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Hans-Georg Gadamer

La dialéctica de la autoconciencia en Hegel


[Nota: el siguiente texto es la digitalización del publicado por los Cuadernos Teorema, Valencia, 1980,
pp. 16-49; traducido por Manuel Garrido. Hemos incluido también la “Guía de lectura del capítulo cuarto
de la Fenomenología del espíritu” que escribió Félix Duque como apéndice a esta edición (pp. 50-62),
pero no su introducción, “Gadamer y la decisión de pensar” (pp. 1-13).]

[16] Contenido1

LA VERDAD DE LA CERTEZA DE SI MISMO............... 12-26

1. La autoconciencia en sí.................................... 16-17


2. La vida.............................................................. 17-22
3. El yo y la apetencia............................................ 22-26

INDEPENDENCIA Y SUJECIÓN DE LA CONCIENCIA


SEÑORÍO Y SERVIDUMBRE.............................................. 27-45

1. La autoconciencia duplicada.............................. 27-30


2. La lucha de la autoconciencia contrapuesta....... 30-33
3. Señor y siervo ................................................. 33-45
a) el señorío............................................... 33-36
b) el temor.................................................. 36-38
g) la formación cultural ........................... 38-45

[Apéndice: Félix Duque, Guía de lectura del capítulo cuarto de la Fenomenología del espíritu.]

[17] El presente ensayo se ocupa de uno de los más famosos capítulos de la filosofía de Hegel.
La violenta pasión por la libertad que caracterizó la era de las revoluciones en Europa, y que fue
también la pasión de Hegel, me parece ser precisamente responsable del hecho de que no se haya
sabido entender el verdadero valor de este capítulo como demostración de la esencia y la realidad de
la libertad. Es conveniente, por tanto, asumir una actitud crítica y clarificadora que nos ponga en
guardia contra las altisonancias de la pomposa palabra “libertad”. A tal fin, será prudente considerar
con cuidado la posición estratégica de dicho capítulo en la cadena de demostraciones que constitu-
yen la ciencia hegeliana de la apariencia del espíritu. Así pues, empezaré mostrando que Hegel sabe
muy bien lo que se propone cuando rehusa introducir el idealismo trascendental a la manera de Fich-
te, quien, por su parte, pretende haber llevado hasta sus últimas consecuencias el pensamiento de
Kant.
¿Qué quiere decir Hegel cuando afirma “que no es únicamente que la conciencia de la cosa sólo
es posible para una autoconciencia, sino además que únicamen-[18]-te ésta es la verdad de aquellas
figuras”2? La tarea que aquí se propone es diferente de la tarea que Kant propuso y resolvió en su

1
Los epígrafes reproducen literalmente el plan de las dos primeras partes del capítulo cuarto de la Feno-
menología del espíritu de Hegel. El número de páginas indica el lugar aproximado del comentario a cada
epígrafe en el presente ensayo de Gadamer. Para un análisis textual detallado del deferido capítulo de
Hegel véase la “Guía” elaborada por F. Duque que figura al final de este Cuaderno [N. del T.].
2
Phänomenologie des Geistes [Phän.], edición preparada por J. Hoffmeister, Hamburgo 1952, p. 128.
Los números intercalados en el texto se refieren a las páginas de esta edición. [Después de cada referencia
a la paginación alemana se añaden, separándolas de ellas por punto y coma, las referencias de paginación
correspondientes a la edición castellana: G.W.F. Hegel, Fenomenología del espíritu. Traducción de Wen-
ceslao Roces, con la colaboración de Ricardo Guerra, México: Fondo de Cultura Económica 1966, reim-
presión 1971. La traducción de las citas de la Fenomenología a lo largo de este ensayo modifica a veces
ligeramente la versión de Roces (Trad.)].
deducción trascendental de los conceptos puros del entendimiento. La síntesis trascendental de la
apercepción es, ciertamente, la función de la autoconciencia, pero sólo, y precisamente, en la medida
en que hace en principio posible la conciencia de un otro, de un objeto. E incluso la conciencia de la
autodeterminación de la razón, que la Doctrina de la ciencia de Fichte desarrolla a partir del prima-
do de la razón práctica, tiene una función trascendental y sirve de base para el saber del no-yo. Con-
tra esto se alza la enfática declaración de Hegel de que en la autoconciencia se ha alcanzado el con-
cepto del espíritu, y con ello el punto de inflexión en el cual la conciencia “se aparta de la apariencia
coloreada del más acá sensible y de la noche vacía del más allá suprasensible, para marchar hacia el
día espiritual del presente” (Phän. 140; 113). La barroca formulación de Hegel viene a insinuar que
en el concepto del espíritu se ha alcanzado una realidad que, como la del día, abarca todo lo visible e
incluye todo lo que hay. Esto da al capítulo rotulado “Autoconciencia” una posición central en el
panorama global de la vía fenomenológica. La autoconciencia es, a buen seguro, una certeza inme-
diata; pero que esta certeza de la autoconciencia [19] sea al mismo tiempo la verdad de toda certeza,
es algo que no está todavía contenido en su inmediata certeza como tal. Hegel señala expresamente
el hecho de que incluso ese idealismo que se llama a sí mismo filosofía trascendental y que afirma su
certeza de ser toda la realidad, de hecho reconoce todavía otra certeza, como es en Kant la “cosa en
sí” y en Fichte el “impulso”. Así pues, Hegel puede decir que “el idealismo que comienza por esta
afirmación es una pura aseveración, que ni se concibe a sí misma ni puede hacerse concebir a otros”
(177; 144-5). Yo quisiera poder ilustrar cuán diferente es la perspectiva que resulta cuando se conci-
be, con Hegel, el camino de la conciencia a la autoconciencia como el camino del verdadero idea-
lismo. ¿Cómo experimenta la conciencia la certeza de ser toda la realidad y cómo alcanza a demos-
trarlo? ¿Y no sobrepasa esta tarea no sólo la deducción trascendental de Kant sino también el idea-
lismo absoluto fichteano de la libertad?
Conviene no olvidar que también Schelling consideró que el punto de vista del idealismo necesi-
taba una demostración material, y concebía al yo de la intuición intelectual y de la autoconciencia
como la potencia más alta, el potenciado sujeto-objeto de la naturaleza. Ciertamente, Hegel ha criti-
cado en su Fenomenología del espíritu el concepto de lo absoluto de Schelling por ser un absoluto al
que se adjudica el carácter de inmediato. Pero el modo en que Hegel deriva aquí el idealismo de la
razón y lo contrapone al concepto formal del idealismo, acoge la demanda de Schelling, y ello no
sólo en la manera en que ya el Escrito sobre la diferencia pretendió mediar y superar los sistemas de
Fichte y Schelling. De hecho, también en el ulterior sistema de las [20] ciencias filosóficas ha pre-
sentado Hegel un desarrollo de la naturaleza como el fundamento real de la autorrealización del
espíritu; y la Fenomenología es, en la ulterior ordenación sistemática, una parte de esta filosofía de
lo real, en cuanto es la ciencia del espíritu que aparece y que es, por tanto, real. Así pues, el principio
del idealismo como algo básicamente formal no tiene lugar, en absoluto, en la ciencia del espíritu
real; o mejor: aquél encuentra en éste su realización, en la medida precisamente en que la autocon-
ciencia no es tan sólo el punto de la autocerteza de la conciencia, sino razón, lo cual quiere decir que
el pensamiento está cierto de que está teniendo experiencia del mundo “como su propia verdad y
presencia”. Esta es la manera en que transforma Hegel la tarea kantiana de la deducción trascenden-
tal de los conceptos del entendimiento y “demuestra” el idealismo de la razón por la vía de la certeza
de la autoconciencia.
Pues la razón no está sólo en el pensar. Hegel define a la razón como unidad de pensar y ser. En
el concepto de razón está implicado que el ser no es lo otro que el pensar, que la oposición de la
apariencia y el entendimiento no es una verdadera oposición. De todo esto está cierta la razón: “Para
ella [la autoconciencia], al captarse a sí misma, es como si el mundo deviniese por vez primera; an-
tes, no lo comprendía; lo apetecía y lo elaboraba, se replegaba de él sobre sí misma...” etc. (176;
143). Así describe Hegel el camino por el cual el idealismo “vacío” se eleva al idealismo de la razón.
Que todo es “mío”, como contenido de mi conciencia, no es todavía la verdad de esta conciencia.
Utilizando las palabras de Hegel: “La autoconciencia sólo ha devenido para sí, pero aún no como
unidad con la conciencia en gene-[21]-ral” (128; 103). O dicho de otra manera: en el mero carácter
puntiforme del sí mismo que está cierto de sí, su verdadera esencia no es aún reconocida como espí-
ritu y razón.
Que la autoconciencia no exista todavía en su verdad mientras tenga el carácter puntiforme de la
conciencia de sí misma, que sólo en unidad con la conciencia sea ella la totalidad de la realidad, es
algo que determinarán las posteriores etapas del espíritu que aparece. Pero el ingreso en esta esfera
(136; 109) prerrequiere un análisis más preciso. A propósito del “mundo invertido” hemos señalado
en otro lugar3 que la “inversión” del mundo de la ley de la fuerza estriba en que hay que “alejarse de
la representación sensible, que fija las diferencias en un elemento distinto del consistir”. Lo cual
quiere decir que hay que superar asimismo el khorismós y la hipóstasis platónica de las ideas, al
igual que la pretensión de explicar la naturaleza por los principia mathematica. La diferencia entre
idea y apariencia es ontológicamente tan nula como lo es la diferencia entre el entendimiento y lo
que es explicado por él. Es un grave error ver en esta doctrina del mundo invertido una crítica, ni
menos aún una caricatura de las ciencias. En modo alguno es inadecuado afirmar que, en el “expli-
car”, la conciencia está “en inmediato coloquio consigo misma” (127; 102-103). Más bien es ésta,
precisamente, la verdad del positivismo, que reemplaza el concepto de explicación por el de descrip-
ción, como reza la célebre [22] formulación de Kirchhoff.4 Hegel ha captado correctamente la reali-
dad del asunto. La escisión del ser en la universalidad y la singularidad, la idea y la apariencia, la ley
y su caso, ha de ser superada, al igual que la escisión de la conciencia en conciencia, por un lado, y
su objeto, por otro. Hegel denomina a lo que es así pensado la “diferencia interna” o la infinitud.
Pues en la medida en que lo que se diferencia por sí mismo no está limitado desde el exterior por la
barrera que le imponga otra cosa de la cual se diferencie, es de por sí infinito. Y he mostrado que es
el concepto del sí mismo lo que posee esta infinitud, un concepto que es justamente tan propio de la
vida, que es el ser de los seres orgánicos, los cuales se caracterizan por el contenerse o comportarse
[es decir, por el despliegue de un comportamiento], como es propio de la conciencia de sí mismo
este “auto-repelerse de lo homónimo en cuanto homónimo”, es decir, el yo, que se caracteriza por el
comprenderse o entenderse.
Que esto que es distinto no sea distinto, es algo que ha tenido lugar “para nosotros”. “Yo, lo
homónimo, me repelo a mí mismo” (128; 103). Pero la repulsión de lo que tiene el mismo nombre y
la atracción de lo que tiene nombre diferente no sólo es la estructura de la autoconciencia, sino que
constituye también la tensión física de los fenómenos electromagnéticos y la diferenciación platónica
de la idea respecto de la apariencia, que participa en la idea como aquello que es del mismo nombre.
Hegel usa aquí el concepto de lo que [23] tiene el mismo nombre en un sentido abstracto, que abarca
tanto la teoría platónica de las ideas (Ðmènumon) como el concepto moderno de ley y la ecuación
electromagnética. La autorreferencialidad que caracteriza a la autoconciencia es, por tanto, también
una verdad para el entendimiento, pero lo es como un acontecimiento en el que éste no se reconoce a
sí mismo. Tan pronto como la conciencia adquiere un concepto de esta infinitud, deja de ser mero
entendimiento, para aparecer en la figura superior de la autoconciencia. Esto se ha dado en el nivel
de la vida y del saber de ella. El que logra concebir el “comportarse” de lo que está vivo, es decir,
que lo capta como diferenciación de lo indiferenciado, no sólo debe ya, en todo momento, saber de sí
mismo, y por tanto ser autoconciencia, sino que además aprenderá a concebir, en definitiva, que las
figuras propias de la conciencia, cuya verdad había sido una cosa que era distinta de ellas, no son en
verdad diferentes en absoluto de ese otro respecto de ellas que sería la conciencia, sino que constitu-
yen indistintamente con ésta una sola cosa, lo cual es tanto como decir que ellas mismas son auto-
conciencia. Lo verdadero no reside, como se imaginaba el entendimiento, “detrás”, en lo suprasensi-
ble, en el “interior”, sino que la conciencia es ella misma este “interior”, y esto quiere decir que ella
es autoconciencia.
Ha quedado, pues, claro que lo que emerge como esta diferenciación de lo indiferenciado tiene
la estructura propia de la vida, consistente en la escisión y en el llegar-a-ser-idéntico-consigo-mismo.
Este punto ya lo había desarrollado Hegel en los bosquejos que, por afortunado azar, nos han sido
conservados de la época de [24] Frankfurt, donde nos dice que la vida es identidad de la identidad y
de la diferencia: Todo ser viviente está vinculado, merced a un constante intercambio de asimilación
y segregación, a su “otro”, que es su entorno; y además, como tal viviente singular, tampoco es sin-
gular, sino que no es nada más que el modo de propagación de la especie. Así pues, de ninguna ma-
nera hay falta de claridad ni arbitrariedad en la Fenomenología de Hegel si la estructura general de la
vida, consistente en ser diferencia interna o infinitud, no sólo fue el resultado del pensar del enten-
dimiento, sino que caracteriza también, bajo el título “Determinación de la vida”, la estructura de la
autoconciencia; y de ahí que este tema sea desarrollado tanto al final del capítulo sobre la “Concien-
cia” como al principio del capítulo sobre la “Autoconciencia”. El “comportarse” del ser vivo sólo se
deja pensar desde el yo, que es consciente de sí mismo. No se trata de una ilusión antropomórfica,

