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Dios Santo, justo juez: vengo ante ti con mis pecados. Cada hora
que vengo pienso en la muerte, porque la muerte me amenaza en cada
hora. Cada día pienso en el juicio, porque ante tu tribunal tengo que
rendir cuentas de todo lo que hice mientras vivía en el cuerpo (2Co 5:10).
Examino mi vida, y veo que todo es vanidad e impiedad. Vanas e inútiles
son muchas de mis obras, más vanas aún muchas de mis palabras y la
mayoría de mis pensamientos. Y no sólo vana es mi vida, sino también
impía. No hallo en ella nada bueno, pues aun lo que aparenta ser bueno,
no es bueno de verdad, porque está contaminado con la peste del pecado
original y mi naturaleza completa.
Y más aún: me acusa la voz de Dios, la propia ley divina: o tengo que
cumplirla, o será condenado por no cumplirla. Pero cumplirla me es
imposible - y perderme para siempre me llena de un temor insoportable y
atroz. Me acusa Dios, el Juez insobornable que está dispuesto a dar
cumplimiento a su ley hasta las últimas consecuencias. No hay forma
alguna de engañarlo, puesto que él es la Sabiduría en persona. Tampoco
puedo ponerme fuera de su alcance, ya que su dominio se extiende por el
orbe entero.
Abre tus ojos, alma mía: ¿qué ves? ¡el dolor del que sufre en la cruz;
las heridas del que pende del madero; el martirio del moribundo! La
cabeza del que adoran los ángeles presenta las heridas causadas por la
corona de espinas; el rostro del más hermoso de los hombres (Sal 45:2)
queda manchado de los escupitajos de los impíos; los ojos, más brillantes
que el sol, se oscurecen en la muerte; a los oídos, en los que solían
resonar los cánticos de los ángeles, los aturden ahora las crueles burlas de
los pecadores; la boca de la cual brotaban palabras de enseñanza divina,
tiene que gustar vinagre y hiel; los pies, prontos para ir en auxilio de los
necesitados, los traspasan con clavos, igual que las manos que extendieron
los cielos (Is 45:12); al cuerpo, en que habita toda la plenitud de la
divinidad (Col 2:9), lo azotan y los traspasan con una lanza. Nada
permanece incólume - excepto la lengua, para que pueda orar por los que
lo están crucificando (Lc 23:34).
Dios empero es el bien muy por encima de todos los bienes; por lo
tanto, perder a Dios es el mal muy por encima de todos los males. Así
como Dios es el mejor de los bienes, el pecado es el peor de los males.
Por otra parte, los castigos y las tribulaciones no son males verdaderos
porque de ellos podemos derivar multitud de bienes. Más aún: el hecho de
que en sí son bienes, se debe a que provienen de Dios; y “sabemos que
Dios dispone todas las cosas para el bien de los que lo aman” (Ro 8:28).
¿Acaso el bien supremo, Cristo, no estuvo cargado de castigos y
tribulaciones? Pero, como bien supremo, no puede tomar parte de algo
que es un mal verdadero. Sin embargo: los males pueden conducirnos
también a ese bien máximo que es la vida eterna. El camino de la
humillación de Cristo lo condujo a su glorificación; así también “nos es
necesario pasar por muchas dificultades para entrar en el reino de Dios”
(Hch 14:22).
Tú, Señor, eres la verdad (Jn 14:6), y Santo es tu nombre. Haz que
yo experimente tu verdad y santidad; sé también para mí un Jesús, un
Salvador, en la vida presente, en la muerte, en el juicio final, en la vida en
el más allá. Y no tengo duda alguna de que lo serás; pues así como en
cuanto a tu persona eres el mismo ayer y hoy y por los siglos (Heb 13:8),
también es siempre igual tu misericordia. Lo que significa tu nombre,
‘Jesús’, lo significa también con respecto a mí, pobre pecador: también
para mí serás un Salvador. Si vengo a ti, no me rechazarás (Jn 6:37). Tú
haces que yo venga a ti con gozo; esto me da la certeza de que me
aceptarás cuando venga; porque tus palabras son espíritu, verdad y vida.
(Jn 6:63,14:6)
Amén. ¡Ven, Señor Jesús! (Ap 22:20) Y el que te ama diga: ¡Sí, ven!
