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Introducción.
Del tema surgen varias interrogantes que se irán incorporando en el desarrollo del
documento, por ejemplo, ¿deberíamos seguir llamando democracia al modelo que
tenemos?; si un modelo autoritario provee de mayores beneficios económicos ¿es más
deseable que una democracia?; o, ¿es compatible la democracia liberal con la calidad de
vida de las mayorías?
1. Respublica y estado
Estas categorías conceptuales se presentan como una dicotomía en este trabajo, en
cuanto la preponderancia del estado y sus instituciones ha generado la relegación de la
ciudadanía, entendida en cuanto comunidad política, y la ha convertido en un actor
instrumental para la elección de representantes, con lo cual su rol como actor politico
protagónico se ha limitado.
A manera de un breve resumen de la evolución en las visiones de democracia, su
propia práctica efectiva se originó en Atenas, en donde la política constituía una
extensión de la vida de los habitantes de la ciudad-comunidad. La sociedad ateniense se
encontraba organizada de forma que la comunidad participaba activamente en las
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decisiones políticas, pero también en los cargos de elección. El tamaño pequeño de la
ciudad facilitaba estas prácticas.
Este modelo de democracia es definido desde varios autores como un modelo ideal,
pese a que en su propia práctica reflejaba desigualdades entre los participantes de la
política. A través del tiempo y la historia socio política y económica, la democracia fue
adquiriendo distintos elementos que le permitieron actualizarse a las circunstancias,
incorporando criterios para el gobierno, que debatieron desde la filosofía política y la
naciente sociología categorías a considerarse, como la igualdad y la libertad.
Las estructuras de mando, hoy indispensables para comprender la democracia
liberal, surgen cuando emerge el concepto de estado, y se deja de lado el concepto de
“sociedad organizada”, en cuanto res publica (Sartori, 1988: 345); la autoridad, el poder y
la coacción son características del estado que fueron construidas con él con la evolución
de los regímenes políticos. En paralelo, con esta incorporación del estado como
concepto y construcción política, también el papel de la ciudadanía se transforma,
dándole un “protagonismo pasivo” y menos participativo, menos continuo.
Con los aportes jurídicos del liberalismo post-republicano, los derechos y libertades
dan un marco normativo que pretende que los individuos se encuentren protegidos, en
tanto individuos iguales ante las leyes. Al hallarse despegados de los asuntos más
públicos, estos impulsos individualistas generaron que los ciudadanos se vayan
desentendiendo de lo público, y se centren en sus asuntos privados. Así, una de las
características originales de la democracia, la participación, se restringe a derechos
políticos, llevados a cabo con el sufragio.
Con estas modificaciones, y pese a que el concepto “democracia” fue dejado de lado
durante varios procesos históricos de búsqueda de definición de los regímenes, se
retoman los debates sobre cómo la democracia puede adquirir estas modificaciones y
plantearse como la mejor opción para definir el tipo de régimen idóneo. La noción de
“gobierno del pueblo” y la participación comunitaria en la política al estilo ateniense fueron
reguladas, tal como ha trascendido hasta nuestros días.
Una definición adecuada para retomar la política como una discusión sobre el poder
se refiere a la respublica como la “comunidad política (que) no se mantiene unida por una
idea sustancial del bien común, sino por un vínculo común, una preocupación pública”
(Mouffe, 1999: 98), tal como fue entendida en la democracia ateniense, en sus orígenes.
La ciudadanía, en esta misma lógica, dejaría de ser únicamente apreciada en tanto
estatus legal, y el ciudadano sólo como un actor pasivo, ya que se trataría de un
ciudadano con identidad política (Mouffe, 1999 : 101). Sin embargo, también la autora
considera que “la tarea no consiste en reemplazar una tradición por otra (la idea de la
libertad individual y la de la participación comunitaria de la ciudadanía) sino más bien en
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inspirarse en ambas y en tratar de combinar sus instituciones en una nueva concepción
de ciudadanía, adecuada a un proyecto de democracia radial y plural” (Mouffe, 1999: 91)
Queda claro entonces que no existe actualmente una democracia directa, por las
mutaciones y las razones antes expuestas. Sin embargo, ese alejamiento de lo público
que significa la delegación, determina de algún modo que el régimen democrático ha
otorgado mayor importancia al marco normativo que a la participación organizada de la
ciudadanía, cuyo accionar consiste en decidir mediante voto secreto a quiénes
delegarán para que los represente y vele por sus derechos más inmediatos y cotidianos.
Muchas de las discusiones actuales de política se han centrado en los temas
vinculados a la participación instrumental de la ciudadanía, normados por las estructuras
electorales: “esta visión de la democracia como un proceso para seleccionar gobiernos,
visión desarrollada por académicos que van desde Alexis de Tocqueville hasta Joseph
Schumpeter y Robert Dahl, es ahora ampliamente utilizada par los cientistas sociales”
(Zakaria,1998: 4), pero resulta insuficiente por reducir e instrumentalizar el rol de la
ciudadanía. La discusión sobre el poder, característica de la política, se ha convertido en
un debate sobre las instituciones y las leyes. Las definiciones mínimas de democracia
son una muestra de la reducción del debate; de acuerdo con O’Donnell, “las actuales
teorías de la democracia necesitan ser revisadas desde un punto de vista analítico,
histórico-conceptual y jurídico”, ya que considera que las teorías actuales no brindan una
“firme ancla conceptual” (O’Donnell, 2007: 24).
