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En el consultorio, mientras me encontraba sentada en esa extraña silla de soportes metálicos, ella

me decía sin temor a equivocarse que mi ojo izquierdo estaba intacto; sin embargo mi cerebro
había encontrado el modo de bloquear las imágenes que llegaban a él. Todo apuntaba a que el
mundo conocido por mí durante 25 años había sido una creación de mi ojo derecho. En ese
momento uno de mis mayores temores infantiles se hizo real, ahora era mi turno de utilizar aquel
detestable accesorio.

Me puse los lentes por primera vez y empezó a aparecer la forma. El borde de las montañas se
tornó dorado al atardecer, el cielo se reveló inconmensurable. Súbitamente lo plano se convirtió
en una curva vibratoria y los obstáculos conocidos se hicieron infranqueables bajo las soluciones
habituales.

Empecé a ver una profundidad desconocida ante mi y no pude evitar cuestionarme si lo que
llamamos realidad son solo fragmentos de nuestra limitada percepción. Imaginé al mundo ciego
ante la verdadera forma de todas las cosas, las interiores y exteriores.

En ese momento cerré los ojos, pero todo continuaba iluminado.

Me quité los lentes, con ellos era difícil reconocerme.

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