Si el justo con dificultad se salva, ¿que será del impío y del pecador?
(1P 4:18) No habrá posibilidad de esconderse; pero ¿cómo se sentirá el
impío y el pecador cuando tenga que mostrarse tal como es? ¿De dónde
ha de venir mi ayuda? ¿Quién es el enviado de Dios al que llaman
“Consejero”? (Is 9:6). Es Jesús el mismo Juez cuyo veredicto aguardo con
temor- pero ¡ten ánimo, alma mía! Pon tu esperanza en aquel al cuál
temías, refúgiate en aquel del cual huías. Jesucristo, por amor a tu nombre
te pido: haz conmigo lo que tu nombre indica: ¡Sálvame! Reconozco que
he merecido ser condenado, y que mi arrepentimiento no basta para
escapar a este castigo. Pero también es cierto que tu misericordia
sobrepasa en mucho todo el dolor que te causé. En ti Señor, pongo mi
confianza, y sé que jamás seré avergonzado (Sal 25:3).
7. El fruto de la pasión de nuestro Señor
Él nos amó cuando todavía éramos enemigos (Ro 5:8); ¿acaso podrá
olvidarnos después de haberse reconciliado con nosotros mediante la
muerte de su Hijo? ¿Podrá olvidarse de la preciosa sangre que derramó su
Hijo, ese mismo Dios que nos dice que ha contado nuestros pasos y
registrado nuestras lágrimas? (Sal 56:8) ¿Podrá Cristo olvidarse de
nosotros, sus hermanos, por quienes sufrió la muerte, y ahora, ya en su
estado de exaltación, dejar de pensar en aquellos a quienes amó tanto en
su estado de humillación? ¿Ves, alma mía, cuántos frutos lleva la pasión de
nuestro Señor? En su máxima angustia, su sudor caía a tierra como gotas
de sangre (Lc 22:44), para que el sudor de la muerte no nos haga caer en
desesperación. Luchó con la muerte para que nosotros podamos encarar
con fe nuestra propia agonía. Se hizo obediente hasta la tan torturante
muerte de cruz (Fil 2:8) para hacernos herederos de las delicias eternas en
el reino del Padre.
¿Por qué te inquietas, alma mía, y por qué te vas a angustiar? (Sal
42:5) ¿Por qué dudas todavía de la misericordia de Dios? Piensa en tu
creador: ¿acaso no te ha creado sin intervención tuya? ¿Acaso no te ha
formado en lo más recóndito, y entretejido en lo más profundo de la
tierra? (Sal 139:15) Él tenía cuidado de ti aun antes de que existieras;
¿crees que su cuidado terminará, ahora que te creó a su imagen?
¿Por qué habría de amar entonces a las criaturas? ¿No sería esto un
desprecio del alto rango al que la elevó? Todo lo que amamos, lo amamos
por su poder, o por su sabiduría, o por su hermosura. Pero ¿hay algo o
alguien que sea más poderoso que Dios, o más sabio, o más hermoso?
Todo el poder que ostentan los reyes de esta tierra procede de él y los
hace sus subordinados. A los ojos de Dios, la sabiduría de este mundo es
locura (1Co 3:19). Toda la hermosura de la criatura palidece ante la
hermosura de Dios.
Pongamos un caso: un poderoso rey envía a sus emisarios con un
mensaje a una joven a la cual desea por esposa. Si esta joven rechaza la
petición de mano del rey y comienza una relación con el mensajero ¿no
comete una imperdonable tontería? Con toda la hermosura con que Dios
adornó a la naturaleza y sus criaturas, la intención era incitarnos a que lo
amemos.
Si Cristo el novio, nos desea por esposa, ¿por qué nos prendemos
de las criaturas, que no son más que las designadas para invitarnos al
banquete de bodas? Hasta las mismas criaturas nos preguntan: ¿A qué
viene ese amor que los une a nosotras? ¿No encuentran otra meta para
sus deseos? Nosotras no estamos en condiciones de satisfacerlos. ¿Por
qué no se dirige al que nos creó a nosotras y a ustedes también?- No se
puede esperar que las criaturas correspondan a nuestro amor, ni tampoco
es la criatura la que da el primer paso en nuestra relación mutua. Dios
empero es el amor “en persona” (Jn 4:16); él no puede menos que amar a
los que lo aman a él; es más: él se anticipa con su amor a todos nuestros
anhelos, a todo el amor nuestro (1Jn 4:19). ¡Cuán intenso debe ser por lo
tanto el amor que le tenemos al que nos amó primero! Nos amó aún
antes de que existiéramos; pues el hecho de que hayamos nacido a este
mundo se lo debemos a Dios.
