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Resiste Tucson
Álber Vázquez
ISBN: 9788492400638
Capítulo 1: 1 de mayo de 1782
Aquí están.
*
Y de qué manera.
¿Y los apaches?
¿Y el resto de la guarnición?
—¡Un rasguño!
—Sí, señor.
—A sus órdenes.
—¡Informe! —ordenó.
—¿Y munición?
Abate no lo dudó:
Allande asintió.
—Sí, señor.
Y no lo hizo.
*
Sosa y los cuatro dragones cruzaron el
asentamiento de los colonos y pusieron rumbo
hacia el noreste. Allí se alzaban las fastuosas
montañas de Santa Catalina y no sería extraño que
los apaches hubieran corrido a ocultarse en
aquellos parajes. Por si acaso, Sosa no quiso
correr riesgos e interrogó a dos indios a los que
pronto dieron alcance.
Al diablo.
—Hagámoslo así.
*
El sargento Sosa y los cuatro dragones dieron
alcance a la comitiva apache muy cerca ya de las
montañas de Santa Catalina. Los indios a los que
habían interrogado no terminaron de
proporcionarles una información verdaderamente
útil, de manera que se dejaron guiar por su
instinto. ¿Qué era lo lógico? Que los apaches
corrieran a ocultarse en las montañas. ¿Qué
sucedería si lo lograban antes de que les dieran
alcance? Que a las niñas de Marrujo no las
volverían a ver jamás.
Amén.
—Nada, al parecer.
—Dos, señor.
—¿Y bien?
—¿Qué ha cambiado?
—Cincuenta, alférez.
—¡Cuántos, cojones!
—Sí, señor.
—Perfectamente, capitán.
—¿Cualquier campamento?
—El mismo.
—¿Vamos a...?
—¡Sí, señor!
—Que lo interrogue.
—¿No?
La expresión de Sosa era un poco bobalicona.
Tampoco él era el tipo más listo al norte de Tubac.
No, no lo era.
—Vaya...
—No. En absoluto.
Granillo se sonrió.
—No me adule, sargento, no me adule...
—Diga, sargento.
—Pero...
—¿Cómo, sargento?
Sosa sonrió.
—¡Humo...!
Pensar rápido.
*
En media hora, y ya completamente de noche,
llegaron a un punto desde el que tenían buena
visibilidad sobre el campamento apache. O sobre
lo que, a la luz de una luna afortunadamente casi
llena, entendieron que era un campamento apache:
dos hogueras encendidas y figuras humanas
pasando, de cuando en cuando, frente a ellas;
algunas conversaciones desvaídas; el llanto de un
bebé; el relincho de un caballo.
—Quizás...
Quizás pero no. Una vez bajo la disciplina del
presidio, el cadete Allande nunca se pondría en
manos del cabo pima para que este le enseñara a
cazar liebres a cuchillo. Su padre, el capitán,
jamás lo habría permitido. Estaba recibiendo una
educación formal para convertirse en un auténtico
oficial del ejército español. Y para eso no era
preciso conocer el modo en el que cazan liebres
los pimas.
Y lo averiguarían.
Buen muchacho.
—Muy bien.
—¿Se queda?
—Sí.
—¿Por qué...?
—¡Por supuesto!
*
El paisaje del desierto de Sonora, en aquellas
primeras horas de la tarde, era desoladoramente
bello: enormes extensiones cubiertas de cactus y
arbustos y, de pronto, abruptas montañas que se
levantaban de la nada con absoluta indiferencia.
Un lugar magnífico. Un lugar infestado de salvajes
dispuestos a mostrarte el verdadero rostro de
Satán.
—Sí, sargento.
—Que es feísimo.
—Parece un lagarto.
—¡Sí o no!
—¿Cuántos?
—Seis.
—¿Sin duda?
—Sin duda.
—Exacto, capitán.
—¿Armados?
—¿Chacahuala?
—Amén.
—Sí, señor.
—Sí, señor.
—Sí, señor.
—Comprendido, capitán.
