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La Transición Epidemiológica
Otra teoría paralela a la de la transición demográfica, inspirada en ella y, como ésta, más bien una gran generalización
histórica pretende sintetizar la evolución histórica de la mortalidad a partir de las causas de muerte dominantes en
cada momento: la llamada teoría de la Transición Epidemiológica, propuesta. Se articula en tres estadios, cuya
duración está igualmente relacionada con el contexto económico y social. Las tres fases pueden resumirse como sigue:
1. º) la «era de las pestilencias y las hambrunas», caracterizada por una mortalidad alta y fluctuante y una esperanza
de vida entre los 20 y los 40 años; ha durado casi toda la historia humana.
2. º) la «era del retroceso de las pandemias»: aumenta el número de supervivientes, y la esperanza de vida alcanza
los 50 años.
3. º) la «era de las enfermedades degenerativas y auto causadas: las principales causas de muerte son enfermedades
crónicas ligadas al envejecimiento y otras ligadas a la modernización (derivadas de accidentes, tabaquismo,
alcoholismo o suicidios); la mortalidad es muy baja, y la esperanza de vida se sitúa entre los 70 y los 80 años. La
mortalidad deja de ser la variable demográfica determinante.
Al principio de la transición el ritmo de progreso es lento, porque lo es la gestación de los avances, y sólo benefician a
algunos segmentos de la población; luego se acelera, cuando los avances simples y baratos se generalizan; y luego
vuelve a ralentizarse, cuando se alcanzan niveles altos de longevidad.
No es de extrañar, por ello, que los países pioneros del noroeste europeo y Norteamérica no alcanzaran los 40 años de
esperanza de vida hasta mediados del siglo XIX, y los 50 hasta inicios del XX. La segunda etapa de la transición
epidemiológica se prolongaría hasta mediados del siglo XX, cuando las enfermedades infecciosas pudieron considerarse
dominadas.
El descenso de la fecundidad
El impacto de las transformaciones socioeconómicas sobre la segunda tasa vital fue mucho más tardío. El descenso
secular de la fecundidad no se produciría hasta inicios del siglo XIX en el caso de Francia, el gran adelantado, y hasta
la segunda mitad del mismo en el caso de los que le siguieron.
En efecto, hasta hace muy poco a lo largo de la Historia, la fecundidad ha sido incontrolada, con excepciones menores
y aisladas. Hasta el XVIII, la especie humana parecía programada para procrear al máximo, como otras especies
animales. La fecundidad media era de seis o siete hijos por mujer. Los factores que la alejaban del máximo biológico
deben buscarse en la malnutrición, la larga duración de la lactancia materna, los años que separaban la pubertad del
matrimonio, la estrecha asociación entre fecundidad y nupcialidad y las viudedades prematuras sin segundas nupcias.
Dos razones muy poderosas contribuían a que no hubiese control de nacimientos: la alta mortalidad, sobre todo la
infantil el aumento de hijos supervivientes será decisivo en el descenso de la fecundidad y el alto valor económico de
los hijos en sociedades agrícolas. Sobre esos sustratos se erigían entramados de normas sociales y religiosas que
ensalzaban y prescribían la alta fecundidad.
El verdadero cambio, el descenso de la fecundidad a través del control sistemático y generalizado de los nacimientos,
no empezaría hasta la Revolución Francesa afines del XVIII. La novedad no se extendería a áreas vecinas hasta
mediados del XIX, y a otros países punteros hasta 1870, y respondería ante todo a reducciones en la mortalidad infantil
y a un conjunto de cambios en los modos de vida, derivados de la industrialización, la urbanización, y la ampliación de la
escolarización, que cambian el sentido económico de los hijos. A su vez, se vería facilitado por progresos en la
tecnología del caucho que se produjeron por las mismas fechas y facilitaron el control de las concepciones.
Esta vez se trató de un descenso que se podría calificar de neomalthusiano, por operar sobre la fecundidad y no sobre
la nupcialidad por el contrario, permitiría que ésta volviese a una cierta normalidad. Se produjo espontáneamente, en
un clima adverso, cuando no hostil y con métodos anticonceptivos muy primitivos. El control de nacimientos como se
llamaba entonces, aunque ampliamente practicado, fue frecuentemente denunciado como práctica infame e inmoral;
y perseguidos los activistas y propagandistas neomalthusiano. Empezó en las ciudades y en las clases medias y se
difundió siguiendo líneas culturales, por difusión. El descenso se intensificó y extendió en el primer tercio del siglo XX.
La fecundidad disminuyó a alrededor de cuatro hijos por mujer a comienzos del siglo XX, y se situó en torno a los dos
hijos por mujer en el período de entreguerras. En los años de la Gran Depresión, algunos países, especialmente en
Centroeuropa, llegaron a alcanzar niveles inferiores a la tasa de reemplazo.
En los decenios centrales del siglo XX, la transición demográfica podía considerarse culminada en los países del Norte.
Tanto la mortalidad como la natalidad habían alcanzado niveles bajos. Sin embargo, ésta última conocería un
repunte en los años 50 y 60, especialmente intenso en Norteamérica, dando lugar a lo que se conoció como el «baby
boom». Durante algunos años se pudo pensar que esa recuperación casaba mal con la teoría, y generar la impresión de
que en el cuarto estadio la natalidad fluctuaría fuertemente. Hoy sabemos que el baby-boom fue un fenómeno
pasajero, una excepción transitoria, generada por un conjunto de condiciones propicias en el excepcional contexto de
vigoroso crecimiento económico, pleno empleo y fuerte movilidad social que siguió a la posguerra. El declive de la
fecundidad retomaría su curso en los países desarrollados a partir de la segunda mitad de los años sesenta.
