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PALABRAS DE VIDA ETERNA

El título original de esta obra es Meditationes Sacrae. Estas meditaciones


fueron escritas por el teólogo Johann Gerhard en 1606 cuando él contaba
con 23 años de edad. Fueron traducidas al inglés bajo el título Sacred
Meditations por Wade R. Johnston.

Johann Gerhard nació en Quedlinburg, Alemania, el 27 de octubre de


1582, poco tiempo después de la edición del Libro de Concordia.
Gerhard fue uno de los mayores teólogos luteranos y defensores de la
ortodoxia del período posterior a la Reforma. Fue formado en Jena. Murió
en Jena el 17 de agosto de 1637. Además de este texto de meditaciones,
escribió otros dos: Exercitium Pietatis Quotidianum (1629) y Schola Pietatis
(1623).

La presente traducción al idioma castellano fue hecha desde el idioma


alemán por el Dr. Erico Sexauer bajo el auspicio del Seminario Concordia.
Cualquier reproducción o futura edición de la presente obra debe contar
con el permiso del Seminario Concordia, de Buenos Aires, Argentina.
Palabras de Vida Eterna

Contenido

1. El reconocimiento cabal de nuestra pecaminosidad


2. Meditar acerca de la Pasión de Cristo: Motivación para un
arrepentimiento de verdad
3. El fruto de un arrepentimiento sincero
4. Meditación acerca del nombre de Jesús
5. Meditar acerca del amor del Cristo crucificado: Fortalecimiento para
nuestra fe
6. El consuelo que emana de la pasión de Cristo para un corazón contrito
7. El fruto de la pasión de nuestro Señor
8. La certeza absoluta de nuestra salvación
9. Más que a todas las cosas debemos amar a Dios
10. Cristo: nuestra reconciliación
11. Cristo: el sacrificio por el perdón de nuestros pecados
12. La esencia y las propiedades de la verdadera fe
13. La boda espiritual de Cristo y el alma
14. Los misterios de la encarnación de Dios
15. El fruto saludable de la encarnación del Hijo de Dios
16. El descanso espiritual de los fieles
17. Los frutos del bautismo
18. Cómo se beneficia el que recibe el sacramento del altar dignamente
19. El misterio de la santa cena
20. La preparación apropiada antes de participar de la santa cena
21. La ascensión de Cristo
22. Reflexiones acerca del Espíritu Santo
23. Una santa iglesia cristiana
24. Meditaciones en torno de la predestinación
25. El efecto saludable de la oración
26. El cuidado de los ángeles
27. La astucia del diablo
28. Cómo vivir cristianamente
1. El reconocimiento cabal de nuestra pecaminosidad

Dios Santo, justo juez: vengo ante ti con mis pecados. Cada hora
que vengo pienso en la muerte, porque la muerte me amenaza en cada
hora. Cada día pienso en el juicio, porque ante tu tribunal tengo que
rendir cuentas de todo lo que hice mientras vivía en el cuerpo (2Co 5:10).
Examino mi vida, y veo que todo es vanidad e impiedad. Vanas e inútiles
son muchas de mis obras, más vanas aún muchas de mis palabras y la
mayoría de mis pensamientos. Y no sólo vana es mi vida, sino también
impía. No hallo en ella nada bueno, pues aun lo que aparenta ser bueno,
no es bueno de verdad, porque está contaminado con la peste del pecado
original y mi naturaleza completa.

Dice el piadoso Job: “Me queda el miedo de tanto sufrimiento; pues


bien sé que no me consideras inocente” (Job 9:28). Si así se queja un
hombre piadoso, ¿Qué dirá el impío? “Todos nuestros actos de justicia
son como trapos de inmundicia” (Is. 64:6). ¿Qué serán entonces nuestros
actos de injusticia? La respuesta de nuestro Salvador es clara: “Cuando
hayan hecho todo lo que se les ha mandado, decid: Somos siervos inútiles”
(Lc 17:10). Según esto, nuestra obediencia como siervos es inútil;
entonces, toda nuestra desobediencia será un solo bochorno.

Santo Dios: si estoy en deudas contigo con todo mí ser, aun en


aquello en que no peco, ¿qué te puedo ofrecer entonces en ese estado de
pecaminosidad total? Nuestra propia justicia lo es sólo en apariencia, y
queda revelada como injusticia si la comparamos con la justicia divina.

Una lámpara difunde luz en la oscuridad. Pero a la luz del sol, la de


la lámpara se desvanece. A menudo, lo que parece ser una línea recta,
demuestra ser curvada si le aplicamos una regla. Si a primera vista, un
retrato parece ser perfecto, el entendido en materia de arte descubrirá
más de una imperfección. De igual manera, el juicio severo de un juez
declarará censurable una acción que a los ojos de quien la cometió parece
del todo lícita. En suma: los juicios de Dios no son como los juicios de los
hombres (Is 55:8). Tiemblo al pensar en mis tantos pecados, y la mayoría
de ellos ni siquiera me son conocidos; pues “¿quién está consciente de sus
propios errores? ¡Perdóname aquellos de los que no estoy consciente!”
(Sal 19:12). No me atrevo a alzar la vista al cielo (Lc 18:13) porque ofendí
al que en él habita. Tampoco hallo refugio en la tierra; pues ¿cómo podría
refugiarme en el favor de alguna criatura siendo que ofendí al que es el
Señor de toda ellas?
Mi adversario, el diablo, me acusa delante de Dios (Ap 12:10) y le
dice: “Tú que eres un juez justo, ¿por qué demoras en pronunciar tu
sentencia? Vamos, di que este hombre está en las manos mías a causa de
su culpa, ya que no quiso estar en las manos tuyas a causa de tu
misericordia. Tuyo es, sí, por su naturaleza, pero mío porque se complacía
en cometer pecados; tuyo es por virtud de tus padecimientos, mío como
consecuencia de mis tentaciones; contra ti se rebela, a mí me obedece; de
ti recibió el vestido de gala de la vida perdurable y de la inocencia; de mí,
los harapos de una vida malgastada; la ropa que tú le diste, la tiró a un
lado; con la mía se presenta ante tu tribunal. ¿Qué esperas todavía? Di
claramente que este hombre me pertenece a mí, y que juntamente
conmigo tendrá que ser condenado.”

Y por añadidura, me acusan todos los elementos: El cielo dice: yo te


cobijé bajo mi bóveda luminosa para que te puedas sentir seguro. El aire
dice: yo puse a tu disposición toda clase de aves para que estén a tu
servicio. El agua dice: yo te di gran variedad de peces para que te sirvan de
alimento. La tierra dice: yo te di pan y vino para tu sustento; y sin embargo,
de todo esto abusaste, con entero desprecio de tu Creador. Por eso,
todos nuestros dones se convertirán para ti en castigos. El fuego dice:
respecto de este hombre (¡que soy yo!): en mis llamas será quemado; el
agua: en mi profundidad será sumergido; el aire: como paja lo arrastraré
por el viento; (Sal 1.4) la tierra: yo lo tragaré. Y vuelve a decir el fuego: yo
lo consumiré. Me acusan los santos ángeles que Dios me dio como
servidores en esta vida y como miembros de una misma familia en la vida
venidera. Pero ¡ay! mis pecados me privaron de sus servicios en lo
presente y de la esperanza de que serán mis compañeros en el futuro.

Y más aún: me acusa la voz de Dios, la propia ley divina: o tengo que
cumplirla, o será condenado por no cumplirla. Pero cumplirla me es
imposible - y perderme para siempre me llena de un temor insoportable y
atroz. Me acusa Dios, el Juez insobornable que está dispuesto a dar
cumplimiento a su ley hasta las últimas consecuencias. No hay forma
alguna de engañarlo, puesto que él es la Sabiduría en persona. Tampoco
puedo ponerme fuera de su alcance, ya que su dominio se extiende por el
orbe entero.