—¿Ahora?
—¡Ahora! ¿Acaso es un mal momento? ¿Cree que
merece unos cuantos días de descanso después de
su misión en las montañas? ¿Debe usted descansar
mientras el resto de la guarnición se juega la vida
ahí fuera? El sargento Sosa, que tiene esposa y tres
hijos, no ha protestado una sola vez cuando le ha
sido comunicado que partía al alba. Dudo mucho
que haya dormido más de cuatro horas. Pero ahí
está, junto al resto. ¡Cabalgando hacia el norte!
—Sí, señor.
—Sí, capitán.
—Resuma, cadete.
—¡Instruyéndoles, capitán!
*
La columna avanzó a buen paso durante la mayor
parte del día y a pesar de que el calor se hacía
cada vez más insoportable. Abate, de hecho,
detuvo en dos ocasiones la comitiva pero con la
intención de que se diera de beber a los caballos.
A los caballos y, si había tiempo para ello,
también a los hombres. Pero sobre todo a las
monturas. Sin ellas, allí no eran nada. Sin ellas, no
habría enemigos a los que destruir, ni grandeza que
alcanzar, ni gloria que añadir a la leyenda de tu
apellido. De manera que los hombres, sin
excepción, debían, a su orden, desmontar y, usando
sus sombreros a modo de improvisado cuenco, dar
de beber a los caballos.
—¡Y qué!
Adelante, pues.
—¿Seguro, cabo?
—¿Qué?
—¡Sargento! ¡Sargento!
—¿Sí, alférez?
—¡Avanzamos!
—Los mosquetes.
—¿Instruir?
—¿Quiénes?
—¿Cómo?
—¿Mi hija?
*
Juan de Dios Marrujo y Pascual Escalante
cabalgaban en la parte trasera de la columna. Muy
al final. Prácticamente, los últimos. Dos mulas con
munición detrás de ellos. Nada ni nadie más. De
hecho, Escalante, de cuando en cuando, se daba
media vuelta y echaba un vistazo a la inmensidad
que acababan de dejar atrás. ¿Y si los apaches
venían desde ahí? El teniente, el alférez y todos
los demás podrían decir lo que quisieran. Podrían
afirmar que los apaches estaban delante de ellos y
a cientos. De hecho, se había corrido la voz de que
se preparaban para la batalla. Una batalla que, al
parecer, era ya inminente. Bien, de acuerdo, pero,
¿alguien vigilaba la retaguardia? No, nadie. Nadie
excepto un pobre gordo cincuentón como
Escalante. Él solo, sin ayuda siquiera de Marrujo,
su amigo del alma.
—No lo sé.
—¿Entonces?
—¿Y si atacan?
—Ya me he callado.
—Y escucha.
—¡Muerte!
—¿Tú crees?
¡Ya!
¿Y bien?
¿Adónde?
—¿Dónde?
—¿Señora?
O todo el día.
—¿Después?
—Pues sí...
*
El teniente Abate no había dormido en toda la
noche. Nada, ni un solo instante. Ni siquiera lo
había intentado. Situó hombres en puestos de
vigilancia y se pasó la noche caminando de un
punto a otro, verificando que todo estuviera en
orden, que los soldados no se durmieran, que en
cada momento se escrutara la oscuridad, que a
cada movimiento de cada coyote, puma, liebre,
lagarto o animal cualquiera en la lejanía se le
prestara la debida atención. Que es lagarto, pero
bien puede ser apache.
—Pero teniente...
—¿Cabo? —preguntó.
Y nosotros también.
—¡Silencio...!
—Quietos... —ordenó.
—¿En el suelo...?
—Cierra la boca.
—Pero alférez...
—¿Cómo dice?
—¿Desierto?
—No.
—No sé...
—Volverán.
—¿En serio?
De acuerdo.
*
Dos apaches muertos, uno más herido de tal
gravedad que ni siquiera soportaría el traslado
hasta el presidio, un dragón con una flecha clavada
en el costado izquierdo y un fraile con otra en un
hombro. Y el semblante propio de quien le ha visto
las barbas a San Pedro.