3
Cfr. H.G. Gadamer, La dialéctica de Hegel. Cinco ensayos hermenéuticas, capítulo segundo: Hegel y el
“mundo invertido”. Colección “Teorema”. Madrid: Editorial Cátedra 1980.
4
Cfr. G.R. Kirchhoff, Vorlesungen über mathematische Physik und Mechanik. 1874-94. Prólogo.
que hubiera elaborado acaso, para humillación del hombre, la moderna investigación sobre etología,
sino de una situación metódicamente apremiante. La autoconciencia ha de jugar necesariamente un
papel principal siempre que se haga cualquier intento de pensar qué sea el comportamiento. Pero,
recíprocamente, la identidad estructural del movimiento vital del ser vivo con la autoconciencia en-
seña que ésta no tiene en verdad el carácter puntual o puntiforme del “yo igual a yo”, sino que, como
dice Hegel, el “yo es el nosotros y el nosotros el yo” (140; 113), lo cual es lo mismo que decir espíri-
tu. Esto lo expresa Hegel, ciertamente, por vez primera en la “Introducción” a la dialéctica de la
autoconciencia. Pues sólo está claro “para nosotros”, para la conciencia observadora o [25] reflexiva,
que la unidad de lo diferente, que es la vida, también demostrará ser la verdad de la autoconciencia,
que consiste en ser toda la realidad, es decir, en ser razón. Hegel está propugnando con ello una es-
pecie de conciliación entre los anciens y los modernes: para él no hay oposición entre la razón exis-
tente, el espíritu existente, lÒgoj y noàj y pneàma por un lado, y por otro el cogito, la verdad de la
autoconciencia. El camino del espíritu aparente es el camino por el cual nos enseña Hegel a recono-
cer la perspectiva de los anciens en la perspectiva de los modernes.5
Cuando Hegel llama a la autoconciencia el reino entrañable de la verdad, en el que nosotros he-
mos ingresado, quiere decir que la verdad no es ya más como el país extraño de la alteridad en el que
busca penetrar la conciencia —tal era el punto de vista de la conciencia—, sino que para la concien-
cia como autoconciencia la tierra de la verdad es su país natal y en ese país se siente ella en casa:
encuentra toda verdad en sí misma. Pero también sabe que abarca en sí la entera profusión de la vida.
En este punto ya no hay necesidad de proceder a un análisis exacto de los aspectos o momentos
de la dialéctica de la vida —la dialéctica entre el ejemplar singular y la especie, entre el individuo
singular y el todo, y que representa así el ciclo de la vida. Es suficiente conocer su resultado, la “uni-
dad reflejada”. Lo que, por una parte, es la “continuidad inmediata y la solidez de su esencia” (la
“sangre universal”), y, por otra, es “la figura subsistente y lo discreto que existe por sí”, como tam-
[26]-bien “el puro proceso de ellos” —en suma, el “todo que se mantiene simplemente a sí mismo en
este movimiento” tiene la determinación de ser especie simple (138; 111). Lo viviente es la especie y
no el individuo; o dicho en otras palabras, en tanto que vida, es una unidad “reflejada” para la cual
las diferencias de los ejemplares no son diferencias.
Es ciertamente revelador que ésta sea la misma estructura que corresponde también al yo. Tam-
poco para el yo cuentan las diferencias: todas son representaciones suyas. Pero lo que aquí se revela
es algo más que esta identidad de estructura —es necesario que aquello que es autoconciencia sea en
sí vida. Así habla Hegel, a este respecto, precisamente de “esta otra vida”. Esta otra vida es cierta-
mente, como autoconciencia, una vida característica, a saber, una vida que tiene conciencia y para la
cual, en consecuencia, está “dado” el carácter de especie que es propio de lo viviente. No es sólo
especie por razón de su estructura —esto es: no sólo es efectivamente, en tanto que “yo”, lo univer-
sal simple, que unifica en sí todo lo diferente—, sino que sabe “para sí” que lo vivo es siempre sólo
especie, mientras sólo ella es “especie para sí misma”. La primera manifestación inmediata de esto
es que no conoce nada que sea distinto de ella misma. Es “la nulidad de lo otro”, que invade a éste
por entero —por modo enteramente parecido a como sucede que la vida no sabe de nada que sea
distinto de sí misma y se conserva en tanto que individuo disolviendo en su seno todo lo otro, la
sustancia inorgánica, y como especie mediante la despiadada dilapidación y sacrificio del individuo.
Como autoconciencia, es consciente de esta nulidad de lo otro y se demuestra a sí misma esta [27]
nulidad destruyendo al otro. Esta es una primera mediación, a través de la cual la autoconciencia se
“produce” a sí misma como certeza “verdadera”, como apetencia —una autoconciencia a la que
Hegel denomina también ocasionalmente “el sentimiento de sí mismo sin mezcla alguna” (148; 120).
Pues de hecho, es en su inmediatez la certeza vital del vivir, la confirmación de sí misma que ella
gana en la satisfacción de la apetencia.
Mas en este punto se requiere un “pero” que delimite la “verdad” de esta autoconciencia. Está
muy claro que la autoconciencia de la apetencia o la satisfacción de la apetencia no provee una cer-
teza perdurable, pues “en el placer languidezco de deseo” [Goethe, Fausto, 3250]. La desventurada
odisea de Fausto a través del mundo no le proporciona ninguna satisfacción. Aquello en lo cual la
apetencia encuentra su satisfacción es necesariamente, mientras ella no sea otra cosa que apetencia,
algo que hay que destruir y aniquilar, y que es por tanto nulo —y por tal razón no encuentra de esta
manera aquello en lo que pudiera sentirse confirmada. Por el contrario, necesita tener la experiencia

