo, Matt estaba enojado por el
cambio de informaciones que había habido en las últimas horas, la tarde
anterior me externó lo que pensaba: que nuestro país era una broma,
que todo en esa escena estaba mal. Mal organizado, mal dirigido, mal
hecho. Ahora con el giro que le daba a la historia no encontrar a los
papás, y que ya no se llamara Frida, ni Sofía, su teoría sobre México se
reforzaba, y eso que todavía no sabíamos lo que iba a pasar.

Me sentía devastada, no solo cansada, sino anímicamente destruida.


Todo lo que sabíamos, lo que pensábamos y sobre todo lo que creíamos,
se estaba cayendo poco a poco en pedazos, lo que nunca, ni un solo
minuto, cayó fue la búsqueda de una persona con vida y en tanto eso
no acabara, tampoco mi transmisión, ni mi trabajo ahí.

Era el segundo amanecer post sismo, jueves, aunque parecía que había
pasado una eternidad, así volví a recuperar mis piezas, aunque eso
significara sentir todas mis molestias, que para ese momento ya eran
tres: pies, labios y un insoportable dolor de cabeza, que pronto se me
olvidó al darme cuenta de que algo estaba sucediendo: el tan temido
derrumbe interno en el edificio colapsado había sucedido. Todos los
rescatistas sin importar quiénes fueran, ni para quién trabajaran habían
tenido que dejar de trabajar, muchos de ellos jamás volverían. A partir

61
de ese momento solo pequeños grupos coordinados y autorizados por
los mandos de la Marina y el Ejército podrían seguir con el rescate.

En el Rébsamen, la historia de los entrañables “empresarios”, esos


hombres y una que otra mujer que sin buscar nada a cambio, que, con
frío, hambre, sueño, sed y miedo dejaron a sus familias en los momentos
más difíciles, para partirse el lomo intentando salvar más vidas, había
terminado. Pude hablar con muchos en las semanas que siguieron al
sismo, todos aseguran que ahí había una niña y que se llamaba Sofía,
algunos le agregan el Frida.

Así que esa mañana mi cometido era informar que la posibilidad de vida
en los escombros del colegio seguía latente, no importaba si era niña,
niño o adulto, que un derrumbe en el edificio había suspendido
temporalmente y cambiado para siempre las labores de rescate y que la
maquinaria pesada no entraría mientras existiera la más mínima
posibilidad de rescatar un cuerpo. Y así lo hice.

La descripción del derrumbe no fue difícil porque físicamente se veía. El


edificio colapsado que ustedes y yo habíamos visto por casi 24 horas sin
parar, estaba ahora visiblemente pandeado hacia la izquierda. El cambio
en la dinámica en las labores de búsqueda y rescate también era

62
evidente, en donde antes se veían decenas de personas trabajando,
ahora era difícil detectar a una. Acabó el programa matutino del jueves.

De nueva cuenta metí la mano en una de las bolsas de mi chaleco y otra


vez recordé la existencia de mi celular, aunque la señal cada vez era
mejor y la pila resistía, durante toda la noche había estado más ocupada
en entender lo que estaba pasando que en cualquier otra cosa, en la
madrugada había mandado algunos mensajes de texto y coordinado
algunas cosas por WhatsApp, pero siempre pasaba algo que me hacía
no prestarle mucha atención; al parecer las redes sociales no habían
dejado de hablar de ese lugar, ni de mí, ni de la niña, pero ahora también
de una mentira. ¿Mentira? ¿Cuál mentira? mi cabeza daba vueltas sin
parar, ¿por qué alguien hubiera mentido? ¿quién mintió? me preguntaba
una y otra vez- la respuesta me la dio un mensaje de mi jefe y era la peor
de todas “Danielle, en redes dicen que inventaste todo. Tienes que
entrevistar a todos los que hablaron ayer”.

La mentira era mía. Un país dolido, lastimado y asustado, pensaba que


todo lo había inventado yo.

Siempre he sido buena para trabajar bajo presión, en la escuela, en el


trabajo, en toda mi vida y desde siempre, mientras más difíciles se ven
las cosas, mejor me salen, mientras menos tiempo más lo aprovecho. Fui

63
la típica estudiante que mientras sus compañeros llevaban dos semanas
estudiando para el examen, yo me encerraba una tarde antes y me iba
mejor. Esa pequeña dosis de estrés y de adrenalina que para muchos es
nociva, para mí es una inyección de gasolina.

