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En la casa de Alicia Pérez la idea de Estados Unidos está colgada de un gancho: la vieja

mochila roja que su hijo llevaba a la escuela cuando vivían en Georgia. Volvieron
a Guatemala hace unos años, pero él no deja que la tire. Echa de menos las hamburguesas
y ella, a otros dos hijos que acaban de cruzar la frontera. "Cuando me pongo triste, me voy
al cafetal para quitarme los pensamientos", dice esta mujer enjuta, de cabello azabache y
rostro cansado. "Gracias a Dios ya llegaron". Huehuetenango, la región montañosa al oeste
del país donde vive, es la zona cero de una emigración que no se detiene pese al cierre de
puños de los vecinos del norte.

Hace una semana Guatemala fue declarada de facto "tercer país seguro", es decir, un lugar
con capacidad para acoger refugiados de otros países, en su mayoría centroamericanos. De
entrar finalmente en vigor —lo más probable, aunque aún falta el visto bueno del Legislativo
—, el polémico acuerdo entre el Gobierno de Jimmy Morales y la Administración de Donald
Trump permitirá enviar a Guatemala —2.500 kilómetros al sur en línea recta— a los
migrantes que soliciten asilo en la frontera estadounidense. Los precedentes no son
numerosos: EE UU y Canadá tienen un pacto similar, como lo tienen también la Unión
Europa y Turquía.

El caso de Guatemala —de donde siguen saliendo miles de personas cada mes— es


diferente. “El país está expulsando a sus ciudadanos y va a tener que recibir a solicitantes
de asilo en las mismas condiciones que hicieron migrar a su población”, dice Susana
Navarro, del centro de pensamiento Ecap. “Es un sinsentido”. En EE UU viven alrededor de
tres millones de guatemaltecos, según estimaciones extraoficiales, la sexta parte del total de
nacionales. En 2018, las autoridades fronterizas estadounidenses rechazaron a 12.185
familias guatemaltecas, prácticamente el doble que el año anterior.

La emigración está vaciando el pueblo de Pérez, un puñado de casas dispersas y


arrinconadas entre cerros de pinos y campos de maíz reseco. De una población de poco
más de 2.000 habitantes, la mitad de los padres ya ha cruzado a EE UU en busca de
trabajo. Muchos pagan hasta 40.000 quetzales (más de 5.000 dólares) a los coyotes que
hacen negocio con la migración irregular. A veces, piden el dinero a prestamistas que llegan
a cobrar un 10% de interés mensual, una losa con la cargan durante años. Con suerte,
ganan suficiente para eso y para enviar remesas con las que construir casas de cemento,
como la que el hermano de Pérez, emigrado, tiene enfrente de la suya de adobe y teja.

Lo que dejan atrás no da para vivir. Pérez, de 33 años, cobra 25 quetzales (tres dólares) al
día por lavar ropa. En la cesta de la compra eso se traduce en medio kilo de azúcar, una
pastilla de jabón y una bolsa de maíz para hacer tortillas. Hasta hace unas décadas, la aldea
vivía del maíz, pero el mexicano, un tercio más barato, lo relegó. Se pasó entonces al café,
pero su precio se ha desplomado en los últimos años a casi la mitad. La pobreza que emana
de la mala salud del campo es, junto a la violencia, uno de los principales detonantes de la
emigración. Pese a los avances, casi seis de cada 10 guatemaltecos son pobres. En Santa
Bárbara, el municipio donde vive Pérez, son aún más: ocho de cada diez.

LAS REMESAS, UNA LÍNEA DE VIDA


Las remesas continúan su ascenso como fuente de ingresos para los guatemaltecos. En 2018 el
volumen superó los 9.000 millones de dólares, según datos del Banco de Guatemala, y se prevé que
este año superen la barrera de los 10.000. Se trata de un récord histórico que hace del país
centroamericano el segundo mayor receptor de remesas en Latinoamérica -solo por detrás de
México-. La tendencia puede venir impulsada tanto por el incremento de la emigración a EE UU
como por el nerviosismo causado por las políticas migratorias del presidente Donald Trump. “El
miedo a las deportaciones es la principal hipótesis”, asegura el economista Walter Figueroa.
“Pueden pensar: ‘si me deportan, tendré el dinero como un seguro”.

