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Controversias
REVISIONISMOS Y ANATEMAS.
A VUELTAS CON LA II REPÚBLICA
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como la "crisis española del siglo xx".1 Un período donde sobresale con luz propia por su
inmensa transcendencia la Segunda República, el primer intento serio de consolidar un ré
gimen democrático en nuestro país,2 cuya trayectoria, como todo el mundo sabe o debiera
saber, fue muy accidentada al verse condicionada de forma permanente, en sus apenas cin
co años de existencia, por fuertes rupturas políticas y por la recurrente presencia de la vio
lencia política (agitaciones armadas anarquistas entre 1931 y 1933, sublevación del gene
ral José Sanjurjo en 1932, insurrección socialista y del catalanismo de izquierda en
octubre de 1934, pistolerismo falangista desde ese mismo año, centenares de choques san
grientos cotidianos manifestados por otros actores y vías, incontables huelgas generales,
intransigencia patronal, recurrentes conspiraciones monárquicas...)· Sin que el final estu
viese predeterminado por las sucesivas crisis políticas -pese a su gravedad objetiva-, ni
por inevitabilidad alguna a pesar de tales convulsiones, esa trayectoria se vio truncada en
último término por un golpe de Estado militar que desembocó en una cruenta guerra civil
y en una no menos cruenta y longeva dictadura. Las brutalidades inherentes a ese conflic
to, que han dado y siguen dando pie a un caudal de miles de títulos, se han conceptualiza
do recientemente -en boca de un reputado hispanista- con el polémico sobrenombre de
"El holocausto español", recurso terminológico que, sin embargo, rápidamente ha sido im
pugnado por otros autores al considerarlo desmesurado.3
Lo curioso del caso es que los estudios sobre la Segunda República en tiempos de paz
no han proliferado en los últimos veinte años, aunque tampoco han dejado de aparecer tí
tulos importantes en un lento pero estimable goteo.4 Por contraste, el salto verdaderamente
1 C.M.
Rama, La crisis española del siglo xx, Fondo de Cultura Económica, México, 1976 [I960].
2 No el hispanista norteamericano S.G. Payne, tildado a menudo de "conservador", "revi
por casualidad
sionista" o incluso proclive a las tesis "franquistas", rotuló su síntesis sobre el período como La primera demo
cracia española. La Segunda República, 1931-1936, Paidós, Barcelona, 1995.
3 J.M.
Reverte, "De holocaustos y matanzas", El País, 11 de mayo de 2011; S. Juliá, "La disección inter
minable de la Guerra Civil", Babe lia. El País, 23 de julio de 2011, pp. 10-11. El libro ha sido objeto de una se
vera crítica por parte de P.C. González Cuevas, "Paul Preston: el ocaso de un hispanista", El Catoblepas, 112,
junio de 2011 (revista on-line).
4
Que la República dominó el escenario historiográfico desde los años sesenta hasta los primeros años no
venta del siglo xx se comprueba en M.G. Núñez Pérez, Bibliografía comentada sobre la II República española
(1931-1936). Obras publicadas entre 1940 y 1992, Fundación Universitaria Española, Madrid, 1993. Desde en
tonces no dejaron de publicarse otros trabajos, entre los cuales, en un rápido espigueo, me atrevo a destacar al
gunos títulos que me parecen muy relevantes. Por lo que se refiere a las obras colectivas o de síntesis, aparte del
libro citado de Payne, son obligadas: S. Juliá (ed.), "Política en la Segunda República", monográfico de la re
vista Ayer, 20 (1995), e id. (coord.), República y Guerra Civil, t. XL de la Historia de España Menéndez Pidal,
Espasa-Calpe, Madrid, 2004; J. Gil Pecharromán, Historia de la Segunda República española (1931-1936), Bi
blioteca Nueva, Madrid, 2002; G. Ranzato, El eclipse de la democracia. La guerra civil española y sus oríge
nes, 1931-1939, Siglo XXI, Madrid, 2006, o J. Casanova, República y guerra civil, Crítica-Marcial Pons, Ma
drid, 2007. En cuanto a las monografías, cabe destacar: J. Gil Pecharromán, Conservadores subversivos. La
derecha autoritaria alfonsina (1913-1936), Eudema, Madrid, 1994; J. Casanova, De la calle al frente. El anar
cosindicalismo en España (1931-1939), Crítica, Barcelona, 1997; J. Ugarte Tellería, La nueva Covadonga
insurgente. Orígenes sociales y culturales de la sublevación de 1936 en Navarra y el País Vasco, Biblioteca
Nueva, Madrid, 1998; J.M. Macarro Vera, Socialismo, República y revolución en Andalucía (1931-1936), Uni
versidad de Sevilla, Sevilla, 2000; P.C. González Cuevas, Acción Española. Teología política y nacionalismo
autoritario en España (1913-1936), Tecnos, Madrid, 1998; N. Townson, La República que no pudo ser. La po
lítica de centro en España (1931-1936), Taurus, Madrid, 2002; M. Alvarez Tardío, Anticlericalismo y libertad
de conciencia. Política y religión en la Segunda República española (1931-1936), Centro de Estudios Constitu
cionales, Madrid, 2002; C. Gil Andrés, La República en la plaza. Los sucesos de Arnedo de 1932, Instituto de
Estudios Riojanos, Arnedo-Logroño, 2002; S. Souto Kustrín, "¿ Y Madrid? ¿ Qué hace Madrid? Movimiento re
volucionario y acción colectiva (1933-1936), Siglo XXI, Madrid, 2004; M. Álvarez Tardío y R. Villa García, El
precio de la exclusión. La política durante la Segunda República, Encuentro, Madrid, 2010, y R. Villa García,
156 La República en las urnas. El despertar de la democracia en España, Marcial Pons, Madrid, 2011.
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primer franquismo, en particular en aquellas dimensiones relacionadas con la violencia, la
represión y el perfil inequívocamente coercitivo y dictatorial del régimen. En este ámbito,
la proliferación de títulos se puede considerar sin temor a exagerar como espectacular. Sin
embargo, en tanto que especialistas en el conflicto bélico o en los años iniciales de la dic
tadura, pocos de los protagonistas de ese boom han aportado obras de consideración sobre
la España del período previo. Es más, casi ninguno se ha curtido en el manejo de fuentes
directas referidas a la historia de la República anterior a la guerra. No obstante, para una
buena parte de ellos -que no todos- esa experiencia política subyace, implícita o explícita
mente, como un referente mítico, positivo sin discusión, en sus análisis sobre los años que
le tomaron el relevo. A ojos de casi todos esos autores, la República habría sido la gran
oportunidad -intachablemente democrática- frustrada por la acción de poderosas fuerzas
reaccionarias (las oligarquías, el Ejército, la Iglesia...), concilladas desde sus mismos ini
cios para lograr su pronto derribo. La explicación de la triste andadura de aquel régimen,
sus conquistas, carencias y problemas no va mucho más allá de esa lógica de acción/reac
ción. Compendio de todas las virtudes imaginables, amparadora de ambiciosos proyectos
reformistas de signo modernizador, pocas máculas podrían detectarse en su trayectoria ni
en la de las fuerzas políticas que la sostuvieron bajo una incuestionable vocación democra
tizadora. Porque la República sólo habría pretendido afrontar, para resolverlos, los grandes
problemas estructurales cuya solución demandaba imperiosamente la sociedad española
desde largo tiempo atrás (el desigual reparto de la renta y de la propiedad, la separación
Iglesia-Estado y la consiguiente secularización, el atraso cultural, el excesivo peso del
Ejército sobre la vida política, la configuración del Estado bajo parámetros no centralistas,
la necesaria modernización de las relaciones laborales...). La explicación se queda aquí y
la comparación con lo que sucedía en Europa o en el mundo, ensimismados en el propio
pasado, suele brillar por su ausencia.