Así que ese 21 de septiembre, no tenía tiempo que perder e intenté


buscar a todos: encontré a varios que durante la mañana y medio día de
ese jueves volvieron a hablar de lo mismo que el día anterior: la niña, el
nombre, la edad, el agua, las voces, la temperatura, las losas, la mesa, el
derrumbe. Era como si todos los que llevábamos horas ahí estuviéramos
aislados del mundo exterior y de lo que en él decían de nosotros. De mí.

Tenía que tomar distancia, recuperarme mentalmente así que me alejé


un poco del colegio por primera vez en más de 40 horas, eran cerca de
las 10 de la mañana. Llegué al campamento y centro de acopio que
habían montado los vecinos, el sol caía a plomo, pero la temperatura de
mi cuerpo era helada. Me acosté en la colchoneta de un velador y me
puse encima cuánta cosa encontré, chamarras ajenas, cobijas,
colchonetas, no sé si en verdad me dormí o busqué desconectar mi
cerebro unos minutos. Para ser exactos fueron 20, cinco menos que la
última vez que dormí, pero ahora quien me despertó, fue un hombre
pequeño a quien con el trabajo que me costaba abrir los ojos se me
dificultó reconocer, era “Houston”. Lo llevaba Valentín, fue ese encuentro

64
que él organizó varias horas después de que yo hablara de Houston en
la tele.

Ésa fue la primera vez que hablamos solos y tranquilos si se le puede


llamar así a tener una planta de luz a 20 centímetros, un edificio
colapsado a metros, cientos de elementos de la Marina y Ejército
alrededor, y decenas de voluntarios trabajando sin parar; estaba furioso,
aseguraba que estaban dejando morir a la niña, que él la había oído y
que estaba ahí, que ya no lo dejaban trabajar y ahora solo los marinos
entrarían, que él nunca más iba a poder vivir tranquilo si no la rescataban
y que el gobierno nos estaba mintiendo. También me dijo que no tenía
celular hace años, pero eso ya se los había contado. Ciertamente ese
jueves estaba siendo un mal día para muchos, no solo para mí. Sólo que
para mí se pondría un poquito peor.

Estaba demasiado cansada y extraordinariamente preocupada como


para consolar a Houston, mucho menos para darle explicaciones que ni
yo misma tenía. Me acosté de nuevo, pero esta vez solo segundos, mi
cerebro no se logró desconectar y pasaban revoloteando por él algunos
mensajes que había alcanzado a leer en Twitter y en Facebook:
mentirosa, vendida, mierda, puta, asesina, perra, asco, muérete. No se
preocupen, pensaba, ya me estoy muriendo.

65
Dejé mi improvisada cama después de mis reparadores 20 minutos y mi
productiva charla con Houston y volví al colegio. Valentín me perseguía
con un plato de atún, otra vez lo rechacé.

Lo que sentía solo me había pasado una vez mi vida; en mi boda, era
como si lo que estaba a mi alrededor fuera una película que yo
observaba desde afuera. Me senté en la misma sillita que me había
aguantado horas, junto a mí decenas de reporteros de otras cadenas
seguían reportando pero ahora decían cosas que yo ni siquiera
alcanzaba a entender, mi mirada estaba fija en el techo de las oficinas de
inglés, ya apuntaladas, que seguían siendo el centro de mando.

Era poquito más de la una, allá arriba estaban teniendo una especie de
junta todos los funcionarios que habían estado ahí por días: el entonces
Secretario de Educación Pública Aurelio Nuño, el Oficial Mayor de la
Secretaría de Marina José Luis Vergara, el Subsecretario de la misma
Ángel Enrique Sarmiento, quien era en esa época la delegada de Tlalpan
Claudia Sheinbaum, que a pesar de gobernar una de las zonas más
afectadas de la ciudad no se movió de ahí un instante, también estaba
el General Brigadier del Ejército Saúl Luna, y sus más cercanos
colaboradores en segunda línea del teamback, era claro que estaban
tomando alguna decisión.

