El modo como el Santo cura de Ars luchó contra el baile en su
parroquia ha pasado a la historia como algo muy célebre. Fue un combate de larga duración, pero terminó venciendo en toda la línea.
Un maestro con gran autoridad. De su famoso paisano San
Francisco de Sales había leído en aquel libro que hizo mundialmente popular a ese santo «La filotea», lo siguiente en su capítulo 32 acerca del baile (y conste que San Francisco de Sales ha sido uno de los obispos más bondadosos, comprensivos y amplios que ha tenido la santa Iglesia Católica). Dice así el santo de Sales: «Los bailes siempre resultan llenos de riesgos para la santidad y de peligro para el alma. Y más si se hacen en semioscuridad, entonces sí que hacen fácil deslizarse hacia muchas faltas contra la moralidad. Los bailes inclinan mucho hacia amores peligrosos y reprochables que pueden llevar al pecado. De los bailes hay que afirmar lo que los médicos dicen de los hongos venenosos. «Aún el menos malo es peligroso». Allí nacen muchos amores locos. Y si en medio de ellos la lengua inspira en los oídos una palabra lujuriosa, una ternura engañosa, o si se lanza una mirada deshonesta, el corazón queda muy predispuesto a dejarse asaltar, derrotar y envenenar. Los bailes despiertan en la persona mil afectos peligrosos que estaban como dormidos. Y más si se toman bebidas alcohólicas y si hay soledad. Ojalá durante el baile pensa los danzantes que los ojos de Dios los están mirando Ya podemos imaginar lo que sentiría el Cura de Ars al leer este párrafo anterior, escrito por un autor tan estimado por todos y que ha tenido siempre fama de no ser exagerado en ninguna de sus exigencias ni duro en ninguno de sus consejos. Lo que sucedia en Ars. Repasando los sermones del Padre Vianey podemos hacer una especie de radiografía de lo que sucedía en su pequeña parroquia. Oigamos las descripciones que él hace: «El baile había enraizado profundamente entre la gente del pueblo hasta convertirse en una costumbre de todos. Fueron necesarios 25 años de combate para lograr arrancarlo de allí. En algunos era como una embriaguez, como una locura, una segunda naturaleza, una esclavitud, algo sin lo cual no podían vivir. Parecían unos verdaderos paganos o gente sin religión, inconscientes o desconocedores del mal que le estaban haciendo a su propia alma. Los aficionados al baile proclamaban que este era un placer inocente que ningún mal traía a nadie y que por lo tanto estaba totalmente permitido. Era pues necesario quitarles las vendas que les tapaban los ojos y no les permitía ver los daños que por tanta bailadera les podía llegar. Para evitar los males, huir de las ocasiones. el hermoso y famoso librito: «Imitación de Cristo» había leído muchas veces Juan María Vianey estas noticias alarmantes: « La ocasión de pecado no hace más débil a la persona, solo demuestra todo lo espantosamente débil que es»; y aquella otra tan conocida y célebre afirmación: «En llegando la ocasión y en agradando, caerás todas las veces». Era pues absolutamente necesario apartar a sus feligreses de la ocasión de pecar porque allí iban a descubrir con tristeza y vergüenza cuán horrorosamente débiles eran ante el pecado e iban a caer todas las veces que se expusieran. El curita de Ars iba a enfrentar al baile con fuertes guantes de boxeo. Pues es necesario luchar contra el mal. Las reuniones peligrosas. En Ars para, pasar con menos aburrimiento las largas noches de invierno se reunían personas jóvenes, y allí delante de los papás que parecían cerrar los ojos, se dedicaban a largas diversiones y atrevidas fiestas bailables con bebidas embriagantes, en las cuales según afirmaba su párroco, «se cometían faltas tan graves que habrían escandalizado hasta a las gentes sin religión». Esto se explicaba porque el pueblo había estado bastante tiempo sin sacerdote y eran muy ignorantes en religión y moral, y durante la Revolución Francesa se trató de borrar en las gentes todo lo que fuera temor de ofender a Dios. Estos desórdenes empezaron a disminuir desde que el Padre Vianey comenzó a criti- carlos en sus sermones y a declararlos como indignos de un buen creyente. Guerra larga y dura. En este campo la resistencia fue tenaz, porfiada y terca, y el terreno tuvo que conquistarlo el joven párroco metro por metro. Durante diez años seguidos se dedicó a combatir estos vicios domingo a domingo en sus sermones. Pero la eficacia de la palabra que tanto pedía a Dios en sus oraciones y con sus penitencias, hizo que las gentes terminaran por hacerle caso.