¿Adónde podría huir de su presencia? (Sal 139:7) A tus brazos,


Señor Jesús, único Refugio y Salvador nuestro. Grandes son mis pecados;
mayor es la satisfacción que hiciste por ellos. Grande es mi injusticia, pero
mayor la justicia tuya. Yo confesaré mis errores; tú perdónamelos, yo los
revelaré; haz tú que ya no se vean; yo los destaparé, tú tápalos.
Todo lo que hay en mí tendría que arrastrarme a la perdición; pero
él es generoso en perdonar, y de él recibiré misericordia (Is 55:7). Yo
cometí muchos delitos que merecerían justa condenación; tú prometiste
que por tu gran misericordia me darás vida eterna. Tú, oh Cristo, eres la
roca que me fortalece (Sal 62:7) y me cubre ante las acusaciones de mis
adversarios. Mis pecados claman al cielo; pero más poderosa es la voz de
tu sangre, derramada para la remisión de mis pecados (Hch 12:24). Muy
violenta es la acusación que mis transgresiones levanta ante Dios; pero
mucha más fuerza tienen tus padecimientos para salir en mi defensa. Mi
vida enteramente carente de justicia es motivo para condenarme; tu vida
enteramente justa es motivo más que suficiente para salvarme.

Por todo esto, no puedo apelar al trono de la justicia, pero sí puedo


apelar y apelaré al trono de la misericordia, en la certeza de que entre mi
persona y tu juicio se levanta como abogado la voz de tus méritos.

2. Meditar acerca de la Pasión de Cristo: motivación para un


arrepentimiento de verdad

Abre tus ojos, alma mía: ¿qué ves? ¡el dolor del que sufre en la cruz;
las heridas del que pende del madero; el martirio del moribundo! La
cabeza del que adoran los ángeles presenta las heridas causadas por la
corona de espinas; el rostro del más hermoso de los hombres (Sal 45:2)
queda manchado de los escupitajos de los impíos; los ojos, más brillantes
que el sol, se oscurecen en la muerte; a los oídos, en los que solían
resonar los cánticos de los ángeles, los aturden ahora las crueles burlas de
los pecadores; la boca de la cual brotaban palabras de enseñanza divina,
tiene que gustar vinagre y hiel; los pies, prontos para ir en auxilio de los
necesitados, los traspasan con clavos, igual que las manos que extendieron
los cielos (Is 45:12); al cuerpo, en que habita toda la plenitud de la
divinidad (Col 2:9), lo azotan y los traspasan con una lanza. Nada
permanece incólume - excepto la lengua, para que pueda orar por los que
lo están crucificando (Lc 23:34).

El que gobierna en el cielo junto con el Padre, es colgado del


madero como un maldito (Gl 3:13) por un puñado de pecadores. Dios
muere, Dios sufre, Dios derrama su sangre. El monto del rescate pagado
te da una idea de la magnitud de la deuda; el costo de la medicina te
permitirá imaginar lo peligroso de la enfermedad. Gravísimas deben ser las
heridas para que sólo puedan ser sanadas por las heridas del que a los
muertos da vida, y terrible el mal para el cual la única cura es la muerte
del propio médico.
¡Piensa, oh alma mía, en lo ardiente que es la ira de Dios!
Inmediatamente después de la caída de nuestros primeros padres, él
destinó como abogado a su unigénito, eterno y amado Hijo; y ni siquiera
con esto fue apartada de nosotros su ira. El hijo se ofreció como
intermediario en el litigio y defensor en la causa de los perdidos - pero la
ira de Dios seguía sin aplacar. El Hijo se hizo hombre para extinguir el
veneno inherente a nuestra naturaleza pecaminosa - pero la ira de Dios
seguía con todo su ardor. Entonces, el Hijo carga con nuestros pecados y
con todo lo que nuestros pecados merecen. Lo arrestan, lo azotan, lo
hieren, le abren el costado con una lanza, lo crucifican, lo sepultan. En los
momentos de angustia suprema se siente morir (Mt 26:38). El Hijo de
Dios se somete a los horrores del infierno; su agonía le hace estallar en el
grito: ¡Dios mío, Dios mío, ¿Por qué me has desamparado? (Mt 27:46) El
que es el Señor de las huestes celestiales necesita ser fortalecido por un
ángel (Lc 22: 43). El que da vida a toda criatura que puebla el orbe, inclina
la cabeza y entrega el espíritu (Jn 19:30).

“Si esto se hace cuando el árbol está verde, ¿qué no sucederá


cuando esté seco?” (Lc 23:3) ¿Qué se hará con los pecadores, si esto se
hace con el santo y justo? Si Dios castiga de tal manera al que era sin
pecado, ¿Cómo será el castigo que aplicará a los que están llenos de
pecado? ¿Cómo tolerará en sus siervos lo que castigó con tal severidad en
su Hijo? ¿Qué tendrán que padecer aquellos a quienes él rechaza, si hace
padecer tamaños dolores a aquel a quien ama entrañablemente? Si Cristo,
que entró en el mundo sin tener pecado alguno, no pudo salir de este
mundo sin que lo azotaran, ¿cuántos azotes merecemos nosotros, que
nacemos en pecado, vivimos en pecado, y partimos del mundo
acompañados de nuestros pecados? El siervo vive feliz y contento,
mientras que a causa de los pecados de aquel hombre el Hijo amado de
Dios sufre lo indecible. El siervo provoca siempre más la ira divina, en
tanto que el Hijo tiene que esforzarse al máximo para aplacar la ira del
Padre.

¡Ay! ¡Irresistible es la ira de Dios, e inflexible la severidad de su


justicia! Si así procedió con su unigénito y amado Hijo, co-igual a él, no
porque el Hijo mismo haya cometido algún delito, sino porque intercedió
por los pecadores (Is 53:12), ¿qué hará Dios con su siervo que persiste en
su mal obrar y en su enemistad contra el Señor? Por esto: que el siervo
piense con temor y angustia en lo que sus hechos merecen, viendo que el
Hijo es castigado por crímenes que no cometió. Que el siervo viva con
miedo a causa de su persistencia en delinquir, lo que el Hijo tuvo que
pagar con tanto sufrimiento. Que tema la criatura que crucificó al
Creador. Que tema el siervo que mató a su Señor. Que tema el impío y el
pecador por haber angustiado al Santo y piadoso hasta que se sintió morir
(Mr 14:34).

Amados míos: ¡escuchemos su clamor, escuchemos como grita y


llora desde la cruz y nos dice: “¡Mira, oh hombre, lo que yo padezco en
lugar tuyo! ¡A ti te hablo, porque muero por ti! ¿Ves los castigos que me
imponen, los clavos que traspasan mis manos y mis pies? No hay dolor
comparable al dolor de mis torturas. Y por grandes que sean los dolores
que siento en mi cuerpo, mayor aún es el dolor que siento en mi alma al
darme cuenta de tu indiferencia e ingratitud!”

¡Ten compasión de nosotros, Dios lleno de misericordia! Arranca el


corazón de piedra que ahora tenemos, y pon en nosotros un corazón de
carne (Ez 11:19), que se incline ante ti en profundo arrepentimiento.

3. El fruto de un arrepentimiento sincero

Base y comienzo de una vida en santidad es un arrepentimiento


saludable. Pues donde hay un arrepentimiento de verdad, hay perdón de
pecados. Donde hay perdón de pecados hay gracia de Dios. Donde hay
gracia de Dios, allí está Cristo. Donde está Cristo, está su mérito. Donde
está el mérito de Cristo, hay satisfacción por nuestros pecados. Donde
hay satisfacción por nuestros pecados, hay justicia. Donde hay justicia, hay
una conciencia en paz y sosiego. Donde hay paz de conciencia, está el
Espíritu Santo. Donde está el Espíritu Santo, está toda la Santísima
Trinidad. Donde está la Santísima Trinidad, hay vida perdurable. Por ende:
donde hay un arrepentimiento de verdad, hay vida perdurable. Pero donde
no hay un arrepentimiento de verdad, tampoco hay perdón de pecados, ni
gracia de Dios, ni Cristo, ni su mérito, ni satisfacción por nuestros
pecados, ni justicia, ni una conciencia en paz, ni el Espíritu Santo, ni la
Santa Trinidad, ni tampoco vida perdurable.

