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Thomas Mun
Capítulo I
Capítulo II
Capítulo III
Capítulo IV
Capítulo V
Capítulo VI
Todas las minas de oro y plata que se han descubierto hasta la actualidad
en los diversos lugares del mundo no son de tan gran valor como las de las
Indias Occidentales, que están en posesión del rey de España, quien por
medio de ellas están en posesión del rey de España, quien por medio de
ellas está en condiciones no sólo de mantener sojuzgados muchos estados
y provincias hermosas en Italia y en otras partes (que, de otra manera,
pronto dejarían de obedecerle), sino que también, aprovechándose de una
guerra continua, engrandece aún más sus dominios, aspirando
ambiciosamente a un imperio por el poder de su dinero, que es el nervio
mismo de su fuerza y que se encuentra dispersado en varios países muy
alejados y sin embargo unidos de esta manera, y tiene abastecidas sus
necesidades de mercancía de guerra y paz de todos los lugares de la
cristiandad de manera abundante, que por lo tanto de esta suerte son
participantes de su tesoro por los requerimientos del comercio. Por esta
razón la política española ha tratado siempre de evitar a todas las otras
naciones, lo más que ha podido, descubrir que España es demasiado pobre
y estéril para abastecerse a sí misma y a las Indias Occidentales con esa
variedad de artículos extranjeros que tanto necesitan, y saben bien que
cuando sus mercancías domésticas escasean para este objeto, su dinero
debe servirle para equilibrar la cuenta, en lo cual encuentra una ventaja
increíble al agregar el tráfico de las Indias Orientales al tesoro de las
Occidentales, porque empleándose este último en aquel tráfico, acumula
grandemente ricas mercancías para comerciar con todas las partes de la
cristiandad a cambio de sus artículos y así satisfacer sus propias
necesidades evitando que otros se lleven su dinero, lo que es un asunto de
estado, pues consideran menos peligroso dar participación a las Indias re-
motas que a sus príncipes vecinos, poniéndolos en condiciones ventajosas
para resistir (y aun para atacar) a sus enemigos.
Esta política española en contra de los demás es tanto más notable
cuanto que resulta igualmente para su propia ventaja, pues cada real de a
ocho que envían a las Indias Orientales traía a la madre patria mercancías
suficientes para ahorrarle (cuando menos) el desembolso de cinco reales
de a ocho aquí en Europa, con sus vecinos, especialmente en tiempos en
que ese comercio estaba únicamente en sus manos; pero ahora carecen de
esta gran ganancia, y los ingleses, los holandeses y otros se quitaron esa
pérdida y participan en ese comercio con las Indias Orientales tan
abundantemente como los súbditos españoles.
Hay que considerar, además, que, aparte de la incapacidad de los
españoles para proveerse de mercancías extranjeras para sus necesidades
con sus mercancías nativas (se ven obligados a satisfacer esta carencia
con dinero), tienen igualmente la enfermedad de la guerra, que gasta
enormemente su tesoro y lo desparrama, en la cristiandad, aun entre sus
enemigos, parte como represalia, aunque especialmente por el
sostenimiento necesario de esos ejércitos que están compuestos por
extranjeros y que están a tan gran distancia que no los pueden alimentar ni
vestir ni de ninguna manera proveer con sus productos y provisiones
nacionales y deben recibir este alivio de otras naciones; clase de guerra
que es muy diferente de la que un príncipe hace en sus propios confines o
en sus naves en el mar, en las cuales el soldado que recibe dinero por sus
pagas, debe gastarlo diariamente de nuevo en necesidades, con lo que el
tesoro del reino permanece inmóvil aunque se gaste el del rey; pero vemos
que el español (confiado en el poder de su tesoro) emprende guerras en
Alemania y en otros lugares remotos, que bien pronto empobrecerán de
todo su capital al más rico reino de la cristiandad y la carencia resultante
traerá inmediatamente desorden y confusión en los ejércitos, como
acontece algunas veces a España misma, que tiene la fuente del dinero,
cuando ésta es detenida en su curso por la fuerza de sus enemigos o
cuando se gasta más de prisa de lo que mana, con lo que así mismo vemos
que frecuentemente el oro y la plata es tan escaso en España que se ven
forzados a usar monedas de apoyo de cobre, causando gran confusión en
su comercio y no sin la ruina también de mucho de su propio pueblo.