Lo que decía acerca de esto. Al leer ahora los sermones que el
Padre Vianey escribió y pronunció en aquellos sus primeros años de párroco de Ars, podemos saber qué era lo que les enseñaba a sus feligreses en sus fogosos sermones. Les decía: «No hay un solo mandamiento de la ley de Dios que en estas fiestas bailables no se quebrante y se desobedezca. Ahora las mamás se imaginan que en esos bailes con trago y oscuridad no sucede nada malo, pero cuando lleguen a la eternidad se darán cuenta que sí tenía razón su párroco en avisar acerca de los graves males que esas reuniones traen a las almas. Dios mío: ¿será posible que la gente se imagine que no hay nada malo en esas parrandas en las cuales el diablo esconde todas sus trampas para llevar hacia el abismo del pecado a las almas inconscientes? El demonio da vueltas alrededor de cada fiesta bailable buscando almas para manchar, herir y pervertir. Parece que las parejas dejaron a su ángel de la guarda afuera en la calle y que durante esa bailadera lo que cada cual tiene es un «diablo de la guar- da» que se esfuerza hasta el extremo por hacerle ofender a Dios. En ciertas reuniones puede haber tantos diablos cuantas son las personas que bailan». Solía decir: «dejen que sus hijo vallan al baile pero cunado mueran sepan que ustedes irán al Infierno».
Del dicho al echo. El curita de Ars no se contentaba sólo con hablar
sino que oraba también. Una tarde, víspera de una fiesta, salió a las afueras del Pueblo y se encontró con los músicos de un conjunto que llegaban a amenizar una fiesta de baile y borrachera. El Padre Vianey les preguntó cuánto les iban a pagar por esa noche de parranda, y les dio el doble de dinero del que los otros les iban a pagar y ellos se fueron, y aquella noche no hubo bailadera ni borrachera. Otro día se encontró con el tabernero que llegaba con un cargamento de bebidas alcohólicas para emborrachar a la gente en un día de fiesta. ¿Cuánto piensa ganar con estas bebidas en esta fiesta? Tanto. -Pues tome ese dinero y devuélvase con sus bebidas. Y así en aquel domingo no hubo borracheras en los alrededores. Desbandada. Un domingo se había organizado una pachanga en grande en la plaza. Era un baile público que se hacía cada año en desagravio de los hombres que habían sido golpeados por sus esposas. Aquella fiesta se prestaba para muchos desórdenes inmorales y los «hombres sinverguenzas» estaban listos a cometer en esa tarde mil abusos y atropellos. Pero cuando la fiesta estaba para empezar, de repente salió el padre Vianey de la casa cural y atravesó la plaza. Todo el mundo pegó una estampida y la plaza quedó desierta. Les sucedió «como a una bandada de palomas cuando oyen un disparo», decía él sonriendo. Y en esa tarde muchas jóvenes se libraron de muy serios peligros. Primeros frutos. Afortunadamente no todas las muchachas de Ars eran esclavas de la pasión por el baile. Varias de ellas sabían divertirse y estar alegres sin ir a reuniones donde se ofende a Dios. Y algunas que hasta entonces habían estado involucradas en placeres indebidos, ahora merced a las oraciones y sacrificios de su santo párroco empezaban a darse cuenta que podían ser felices conservando el alma en gracia de Dios y que para que la felicidad sea completa no basta con que goce el cuerpo sino que es necesario también que el alma permanezca en paz. Y así comenzaron a cambiar sus antiguas parrandas y fiestas de trago y excesos, por alegres reuniones en las cuales se pasaban horas felices sin manchar el alma ni ofender a Dios. El ejemplo que animaba. La gente decía: «Nuestro párroco es un santo. La vida del señor cura es para todos una continua predicación. En su persona resplandece el cumplimiento admirable de lo que enseña y manda el evangelio». Y en las reuniones comentaban: «Nuestro párroco hace todo lo bueno que él recomienda, y practica lo que aconseja. Jamás lo hemos visto tomar parte en alguna diversión escandalosa. Parece que su mayor placer es tener contento a Dios y rogarle para que se salven las almas de sus feligreses. Con sus consejos lo único que busca es nuestro mayor bien». Y estos comentarios ayudaban mucho a que sus oyentes hicieran mayor caso a las recomendaciones del buen Padre Vianey.