Me pregunto entonces: ¿por qué dejamos nuestro arrepentimiento


para más tarde, o para el día de mañana? Ni el día de mañana está en
nuestro poder, ni tampoco el arrepentimiento de verdad. Y no solo acerca
del día de mañana tendremos que rendir cuentas en el día postrero, sino
también acerca del día de hoy. Que nos espera un mañana no es tan
seguro. Pero que al impenitente le espera la condenación, esto es
absolutamente seguro. Dios nos prometió perdón de pecados si nos
arrepentimos; pero que veremos la luz de un nuevo día esto no nos lo
prometió. Por otra parte: la satisfacción que Cristo hizo por nuestros
pecados se concreta solo en un corazón verdaderamente contrito. Dice el
profeta Isaías: “Son las iniquidades de ustedes las que los separan de su
Dios” (Is 59:2). Pero al arrepentirnos volvemos a unirnos a él.

Entonces: Reconoce y deplora tus pecados, y experimentarás que


Dios se reconcilia contigo gracias a los méritos de Cristo. “He disipado
tus transgresiones” dice el Señor” (Is 44:22) así que nuestros pecados
estaban registrados en el tribunal del juez supremo. “Aparta tu rostro de
mis pecados” ruega el salmista (Sal 51:9), así que Dios pone nuestros
pecados ante su rostro. “¿Cuándo, Señor te volverás hacia nosotros?”
pregunta un acongojado Moisés (Sal 90:13), así que nuestros pecados nos
tienen alejados de Dios. “Nuestros pecados nos acusan” gime el profeta
Isaías (Is 59:12) nos acusan ante el tribunal de la justicia divina. “Lávame de
toda mi maldad y límpiame de mi pecado” (Sal 51:2) ruega David, con lo
que reconoce que nuestra pecaminosidad es una inmundicia que necesita
que Dios lave y limpie. “Borraré de mi libro a quién haya pecado contra
mí” dice el Señor (Éx 32:33), así que a causa de nuestros pecados seremos
borrados del libro de la vida. “No me alejes de tu presencia” implora el
autor sagrado (Sal 51:11) con lo que reconoce que nuestros pecados nos
alejan del Señor y siguen diciendo: “No me quites tu Santo Espíritu” (Sal
51:11) con lo que indica que nuestros pecados expulsan al Espíritu Santo
del templo de nuestro corazón. “Anúnciame gozo y alegría” es otro ruego
del mismo salmista (Sal 51:8), lo que implica que sin la estimulante
promesa de Dios, el pecado hace que nuestro corazón se vea invadido por
una invencible desazón. “La tierra yace profanada, pisoteada por sus
habitantes” exclama Isaías (Is 24:5) profanada por las iniquidades de
quienes viven en ella, “A ti, Señor, elevo mi clamor desde las
profundidades del abismo” reza el comienzo de un ‘Cántico de los
peregrinos’ (Sal 130:1) por su impiedad, el pecador es arrojado a lo
profundo del infierno - y pecadores somos todos. “Estábamos muertos en
nuestras transgresiones y pecados” dice el apóstol (Ef 2:1) refiriéndose a
nuestra vida ‘en otro tiempo;’ el pecado es, pues, equivalente a la muerte
espiritual del alma. A raíz del pecado mortal, el hombre pierde a su Dios.

Dios empero es el bien muy por encima de todos los bienes; por lo
tanto, perder a Dios es el mal muy por encima de todos los males. Así
como Dios es el mejor de los bienes, el pecado es el peor de los males.
Por otra parte, los castigos y las tribulaciones no son males verdaderos
porque de ellos podemos derivar multitud de bienes. Más aún: el hecho de
que en sí son bienes, se debe a que provienen de Dios; y “sabemos que
Dios dispone todas las cosas para el bien de los que lo aman” (Ro 8:28).
¿Acaso el bien supremo, Cristo, no estuvo cargado de castigos y
tribulaciones? Pero, como bien supremo, no puede tomar parte de algo
que es un mal verdadero. Sin embargo: los males pueden conducirnos
también a ese bien máximo que es la vida eterna. El camino de la
humillación de Cristo lo condujo a su glorificación; así también “nos es
necesario pasar por muchas dificultades para entrar en el reino de Dios”
(Hch 14:22).

Entonces: el más grande de todos los males es el pecado, porque


nos separa del más grande de todos los bienes. Cuánto más cerca estés de
Dios, más lejos estarás del pecado, y viceversa: cuanto más cerca del
pecado, más lejos de Dios. ¡Cuán saludable es por lo tanto el
arrepentimiento, porque nos aparta del pecado y hace que retornemos a
Dios! Ciertamente, nuestro pecado es tan grande como es grande Aquél a
quien ofendemos por nuestro pecado. Pero por otra parte también
nuestro arrepentimiento es tan grande como Aquél a cuyo lado nuestro
arrepentimiento nos hace retornar.

Muchos son los que acusan al pecador: su conciencia que mancilló


su Creador al que ofendió, la culpa en que incurrió con sus transgresiones,
la creación que deterioró con su depredación, el diablo a cuyos impulsos
cedió. ¡Cuán saludable es, en vista de todo esto, el arrepentimiento que
nos libra de tantas y tan graves acusaciones! ¡Busquemos pues con todo
afán un medicamento para semejante enfermedad! Si postergas tu
arrepentimiento hasta que estés en el sepulcro, tus pecados se apartarán
de ti, pero tú no te apartarás de tus pecados, sino que te seguirán. Será
muy difícil dar con una persona que se arrepintió de veras en su última
hora, excepto aquel criminal en la cruz. “Catorce años te serví,” le dijo
Jacob a Labán (Gn 31:41); “llegó la hora de preocuparme por mí mismo”.
Y después de haber servido por tanto años al mundo y a tu vida terrenal,
¿no crees que convenga empezar a preocuparte por tu alma? Día tras día
amontonamos un pecado sobre otro; por eso el Espíritu tiene que lavarlos
día tras día mediante nuestro arrepentimiento.

Cristo murió para hacer morir el pecado en nosotros; ¿cómo


podemos entonces dejar que viva y domine en nuestro corazón aquello
que el Hijo de Dios vino a extinguir por medio de su muerte? Cristo no
entrará con su gracia en un corazón humano a menos que Juan el Bautista
le haya preparado el camino mediante el bautismo del arrepentimiento.
Dios derrama el aceite de su misericordia sólo en un recipiente ya casi
roto.

Como primera medida, Dios da muerte a nuestro corazón rebelde


(Sal 2:6), para luego darnos vida mediante el consuelo del Espíritu Santo.
Primero nos hunde en el dolor infernal causado por un serio
arrepentimiento, para luego elevarnos al goce de su gracia celestial. Lo
primero que Elías (1R cap.19) oyó fue un viento recio, tan violento que
partió las montañas e hizo añicos las rocas; al viento le siguió un
terremoto, y después un fuego. Pero a continuación del fuego vino un
suave murmullo. Así también, al disfrute del amor de Dios le preceden los
terrores de la conciencia y al consuelo le precede la tristeza. Dios no te
vendará tus heridas sin que antes las hayas reconocido y lamentado. No
perdonará tus culpas sin que antes las hayas confesado. No te declarará
justo sin que antes te hayas declarado condenado. No te consolará sin que
antes hayas caído en desesperación a causa de tu total indignidad.

¡Que Dios produzca en nosotros tal arrepentimiento sincero por


obra de su Espíritu Santo!

4. Meditación acerca del nombre de Jesús

¡Jesús amado, sé también mi Jesús (= Salvador)! Por amor a tu santo


nombre ten compasión de mí. Mi vida imperfecta me condena; pero el
nombre de Jesús me salvará. Por amor a tu nombre, haz conmigo lo que
tu nombre significa; y por cuanto tú eres el grande y verdadero Salvador,
seguramente tendrás en cuenta también a los grandes y verdaderos
pecadores. Ten misericordia de mí, Jesús amado, en el tiempo de la gracia,
para que no tengas que condenarme en el tiempo del juicio. Recíbeme en
tu corazón; no por eso, el lugar allí quedará más reducido. Dame unas
migajitas de tu gracia; no por eso quedarás más pobre. Para mí has nacido
(Is 9:6) para mí has sido circuncidado, para mí te han dado el nombre de
Jesús. No hay nombre como éste; es el nombre que está sobre todo
nombre: (Fil 2:9) ¡Jesús-Salvador! ¿Qué mal podrá sobrevenir todavía a los
que tú has salvado? (Sal 91:10). ¿Qué más podremos pedir o esperar, si
tenemos asegurada la salvación de nuestra alma? Acéptame, pues, Señor
Jesús, en el grupo de tus hijos, para que junto con ellos pueda alabar tu
santo nombre. Yo mismo me privé de mi inocencia; pero con esto no te
privé de tu compasión. Yo mismo, miserable pecador, fui el causante de mi
perdición y condenación; esto no te impidió a ti ser el causante de mi
salvación gracias a tu misericordia.

