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Kuitca en el Ateneo Veneto Sábado 11 de agosto de 2007

Las obras que integran el envío argentino a la bienal veneciana rinden homenaje al cubismo, a
Fontana y a Hlito

Por Daniel Molina

Después de una carrera de más de tres décadas, en la que abundan los grandes momentos, la obra
de Guillermo Kuitca ha alcanzado un punto de transmutación, un momento alquímico. Tanto su
envío a la Bienal de Venecia como los nuevos cuadros que está produciendo rozan el núcleo
trágico que caracteriza lo esencial de la belleza contemporánea: el instante en el que se dibuja el
desconcertante mapa de lo nuevo. Un mapa que corre todos los límites y ensancha, así, el
espectro de lo posible.

Los cuadros en los que Kuitca juega con el cubismo analítico y la abstracción concretista hablan
una lengua que está en constante invención y no se somete a los imperativos del sentido común
(ni siquiera cuando este sentido común toma la forma de la elaboración teórica).

La obra actual de Kuitca no reincide en las imágenes que conforman un dibujo acotado de su
mitología personal (teatro, camas, mapas, planos), sino que es una apertura a posibilidades
impensadas. No nos ofrece un programa, sino un desamparo.

Hay en estos grandes cuadros un regodeo en la sensualidad puramente física, que remite a la
historia de la pintura como técnica artesanal. Hay, también, una relectura posmoderna del primer
modernismo: es una operación mental extremadamente compleja y difícilmente comprensible,
que no le debe nada (pero que simula deberle todo) al conceptualismo sesentista. No le debe
nada, porque allí donde el conceptualismo era chato (al querer traducir o equiparar la
multidimensionalidad de la experiencia a la linealidad del discurso), la operación mental de
Kuitca es poética: dispara un abanico de posibilidades intelectuales, asociaciones visuales,
reminiscencias sonoras, propuestas conceptuales y hasta sensaciones táctiles que ningún concepto
resume.

Alquimia poética que produce oro tomando como "escoria" algunos de los momentos más
sublimes de la tradición moderna: los trazos de Fontana, Hlito y Picasso. En esa operación
-espiritual y mecánica a la vez- Kuitca se desnuda en público (de allí que muchos se hayan
desconcertado con esta serie) y se trasviste de un tipo de artista que él no es para tratar de
averiguar qué artista puede llegar a ser. Quizá sea un pintor que pinta después de la pintura (sin
olvidar la vibración exquisita que supo tener la pintura) o, tal vez, sea un poeta que busca nuevas
metáforas después de que todo ha sido dicho, pero sabiendo, también, que todo se olvida.

El camino está abierto y el horizonte se escapa. Estos cuadros no parecen un punto de arribo, sino
de partida. No son un descanso, sino una inquietud. Es el desasosiego feliz en el que un hombre
se conoce (y conoce que se desconoce; ese instante en el que sabe quién es y también sigue
dudando).

Nietzsche decía que el momento cenital de la vida -que no siempre llega- sucede cuando uno se
transforma en lo que uno mismo es. Requiere, ese momento único, de valentía moral para
enfrentarse con las convenciones de la época. Estas obras dan cuenta de que esta vez ese milagro
ha sucedido: Kuitca se está convirtiendo, cada vez más, en lo que él mismo es.

En el Ateneo Veneto, hasta el 21 de noviembre

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