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mochila roja que su hijo llevaba a la escuela cuando vivían en Georgia. Volvieron
a Guatemala hace unos años, pero él no deja que la tire. Echa de menos las hamburguesas
y ella, a otros dos hijos que acaban de cruzar la frontera. "Cuando me pongo triste, me voy
al cafetal para quitarme los pensamientos", dice esta mujer enjuta, de cabello azabache y
rostro cansado. "Gracias a Dios ya llegaron". Huehuetenango, la región montañosa al oeste
del país donde vive, es la zona cero de una emigración que no se detiene pese al cierre de
puños de los vecinos del norte.
Hace una semana Guatemala fue declarada de facto "tercer país seguro", es decir, un lugar
con capacidad para acoger refugiados de otros países, en su mayoría centroamericanos. De
entrar finalmente en vigor —lo más probable, aunque aún falta el visto bueno del Legislativo
—, el polémico acuerdo entre el Gobierno de Jimmy Morales y la Administración de Donald
Trump permitirá enviar a Guatemala —2.500 kilómetros al sur en línea recta— a los
migrantes que soliciten asilo en la frontera estadounidense. Los precedentes no son
numerosos: EE UU y Canadá tienen un pacto similar, como lo tienen también la Unión
Europa y Turquía.
Lo que dejan atrás no da para vivir. Pérez, de 33 años, cobra 25 quetzales (tres dólares) al
día por lavar ropa. En la cesta de la compra eso se traduce en medio kilo de azúcar, una
pastilla de jabón y una bolsa de maíz para hacer tortillas. Hasta hace unas décadas, la aldea
vivía del maíz, pero el mexicano, un tercio más barato, lo relegó. Se pasó entonces al café,
pero su precio se ha desplomado en los últimos años a casi la mitad. La pobreza que emana
de la mala salud del campo es, junto a la violencia, uno de los principales detonantes de la
emigración. Pese a los avances, casi seis de cada 10 guatemaltecos son pobres. En Santa
Bárbara, el municipio donde vive Pérez, son aún más: ocho de cada diez.
La migración está dejando tras sí una estela de pupitres vacíos. El número de menores
guatemaltecos no acompañados detenidos en la frontera de EE UU creció un 23% en 2018.
El viaje de familias enteras, cada vez más común, es otra novedad. De la escuela de Mario
Gómez han salido 18 niños este curso, que se suman a los cinco que del año pasado.
“Antes iban solo los hombres, pero últimamente se están llevando también a sus hijos”,
explica el director. “Piensan que igual así les dejan cruzar la frontera más fácilmente, por
pena”.
La familia de Blanca Ribes, de 38 años, cayó en la red. Partieron hace un mes rumbo a
Atlanta, pero la policía mexicana los detuvo en Cancún. “Nos dijeron que no éramos
bienvenidos y me separaron de mi esposo y de mis hijos”, recuerda sobre su estancia en un
centro de detención. Hace una semana, los subieron a un autobús de vuelta a la casilla de
salida: un pequeño puesto de tacos y refrescos en una escuela de la región. “Queríamos
superarnos, vivir mejor”, dice derrotada. "Al menos hicimos el esfuerzo”.
Pérez no va a esperar a que se aclaren los detalles del acuerdo: lo tiene decidido. Quedan
tres meses para que su hijo acabe sexto de primaria; entonces dejarán el pueblo. La primera
vez que cruzó la frontera caminó el desierto durante cuatro noches y tres días, los pies
hinchados por los espinos que se le clavaban. "Si uno muere, pues muere", cuenta. "Así es
cuando uno se arriesga". Echará de menos las montañas en temporada de lluvias, cuando
se llenan de flores. Tras subir la cuesta hasta su casa, se seca el sudor de la frente. "En
Georgia", dice, "todo es llano y sin piedras".