5
Cfr. H.G. Gadamer, La dialéctica de Hegel. Cinco ensayos hermenéuticas, capítulo primero: “Hegel y la
dialéctica de los filósofos griegos”. Colección “Teorema”. Madrid: Editorial Cátedra 1980 [N. del T.].
de la independencia del objeto (135; 109). Esto es bien evidente “para nosotros”. Pues “nosotros”,
habiendo seguido hasta este punto la marcha de la Fenomenología del espíritu, sabemos, natural-
mente, que la autoconciencia del vivir no es una autoconciencia verdadera, sustancial; ella “sabe”
que, en la medida en que es “viviente” sólo tiene su identidad en un constante disolver lo otro y au-
todisolverse en lo otro, es decir, como participación en la infinitud del ciclo de la vida.
Consecuentemente, el objeto de la apetencia es él mismo “vida”, precisamente porque ese objeto
es para la [28] conciencia de la apetencia “todo lo otro” —fuera de ella que es el sí mismo. Esto lo
expresa Hegel en su dialéctica al preguntar cómo la autoconciencia de la apetencia llega a tener ex-
periencia de la independencia de su objeto. Lo que se quiere decir con eso no es sólo que este otro, al
que la apetencia aniquila, tenga un ser independiente de ella, de modo que el objeto de la apetencia
es producido siempre de nuevo por ésta en su encenderse. Por el contrario, lo que se afirma es más
bien que el objeto de la apetencia en tanto que tal —y esto quiere decir: no sólo para nosotros, sino
para la apetencia misma, tiene la estructura de la vida. Lo cual debe ser entendido en su sentido más
preciso, a saber, que lo que en todo caso es objeto de la apetencia y mediante la satisfacción de ésta
le proporciona a uno la certeza de sí mismo, no es esta o aquella cosa determinada, sino algo relati-
vamente indiferente. La apetencia está tan poco interesada por las diferencias que puedan tener en sí
los distintos “objetos”, como lo está la especie por la vida del individuo o el organismo por las parti-
cularidades de la materia nutritiva que asimila. El que tiene hambre desea “comer algo”, no importa
qué. Sin embargo, la autoconciencia de la apetencia permanece atada a este otro: “para que esta su-
peración sea, tiene que ser este otro” (139; 112). En este sentido, el objeto posee “independencia”:
“de hecho, la esencia de la apetencia es otra cosa que la autoconciencia”. Pero este enunciado debe
ser tomado en todo su valor. Significa que el sentimiento de sí mismo de la apetencia, que se inflama
y se extingue, no es come tal, en absoluto, la verdad de la autoconciencia que parecía ser. Por el
contrario, la autoconciencia de la apetencia se sabe ella misma dependiente del objeto apetecido
como [29] de algo otro. “La certeza de sí misma alcanzada en su satisfacción” está condicionada por
él —aquello hacia lo que tiende la apetencia es efectivamente un otro. Sólo si este otro existe, puede
la autoconciencia encontrar su satisfacción en negarlo. Naturalmente que, al ser aniquilado, el objeto
particular de la apetencia ya no tiene más independencia —pues esto es justo lo que pierde. Lo que
sacia nuestra hambre y nuestra sed es un mero otro, cuya negación somos. Pero cabalmente por ello
no es este sentimiento sensorial de sí mismo una verdadera autoconciencia. La condición de la ape-
tencia primitiva, como por ejemplo la del hambre o la sed extremas, consiste ciertamente en no co-
nocer a nada más que a sí mismo. No es casualidad que hablemos a este respecto de tener un hambre
de lobo o de fiera: en tales casos, el hambre ha llegado a imperar hasta el extremo de que lo que nos
llena no es otra cosa que lo que llena a un animal, prisionero de la fatalidad de sus instintos, pues esa
es la razón por la cual el animal no posee, propiamente hablando, una “conciencia” de sí mismo.
Esto se evidencia por el hecho de que la satisfacción de la apetencia se cancela a sí misma como
autoconciencia. Para que la apetencia pudiera alcanzar una efectiva autoconciencia, sería preciso que
el objeto apetecido no cesara de ser en toda su “nulidad del otro”. Este objeto tiene que ser autocon-
ciencia viva “en la peculiaridad de su separación” (140; 112). También sucede que la apetencia que
busca la autoconciencia real se conoce ciertamente —como apetencia— sólo a sí misma y no busca
en el otro nada más que a sí misma; pero ella sólo puede encontrarse a sí misma en el otro si este
otro es independiente y accede por su parte a no existir por sí, sino a ser “para el [30] otro” renun-
ciando a sí mismo (139; 112). Ahora bien, sólo la conciencia es capaz de ser de este modo otra cosa
que sí misma y cancelarse a sí misma, sin cesar de ser. En este sentido la autoconciencia “tiene que
devenir su satisfacción”, y el objeto “tiene que consumar en sí esta negación de sí mismo”. Este
“tiene que” es el viejo ™x Øpoqšsewj ¢nagka‹on de Aristóteles: si la autoconciencia debe llegar a
ser verdadera autoconciencia, tiene que valerse por sí misma —y tiene que encontrar a la otra auto-
conciencia, que esté dispuesta a ser “para ella”. Así pues, la consecuencia necesaria es la duplicación
de la autoconciencia: la autoconciencia sólo es posible en tanto que duplicada. Eso se lo enseña tam-
bién su experiencia. Solamente algo que, a pesar de su “ser-negado”, sigue estando ahí, en otras
palabras, sólo lo que se niega a sí mismo puede, mediante su existencia, confirmar al yo lo que éste
ávidamente ansia: no tener que reconocer a nada más que a sí mismo. Pero la experiencia que tiene
que hacer ahora la autoconciencia de la apetencia es que aquello que es lo único que, al negarse a sí
mismo, puede procurarle autoconciencia, tiene que ser él mismo autoconciencia. Pero esto significa
no sólo que esa segunda autoconciencia es libre de confirmar voluntariamente a la primera autocon-
ciencia, sino que también es libre de negar a ésta su reconocimiento.6
[31] Cabrá esperar entonces que, para asegurarse a sí misma el reconocimiento que necesita, su-
ceda que ella, la autoconciencia, se dirija ávidamente hacia la otra autoconciencia y busque despojar-
la de su independencia. Así sucede, en efecto, y por esta razón comienza con la autoconciencia del
señor la nueva experiencia de la conciencia —y justamente, por cierto, para progresar, mediante la
experiencia de la conciencia de la servidumbre, hacia la figura, más elevada, de la libertad de la
autoconciencia. Mas, como es usual en los textos hegelianos, también el famoso capítulo titulado:
“Independencia y dependencia de la autoconciencia; señorío y servidumbre”, se abre con una intro-
ducción que, por su parte, analiza el concepto de la autoconciencia tal y como ha sido ahora alcanza-
do, es decir, como una autoconciencia que es tal que hay, y es necesario que haya, para ella otra
autoconciencia. Esto sucede al hilo del desarrollo de la dialéctica del concepto del reconocimiento
—lo cual quiere decir también: para nosotros, para el análisis filosófico que estamos aplicando a este
concepto.
Para nosotros, pues, está claro que, si la autoconciencia sólo existe cuando es reconocida como
tal, nece-[32]-sariamente ha de quedar prendida en la dialéctica que entraña la esencia del reconoci-
miento —a la que Hegel describe como la dialéctica de la “unidad espiritual”, que resulta de la “du-
plicación” de la autoconciencia. La palabra “espiritual” está cuidadosamente elegida aquí. Pues no-
sotros sabemos ya que hay algo así como el “espíritu”, que no es autoconciencia a la manera de un
punto individual, sino un “mundo” que, al ser social, vive del reconocimiento recíproco. Así, Hegel
reflexiona primero sobre la dialéctica de la autoconciencia en tanto que es el movimiento del reco-
nocimiento, tal y corno se nos presenta. Y esto se lleva a cabo como una reflexión en sí, que no es la
de la conciencia, sino la del concepto. Obviamente, no se trata sólo de una única duplicación de la
autoconciencia, consistente en el hecho de que haya para ella otra autoconciencia —tal es la duplica-
ción de la autoconciencia en sí: pues al estar, como autoconciencia que se dice a sí propia “yo”, en sí
misma desdoblada y unida, es ella ya la diferencia interior o la infinitud que, como autoconciencia,
comparte con la vida. Pero ahora se trata de la realización de esta infinitud (el concepto “de la infini-
tud que se realiza en la autoconciencia”). La diferencia interna del “yo” al “yo” entrañada en la auto-
conciencia cobra ahora apariencia y se torna en la diferencia real del “nosotros” que somos “yo” y
“tú”, el “yo” real y el otro “yo” real. Esto sucede en el movimiento del reconocer, que es un movi-
miento complicado. Pues no basta decir que la autoconciencia se ha perdido a sí misma en el otro o
que está perdida en él, que sólo tiene su autoconciencia en el otro. Si esto fuera así, no vería ya más
al otro como un sí mismo, sino “a sí misma” en el otro, en cuanto la obsesión por el honor la [33]
lleva a buscar su propia autoconciencia en el otro. No es en modo alguno, por tanto, el ser del otro lo
que ella ve, sino sólo “su ser de otro” —es decir, su propio ser de otro, en el que se imagina confir-
marse a sí misma—, y esto no puede bastar. Ciertamente, para llegar a estar segura de sí misma, la
autoconciencia tiene que cancelar “la otra esencia independiente” —como sucede con la apetencia—
, pero también debe derogarse a sí misma a favor del otro, pues este otro es un sí mismo, y en este
sentido es esencial para la autoconciencia que el otro continúe siendo. La propia autoconciencia
depende del otro, pero no a la manera como el objeto, al que hay que eliminar, depende de la apeten-
cia; aquí la autoconciencia depende en un sentido más espiritual del otro en cuanto sí mismo. Lo
único que le puede proporcionar a la primera autoconciencia confirmación de sí misma es que el otro
no sea ya meramente “su otro”, sino que este otro sea “libre” —y libre incluso, y precisamente, en

