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COMPETENCIA COMUNICATIVA – GÉNEROS Y SECUENCIAS DISCURSIVAS

GÉNEROS Y SECUENCIAS DISCURSIVAS


Alejandro Bekes
Introducción

En la vida social, nuestro modo de hablar y de escribir suele adecuarse a la situación en que lo
hacemos, y esa situación depende de diversos factores. En primer lugar, del ámbito en que hablemos o
escribamos: en familia, en un grupo de amigos, en una mesa de examen, hablando por teléfono a un
programa de radio, escribiendo un comentario en una red social, dando una clase, escribiendo una carta,
escribiendo un trabajo académico, un artículo periodístico, un poema o una novela. Este ámbito (o
contexto de situación) está integrado a su vez por elementos que podemos discernir: los destinatarios de
nuestra comunicación, el lugar, el momento y (en síntesis) la “escena” en que debemos hablar. No hablan
del mismo modo dos amigos a solas y en casa, que cuando ambos tienen otros roles: por ejemplo, en una
conversación donde hay personas ajenas al grupo. Esto nos deja ver hasta qué punto la “escena” puede
cambiar a veces con la simple incorporación de otros personajes. El lugar y el momento también influyen:
una vez terminada la clase, el profesor y los alumnos pueden intercambiar frases que no hubieran dicho,
quizá, unos minutos antes; o bien, un alumno que debe dar una clase ante sus compañeros, no usará en
ella el mismo lenguaje que usaría cuando está sentado con ellos en el banco o en los pasillos.
El destinatario de nuestro discurso es, claramente, un factor decisivo: ¿vamos a tratarlo de vos o de
usted? ¿Qué palabras podemos y qué palabras no podemos decir? ¿Cómo organizamos el texto: vamos
directamente al asunto central, o tenemos que introducirlo mediante alguna cortesía, como “perdón por
interrumpirte...”, o “no quisiera molestar...”, o con un preámbulo largo, más largo incluso que el tramo
donde planteamos aquel asunto? Por una parte, estas elecciones dependen del tipo de relación que exista
entre el hablante y su destinatario; por otra, contribuyen también a establecer o a modificar esa relación;
cuando dos personas acaban de conocerse, o se reencuentran después de un alejamiento, la forma en que
se hablen influirá en su trato futuro. En síntesis: la modalidad de lengua que usemos en la conversación, o
registro verbal, estará en parte condicionado por el lugar asignado a cada participante; pero a la vez
puede servir para modificar las relaciones entre ellos. No sólo eso: es fundamental para determinar de qué
modo el hablante se presenta a sí mismo.
Todo lo dicho hasta ahora se refiere, más que nada, al uso de la lengua oral y coloquial: a la que
usamos en la conversación espontánea, inmediata y cara a cara. Cuando el destinatario no está presente
―cuando enviamos un mensaje grabado o, con más razón, cuando empleamos la lengua escrita― la
comunicación se vuelve mediata, y el medio empleado (teléfono, radio o escritura) condiciona el mensaje;
así, entre la emisión y la recepción puede pasar un tiempo, corto o largo; pueden darse en diferentes
lugares; puede suceder que el emisor no conozca al destinatario. Quien publica un artículo periodístico o
un libro, no sabe quién va a leerlo ni cómo va a interpretarlo: debe cuidar, entonces, la expresión, mucho
más que en una conversación directa, pues no podrá explicar lo que quiso decir, ni reformularlo, ni
corregirse sobre la marcha, ni pedir disculpas; no podrá tampoco dar alguna modalidad a las palabras
mediante las inflexiones de la voz. Si quiere dar a entender que habla en broma, en sentido figurado o con
ironía, todo esto deberá estar indicado por el propio discurso.
En la configuración del discurso importan mucho también el asunto y el propósito. A la misma
persona y en situaciones semejantes le hablaremos de un modo diferente si queremos contarle algo que
nos pasó, indicarle el modo de hacer algo, describirle un lugar, explicarle un tema que el otro conoce
menos, o argumentar para defender una posición, cuando el interlocutor defiende la posición contraria.
Influirá también la intención que tengamos: podemos tratar de disimular lo que pensamos, o no decirlo
de un modo directo porque creemos que puede molestar o herir al otro, o bien, ser del todo sinceros. Por
eso se ha dicho que hablar o escribir supone siempre una representación, una “puesta en escena”, en la
que nos presentamos ante el otro, al mismo tiempo que configuramos lo que consideramos (y queremos
que sea considerado) “la realidad” o “los hechos”.

Siempre que se hace uso del lenguaje, el emisor construye discursivamente una versión de sí mismo,
del referente y de aquel o aquellos a los que se dirige. Por eso, producir discursos, ya sea orales o
escritos, implica montar una verdadera puesta en escena.

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Para el desarrollo de las habilidades lectoras y de escritura es útil reflexionar sobre algunas
características propias de la materia con que se forja todo escrito, esto es el lenguaje verbal.
El objetivo de esta reflexión es percibir el carácter opaco del lenguaje, su carácter de construcción. Es
decir, el lenguaje no es una transparencia a través de la cual accedemos a lo real, no es un reflejo fiel de
las cosas que nombra, sino una materia a través de la cual construimos versiones del mundo. El lenguaje
a la vez que muestra, oculta.
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O. Ducrot ―lingüista francés contemporáneo― afirma que el lenguaje jamás “describe” el mundo,
sino que siempre lo valora, aun cuando adopte formas aparentemente objetivas o neutras. El lenguaje se
muestra como transparente, oculta su opacidad, por eso parece que a través de él se accede al mundo,
pero la realidad es que apenas deja entrever aquello a lo que se refiere. Este es el mecanismo a través del
cual no sólo se construye discursivamente el referente, sino también el enunciador y el enunciatario, los
cuales no son los sujetos reales y empíricos que hacen uso de la palabra, sino productos de la puesta en
escena discursiva.
(Narvaja de Arnoux, Di Stefano y Pereira, 2002 [2011], p. 11)

Los géneros discursivos

El lingüista ruso Mijail Bajtin escribía, en 1955:

Las diversas esferas de la actividad humana están todas relacionadas con el uso de la lengua. Por eso
está claro que el carácter y las formas de su uso son tan multiformes como las esferas de la actividad
humana, lo cual, desde luego, en nada contradice la unidad nacional de la lengua. El uso de la lengua se
lleva a cabo en forma de enunciados (orales y escritos) concretos y singulares, que pertenecen a los
participantes de una u otra esfera de la praxis humana. Estos enunciados reflejan las condiciones
específicas y el objeto de cada una de las esferas no sólo por su contenidos (temático) y por su estilo
verbal, o sea por la selección de los recursos léxicos, fraseológicos y gramaticales de la lengua, sino, ante
todo, por su composición y estructuración. Los tres momentos mencionados ―el contenido temático, el
estilo y la composición― están vinculados indisoluble-mente a la totalidad del enunciado y se
determinan, de un modo semejante, por la especificidad de una esfera dada de la comunicación. Cada
enunciado por separado es, por supuesto, individual, pero cada esfera del uso de la lengua elabora sus
tipos relativamente estables de enunciados, a los que denominamos géneros discursivos.
La riqueza y diversidad de los géneros discursivos es inmensa, porque las posibilidades de la
actividad humana son inagotables y porque en cada esfera de la praxis existe todo un repertorio de
géneros discursivos que se diferencia y crece a medida que se desarrolla y complica la esfera misma.
Mijail Bajtin, “El problema de los géneros discursivos” (1955)

De este pasaje se desprende una serie de cuestiones fundamentales:


a) todas las esferas o ámbitos de la actividad humana están vinculados con el uso de la lengua: no
hacemos nada sin hablar y sin hablarnos; aun quien trabaja solo, dialoga en silencio consigo mismo;
b) hay tantos usos diferentes de la lengua como actividades humanas; no obstante, cada lengua
mantiene su unidad, puesto que ésta depende de factores fónicos, gramaticales y léxicos que son, en
general, independientes del uso social que les demos;
c) el uso de la lengua se manifiesta en diferentes enunciados: no hablamos con palabras sueltas, ni
siquiera mediante frases en cuanto tales; hablamos mediante frases encadenadas entre sí o con las de
nuestro interlocutor (como sucede en el diálogo), y siempre en un determinado contexto, que contribuye
a darles su sentido y condiciona su forma;
d) cada tipo de enunciado es un signo o expresión del ámbito en que se realiza, y esto en tres aspectos
fundamentales: su contenido temático, su estilo funcional (o registro) y su forma o composición;
e) aunque cada enunciado es individual y se ha producido en una circunstancia única, existen tipos o
modelos relativamente estables de enunciados, vinculados a los diversos ámbitos de producción de
discursos, que son precisamente los géneros discursivos.
Pensemos algunos ejemplos; en la publicidad televisiva, los cortos que promocionan distintos artículos
tienen un patrón básico del que rara vez se apartan: los de cerveza representan una reunión de amigos,

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Ver Ducrot, Oswald, La argumentación en la lengua, Madrid, Gredos, 1994. [Nota de las autoras]
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los de yogur o cereal una mesa familiar donde hay niños, los de champú una mujer de cabello largo y
suelto, etcétera. Por supuesto, los creativos publicitarios tienen la obligación de inventar variantes que
renueven el género, pero lo hacen dentro de pautas cuya efectividad está (digamos) comprobada. En la
llamada “conversación espontánea”, esto puede ser mucho más rígido. Si alguien cumple años, o si tuvo
suerte en algo, o si le debemos un favor, lo que debemos decirle está ya determinado y casi nunca
intentamos salir del estereotipo.
Los géneros tienen una función decisiva en la recepción e interpretación de los enunciados: “el oyente,
al recibir y comprender el significado lingüístico del discurso, simultáneamente toma con respecto a éste
una activa postura de respuesta”, agrega Bajtin. Cada tipo de enunciado genera una expectativa en cuanto
a un probable contenido temático, a un estilo y a una composición o estructura general. Son modos
pautados de comunicación entre el autor y el lector (o entre el hablante y el oyente), y corresponden por
tanto a la dimensión pragmática del discurso. Bajtin propone distinguir además entre géneros primarios
(simples) y géneros secundarios (complejos). Los géneros primarios se constituyen en la comunicación
inmediata. Los géneros secundarios, que surgen en condiciones de comunicación cultural compleja y
principalmente escrita (artística, científica, política) absorben y reelaboran aquellos géneros primarios.
Así, en una novela (género secundario) podemos encontrar un diálogo o una carta (géneros primarios);
ahora bien: estos últimos, puestos en la novela, perderán su contacto inmediato con la realidad, pasarán a
ser parte de una ficción. Según Bajtin, los géneros discursivos organizan nuestro discurso de un modo tan
decisivo, quizá, como las formas gramaticales; por otra parte, si la competencia de los hablantes no
incluyera el dominio de estos géneros, es decir, si tuviéramos que ir creándolos en cada proceso
discursivo, la comunicación sería prácticamente imposible. La competencia en los géneros primarios se
adquiere junto con la lengua materna; todo hablante adulto sabe narrar una anécdota, describir
sumariamente un lugar o mantener una conversación; en ninguno de estos casos piensa estar acatando o
modificando alguna tradición de género, pues esa tradición es inconsciente, acrítica, no histórica. Muy
diferente es lo que ocurre con los géneros secundarios, signados por la escritura, por la historia. Quien
quiera articular un trabajo académico, un ensayo filosófico, un soneto o una novela, se ve obligado a
hacerlo a partir de los precedentes, lo cual no quiere decir que dichos géneros sean moldes rígidos e
inmutables.
También en otro sentido puede decirse que algunos géneros son instituciones históricas. Así, los
mitos son relatos característicos ―aunque no exclusivos― de determinado tipo de comunidades (las
llamadas “primitivas”), mientras la poesía épica corresponde a comunidades organizadas de manera
feudal. Parece claro también que la novela, el ensayo y los diversos formatos del periodismo son
inseparables de la modernidad.

Secuencias discursivas

Ligadas a los géneros están las llamadas secuencias discursivas.

Categorizar los textos forma parte de las actividades intelectuales espontáneas de las personas. Por el
mero hecho de estar inmersos en una cultura, por frecuentación, aprendemos espontáneamente ciertos
géneros discursivos (la conversación, el cuento, las discusiones, las órdenes, etc.). El reconocimiento de
variedades textuales es posible, en parte, porque somos capaces de reconocer los modos en que se
organizan las partes que los componen”
(Pipkin y Reynoso, 2010: 70).

Jean-Michel Adam denomina secuencia a “cada una de esas unidades concebidas como estructuras
dotadas de una organización interna que le es propia, y con una autonomía relativa, en tanto establecen
relaciones de dependencia/independencia con el conjunto más amplio de que forma parte. Por presentar
una forma relativamente canónica, prototípica [...], son identificables de un texto a otro. Los tipos
secuenciales de base son: narrativo, descriptivo, explicativo, argumentativo y dialogal” (ibidem, p. 75;
cursivas de las autoras). He aquí una caracterización sumaria de cada tipo de secuencia:
a) Narración: expone una secuencia de hechos, que se suceden en un desarrollo a la vez temporal y
causal. Abundan conectores y adverbios de tiempo. El tiempo verbal predominante es el Pretérito
Perfecto Simple (otras veces, el “presente histórico”).