Ahora que hemos visto los casos en que el tesoro español se dispersa
en tantos lugares del mundo, descubramos también cómo y en qué
proporción cada país disfruta de estos dineros, pues hemos visto que
Turquía y varias otras naciones tienen una gran abundancia de él, aunque
no sostengan comercio con España, lo que parece contradecir el primer ar-
gumento, por el que sostenemos que esta riqueza se sostiene por una
necesidad del comercio; pero para aclarar este punto debemos saber que
todas las naciones (que no tienen minas propias) se enriquecen con oro y
plata por este único e idéntico recurso que es, como ya se ha demostrado,
el equilibrio de su comercio exterior, aunque no sea estrictamente forzoso
que se practique en aquellos países donde está la fuente de la riqueza,
sino más bien con el método y reflexión que ya se ha dicho. Supongamos
que Inglaterra, comerciando con España, gana y trae a la madre patria
quinientos mil reales de a 8 anualmente; si perdemos otro tanto por
nuestro comercio en Turquía y en consecuencia tenemos que llevar el
dinero allí, no son entonces los ingleses sino los turcos los que han ganado
esta riqueza, aunque no tengan comercio con España, de donde fué
primeramente traído. Aun más, si Inglaterra, habiendo de esta manera
perdido con Turquía, gana, sin embargo, el doble con Francia, Italia y otros
clientes de su comercio general, entonces quedarán quinientos mil reales
de a ocho de ganancia líquida por la balanza de su comercio, y esta
comparación es válida entre otras naciones, tanto por la manera de ganar
como por la proporción de la ganancia anual.
Pero si se hiciera aún la pregunta de si todas las otras naciones
obtienen riqueza y España solamente pierde, contestaría negativamente,
pues algunos países por las guerras o por excesos pierden lo que han
ganado, de la misma manera que España por las guerras y la carencia de
artículos pierde lo que fue su propia ganancia.
Capítulo VII
Capítulo VIII
Capítulo IX
El tolerar que circulen monedas extranjeras aquí a tipos más altos que su
valor con relación a nuestra unidad no incrementará nuestra riqueza.
El discreto mercader, que para mejor manejar sus asuntos y sus cambios
con letras, de y a los diversos lugares del mundo donde acostumbra
traficar, aprende cuidadosamente la paridad o valor igual de las monedas,
de acuerdo con su peso y ley comparados con nuestro patrón, está en
aptitud de conocer perfectamente la exacta ganancia o pérdida de sus
negocios. No puedo dudar que comerciamos con diversos lugares donde
damos salida anualmente a nuestras mercancías nativas por un alto valor,
y, sin embargo, encontramos pocos o ningún artículo en ellos que se
acomoden a nuestro uso, por lo que nos vemos obligados a recibir nuestros
pago s en dinero efectivo, que o bien llevamos a otros países para con-
vertirlos en artículos que necesitamos, o bien es traído al reino en especie;
y parecería que permitiéndose que circule aquí en pago de valores más
altos que su valor en términos de moneda legal, será traída una gran
cantidad de él; pero cuando se tomen en cuenta debidamente todas las
circunstancias de estas operaciones se encontrarán igualmente tan
débiles como las otras para aumentar nuestro tesoro.
En primer lugar, esta tolerancia por sí misma rompe las leyes del
intercambio y pronto llevará a otros príncipes a hacer los mismos actos o
peores, en contra de nosotros, frustrando así nuestras esperanzas.