Tierra de provisión y de bondades sin fin, sólo las fuerzas más retrógradas del mo
mento, los privilegiados de siempre y sus aliados en los cuarteles y las sacristías, se ha
brían atrevido a cuestionar, y a la postre abortar, un ensayo reformista tan necesario como
el que la República representó. Ni que decir tiene que para este segmento historiográfico
-que cabría tildar, a efectos meramente descriptivos, como la corriente idealista pro-repu
blicana- sólo habría habido un proyecto de República, la que encarnó la coalición gober
nante en el primer bienio bajo el liderazgo de Manuel Azaña, y cuya continuación, tras la
"involución" sufrida durante el bienio negro, se habría proyectado después del triunfo del
Frente Popular en las elecciones del 16 de febrero de 1936. Por tanto, para estos autores
hablar de República es hablar de la alianza forjada por el republicanismo de izquierdas y
las fuerzas obreras (primero los socialistas, y luego todas las demás), portadores inequívo
cos de los afanes reformistas y modernizadores impulsados frente a la España tradicional,
por definición caduca, reaccionaria y obscurantista. Tales sectores, nutridos de "luchado
res por la democracia y la libertad", fueron los que defendieron la República con las armas
en la mano cuando se cernió sobre España la reacción del "fascismo" a partir del 18 de ju
lio de 1936. Como es obvio, bajo tales coordenadas las demás propuestas que participaron
inicialmente de las ilusiones democráticas despertadas el 14 de abril de 1931 habrían sido
puramente testimoniales, carentes de toda importancia y trascendencia: Alejandro Lerroux
y su Partido Radical, Niceto Alcalá Zamora y las pequeñas fuerzas liberal-democráticas,
de centro-derecha o centro-izquierda, que pivotaron en torno a su figura, José Ortega y
Gasset y su Agrupación al Servicio de la República, el catalanismo conservador, los repu
blicanos agrarios, o incluso aquel segmento del socialismo (Julián Besteiro y su grupo)
que se desmarcó de la deriva insurreccional y "antifascista" pergeñada por ese movimiento
a partir del verano de 1933. Ni que decir tiene que la posibilidad, en principio lejana, de
que la CEDA acabara integrándose en el régimen ni siquiera se contempla. Es más, plan 157
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tearse racionalmente tal contrafactual levanta de inmediato los comentarios más encendi
dos.5
Hay en toda esa construcción un a priori de fondo que resulta más que discutible. Y
es que los autores que asumen esa interpretación suelen hablar o escribir como si desde
hace tres o cuatro décadas se hubiera establecido en la historiografía española una inter
pretación unívoca y monocorde -un paradigma hegemónico- sobre lo que fue la democra
cia republicana. Así, salvo unos cuantos "franquistas" trasnochados, todo el mundo habría
período en cuestión) hasta el tiempo presente ha sido una manifiesta pluralidad de posicio
nes. Por citar a dos de los mejores conocedores de la historia republicana, ambos ya triste
mente desaparecidos, la visión que nos legó Manuel Tuñón de Lara no fue en modo algu
no semejante a la que nos brindó en sus incontables obras Javier Tusell.6 Como tampoco
cabe situar en el mismo plano al citado Paul Preston y a Richard A. H. Robinson, dos au
tores británicos que desde fechas muy tempranas contendieron en el ruedo historiográfico;
o a los norteamericanos Stanley Payne y Edward Malefakis, amigos aunque discrepantes
en muchos aspectos. Además, y por referirnos a otros dos autores destacados, ¿dónde si
tuaríamos a Enríe Ucelay Da Cal, ese heterodoxo que nos descubrió las entrañas de la Ca
talunya populista? ¿Y qué decir de Santos Juliá, sin duda uno de los especialistas más in
fluyentes de la historia de los años treinta? Ciertamente, siempre ha primado la pluralidad.
Nunca ha habido un paradigma interpretativo en el que la mayoría de los autores se hayan
reconocido.7
A estas alturas, el recordatorio que se acaba de efectuar debiera ser obvio para todo el
mundo. Sin embargo, algunas actitudes y declaraciones advertidas en los últimos tiempos
ante la aparición de unos cuantos libros con pretensiones renovadoras sobre la historia de la
Segunda República nos indican que tal obviedad no debe darse por sentada. Lo cual tiene
mucho que ver con algo que se apuntaba al principio: las posiciones ideologizadas hacia las
que han basculado unos pocos profesionales del gremio, posiciones que se creían superadas
5 Un buen
exponente de tales planteamientos, por hacer mención de una obra reciente de alto impacto, es
El Holocausto, pp. 29-190, de P. Preston, voluminoso libro de libros que en la parte dedicada a la República en
tiempos de paz refleja muy bien el sentir de esa corriente historiográfica, deudora de las tesis estructurales y de
inspiración marxista más clásicas. Interesantes reflexiones sobre las memorias y el mito de la República con
motivo de su 75 aniversario, en A. Egido (ed.), Memoria de la Segunda República. Mito y realidad, Biblioteca
Nueva, Madrid, 2006.
6 Para sus
respectivas interpretaciones pueden consultarse dos obras de síntesis: M. Tuñón de Lara, La Π
República, 2 vols., Siglo XXI, Madrid, 1976; J. Tusell, La crisis de los años treinta: República ν Guerra Civil,
Taurus, Madrid, 1998.
7
Cf., entre otras obras de los autores mencionados, R.A.H. Robinson, Los orígenes de la España de Fran
co. Derecha, República y Revolución, 1931-1936, Grijalbo, Barcelona, 1973; P. Preston, La destrucción de la
democracia en España. Reforma, reacción y revolución en la Segunda República, Alianza, Madrid, 1987; E.
Malefakis, Reforma agraria y revolución campesina en la España del siglo xx, Ariel, Barcelona, 1971; S.G.
Payne, La revolución española, Ariel, Barcelona, 1973; E. Ucelay Da Cal, La Catalunya populista. Imatge, cul
tura i política en l'etapa republicana (1931-1939), Edicions de la Magrana, Barcelona, 1982; S. Juliá, Madrid,
158 1931-1934. De la fiesta popular a la lucha de clases, Siglo XXI, Madrid, 1984.