¡Oh Señor, no te olvides de tu misericordia al ver mis innumerables


pecados! No des a mis transgresiones mayor peso que a tus méritos. No
disminuyas tu bondad ante el crecimiento de mis iniquidades. No te
acuerdes de tu ira contra el culpable, sino de tu piedad para con el mísero.
Tú me diste un alma que tiene sed de ti (Sal 63:1) ¿querrás que esa sed
quede sin apagar? Pusiste al descubierto ante mis ojos lo indigno que soy y
lo justo que es tu juicio condenatorio; ¿esconderás ante mí tu mérito y la
promesa de la vida eterna? Mi causa se tendrá que ventilar ante el tribunal
en los cielos; pero mi consuelo es que en la sede de este tribunal tú
figuras con el nombre “Salvador” que el ángel te había puesto antes que
fueras concebido (Lc2:21).

¡Oh Jesús, rico en compasión y misericordia! ¿para quiénes quieres


ser un “Jesús” (Salvador) si no lo eres para los pobres pecadores ansiosos
de gracia y salvación? Verdad es que los que confían en su propia justicia y
santidad, creen hallar la salvación en sus méritos personales; yo empero
no hallo en mi persona cosa alguna que me haga digno de merecer la vida
eterna; por esto acudo a ti, que has venido para salvar a tu pueblo de sus
pecados (Mt1:21). ¡Da la salvación, pues, a los condenados, ten compasión
del pecador, justifica al impío, absuelve al acusado!

Tú, Señor, eres la verdad (Jn 14:6), y Santo es tu nombre. Haz que
yo experimente tu verdad y santidad; sé también para mí un Jesús, un
Salvador, en la vida presente, en la muerte, en el juicio final, en la vida en
el más allá. Y no tengo duda alguna de que lo serás; pues así como en
cuanto a tu persona eres el mismo ayer y hoy y por los siglos (Heb 13:8),
también es siempre igual tu misericordia. Lo que significa tu nombre,
‘Jesús’, lo significa también con respecto a mí, pobre pecador: también
para mí serás un Salvador. Si vengo a ti, no me rechazarás (Jn 6:37). Tú
haces que yo venga a ti con gozo; esto me da la certeza de que me
aceptarás cuando venga; porque tus palabras son espíritu, verdad y vida.
(Jn 6:63,14:6)

Tantísimos factores hay que me condenan: el pecado original que


vengo arrastrando por naturaleza; mi concepción como pecador (Sal 51:5),
los pecados de mi juventud; la imperfección de mi vida entera; la muerte
que me aguarda por causa de mis muchas transgresiones; más aún, la
severa sentencia condenatoria que tendrá que caer sobre mí en el juicio
final: ¡a despecho de todos estos factores más que adversos, tú eres mi
Jesús, mi Salvador! En mí no hay sino pecado, rechazo y condenación; más
en tu nombre hay justicia, aceptación y bienaventuranza. Pues bien: en tu
nombre fui bautizado, en tu nombre deposito mi confianza, en tu nombre
moriré y resucitaré, y en él me presentaré ante el juicio. Todo esto está
contenido en tu nombre como en un cofre lleno de joyas. Y de estas joyas
se perderán sólo aquellas que yo mismo extravío por culpa de mi
incredulidad.

¡No permitas que esto suceda! Te ruego por amor a tu nombre,


para no ser condenado por causa de mi propia culpa y falta de fe. Sé que
tú deseas que yo sea salvo (1Ti 2:4), pues tu santo nombre así lo indica.
5. Cristo, muerto en la cruz por amor a mí: ¡aumenta y
profundiza mi fe!

Señor Jesús: al pensar en todo lo que sufriste por mí, se me llena el


corazón de tristeza. No solamente no tengo con qué recompensártelo,
sino que a menudo ni siquiera lo aprecio como debiera hacerlo. Siempre
busco una forma de complementar tu obra con alguna obra propia, aún
sabiendo que tu obra redentora es del todo perfecta y suficiente. Si
pudiera hallar en mí mismo aunque sea un solo rasgo de justicia, la justicia
tuya perdería su valor, o por lo menos, yo no desearía tan ansiosamente
que llegara a ser también la justicia mía. Si yo tratara de respaldarme en las
obras de la ley, esa misma ley me condenaría. Pero ahora sé que ya no
estoy bajo la ley, sino bajo la gracia (Ro 6:14).

Haciendo un examen de mi vida, debo confesar como aquel hijo


perdido: “Padre, he pecado contra el cielo y contra ti. Ya no merezco que
se me llame tu hijo” (Lc 15:21). Por favor: no me niegues el derecho a
llamarme tu jornalero. Te ruego que no me prives del fruto de tu pasión,
pues solamente la sangre que vertiste en la cruz es lo que puede salvar a
mi alma de la condenación eterna. Los pecados siempre siguieron vivos en
mí; te ruego: hazlos morir conmigo; y haz que el espíritu venza la debilidad
de mi carne; que el hombre interior sea renovado en gloria cuando el
hombre exterior vuelva a la tierra de la cual fue tomado (Gn3:19); que
Satanás, en cuyas redes he caído tantas veces, al fin sea aplastado bajo mis
pies (Ro16:20). El diablo no se cansa de acusarme; pero sus acusaciones se
quedarán en la nada. La imagen de la muerte es aterradora; pero con esa
misma muerte terminan todos mis pecados y se inicia una vida en justicia e
inocencia perfectas.

Satanás trata de aterrorizarme acusándome por mis pecados; y bien:


que acuse a Aquél que cargó con nuestras enfermedades y fue traspasado
por nuestras rebeliones y molido por nuestras iniquidades (Is 53:4,5). Mi
culpa es tal que no puedo pagar ni siquiera una parte de ella; pero confío
en la riqueza y la bondad del que salió como mi garante. El me sacará de
mi apuro y pagará lo que yo debo, ya que tomó como suya la deuda mía.
Pequé, Señor, y mis pecados son muchos y graves. Pero no quisiera
agregar además el más horrible de los pecados: decir que todas tus
palabras, tus méritos tu juramento y lo demás que hiciste para saldar la
deuda que contraje con mi iniquidad -que todo esto es mentira. ¡Gracias
Señor! Pues ahora, mis pecados no me hacen temblar de miedo, porque tú
eres mi justicia; tampoco me causa temor mi ignorancia, porque a ti, Dios
ha hecho mi sabiduría (1Co 1:30); ni la muerte, porque tú eres mi vida; ni
mis errores, porque tú eres mi verdad (Jn 14:6), ni que mi cuerpo sufra
corrupción, porque tú eres mi resurrección; ni las aflicciones más
dolorosas, porque tú eres mi alegría; ni la severidad del juicio, porque tú
eres mi abogado.

Oh Señor, mi alma se muere de sed; confórtala con el rocío de tu


consuelo. Mi espíritu languidece; pero tú harás que recobre vigor; mi
carne se parece a hierba marchita; pero pronto reverdecerá. Llegará el día
en que mi carne será presa de los gusanos; pero tú me la restaurarás, ya
que prometiste librarme de todo mal. Tú me creaste-¿qué y quién podría
destruir la obra de tus manos? Tú me libraste de todos mis enemigos-
¿será la muerte el único enemigo al que no lograste vencer? Tu cuerpo y
tu sangre con todo lo que posees, aún a tu propia persona, pusiste en la
balanza para salvar mi alma-¿cómo podrá la muerte cuidarme algo que fue
adquirido a tan alto precio?