En segundo lugar, si el dinero es la verdadera medida de todos nuestros
otros recursos y se permite que circule moneda extranjera libremente
entre nosotros a tipo mayor que su valor (comparada con nuestra moneda
legal) resulta que la riqueza común no será distribuida equitativamente
cuando se le estime por una falsa medida.
En tercer lugar, si la ventaja entre nuestra moneda y las extranjeras es
pequeña, esta traerá poco a o ninguna riqueza, porque el comerciante
importará efectos en los cuales generalmente tiene una ganancia
adecuada. Y, por otra parte, si toleramos que la moneda extranjera tenga
mucha ventaja, entonces esa ganancia hará salir nuestra moneda legal y
así, dejo este tema en un dilema, y como en todas las otras lecciones,
demostraré que es infructuoso buscar ganancia o pérdida en nuestra
riqueza fuera de la balanza de nuestro comercio general exterior, como aún
trataré de demostrar más adelante.
Capítulo X
Capítulo XI
Capítulo XII
Capítulo XIII
Hay algunos comerciantes que trafican solamente con las ventajas del
cambio y que ni exportan ni importan efectos al reino, lo que ha motivado
que algunos afirmen que el dinero que esos simples cambistas traen o
llevan del reino no está comprendido en la balanza de nuestro comercio
exterior, porque (según afirman) a veces, cuando nuestra moneda legal ha
sido devaluada y entregada aquí para Amsterdam al 10 por ciento menos
que el valor equivalente de la moneda legal respectiva, dicho simple
cambista puede tomar aquí mil libras esterlinas y exportar solamente nove-
cientas de ellas in specie, lo que será suficiente para pagar su letra de
cambio, y de esta manera, en sumas mayores o menores, se hace una
ganancia semejante en un plazo de tres meses.
Pero a esto debemos tener presente que, aunque este simple cambista
no trafique en artículos, sin embargo, el dinero que saca de la manera
antes asentada necesariamente debe proceder de aquellos artículos que
son traídos al reino por los comerciantes. De suerte que aun así esto cae
en la balanza de nuestro comercio exterior y produce el mismo efecto
como si el comerciante mismo se hubiera llevado ese dinero, lo que debe
hacer si nuestras mercancías son superadas por las extranjeras, como
sucede cuando nuestro dinero es devaluado, lo que se explica más
ampliamente en el capítulo 12.
Y por el contrario, cuando el simple cambista (por dichas ventajas)
traiga dinero al reino, no hará más que lo que debe hacer necesariamente
el comerciante mismo cuando nuestra mercancías superen los artículos
extranjeros. En estos casos algunos comerciantes mejor pierden al
entregar su dinero devaluado en el cambio, que correr todo el riesgo por
ley, lo que, sin embargo, harán por ellos estos simples cambistas, en su
esperanza de lucro.
Capítulo XIV
que puede levantar mucho para su beneficio privado y destruir más, con
perjuicio público, pues haría decaer la acuñación del rey, despojaría al
reino de mucha riqueza, reduciría a los súbditos su justa libertad y echaría
por tierra completamente el valioso comercio de los orfebres, todo lo cual,
siendo sencillo y fácil aun para los entendimientos escasos, omitiré
extenderme más sobre estos detalles.