6
Kojève (La dialéctica del amo y el esclavo, B. Aires 1975, p. 13ss.) y, siguiéndole, Hyppolite (Etudes
sur Marx et Hegel, París 1955, pp. 181 ss.) interpreta todavía la transición de la apetencia (Begierde) a la
autoconciencia reconocida con ayuda del concepto de apetencia. La verdadera apetencia sería la apetencia
de la apetencia de un otro (“désir du désir d'un autre”), es decir, amor. Pero el propio Hegel, ciertamente,
ya no le llama a esto apetencia, y de hecho no suena bien en alemán, esta descripción francesa de la tran-
sición de la apetencia a la autoconciencia reconocida. Otra cosa sería si al menos hubiera hablado Hegel
de Verlangen (ansia). La afinidad semántica sugerida por la anterior interpretación puede ser, sin embar-
go, aún detectada en algunas expresiones alemanas, por ejemplo en la palabra Ehrbegierde (ansia de
fama), que está incluida en el término désir: pero no en la expresión alemana Liebesbegierde (apetito
sexual), que precisamente no expresa ya el sentido humano que pueda tener la apetencia (Begierde). Por
esta razón la ilustración, por lo demás bellísima, que ofrece Kojève de la esencia de la apetencia humana
—apetecer un objeto, aunque sea intrínsecamente inútil, por la sola razón de que algún otro lo apetece,
todavía no es aquí oportuna. Es una especie de anticipación conceptual que tendrá su verdadero valor
como ilustración en el curso ulterior del itinerario de Hegel, sobre todo en el mundo del espíritu alienado.
oposición a uno mismo. Cuando se pide el reconocimiento por parte del otro, esto implica, cierta-
mente, la cancelación del otro —pero esta demanda implica en igual medida que ese otro sea reco-
nocido como libre, y por ello implica justamente el retorno del otro a sí mismo, a su ser libre, y no
sólo el retorno propio de la primera autoconciencia a sí misma. No es sólo la confirmación del pro-
pio sí mismo, sino también la del otro.
Y ahora está claro que este proceso total sólo es válido si su reciprocidad es completa. Piénsese,
por ejemplo, en una forma trivial de reconocimiento, como es el saludo. “Cada uno ve al otro hacer
lo mismo que él está haciendo; cada uno hace por sí mismo lo que exige al otro, y hace además lo
que hace sólo en tanto que el [34] otro hace lo mismo; la acción unilateral sería inútil...” (142; 114).
En realidad, no sólo sería inútil, sino fatal para la propia autoconciencia. Piénsese en el sentimiento
de humillación que ocasiona el que no le devuelvan el saludo a uno, ya sea porque el otro rehuse
hacerlo —cruel derrota infligida a la propia autoconciencia—, o porque ese otro sea realmente un
desconocido al que equivocadamente se confundió con quien no era —un sentimiento que tampoco
es grato: hasta tal punto es aquí esencial la reciprocidad. “En el acto de reconocimiento, el recono-
cerse es recíproco”, lo cual constituye, realmente, “una limitación de múltiples aspectos y connota-
ciones”.
Esta ilustración de la dialéctica del reconocimiento mediante la costumbre del saludo no sólo es
de suyo convincente a nivel conceptual, sino que constituye también una convincente anticipación
del fondo social real que subyace tras la descripción que hace Hegel de la experiencia de la autocon-
ciencia, y proporciona fundamento al papel sistemáticamente decisivo que juega aquí la muerte. La
experiencia a la que Hegel se refiere es una experiencia muy concreta: la dialéctica del reconoci-
miento es experimentada en un proceso, esto es, en la lucha a vida o muerte, y en la resolución de la
autoconciencia para probar su verdad, el ser reconocida, aun a riesgo de la propia vida. Que se da
una genuina conexión de esta índole, lo confirma la institución de la lucha entre dos personas para
restaurar el honor ofendido, es decir, el duelo. El que está dispuesto a luchar con el otro, el que le
hace al otro el honor de estar dispuesto a luchar con él, demuestra con ello que no pretendió reba-
jarlo; y, recíprocamente, el que pide satisfacción de-[35]-muestra, por su parte, que no puede tolerar
la humillación sufrida, a menos que el otro, al declararse listo para luchar, la anule. En el trato de
honor no basta, como es sabido, ninguna otra forma de arreglo, y el ofendido puede, por consiguien-
te, rechazar todo intento de reconciliación. El código del honor sólo admite la total reciprocidad de la
lucha a vida o muerte, pues sólo así es restablecido el reconocimiento mutuo, en el que la autocon-
ciencia encuentra su confirmación social. El “darlo todo por el propio honor” es un testimonio indu-
dable de la significación del honor. Y cuando Hegel indica en lo que sigue que la confirmación de la
propia autoconciencia por el hecho de “ser-señor” no le puede proporcionar a uno una verdadera
autoconciencia y que la autoconciencia del poder hacer en el esclavo que trabaja es más elevada que
la del señor, que no hace más que disfrutar, tampoco le falta, a este respecto, confirmación en la
experiencia social. La burguesía, que ha ascendido merced a su trabajo, asume el código de honor de
la nobleza, pero tan pronto se extingue su nueva conciencia de pertenecer a las clases dominantes,
deja de entender este código. Su imitación del código de honor de la nobleza —un ejemplo de la cual
pueden serlo los duelos de satisfacción entre estudiantes de las “clases dirigentes”— pierde entonces
su sentido. En esta medida también resulta ser históricamente correcto decir que la existencia de tal
código de honor es la simbólica representación del resultado de esa lucha a vida o muerte por la que
el señorío y la servidumbre se mantienen distanciados. No obstante, lo que Hegel suministra es una
construcción “de tipo ideal” de la relación de señorío y servidumbre, que es meramente ilustrada por
el fondo histórico de la [36] emergencia del señorío.7
Cuando Hegel deriva la libre autoconciencia de la conexión esencial entre el carácter incondi-
cionado de la libertad y el carácter incondicionado de la muerte, no nos está dando una historia de
los orígenes de la emergencia del “señorío”, ni tampoco una historia de la liberación respecto del
señorío, sino una genealogía ideal de la relación entre señor y siervo.8

7
Por tanto, la cuestión histórica del origen del señorío, tal y como es explicado por la etnología contem-
poránea, como una consecuencia de la conquista de poblaciones campesinas por caballeros invasores,
puede ser dejada en suspenso. Esta teoría pretende explicar también cómo llega a establecerse la estructu-
ra del dominio o señorío del estado. Pero dado que aquí nos movemos aún enteramente dentro de la esfera
de la autoconciencia, esta cuestión queda fuera de nuestro principal tema de consideración.
8
Este es el enfoque exclusivo de Kojève en su introducción, que hace época, al pensamiento de Hegel. Su
propio camino hacia Hegel, que está determinado por el derramamiento de sangre de la revolución rusa de
octubre y por el consiguiente deseo de lograr un mejor entendimiento de Marx, lo llevó a aplicar históri-
Una autoconciencia que, en tanto que autoconciencia viviente, sólo se encuentra a sí misma me-
ramente al lado de otra autoconciencia, “figuras independientes, conciencias hundidas en el ser de la
vida” (143; 115), todavía no tiene ninguna verdad. Es preciso que se represente a sí misma “como
puro ser-para-sí, esto es, como autoconciencia” y acredite su verdad en la lucha a vida o muerte. La
reciprocidad del código de honor más arriba expuesto nos permite reconocer sin la menor dificultad
que esta “representación” no puede consistir solamente en que la autoconciencia procure aniquilar la
otra [37] existencia, sino que también debe ella elevarse por encima de su propio ser particular, su
“estar atada a la vida” (144; 116). De esta forma, la razón de por qué ha de poner su propia vida en
juego no es que sea incapaz de devenir consciente de sí misma sin la aniquilación del otro —y por
tanto sin luchar con él—, sino más bien que sin superar su estar-atada-a-la-vida, esto es, sin la ani-
quilación de sí misma como mera “vida” no puede alcanzar su verdadero ser-para-sí. Sólo así alcan-
za a ser consciente de sí misma. Ciertamente, no puede menos de acechar la antagónica idea de que
este mutuo arriesgar la propia vida no puede aportar lo que debiera: la certeza de sí mismo. Es carac-
terístico del sentido de esta dialéctica el hecho de que el que sobrevive en la lucha no queda más
cerca de su objetivo que el que sucumbe. Lo que pueda dar a la autoconciencia la certeza de sí mis-
ma debe ser una cancelación de la autoconciencia que sea otra cosa que la completa aniquilación del
otro. Así no sólo es “la vida tan esencial como la pura autoconciencia” para la autoconciencia que se
somete, sino que así es justamente también para la otra: la autoconciencia necesita de la vida del
otro, pero como vida, ciertamente, de una conciencia que no es puramente para sí, sino que es para
otro. Al no tener un verdadero ser-para-sí, esta otra conciencia sometida es, como el esclavo de la
antigüedad, mera “coseidad”, una cosa, res. Así, el resultado de la experiencia de la lucha por el
reconocimiento es, en efecto: que la autoconciencia sólo puede ser cuando se encuentra a sí misma
confirmada en el otro; pero esto quiere decir que se duplica y se escinde en señor y siervo.
La dialéctica del señor y el siervo es ahora (148; [38] 119) desarrollada en dos cursos diferentes:
primero desde el punto de vista del señor y luego desde el del siervo.9 Este desarrollo no presenta
especiales dificultades en lo que respecta al señor. Es fácil ver que el señor alcanza la satisfacción de
su apetencia con la ayuda y el servicio del siervo. La independencia de las cosas, respecto de las
cuales permanecía dependiente de la autoconciencia de la apetencia, es ahora cancelada. El siervo
entrega la cosa, sobre la que ha estado trabajando, al señor para el “puro” disfrute de éste. Le pone la
mesa, como dice Kojève. ¿Por qué, empero, sigue siendo la conciencia del señor una autoconciencia
invertida? Aquí se podría esperar que Hegel hiciera entrar en juego la dependencia del señor respec-
to del siervo. Esta dependencia nos es bien conocida, no sólo merced al reclamo marxista de la huel-
ga general, sino también a la dialéctica de la voluntad de poder tal y como Nietzsche la ha desarro-
llado, y se confirma en la cotidiana experiencia del servir: hay también una dependencia del señor
respecto del sirviente. Y ello demuestra la falsedad de la autoconciencia del señor, o, por así decirlo,
su efectiva servidumbre. Es ciertamente una verdad objetiva que el señor deviene dependiente res-
pecto del servidor y que la conciencia de ser señor se encuentra por ello limitada. Pero el análisis
dialéctico de Hegel es mucho más riguroso. Busca la reversión dialéctica dentro de la autoconciencia
del señor, pues no se da por contento con una limitación que le venga impuesta exteriormente a su
señorío. A propósito de la mera dependencia fáctica del señor, se podría preguntar: ¿no es, [39] a los
ojos del señor, que éstos no le permitan la plenitud de su señorío? El señor que se sabe dependiente
de su siervo ya no tiene más la genuina autoconciencia de un señor, sino la de un siervo —lo que
puede alcanzar, como es bien sabido, las más cómicas formas de angustiosa obediencia. Para noso-
tros es claro que esto no es un señor. Pero ¿ha llegado a ser claro para el señor? ¿No es precisamente
cómico porque, a pesar de sentirse señor, la verdad es que tiene miedo? Nosotros, que conocemos la
dependencia del señor, sabemos también que esta dependencia es, en verdad, la de la apetencia, y no
la del fracaso en ser reconocido. Pero el nuevo nivel de inversión que llevase al fracaso la autocon-
ciencia del señor sólo sería alcanzado en el momento en que éste, como autoconciencia, se supiera a
sí mismo inferior respecto de otra autoconciencia. Lo más característico de la argumentación de
Hegel me parece estar en que discurre precisamente en este sentido, desdeñando así el más fácil
recurso a la dialéctica de la dependencia. La argumentación hegeliana considera una conciencia del