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cuando menos desde los años noventa del siglo xx, justo el momento en que la historiografía
española alcanzó sus más altas cotas y su mayor reconocimiento internacional al calor de la
estabilización democrática afirmada en nuestro país. Pero fue por entonces también, en los
años postreros de la pasada centuria, cuando se percibieron los primeros brotes de las se
cuencias que nos han conducido a las actuales discordias. Por decirlo muy rápidamente, a fi
nales de los noventa fue cuando resucitaron las posiciones de guerra ideológica en la más
crispada de las versiones imaginables, con la eclosión del fenómeno Pío Moa,8 las respuestas
-bien es verdad que de muy variada índole y calidad- a las que este autor dio lugar,9 y todo
el debate público (en principio, más político que historiográfico) derivado de las polémicas
en torno a la memoria histórica y a la ley que le dio cobertura, aprobada el 31 de octubre de
2007 por el gobierno socialista de José Luis Rodríguez Zapatero. Polémicas que con suma
rapidez salpicaron los círculos historiográficos hasta el punto de configurar toda una línea de
investigación a la que se han sumado múltiples adeptos.10
8 Cf. su obra seminal:Los orígenes de la Guerra Civil española. Encuentro, Madrid, 1999, primera de una
larga serie que le ha llevado a defender abiertamente la dictadura franquista (Franco, un balance histórico, Pla
neta, Barcelona, 2005).
9 Cf. E. "Las razones de una crítica histórica: Pío Moa y la intervención extranjera en la Gue
Moradiellos,
rra Civil española", El Catoblepas, 15 (mayo 2003); F. Espinosa Maestre, El fenómeno revisionista o los fan
tasmas de la derecha española, Del Oeste, Badajoz, 2005; A. Reig Tapia, Anti-Moa. La subversión neofran
quista de la Historia de España, Ediciones B, Barcelona, 2006.
10 Cf. P.
Aguilar Fernández, Memoria y olvido de la Guerra Civil española, Alianza, Madrid, 1996, e id., Po
líticas de la memoria y memorias de la política. El caso español en perspectiva comparada, Alianza, Madrid,
2008; S. Juliá, "Echar al olvido. Memoria y amnistía en la transición", Claves de razón práctica, 129 (2003), pp.
14-24; id., "El franquismo: historia y memoria", Claves de razón práctica, 159 (2006), pp. 4-13, e id., "Bajo el im
perio de la memoria", Revista de Occidente, 302-303 (2006), pp. 7-20; J. Aróstegui y F. Godicheau (eds.), Guerra
civil. Mito y memoria, Marcial Pons, Madrid, 2006; J. Cuesta Bustillo, La odisea de la memoria. Historia de la
memoria en España. Siglo XX, Alianza, Madrid, 2008 e id. (ed.), "Memoria e Historia", Ayer, 32 (1998). 159
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En un contexto así, con todas las susceptibilidades a flor de piel, enfrascados algunos
historiadores personalmente en esas controversias públicas de naturaleza política, los pro
fesionales que investigan la historia de los años treinta se han visto recientemente expues
tos a críticas e incluso anatemas de signo ideológico, aun cuando hayan pretendido sus
traerse a esas trifulcas en aras de su independencia académica. Ciertamente, salvo que se
mantengan callados y ágrafos, quietos y dormidos en el limbo de los mudos, resulta prácti
camente imposible que se salven de la quema. Y es que la Segunda República, la Guerra
Civil y la dictadura franquista continúan constituyendo el núcleo duro, el espacio por anto
nomasia, de la historia de combate sobre el pasado reciente español, que ya creíamos fe
necida. Poco importa que hayan transcurrido ocho décadas desde la proclamación de aquel
régimen, algo más de siete desde el final del choque bélico y 36 años desde la muerte -en
la cama- del sanguinario dictador que emergió de aquellas experiencias traumáticas. El
largo tiempo trascurrido no ha hecho las veces de antídoto. Todos los que pensaban, con
una manifiesta ingenuidad, que había llegado la hora de abordar el período de entreguerras
sine ira et studio, con distanciamiento y frialdad académicos, guiados por el mero afán del
conocimiento científico, sin duda estaban equivocados.
La historia de combate ha resucitado y lo ha hecho con aparente fuerza de la mano de
los que, al amparo de la fiebre memorialista, siguen viendo los años treinta y sus actores o
bien como una experiencia democrática cuasi inmaculada o, por el contrario, como una
época de caos, anarquía y peligros revolucionarios sin cuento. En realidad, no son muchos
los autores implicados en la contienda, pero hay que reconocerles que hacen bastante rui
do. En los representantes de la segunda versión no vale la pena detenerse, ajenos como son
ción los primeros, siquiera porque en su práctica totalidad se hallan insertos en los círculos
universitarios y se autoproclaman historiadores profesionales. Los códigos de éstos suelen
ser siempre los mismos, tanto si se refieren a la guerra y a la dictadura como si miran a la
República antes de 1936, que es lo que nos interesa aquí. La idealización del régimen re
publicano y la consiguiente demonización de la "derecha" -siempre en singular- constitu
11 Améndel sempiterno polemista Pío Moa, y de un nutrido racimo de títulos y autores que no viene al
caso reproducir, las posiciones de este sector combatiente se resumen muy bien en J.J. Esparza (ed.), El libro
negro de la izquierda española, Chronica, Barcelona, 2011 (con aportaciones, entre otros, del mismo Pío Moa,
José María Zavala, Ricardo de las Heras. Ángel David Martín Rubio, Gustavo Morales, etc.). También, N. Sa
las, La otra memoria histórica. 500
testimonios gráficos y documentales de la represión marxista en España
(1931-1939), Almuzara Ediciones,
Córdoba, 2006. Con un tono algo más académico, aunque también con un
sesgo muy marcado (salvo alguna contribución muy concreta), A. Bullón de Mendoza y L.E. Togores (coords.),
La otra memoria, Actas, San Sebastián de los Reyes, 2011.