66
Se rompió el círculo, el Almirante Vergara se fue inmediatamente de la
escuela, una camioneta blanca lo esperaba afuera. El Secretario de
Educación, junto con su equipo, bajó al patio donde permaneció varios
minutos, desde mi sillita busqué su mirada, volteó, me levantó la mano
en un gesto que me pareció cordial, lo seguí viendo, él volteó hacia las
oficinas de inglés, volteé yo también, el otro Almirante; Sarmiento,
estaba bajando las escaleras, junto con la delegada, se dirigían a
nosotros; volví a voltear hacia Nuño, alcancé a ver su espalda; después
de casi 30 horas, sin aviso y como si no quisiera que nadie lo viera,
también se fue del Rébsamen. ¨Qué raro” - pensé- pero Sarmiento ya
estaba ahí, junto a mí y daría una declaración; así que puse el micrófono,
le sonreí, a lo largo de tantas horas había ocurrido lo mismo en muchas
ocasiones, pero ésta sería distinta: “La Marina nunca ha tenido
conocimiento de una niña, ni mucho menos de que su nombre fuera
Frida Sofía”-dijo- ni siquiera pude procesar bien las palabras, ahora sí se
les estaba haciendo realidad su deseo a esos mensajes horribles de redes
sociales. El Almirante Sarmiento me acababa de dar la estocada final, al
menos eso sentí.

Pero antes de morirme lo quería matar, lo quería golpear con toda la


fuerza que mi cuerpo tuviera, que la verdad era muy poca. Mi mente
estaba llena de rabia. No podía hablar, tenía ganas de vomitar. “¡Cínico,
me lo dijo él!”; quién le dijo que hiciera eso, quién está detrás de todo

67
esto, por qué estaba pasando eso. El pobre de Valentín no encontraba
la forma de darme un poquito de paz, esa vez entendió que si me ofrecía
comida seguramente me serviría de proyectil. Me tomó la mano se la
apreté con la fuerza con la que le hubiera querido pegar a Sarmiento, y
a Vergara y a Aurelio, ¿dónde estaban todos?, ¿iban a huir como si nadie
supera que habían estado ahí?

Perder mi trabajo era el menos dramático de mis pensamientos. Mi


cerebro cansado y golpeado no entendía lo que estaba pasando, mis
pies ampollados y adoloridos parecía que no soportarían más a mi
cuerpo, la cabeza que hacía unos minutos me dolía como pocas veces,
estaba a punto de reventar, los labios ya se habían curado por la
buenísima obra de una fotógrafa que me vio tan desesperada que me
regalo su “crema de cacao”, diría mi abuelo. Me temblaba hasta el último
centímetro del cuerpo. Estaba metida en un gran lío.

- “Nos acaban de desmentir, Danielle”- oí al contestar una llamada de mi


jefe - “Lo sé, no entiendo qué está pasando, te juro por mi vida que toda
la informa…”- “Vamos a salir adelante de ésta. No hiciste nada mal”- me
interrumpió.

No tengo noción de cuántos minutos pasaron de esa llamada, cuando


caí en cuenta de que de nuevo estaba parada en mi sillita, con el

68
micrófono en la mano y esperando que Denise y Loret me dieran la
palabra para explicar desde mi posición lo que había ocurrido, me
tuvieron que conseguir como por arte de magia y no sé de dónde, unas
gotas para los ojos; cincuenta y tantas horas sin dormir se notaban en el
color de los míos que daban la impresión de que estaba llorando o a dos
minutos de hacerlo, la verdad es que ganas no me faltaban, pero de
sentimentalismos ya había tenido suficiente la noche anterior.

Por mi mente pasaban tres cosas: ten claridad y orden cronológico,


mantente firme en todo lo que digas y confiesa si tienes detectado algún
error. Jamás he sentido un nervio así, nunca he sentido lo que es no
poder control las manos, las piernas. Tenía taquicardia. Me armé de
valor. “Soy la más sorprendida, buenas tardes Denise, Carlos.” - empecé

Hablé por cerca de cuatro minutos que me parecieron eternos y a la vez


insuficientes para tanto que tenía y quería decir. Quería gritar, suplicar a
la gente que me creyera, que prestara atención a lo que estaba diciendo
para que se aclararan todas sus dudas. Yo sabía que la gente las tenía,
pero también sabía (sé) que tengo una respuesta real y lógica para cada
una de ellas. Pero solo fueron cuatro eternos minutos. Acabaron.

De un movimiento me senté en la sillita, habían sido suficientes lágrimas


para la reportera, pero no para Danielle, la persona, el ser humano, la

69
que se sentía asustada, frustrada, enojada, traicionada, rompí en llanto;
me alertaron de que todos los reporteros que estaban ahí me estaban
grabando y tomando fotos. ¡Qué morbo, qué traición! A todos se les
olvidó que ellos habían visto, oído y transmitido lo mismo que yo.
Algunos más.