camente a Hegel formas que no son enteramente convincentes. No es este el lugar para refutar a los mar-
xistas o a Heidegger, incluso aunque siga siendo verdad que toda revolución es sangrienta, como lo es
toda guerra. No obstante, el trabajo de Kojève conserva aún hoy su valor, precisamente porque fue el
primero que puso de manifiesto el interés filosófico de los manuscritos de Jena para entender la significa-
ción de la muerte en Hegel.
9
(Cfr. p. 148; 119: “Sólo hemos visto lo que es la servidumbre en el comportamiento del señorío...”).
señor que es y permanece señor. El señor ha obtenido todo lo que quería, logrando incluso que otra
autoconciencia se cancele a sí misma como ser-para-sí y haga por sí misma lo que aquél hace contra
ella: el sirviente no sólo es efectivamente tratado como cosa, sino que también él se trata a sí mismo
como cosa, es absorbido por el servicio y tiene su “autoconciencia” sólo en el señor. El fiel servidor
de su señor tiene en sus mientes en todo lo que hace, no a sí, sino al señor. Al cuidarse de que la cosa
no sea nada para el señor, él mismo es un puro ser-para-sí que se ve confirmado en el servicio. Lle-
gado a este extremo, debiera ser obtenido aquí el reconocimiento.
[40] Pero ¿qué valor tiene para el señor, para su autoconciencia, la existencia de un tal sirviente?
En esto estriba el argumento de Hegel: en que aunque imaginásemos un señor que fuese tan señorial
que el sirviente no le ocasionase jamás ni el más ligero sentimiento de dependencia, también, y pre-
cisamente, ese “sólo-señor” tendría que reconocer que por ello no estaría seguro de su ser-para-sí en
tanto que verdad. De lo que está seguro en el sirviente es, después de todo, de la dependencia e ine-
sencialidad de la conciencia servil. Eso sólo es su “verdad” —y es una “verdad invertida”. Así puede
Hegel encontrar el reverso dialéctico en la autoconciencia misma —en su pretensión y no en su debi-
lidad fáctica: la verdad de la autoconciencia tendrá que ser buscada, no en la conciencia del señor,
sino en la conciencia servil (a pesar de que “primero” esta conciencia “esté fuera de sí misma”, por
cuanto se sabe a sí misma en el señor pero no se sabe a sí misma como la verdad de la autoconcien-
cia, o lo que es igual, por cuanto no sabe que el señor no es, en absoluto, “conciencia independiente”
pero que ella misma sí lo es).
Así continúa la reversión a través de la cual la conciencia servil, en tanto que conciencia repeli-
da hacia dentro de sí misma —vale decir, como conciencia que, desde su ser-fuera-de-sí, retorna a sí
misma—, vuelve en sí, y como alguien que hubiera vuelto en sí, empieza a pensar o ver las cosas
diferentemente, lo cual viene a significar en el presente contexto: empieza a pensar teniendo estima o
conciencia de sí. La servidumbre es, en sí, el extremo más opuesto de una genuina autoconciencia:
“Al principio, para la servidumbre el señor es la esencia”. En la conciencia del servir está implicada
la completa entrega de sí [41] mismo al señor y a sus necesidades. Esto significa la absoluta subordi-
nación de todas las necesidades propias a la exclusiva importancia del servir, lo cual es tanto como
decir: a la exclusiva importancia del señor. En esta medida, para ella es “la conciencia independien-
te, que es para sí,... la verdad”, si bien, como es obvio, sin que ella sea enteramente consciente de
eso. Esta conciencia no tiene todavía una autoconciencia o ser-para-sí de su propiedad: como la ser-
vidumbre “es para el otro” enteramente, la conciencia servil “no sabe todavía, en la servidumbre,”
que también ella tiene en la conciencia independiente su verdad —y esto quiere decir que ella misma
es conciencia independiente.
Y aquí Hegel apela una vez más al papel que jugaba para la autoconciencia la lucha a vida o
muerte. Llama a la muerte el señor absoluto, significando con ello que hay un señor todavía más
grande que aquel a cuyo servicio y dependencia se ha entregado la servidumbre. Ya el señor humano
lo empuja a uno, al entregarse a su servicio, hacia la “disolución”, vale decir, a la renuncia a la rela-
ción de dependencia que uno guarda con la propia existencia natural y sus necesidades. La plena
subordinación del siervo lleva consigo que nada importa tanto a la conciencia servil como el conten-
tamiento del señor. Pero ¡cuánto más no ha de querer uno en el temor de la muerte, en esta total
disolución, y mientras hace renuncia de todo lo exterior, aferrarse todavía solamente a sí mismo, “la
simple autoconciencia, el puro ser-para-sí”! El señor absoluto, la muerte, que exige absoluta sumi-
sión, arroja también por entero al trémulo individuo a su propio sí mismo. En este momento el puro
ser-para-sí, justamente porque en el “temor de la muerte” no queda ya [42] otra cosa en pie a la que
poder aferrarse, ha devenido “consciente”, o lo que es lo mismo, ha llegado a ser “para ella” lo que
verdaderamente le importa —y ésta es la razón de por qué la servidumbre alcanza ahora una auto-
conciencia del servir: el sirviente se demuestra a sí mismo de una manera nueva que él es otra cosa
que la autoentrega del servir, su propio ser-para-sí: “ella [la conciencia servil] cancela por tanto en
todos los momentos singulares [no sólo en la disolución universal del temor de la muerte] su depen-
dencia de la existencia natural y elimina a ésta por medio del trabajo”. “Eliminar la existencia natu-
ral por el trabajo” —en esta certera frase viene a indicársenos cómo el saber acerca del puro ser-
para-sí, que va a ser ahora posesión de la conciencia sirviente, alcanza a desarrollarse: a través del
trabajo. El trabajo es “apetencia inhibida”: en vez de satisfacer inmediatamente su apetencia, la con-
ciencia se retiene a sí misma y no aniquila el objeto (“desaparición diferida”), sino que al “configu-
rarlo”, al imprimir su forma sobre él, lo convierte en algo que permanece. La conciencia que trabaja,
al producir su objeto, llega “a la intuición del ser independiente como sí mismo”. El significado está
claro. Tenemos aquí la autoconciencia del poder hacer, que se ve a sí misma continua y duradera-
mente confirmada en aquello que ella “configura” y ha configurado. Es a través del trabajo como se
establece en el “elemento de permanencia” la autoconciencia que es para sí. Y tal es, en efecto, el
significado positivo del formar: garantizar una autoconciencia que hasta el esclavo puede tener. En
el fondo, hemos alcanzado el ™f’¹m‹n de la conciencia estoica.
No en vano suplementa Hegel esta línea de pensamiento con una segunda. Pues el lado negativo
del “for-[43]-mar” llega aún más hondo, ya que hace posible superar el temor.10 Pero sólo ahora
queda completamente claro que se trata aquí de una fase, y en verdad la fase decisiva, en la genealo-
gía de la libertad. Lo que constituye la libertad de la autoconciencia no es sólo la confirmación de sí
mismo en las cosas existentes, sino la imposición de sí mismo frente a la dependencia respecto de
ellas. Al producir la obra que es fruto de su trabajo, la conciencia emerge de por sí no como una cosa
existente, sino más bien como “un ser-para-sí que es para sí mismo”. Aquí Hegel vuelve a dar reno-
vadamente al “estremecimiento ante la esencia extraña” la decisiva significación que tiene para la
autoconciencia. Y de hecho no es el miedo de la esencia servil en cuanto tal lo que da el paso hacia
la libertad. Que un hombre, en la lucha, anteponga por miedo la vida al honor, no significa cierta-
mente todavía que haya experimentado ese estremecimiento que llega hasta la última fibra de sí
mismo, la única que puede proporcionarle a uno la certeza de su puro “ser-para-sí”. El que haciendo
caso omiso del ultraje a su honor, o sea: a pesar de que se le niegue el reconocimiento, se aferra a la
existencia, es realmente un esclavo al que mantienen atado las cadenas del ser natural. Hegel sos-
tiene incluso que alguien pudiera “ser reconocido como persona aun en el caso de que él mismo no
alcanzase la verdad de este ser reconocido como una autoconciencia [44] independiente” —un pasa-
je bien notable. Evidentemente, Hegel se está refiriendo al hecho de que el orden jurídico, que no
trata a nadie como cosa (res), sino que más bien requiere siempre que el individuo sea reconocido
como persona, no garantiza ninguna autoconciencia real sólo porque pronuncie sus juicios “sin con-
sideración de personas” —lo cual implica, por supuesto, reconocer la igualdad de todos como “per-
sonas”. La eliminación de la esclavitud no es todavía el final del sentido de la servidumbre. El traba-
jo que uno no realiza ya para su señor no implica por esa razón que se esté liberado para la verdadera
autoconciencia —en realidad, ni siquiera lo sería el “libre” ejercicio de la “habilidad”. Ese trabajo
puede representar una libertad que todavía permanece al nivel de la servidumbre: puede ir acompa-
ñado por el éxito en general, sin constituir por eso, como verdadero poder hacer, una conciencia
independiente, una autoconciencia de la “profesión”. De análogo modo, la obstinación confirma su
libertad sólo ficticiamente y es de hecho una forma de dependencia en rebeldía.
Para que el trabajo pueda servir de base a una verdadera autoconciencia debe dimanar, por el
contrario, de la conciencia que más arriba denominé “conciencia del poder” y “que tiene poder sobre
la potencia universal y la esencia objetiva total” (150; 121). Hegel desarrolla esta libertad del poder
hacer subrayando la eliminación de la forma opuesta existente que tiene lugar en el ejercicio de la
actividad de formar. “Pero esta negatividad objetiva es precisamente la esencia extraña ante la cual
se ha estremecido”. Esta es una tesis atrevida que merece la pena analizar. Incuestionablemente, la
muerte es la experiencia de una dependencia última de la exis-[45]-tencia humana, contra la cual
choca ésta inmediatamente en su ser-para-sí. Este señor extraño, que es señor de todo, es también
extraño para todo aquello de lo cual depende la propia autoconciencia. En este sentido, toda cancela-
ción de una tal realidad extraña —incluso aunque sólo fuese la cancelación, por el ejercicio del po-
der, de la forma existente de las cosas— es una liberación de la propia autoconciencia. Sólo aquí
reside la genuina confirmación que hace que la autoconciencia del poder llegue a ser algo “propia-
mente suyo” —y que se reconozca, por tanto, no sólo en el ente singular que produce, sino en el
propio ser-para-sí del poder hacer: “ella se pone” —se instala sólidamente como ser-para-sí en el
elemento de la permanencia y no es ya más la mera disolución de la existencia natural, que ha de
dominar sus estremecimientos en el sentimiento de sí que es propio del miedo y de la servidumbre.
Aun cuando al trabajar para el señor parecía tener un sentido extraño (y además así era en tanto que
servidumbre), la conciencia servil se hace autoconsciente en la medida en que se entrega al trabajo
en tanto que trabajo —y no sólo al señor. En la medida en que “expone”, es decir, produce la forma
como propia, se reconoce a sí misma en ella y adquiere por tanto, precisamente en el trabajo, sentido
propio: “Yo puedo hacer esto”. —Ciertamente, no se trata aquí todavía del pleno encuentro consigo
mismo, como el que nos garantiza por ejemplo la obra de arte, que nos permite volver a reconocer-