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socioeconómicas y democracias conflictivas e inestables, ya que “la contradicción entre
desigualdad económica e igualdad política «abre el campo a las tensiones, las
distorsiones institucionales, la inestabilidad y la violencia recurrente... [y puede impedir] la
consolidación de la democracia» “ (Lipset, 1996: 52, citando a Weffort, 1992 ).
Precisamente, la corrupción dentro y fuera de las instituciones el estado ha generado
procesos sociales de rechazo a los distintos gobiernos, y en el caso ecuatoriano han sido
frecuentes las transiciones por efecto de acciones colectivas de ciudadanos inconformes
con sus gobernantes, elegidos democráticamente. Medidas neoliberales, asociadas al
capitalismo (modelo económico asociado directamente a la democracia) producen
constante descontento social; los derechos a la participación, pese a estar reconocidos
legalmente, también se limitan, por ejemplo, ¿cuántos ciudadanos tienen real acceso a
ser candidatos en un proceso político? ¿garantiza la democracia que todos podamos ser
elegidos? La tendencia ha sido, al menos en gran parte de los años desde el retorno a la
democracia en América Latina, que candidatos provenientes las élites económicas sean
quienes llegan al poder.
Los gobiernos democráticos en América Latina han tendido a encontrar una fórmula
que mezcla las nuevas tendencias de “retorno al estado” con inversión privada y
negociación con grupos económicos poderosos. Sin embargo, las condiciones de vida de
la población siguen siendo desiguales, y también injustas, por lo que la legitimidad
democrática a nivel de resultados se ha quebrado; la desconfianza en los gobernantes ha
sido el detonante para los cambios sucesivos de gobiernos en nuestro país.
El problema de la legitimidad debería ser una preocupación de las democracias, y
con conflictos vinculados a la desigualdad, la legitimidad está en juego. Entre la relación
democracia-economía, de acuerdo con Lipset, “Lo que necesitan las nuevas democracias
para lograr legitimidad es, sobre todo, eficacia —en el plano económico pero también en
el político—. Si pueden seguir el camino hacia el desarrollo económico, es probable que
puedan mantener su política en orden” (Lipset, 1996: 78).
Surgen varias interrogantes: ¿un estado centralizado es un mejor administrador de
los recursos, y puede garantizar mayor equidad en la distribución de ellos? ¿Y un
régimen autoritario? ¿Si un régimen autoritario garantiza mejores condiciones de vida
para la población, se lo debe preferir frente a una democracia? O, más bien, ¿es
necesario otorgar mayores prestaciones a las empresas privadas para fortalecer el
sistema económico, restándole poder al estado? Estas preocupaciones deberán
enfrentarse para justificar a la democracia como el régimen más idóneo para nuestras
realidades.
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Con respecto a la igualdad, O’Donnell menciona que si no es posible, bajo estas
condiciones democráticas, una igualdad real, al menos se debe procurar una “igualación
básica”, señalando:
Con ello me refiero a que todos puedan disfrutar de al menos dos bienes: uno, ser
tratado con el respeto y consideración debidos a un agente; y, segundo, alcanzar la
provisión social de un piso de libertades, derechos y capacidades que habilite la
posibilidad de ejercer esa agencia o, por lo menos, no sufrir privaciones que la
impiden seriamente. (O’Donnell, 2007: 243)
La categoría de ciudadanía social puede dar luces sobre esta problemática. Nun
explica el desarrollo del concepto de exclusión y sus actuales vinculaciones con la
situación socioeconómica: “la exclusión no designa sino a procesos que ponen en crisis a
los lazos sociales establecido y que constituyen una amenaza palpable para fracciones
muy amplias de la población” (Nun, 2002:120). Considerando el caso de América Latina,
este autor reconoce tres problemas o indicadores para el análisis sociopolítico de las
democracias en este territorio: “una gran desigualdad unida a una gran pobreza y a una
gran polarización” (Nun, 2002:125). Entonces, pese a estar reconocidos por las leyes
como ciudadanos iguales en el juego del constitucionalismo liberal, en la realidad efectiva
las desigualdades están presentes. Y no es posible desvincular a la democracia del
contexto en el cual está estableciendo un gobierno y sus reglas.
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Se ha ido relegando cada vez más toda preocupación normativa al terreno de la
moral privada, al dominio de los «valores», y se ha extirpado de la política todos
sus componentes éticos. Se ha vuelto dominante una concepción instrumentalista
exclusivamente interesada en el acuerdo de conveniencia entre intereses
previamente definidos. Por un lado, la preocupación única del liberalismo por los
individuos y sus derechos no ha dado contenido ni ha suministrado una
orientación para el ejercicio de esos derechos. Esto llevó a la devaluación de la
acción cívica, de la preocupación común, lo cual ha provocado a su vez en las
sociedades democráticas una creciente pérdida de cohesión social (Mouffe, 1999:
95).
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democracia, de acuerdo a estos criterios, con un pueblo limitado a aceptar o negar los
criterios de quienes le gobiernan?
Si el objetivo de un gobierno es profesionalizar la política a una clase destinada para
el poder, éste se acerca hacia la consolidación de un régimen elitista, que no podría
seguirse llamando democracia. ¿O las múltiples adjetivaciones lo permiten? Este es un
debate que resulta fundamental en la teoría política, respecto a la importancia de los
conceptos y sus aplicaciones.
Bibliografía