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b) Descripción: establece una cierta ordenación espacial de objetos; suele tener adjetivación
abundante y predominio del Pretérito Imperfecto. En una descripción son muy importantes las relaciones
entre palabras, y en cambio suelen faltar los vínculos lógicos y temporales. La descripción pone a prueba
nuestro dominio del vocabulario en algún campo específico.
c) Explicación o exposición: desarrolla un asunto intentando dar razones acerca de él. Es la forma
típica del discurso didáctico y científico; está marcado por la presencia de conectores causales y
consecutivos, y por el carácter relativamente abstracto de su léxico. Suele predominar el Presente; hay
abundancia de reformulaciones y ejemplos.
d) Argumentación: la estructura de este tipo de textos responde a un propósito general de convencer;
a este fin se encaminan la disposición de sus argumentos y el uso de sus figuras retóricas. La estructura de
un argumento puede ser muy variada, pero suele seguir este esquema: aserto – objeción (expresa o
implícita) – refutación – conclusión.
e) Diálogo: es típico de la conversación; abunda en oraciones truncas o elípticas, vocativos,
interjecciones, interrogaciones y deícticos (yo / vos, acá / ahí / allá, ahora / ayer / mañana...). Los índices
anafóricos suelen aludir a lo dicho por el interlocutor. Suele haber gran complejidad temática y, muchas
veces, una estrategia argumentativa.

La secuencia explicativa

La explicación parte de un supuesto previo: la existencia de información. Ésta puede haber sido
obtenida de manera directa o indirecta, por vía de la experiencia o por reflexión; en el último caso, los
datos están organizados dentro de un sistema. La persona que proporciona información debe estar
enterada o ser capaz de buscarla en fuentes apropiadas. En el texto explicativo, la función referencial
predomina sustancialmente sobre las otras. La comunicación de una información se asocia con la
objetividad, la neutralidad y la verdad. En síntesis, se espera que la explicación sea fiable.
Como actividad discursiva, la explicación consiste en hacer saber, hacer comprender y aclarar, lo cual
presupone un conocimiento que, en principio, no se pone en cuestión. La relación entre el emisor y el
receptor es asimétrica: hay una desigualdad entre el experto, que tiene la experiencia o el acceso a las
fuentes, y el lego, que no los tiene. Hay un “contrato de explicación” que varía según los interlocutores; un
mismo asunto no se explica del mismo modo ante todo tipo de personas; es decir, en toda explicación
queda implicada la construcción del lector modelo en términos de la competencia enciclopédica. La
información disponible dentro de una comunidad humana suele llamarse enciclopedia. La competencia
enciclopédica es la capacidad atribuida por el texto al oyente o lector, relativa a sus conocimientos previos
sobre el tema tratado, así como al acceso conceptual y a las operaciones de análisis y síntesis sobre la
información nueva que el texto explicativo ofrece.
El propósito de la explicación no es convencer ni influir en el comportamiento sino en todo caso
cambiar su estado epistémico. Suelen aparecer sin embargo secuencias explicativas en textos
argumentativos, donde son usadas como apoyo a la argumentación.
El prototipo de la secuencia explicativa es el siguiente:
a) situación inicial: suele ser una descripción destinada a presentar el objeto problemático;
b) planteo del problema: la pregunta por qué puede estar explícita o implícita;
c) explicación que responde a la pregunta planteada;
d) conclusión que incluye una evaluación de la situación inicial.
En la situación inicial nos encontramos con un enunciado o una serie de enunciados que presentan
una cuestión compleja o difícil; luego este asunto es sometido a una pregunta, que puede estar orientada
a la totalidad del concepto o a uno o varios de sus aspectos. Enseguida se activa el proceso explicativo,
que se realiza mediante procedimientos diversos: la definición, la clasificación, la reformulación, la
ejemplificación, la analogía, la cita.
La definición, en su forma más típica, delimita el concepto, incluyéndolo en una clase y especificando
sus rasgos característicos (definición por género y diferencia específica); pero también puede determinar
un aspecto particular del concepto, que es lo que se va a explicar, o mostrar la complejidad del concepto y
las dificultades que entraña su definición; a veces, se recurre a la etimología de la palabra; con cierta

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frecuencia, la delimitación propuesta se opone a creencias, a conocimientos comunes heredados o a


teorías que se estiman como superadas.
La clasificación incluye una entidad determinada en un conjunto, definido mediante un sistema de
semejanzas y diferencias. La clasificación debe responder a un criterio bien definido.
La reformulación sirve para expresar de un modo más llano o más inteligible para el oyente lo que ya
ha sido dicho en términos más específicos, más abstractos o más formales (sinonimia).
La ejemplificación concreta una formulación general o abstracta en un caso particular que se
considera más accesible al interlocutor (hiponimia).
La analogía consiste en poner en relación un concepto o conjunto de conceptos con otros de distinto
campo. Se manifiesta verbalmente a través de comparaciones o metáforas.
La cita consiste en recurrir a una autoridad para hacer más fiable la explicación.
Veamos a continuación algunos ejemplos de estos procedimientos:

1. Definición:

“Ciencia: Conjunto de conocimientos obtenidos mediante la observación y el razonamiento,


sistemáticamente estructurados y de los que se deducen principios y leyes generales.”
Diccionario de la Real Academia Española

“La ciencia es un intento de descubrir, por medio de la observación y de razonamientos basados en


ella, primero los hechos particulares acerca del mundo y luego las leyes que conectan los hechos entre sí,
y que (en casos afortunados) permiten predecir sucesos futuros.”
BERTRAND RUSSELL, Religión y ciencia

2. Clasificación:

Los vertebrados gnatóstomos o dotados de mandíbulas se clasifican de la siguiente manera: 1) peces


cartilaginosos (tiburones y rayas), 2) peces óseos, 3) anfibios, 4) reptiles, 5) aves y 6) mamíferos. Las dos
primeras clases comprenden especies que respiran mediante branquias el oxígeno disuelto en el agua; la
clase de los anfibios (como lo indica la etimología de su nombre) son seres que durante el estado larval o
de renacuajos respiran como los peces, pero luego, en la vida adulta, desarrollan pulmones y respiran el
aire. Las tres clases superiores son pulmonadas. Una clasificación cladística, basada en la evolución de
estos seres, muestra relaciones más complejas; muestra, por ejemplo, que las aves y los cocodrilos
actuales descienden de los arcosaurios, entre cuyas familias extintas están los dinosaurios y los
pterodáctilos.