10
Sólo por llamar la atención sobre típicos malentendidos (H. Popitz, Der entfremdete Mensch, Basel
1953, pp. 131 ss.) vale la pena subrayar que el concepto negativo del trabajo en Hegel, desde una perspec-
tiva evaluadora, es en todo caso un concepto realmente positivo. Hegel suele usar casi siempre los con-
ceptos hegelianos, como aquí el de “negativo”, en sentido hegeliano.
nos: “esto eres tú”. De lo que aquí habla Hegel no es de la forma determinada que la conciencia
trabajadora diese a la cosa y que fuese tal que dicha conciencia se reflejase en ella. Pero tampoco
habla Hegel, en absoluto, de “cosa”, sino sólo de “forma”. Por consi-[46]-guiente, la conciencia no
se confirma en la intuición de algún ente determinado en cuanto tal, sino sólo en la forma, que es la
suya y que precisamente por ello trae a escena su puro ser-para-sí en la libertad de su poder hacer.
Por tanto, hablando estrictamente, no es en absoluto el poder hacer como tal, esta “habilidad”, sino la
conciencia del propio poder hacer lo que hace frente a la disolución total —a la aniquilación por la
nada de la alteridad— y aporta su fundamento a la verdadera autoconciencia.
Con ello la historia de la libertad no ha llegado, ciertamente, a su final. Pero en la historia de la
conciencia de la libertad, el paso decisivo está ya dado. Esto nos lo muestra la continuación del pro-
ceso: en tanto que “universal disolución” de la autoconciencia, este ser-para-sí “ha llegado a ser una
nueva figura de la autoconciencia, una conciencia que piensa o es una autoconciencia libre” (151;
122) —pero esto es lo verdaderamente universal, en donde yo y tú somos lo mismo. Y se desarro-
llará como autoconciencia racional. Mostrar o tener razón significa, en efecto, ser capaz de prescin-
dir de sí mismo y aceptar como válido aquello en lo cual ningún sí mismo singular puede pensar que
tiene privilegio o superioridad alguna sobre otro. Que dos por dos son cuatro, no es mi verdad, ni tu
verdad, ni tampoco una verdad necesitada de nuestro mutuo reconocimiento. Es razón como la certe-
za de ser toda la realidad. Esto suministra una base firme a la experiencia —que es la perspectiva de
la razón observante— de que el otro no puede ser otra cosa que razón. Y sólo entonces resulta ser
válido para toda autorrealización de la autoconciencia, es decir, para toda razón activa, que el mundo
objetivo, real, “ha [47] perdido toda significación de extraño” (314; 259). Aquí hemos alcanzado el
espíritu, vale decir, el espíritu en la forma de universalidad genuina tal como la eticidad y la costum-
bre, que une evidentemente a todos. Pero con esta universalidad no se ha perdido la autoconciencia,
sino que más bien es en ella donde ésta se encuentra a sí misma y donde alcanza a tomar buena nota
de que su singularidad no tiene toda la razón.
Ha sido un infortunio para la comprensión del capítulo sobre la autoconciencia en la Fenomeno-
logía del espíritu que Karl Marx hiciera uso de esta dialéctica del señor y el siervo en contextos
enteramente diferentes. Ciertamente, como hemos mostrado más arriba, no se ha tratado de un sim-
ple malentendimiento y abuso de Hegel. Que el siervo alcance, merced al trabajo, una autoconcien-
cia superior a la del señor, que no hace más que disfrutar, es más bien el presupuesto para que aquél
se libere de la servidumbre también en el sentido exterior de la existencia social —como antes de él
hizo el burgués.
Hegel no describe en su dialéctica de la servidumbre al trabajador asalariado, sino antes bien al
campesino y al artesano en situación servil. La emancipación de las ciudades y después de los cam-
pesinos, tal y como ocurre en el ascenso revolucionario del tiers état hacia una situación de respon-
sabilidad política guarda una afinidad meramente estructural con la liberación del obrero como es-
clavo asalariado del capitalismo. La función propia del trabajo para la autoconciencia alcanza preci-
samente su cumplimiento en el mundo del trabajo no-alienado. Pero con la libertad interior de la
autoconciencia que se deriva de la dialéctica del señorío y la servidumbre, en [48] modo alguno se
ha dicho la última palabra en la Fenomenología del espíritu descrita por Hegel. En este sentido es
enteramente superficial la crítica que equivocadamente pretende ver el resultado de esa dialéctica en
la liberación del esclavo asalariado respecto del señorío o dominio del capital. Que la autoconcien-
cia, en tanto que libre, debe trabajar implicándose en el todo de la realidad objetiva, que debe alcan-
zar como verdad evidente la solidaridad del espíritu ético y la comunidad de las costumbres, y que
debe llevar a cumplimiento la autorrealización de la razón como una tarea humana y social, es algo
que no tiene sentido proponer como nueva y adversa sabiduría crítica al hombre que ha enseñado la
unidad de lo “real” y lo “racional” —lo cual puede no significar la aprobación de todo cuanto existe.
Sin duda, donde Marx encontró el punto en el que aplicar su crítica de Hegel no fue aquí, sino más
bien, como podría parecer más apropiado, en la filosofía hegeliana del derecho. Pero su concepción
dogmática de la conciencia y del idealismo, que comparte con sus contemporáneos, le ha impedido
reconocer que Hegel jamás hubiera soñado ni por un momento que el trabajo sólo fuese el trabajo
del pensamiento y que lo racional sólo sería realizado por el pensar. Así pues, también aquí el traba-
jo de que habla Hegel es el trabajo material, y la experiencia que hace aquí la conciencia es la expe-
riencia de la espiritualidad del trabajo manual. Ahora bien, supongamos que sea verdad que el modo
de producción en la industria moderna y la forma empresarial de la sociedad industrial no permiten
al que trabaja encontrar en su trabajo ese sentido propio que es lo único que hace posible una auto-
conciencia libre. Entonces, en vista del carácter [49] totalizante de este modo de trabajo, se plantea
necesariamente la cuestión de saber quién es realmente libre en la sociedad industrial de hoy con su
ubicua coerción hacia las cosas y su urgencia de consumo. Precisamente a propósito de esta cuestión
me parece que Hegel ha diseñado, con su dialéctica del señor y el siervo, el esbozo de una verdad
válida. Si es que debe haber libertad, entonces lo primero que hay que hacer es romper la cadena que
nos ata a las cosas. La ruta del género humano hacia el bienestar general no es ya, en cuanto tal, una
ruta hacia la libertad de todos. Pues muy bien pudiera convertirse igualmente en una ruta hacia la
falta de libertad de todos.

NOTA BIO-BIBLIOGRÁFICA SOBRE HANS-GEORG GADAMER


Hans-Georg Gadamer es el principal representante de la actual filosofía hermenéutica, creadoramen-
te renovadora de la gran tradición alemana del conocimiento del espíritu (Verstehen), que tuvo en
Dilthey y Max Weber su proyección epistemológica, pero cuyas raíces metafísicas se remontan a
Hegel y a la dialéctica de los griegos. Nacido en 1900, cursó estudios de germanística, historia, his-
toria del arte y filosofía en Breslau, Marburg y München. En Marburg se doctoró en filosofía con
Paul Natorp y se habilitó como profesor con Martin Heidegger. Ha enseñado filosofía como Profesor
ordinario en Leipzig, donde fue rector, y Frankfurt, y desde 1949 en Heidelberg, donde sucedió a
Karl Jaspers. Ha sido fundador y director (con Helmut Kuhn) de la revista Philosophische Runds-
chau.

1931 Platos dialektische Ethik. Hamburg, Meiner, 2.ª ed. 1968.


1960 Wahrheit und Methode. Grundzüge einer philosophischen Hermeneutik. Tübingen, Mohr,
4.ª ed. 1975. Edición castellana, Verdad y método. Salamanca, Sígueme.
1967 Kleine Schriften I, Philosophie, Hermeneutik. Tübingen, Mohr, 4.ª ed. 1975.
Kleine Schriften II, Interpretationen. Tübingen, Mohr.
1968 Zur Begriffswelt der Vorsokratiker. Darmstadt, Wissenschaftliche Buchgesellschaft.
1971 Hegels Dialektik. Fünf hermeneutischen Studien. Tübingen, Mohr. Ed. castellana, La dialéc-
tica de Hegel. Cinco ensayos hermenéuticos. Madrid, Cátedra, 1980.
1972 Kleine Schriften III, Idee und Sprache. Platon, Husserl, Heidegger. Tübingen, Mohr.
1972-1975 Neue Anthropologie (con Paul Vogler). Bd. 1-7. München, Thieme und Deutscher
Taschenbuch Verlag. Ed. castellana, Nueva Antropología. Barcelona, Ed. Omega, 1977 ss.
1976 Vernunft im Zeitalter der Wissenschaft. Aufsatze. Frankfurt, Suhrkamp.
1977 Kleine Schriften IV. Variationen. Tübingen, Mohr.

Apéndice.
Félix Duque
Guía de lectura del capítulo cuarto de la Fenomenología del espíritu
Dada la complejidad del texto analizado por Gadamer en el artículo que antecede, juzgo adecua-
do presentar una guía de lectura del capítulo IV, dedicado a la autoconciencia, con la esperanza de
que pueda servir de transición entre la lectura de Gadamer y la del texto original, cuya comprensión
es, en última instancia, el objetivo del hermeneuta alemán y, modestamente, también el mío. Si uno
de los puntos fundamentales de la hermenéutica es que un texto es más profundo y complejo de lo
que su propio autor cree, seguramente en el caso del capítulo a continuación analizado ha ocurrido
esto en grado sumo. Ríos de tinta, montes de papel se han empleado para intentar descifrar los lati-
dos del corazón de la dialéctica hegeliana: la Vida/Muerte y lo vivo/mortal, y, en su seno, la lucha
siempre renovada, nunca realizada, de los dos héroes míticos: el Señor y el Siervo.
Me gustaría pensar que el análisis que ahora ofrezco es aséptico y limpio de interpretación. Es-
peranza cuyo cumplimiento —o no— establecerá el propio lector de la Fenomenología, a quien sólo
he pretendido pertrechar un poco para su largo viaje de descubrimiento.
FENOMENOLOGÍA DEL ESPÍRITU

B. SELBSTBEWUSSTSEIN (Hoffmeister, 131; Ullstein, 107).


(B. AUTOCONCIENCIA (no en el original; título de Lasson). Roces, 105).