12 Desde tales no sorprende la distinción que hace este autor entre víctimas de primera y
planteamientos,
de segunda -y el consiguiente recurso al tópico de los "incontrolados"- al referirse a la herencia sangrienta de
la guerra civil: "No es lo mismo la violencia planificada por el fascismo insurgente y la dictadura franquista que
160 la violencia incontrolada que toda guerra civil genera" (Miquel Caminal i Badia, "El cierre político del Memo
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Esta interpretación está llena de afirmaciones que requieren matices, puntualizacio
nes importantes o incluso valoraciones abiertamente distintas. La idealización del sustrato
democrático de la II República -aplicado sin más a todas las fuerzas de izquierda- obvia
sus muchas carencias, como, sin ir más lejos, la inicial -y trascendental- exclusión del
mundo conservador del diseño institucional del régimen, o el cerco al que se vio sometido
ese mismo mundo en distintos momentos, con especial intensidad tras el triunfo del Frente
Popular en las elecciones de febrero de 1936. Pero lo más grave es que esta interpretación
olvida -o silencia premeditadamente- que varias de las fuerzas que se enfrentaron a los
sublevados, a partir del verano de 1936, en los años previos habían combatido con las ar
mas en la mano a los gobiernos legítimos de la II República. Tal fue el caso, en primer lu
gar, de los anarquistas y comunistas entre 1931 y 1933, impugnadores iracundos de la de
mocracia burguesa, que ampararon una feroz estrategia insurreccional contra la coalición
social-azañista gobernante. Tal fue el caso también, en segundo lugar, de los socialistas y
de los republicanos de izquierda catalanes en octubre de 1934, cuando se alzaron violenta
mente contra el primer gobierno radical-cedista nada más constituirse de acuerdo a una
impecable lógica parlamentaria. Alguna corriente interna de los segundos había hecho
gala en reiteradas ocasiones de pulsiones autoritarias, llegando incluso a coquetear abierta
mente con el fascismo. Por no hablar del Partido Nacionalista Vasco en los años iniciales
del régimen, ligado por su férreo clericalismo a las posiciones más reaccionarias contrarias
a uno de los principios fundamentales de la democracia tal y como la entendían los repu
blicanos: la separación de la Iglesia y del Estado. Como he escrito en otro sitio, los proble
mas de los memoriales democráticos actuales -del signo que sean- derivan de no distin
guir los tiempos y sus contextos al mirar al pasado, las posiciones cambiantes que
sucesivamente fueron adoptando los actores políticos, sus contradicciones ideológicas y
sus limitaciones democráticas, transitorias o permanentes. En concreto, los historiadores
que alimentan las visiones heroicas e idealizadas de la República incurren a menudo en el
dislate de proyectar hacia atrás la lucha de los opositores a la dictadura, haciéndoles apare
cer como lo que no fueron durante la década de los treinta:
Paradójicamente, la Dictadura, un régimen que para cualquier demócrata de ayer y de hoy sólo merece
desprecio y condena, les confirió un plus democrático que buena parte de ellos nunca tuvieron [en el
período de entreguerras], ni por sus ideas ni por su práctica política [...]. Bajo el rótulo del antifascis
mo, y del antifranquismo después, se agruparon gentes con diferentes sensibilidades y visiones distin
tas de la sociedad y del Estado, como sucedió con la resistencia francesa o italiana. Buena parte de
ellos tenían ideas democráticas, otros muchos, tal vez la mayoría, consideraban la democracia pluralis
ta y parlamentaria una
antigualla digna de tirarse al basurero de la Historia. El ejercicio mixtificador
reside precisamente en no establecer las distinciones obligadas al respecto y en brindar una imagen
idílica del antifascismo en su conjunto, ignorando su naturaleza plural, así como las carencias demo
cráticas y los crímenes de muchos de los que se pusieron a cubierto de ese paraguas.13
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Ante los partidarios de la exaltación republicana, el problema reside además en que
los historiadores que no asumen la visión heroica y bipolar de los años treinta, que apelan
a la complejidad para entender un período denso, enrevesado y contradictorio como pocos,
con muchas sombras desde la perspectiva de la democracia pluralista, se exponen al vitu
perio de los primeros, empeñados en la defensa a ultranza de aquel pasado, siempre sa
cralizado y concebido en términos idealizados. Por su parte, los propagandistas neofran
quistas simplemente los ignoran, los desprecian o en el mejor de los casos intentan
instrumentalizarlos arrimando el ascua a su sardina. En medio de la batalla ideológica
alentada por unos y por otros, a poco que los historiadores no militantes se muestren críti
cos con las verdades asentadas por los idealistas corren el riesgo de ser tachados, cuando
vado a los más osados a calificarlo, con la misma charlatanería que falta de precisión
conceptual, como "una democracia de mentira", en el más puro y desenfadado estilo pan
fletario, inimaginable a priori en la historia de nuestro país a estas alturas.15
"Han pasado los años y tenemos el derecho y el deber de recordar, de recuperar la
verdad", escribía mirando a nuestro pasado de los últimos ochenta años el politòlogo Mi
quel Caminal, director del Memorial Democratic hasta su cese a principios de 2011. Exac
tamente, pero "recordar y recuperar la verdad" (sueño tan imposible de culminar como de
consensuar) obliga a analizar y estudiar a todos los protagonistas de ese pasado, sin conce
siones interesadas a nadie, asumiendo todas las consecuencias y sin eludir ni camuflar ves
tigio alguno de aquellas décadas conflictivas, por molesto que pueda resultar. Porque la
"memoria democrática" en una democracia pluralista como la nuestra, basada en el con
senso de superar la dictadura y los desgarros anteriores, implica tener presentes a todas las
voces y a todos los actores, incluidos los enemigos declarados que le surgieron a la demo
vamos a negar líneas de continuidad entre la República, sus problemas, sus diferentes actores -el basamento
ideológico de éstos- y la guerra, principio metodológico muy diferente a la inaceptable extrapolación de querer
entender la historia de la primera por lo que vino después, tanto el conflicto bélico como la dictadura.
14 Un
paradigmático exponente de estas actitudes que desembocan en el vituperio contra los que no co
mulgan con las tesis de la llamada memoria democrática es el texto de F. Espinosa Maestre, "La represión fran
quista: un combate por la historia y por la memoria", en id. (ed.), Violencia roja y azul. España, 1936-1950,
Crítica, Barcelona, 2010, pp. 17-78, donde no se priva de etiquetar despectivamente a Santos Juliá, Juan José
Linz, Paloma Aguilar, Enrique Moradiellos, Javier Rodrigo o, amén de otros, a quien esto escribe.
15 Cf. Juan Carlos La Transición contada a nuestros padres. "Nocturno de la democracia es
Monedero,
pañola", La Catarata, Madrid, 2011, libro escrito en la línea de críticos como Vicenç Navarro, otro politòlogo,
162 y de muchos propagandistas del movimiento de recuperación de la memoria histórica.
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cracia de los años treinta a diestra y siniestra, sus trayectorias, su pensamiento político y
las responsabilidades que contrajeron, aplicando una polifonía múltiple de la que hasta
ahora no han hecho gala los promotores de la memoria democrática. Con buen juicio lo
señalaba a los miembros del anterior tripartito gobernante en Cataluña, impulsores del
mencionado Memorial, Joana Ortega, vicepresidenta del gobierno de la Generalitat consti
tuido tras las elecciones autonómicas de 28 de noviembre de 2010, ganadas por Con
vergència i Unió: "el Govern es el primer interesado en que la memoria se preserve y se
difunda, y lo haremos de manera abierta, plural, científica y objetiva, porque no es patri
monio de nadie, sino de todos". De acuerdo con sus palabras, en las políticas de la memo
ria deben recuperarse tanto las luchas durante el franquismo a favor de la democracia y el
autogobierno como lo acontecido en el bando republicano entre 1936 y 1939. Lejos de ser
un lugar para la confrontación, "la memoria debe ser el espacio común donde todos los de
mócratas nos encontremos". Por lo demás, la consejera no hacía otra cosa que seguir fiel
Cuando se comparan los crímenes de los rebeldes con los de los leales, al modo en que Ossorio se
lo decía a Azaña: ellos comenzaron; o se insiste en que fueron menos: ellos matan más; o se redu
cen a desmanes de incontrolados: ellos planifican; lo que se olvida es que esos crímenes obedecie
ron a una lógica propia, reiteradamente publicitada desde discursos de líderes anarquistas, comunis
tas y socialistas, repetidos cada vez que se cometía un crimen masivo: que era preciso destruir desde
la raíz el viejo mundo, prender fuego a sus símbolos y proceder a la limpieza de sus representantes.