El comienzo. Se dio cuenta que en el templo los domingos por la
tarde después de que se rezaban las oraciones parroquiales, cuando todos los demás se iban, se quedaban allí unas cuántas jóvenes rezando cada una por su cuenta. Seguramente que eran almas buenas, pero no se trataban mutuamente ni tenían quien las dirigiera espiritualmente. Entonces un domingo el Padre Juan las reunió y les dijo: «Si les parece bien cada tarde del domingo nos reunimos y rezamos el santo Rosario, y despues hacemos alguna lectura espiritual y una breve meditación y vamos pensando cómo podremos hacer mayor bien a nuestra propia alma y a las almas de los demás». A las muchachas les pareció muy buena idea y empezaron a reunirse puntualmente cada semana. Entre ellas había una que antes había sido muy afiebrada por el baile, y que era más traviesa que mala. Ella misma decía después: «En aquellas reuniones el santo Padre Vianey cambió mi corazón». Poco después aquella muchacha era un verdadero modelo de piedad y de santa alegría en el pueblo. El nuevo párroco empezaba a cosechar frutos para la vida eterna. Con el grupo de jóvenes piadosas formó la Asociación del Santo Rosario, la cual durante muchos años le ayudó muy eficazmente con su oración y su apostolado en la labor de conversión de las almas en el pueblecito de Ars. Severidad algo excesiva. Con las muchachas que permanecían rebeldes a sus consejos y amonestaciones el Cura de Ars fue al principio sumamente severo. Mientras no hubieran pasado siquiera tres semanas sin ir a las reuniones de baile y trago no les daba la absolución. Él sabía muy bien que quien se expone al peligro, por más que rece y haga propósitos, caerá irremediablemente en el pecado. Algunas le decían: «Yo voy allá pero no bailo». Y él les respondía: «sus pies no bailan, pero su corazón sí bailará cada vez que vaya allá». Con los padres de familia. Los sermones del párroco de Ars eran directos y fuertes. A los padres de familia les repetía: «Recuerden que ustedes no irán solos ni al cielo ni al infierno. Si cuidan del alma de sus hijos y éstos se salvan, se salvarán también los papás con ellos, pero si descuidan el alma de sus hijos y éstos de condenan, se condenarán también sus padres con ellos. Que no les tengan que decir llorando entre las llamas eternas: «padre mío ¿por qué odiaba tanto mi alma que no me ayudó a salvarla? Mamá, mamá ¿por qué no le interesaba nada que yo me salvara y me concedió tan exagerada libertad para perderme en medio de las fiestas de pecado? Prefirieron que yo dijera en la tierra que mis papás eran muy amables porque me dejaban hacer todo lo que se me antojaba, y no tuvieron temor a verme llorar entre estos tormentos».
La reacción. Las palabras de un santo no se pueden oír sin sentir
profunda conmoción. Por eso los padres de familia de la parroquia de Ars empezaron a tomar en serio la salvación del alma de sus hijos y a tratar de que ninguno de ellos se les perdiera eternamente. A una muchacha que se fue sin permiso de sus papás a un baile en un pueblo vecino, al llegar a casa la mamá no le quiso responder el saludo y el papá la trató por unos días como si ella no existiera, lo cual le causó profunda pena y la alejó para siempre de semejantes parrandas. A un joven, que imaginando que sus papás no iban a saberlo se fue a un baile, cuando regresó a casa lo esperaba su mamá con el rostro tremendamente serio y luego su papá en la alcoba con una correa en la mano con la cual le dio tres dolorosos golpes que no se le iban a olvidar por mucho tiempo y que lo curaron para siempre de la maña de irse sin permiso adonde no debería ir.