IV. DIE WAHRHEIT DER GEWISSHEIT SEINER SELBST (Hoffmeister, 131; Ullstein, 107).
(IV. LA VERDAD DE LA CERTEZA DE SÍ MISMO. Roces, 107).

PÁRRAFO 1. (DENTRO DE LA OBRA, PÁR. 166): Roces, 107; Ullstein, 107; Hoffmeister, 133-4.
Definición para nosotros de la autoconciencia.

PÁRRAFO 2: Roces, 107-8; Ullstein, 107-8; Hoffmeister, 134-5. Título sugerido por Lasson, y se-
guido por Roces: [1. La autoconciencia en sí]. Kojève (Amo y esclavo, 54) titula: “Descripción de la
Autoconciencia, punto de partida y término de la dialéctica del Capítulo IV”. Aparece aquí la noción
de Begierde (apetencia).

PÁRRAFOS 3 a 6 (PÁRS. 168-171): Roces, 108-111; Ullstein, 108-111; Hoffmeister, 135-6.


Título Lasson-Roces: [2. La vida], Kojève amplía el apartado hasta el párrafo 8, y titula estos textos:
“Análisis de la noción de Vida, a la cual conduce la dialéctica y que constituirá el tema del Capítulo
V”.

Por nuestra parte sugerimos:

PÁRRAFO 3. Noción de vida, presente para nosotros o en sí (an sich) por la doble dialéctica del
objeto-ente y de la conciencia misma, en cuanto que ambos se muestran como reflexión en sí (in
sich). Esto es: distinción (para sí) de lo (en sí) indistinto = VIDA. Necesidad de que la autoconcien-
cia realice la experiencia de la independencia del objeto (que, en principio, aparece como absoluta-
mente para ella —pues ella es APETENCIA EN GENERAL).

PÁRRAFO 4. Momentos del ciclo de la vida. Dialéctica medium / diferencias (subsistentes). Resul-
tado: el ser, ya no como abstracción de lo ente ni de lo universal, sino como FLUIDO (puro movi-
miento en sí mismo).

PÁRRAFO 5. Desdoblamiento: vida (unidad de las diferencias) / seres vivos (independencias para
sí, pero en cuanto reflexión en la unidad). Carácter infinito (negativo) de la vida: esto es, lo que es
para la apetencia (según lo sabemos nosotros).

PÁRRAFO 6. Inversión del pár. 4: el individuo se sostiene en la vida (su consistencia), asimilándola
(haciéndola para sí). Luego es la diferencia lo que es en y para sí. Inversión de la inversión: Dialéc-
tica de la posición del individuo-diferencia en la vida-medium. Al devorar en general, se autoprodu-
ce como particular (diferenciado). CICLO DE LA VIDA: movimiento puro de reflexión (desarrollo /
disolución del desarrollo). Experiencia en y para sí de lo que, para nosotros, ya estaba presente (pár.
3), tal como se exigía en el pár. 4.

PÁRRAFOS 7 A 10 (PÁRS. 172-175): Roces, 111-3; Ullstein, 111-3; Hoffmeister, 136-140. Título
Lasson-Roces: [3. El yo y la apetencia].

Por nuestra parte sugerimos:

PÁRRAFO 7. Para nosotros, la dialéctica de la vida (de la primera unidad: ser inmediato, por la
mediación de sus configuraciones: seres vivos, a la unidad reflejada, universal), muestra ya a ésta
como lo homónimo (género simple). E.d.: aparece la autoconciencia. Pero en sí, este resultado mues-
tra más bien la oposición entre la primera unidad (vida, en general) y la segunda (unidad reflejada:
conciencia). La primera es para la segunda, y ésta ve por consiguiente a aquélla como género.
PÁRRAFO 8. Comienza la experiencia de la autoconciencia (esa otra vida): en cuanto género ella
misma (por ser vida), es para sí misma como yo puro (objeto abstracto), y ve enfrentada a ese yo
puro (por ser otra) a la Vida como género simple, que es para ella. Comienzo, pues, en la pura —
inmediata— abstracción: un género simple (yo) frente a un género simple (vida).

PÁRRAFO 9. (Kojève titula éste y el siguiente pár.: “Begierde: deseo del que nace la acción antro-
pógena”). Conexión con el pár. 2: el yo simple, como género, niega las diferencias: es una apeten-
cia. Y es en esa aniquilación del objeto independiente donde conquista la certeza de sí; esto es: la
verdad de su certeza.

PÁRRAFO 10. Esa negación era abstracta (apetencia, en general). No hay satisfacción sin supresión
(Aufhebung) de lo otro. Pero, para ello, lo otro debe ser independiente. Ahora bien, en cuanto género
(yo deseante) opuesto a otro género (vida deseada), la apetencia y el objeto se repiten indefinidamen-
te: aquélla como movimiento para sí; éste, como esencia, verdad (la verdad del deseo no está en él,
sino en lo deseado). Pero la autoconciencia debe ser absolutamente para sí (por párs. 2 y 9): luego lo
deseado debe tener también una relación negativa consigo mismo: debe ser él mismo una apetencia.
Sólo así puede satisfacerse (e.d.: ver su certeza como verdad) la autoconciencia: está originariamente
y ya de antemano enfrentada a otra autoconciencia. Su ser en sí (esencia) consiste en desear (ser
para sí) algo cuya esencia (en sí) consiste en desear (para sí): es un deseo del deseo. Pero, contra
Kojève-Hyppolite: yo no deseo que el otro me desee (amor), ni deseo lo que el otro desea (lucha por
la propiedad): ambos casos presuponen ya el mundo del espíritu. Lo que yo deseo es desear, pero no
puedo satisfacerlo porque, en principio, veo mi propio desear enfrentado a mí. Ambas autoconcien-
cias, pues, no se desean. Lo que desean es lo que para ellas es como objeto: la vida. Nosotros, en
cambio, vemos ya aquí que el yo es el nosotros y el nosotros el yo: la verdad de la autoconciencia, el
cumplimiento de su concepto, es el Espíritu.

A. SELBSTÄNDIGKEIT UND UNSELBSTÄNDIGKEIT DES SELBSTBEWUSSTSEINS;


HERRSCHAFT UND KNECHSCHAFT (Ullstein, 113-120; Hoffmeister, 141-150).
(A. INDEPENDENCIA Y SUJECIÓN DE LA AUTOCONCIENCIA; SEÑORÍO Y SERVIDUM-
BRE (Roces, 113-121). Ocupa los párs. 11-29 del cap.: 176-194, de la obra). Kojève titula: “Dialéc-
tica del Amo y del Esclavo (nacimiento del Hombre a partir del Animal): a) Lucha a muerte, b)
Amo, c) Esclavo”).

PÁRRAFO 11 (PÁR. 176). La autoconciencia es sólo en cuanto reconocida (Anerkanntes). Camino


hasta ahora de la conciencia: kennen (conocer lo otro); erkennen (conocer lo otro, siendo el yo quien
conoce); anerkennen (reconocer). Dialéctica internamente desdoblada: la autoconciencia consiste
(besteht) en ser in-finitamente lo contrario de la determinabilidad en la que es puesta (gesetzt. Cf.:
Gesetz, ley. —Cap. 3 de PhG).

PÁRRAFOS 12 a 18 (PÁRS. 177 a 183): Roces, 113-5; Ullstein, 113-5; Hoffmeister, 141-3. Título
Lasson-Roces: [1. La autoconciencia duplicada].

Por nuestra parte, sugerimos:

PÁRRAFO 12. Que la autoconciencia está fuera de sí quiere decir: 1) que está perdida, pues se en-
cuentra como otra esencia; 2) que suprime lo otro, pues no lo ve como esencia: es a sí misma a quien
ve en lo otro.

PÁRRAFO 13. La conquista de la verdad de sí misma como doble superación del doble sentido: 1)
superar la otra esencia para devenir cierta de sí; 2) superarse a sí misma, pues lo otro (superado) es
ella misma.

PÁRRAFO 14. La doble superación es a la vez un retorno a sí de doble sentido: 1) superando lo


otro, retorna a sí (es en y para sí); 2) al hacerlo, restituye a sí a la otra autoconciencia (lo que era
[objeto] para la primera autoconciencia [apetencia]). Valls Plana (p. 113) analiza así:
“1. LOS DOS TERMINOS DE LA RELACIÓN O EL SER EN OTRO:
a) yo estoy en otro, b) este otro soy yo mismo.
2. LA SUPERACIÓN DEL SER EN OTRO:
a) yo seré yo superando al otro, b) yo quedaré superado al superar al otro.
3. EL RESULTADO DE LA SUPERACIÓN DEL SER EN OTRO:
a) al superarme me recobro, b) y al recobrarme libero o recobro al otro.”

PÁRRAFO 15. Acción recíproca; el movimiento es el movimiento duplicado de ambas autoconcien-


cias: el hacer de la una es el hacer de la otra.

PÁRRAFO 16. Doble sentido del doble sentido del hacer (Tun):
1) hacer hacia sí / hacia lo otro.
2) hacer de lo uno / de lo otro.

PÁRRAFO 17. La (doble) dialéctica de la autoconciencia es la verdad (para ella) del juego de fuer-
zas (cf. Roces 83-8; Ullstein, 85-91; Hoffmeister, 105-110). Lo que en éste era para nosotros, es
ahora para los extremos mismos. Al ser el término medio la autoconciencia, el ser fuera de sí de
cada extremo es, a la vez, un en y para sí. Ello significa: cada autoconciencia se reconoce a sí en
cuanto reconoce a la otra: LIBERTAD (que aparece ahora para nosotros).

PÁRRAFO 18. La experiencia que la autoconciencia hace de sí, y que llevará a la libertad, pasa por
la desigualdad de ambas (desplazamiento del término medio a —cada uno de los— extremos): en
principio, uno sólo es reconocido; el otro se limita a reconocer.

PÁRRAFOS 19 A 22 (PÁRS. 184-187): Roces, 115-7; Ullstein, 115-7; Hoffmeister, 143-6. Título
Lasson-Roces: [2. La lucha de las autoconciencias contrapuestas].

Sugerimos:

PÁRRAFO 19. Inmediatamente, la autoconciencia es ser para si, YO singular (lo otro es, para ella,
lo inesencial superable). Pero “lo otro” (la segunda autoconciencia) experimentaba lo mismo: hay,
pues, un INDIVIDUO frente a otro INDIVIDUO. Cada uno está cierto de él, pero no del otro (aún
no lo ha asimilado): para ello debería ver su certeza en el otro (verdad de la certeza de sí), haciendo
con su propio hacer y a la vez con el del otro: RECONOCIMIENTO.