3. Reformulación:

Se estima que en la Tierra existen cerca de diez millones de especies de seres vivos diferentes. De esa
enorme cantidad de organismos, sólo ha sido catalogada e identificada cerca de la décima parte. Esto quiere
decir, que de los diez millones de especies existentes sólo conocemos aproximadamente un millón.

4. Ejemplificación:

“La creencia en las reliquias sobrevive a menudo a la demostración de su inautenticidad. Por ejemplo,
se descubrió que los huesos de Santa Rosalía, que están guardados en Palermo desde hace siglos, son
eficaces para curar enfermedades; pero examinados sin prejuicios por un profesor anatomista, se
revelaron como huesos de chivo. Sin embargo, las curas continuaron.”
B. RUSSELL, obra citada

Las clasificaciones artificiales se basan en las características de los seres vivos que alguien considera
importante. Los criterios de las clasificaciones artificiales son un tanto arbitrarios, aunque no por ello dejan de
ser sumamente útiles. Por ejemplo, con las clasificaciones artificiales podemos agrupar a los seres vivos de
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acuerdo con las características que nos interesen. Así por ejemplo: dividir a las plantas en benéficas y dañinas;
o también agrupar a los seres vivos de acuerdo con la forma en que se transportan, tendríamos entonces
grupos en donde estuvieran los seres vivos que vuelan, los que caminan y los que nadan.

5. Analogía:

“Pues el estado de los ojos de los murciélagos ante la luz del día es también el del entendimiento de
nuestra alma frente a las cosas más claras por naturaleza.”
ARISTÓTELES, Metafísica, 993b

La argumentación

La argumentación es un discurso o secuencia discursiva cuya forma está subordinada al propósito de


convencer y persuadir, es decir, de lograr la adhesión intelectual y emocional del oyente o lector. A
diferencia del discurso expositivo, típico de un tratado o de una clase, la argumentación no suele fundarse
en certezas ni llegar a conclusiones inapelables; no obstante, aun cuando sostenga una opinión personal,
tratará de que ésta parezca más general y sobre todo no buscará sus razones en las preferencias o gustos
del hablante, sino en ese término medio entre la opinión y la certeza, que es el consenso: vale decir, en un
sistema de creencias que el orador y los oyentes comparten. El asunto mismo sobre el cual se argumenta
es siempre dudoso, controvertido, problemático, y puede ser además abordado de diversas maneras; de
allí que quien defiende una posición se sitúe en un pie de igualdad con quienes lo escuchan: no como
quien enseña o explica, sino como quien polemiza y discute, y por ende sabe que “todo lo que diga podrá
ser usado en su contra”. Es preciso también que el tema que se expone al debate resulte pertinente, que
tenga vigencia para el auditorio. Pues no sirve de nada predicar a los convencidos o demostrar lo que
todos tienen por cierto, ni el lector u oyente apreciará que lo distraigan con asuntos que no le interesan.
Desde luego, este interés puede (y a menudo debe) también suscitarse, o directamente crearse, en el
exordio de la propia argumentación. A modo de ejemplo, consideremos el siguiente pasaje:

Resulta singular y digno de un análisis psicoanalítico que Jorge A. Ramos acuse a los mejores
escritores argentinos de estar influidos por los europeos, de no mirar a nuestra América, de inspirarse en
la cultura literaria de judíos como Kafka, franceses como Sartre, alemanes como Nietzsche o Hölderlin.
¿Hace su acusación utilizando el instrumental filosófico de los querandíes, o al menos de los aztecas?
No, señor: mediante una teoría elaborada por el judío Marx, el francés Saint-Simon, el alemán Hegel. Y
escribe todo eso en venerable y longevo español, en lugar de hacerlo en charrúa o en idioma pampa.
ERNESTO SABATO, “Un paradójico crítico”, en El escritor y sus fantasmas [1976]

La presencia de fuertes elementos emocionales, que podemos observar en este fragmento, está lejos de
ser excepcional: la pasión de quien argumenta suele ser un poderoso acicate para la adhesión de quien
lee. Sabato empieza por sugerir que la persona a quien ataca sufre una perturbación mental; esto no sólo
hace su ataque más virulento, sino que estimula el interés del lector, pues suele resultar divertido el
espectáculo de la incoherencia ajena. Creada así una expectativa, el autor puede plantear el problema, que
quizá no sea de universal interés, pero sí del interés de sus lectores, ya que el libro del que forma parte de
titula El escritor y sus fantasmas. Ese problema atañe a una vieja cuestión argentina, que data de los
comienzos de la inmigración europea a nuestro país y por tanto de los inicios del programa que había
enunciado Alberdi en sus Bases: “traer pedazos vivos de Europa y radicarlos aquí”.2 Desde entonces, la
cuestión de la identidad nacional, a caballo entre Europa y América, ha ocupado casi obsesivamente la
atención de nuestros intelectuales. Unos han aceptado, con o sin reparos, la fórmula del propio Alberdi:
“Nosotros, los que nos llamamos americanos, no somos otra cosa que europeos nacidos en América”. 3
Otros la han combatido violentamente. Otros, en fin, han tratado de comprender la complejidad de
nuestra cultura. He aquí, pues, el asunto problemático y pertinente: notemos que tal asunto no tendría la
misma vigencia ante un público español o incluso mexicano. Ahora bien: más allá de la posición que cada
lector tenga sobre este punto tan debatido, se supone que todos aceptamos que hay algo llamado