coronación de una campaña. Hacia el año de 1830, después de una
docena de años de campaña contra las fiestas de trago y bailadera, las pachangas habían desaparecido prácticamente del poblado de Ars. En ese año, los organizadores de las fiestas populares del pueblo se encontraron con el tremendo chasco de que el alcalde prohibía bailes públicos y vendedera de licores en la plaza, que estaba frente al templo parroquial. La primera autoridad civil del pueblo no quería disgustar al santo párroco del lugar. Una orden. Una contra ordén, y un nuevo chasco. Los muchachos parrandistas del pueblo no podían aceptar que se les prohibiera sus fiestas en el centro de la población. Se fueron pues donde el señor alcalde a pedirle que revocara y quitara la prohibición que había dado contra los bailes y borracheras frente al templo. El alcalde les dijo que le había dado su palabra al señor cura y que la cumpliría. Entonces los jóvenes se fueron donde el gobernador, el cual envió una nota ordenando que permitieran los bailes en las próximas fiestas. Hubo que permitirlas. Y llegó el primer día de las festividades populares. Los alegres bailarines de los alrededores se reunieron en la plaza frente al templo. Todo estaba listo para empezar el más sonado baile: músicos, trago, hombres jóvenes a montones. Pero de pronto sufrieron un chasco: faltaban las parejas. No había muchachas para bailar. Solamente dos o tres sirvientas sin ninguna educación ni atracción... Las muchachas del pueblo, las hermosas, las atractivas, las simpáticas, estaban todas en el templo orando y cantando dirigidas por su santo párroco. ¡El tan sonado baile había fracasado! Para unos «vivos» había aparecido otro más santamente «vivo». En aquella ocasión los vendedores de bebidas alcohólicas tuvieron que volverse hacia la capital con todo el vino, cerveza y ron, porque el párroco de aquel pueblo no se contentaba con que sus feligreses fueran cristianos de cuarta categoría sino que se esforzaba porque todos lle garan a ser creyentes de primera clase. Varios jóvenes varones se iban a los bailaderos ocultos que existían en los alrededores, pero sus padres que asistían puntualmente a todos los sermones del Santo Cura de Ars les hablaban de una manera tan convincente acerca de los peligros que las fiestas con borrachera y libertinaje ocasionan al alma, que poco a poco las parrandas libertinas desaparecieron de aquellos alrededores. Desde 1832 hasta la muerte de San Juan Vianey ya en Ars los vecinos se supieron divertir sanamente sin tener que ofender a Dios ni manchar su alma. CONTRA LAS MODAS INDECENTES A las mujeres, especialmente a las jóvenes, les interesa mucho llamar la atención de los demás, y algunas con tal de atraer las miradas no tienen ningún escrúpulo en seguir esas modas indecentes. El Padre Juan María conocía muy bien los grandes males que provienen del empleo de modas inmorales. Por eso en sus sermones se mostraba muy severo contra las que eran demasiado atrevidas en su vestir. A las madres les decía: «¡Esas mamás que no se interesan sino porque su hija aparezca bonita y atrayente y se preocupan mucho más por el vestido elegante y los adornos vistosos que llevan sus hijas que por modo como ellas están amando y obedeciendo a Dios!. Ies insisten en que no aparezcan hurañas o poco sociales o demasiado serias, y que procuren hacerse gratas y simpáticas a todo el mundo y que aprendan a entablar relaciones amistosas y a conseguirse un buen puesto en la sociedad. Y eso está muy bien. Pero si la muchacha empieza solamente a tratar de atraer las miradas de todos y para ello emplea adornos exagerados y modas indecentes, se irá convirtiendo en instrumento del demonio por hacer mucho daño a las almas. Ah ¡pobres mamás!. Pobres hijas que permiten que el diablo las emplee para matar la pureza de las almas de los demás. Sólo en los castigos de la otra vida sabrán el espantoso mal que hicieron con sus atrevimientos. Pequeñas burlas. A una mujer, que se colocaba muy vistosos collares para lucirse, le dijo sonriente el santo Cura de Ars: «¿Me quiere vender algunos de esos collares? ¿Y para qué los quiere usted señor cura? -Son para colocárselos a un perrito y a un gatico de los vecinos y así se verán más elegantes». -En adelante la buena mujer trató de ser menos exhibicionista en su modo de adornarse. A otra que empleaba un escote exagerado le dijo por chanza: «Ese modo de vestir es muy propio de quienes se preparan para que les corten la cabeza en la guillotina». La otra aprendió la lección y trató de vestirse modestamente. Algo digno de admiración. Durante los 40 años que el Padre Vianey estuvo de párroco en Ars, los peregrinos que allí llegaban se admiraron de lo modestamente que se vestían las muchachas de ese vecindario. Bien presentadas. Muy atentas. Agradables en su trato y sanamente hermosas y atrayentes, pero sin las exageraciones y las esclavitudes a las que somete la moda a la gente joven. Y eso que estaban en un país en el cual la moralidad en el vestir no ha sido nada ejemplar en los últimos siglos, Francia, donde el libertinaje ha llevado a tantos y tan graves excesos en el mal vestir. Pero allí tenían un párroco distinto y superior a muchos otros.