Implicaciones de la mundialización
Esta mundialización de las migraciones tiene grandes implicaciones, algunas directas y otras indirectas. La primera es la
conversión en países receptores de inmigración de sociedades tan completamente opuestas a las clásicas como las
actitudes que muestran hacia la inmigración. Hasta hace tan sólo medio siglo, cinco países -Estados Unidos, Canadá,
Argentina, Brasil y Australia, todos ellos prolongaciones ultramarinas de Europa, absorbían el grueso de los
emigrantes que cruzaban fronteras internacionales. Los cinco eran gigantes de dimensiones continentales, con grandes
extensiones de tierras vírgenes que anhelaban brazos que las pusieran en cultivo, y para los que la venida de los
inmigrantes entrañaba la vertebración del territorio, además de grandes economías de escala. Eran, además, países
nuevos, en proceso de formación nacional, hijos de la inmigración, construidos por sucesivas oleadas de inmigrantes.
En la segunda mitad del siglo XX, a la lista de países receptores se han añadido una veintena de países europeos;
media docena de países en el Golfo Pérsico; y otros tantos en la región del Pacífico occidental. Todos ellos presentan
características muy distintas a las de los tradicionales países de inmigración. Son, por lo general, países de dimensiones
reducidas, en cuyo pasado la población tuvo que pugnar reiteradamente con recursos escasos; muchos de ellos estados
viejos que hace siglos dejaron atrás la fase de la construcción nacional; y, finalmente, sociedades presididas por
concepciones excluyentes de la nación y la nacionalidad.
El segundo cambio decisivo en el alumbramiento de la nueva realidad migratoria es la sustitución del predominio
numérico de los europeos en los flujos internacionales por el de africanos, asiáticos y latinoamericanos. Y esa
sustitución es más frecuente de lo que se cree: hasta mediados de los años sesenta los europeos predominaban en
todos los flujos migratorios internacionales importantes.
A su vez, este último cambio ha tenido considerables consecuencias en cadena. Las dos iniciales son, por un lado, la
aparición de un gran desequilibrio entre oferta y demanda de inmigrantes, por expresarlo en términos económicos, y
por otro la multiculturalización y plurietnicización de las sociedades receptoras. Por lo que hace a la primera, el
número de candidatos a la emigración, y más aún el de inmigrantes potenciales, se ha multiplicado, tanto por el
aumento del número de países de origen como por el fenomenal crecimiento demográfico que ha tenido lugar en el
último medio siglo en Asia, Africa y América Latina. Se puede decir que la oferta de trabajo emigrante ha devenido
ilimitada.
Por el contrario, en el otro lado de la relación, la demanda de inmigrantes ha dejado de ser ilimitada, como
prácticamente lo fue durante la era de las grandes migraciones transoceánicas. No cabe duda de que todas las
economías desarrolladas demandan de facto trabajo foráneo, y algunas también de iure. Pero la demanda de in-
migrantes, entendida como lo que los economistas denominan demanda solvente en este caso la capacidad efectiva
de acogida de los países receptores o, en otras palabras, el número de inmigrantes que los países receptores están
dispuestos a aceptar, se ha reducido considerablemente en el conjunto de los países receptores, consecutivamente a
la disminución relativa de la demanda de trabajo en general, tanto por procesos de mecanización e intensificación
de capital y tecnología como por una nueva división internacional del trabajo que ha relegado las operaciones más
intensivas en trabajo a países con niveles salariales más bajos. Sin duda hay demanda de trabajo inmigrante, pero en
general se sitúa en sectores donde la tasa de beneficio depende de bajos salarios, por dificultades para aumentar la
productividad, como ejemplifican diversos tipos de servicios y actividades agrícolas. Y por ello es limitada en volumen.
En algunos países receptores, particularmente los del Golfo Pérsico y algunos asiáticos, la demanda sigue siendo
intensa, pero su magnitud no altera el desequilibrio a escala mundial. Si en el pasado era prácticamente ilimitada la
demanda, ahora lo es la oferta.
En segundo lugar, la mundialización de los flujos, la diversificación de orígenes y, en las principales regiones
receptoras, la sustitución del predominio numérico de los europeos por ciudadanos de Asia, Africa y América Latina
entraña una creciente heterogeneidad étnica en las sociedades receptoras, frente a la relativa homogeneidad anterior.
Ello está conduciendo, en un corto espacio de tiempo, a su conversión en sociedades multiculturales y pluriétnicas,
una transformación histórica, de profundidad e implicaciones sin precedentes.
La multiculturalidad y su malestar
Una breve visita a cualquiera de las ciudades que más leguas han recorrido en el camino de la multiculturalidad
sugiere que ésta no carece de ventajas. Los inmigrantes han vivificado barrios decaídos y han contribuido a la
renovación de las artes, por no hablar de la gastronomía. En cuanto a la contribución que los inmigrantes hacen a la
economía, lo menos que se puede decir es que su concurso resulta imprescindible.
Pero sería erróneo deducir de ello que el acomodo de la diversidad es asunto fácil. Ni siquiera lo es en las tradicionales
sociedades receptoras de inmigración de Norteamérica o Australasia, donde aquélla ha sido un mecanismo esencial
en la construcción de las respectivas naciones