Ten ánimo, pues, alma mía, y olvida tus pecados; porque el Señor
mismo no se acuerda más de ellos (Is 43:25). Y si esto es así, el temor de
que un día aparezca un nuevo juez de lo criminal es un temor totalmente
infundado. Si algún otro hubiese pagado el rescate por mi deuda, yo podría
tener mis dudas acerca de si el Juez justo lo aceptará. Y si el rescate
hubiese sido pagado por un hombre cualquiera, o por un ángel, ¿qué
certeza habría de que sería suficiente? Pero todas estas dudas las puedo
descartar. Dios no puede rechazar como insuficiente un rescate que él
mismo pagó. Y me pregunto: “¿Por qué voy a inquietarme? ¿Por qué me
voy a angustiar?” (Sal 42:5) “Todas las sendas del Señor son amor y
verdad. El Señor es justo, y sus juicios son rectas,” (Sal 25:10; Sal 119:137)
¿A qué vienen entonces tus temores, alma mía? ¡Piensa en la misericordia
de Dios, y piensa también en su justicia! Si Dios es justo, no cobrará dos
veces un rescate por una y la misma transgresión. Castigó a su Hijo a
causa de los pecados nuestros; entonces, no nos castigará también a
nosotros, los siervos, por los mismos pecados.
“Por la fe Enoc fue sacado de este mundo” (Heb 11:5); así también
la fe nuestra nos saca de la comunidad humana y nos lleva ya en esta vida
presente a la comunidad de los que habitan en el cielo; porque ahora
Cristo vive en nosotros, y con él también la vida eterna, si bien todavía
“escondida en Dios” (Col 3:3). “Por la fe Noé construyó un arca” (Heb
11:7); así también nosotros entramos por la fe en el arca de la iglesia
donde hallamos un refugio para nuestras almas, mientras todas las demás
almas perecen en el amplio mar del mundo. Por la fe Abraham (Heb 11:8)
salió de la tierra idólatra; así también nosotros salimos de este mundo, por
vía de la fe dejamos atrás a padres, hermanos y familiares, y seguimos a
Cristo que nos llama por su palabra. Por la fe Abraham fue extranjero en
tierra extraña, esperando la tierra de promisión; así también nosotros
esperamos por fe la nueva Jerusalén (Ap 21:2) que Dios nos ha prometido.
Extraños somos y peregrinos (Sal 39:13) en esta tierra, con los ojos de la
fe puestos en nuestra patria celestial.
“Por la fe Sara recibió fuerza para tener a su hijo Isaac” (Heb 11:11)
a pesar de su edad avanzada; así también nosotros, aunque muertos
espiritualmente, recibimos fuerza para “tener” espiritualmente a Cristo;
porque así como Cristo fue concebido en el seno de la virgen María, así
nace a diario en forma espiritual en el alma del creyente, y ésta se
conserva limpia de la corrupción del mundo. “Por la de Abraham ofreció a
Isaac, su hijo único” (Heb 11:17); así también hacemos morir y ofrecemos
por fe el albedrío propio, hijo predilecto de nuestra alma. Pues “si alguien
quiere ser un discípulo de Cristo, tienen que negarse a sí mismo” (Mt
16:24), es decir, tiene que despedirse de su voluntad propia, de propio
prestigio, de su amor propio. “Por la fe Isaac bendijo a Jacob” (Heb 11:20);
así también nosotros llegamos a gozar de todas las bendiciones divinas por
la fe; pues por medio de la descendencia de Abraham, es decir, por medio
de Cristo, habían de ser bendecidas todas las naciones del mundo (Gn
22:18). “Por la fe José, al fin de su vida, se refirió a la salida de los israelitas
de Egipto y dio instrucciones acerca de sus restos mortales (Heb 11:22);
así también nosotros esperamos por la fe el momento en que salgamos del
Egipto espiritual, vale decir, de este mundo, y que nuestro cuerpo mortal
entre en la inmortalidad.