Hannia, Mariano, Carmen, Efrén y todos los que estaban ahí y a sus jefes
y editores: ¿en serio no se acuerdan?, ¿de verdad no creyeron que
hubiera una niña en los escombros que se llamaba Frida Sofía?, ¿es real
que “ustedes dudaron siempre", como ahora lo han dicho?, ¿pues qué
no te emocionaste con el rescate de Frida un día anterior, Carmen?

Me metí al baño de la primaria, que a 48 horas de la tragedia era un


lugar en el que nadie querría estar, pero yo solo necesitaba estar sola y
hacer una cosa: hablar con mi mamá. Fue una llamada rápida, pero
probablemente la más sincera de mi vida, no sé quién lloraba más, pero
me dio paz, me regresó la vida. Mi mamá estaba lejos, pero conmigo.
Qué chistosa es la vida, a veces le huyo porque me parece encimosa y
en ese momento solo quería saber que ahí estaba. Uno siempre regresa
a su base.

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Esos serían mis últimos minutos dentro del Rébsamen: la Secretaría de
Marina tomó la decisión de evacuar a todos los que no perteneciéramos
a la corporación.

Houston y varios más se fueron a ayudar a otro edificio, ahí, decían, los
estaban engañando, por alguna razón ya no los dejaban trabajar a pesar
de que ellos sabían todo y llevaban tantas horas ahí. Estaban frustrados,
dolidos. Se me acercaban todos, me veían como una aliada. La
comunicación con el mundo exterior era ya mucho mayor y para ese
entonces muchos sabían lo que decían de mí, el apoyo, ahí adentro era
unánime, todos habíamos vivido lo mismo. Me pedían que intercedería
por ellos ante la Marina, para que los dejaran seguir trabajando. Qué
ironía, no lo había podido hacer ni por mí.

Esa noche, la del jueves, desde las afueras del colegio los dos almirantes,
los que primero dieron la información y después se echaron para atrás,
ofrecieron una disculpa.

“Quiero dejar muy claro que la información que recibieron los mexicanos
sobre la existencia de una niña viva bajo los escombros fue difundida
por la Marina con base en los reportes técnicos y el testimonio de
rescatistas civiles y de esta institución…ofrezco una disculpa por la

71
información vertida esta tarde donde afirmé que la Marina no contaba
con los detalles de una supuesta menor sobreviviente en esta tragedia…"

Pero el daño estaba hecho, ni esa disculpa ni nada será suficiente para
quienes quieren buscar culpables, y encontrar en esa escena de caos,
tragedia, angustia, dolor y muerte un lugar propicio para el engaño.

Y esa culpable era, y para muchos siempre seré yo.

Mientras tanto, era como si minuto a minuto la tragedia en el Colegio


Enrique Rébsamen que había tenido la atención y la participación de
miles de voluntarios dejara de importar. Se sentía raro. Eran muchas
despedidas. muchos sentimientos.

La transmisión era mucho menos intensa, el canal dos, había regresado


a su programación habitual y ForoTv continuaba como es su costumbre
incansablemente informando.

Casi nadie lo sabe, pero mi transmisión en el colegio no terminó ese


jueves, terminó el domingo 24 después de las diez de la noche. La gente
perdió interés cuando se desvaneció la historia de una niña, como si las
otras vidas no importaran. Pero ahí abajo había un ser humano, tal vez

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con vida, y yo tenía claro que hasta no ver a esa persona salir de ese
edificio yo no me movería. No me moví.

Calzada de las Brujas, calle que hacía tres días no sabía ni que existía, se
convirtió en mi domicilio. Montamos un campamento con un plástico
azul como techo y sillitas, muchas sillitas del kínder que si las juntabas
eran cama, si las limpiabas eran mesa, si las volteabas eran armario, si las
necesitabas eran escritorio. Ahí estuve 60 horas más.

Fueron 60 horas de puros sentimientos. Me dolía el alma. Me sentía tan


cansada que ya ni siquiera era sueño, sino agotamiento mental. Mi
familia empezaba a desesperarse de verme ahí. Me hablaban cada dos
horas pidiéndome, casi exigiéndome que dejara todo y me fuera al
hospital a hidratar y revisar. Todas las personas que me conocen estaban
muy preocupadas por mi salud, a ellos no les importaba lo que la gente
pensara de mí.