2
Cf. Alberdi, J. B., Bases y puntos de partida para la organización política de la República Argentina (1852), cap. XV.
3
Ibídem, cap. XIV
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coherencia. Si critico a alguien por seguir modelos europeos, parece necesario que yo no los siga. El
ataque de Sabato no se propone entonces, al menos explícitamente, probar que Jorge Abelardo Ramos
está equivocado, sino que éste carece de autoridad moral para criticar a los europeizantes, pues él lo es
también, acaso sin darse cuenta... Buena parte del poder persuasivo del texto se debe, sin embargo, a
recursos retóricos que van más allá de este argumento central. Por ejemplo, las simétricas enumeraciones
relativas al origen (judío, francés, alemán) de los pensadores que inspiran a los europeizantes y de los que
sustentan, quiéralo éste o no, la tesis de Ramos. No menos irónica resulta la frase: “el instrumental filosófico
de los querandíes, o al menos de los aztecas”... No serviría de nada, en este caso, objetarle a Sabato que, si
no conocemos la filosofía de estos pueblos indígenas, es justamente porque los europeos y sus
descendientes aniquilaron esas culturas. No serviría porque él no está diciendo que tal filosofía autóctona
no exista (aunque el modo en que lo dice permita pensarlo) sino que su oponente no se ha valido de ella.
Vemos así que más allá de los argumentos propiamente dichos (en este caso, un único argumento) se
busca la adhesión del lector mediante recursos de orden emocional; el autor busca su simpatía,
poniéndolo de su lado contra alguien cuya incoherencia es manifiesta; como si el autor nos dijera: “usted
y yo, que somos personas inteligentes, no vamos a aceptar esto”. Y si bien el asunto problemático (la
situación de los escritores argentinos ante el consabido dilema cultural) puede quedar incólume, parece
que la descalificación de este crítico apunta a decir que ningún escritor argentino puede prescindir del
legado cultural europeo, desde la sencilla comprobación de que no puede prescindir de la lengua en que
ese legado se expresa.
Es preciso notar que la argumentación se distingue de la demostración, propia de las ciencias, donde,
si se parte de premisas verdaderas y se razona bien, se llegará a conclusiones también verdaderas e
indiscutibles. Por supuesto, pueden incluirse demostraciones dentro de una argumentación, para darle
más fuerza a un argumento, pero solo lateralmente. Cuando discutimos, cuando defendemos un punto de
vista, no lo hacemos a partir de certezas, aunque a menudo intentemos presentar como certezas nuestras
convicciones; si tuviéramos realmente certezas, éstas deberían convencer por sí mismas a todo ser
racional. La episteme es reemplazada, pues, en la argumentación, por opiniones admitidas, esto es, por
esos puntos de consenso general que la tradición retórica llama tópoi (“lugares”). Por eso mismo, el
razonamiento característico del discurso persuasivo no es el silogismo completo (propio de la
demostración), sino el entimema, del que hablaremos más adelante.

Las bases de la argumentación

La naturaleza misma de la deliberación y de la argumentación se opone a la necesidad y a la


evidencia, pues no se delibera en los casos en los que la solución es necesaria ni se argumenta contra la
evidencia. El campo de la argumentación es el de lo verosímil, lo plausible, lo probable, en la medida en
que esto último escapa a la certeza del cálculo. Ahora bien, la concepción expresada claramente por
Descartes en la primera parte del Discours de la Méthode consistía en tener [...] ‘casi por falso todo lo
que no es más que verosímil’. Fue Descartes quien, haciendo de la evidencia el signo de la razón, sólo
quiso considerar racionales las demostraciones que, partiendo de ideas claras y distintas, propagaban,
con ayuda de pruebas apodícticas, la evidencia de los axiomas a todos los teoremas. [...] A nosotros, en
cambio, nos parece que es [ésta] una limitación indebida y perfectamente injustificada del campo en el
que interviene nuestra facultad de razonar y demostrar”.
PERELMAN Y OLBRECHTS-TYTECA, Tratado de la argumentación, 1958, pp. 30-33

Los sofistas y rétores que agitaban la Atenas de Pericles sostenían que la base de todo discurso es la
opinión (dóxa). Platón, en el Gorgias, se opuso a tal opinión, afirmando la necesidad de un conocimiento
cierto (epistéme). Aristóteles, en la Retórica, vino a terciar en la discusión, colocando como base de toda
argumentación el consenso, justo medio entre la mera opinión y la verdad comprobada. En efecto, un
debate entre opiniones personales bien puede dejar a cada uno con la suya; y en cuanto a lo que sabemos
con certeza, ¿para qué debatirlo? Ahora bien: ese consenso sobre el que se apoya la discusión descansa en
ciertos tópoi o lugares, que son criterios comúnmente admitidos en una cultura. Los lugares son de dos
tipos: comunes o generales y propios o específicos. Los primeros son ideas muy generales, que pueden
servir de esqueleto a cualquier argumentación. Por ejemplo, un lugar común aristotélico es el de los
contrarios (Aristóteles, Retórica, 1397a):

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Hay que considerar si un contrario es el fundamento del otro contrario, para refutarlo si no lo fuera,
y para establecerlo en el caso de que lo fuera; por ejemplo, que ser temperante es bueno porque ser
intemperante es perjudicial. O que [...] si la guerra es la causa de los males presentes, es necesario que se
remedien con la paz.

Otro es el de la relación: “si corresponde a uno haber hecho algo honesta y justamente, corresponde al
otro haberlo experimentado...; por ejemplo...: si vender no os resulta deshonroso, tampoco lo es para
nosotros comprar”. El de lo más y lo menos: “si ni aún los dioses lo saben todo, menos aún los hombres”
(ibidem). De los tópoi más usuales en publicidad, mencionemos el de la cantidad y el de la calidad, que
son opuestos entre sí. El primero supone que algo es bueno o verdadero porque muchos lo sostienen así.
Es la premisa que subyace a los argumentos del rating, al concepto de “normalidad” e incluso al sufragio
universal, que otorga prioridad a la opinión de la mayoría. Según el lugar contrario, el de la calidad, lo
excelente es siempre raro y difícil de encontrar, de modo que pertenece a unos pocos (omnia praeclara
rara). Lo encontramos, por ejemplo, en la publicidad que nos aconseja no seguir al rebaño y ser
exclusivos. Aristóteles decía ya que los tópoi deben ser verosímiles, no necesariamente verdaderos. No nos
asombre que un aviso nos quiera convencer de que tal producto es bueno porque lo consumen millones, y
el siguiente, que tal otro lo es porque sólo unos pocos privilegiados lo eligen.
Hay, por supuesto, un gran número de convenciones, fórmulas y figuras que eran y son de gran
utilidad en esta clase de discursos. Así, la insistencia en la propia incapacidad para tratar dignamente un
asunto, o falsa modestia, es un recurso universal para lograr el favor del auditorio, siempre y cuando esté
desmentida por la elocuencia del orador; un ejemplo magistral se halla en el Julio César de Shakespeare
(Acto III, Escena II). Tras haber matado a César, Bruto, jefe de la conspiración, habla ante el pueblo
romano para justificar esa muerte: César, dice, se la merecía, pues su ambición atentaba contra la
república. Luego cede la palabra a Antonio, amigo de César, para que éste despida sus restos. Antonio
aprovecha el envite para demoler el argumento de Bruto, no sólo “demostrando” que César no era
ambicioso, sino insinuando que los conjurados tenían motivos personales para matarlo y aludiendo a un
testamento que el dictador ha dejado en favor del pueblo. Antonio contrapone su ardiente dolor por esta
muerte a los fríos argumentos de Bruto; y a cada paso repite que Bruto es un hombre honorable: “Él fue
mi amigo, leal y justo para mí; pero Bruto dice que era ambicioso; y Bruto es un hombre honorable”. Es
claro que el énfasis termina por volver irónica la frase. Cuando ya siente que el pueblo aprueba
ciegamente su discurso, lo remata excusándose de su poca destreza oratoria:
Yo no soy orador, como lo es Bruto;
sino, bien lo sabéis, un hombre llano,
que quería a su amigo; ellos lo saben,
ya que me dejan hablar de él en público.
Pues no tengo valor, palabra, ingenio,
ademanes, estilo ni oratoria
que conmuevan la sangre; hablo sin vueltas,
os cuento lo que ya sabéis: os muestro
las heridas de César, ¡pobres bocas,
ay, pobres bocas mudas!, y les pido
que hablen por mí. Mas si yo fuera Bruto
y Bruto Antonio, habría aquí un Antonio
que pondría una lengua en cada herida
de César y alterando vuestras almas
movería al motín y a la revuelta
4
a las piedras de Roma.