“Yo te haré mi esposa para siempre” (Os 2:19) dice Cristo al alma
creyente. Cristo asistió a la boda en Caná de Galilea (Jn 2:2) para dar una
señal de que vino al mundo para una boda espiritual. ¡Alégrate, alma mía,
en el Señor tu Dios; porque “él te visitó con ropa de salvación y te cubrió
con el manto de la justicia como a una novia que luce su diadema” (Is
61:10) ¡Alégrate de la majestad de tu novio, de su hermosura, de su amor!
No hay majestad igual a la de él, porque él “es Dios sobre todas las cosas,
alabado por siempre” (Ro 9:5) ¡Qué majestad es por tanto también la tuya
como criatura, cuando el Creador se quiere comprometer contigo! No
hay hermosura igual a la de él; porque “él es el más apuesto de los
hombres” (Sal 45:2) según el testimonio del evangelista Juan: “Hemos
contemplado su gloria, la gloria que corresponde al Hijo unigénito del
Padre, lleno de gracia y de verdad” (Jn1:14) “Su rostro resplandeció como
el sol, y su ropa se volvió blanca como la luz.” (Mt 17:2)
Nace de una virgen, con lo que indica que sólo puede ser concebido
y nacer en corazones de quienes son como una virgen pura (2Co 11:2), es
decir, que no aman al mundo y las cosas que hay en el mundo, sino que
unidos en espíritu adhieren a Dios. Nace en santidad y pureza para poder
santificar nuestra naturaleza impura y contaminada por el pecado. Nace de
María, comprometida para casarse con José, para realzar así la dignidad del
estado matrimonial instituido por Dios. Nace en la oscuridad de la noche el
Señor de quien se dice que la “oscuridad se va desvaneciendo y ya brilla la
luz verdadera” (1Jn 2:8). Nace en un pesebre el que es “verdadera comida”
para nuestra alma (Jn 6:55). Nace en Belén (que significa: casa de pan) el
que ha venido para alimentarnos ricamente con toda bendición espiritual
(Ef 1:3). Es el primogénito y unigénito de su madre terrenal así como es
según su naturaleza divina el primogénito y unigénito Hijo de su Padre
celestial. Nace en pobreza para que mediante su pobreza nosotros
llegáramos a ser ricos (2Co 8:9). Nace en una posada para poder
asegurarnos un lugar en nuestra morada eterna.
“Les traigo buenas noticias que serán motivo de mucha alegría” (Lc
2:10). Con estas palabras, el ángel anuncia el nacimiento de Jesús ¡Y en
verdad, un buena noticia, tan buena que sobrepasa todo entendimiento!
¡Da gracias mil, alma mía, al Señor que te creó, que te redimió
cuando tus pecados te condenaban, que te tiene preparadas las delicias
celestiales, y que te dará la corona de la vida si eres fiel hasta la muerte
(Ap 2:10)
Aún hoy suena esa voz interior con que Cristo nos llama: ¡Dichoso
aquel que la escucha con atención! (Ap 3:20) A menudo Jesús llama a la
puerta de nuestro corazón despertando allí ferviente deseos y suspiros
anhelantes. Cada vez que sientas en tu corazón esas ansias de ser recibido
en gracia, ten la certeza de que Jesús está llamando. ¡Déjalo entrar no sea
que pase de largo y más tarde te cierre la puerta que da a su misericordia!
Y cada vez que sientas en tu corazón una llamita de pensamiento de
piadoso anhelo, ten la certeza de que fue encendida por el Espíritu Santo;
¡aviva esa llama para que crezca! ¡No apagues el espíritu (1Ts 5:19); no
estorbes a Dios en su obrar!
Si alguno destruye el templo de Dios (1 Co 3:17), tendrá que contar
con el severo juicio del señor. El templo de Dios empero es nuestro
corazón; y si alguno no da lugar al Espíritu Santo que lo llama en su
interior mediante la palabra, destruye este templo. En el pacto antiguo,
solamente los profetas pudieron escuchar esta voz interior (2 Pe 1:21) con
que Dios les hablaba. En el pacto nuevo en cambio todos los fieles
verdaderos sienten el impulso interior del Espíritu Santo. ¡Bienaventurados
los que escuchan esta voz y hacen lo que les indica!