Tú, Señor Jesús, eres la justicia; entonces, mis pecados no pueden


ser más poderosos que tú; ni puede mi muerte ser más poderosa que tú,
que eres la resurrección y la vida (Jn 11:25); tampoco Satanás puede ser
más poderoso que tú, porque tú eres Dios. Tú pusiste tu Espíritu en mi
corazón como garantía de tus promesas (2Co 1:22). He aquí mi gloria y mi
victoria, y el firme fundamento de mi fe. No tengo duda alguna de que
seré invitado a las bodas del cordero (Ap 19:7). En ti he sido bautizado, tú
me has vestido con el traje de boda (Gá 3:27; Mt 22:11). A un traje tan
precioso, yo no le quiero añadir como remiendo el paño sucio de mi
propia justicia; pues ¿qué son todos nuestros actos de justicia sino trapos
de inmundicia? (Is 64:6) Siendo esto así, ¿cómo podría yo atreverme a
combinar mis harapos con el traje de gala de tu justicia? Con este traje de
gala quiero comparecer ante tu rostro el día en que juzgarás al mundo con
justicia (Hch 17:31) y cuando haga mi entrada en el reino celestial. Este
traje cubrirá mi temor y mi vergüenza para que no sean recordados nunca
jamás. Entonces podré encontrarme contigo en gloria y santidad y verte
con mis propios ojos (lit. ´desde mi carne’) (Job 19:26) y esa gloria
permanecerá por los siglos de los siglos.

Amén. ¡Ven, Señor Jesús! (Ap 22:20) Y el que te ama diga: ¡Sí, ven!

6. El consuelo que emana de la pasión de Cristo para un corazón


contrito

El oprobio sufrido por Cristo es la honra de todos los que creemos


en él; sus heridas son nuestra paz; su muerte es nuestra vida; y su
exaltación, nuestra gloria. ¡Cuán grande es tu misericordia, Padre celestial,
poderoso Dios! Tuve fuerzas suficientes para ofenderte pero para
reconciliarme conmigo soy totalmente incapaz; por esto, tú mismo te
reconcilias conmigo por virtud de Cristo. Lo que tu Hijo amado padeció,
lo aceptas como pago por lo que te debe tu siervo malvado, y así, tu justa
ira se torna en inmerecida compasión.

Sé que pesa sobre mí un serio castigo por mi vida en pecados; pero


muchísimo más pesa lo que mi Redentor mereció a favor mío con su vida
en santidad; grande es mi injusticia, pero muchísimo mayor es la justicia de
Èl. “Mis caminos y mis pensamientos son más altos que los cielos sobre la
tierra” (Is 55.9), dice el Señor. Así también la conmiseración del Padre en
los cielos es “más alta” que la miseria de sus descarriados hijos sobre la
tierra.

Todo lo que soy es tuyo debido a mi procedencia; ayúdame a que


llegue a ser tuyo también por mi amor. Tú me dices: “Pidan, busquen,
llamen” (Mt 7:7). Confiando en tu promesa, te ruego humildemente: dame
lo que te pido, haz que encuentre lo que busco y atiéndeme cuando llamo.
Tú produces en mí el querer; ¡produce también, te lo ruego, el hacer! (Fil
2:13). Santo Dios, Juez justo: mientras yo guardo silencio respecto de mis
pecados (Sal 32:3), jamás tendrán cura; si los saco a la luz, aparecen en
toda su fealdad. El dolor que me causan es terrible; pero más terrible aún
es el temor que me infunden.

Tú bien sabes que mi desdicha es verdadera; no me quites, pues, tu


compasión, que es igualmente verdadera; y borra mi gran culpa con tu aún
mucho mayor bondad. Padre santo, no hagas caer sobre mí tu ira, tú que a
causa de mis pecados hiciste caer los dolores de la cruz sobre tu Hijo.
Jesús santo, líbrame de la ira divina, tú que en lugar mío fuiste arrestado
por la turba vil. Espíritu santo, sé mi refugio contra la ira divina, tú que en
tu santa palabra prometiste que los que tienen un corazón quebrantado y
arrepentido (Sal 51:17) recibirán misericordia. Santo Dios, Juez justo: no
encuentro lugar “donde podría huir de tu presencia: si subiera al cielo, allí
estás tú; si tendiera mi lecho en el fondo del abismo, también estás allí. Si
me llevara sobre las alas del alba, o me estableciera en los extremos del
mar, aún allí tu mano me guiaría, ¡me sostendría tu mano derecha!” (Sal
139:7-10). Ya sé donde huir: a Cristo; ¡en sus heridas me esconderé!

Oh Dios misericordioso: mira el cuerpo de tu Hijo, enteramente


cubierto de heridas, y no mires las heridas de mis maldades. Haz que la
sangre de tu Hijo Jesucristo me limpie de todo pecado (1Jn 1:7). Abre tus
oídos a sus insistentes ruegos (Jn 17:11) con que pide tu protección para
sus escogidos. Santo Dios, Juez justo: si observo con atención el camino
de mi vida, me asusto: me parece ser el camino por un desierto. Los
escasos frutos que creo descubrir, los veo atacados por la hipocresía,
imperfectos, o viciados de alguna otra enfermedad. En pocas palabras mi
vida no merece otra cosa que tu desagrado y desaprobación; porque en
verdad, es una vida pecaminosa, y por ende condenable; o estéril, y por lo
tanto reprobable. Y si no produce frutos buenos, igualmente es digna de
condenación. En efecto: todo árbol que no produzca fruto bueno, será
cortado y arrojado al fuego (Mt 3:10) -y esto se refieren no sólo al árbol
malo, sino también al infructífero.

Me aterra pensar en que el Hijo de hombre pondrá las cabras a su


izquierda (Mt 25:32), no por el mal que hicieron, sino por el bien que no
hicieron: no dieron de comer a los hambrientos, y no dieron nada de
beber a los sedientos. ¿Para qué sirves entonces, árbol seco e inútil? Sólo
para ser echado al fuego eterno. ¿Qué responderás en el día en que
tendrás que rendir cuenta de los detalles más mínimos de esa vida que
recibiste de las manos de Dios, y en la hora en que tendrás que decir
cómo usaste ese regalo del cielo? Aún los cabellos de tu cabeza están
contados (Lc12:7), dice la Escritura; así están contados también todos los
momentos de tu vida. ¿En qué los inviertes?

¡Cuadro horrible! Aquí los pecados que me acusan, allí la justicia


que me infunde miedo; debajo de mí, las fauces del infierno; por encima de
mí, el juez airado; en mis adentros, el ardor de la conciencia aterrada, en
derredor mío, el ardor del mundo con su torbellino de crímenes y
tentaciones.

Si el justo con dificultad se salva, ¿que será del impío y del pecador?
(1P 4:18) No habrá posibilidad de esconderse; pero ¿cómo se sentirá el
impío y el pecador cuando tenga que mostrarse tal como es? ¿De dónde
ha de venir mi ayuda? ¿Quién es el enviado de Dios al que llaman
“Consejero”? (Is 9:6). Es Jesús el mismo Juez cuyo veredicto aguardo con
temor- pero ¡ten ánimo, alma mía! Pon tu esperanza en aquel al cuál
temías, refúgiate en aquel del cual huías. Jesucristo, por amor a tu nombre
te pido: haz conmigo lo que tu nombre indica: ¡Sálvame! Reconozco que
he merecido ser condenado, y que mi arrepentimiento no basta para
escapar a este castigo. Pero también es cierto que tu misericordia
sobrepasa en mucho todo el dolor que te causé. En ti Señor, pongo mi
confianza, y sé que jamás seré avergonzado (Sal 25:3).
7. El fruto de la pasión de nuestro Señor

Cada vez que pienso en la pasión de nuestro Señor, pienso también


en la gran importancia que tiene para mí el amor de Dios y el perdón de
mis pecados. Jesús inclina su cabeza para besarme; abre sus brazos para
abrazarme, sus manos para dispensarme su gracia, su costado para
mostrarme cómo arde de amor su corazón. Es levantado de la tierra para
atraer a todos a sí mismo (Jn 12:32). Sus heridas son como la puerta que
nos permite acceder al lugar más íntimo de su corazón; y lo que allí vemos
es un amor inagotable y plena redención (Sal 130:72). Cuando Abraham se
estaba aprestando para presentar a su hijo como holocausto a Dios, el
Señor le dijo: “Ahora conozco que temes a Dios, porque ni siquiera te has
negado a darme a tu único hijo.” (Gn 22:12) Así, puedes conocer también
tú el amor inefable del que es tu Padre desde la eternidad, que no titubeó
en entregar a su Hijo unigénito como sacrificio expiatorio por nuestros
pecados.