De esta suerte, muchos miles de asesinados en las semanas de revolución no lo fueron por fran
quistas ni por apoyar a los rebeldes: de lo primero no tuvieron tiempo ni de lo segundo, ocasión.
Murieron porque quienes los mataron creían que una verdadera revolución -que es una conquista
violenta de poder político y social- solo puede avanzar amontonando cadáveres y cenizas en su ca
mino. Fue en ese marco y movidos por estas ideologías y estrategias por lo que se cometieron en te
rritorio de la República, durante los primeros meses de la guerra, crímenes en cantidades no muy di
ferentes y con idéntico propósito que en el territorio controlado por los rebeldes: la conquista, por
medio del exterminio del enemigo, de todo el poder en el campo, en el pueblo, en la ciudad. Luego,
desde los hechos de mayo de 1937 en Barcelona, la guerra continuó, la República consiguió rehacer
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un ejército y un mínimo aparato de Estado y, aunque no se puso fin a las ejecuciones sumarias, al
menos se controlaron las matanzas.17
Cuatro días después veía la luz en el diario Público la respuesta de Fontana, equipa
rando el comentario del catedrático de la UNED con la interpretación que forjó el fran
quismo para justificar el golpe de Estado del 18 de julio de 1936: "La tesis no es nueva. Es
la de los sublevados -que pretendían que su objetivo era prevenir una imaginaria insurrec
ción comunista-, la de la carta colectiva de los obispos o la del revisionismo neofranquista
de nuestros días. No es de extrañar que la caverna de Intereconomía haya reaccionado con
voces de júbilo para celebrar el regreso del hijo pródigo a la verdadera fe".18 La respuesta
de Santos Juliá no se dejó esperar, esta vez a través de un blog colgado en Internet, desve
lando la manipulación ejercida sobre su texto por el historiador catalán para equiparar sus
argumentos con las tesis de los sublevados. Tras demostrarle la falsedad de sus imputacio
nes con citas de su propia obra referidas a la rebelión militar, subrayó que Fontana se equi
vocaba "de medio a medio" al afirmar que sólo después de la violencia fundacional ejerci
da por los rebeldes "empezó una guerra civil que desbordó el proyecto político republicano
y dio paso a una situación nueva":
Se trata de abandonar los eufemismos, establecer los hechos y proceder a su análisis. Y los hechos
son que inmediatamente que llegaron las primeras noticias de la rebelión militar, en la misma tarde
y noche del 18 de julio, "la situación nueva" tuvo el nombre de revolución y que, como todas las re
voluciones, recurrió a la violencia sobre personas y cosas representativas de la sociedad
que se pre
tendía destruir. Dicho de otro modo: lo que "desbordó el proyecto político republicano" no fue la
guerra civil sino la revolución, impulsada por la rebelión militar, pero movida por una dinámica
propia, no meramente reactiva sino autónoma respecto del terror y de la represión que se abatió so
bre la clase obrera y campesina y sobre los republicanos de clase media y profesional en los territo
rios bajo control de los rebeldes.
Como ellos mismos se encargaron de proclamar en múltiples ocasiones, los revolucionarios no
tenían ningún interés en la defensa de la República, a la que consideraban último baluarte de la do
minación burguesa, sino en la revolución, que consistía, como ocurrió en tantos pueblos y ciudades,
en destruir por medio del fuego registros de propiedad, iglesias, dinero, y en saquear y exterminar a
los representantes del mundo caduco que habría de desaparecer. A esto llama Fontana "sobrepasar
el proyecto político republicano" y "dar paso a una situación nueva". Vale, a utilizar éste o cual
quier otro eufemismo por el estilo, está Fontana en su derecho. Pero no lo está, aunque sea su bien
demostrada costumbre, a difamar a quien define lo ocurrido con el nombre utilizado por los mismos
protagonistas de los hechos: una revolución que haría nacer un nuevo mundo entre dolores de
parto.19
17 El texto
completo, en S. Juliá, "Duelo por la República española", El País, 25 de junio de 2010.
18 J.
Fontana, "Julio de 1936", Público, 29 de julio de 2010, donde explaya sus argumentos.
19 S.
Juliá, "Sobre violencia revolucionaria. Respuesta a Josep Fontana", en España Siglo xx. Blog de Ten
dencias21 sobre la historia reciente de España, 10 de julio de 2010. Puede consultarse en: http://www.tenden
164 cias21.net/espana/Sobre-violencia-revolucionaria-Respuesta-a-Josep-Fontana_a22.html.
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aquel libro, que abogó por la "legítima función" de la historia como "herramienta para la
construcción del futuro", y que a los estudiantes de entonces nos regaló la vista, cortos
como nos hallábamos todavía en lecturas y por completo ajenos a los fundamentos ele
mentales de la sociedad abierta y la democracia pluralista. Cerraba aquel trabajo el histo
riador catalán afirmando: "Nuestro objetivo difícilmente puede ser el de convertir la his
toria en una 'ciencia' -en un cuerpo de conocimientos y métodos, cerrado y autosufi
ciente, que se cultiva por sí mismo-, sino, por el contrario, el de arrancarla a la fosiliza
ción cientifista para volver a convertirla en una 'técnica' : en una herramienta para la tarea
del cambio social". Quizás no sea una casualidad que por entonces Santos Juliá escribiera
una crítica contundente contra este libro. Quizás de aquellos polvos vienen los actuales lo
dos.20
Pero de tales lodos no se ha visto salpicado solamente el autor mencionado. A pro
pósito de un comentario sobre El holocausto español de Preston, escrito de nuevo en el
diario Público, un comentario que era respuesta directa a una crítica escrita en El País
por Jorge M. Reverte, Fontana, por aquello de que el Pisuerga pasa por Valladolid, no se
privó de arremeter contra una obra colectiva dirigida por quien esto escribe, Palabras
como puños. La intransigencia política en la Segunda República española. Hacía ape
nas cuatro o cinco semanas desde la salida de este libro a la calle. Imposible saber si el