¡Cuán grande es, oh alma mía, este tesoro que el bondadoso Dios
te dio con tu bautismo! El bautismo es el lavamiento de la regeneración
(Tit 3:5). Por consiguiente: el que ha sido bautizado, nació de Dios, es
decir, nació de nuevo del agua y del Espíritu (Jn 3:5). Ya no es
enteramente ese “ser nacido del cuerpo,” sino que es al mismo tiempo
hijo de Dios, y por ser hijo, también heredero de la vida perdurable (Ro
8:14/17). Cuando Cristo fue bautizado en el río Jordán, el Padre eterno
dijo: Este es mi Hijo amado (Mt 3:17), e hijos amados son para él todos los
que creen y son bautizados. En el bautismo de Cristo, el Espíritu de Dios
bajó sobre él como una paloma. Así está presente también en el bautismo
nuestro confiriéndole poder. Más aún: en el bautismo de los creyentes se
les comunica el Espíritu Santo que obra en ellos una vida nueva y que les
permite ser astutos como serpientes y sencillos como palomas (Mt 10:16).
“El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna” (Jn
6:54), dice Cristo. ¡Cuán grande es la gracia de nuestro Señor y Salvador!
¡No sólo adoptó nuestra naturaleza humana y la elevó al trono de la gloria
celestial, sino que además nos da a comer su carne y a beber su sangre
para que tengamos vida eterna! ¡En verdad, un gozo indecible para el alma,
un banquete celestial, angelical; cosas que los mismos ángeles anhelaban
contemplar! (1P 1:12) Sin embargo, Jesús no vino en auxilio de los ángeles,
sino de los descendientes de Abraham (Heb 2:16). El Salvador se acerca a
nosotros más que a los mismos ángeles; pues en esto conocemos el amor
que nos tiene: en que nos ha dado de su Espíritu (Jn 4:13), y no sólo de su
Espíritu, sino también de su cuerpo y de su sangre. Así dice Aquel cuyas
palabras son la verdad, señalando el pan y el vino: Esto es mi cuerpo; esto
es mi sangre (Mt 26:26,28). ¿Será que el Señor puede olvidar a los que
redimió con su cuerpo y su sangre, más aún: a los quienes dio a comer su
cuerpo, y a beber su sangre? El que come la carne de Cristo y bebe su
sangre, permanece en Cristo y Cristo en él (Jn 6:5,6).
La invitación se dirige a todos los que tengan sed ¡Ven también tú, oh
alma sedienta, agobiada por el calor de tus pecados! Y si no tienes dinero,
si careces de recursos en forma de méritos propios, apresúrate tanto más;
porque donde no hay mérito propios, son más y más necesarios los
méritos de Cristo. ¡Ven, ven, y compra sin pago alguno! (Is 55:1) Después
de todo: ¿Qué méritos podríamos exhibir? Dice el profeta: ¿Por qué
gastan dinero en lo que no es pan, y su salario en lo que no satisface? (Is
55:2). Está claro: con nuestro trabajo no podemos saciar el hambre, ni
podemos comprar la gracia de Dios con las moneditas de nuestros
méritos propios. ¡Escúchame bien, pues, alma mía, come lo que es bueno,
deléitate con manjares deliciosos! (Is 55:2)
Sabemos que “Dios hizo crecer en medio del jardín al oriente del
Edén el árbol de la vida” (Gn 2:9) con el propósito de que su fruto
conservara a nuestros primeros padres y a sus descendientes en el estado
de inmortalidad en que fueron creados. Pero plantó allí también el árbol
del conocimiento del bien y del mal. Y precisamente lo que Dios había
concebido como medio para que las personas pudieran vivir en felicidad
perfecta y permanente, y ejercitarse además en la obediencia al Creador,
derivó en todo lo contrario: les acarreó muerte y condenación porque
cedieron a los engaños de Satanás y a sus propios deseos prohibidos. Pero
aquí en la santa cena, hallamos el verdadero árbol de la vida “cuyos frutos
sirven de alimento y sus hojas son medicinales” (Ez 47:12) – frutos cuya
dulzura quita toda amargura causada por la miseria y la muerte.