Él nos amó cuando todavía éramos enemigos (Ro 5:8); ¿acaso podrá
olvidarnos después de haberse reconciliado con nosotros mediante la
muerte de su Hijo? ¿Podrá olvidarse de la preciosa sangre que derramó su
Hijo, ese mismo Dios que nos dice que ha contado nuestros pasos y
registrado nuestras lágrimas? (Sal 56:8) ¿Podrá Cristo olvidarse de
nosotros, sus hermanos, por quienes sufrió la muerte, y ahora, ya en su
estado de exaltación, dejar de pensar en aquellos a quienes amó tanto en
su estado de humillación? ¿Ves, alma mía, cuántos frutos lleva la pasión de
nuestro Señor? En su máxima angustia, su sudor caía a tierra como gotas
de sangre (Lc 22:44), para que el sudor de la muerte no nos haga caer en
desesperación. Luchó con la muerte para que nosotros podamos encarar
con fe nuestra propia agonía. Se hizo obediente hasta la tan torturante
muerte de cruz (Fil 2:8) para hacernos herederos de las delicias eternas en
el reino del Padre.

Permitió que Judas lo traicionase con un beso, señal de amor y


amistad; para que así fuese extinguido el pecado que Satanás usó para
traicionar a nuestros primeros padres aparentando una amorosa solicitud
en favor de ellos. Se hizo arrestar y atar por los judíos para desatarnos a
nosotros de los lazos del maligno y librarnos de ser arrojados a la
condenación eterna. Su pasión comenzó en el huerto de Getsemaní; con
ella hizo satisfacción por el pecado que comenzó en el jardín del Edén.
Aceptó ser fortalecido por un ángel para asegurarnos un lugar junto a los
ángeles en el cielo. Sus discípulos lo abandonaron: seria advertencia para
nosotros que a menudo nos hemos separado cobardemente de Dios en
situaciones de peligro. Ante el Consejo es acusado por falsos testigos para
que Satanás no nos pueda acusar a nosotros esgrimiendo testimonios
falseados de las Escrituras. Lo juzgaron aquí en la tierra, para que nosotros
fuésemos absueltos en el cielo. Él, que jamás cometió delito alguno, no
abrió la boca cuando “los hijos del diablo” intentaron probar que era
culpable de pecado (Jn 8:46), y lo hizo para que nosotros no tengamos que
enmudecer cuando seamos citados ante el tribunal de Dios a causa de
nuestras iniquidades. Aguantó bofetadas para que no nos hieran las
puñaladas de nuestra conciencia y de Satanás. También aguantó burlas,
para que nosotros podamos burlarnos de nuestro adversario el diablo. No
ofrece resistencia cuando le cubren el rostro, para quitarnos el pecado
que, cual venda ante los ojos, impide que miremos a los ojos a nuestro
Padre celestial y nos sume en una ignorancia imperdonable. Le arrancaron
los vestidos a Jesús, para que nosotros fuésemos cubiertos nuevamente
con el vestido blanco de la inocencia que el pecado nos arrebató. Fue
herido de espinas para que nosotros fuésemos curados de los pinchazos
que lastimaban nuestro corazón. Le impusieron la larga cruz para que a
nosotros nos fuese quitada la carga del castigo eterno.

Exclamó: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?”


para que un día nosotros podamos vivir en el amparo de nuestra mansión
en lo alto. Tuvo sed en medio de su agonía en la cruz, para que nosotros
no tengamos que ser atormentados por sed eterna en las llamas del
infierno (Lc 16:23 y ss.). Fue sometido a juicio para librarnos del juicio de
Dios. Lo trataron como a un criminal para redimirnos a nosotros, los
culpables. Fue azotado por manos inicuas, para protegernos de los azotes
del diablo. Gritó de dolor para que nosotros no seamos echados a la
oscuridad donde habrá llanto y rechinar de dientes (Mt 8:12). Vertió
lágrimas para enjuagar toda lágrima de nuestros ojos (Ap 7:17). Murió para
darnos vida. Sintió los dolores del infierno para que nosotros no los
tengamos que sentir jamás. Se rebajó voluntariamente (Fil 2:7) para darnos
un remedio contra la altivez. Le colocaron una corona de espinas en la
cabeza, para darnos a nosotros la corona de la vida. Sufrió el agravio de
todos para traernos la salvación.

Se oscurecieron sus ojos en la muerte para que nosotros podamos


vivir en la luz de la gloria eterna. Tuvo que escuchar burlas y blasfemias
para que, llegados al cielo, podamos escuchar los cánticos triunfantes de
los ángeles. ¡No desesperes, pues, alma mía! Es verdad: con tus pecados
ofendiste gravemente al Altísimo. Pero también se pagó por ti un rescate
altísimo. Mereces ser sometido a juicio por tus muchas faltas, pero la
sentencia ya quedó firme: sobre él recayó el castigo, precio de nuestra paz
(Is 53:5). Grandes son las heridas que tu pecado causó; pero mayor es el
poder curativo de la sangre que Jesús derramó. Moisés tiene que
maldecirte porque no practicaste fielmente las palabras de esta ley (Dt
27:26). Pero Cristo se hizo maldición por ti (Gl 3:13). Verdad es que
tenías una deuda pendiente por los requisitos de la ley; pero quedó
anulada por la sangre de Cristo (Col 2:14).

¡Sea pues tu pasión, Jesús amado, mi último refugio!

8. La certeza absoluta de nuestra salvación

¿Por qué te inquietas, alma mía, y por qué te vas a angustiar? (Sal
42:5) ¿Por qué dudas todavía de la misericordia de Dios? Piensa en tu
creador: ¿acaso no te ha creado sin intervención tuya? ¿Acaso no te ha
formado en lo más recóndito, y entretejido en lo más profundo de la
tierra? (Sal 139:15) Él tenía cuidado de ti aun antes de que existieras;
¿crees que su cuidado terminará, ahora que te creó a su imagen?

Criatura de Dios soy; a él me dirigiré; él no ha muerto, por más que


Satanás haya envenenado mi naturaleza y mis pecados me hayan dejado
mal herido. El que me creó sin mancha de pecado también puede hacer de
mí una nueva criatura y quitarme todas las manchas de que me llenaron las
maquinaciones del diablo, la transgresión de Adán y mis propias
transgresiones, y que ahora se manifiestan en todo mi ser. No hay dudas:
el que me creó también puede hacer de mí una nueva criatura, si así lo
desea. Y estoy seguro de que lo desea; ¿o acaso un artesano puede odiar
su propia obra?

Nosotros somos como el barro en las manos del alfarero; ¿no


puede el alfarero hacer con el barro lo que quiere? (Jer18:6) Entonces: si
Dios me odiara, jamás me habría creado de la nada. ¡Él es el Salvador de
todos, especialmente de los que creen! (1Ti 4:10) Alabo a Dios porque
soy una creación admirable (Sal 139:14); y mucho más admirable aún es la
forma cómo me salvó. Nunca el amor que el Señor nos tiene se evidenció
con mayor claridad que en las heridas de Cristo y su pasión. ¡Por cierto,
inmenso debe ser el amor divino para con el pecador cuando por causa de
éste, el Hijo unigénito del Padre fue enviado a este mundo! Si tú, Jesús
amado, no tuvieras el deseo de redimirme, ¿por qué habrías descendido
del cielo a la tierra? Pero el hecho es que descendiste, a la tierra, a la
muerte, a la cruz (Fil 2:8).

Para rescatar a un siervo, Dios no escatimó ni su propio Hijo (Ro


8:32). ¡Cuán grande debe ser el amor que Dios tiene al mundo, de por sí
perdido y condenado, si para redimirlo le entregó a su Hijo a fin de que lo
pudieran matar y crucificar! Ciertamente: inmensamente grande es el
precio que se pagó para rescatarnos (1Pe 1:18); e enormemente grande
es, por lo tanto, también la compasión de nuestro Redentor. Bien podría
parecer que Dios ama a sus hijos escogidos con el mismo amor con que
ama su propio Hijo unigénito; pues, humanamente hablando: un objeto
que compramos nunca debe valer menos que el precio que pagamos por
él. Para poder adoptarnos como hijos, Dios no escatimó a su Hijo, en
todo igual a él. No ha de sorprendernos, entonces, que nos haya
preparado viviendas en su hogar celestial (Jn14:2) una vez que nos había
dado a su Hijo, en el cual habita en forma corporal toda la plenitud de la
divinidad (Col 4:9). Sin lugar a dudas: donde está la plenitud de la divinidad,
está también la plenitud de la vida y gloria eterna.