20 Cf. J.
Fontana, Historia. Análisis del pasado y proyecto social, Crítica, Barcelona, 1982 (la cita, en
p. 261); S. Juliá, "Un viaje en el Oriente Express de la historia", El País. Libros, 18 de julio de 1982, pp. 1 y 3,
e id., "Cuestiones de Historia", Zona Abierta, 33 (octubre-diciembre 1984), pp. 147-162. 165
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profesor Fontana se había empapado ya con sus casi setecientas páginas, fruto de un tra
elogios vertidos a favor del autor británico, se permitió el siguiente juicio, desde luego
poco simpático y que cualquier conocedor del libro podría considerar poco ponderado y
fuera de lugar:
A principios de junio de 2011, mes y medio después de ver la luz y para sorpresa de
los propios autores, Palabras como puños iba ya por su tercera edición. Fuesen cuales fue
sen las razones, lo menos que se puede resaltar es el enorme impacto que desde entonces
ha alcanzado en todos los medios (prensa, radio, televisión), tanto los de rango nacional
como los de irradiación regional, algo poco usual en un libro de historia académico salvo
que se trate de un best-seller, de libros que aborden la vida de alguna reina o que se atre
van con temas escabrosos. Y no sólo eso. En el corto espacio de tiempo transcurrido, Pa
labras como puños también ha sido objeto de pronunciamientos públicos elogiosos, por
escrito o en voz alta, por parte de conocidos historiadores y analistas políticos (Andrés de
Blas, Octavio Ruiz Manjón, Juan Pablo Fusi, Santos Juliá, Enrique Moradiellos, Ángel
Duarte, Jordi Canal...). Lo cual no ha privado a algunos otros historiadores, y en su dere
cho están, de seguir el ejemplo del veterano profesor catalán, siempre recurriendo a la
misma etiqueta tótem en su sentido más peyorativo: "revisionismo", un concepto que se
ha utilizado para descalificar a un grupo de investigadores serios sin se con
que explicite
claridad lo que se quiere decir con ello.22 Uno de los que han salido a la palestra con pron
titud ha sido Ismael Saz, catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Va
lencia. Y lo ha hecho, también de refilón y sin entrar ni por asomo en los contenidos del li
bro, en un texto escrito de nuevo en defensa de Paul Preston y su Holocausto, del que por
cierto nada se dice en Palabras como puños, pues esta obra vio la luz al
prácticamente
mismo tiempo. En dicho texto, Saz polemiza con Pedro Carlos González Cuevas, respon
sable de una larga y poco complaciente reseña sobre el libro del inglés. Pero al final, sin
venir mucho a cuento, regala a Palabras como puños con su comentario, una pretendida
refutación de lo que él denomina "espiral" y "paradigma revisionista" (¡ ¡ ! !), lo cual es
todo un descubrimiento:
21 Cf.
J. Fontana, "El holocausto español", Público, 15 de mayo de 2011; J.M. Reverte, "De holocaustos y
matanzas", El País, 11 de mayo de 2011; F. del Rey (dir.), Palabras como puños. La intransigencia política en
la Segunda República española, Tecnos, Madrid, 2011.
22 Sobre la
categoría condenatoria en cuestión, por sufrirla en primera persona en su propio país, resultan
muy esclarecedoras las reflexiones vertidas por el historiador y politòlogo S. Kalyvas, "Cómo me convertí en
revisionista (sin saber lo que esto significaba): usos y abusos de un concepto en el debate sobre la Guerra Civil
166 griega", Alcores. Revista de Historia Contemporánea, 4 (2007), pp. 125-142.
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revisionismo a lo De Felice, Furet o Nolte -bien ejemplificado en el reciente libro dirigido por Fer
nando del Rey, Palabras como puños.23
Seguramente sin pretenderlo, Saz nos ha hecho un gran regalo, porque eso de que nos
sitúe a la altura de dos gigantes como Furet o De Felice se lo puede tomar uno como un
elogio, desde luego inmerecido. Otra cosa es Nolte, claro, autor más polémico y bastante
superado a estas alturas, por más que sus libros seminales sobre el fascismo o sobre la
guerra civil europea sigan siendo de utilidad y objeto de reflexión a poco que no se tengan
las anteojeras y los prejuicios ideológicos exageradamente desarrollados.24 Sea como fue
re, también hay un trasfondo totalmente injustificado en el comentario del valenciano. Pri
mero, por atribuirnos a los que él ha denominado como "revisionistas" la pretensión de
arremeter contra "el anti-franquismo" y "banalizar la dictadura franquista", dimensiones
que en ningún momento se abordan en el libro. Segundo, por colgarnos el sambenito -que
también se saca de la manga- de querer "expulsar de la historiografía [...] a quien se
oponga a su nueva verdad". Tercero, por poner en nuestra boca algo que nunca hemos sus
otras.25 Y por último, por endosarnos el deseo de "arremeter contra el paradigma antifran
quista" (¿qué paradigma es ése?), lo que ineluctablemente nos conducirá, si nadie lo reme
dia, a contaminarnos con las "malas compañías" del "paradigma franquista", que según
nuestro mentor "sigue vivito y coleando". En fin, cada uno es muy dueño de alimentar sus
fantasías, pero siempre y cuando no lo haga a costa del trabajo honesto y serio de los de
más. Y si se opta por un ejercicio de esa naturaleza que se haga al menos con pruebas y no
con atribuciones sin fundamento. Es muy fácil poner etiquetas y lanzar anatemas, cual
quiera puede hacerlo, pero, aparte del desdén vitriólico que eso comporta, tal opción poco
tiene que ver con el debate intelectual.26
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tóricos a la luz de nuevas teorías, nuevas fuentes, nuevos métodos o nuevos conceptos); y
otro significado negativo y peyorativo, que alude a la práctica de manipular el pasado ob
viando el método científico en virtud de determinados objetivos políticos, confesados o in
confesados. En este segundo caso, si se empleara con propiedad habría que hablar de
"pseudorrevisionismo" o "revisionismo no científico". En España la palabra ha carecido
en general de mala prensa, predominando la tendencia a identificarla con el segundo de los
dos significados mencionados. Como todo profesional de la historia debiera saber, la ver
sión peyorativa del concepto surgió en Alemania a finales del siglo xix en medio de los
debates que sacudieron a la II Internacional, al ponerse en cuestión las tesis marxistas ori
ginarias en un intento de modificar y moderar algunos de los supuestos principales de su
proyecto político. Cupo a Eduard Berstein, un judío alemán inteligente y perspicaz, el ho
nor de asumir el papel de defender esa autocrítica de la teoría marxista. A partir de enton
ces, el término se empleó regularmente como sinónimo de "socialdemocracia", siendo uti
lizado sobre todo por los marxistas revolucionarios que homologaban despectivamente la
"revisión" con la traición a la ortodoxia y con la capitulación ante la burguesía.28 Tanto
Lenin como Stalin confirieron al término una acepción negativa: "más recientemente, ha
sido asumida de manera impropia en el debate sobre el holocausto y el racismo, en el que
cada vez es más usado (a veces también a propósito) como sinónimo de 'actitud de nega
ción' o, en el mejor de los casos, de 'relativismo' y de 'justificacionismo'". En el caso par
ticular de Italia, también se ha empleado la palabra recurriendo al argumento de que "criti
car a la Resistencia" equivaldría a "hacerles el juego a los fascistas".29 Sin duda, esta
última apreciación encuentra su paralelismo en las críticas que reciben todos aquellos his
toriadores que se acercan a la Segunda República española con distanciamiento y sin hacer
la consabida genuflexión ante las visiones heroico-míticas, siendo acusados, de forma ve
lada o explícita, de hacer el juego a "los franquistas".30
En su acepción no sectaria y estrictamente académica, el concepto "revisionismo" se
ha venido aplicando después -no en España, bien es cierto- en el sentido de practicar el
hábito de cuestionar doctrinas, teorías, leyes e interpretaciones comúnmente aceptadas
como verdaderas o ciertas. Desde tal perspectiva, el revisionismo resulta inherente a la in
vestigación histórica.31 Es más, por definición y obligación moral el historiador debería ser
28 L. Las principales corrientes del marxismo. II. La edad de oro, Alianza, Madrid, 1982,
Kolakowski,
pp. 101-117.