Capítulo XV
Capítulo XVI
Ya que hemos establecido los verdaderos medios por los cuales un reino
puede enriquecerse; en seguida trataremos de exponer los métodos por los
cuales un rey puede justamente participar en ello, sin perjudicar u oprimir
a sus súbditos. Así como las rentas de los príncipes difieren mucho en
cantidad, conforme a la grandeza, riqueza y comercio de sus respectivos
dominios, así, igualmente, hay una gran diversidad de métodos de
obtenerlas, de acuerdo con la constitución de los países, de los gobiernos
y de las leyes y costumbres de los pueblos, que ningún príncipe puede
alterar, si no es con gran dificultad y peligro. Algunos reyes tienen sus
tierras de la corona, fruto primero de los beneficios eclesiásticos, de los
derechos aduanales, de las contribuciones e impuestos sobre todo
comercio hacia y de los países extranjeros, y préstamos, donaciones y
subsidios en todas las ocasiones necesarias. Otros príncipes y estados, de-
jando permanecer los tres últimos, agregan a éstos un derecho aduanal
sobre artículos nuevos transportados de una ciudad para ser usados en
otra ciudad o lugar de su propio dominio; derecho aduanal sobre cada
enajenación o venta de ganado, tierras, casas y las dotes y aportaciones
matrimoniales de las mujeres, autorización de dinero o casas de
avituallamiento y hosteleros, capitación, derecho aduanal sobre todo los
granos, el vino, el aceite, la sal y otros artículos semejantes, que se
producen y consumen en sus propios dominios, etc., etc., todo lo cual
parece ser una multitud de gravámenes que sirven para enriquecer a los
príncipes que los recaudan y para hacer al pueblo que los soportan pobre y
miserable, especialmente en aquellos países en donde estas cargas son
impuestas a tasas altas, al 4, 5 6 y 7 por ciento; pero cuando se toman en
consideración debidamente todas las circunstancia y distinciones de luga-
res, se encontrarán no solamente necesarias, y en consecuencia legal que
se les imponga en algunos estados, sino que también, en varios respectos,
serán muy beneficiosas para la república.
En primer lugar hay algunos estados, como por ejemplo, Venecia,
Florencia, Génova, las provincias de los Países Bajos y otros, que se
distinguen por su belleza y excelencia tanto por su fuerza natural como
artificial, y que tienen igualmente súbditos ricos; sin embargo, no siendo
de una gran extensión y no gozando de tal riqueza por las rentas ordinarias
que los puedan sostener en contra de invasiones inesperadas y peligrosas
de los príncipes poderosos que los rodean, están obligados, por lo tanto, a
fortalecerse no sólo con confederaciones y ligas (que pueden a menudo
fallarles cuando más lo necesitan), sino también por acumular existencias
de riqueza y municiones por los medios extraordinarios antes descritos,
que no pueden defraudarlos, sino que estarán siempre listos para hacer
una buena defensa y atacar a apartar a sus enemigos.
No son estas pesadas contribuciones tan perjudiciales para la felicidad
del pueblo como se cree frecuentemente, pues así como la comida y el
vestido del pueblo se encarece por los impuestos sobre consumo, así el
precio de su trabajo sube en proporción, por lo que la carga (si hay alguna)
sigue recayendo sobre el rico, que es ocioso o que cuando menos no
trabaja de esta manera; pero, no obstante, tiene el uso y es el gran
consumidor del trabajo del pobre. Tampoco descuida el rico, en los
diversos lugares y profesiones, anticipar sus esfuerzos de acuerdo con las
oportunidades que agotan sus medios y rentas, por lo que, si por acaso
fracasan y son forzados a disminuir sus pecaminosos excesos y sus
criados ociosos, ¿qué es todo esto sino felicidad para la república, cuando
la virtud, la abundancia y las artes progresan juntamente de esta manera?
Tampoco puede decirse verazmente que un reino se empobrece cuando la
pérdida del pueblo es la ganancia del rey, de quien solamente los ingresos
anuales tienen salidas también anuales para el beneficio de sus súbditos,
con excepción solamente de esa parte del tesoro que se reserva para el
bien público, de lo cual igualmente aquellos que sufren tienen su seguridad
y por lo tanto tales contribuciones son a la vez justas y provechosas.