Una señora se me acercó, jamás la había visto ni ella a mí, pero fue hasta
ese horrible lugar a buscarme. Se presentó como psicóloga y me pidió
que me sentara a platicar con ella. Me dijo que la fortaleza que hasta el
momento había mostrado se iba a acabar y que tomar terapia tendría
que ser una prioridad en mi vida en cuanto saliera de ahí.

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Lo mismo pasó con un hombre, era fisioterapeuta, y me dijo que no se
iba a mover de ahí, a donde también había ido solo por mí, hasta que
me diera un masaje y me colocara algunas cintas, de esas de colores,
que usan los atletas. Lo hizo.

No sé nada más de ellos dos, pero fueron como unos ángeles.

La noche del jueves decidí buscar la forma de dormir un poco. Le dije a


Valentín que me acompañara a buscar dónde podíamos descansar. Por
más increíble que parezca, a media calle nos encontramos un camastro
de esos para tomar el sol en la playa, no podía entender qué demonios
hacía un camastro a media calle en Coapa, pero tampoco me podía
imaginar una mejor cama, me pareció evidente que mi papá la había
puesto ahí para mí, y entendí que él había mandado a la psicóloga y al
doctor. Después de pensar intensamente en él ese martes en la moto de
ida al colegio, la realidad es que no mi vino a la mente de nuevo hasta
ese momento. Esa noche, en la camita que me dejó, hablé muchísimo
con él, lloré, le reclamé que no me hubiera echado la mano, le ofrecí
disculpas por causarle tanta preocupación a mi mamá, le pedí que no
me soltara, porque sentía que ya no podía más.
Todo era tranquilidad por primera vez en muchos días hasta que una
torrencial lluvia acabó con ella. Movimos nuestra camita hasta el pórtico
de una casa, de la que minutos después nos corrieron. Era claro, el sitio
en el que un edificio se acaba de caer y el día en el que te han acusado

74
de mentirle a todo un país, no es lugar, ni momento para dormir. Regresé
al campamento y seguí trabajando.

Mi aspecto era cada vez peor. La misma vestimenta, el mismo chaleco,


pasé de un espantoso sombrero, a una gorra del equipo de futbol que
más odio. Todo era mejor que dejar descubierto el asqueroso pelo y la
demacrada cara.

El viernes transcurrió sin novedad, con una transmisión continua, con


mucho cansancio y con mucha desesperación.

El sábado volvió a temblar. La alerta volvió a estremecernos a todos. Esta


vez no pasó nada. Por fortuna todo seguía igual. Igual de mal, pero igual.
Podría haber estado peor.

El domingo a las diez de la noche, 134 horas después del sismo, el cuerpo
sin vida de Maria Reyna Dávila Martínez, personal de limpieza del
Rébsamen, fue extraído de los escombros. La esperaban su esposo, sus
hijos y sus papás, también estábamos tres reporteros. Tres, de las
decenas y decenas que habíamos estado ahí, solo quedábamos tres.
Reinita estaba lejos, muy lejos de donde días antes se habían centrado
las labores de rescate. De donde las máquinas habían detectado calor,
de donde los perros habían marcado positivo, del lugar en el que
faltaban centímetros para llegar a Frida Sofía.

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Mi vida después de Frida
Frida Sofía no estaba ahí, al menos eso es lo que sabemos. Aunque ni un
solo día he dejado de pensar en ella.

A mi casa, desde donde por meses he redactado este texto regresó otra
Danielle, a la que se fue ese martes 19 de septiembre a las cuatro de la
mañana, nunca más la volví, ni volveré a ver.

Desde entonces he recibido las muestras de cariño y de odio más


sorprendentes que jamás imaginé. Sé que hay gente que, sin conocerme
me odia y gente que siente un cariño grande y sincero por mí. No es fácil
caminar y saber que quien me ve, recuerda la peor tragedia que hemos
vivido en este país desde hace muchos años, pero así he aprendido a
vivir. Me han gritado e insultado, han cuestionado mi credibilidad y
después de tantos años de trabajo mi futuro como periodista, también
me han abrazado y llenado de elogios. He llorado muchísimo y me he
sentido profundamente orgullosa de haber estado ahí. Nunca me he
arrepentido, muchas veces me lo han preguntado y la respuesta es no.
Es un principio de mi vida, jamás arrepentirme de nada.