29 R. de
Felice, Rojo y negro, p. 25.
30 No
deja de sorprender la frecuente equiparación entre tesis "franquistas" o "neofranquistas" y el con
cepto "revisionista", error en el que incurren personas cultivadas o incluso destacados historiadores. Dos ejem
plos recientes más: Hilari Raguer, "Los mitos de la Guerra Civil", El País, 30 de julio de 2011, que habla de "la
corriente publicística revisionista o neofranquista". Más extenso y con más aristas: Edward Malefakis, "La Se
gunda República y el revisionismo", El País, 12 de junio de 2011, apasionado alegato en defensa de la Repúbli
ca escrito, sorprendentemente, por uno de los autores que más lúcidas, renovadoras y críticas páginas escribió
en su día contra los socialistas (los caballeristas en particular), una de las fuerzas inicialmente impulsoras de
aquel proyecto político: E. Malefakis, Reforma agraria y revolución campesina en la España del siglo xx,
Ariel, Barcelona, 1982 [1971], pp. 366-394 y 418-455. Todos los que después escribieron sobre los socialistas
desde una perspectiva crítica bebieron del autor norteamericano (A. de Blas, S. Varela, S. Juliá, J. M. Macarro
o, entre otros, el que suscribe...).
31 Nos lo recordaba J. Tusell
pocos meses antes de morir: "Revisar es un verbo que necesariamente conju
gan cada día los historiadores. La Historia, en definitiva, es una aventura intelectual, por fortuna llena de sor
presas, en la que cada generación e incluso cada individuo se pregunta a partir de una serie de premisas colecti
vas e individuales. Ningún calificativo más inapropiado para la Historia que el de 'definitiva'. Geyl aseguró que
la investigación histórica consistía en un debate sin final y Veblen llegó a la conclusión de que cualquier inves
tigación en ciencias sociales empezaba con una pregunta y concluía al menos con dos" (J. Tusell, "El revisio
nismo histórico español", El País, 8 de julio de 2004). Si bien, como otros autores, éste distinguía de forma dis
cutible el concepto "revisar" de "revisionismo", término que, llevado de la coyuntura, asignaba a autores como
168 C. Vidal, P. Moa, F. Jiménez Losantos y J. M. Marco.
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Sabotaje durante la celebración del aniversario de la proclamación de la República, 1936
32 F.
Furet, "El antisemitismo moderno", en Fascismo y comunismo, p. 105.
33 E.
Nolte, "Sobre el revisionismo", p. 89.
34 R. de
Felice, Rojo y negro, p. 25. 169
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atrás parecían interiorizadas en el gremio historiográfico. Pero no queda otro remedio que
hacerlo, aunque sea muy rápidamente. Aquel régimen, por encima de las indiscutibles
conquistas de todo tipo que trajo consigo, entre otros factores se vio lastrado desde sus
mismos inicios por la forma en que llegó, por cómo se diseñó su arquitectura institucional,
por la omnipresencia del fenómeno de la violencia -poliédrico en sus raíces, próximas y
remotas- y por la cultura política de la mayor parte de los actores en presencia, dudosa o
cuando menos débilmente democrática. Muchos de los problemas que tuvo que encarar la
República a la hora de asentarse como una democracia pluralista arrancaron de sus oríge
nes insurreccionales. Como apuntó con lucidez Julio Aróstegui: "El advenimiento de la
República se entiende, en realidad, como un hecho revolucionario y, en sus precedentes, al
menos, también insurreccionar. Porque la llegada de ese régimen "es indudablemente
una de nuestras grandes rupturas contemporáneas". "Aquella primera democracia 'se con
teligente de otro autor tampoco sospechoso de "franquista": "entre 1931 y 1936, todas las
corrientes políticas mostraron un desprecio por los resultados electorales cuando éstos no
les dieron una victoria clara". En parte como consecuencia heredada de las prácticas de la
Restauración, en parte tras la generalización de los discursos de la violencia en respuesta a
la prolongación de la Dictadura primorriverista, "el sentido de la alternancia fue rechazado
como una falsedad. Por tanto, ganar implicaba el triunfo de una vez por todas, de verdad y
para siempre. Todo junto constituía una prueba de la falta más absoluta y enraizada de la
práctica de costumbres democráticas". En resumen, la continuidad del insurreccionalismo
y el fácil recurso a la violencia llevó directamente al rechazo de las elecciones. Ese anti
electoralismo no fue privativo de los libertarios, sino que fue recogido por buena parte de
las fuerzas representativas, en las derechas y en las izquierdas, tras 1931. En el contexto
de los años treinta en España, "casi no había opciones políticas que no viesen la fuerza
como una alternativa aceptable a las urnas. Tal situación era, además, perfectamente lógica
en el contexto europeo".36
Si los seguidores del "paradigma antifranquista" o los memorialistas no ven esto ni
aceptan que gran parte de las izquierdas también adolecían de un enorme déficit democrá
tico, evidentemente es su problema. El rechazo de los valores democráticos y el recurso a
la violencia fue una tentación omnipresente para una porción muy considerable del espec
tro político durante la República, entre las derechas desde luego, pero también entre sus
contrarios. Nada distinto, por lo demás, de lo que ocurría en buena parte de Europa y otros
continentes. Eso es lo que hay que ponderar en sus justos términos.37 Sin ninguna preten
sión salomónica, sino de entender a los actores en su mutua interrelación dentro de un pro
35 J.
Aróstegui, "De la Monarquía a la República: una segunda fase en la crisis española de entreguerras",
en A. Morales Moya y M. Esteban (eds.). La Historia Contemporánea en España, Universidad de Salamanca,
Salamanca, 1996, pp. 155-158.
36 E.
Ucelay-Da Cal, "Buscando el levantamiento plebiscitario: insurreccionalismo y elecciones", Ayer, 20
(1995), pp. 49-80.