Revisemos un punto. La expresión tópos koinós significa literalmente “lugar común”, pero no tenía en
su origen el significado actual de expresión hecha o comodidad mental. Hay, no obstante, una relación
entre ambas acepciones. Las lenguas arrastran por tradición una ingente masa de pensamiento anónimo,
amonedado en frases o sintagmas que todos repetimos, a menudo sin pensar del todo lo que estamos
diciendo. No es fácil exagerar la influencia de estas expresiones en el pensar de todos. En una cultura
dominada por los medios masivos, la frase hecha, machacada día y noche por radio y televisión, termina
por imponerse como un hábito casi inconsciente, fuera del alcance de nuestra capacidad crítica. Este

4
Traducción nuestra.
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COMPETENCIA COMUNICATIVA – GÉNEROS Y SECUENCIAS DISCURSIVAS

abigarrado, contradictorio y a menudo insidioso “discurso mediático” ha arrinconado también a la


antigua “sabiduría popular” encarnada en refranes y dichos de toda laya. En todo caso, puede ser tarea de
la educación formal enseñar a defendernos de esta ideología de contrabando.
Al respecto escribía, hacia 1935, Antonio Machado (Juan de Mairena, I, p. 70):

Debemos estar muy prevenidos en favor y en contra de los lugares comunes. En favor, porque no
conviene eliminarlos sin antes haberlos penetrado hasta el fondo, de modo que estemos plenamente
convencidos de su vaciedad; en contra, porque, en efecto, nuestra misión es singularizarlos, ponerles el
sello de nuestra individualidad, que es la manera de darles un nuevo impulso para que sigan rodando”.
Nótese la ironía final, la resignación de que no hay modo de desterrar tales muletillas. Y agregaba: “Yo
no os aconsejo que desdeñéis los tópicos, lugares comunes y frases más o menos mostrencas de que
nuestra lengua –como tantas otras– está llena, ni que huyáis sistemáticamente de tales expresiones; pero
sí que adoptéis ante ellas una actitud interrogadora y reflexiva. Por ejemplo: Porque las canas, siempre
venerables... ¡Alto! ¿Son siempre, en efecto, venerables las canas? ¡Oh, no siempre! Hay canas
prematuras que ni siquiera son signo de ancianidad. Además, ¿pueden ser venerables las canas de un
anciano usurero?

La argumentación en la tradición retórica

La retórica antigua comprendía cinco disciplinas: la inventio (héuresis), cuyo objeto es hallar temas y
argumentos para el discurso; la dispositio (oikonomía), que los organiza y articula; la elocutio (léxis) que
los pone en palabras; y por último la memoria (mnéme) y la actio o pronuntiatio (hypókrisis) que enseñan
a retener el discurso y a decirlo ante el auditorio. Las dos últimas, como es evidente, corresponden a un
discurso preparado ex profeso y declarado de viva voz. Pero no sólo un orador profesional las toma en
cuenta, sino todo aquel que necesita lograr la adhesión de otro y sabe que su probabilidad éxito depende
de los argumentos que pueda presentar, del orden en que los ponga, de las palabras con que los diga, de
su buena memoria para no olvidar nada de esto y de su habilidad para dar con el tono, las pausas y los
gestos adecuados.
Las partes de una argumentación son cuatro: el exordio, la narración, la demostración y la peroración
o epílogo. La primera y la última constituyen el “bloque emotivo”, y se proponen conmover o persuadir;
las del medio, o “bloque argumentativo”, tienden a convencer racionalmente. En éste importan la claridad
de concepto y la fuerza de los argumentos y pruebas; en aquél, el manejo de las figuras y de otros recursos
capaces de suscitar emoción o asentimiento. Por otra parte, cada sección tiene sus fines y sus virtudes
propias. La del exordio es captar la atención del oyente o lector, atraerlo al tema que se le va a proponer;
es el lugar habitual, aunque no el único, para la captatio benevolentiae: el afán de obtener la buena
disposición del lector u oyente hacia el orador. En la parte central, la narración debe ser variada,
imaginativa y amena; en lo posible, no fatigar al lector con detalles inútiles ni con abstracciones
demasiado áridas; en cuanto a la demostración, como mínimo no debe pecar de gravosa. El epílogo debe
ser la parte más emotiva y tener un cierre cabal y memorable.
Aristóteles distingue tres tipos básicos de argumentación: a) el tipo judicial, que versa sobre lo que
sucedió y se dirige a la ética, pues discute lo justo y lo injusto; b) el deliberativo, que se dirige al futuro y
tiene una finalidad política, pues discute sobre lo conveniente; c) el epidíctico, que concierne al presente y
tiene un propósito estético, pues discute sobre lo bello y lo feo.
Los elementos del discurso persuasivo han sido estudiados desde la antigüedad hasta hoy, así por la
retórica clásica como por las nuevas retóricas del siglo XX, vinculadas al desarrollo de la publicidad. Entre
ellos se destaca el uso de los tópicos (tópoi), de los ejemplos, de los entimemas y de las figuras retóricas.
Los ejemplos proceden por inducción; consisten en la narración de hechos particulares que, se supone,
abonan o justifican la regla general que se quiere imponer. Los entimemas son razonamientos deductivos
cuyas premisas son verosímiles o descansan en el consenso general; de estas premisas, el entimema puede
omitir alguna (generalmente, la premisa mayor), sea por considerársela obvia, sea porque es poco
verosímil o porque su mención sería contraproducente. En el entimema: “Puedes equivocarte porque eres
humano”, está implícita la premisa mayor: “Todos los humanos pueden equivocarse”. En el ejemplo de
Shakespeare citado más arriba, Bruto afirma que César era ambicioso, pero no define qué es lo que
entiende por ambición. Antonio aprovecha esa omisión para socavar el argumento: César llenó las arcas
del Estado, dice, César favoreció a los pobres, César combatió, arriesgando su vida, contra los enemigos
Roma; ¿fue esto ambición? “¡La ambición debería estar hecha de madera más dura!” César incluso rechazó
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en público una corona que el propio Antonio le había ofrecido... (El auditorio no sabe que era ésta una
escena preparada, justamente para observar la reacción del pueblo.) Si Bruto hubiera tenido una segunda
oportunidad, podría haber elaborado el siguiente silogismo perfecto: “Los hombres que quieren
concentrar en su persona la suma del poder público, son ambiciosos; César quiso hacer precisamente eso,
luego César era ambicioso”. Pero no tuvo esa oportunidad, y Antonio se cuidó muy bien de hacer explícita
la premisa mayor del silogismo.
Las figuras pueden ser “de dicción”, como la anáfora y el paralelismo; “de pensamiento”, como el símil,
la alegoría, la antítesis, la ironía y el énfasis; o “tropos”, como la metáfora, la metonimia y la sinécdoque.