Gente asegura que afuera del colegio había un camper de Televisa en el


que aparte de tener una cama, tenía a un equipo de maquillistas para

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pintarme las ojeras. Eso sí que es mentir y la gente lo hace todos los días,
detrás de un teclado.

Desde entonces he hablado y conocido a decenas de personas que me


han buscado para preguntarme cosas, para cuestionarme, para
entrevistarme, para hacerme ver errores, para reconocer mi esfuerzo. A
todas les he dado una respuesta.

He recibido llamadas a mi celular en las que me gritan “asesina” y me


cuelgan, también en las que me citan en algún lugar para darme
información y he acudido a todas.

En una, Diego un paramédico de la Cruz Roja, me aseguró que él sacó a


Frida Sofía, me la describió.

En otra, me dieron los datos específicos de un alumno del colegio que


me aseguraban que había salido de los escombros esa obscura
madrugada de jueves, en la que la idea de Frida se estaba
desvaneciendo. Todos los datos que me dieron de esa familia eran
reales, los nombres, la dirección, cuando logré localizarlos me negaron
que tuvieran un hijo.

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Una tercera comunicación fue vía mensaje para darme datos precisos de
una niña con ese nombre, alumna de la escuela, y de su mamá que
acudía a terapia a un lugar cercano a Tlalpan y cuyo expediente, me
dijeron, desapareció en esos días.

Me dijeron también que Frida Sofía era una alumna que el ciclo anterior
había dejado la escuela y que ese día había ido de visita. No lo he podido
confirmar.

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He solicitado a las autoridades de manera formal y también informal las
listas del ciclo escolar 2017- 2018 del Colegio Enrique Rébsamen. No he
recibido respuesta.

He ido o mandado a alguien de mi equipo a prácticamente todos los


eventos que se han hecho para las familias de la escuela.

He hecho llamadas a gente que estuvo ahí que al escuchar mi nombre


se niegan a hablar. Muchas otras me insisten que siga buscando la
verdad.

He dado, literalmente, cientos de explicaciones, contado minuto a


minuto lo que ocurrió decenas de veces.

También he recordado muchísimas cosas, como que un colega me


advirtió que las autoridades le echarían la culpa a la empresa para la que
trabajo para deslindarse del caos en el que ellas mismas se metieron. Le
hablé para que me lo confirmara y lo hizo “off the record”. También que
una enfermera de la UNAM me suplicaba esa noche de miércoles que
no creyera lo que me estaban diciendo, que sí había papás esperando a
niños.

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He tenido muchísimo miedo de que vuelva a temblar, me he despertado
llorando, he soñado con niños, con una niña, con el colegio, he intentado
volver en tres ocasiones y a metros de llegar me he dado la vuelta.

A lo que no le he dado la vuelta es a seguir acudiendo a todas las citas


que me hagan, respondiendo a todas las llamadas que reciba, buscando
cuántos datos existan sobre lo que ahí ocurrió.

Soy Danielle Dithurbide, el 19 de septiembre del 2017, igual que millones


de personas en México pasé tres minutos de terror mientras intentaba
salir del edificio en el que estaba y que parecía que se iba a caer. Sin que
nadie me lo pidiera y en dirección contraria a mi casa y a mi familia, fui
a un colegio al sur de la Ciudad de México de nombre Enrique
Rébsamen, donde pasé las 120 horas que siguieron a la tragedia,
dejando el alma en hacer de la manera más responsable posible, en
medio del caos y de una situación desconocida para todos, el trabajo
que he hecho por los últimos 12 años. Cometí errores, muchos, pero no
soy actriz, ni he trabajado jamás con algún productor de televisión ajeno
a mi área, no recibí un centavo extra por la cobertura, ni me ascendieron
de puesto después, nadie me dio ni me ha dado instrucciones para
hablar del tema. Yo también me ilusioné, me emocioné, tuve esperanza
y después, como todos, me enojé, me entristecí, me frustré, me sentí
engañada, y además de todo responsable.

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Yo también quisiera regresar el tiempo y borrar de mi memoria ese
espantoso martes. Quisiera que todos los que se fueron ese día
estuvieran aquí, quisiera que todos los niños de ese colegio tuvieran
diario sus recreos en ese patio, quisiera seguir desconociendo quién fue
Enrique Rébsamen, pero regresar el tiempo es lo único que no puedo
hacer. Entonces estoy aquí, y aquí estaré. Aprendiendo a vivir después
del sismo, haciéndome preguntas y buscándoles respuestas.

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