*
Llegaron al presidio cuando todavía quedaban un
par de horas de luz. Los frailes no habían dado
excesivos problemas y, de no ser por los ahogados
lamentos del herido, ni se habrían dado cuenta de
su presencia. Eso sí, las mulas ralentizaban el paso
de forma desoladora. A ratos, un bebé gateando las
habría adelantado sin dificultad. Dios santo,
tendrías tus razones, pero cómo pudiste concebir
un animal semejante...
—¿Eran muchos?
—Sí, capitán.
—Sí, capitán.
—Capitán...
—¡Sosa!
—Capitán.
—Sí, capitán.
—Sí, capitán.
—Entendido, capitán.
Uzarraga no sólo lo entendía, sino que estaba
completamente de acuerdo con lo que ordenaba
Allande.
Te rogamos, óyenos.
Capítulo 17: 9 de agosto de 1782
—Sí, capitán.
—Capitán.
—Comprendido, capitán.
—¿Cuándo?
—Sí, mamá.
—¿Te importaría?
—Sí, teniente.
—¿Buscarla?
—A Rosalía.
—Perfectamente, teniente.
—Completamente, sargento.
—De acuerdo —intervino el teniente—. Vamos a
salir a buscarla. ¡Soldado!
—¿Cómo dice?
Y quizás lo fuera.
—Rosalía... —dijo.
De un momento a otro.
—¿Y?
Podría.
—¡Fuego!
Ahora.
*
El capitán Allande desenfundó su sable, lo levantó
con fuerza sobre la cabeza y lo dejó caer sobre la
empalizada. La mano que un momento antes se
había posado en ella fue cercenada de cuajo y
cayó sobre la plataforma. Una mano con cinco
dedos, cinco uñas y unas intenciones que ya no
podría llevar adelante. El apache al que había
pertenecido, asido a la cuerda por la que se
encaramaba con la mano que aún le pertenecía,
lanzó un alarido de dolor. De dolor extremo.
Porque duele que alguien te arranque en vida la
mano a la altura de la muñeca. Duele y ese dolor
no resulta fácilmente soportable. ¿Y bien? ¿Acaso
creías que te ayudaríamos en el último tramo?
¿Que uno de los nuestros te tomaría de las manos
para auxiliarte en el último impulso antes de
acceder a nuestra casa? Las mujeres comienzan a
abrirse de piernas para ti, oh, gran guerrero al que
admiramos sobre todas las cosas.
Ni hablar.
Las mujeres comenzaron a cargar y tres de ellas
lograron abrir fuego. Allande vio cómo sacaban
los brazos fuera de la empalizada y ponían el
mosquete en posición vertical. El cañón apuntando
hacia abajo. Hacia la bestia miserable que él,
desde el lugar en el que se hallaba, no podía
divisar pero las mujeres sí. Abrieron fuego, se
dejaron caer en la plataforma y, resueltas,
buscaron en torno a sí un nuevo cartucho para
romperlo con los dientes.
La del que sabe que sólo los que han llegado ahora
y luchan al otro lado de la empalizada pueden
salvarles la vida.
De inmediato.
Los suficientes.
—¡Teniente!
—¿Capitán?
—Esto no ha acabado.
—Podremos, capitán.
*
Uzarraga reunió sesenta y seis hombres, entre
dragones, soldados y civiles armados. Una buena
tropa, no cabe duda. La mayor parte de ellos, por
no decir todos, estaban agotados tras horas de
lucha, pero el capitán había exigido que formaran
junto a la empalizada y así se haría. Y sin una
palabra de protesta, porque cuando se comprenden
los motivos, se comprenden las tácticas: ahora que
los apaches estaban en retirada, era el momento de
asestarles un golpe definitivo. Algo realmente
doloroso y crucial que les enseñara con quiénes
tendrían que verse las caras en el futuro.
—¿Capitán?
—Yo también voy.
—Pero su pierna...
—¡Adelante!
FIN