La argumentación por analogía

Consideremos el siguiente pasaje de Nicolás Maquiavelo (El príncipe, 1503, fragmento del cap. XXV):

Cuánto dominio tiene la fortuna en las cosas humanas, y de qué modo podemos resistirla
No me es desconocido que muchos tenían y tienen la opinión de que las cosas del mundo son
gobernadas de tal modo por la fortuna y por Dios, que los hombres con su prudencia no pueden
corregirlas, e incluso que no tienen ningún remedio; por esto podrían juzgar que no vale la pena
fatigarse mucho en tales ocasiones, sino que hay que dejarse gobernar por la suerte. Esta opinión está
más acreditada en nuestros tiempos a causa de las grandes mudanzas de las cosas que se vieron y se ven
todos los días, fuera de toda conjetura humana. Pensando yo alguna vez en ello, me incliné en cierto
modo hacia esta opinión.
Sin embargo, como nuestro libre albedrío no está anonadado, juzgo que puede ser verdad que la
fortuna sea el árbitro de la mitad de nuestras acciones, pero que también ellas nos dejan gobernar la otra
mitad, aproximadamente, a nosotros. La comparo con uno de esos ríos fatales que, cuando se embravecen,
inundan las llanuras, derriban los árboles y los edificios, quitan terreno a un paraje y lo llevan a otro: todos
huyen en cuanto lo ven, todos ceden a su ímpetu sin poder resistirle. Y, a pesar de que estén hechos de esta
manera, no por ello sucede menos que los hombres, cuando están serenos los temporales, pueden tomar
precauciones con diques y esclusas, de modo que, cuando crezca de nuevo, o correrá por un canal, o su
ímpetu no será tan licencioso ni perjudicial.
Sucede lo mismo con respecto a la fortuna, la cual demuestra su dominio cuando no encuentra una
virtud que se le resista, porque entonces vuelve su ímpetu hacia donde sabe que no hay diques ni otras
defensas capaces de contenerlo.

Maquiavelo comienza por plantear el problema y las opiniones que sobre él se sostienen. ¿Cuánto
puede la suerte, el puro azar, en los acontecimientos humanos? Hay quien dice que lo puede todo. El
autor no condena tal opinión: la justifica la propia época, signada por cambios imprevisibles; es más: él
mismo se ha inclinado en otro tiempo a esa opinión... Un buen modo de lograr la captatio benevolentiae:
admitir que él mismo ha mantenido la posición que ahora refuta. Y no la refutará con áridos
razonamientos ni por ejemplos fatigosos, sino mediante un símil. El río que se desborda y los preventivos
diques que lo contienen, muestran, por analogía, cuánto puede la suerte y cuánto la prudencia del
hombre. En el breve párrafo final se esboza una personificación de la fortuna, insinuando que ésta se
venga, por así decirlo, de quienes no saben prevenir sus asaltos. Esta forma de argumentación, llamada
justamente analógica, está lejos de ser excepcional: la usamos continuamente y es tan efectiva que
Aristóteles puso en un mismo plano de importancia las pruebas de hecho, los ejemplos, los entimemas y
las metáforas.
La analogía es una relación lógica que se establece entre dos o más hechos o series de hechos que se
consideran comparables, es decir, susceptibles de ser confrontados en términos de semejanzas y
diferencias. Un razonamiento analógico permite establecer conclusiones probables; resulta así de vasta
aplicación en aquellos campos donde, más que demostrar de manera concluyente, se espera sostener una
convicción y abrir el paso a la persuasión. La analogía aparece también como base del símil y de la
metáfora. Aristóteles ve en la metáfora un tipo de proporción analógica. En el ejemplo: “La vejez es la
tarde de la vida”, hay cuatro términos, solo que uno (“el día”) queda implícito; quiere decir que la vejez es
a la vida como la tarde es al día. La metáfora permite aprender algo, a condición de que no sea muy difícil
ni muy obvia. Obvio sería decir que la luna es la luna; difícil, que la luna es (como dice Lugones) “un
mandarín de afeitadas cejas” o “el postigo de los eclipses”. Pero a menudo esto depende de la familiaridad
con una metáfora. A veces usamos en el habla cotidiana figuras muy rebuscadas, que nos parecen
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COMPETENCIA COMUNICATIVA – GÉNEROS Y SECUENCIAS DISCURSIVAS

naturales de tanto usarlas. Decir, por ejemplo, que “somos hijos del rigor” o que algo “no nos va ni nos
viene”, quizá no sea obvio para quien lo escuche por primera vez. Las figuras triviales como la pata de la
mesa, el pie de la montaña, el cuello de la botella, la flor de la juventud, patear la pelota afuera o hacerse
mala sangre, no concitan especialmente nuestra atención. En cambio, nos sorprende por su exactitud y
capacidad demostrativa una metáfora como ésta de Vigotsky: “la escritura es el álgebra del lenguaje”.
Fórmula en que advertimos fácilmente la proporción aristotélica (la escritura es al lenguaje lo que el
álgebra es a la matemática) y que nos permite vislumbrar la complejidad y la diferencia que son propias
del arte de la escritura, tan distinto, en tantos sentidos, del arte de la conversación.

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EJEMPLOS DE TEXTOS EXPLICATIVOS Y ARGUMENTATIVOS

Aspectos psicológicos de la actividad escrita

La existencia de la escritura genera unas actividades comunicativas desprendidas de la situación cara a


cara. El habla se hace silencio. La lectura y la escritura convierten la expresión verbal en una actividad
silenciosa y solitaria. El ritmo comunicativo se hace más lento y a distancia, con lo que las operaciones
mentales que se activan son de orden distinto a las de la interacción oral. Y, por otro lado, el texto
concentra en sí mismo el haz de referencias contextuales necesarias para ser interpretado
adecuadamente.
Psicólogos como Luria (1979) y Vigotsky (1934) han inspirado el estudio psicolingüístico del lenguaje
escrito. Señalan el origen interactivo de la escritura pero, a su vez, subrayan su contribución al desarrollo
de procesos mentales superiores. Según Vigotsky, el uso escrito requiere abstracción, análisis, toma de
conciencia de los elementos que componen el sistema de la lengua; es el álgebra del lenguaje pues permite
acceder al plano más abstracto, reorganizando el sistema psíquico previo de la lengua oral. Además, la
situación de producción ―con la ausencia del interlocutor y sin el contexto físico compartido―
determina también unas características específicas que tienen su manifestación en las estructuras
discursivas y gramaticales, en las que recae predominantemente el peso de la comunicación. La escritura,
al provocar la descontextualización respecto de la situación, exige una elaboración mayor del mensaje.