Sin embargo, debemos confesar que como las mejores cosas pueden ser
viciadas, así se puede abusar de estos impuestos y la república puede ser
perjudicada notablemente cuando son inútilmente gastados y consumidos
por un príncipe, ya sea en sus propios placeres excesivos, o en personas
indignas, tales que no merecen ni recompensas ni protección de la
majestad de un príncipe; pero estos peligros desórdenes se ven pocas
veces, especialmente en estado como los mencionados antes, porque la
disposición de la riqueza pública queda bajo la facultad y prudencia de
muchos. Tampoco es desconocido para otros principados y gobiernos que
la consecuencia de tales excesos es siempre ruinosa, pues ocasiona gran
escasez y pobreza, que con frecuencia los lleva del orden al exceso, y por
lo tanto es política frecuente entre los príncipes el evitar tales males con
grandes cuidados y providencias, no haciendo nada que pueda motivar que
la nobleza se desespere de su seguridad y no dejan nada sin hacer que
pueda ganar la buena voluntad de la comunidad para conservar todo en
debida obediencia.
Pero ahora, antes de que terminemos el asunto en estudio, debemos
recordar, igualmente, que no todos los cuerpos son de una y la misma
constitución, pues lo que es un medicamento para algunos es poco menos
que veneno para otros como ellos, no pueden subsistir sino por la ayuda de
esas contribuciones extraordinarias, de las cuales hemos hablado, porque
no son capaces de otra manera de levantar en poco tiempo suficientes
riquezas para defenderse de un enemigo poderoso, que tenga fuerza para
invadirlos repentinamente, como ya se ha expuesto. Pero un príncipe
poderoso, cuyos dominios son grandes y unidos y sus súbditos numerosos
y leales, sus países ricos tanto por naturaleza como por el comercio, sus
vituallas y provisiones bélicas abundantes y listas, su situación propicia
para atacar a otros y difícil de ser invadidos, sus bahías buenas, su marina
poderosa, sus aliados fuertes y sus rentas ordinarias suficientes para
sostener dignamente la majestad de su estado, además de una suma
razonable que puede anticiparse para reservar anualmente en
atesoramiento para ocasiones futuras; todos estos beneficios (estando
bien arreglados) ¿no habilitarán a un príncipe en contra de la invasión
repentina de un enemigo poderoso sin imponer contribuciones
extraordinarias y pesadas? ¿No deberán los súbditos ricos y leales de tan
grande y justo príncipe sostener su honor y sus propias libertades con sus
vidas y hacienda, abasteciendo siempre el tesoro de un soberano hasta
que por una guerra bien llevada pueda imponer una paz feliz? Sí, cier-
tamente, no puede esperarse otra cosa y así podrá un príncipe poderoso
ser más fuerte conservando la riqueza y el amor de sus súbditos, que
gravando sus riquezas con tributos innecesarios, que no pueden menos de
alterarlos y provocarlos.
Ciertamente, dicen algunos, podemos fácilmente contradecir todo esto
con ejemplos tomados de las grandes monarquías de la cristiandad, las
cuales, además de los ingresos que aquí se denominan ordinarios, agregan
también todas o la mayor parte de las otras gravosas contribuciones.
Concedemos todo esto y más, pues acostumbran también vender sus
cargos y puestos de justicia, lo que es un acto a la vez bajo y perverso,
porque los quita a hombres dignos por sus méritos y traiciona la causa del
inocente, con lo que se desagrada a Dios, se oprime al pueblo y la virtud se
destierra de esos infelices reinos. ¿Diremos entonces que estas cosas son
legítimas y necesarias porque se acostumbran? No lo permita “ Dios, pues
discernimos mejor y estamos bien seguros de que estas extorsiones no se
hacen para una defensa necesaria de sus propios derechos, sino por
orgullo y codicia para agregar reinos al reino y así usurpar el derecho de
otros; actos de impiedad que siempre están velados con alguna bella
presunción de santidad, como el hacerse por la causa católica, por la
propagación de la fe, por la supresión de los herejes y por engaños
semejantes que sirven solamente para realizar sus propias ambiciones
acerca de lo cual en este lugar será innecesario hacer disertaciones más
extensas.
Capítulo XVII
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