En las calles de Huehuetenango, el auge de las remesas ha llevado a una proliferación de


comercios dedicados a su recepción. Ya no solo hay bancos, sino también microfinancieras y
cooperativas de ahorro. El Instituto Nacional de Cooperativas ha registrado 60 nuevas entidades en
los últimos 20 meses, según información publicada por el diario Prensa Libre. “Nosotros estamos
utilizando las remesas como garantía para dar créditos”, explica el gerente de la cooperativa Yaman
Kutx, Julio González. “Hay una competencia feroz debido al potencial del mercado”.

Una estela de pupitres vacíos


El camino de piedras que lleva hasta su casa pasa junto a la escuela, engalanada con
banderines de colores por las próximas fiestas del pueblo. El director Mario Gómez, enérgico
y hablador, va de un lado a otro esquivando balones y atendiendo a niños y profesores. Allí
cada maestro toca a 50 alumnos. Como en buena parte de la zona rural, la huella del Estado
es, cuando menos, tenue y Gómez tiene que hacer malabarismos para sacar el centro
adelante: “La colaboración del Ministerio es mínima. Este año nos enviaron libros para tres
cursos; el resto utiliza material de hace diez años”.

La migración está dejando tras sí una estela de pupitres vacíos. El número de menores
guatemaltecos no acompañados detenidos en la frontera de EE UU creció un 23% en 2018.
El viaje de familias enteras, cada vez más común, es otra novedad. De la escuela de Mario
Gómez han salido 18 niños este curso, que se suman a los cinco que del año pasado.
“Antes iban solo los hombres, pero últimamente se están llevando también a sus hijos”,
explica el director. “Piensan que igual así les dejan cruzar la frontera más fácilmente, por
pena”.

Una estrategia que ha seguido al endurecimiento de la política migratoria de EE UU y de


México, al que Trump ha doblado la mano a base de amenazas. La decisión del Gobierno
de Andrés Manuel López Obrador de desplegar a 6.000 uniformados en la frontera sur ha
añadido baches a una ruta ya de por sí complicada. En los primeros seis meses del año, EE
UU y México expulsaron a 54.782 guatemaltecos, 15% de ellos de Huehuetenango, la región
con más deportados. Son cifras que van camino de superar ampliamente las del año
pasado.

La familia de Blanca Ribes, de 38 años, cayó en la red. Partieron hace un mes rumbo a
Atlanta, pero la policía mexicana los detuvo en Cancún. “Nos dijeron que no éramos
bienvenidos y me separaron de mi esposo y de mis hijos”, recuerda sobre su estancia en un
centro de detención. Hace una semana, los subieron a un autobús de vuelta a la casilla de
salida: un pequeño puesto de tacos y refrescos en una escuela de la región. “Queríamos
superarnos, vivir mejor”, dice derrotada. "Al menos hicimos el esfuerzo”.

Para endulzar el acuerdo migratorio y el repunte de deportaciones, EE UU ha puesto sobre


la mesa la concesión de visas temporales para trabajadores agrícolas. Una zanahoria que,
según la experta en migración Sindy Hernández, no es una solución de fondo. “Es un
programa que ya existe y no creo que vaya a compensar el tamaño de los flujos” asegura.
"Además, no tienen en cuenta el perfil de muchos migrantes que buscan la reunificación
familiar o huir de la violencia".

Pérez no va a esperar a que se aclaren los detalles del acuerdo: lo tiene decidido. Quedan
tres meses para que su hijo acabe sexto de primaria; entonces dejarán el pueblo. La primera
vez que cruzó la frontera caminó el desierto durante cuatro noches y tres días, los pies
hinchados por los espinos que se le clavaban. "Si uno muere, pues muere", cuenta. "Así es
cuando uno se arriesga". Echará de menos las montañas en temporada de lluvias, cuando
se llenan de flores. Tras subir la cuesta hasta su casa, se seca el sudor de la frente. "En
Georgia", dice, "todo es llano y sin piedras".

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