Los hijos de Israel recibieron el maná, el pan que el Señor les dio
(Éx 16:15). En la santa cena tenemos el verdadero pan de Dios que baja
del cielo y da vida al mundo (Jn 6:33). El que come de este pan nunca
pasará hambre (Jn 6:35,51). Los hijos de Israel tenían el arca del pacto y el
propiciatorio (Éx 25:21), donde podían hablar con Dios cara a cara. En la
santa cena está el verdadero arca del pacto, el cuerpo de Cristo, en quien
están escondidos todos los tesoros de la sabiduría y del conocimiento
(Col 2:3). Aquí, en la santa cena, está el verdadero propiciatorio en la
sangre de Cristo (Ro 3:25), que hace que seamos santos y sin mancha
delante de Dios (Ef 1:4). Y aquí no sólo habla con nosotros con palabras
de amor y consuelo, sino que habita en nosotros y nos alimenta con su
propio cuerpo, el maná celestial por excelencia. Aquí, en la santa cena,
está la puerta del cielo y la escalinata por la que suben y bajan los ángeles
de Dios (Gn 28:17). ¿Podrá el cielo ser más alto que el que mora en él, o
más íntimamente unido con él, que la naturaleza humana del hijo de Dios
con su naturaleza divina? El cielo es el trono de Dios (Is 66:1). Pero sobre
la naturaleza humana que Cristo adoptó reposa el Espíritu del Señor (Is
11:2). Dios está en el cielo; en Cristo empero habita en forma corporal
toda la plenitud de la divinidad (Col 2:9).
¡Alégrense los cielos, regocíjese la tierra! (Sal 96:11) y tú, alama mía,
alégrate y regocíjate mucho más aún por todo lo que Cristo te ofrece en
su santa cena.
Por lo tanto, podemos entender muy bien por qué nos fue enviado
desde el cielo el Espíritu Santo: fue para santificarnos, después de que había
sido enviado el Hijo para redimir al género humano. De nada nos servía la
pasión de Cristo si no nos era dada a conocer. Un tesoro escondido
carece de utilidad. Por ende, el Padre celestial no se limitó a lograr una
redención eterna por medio de la sangre de su propio Hijo (Hch 9:12),
sino que la ofreció y, sigue ofreciendo al mundo entero por medio del
envío del Espíritu Santo. El Espíritu Santo se posó sobre los apóstoles en
circunstancias en que estaban todos reunidos en oración en el mismo
lugar (Hch 2:1), porque es un Espíritu de súplica (Zac 12:10). Lo recibimos
como respuesta a nuestra oración, y nos motiva para la oración. Él es el
que une nuestros corazones con Dios, así como une al Hijo con el Padre y
al Padre con el Hijo; porque entre Padre e Hijo existe un amor recíproco.
La iglesia es una bella azucena; sin embargo, florece entre las espinas
(Cnt 2:1,2). La iglesia es un jardín hermoso, pero cerrado (Cnt 4:12); la
fragancia de sus flores sólo se percibe en su entorno si la atraviesan las
ráfagas de la tribulación. La iglesia es la amada hija de Dios; aunque odiada
por el mundo, tiene asegurada su herencia en los cielos. Por lo tanto, su
estilo de vida actual es a menudo trabajoso peregrinaje, con obstáculos a
diestra y siniestra. Pero todo lo sufre con paciencia, y la paciencia le da
fuerzas. La iglesia es una madre espiritual, y al igual que la madre de
Cristo, tiene que estar al pie de la cruz, expuesta a burlas e
incomprensión. Es también una palmera que cuanto más azotada esté por
los vientos de muchas pruebas mayor vigor adquiere.
Navegas en una barca (Mt 8:25) ¡ten cuidado, pues! no sea que te
hundas en el mar del mundo antes de llegar al seguro puerto; y ruega al
Señor que te fortalezca en tu fe para no sucumbir en la tormenta de las
tribulaciones. Fuiste contratado para ser un obrero en el viñedo del Señor
(Mt 20:1). La paga que el Señor te dará te hará que parezca leve la carga
del trabajo. Eres un viñedo del Señor; esfuérzate pues en eliminar los
pámpanos inservibles, las obras vanas de la carne, y considera todos los
días de tu vida como tiempo para la poda.