Y siendo que Dios nos ha dado en Cristo la plenitud de la vida


eterna, ¡cómo podrá negarnos un pequeño anticipo de la misma! Nunca
podremos alabar suficientemente el amor del Padre con que nos adoptó
como hijos suyos al precio de su propio Hijo, ni tampoco el amor del Hijo
que se entregó por nosotros. Para enriquecernos, vivió en extrema
pobreza, sin siquiera tener dónde recostar la cabeza (Mt 8:20). Para
hacernos hijos de Dios, él se hizo hombre. Y si bien entró una sola vez y
para siempre en el lugar Santísimo logrando así un rescate eterno (Heb
9:12), no nos deja librados a nuestra suerte, sino que está a la derecha de
Dios e intercede por nosotros (Ro 8:34). ¿Podría ser que al salvar a mi
alma, Jesús haya omitido algún detalle? ¡Imposible! Con entregarse a sí
mismo, según sus propias palabras: “Todo se ha cumplido.” (Jn 19:30)
¿Qué le podría negar el Padre a su Hijo que se hizo obediente hasta la
muerte, y muerte de cruz? (Fil 2:8).

¿Acaso el Padre no aceptó por anticipado el rescate que pagó el


Hijo?
¡Qué vengan ahora los pecados que me quieren acusar! Yo tengo un
intercesor en quien puedo confiar. El que me defiende tiene más poder y
autoridad que el que me acusa. Cuando mi debilidad me hace temblar, me
apoyo en mi eficaz abogado. Cuando Satanás me acusa, sé que tengo un
mediador que rechaza esas acusaciones. ¡Que me acusen los cielos y la
tierra gritando: él mismo tiene la culpa de haber cometido esas faltas! A mí
me basta con la intercesión de aquel que creó los cielos y la tierra y que
es la justicia misma. Creo tener mérito suficiente cuando reconozco que
todos mis méritos son insuficientes. Me basta con disfrutar de la gracia de
aquel contra el cual he pecado. Y lo que él decidió no imputarme, es como
si jamás hubiese existido. Tampoco me atormenta el pensar en las tantas
veces que caí en pecados graves; pues si yo no fuese consciente de que
pesa sobre mí una enorme carga, poco me importaría ser libre de ella por
la bondad de Cristo que murió por los malvados (Ro 5:6). Si yo no
estuviera enfermo, no iría a pedir la ayuda de un médico. Cristo en
persona es el médico, el Salvador, la Justificación (Mt 9:12; 1:21; 1Co
1:30), que no puede negarse a sí mismo (2Ti 2:13).Yo soy el enfermo, el
condenado, el pecador, y tampoco puedo negarme a mí mismo.

¡Ten compasión de mí, Médico mío, Salvador mío y mi Justificación!


Amén.

9. Más que a todas las cosas debemos amar a Dios

¡Elévate, alma mía, en fe y amor al Sumo Bien, Dador de todos los


bienes, sin el cual no hay ningún bien verdadero! No hay ser creado que
pueda satisfacer todos nuestros deseos, porque ninguno posee el pleno
caudal de capacidad para ello. Como un hilo de agua fluye el bien desde el
cielo sobre los hombres; pero el manantial es Dios, y siempre lo será. ¿Por
qué entonces, habíamos de desdeñar el manantial y conformarnos con el
hilo de agua? Todo lo bueno que hay en las criaturas no es más que una
pálida imagen de aquel Bien perfecto, que es Dios mismo. Sería una
insensatez si nos conformásemos con la réplica en vez de buscar el
original.

La paloma que Noé soltó del arca no encontró un lugar donde


posarse, porque las aguas aún cubrían la tierra (Gn 8:8). Igualmente, entre
todo lo que existe bajo el sol, nuestra alma no puede encontrar nada que
satisfaga todos sus deseos y necesidades, porque todo es frágil e inmundo.
Sin duda obra mal quien ama algo que está por debajo de su dignidad.
Nuestra alma empero es mucho más noble que todas las criaturas, porque
tiene un Redentor que la hizo suya con pasión y muerte.

¿Por qué habría de amar entonces a las criaturas? ¿No sería esto un
desprecio del alto rango al que la elevó? Todo lo que amamos, lo amamos
por su poder, o por su sabiduría, o por su hermosura. Pero ¿hay algo o
alguien que sea más poderoso que Dios, o más sabio, o más hermoso?
Todo el poder que ostentan los reyes de esta tierra procede de él y los
hace sus subordinados. A los ojos de Dios, la sabiduría de este mundo es
locura (1Co 3:19). Toda la hermosura de la criatura palidece ante la
hermosura de Dios.
Pongamos un caso: un poderoso rey envía a sus emisarios con un
mensaje a una joven a la cual desea por esposa. Si esta joven rechaza la
petición de mano del rey y comienza una relación con el mensajero ¿no
comete una imperdonable tontería? Con toda la hermosura con que Dios
adornó a la naturaleza y sus criaturas, la intención era incitarnos a que lo
amemos.

Si Cristo el novio, nos desea por esposa, ¿por qué nos prendemos
de las criaturas, que no son más que las designadas para invitarnos al
banquete de bodas? Hasta las mismas criaturas nos preguntan: ¿A qué
viene ese amor que los une a nosotras? ¿No encuentran otra meta para
sus deseos? Nosotras no estamos en condiciones de satisfacerlos. ¿Por
qué no se dirige al que nos creó a nosotras y a ustedes también?- No se
puede esperar que las criaturas correspondan a nuestro amor, ni tampoco
es la criatura la que da el primer paso en nuestra relación mutua. Dios
empero es el amor “en persona” (Jn 4:16); él no puede menos que amar a
los que lo aman a él; es más: él se anticipa con su amor a todos nuestros
anhelos, a todo el amor nuestro (1Jn 4:19). ¡Cuán intenso debe ser por lo
tanto el amor que le tenemos al que nos amó primero! Nos amó aún
antes de que existiéramos; pues el hecho de que hayamos nacido a este
mundo se lo debemos a Dios.

Él nos amó cuando todavía éramos sus enemigos (Ro 5:10); en


efecto, el habernos dado a su Hijo unigénito fue consecuencia exclusiva de
la misericordia y el amor divinos. Nos amó cuando habíamos caído
víctimas del pecado, que no nos entrega a la muerte ni bien pecamos, sino
que espera que nos arrepintamos, es prueba de que nos ama. Y que nos
da un lugar en las mansiones eternas, sin mérito nuestro, más aún,
contrariamente a todo los que en realidad merecemos ¿qué es esto sino
un acto supremo de su amor? Sin el amor de Dios jamás podremos llegar
a un conocimiento salutífero de él. Sin el amor de Dios, todo el saber
humano de nada aprovecha, y hasta resulta perjudicial. ¿Por qué será que
el amor vale muchísimo más que el entender todos los misterios? (1Co
13:2) Es porque ese conocimiento lo poseen también los demonios, pero
el conocimiento del amor de Dios lo tienen solamente los que creen en él.

¿Por qué es entonces el diablo el más desdichado de todos los


seres? Porque es incapaz de amar al bien supremo. Y por otra parte: ¿Por
qué Dios es el ser más feliz y más dichoso? Porque su amor abarca a todo
lo que existe en el universo, obra de sus manos. Y ¿por qué, mientras
vivamos es esta tierra, nuestro amor a Dios es imperfecto? Porque sólo
llega al punto que llega nuestro conocimiento de él. “Ahora conozco de
manera imperfecta, como en un espejo” (1Co 13:12) dice el apóstol Pablo.
En la vida eterna empero gozaremos de bienaventuranza perfecta, porque
entonces nuestro amor a Dios también será perfecto debido a que lo
conoceremos a él perfectamente, tal como es. Pero ¡no pensemos que en
el mundo futuro su amor a Dios pueda llegar a ser perfecto, si no
comenzamos a amarlo ya en el mundo presente!