PÁRRAFO 20. Primera realización de la autoconciencia (ser exclusivo para sí): liberación de lo otro
= puro sujeto. Cada uno hace esa prueba de liberación en el otro. Cada uno sufre en sí ese hacer del
otro: LUCHA A VIDA O MUERTE. En el dar-de-lado (daransetzen) la propia vida se hace valer, se
verifica (es bewährt wird) la LIBERTAD. Libertad: puro ser-para-sí, negación aniquiladora de lo
otro. Sin arriesgar la vida se puede ser PERSONA (la LEY garantiza —desde fuera— los derechos
propios), pero no autoconciencia (selbstbewusst, en lenguaje ordinario: consciente de la propia va-
lía).

PÁRRAFO 21. La lucha no debe acabar con la muerte de uno de los contendientes (o de ambos),
pues, vida: posición natural de la conciencia; muerte: negación natural de ella. Los cadáveres no (se)
reconocen. La muerte cosifica al otro, en lugar de suprimirlo-elevarlo (aufheben).

PÁRRAFO 22. Experiencia de la (posible) muerte: reconocimiento del valor esencial de la vida.
Paso de la contraposición de dos “yo” simples a la desigualdad:
a) autoconciencia (su en sí consiste en ser para ella): SEÑOR.
b) conciencia-cosa (su en sí consiste en ser para otro): SIERVO.

PÁRRAFOS 23 A 29 (PÁRS. 188-194): Roces, 117-121; Ullstein, 117-120; Hoffmeister, 146-150.


Título propuesto por Lasson-Roces: [3. Señor y Siervo], dividido en:
[a) El señorío] (párs. 23-26).
[b) El temor] (pár. 27).
[g) La formación cultural] (párs. 28-29).

Por nuestra parte sugerimos:


PÁRRAFO 23. Término medio de la realización del señor (autoconciencia que es para ella): el sier-
vo (conciencia cuya esencia está en la coseidad, y él lo sabe —lo ha hecho para sí—: síntesis. Para
nosotros, aparece ya aquí la —futura— libertad del esclavo). DOMINIO DEL SEÑOR:
A) Primera mediación:
“El señor domina a la cosa,
pero la cosa domina al siervo;
luego el señor domina al siervo”. (Valls Plana, p. 125).
B) Segunda mediación: “la cosa alcanza al señor filtrada a través del siervo”. (ib., p. 126):
TRABAJO DEL SIERVO. El siervo no puede superar la independencia de la cosa (que es la
esencia de aquél): primera mediación. Pero la hace para el señor, cambiándola en su acción:
GOCE DEL SEÑOR. Limitación (para nosotros) del señor: no se relaciona directamente
con la cosa, luego no supera la independencia de ésta (contra lo exigido en pár. 9).

PÁRRAFO 24. El señor ve al siervo (conciencia reconocedora no reconocida) como lo inesencial,


pues a) no puede suprimir la cosa: sólo la trabaja (bearbeitet); b) quiere seguir viviendo: depende de
una determinada existencia: la suya misma como ser vivo. Pero nosotros lo vemos cumpliendo con
lo exigido en párs. 16 y 19: que su hacer sea el hacer del otro (el señor), y que su hacer sea una ne-
gación concreta de sí mismo (se anula ante el señor, pero se reconoce en el anularse). Esto no lo
puede hacer el señor: no puede reconocer al siervo, pues sería rebajarse a sí mismo.

PÁRRAFO 25. Para nosotros, el esclavo es la autoconciencia: por su trabajo y su acción de recono-
cer deviene la VERDAD DE LA CERTEZA DE SÍ MISMO. Para el señor (sabemos que) su verdad
es el siervo. Luego el señor es, y permanece, conciencia dependiente. Su autoconciencia es mera-
mente inmediata, abstracta (inversión pár. 22).

PÁRRAFO 26. Sólo en el siervo se cumple el retorno in-finito ya mostrado en el juego de fuerzas
(cf. pár. 17). Nosotros sabemos ahora que el siervo es independiente (citoyen). Pero él no ha hecho
(aún) esa experiencia. El espíritu pasa en su ascenso por el siervo, no por el señor.

PÁRRAFO 27. Experiencia del siervo como autoconciencia.


In-mediatamente, tiene su verdad fuera de sí (en el señor). ¿Cómo se cerciora (hace para sí) esta
verdad (lo en sí)? Mediante el miedo. Pero no al señor, sino a la MUERTE: SEÑOR ABSOLUTO.
El esclavo quiere seguir viviendo (e.d.: siendo él). Luego no depende en verdad del señor, sino de su
propio ser vivo (e.d.: apetencia de vivir). Y si vivir es desear, el siervo es deseo del desear (deseo de
seguir deseando). Luego es realmente autoconciencia: su en si (apetencia) es para sí (desear). CON-
SISTE EN DESEAR. Pero este deseo ya no es abstracto (in-mediato), sino puesto-en-obra (enérgeia,
Wirklichkeit) mediatamente por el TRABAJO.

PÁRRAFO 28. El miedo al señor es el principio de la sabiduría (Cf. Prov. 1,7: “El principio de la
sabiduría es el temor de Yavé, y son necios los que desprecian la sabiduría y la disciplina”). El servi-
cio —engendrado por el miedo— provoca la disolución en sí: y es en ésta donde la conciencia servil
reflexiona sobre sí. Para llegar a ser-para-sí, y no para ella en otro (en el miedo), debe particularizar
la acción propia en el trabajo. El goce de la apetencia del señor se limita a negar el objeto y, con él,
el sentimiento de sí mismo. Falta el momento de la subsistencia (cf. párs. 9 y 10). El trabajo del
siervo es, en cambio, deseo reprimido: forma-y-educa (bildet). Relación negativa con el objeto: for-
ma (Form) de éste, permanente (en cuanto que el objeto guarda su independencia). Esa relación
negativa es la acción que da forma, y a la vez la singularidad efectiva del trabajador; llega así éste a
la intuición del ser independiente como sí mismo. (Cf. K. Marx, Das Kapital. MEW XXIII, 192 —
trad. mía—: “El hombre se pone frente a la estofa misma de la naturaleza como un poder de la natu-
raleza. ...En cuanto que opera (wirkt) mediante este movimiento sobre la naturaleza externa a él y la
hace-otra (verändert), hace-otra a la vez a su propia naturaleza”).

PÁRRAFO 29. Momentos del formar: a) positivo: la conciencia servil se convierte de puro ser-
para-sí, en ente (Seiend). b) negativo: contra el primer momento (el miedo). Su objeto —que su-
pera— es la propia forma contrapuesta en lo trabajado. Pero su forma era su para-sí: aquello ante lo
que temblaba (cf. pár. 27). Ahora, AUTOPOSICION (Selbstsetzung: uso real del concepto funda-
mental —pero abstracto de Fichte) en lo permanente. Por el temor, hace de su para-sí su en-sí. En la
formación (Bilden), la conciencia deviene (para ella) en-y-para-sí, pues la forma puesta fuera (e.d.:
la verdad) es su puro ser-para-si. En el trabajo se ha reencontrado a sí misma: alcanza su sentido
propio (eigner Sinn). Posibles desviaciones: si no aceptara la disciplina del servicio y la obediencia,
el temor a la muerte sería in-superable, formal, sin activa proyección exterior (caería en el stupor:
sería necia; cf. pár. 28). Sin la formación, la conciencia sería algo meramente interno, sin que su
para-sí deviniera para-ella. Sin el temor absoluto, en fin, sería mera obstinación (Eigensinn): aparen-
te libertad del siervo especialista. Será un experto, pero nunca un hombre. Analizamos sólo hasta
este punto, límite del artículo de Gadamer.

B. FREIHEIT DES SELBSTBEWUSSTSEINS; STOIZISMUS, SKEPTIZISMUS, UND DAS UN-


GLUECKLICHE BEWUSSTSEIN (Ullstein, 121; Hoffmeister, 151).
B. LIBERTAD DE LA AUTOCONCIENCIA; ESTOICISMO, ESCEPTICISMO Y LA CON-
CIENCIA DESVENTURADA (Roces, 121).

Para las págs. Ullstein, 121-2; Roces, 121-2; Hoffmeister, 151-2, Lasson-Roces proponen el título:
[Introducción. La fase de conciencia a que aquí se llega: el pensamiento]. Kojève lo llama:
“Freiheit: libertad (ilusoria, “abstracta”, frente al Mundo)”.

Ullstein, 122-3; Roces, 122-4; Hoffmeister, 152-4: Según Lasson-Roces: [1. El estoicismo].

Ullstein, 123-7; Roces, 124-8; Hoffmeister, 154-8: Según Lasson-Roces: [2. El escepticismo].
Kojève añade: “(Nihilismo)”.

Ullstein, 127-137; Roces, 128-139; Hoffmeister, 158-171. Según Lasson-Roces: [3. La conciencia
desventurada. Subjetivismo piadoso]. Para Kojève: “Conciencia infeliz (Cristianismo en tanto que
actitud existencial, emocional)”. Para estas páginas, Lasson propone la siguiente subdivisión:

[a) La conciencia mudable]. Ullstein, 127-8; Roces, 128-9; Hoffmeister, 159-60. Para
Kojève: “I) Judaísmo”.
[b) La figura inmutable]. Ullstein, 128-9; Roces, 129-131; Hoffmeister, 160-1. Para Kojève:
“II) Jesús”.
[g) La aglutinación de lo real y la autoconciencia]. Ullstein, 129-137; Roces, 131-9; Hoff-
meister, 161-171. Para Kojève: “III) El Cristo”. Subdivisión:
[1. La conciencia pura, el ánimo, el fervor]. Ullstein, 130-l; Roces, 131-3; Hoffmeister, 162-
4. Para Kojève: “a = Religión contemplativa”.
[2. La esencia singular y la realidad. El obrar de la conciencia piadosa]. Ullstein, 131-4;
Roces, 133-5; Hoffmeister, 164-7. Para Kojève: “b = Religión activa”.
[3. La autoconciencia que arriba a la razón (La mortificación de sí mismo)]. Ullstein, 134-
7; Roces 135-9; Hoffmeister, 167-171: Para Kojève: “b = Religión reflexiva” y añade:
“Transformación de la Autoconciencia en Razón...; se reduce a algunas líneas, la última fra-
se del Capítulo”. (Todas las citas de Kojève remiten a Amo y esclavo, p. 54).

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