Tú eres una rama en la vid que es Cristo (Jn 15:1 ss); por lo tanto,
permanece en él para poder llevar mucho fruto, porque toda rama que en
él no da fruto, el Padre la corta; pero toda rama que da fruto la poda para
que dé más fruto todavía. Te has revestido de Cristo (Gl 3:27) por medio
de la fe; él te viste con el sol de justicia (Mal 4:2); entonces, arroja bajo tus
pies la luna de lo terrenal (Ap 12:1) y tenlo todo por estiércol por amor a
los bienes eternos (Fil 3:8).
Todas las veces que tus pensamientos giren en torno del hecho de
que Dios te ha elegido de pura gracia, fíjate en el Cristo que pende de la
cruz, entregado a la muerte por nuestros pecados, pero resucitado
también para nuestra justificación (Ro 4:25). Inicia tus meditaciones
contemplando al Cristo acostado en el pesebre; entonces, tus
pensamientos irán por buen camino.
Dios nos escogió antes de la creación del mundo, pero nos escogió
en Cristo (Ef 1:4). Por lo tanto, si estás en Cristo por el bisturí de la fe, no
dudes de que la elección te abarque también a ti; y si adhieres a Cristo
con toda tu confianza, no dudes de que estás entre el número de los
escogidos. Pero si intentas escudriñar el profundo abismo de la
predestinación sin escudriñar previamente las Escrituras, es de temer que
tú mismo caigas en el abismo de la desesperación.
Dios nos dio el más valioso de todos los bienes, a su propio Hijo,
sin que se lo hayamos pedido. ¿Qué no hará si le pedimos? A este
respecto no cabe duda: el Padre nos escuchará, y el Hijo intercederá por
nosotros. Haz como Moisés: (Nm 7:89), entra en la Tienda de reunión
para hablar con el Señor en oración, y pronto escucharás su voz en
respuesta a tus solicitudes. Mientras Cristo oraba, su rostro se
transformó, y su ropa se tornó blanca y radiante (Lc. 9:29). Así se
producirán grandes transformaciones también en el alma nuestra: la
oración es para ella una luz que ahuyenta las tinieblas de la desesperación.
¿Cómo puedes apreciar la luz del sol sin antes haber elevado una
oración de agradecimiento al que día a día te permitió ver esa luz? ¿Cómo
te puedes sentar a la mesa sin agradecer a Dios por los dones que
recibimos por su gran bondad? ¿Con qué esperanza puedes entregarte al
sueño sin antes haberte entregado en las manos de Dios? Y ¿qué frutos
puedes esperar de tu trabajo, si previamente no rogaste al Señor:
“Confirma en nosotros la obra de nuestras manos”? (Sal 90:17) Por esto:
si quieres recibir dones espirituales o materiales: Pide, y se te dará (Mt
7:7) Si quieres tener a Cristo contigo: Búscalo en oración, y lo
encontrarás. Si quieres que se te abra la puerta de entrada a la gracia
divina y la gloria eterna: Llama, y se te abrirá. Y si en el desierto de este
mundo te sientes extenuado por tus tribulaciones y la carencia de bienes
espirituales: Acércate a la roca espiritual que es Cristo (1Co 10:4), golpea
con la vara de tu oración, y verás cómo las aguas de la gracia divina que
brotan de ella calmarán tu sed (Nm 20:11). ¿Quieres complacer a Dios
con un sacrificio? Ofrécele tu oración. El Señor percibirá el grato aroma
(Gn 8:21), y su ira se calmará ¿Quieres estar en constante contacto con
Dios? Lo tendrás mediante tus oraciones. ¿Quieres probar y ver que Dios
es bueno? (Sal 34:9) Pídele en oración que haga su vivienda en tu corazón
(Jn 14:23). Para que nuestra oración sea del agrado del Señor, debe ser
clara, ferviente, humilde, sincera, incesante y llena de confianza.