H. CALSAMIGLIA y A. TUSÓN, Las cosas del decir

El crimen de la guerra

El crimen de la guerra. Esta palabra nos sorprende, sólo en fuerza del grande hábito que tenemos de esta
otra, que es la realmente incomprensible y monstruosa: el derecho de la guerra, es decir, el derecho del
homicidio, del robo, del incendio, de la devastación en la más grande escala posible; porque esto es la
guerra, y si no es esto, la guerra no es la guerra. Estos actos son crímenes por las leyes de todas las naciones
del mundo. La guerra los sanciona y convierte en actos honestos y legítimos, viniendo a ser en realidad la
guerra el derecho del crimen, contrasentido espantoso y sacrílego, que es un sarcasmo contra la civilización.
Esto se explica por la historia. El derecho de gentes que practicamos es romano de origen como nuestra raza
y nuestra civilización. El derecho de gentes romano, era el derecho del pueblo romano para con el
extranjero. Y como el extranjero para el romano era sinónimo del bárbaro y del enemigo, todo su derecho
externo era equivalente al derecho de la guerra. El acto que era un crimen de un romano para con otro, no lo
era de un romano para con el extranjero. Era natural que para ellos hubiese dos derechos y dos justicias,
porque todos los hombres no eran hermanos, ni todos iguales. Más tarde ha venido la moral cristiana, pero
han quedado siempre las dos justicias del derecho romano, viviendo a su lado, como rutina más fuerte que
la ley. Se cree generalmente que no hemos tomado a los romanos sino su derecho civil: ciertamente que era
lo mejor de su legislación, porque era la ley con que se trataban a sí mismos: la caridad en la casa. Pero en lo
que tenían de peor, es lo que más les hemos tomado, que es su derecho público externo e interno: el
despotismo y la guerra, o más bien la guerra en sus dos fases. Les hemos tomado la guerra, es decir, el
crimen, como medio legal de discusión, y sobre todo de engrandecimiento, la guerra, es decir, el crimen
como manantial de la riqueza, y la guerra, es decir, siempre el crimen como medio de gobierno interior. De
la guerra es nacido el gobierno de la espada, el gobierno militar, el gobierno del ejército que es el gobierno
de la fuerza sustituida a la justicia y al derecho como principio de autoridad. No pudiendo hacer que lo que
es justo sea fuerte, se ha hecho que lo que es fuerte sea justo.
JUAN BAUTISTA ALBERDI, El crimen de la guerra

Juan Bautista Alberdi nació en Tucumán en 1810; de su obra múltiple de estadista y pensador suelen
destacarse las Bases y puntos de partida para la organización política de la República Argentina, de 1852, obra
que efectivamente sirvió de base a la Constitución de 1853; también su ensayo El crimen de la guerra representa
una temprana contribución a un pacifismo que por entonces apenas asomaba, como lejana esperanza, en el
horizonte del mundo. Esta obra, cuyo motivo puntual fueron las atrocidades de la guerra del Paraguay, le valió
el odio del general Mitre, que lo combatió sin escrúpulos desde las páginas del diario La Nación. Por este
motivo, tras un breve tiempo en la Argentina, como diputado por Tucumán (1878-1880), regresó a Francia,

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COMPETENCIA COMUNICATIVA – GÉNEROS Y SECUENCIAS DISCURSIVAS

donde había ejercido funciones diplomáticas, y allí murió en 1884. Muchos historiadores ven en Alberdi la
figura intelectual más importante de la Argentina en el siglo XIX.

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Salvar a los gorilas

El área donde viven los gorilas de montaña se ve reducida año tras año, a causa de los desmontes e
incendios que practican los campesinos de Ruanda para ampliar sus terrenos cultivables. Por otra parte,
incluso en la parte de su hábitat que ha sido declarada parque nacional, los gorilas son víctimas de los
cazadores furtivos, que los matan para vender sus cabezas y manos a los traficantes. Algunos creen, pues,
justificada la idea de resguardar a estos grandes simios en zoológicos, a fin de preservar a la especie de la
extinción. Sin embargo, a causa de los fuertes lazos afectivos que mantiene unida a la familia de gorilas, la
captura de un individuo suele acarrear la muerte de otros miembros del grupo, que son capaces de dar la
vida para evitar que se les quite a uno de los suyos. Por otra parte, aun en el caso de que el gorila
arrancado de la selva sobreviva al viaje que lo conduce al zoológico, su carácter independiente y la
añoranza de sus afectos harán que lleve en cautividad una existencia desgraciada y casi siempre breve.
Finalmente, el apareamiento de los gorilas en confinamiento es poco frecuente, y la cantidad de
nacimientos que se producen en esas condiciones sigue siendo inferior al número de muertes. Por todo
esto, no estoy de acuerdo con los que proponen el cautiverio como modo de salvar a estos grandes
antropoides amenazados.

DIAN FOSSEY, Gorilas en la niebla

El lenguaje y la organización del entorno

Con una lengua organizamos nuestro entorno, el mundo en que vivimos, y sometemos nuestras
percepciones a diversos grados de abstracción: este espécimen del reino vegetal y aquel otro son pinos
(pese a sus diferencias de tamaño, forma y situación); este pino y aquel roble son árboles; estos árboles,
aquella yegua y una caja son cosas o entidades. Y unos objetos son grandes, mientras que otros son
pequeños. Por otra parte, los infinitos eslabones de la cadena cromática son divididos en siete (o menos, o
más) segmentos a los que asignamos el nombre de un color. De este modo, la ilimitada variedad de las
percepciones se ve reducida a un número limitado de tipos de objetos y de tipos de fenómenos. Esta
reducción es la que permite el entendimiento entre los seres humanos, porque si nuestras irrepetibles
impresiones recibiesen expresiones lingüísticas igualmente irrepetibles, la comunicación sería imposible y
sólo seríamos capaces de expresar nuestro más radical aislamiento. Así pues, la comunicación es posible
gracias a la organización y reducción que del mundo hacemos por medio del lenguaje.

JESÚS TUSÓN, Lingüística

BIBLIOGRAFÍA

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