37 Como han hecho muchos autores desde distintos enfoques. Por orden cronológico: R. Cibrián, S. Payne,
J. Arostégui, E. González Calleja, J. Casanova, E. Ucelay Da Cal, S. Tavera, S. Souto Kustrín, R. Cruz, el que
suscribe, etc. Incluso un autor muy influido por la explicación estructural como F. Cobo Romero también ha
aceptado en sus trabajos la importancia de esta variable: "Dos décadas de agitación social y violencia política
en Andalucía, 1931-1950", Studia histórica. Historia contemporánea, 21 (2003), pp. 277-309. Este autor ha de
mostrado la correlación existente en la Andalucía rural durante los años treinta entre la violencia política, las
elevadas cotas de huelgas, la predominante presencia jornalera y la notable implantación de las organizaciones
de la izquierda obrera. Obligado es también en ese sentido J. M. Macarro Vera, Socialismo, República y revolu
ción en Andalucía·, id., La utopía revolucionaria: Sevilla en la Segunda República, Monte de Piedad y Caja de
170 Ahorros, Sevilla, 1985 y Sevilla la roja, Muñoz Moya y Montraveta, Sevilla, 1989.
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ceso dialéctico complejo y cambiante, tal guía orientó la confección de Palabras como pu
ños y su intención de estudiar en España la brutalización de la política que sacudió al
mundo de entreguerras: las retóricas de intransigencia, la violencia, las culturas y la acción
de los actores en presencia. Igualmente, tal guía ha servido de norte a otras obras de los
autores implicados en esa empresa, que en modo alguno han suscrito ninguna de las tesis
quía"; ni que la guerra civil comenzara en octubre de 1934; ni que fuera un desenlace ine
vitable fruto de la situación de la "primavera trágica" posterior al triunfo del Frente Popu
lar; ni que los socialistas se erigieran en los instigadores directos del choque bélico, etc.
Ciertamente, la violencia no fue "congènita" con la llegada de la Segunda República,38
pero sí puede sostenerse -y demostrarse con las cifras en la mano- que ha sido uno de los
períodos más violentos y menos proclive a la convivencia política de nuestra historia con
temporánea en tiempos no bélicos, si no el que más. Algo, por otra parte y sin que ello im
plique una disculpa, bastante habitual en los procesos de construcción democrática desde
el siglo XIX, como confirma la historia de otros países.39 Lo cual, desde una perspectiva
democràtico-pluralista, ni justifica ni confiere legitimidad alguna al golpe militar del 18 de
julio de 1936, tesis que aquí nadie ha sostenido nunca bajo lo que alguien ha denominado
con manifiesta impostura y brutalidad analítica "teoría del golpe necesario".40 Los enfren
tamientos, los procesos de exclusión a varias bandas, las rupturas, los lenguajes y los actos
de violencia que se suceden a lo largo de la República -desde múltiples emisores- lo que
sí ayudan a entender es por qué ese golpe tuvo unos nutridos apoyos sociales, algo de lo
que careció el general Sanjurjo cuatro años antes.
Por tanto, en modo alguno se trata de denostar ni descalificar aquella experiencia de
mocrática, la única que hubo en la historia de España hasta 1977, así como tampoco sus
justificados y ambiciosos proyectos reformistas, combatidos desde su misma puesta en
marcha por sus muchos enemigos y que hay que valorar adecuadamente en su propio con
texto. Por otra parte, hasta cierto punto se entiende que memoria e Historia se solapen, se
confundan y contaminen mutuamente al mirar a una etapa tan trascendental de nuestro pa
sado reciente. Posiblemente, es inevitable que así ocurra, sobre todo en boca de los ciuda
danos de a pie, en los creadores de opinión cotidianos o en nuestros políticos, casi siempre
38 Así me lo
reprochaba R. Robledo en una reseña sobre mi libro Palabras como puños. Exclusión política
y violencia en la Segunda República española, Biblioteca Nueva, Madrid, 2008: véase Historia Agraria, 53
(abril 2011), pp. 215-221. Mi réplica y su contrarréplica, en Historia Agraria, 54 (agosto 2011), pp. 239-246.
39 Ver al
respecto, por ejemplo, Ch. Tilly, El siglo rebelde, 1830-1930, PUZ, Zaragoza, 1997.
40 La llamada "teoría del
golpe necesario" (¡?) nos la atribuye alegremente al profesor Gabriele Ranzato y
a mí el señor Francisco Sánchez
Pérez, "Las protestas del trabajo en la primavera de 1936", Mélanges de la
Casa de Velázquez- Nouvelle série, 41.1 (2011), pp. 79-80. Esa categorización tan grave resulta inadmisible al
poner en boca de los demás lo que nunca han sostenido, por más que se haya intentado explicar en toda su cru
deza las tensiones, las secuencias de exclusión y la violencia durante la primera mitad de 1936, sin por ello sus
cribir las tesis "franquistas" o "neofranquistas". En Paisanos en lucha, que en ningún momento entra en las tra
mas conspirativas antirrepublicanas, en la guerra ni en sus posibles justificaciones, dejé clara mi posición
respecto a la primavera de 1936 y al golpe del 18 de julio: "en ningún modo se sostiene aquí que hubiera una
revolución comunista en marcha, que el fracaso de la democracia republicana fuera inevitable o que la guerra
civil hubiera empezado de hecho en octubre de 1934. Entre una y otra posición cabe situar el intento de recons
truir el proceso político de aquella primavera con distanciamiento, desde su propia lógica interna, al margen de
juicios morales y apegándose a los hechos y a la cronología, que es lo único que se intenta aquí. Lo que no pue
de hacer el historiador profesional, por miedo a dar argumentos a tales o cuales interpretaciones políticas intere
sadas, es renunciar a intentar conocer lo que pasó y paralizar su tarea de búsqueda por prejuicios ideológicos
del signo que sea" (p. 528). "Las compuertas del horror las abrió un golpe de Estado militar frustrado que devi
no en guerra civil. Nada hacía inevitable, a pesar de todo, este desenlace, pero una vez que el país se adentró
por esa senda ya no hubo marcha atrás" (pp. 559-560). 171
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poco o mal informados. Si para un profesional de la historia es difícil evitar el presentismo
en sus análisis del pasado, con más razón lo es en el conjunto de la ciudadanía. Pero el his
toriador académico tiene la obligación de intentar acercarse a esa experiencia histórica con
realismo, sin idealizaciones, desprendido de todo apasionamiento y afán combatiente, in
cluso con crudeza y frialdad, para evitar dejarse seducir por el mito, algo muy habitual. La
máxima obligación de un científico social -y se supone que los historiadores lo somos- es
tratar de conocer y comprender la realidad social (concepto endemoniado como pocos), y
eso, entre otras cuestiones, comporta neutralizar los mitos más allá de las simpatías o afi
nidades ideológicas de ayer y de hoy. Por utilizar una expresión de Michael Mann, la de
mocracia republicana también tuvo su lado oscuro41 -como cualquier otra experiencia de ese
tipo a lo largo de los tiempos- y eso hay que explicarlo. Porque, incluso a riesgo de caer
en "la fosilización cientifista", el deber del historiador pasa por intentar hacer ciencia con
tanta humildad como curiosidad y apertura de miras -al menos muchos lo entendemos
así- más que por empeñarse en transformar la realidad presente tirando para ello de la ins
trumentación interesada del pasado.42
41 M.
Mann, El lado oscuro de la democracia. Un estudio sobre la limpieza étnica, PUV, Valencia, 2009.
42 Tal
empeño cientifista se pretende modestamente en otra obra colectiva que acaba de ver la luz: M. Al
varez Tardío y F. del Rey Reguillo, The Spanish Second Republic Revisited. From Democratic Hopes to the Ci
172 vil War (1931-1936), Sussex Academic Press, Eastbourne, 2011.
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