Nadie es del entero agrado de Dios sino Cristo. Por ende, nadie
puede agradar a Dios con su oración si no la hace “por Jesucristo, tu
querido Hijo, nuestro Señor.” Todos los sacrificios que no se presentaban
en aquel único altar del Tabernáculo desagradaban a Dios (Dt 12:5); así,
tampoco le puede agradar una oración que no se presente en el altar por
excelencia, que es Cristo. A los hijos de Israel se les prometió que sus
oraciones serían atendidas si dirigían la mirada hacia la ciudad de Jerusalén
(1R 8:44). Igualmente, también nosotros, al orar, debemos dirigirnos a
Cristo, el templo de la divinidad (Jn 3:19,21). Cuando Cristo ora en
Getsemaní, se postra en tierra (Mr 14:35). ¡El Santísimo se humilla ante la
Majestad divina!
El que quiere orar, hágalo con un corazón sincero. Declare con toda
franqueza estar dispuesto a renunciar a cualquier alegría y sufrir con
paciencia cualquier castigo. Cuanto más pronto se ore, mejor; cuanto más
frecuentemente, mejor aún. Y cuanto mayor el fervor, mayor también el
beneplácito de Dios. Otra recomendación es: “Oren sin cesar” (1Ts 5:17),
pues si Dios demora en darnos una respuesta; no es para negarnos sus
dones, sino para que nos concienticemos más aun de su valor e
importancia. Finalmente: oremos llenos de confianza, sin dudar en ningún
momento de que Dios, al escucharnos, siempre tiene en la mira nuestro
bien.
¡Cuán grande es, oh alma mía, la gracia de Dios que ordenó que sus
ángeles te cuiden en todos tus caminos! (Sal 91:11) El Padre celestial envía
a su Hijo para redimirnos; el Hijo de Dios se hizo hombre para salvarnos;
el Espíritu Santo viene con la misión de santificarnos, y los ángeles reciben
la orden de cuidarnos. Se podría decir, entonces, que todo el reino de los
cielos se pone a nuestra disposición con sus dones y bendiciones.
Dios se alegra con sus ángeles por un pecador que se arrepiente (Lc
15.10). Las lágrimas que derrama un pecador arrepentido son para los
ángeles como lágrimas de alegría pero; de un corazón impenitente se
apartan. Arrepintámonos, pues, para que haya alegría en la presencia de
los ángeles de Dios (Lc 15:10). Los ángeles son espíritus humildes, que
odian toda altanería. No les parece nada indigno servir hasta los
pequeñuelos (Mt 18:10). ¿Cómo es entonces que la persona humana, que
apenas es polvo y ceniza (Gn 18:27; Job 10:19) suele ser tan soberbia,
cuando un espíritu celeste puede humillarse de tal manera?
Serio, muy serio, alma mía, es el peligro en que te hallas a diario por
culpa de tu adversario el diablo. Es un enemigo que ataca cuando menos lo
piensas, poderoso, astuto, incansable y capaz de adoptar las más diferentes
formas y métodos.
Hay tres cosas en lo pasado que nunca debes olvidar: lo malo que
hiciste, lo bueno que no hiciste, y el tiempo que malgastaste. Hay tres
cosas en lo presente en que siempre debes pensar: lo fugaz que es la vida,
lo difícil que es llegar a ser salvo, y lo exiguo que es el número de los que
se salvan. Hay tres cosas en lo futuro en que debes reflexionar: la muerte,
pues nada nos infunde mayor temor, el juicio, pues nada nos causa mayor
desasosiego; el castigo en el infierno, pues nada puede causar mayor
sufrimiento.
De todo cuanto hagas, nada se pierde para siempre sino que será
sembrado cual semilla para la eternidad. Si siembras para agradar a tu
naturaleza pecaminosa, de esa misma naturaleza cosecharás destrucción; y
si siembras para agradar al espíritu, del Espíritu cosecharás vida eterna (Gl
6:8). Lo que llevarás contigo después de morir no son los honores que
cosechaste en este mundo, ni tu mucho dinero, ni tus placeres, ni las
vanidades de la vida terrenal; pero cuando hayas terminado con tu tarea
de sembrador aquí en la tierra, te seguirán - tus obras.” (Ap 14:13) Por lo
tanto: así como quieres presentarte en el juicio final, así tienes que
presentarte ante los ojos de Dios ya hoy mismo.