Primeramente debemos buscar ya aquí y ahora el reino de Dios y su


justicia (Mt 6:33); de lo contrario no lo encontraremos en toda su
perfección en el más allá. Sin amor a Dios, el hombre no añora la casa del
Padre en los cielos. Pero ¿Cómo podremos entrar en la posesión de este
bien supremo si no lo amamos, si no lo buscamos, sino lo añoramos? Así
como es tu amor, así eres tú mismo; porque tu amor es la expresión
misma de tu ser. No hay lazo más fuerte que el amor; porque el amor une
al que ama con la persona amada. Ahora bien: ¿cuál era el lazo de unión
entre el Dios santo y nosotros los pecadores, tan abismalmente separados
a causa de nuestra maldad? Era su amor inmenso, pero para que su amor
no entrase en conflicto con su justicia, se interpuso Cristo como
reconciliador entre Dios y los hombres (1Jn 2:2).

Y ¿qué sigue uniendo a Dios, el Creador, y al alma creyente, la


criatura, pese a la distancia que media entre ellos? Es el amor. En la vida
eterna estaremos unidos con Dios en grado máximo. ¿Por qué razón?
Porque lo amaremos al grado máximo. El amor nos une y nos transforma.
Si amas lo corruptible, serás corruptible; si amas lo terrenal, serás
terrenal; pero el cuerpo mortal no puede heredar el reino de Dios, ni lo
corruptible puede heredar lo incorruptible (1Co 15:50). No obstante si
amas a Dios y las cosas que son de Dios, o sea las cosas espirituales, serás
espiritual. El amor a Dios es el carro de Elías que sube al cielo (2R 2:11),
delicia para el corazón, jardín edénico para el alma, muro contra las
arremetidas del mundo, victoria sobre Satanás, llave con que se cierra la
puerta al infierno y se abre la puerta al cielo, sello en la frente de los
siervos de nuestro Dios (Ap 7:3); a quien no lleve este sello, Dios no lo
reconocerá como suyo en el juicio final. Pues aun la fe, único fundamento
de nuestra justicia y salvación no es fe verdadera sino actúa el amor (Gl
5:6).

No hay fe verdadera donde no hay esperanza (Heb 11:1). No hay


esperanza donde no hay amor a Dios. No hay reconocimiento de un favor
si no se ve la necesidad de agradecerlo. A la persona que no amamos,
tampoco le damos las gracias. Entonces, si tu fe es verdadera, reconocerás
también el gran favor que Cristo tu Redentor te hizo. Lo reconocerás y
también lo agradecerás. Lo agradecerás y vivirás. El amor a Dios es vida y
paz para nuestra alma. Cuando en la hora de la muerte el alma se separa
del cuerpo, el cuerpo queda sin vida. Cuando a causa del pecado Dios se
separa del alma, el alma queda sin vida. Pero ahora la Escritura nos dice
que Cristo habita en nuestros corazones (Ef 3:17) gracias a su amor;
porque Dios ha derramado su amor en nuestro corazón por el Espíritu
Santo que nos ha dado (Ro 5:5). Y a partir de ahí no hay paz del alma sin
amor a Dios. El mundo y Satanás nos producen dolores indescriptibles;
pero Dios brinda un sosiego aún más indescriptible. No hay paz de
conciencia sino sólo en los que han sido justificados por medio de la fe.

No hay verdadero amor a Dios sino en los que confían en él como


hijos amados en su amoroso Padre. En suma: ¡que muera en nuestro
corazón el amor a nosotros mismos, al mundo y a las criaturas, para que
viva en nuestro corazón el amor a Dios! Este amor empero debe
comenzar en este mundo para que llegue a su plenitud en el mundo
venidero.

10. Cristo, nuestra reconciliación con Dios

Ciertamente, Cristo cargó con nuestras enfermedades y soportó


nuestros dolores (Is 53:4). Oh amado Señor Jesús: el pecado que habita en
nosotros merece un castigo eterno, pero este castigo lo sufriste tú; la
carga que nos habría dejado postrados para siempre, tú la llevaste. Fuiste
“traspasado por nuestras rebeliones, y molido por nuestras iniquidades.
Gracias a tus heridas fuimos sanados. El Señor hizo recaer sobre ti la
iniquidad de todos nosotros” (Is 53:5,6). ¡Por cierto, un trueque
admirable! Tú nos quitas nuestros pecados y nos regalas tu justicia. Tú te
entregas a la muerte que tendríamos que haber sufrido nosotros y nos
regalas la vida.

Por esto no tengo motivo alguno para dudar de tu gracia, ni


tampoco para caer en desesperación a causa de mis pecados. Tú cargaste
con lo peor que había en nosotros, ¿cómo habría de despreciar ahora lo
mejor que hay en nosotros, y que es obra tuya a saber, nuestro cuerpo y
nuestra alma? “No dejarás mi alma en el Seol, ni permitirás que tu santo
vea corrupción” (Sal 16:10).
Pues en verdad: santo es aquel cuyos pecados han sido borrados y
quitados; porque “Dichoso aquel a quien se le perdonan sus
transgresiones, a quien se le borran sus pecados” (Sal 32:1,2). Puesto que
Dios ya pasó nuestra deuda a la cuenta de otro, de ninguna manera la
volverá a cobrar de nosotros. A causa del pecado de su pueblo, el Señor
“traspasó” a su tan Amado Hijo. Por eso, “mi siervo justo justificará a
muchos, porque cargará con los pecados de ellos”(Is 53:11). Y ¿cómo el
Señor justificará a los suyos? Pon mucha atención, alma mía “por su
conocimiento,” o sea, por el conocimiento salutífero de la misericordia y
gracia revelada en y por Cristo y por nuestra apropiación de estos dones
por medio de la fe.
“Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios
verdadero, y a Jesucristo, a quien tú has enviado” (Jn 17:3). Leemos
además: “Si confiesas con tu boca que Jesús es el Señor, y crees en tu
corazón que Dios lo ha levantado de entre los muertos, serás salvo.” (Ro
10:9). Por su parte, la fe se aferra a la obra expiatoria de Cristo por
cuanto él “cargó con el pecado de muchos e intercedió por los
pecadores.” (Is 53:12). Pocos serían, en efecto, los justos, si Dios no
hubiese aceptado a los pecadores, movido por su compasión
perdonándole sus transgresiones.

Por consiguiente: ¿cómo podría Cristo juzgar con severidad las


transgresiones de quienes se arrepienten? ¿Acaso él no cargó con nuestras
enfermedades? ¿Cómo podría condenar a los culpables? ¿No dice la
escritura que “al que no cometió pecado alguno, por nosotros Dios lo
trató como pecador”? (2Co 5:21) “Ustedes son mis amigos” (Jn 15:14)
afirma Jesús; ¿y va a juzgar ahora a los que son sus amigos? Así, tampoco
puede someter a juicio a aquellos por quienes intercedió, y a aquellos por
quienes murió.

Ten ánimo, pues, alma mía, y olvida tus pecados; porque el Señor
mismo no se acuerda más de ellos (Is 43:25). Y si esto es así, el temor de
que un día aparezca un nuevo juez de lo criminal es un temor totalmente
infundado. Si algún otro hubiese pagado el rescate por mi deuda, yo podría
tener mis dudas acerca de si el Juez justo lo aceptará. Y si el rescate
hubiese sido pagado por un hombre cualquiera, o por un ángel, ¿qué
certeza habría de que sería suficiente? Pero todas estas dudas las puedo
descartar. Dios no puede rechazar como insuficiente un rescate que él
mismo pagó. Y me pregunto: “¿Por qué voy a inquietarme? ¿Por qué me
voy a angustiar?” (Sal 42:5) “Todas las sendas del Señor son amor y
verdad. El Señor es justo, y sus juicios son rectas,” (Sal 25:10; Sal 119:137)
¿A qué vienen entonces tus temores, alma mía? ¡Piensa en la misericordia
de Dios, y piensa también en su justicia! Si Dios es justo, no cobrará dos
veces un rescate por una y la misma transgresión. Castigó a su Hijo a
causa de los pecados nuestros; entonces, no nos castigará también a
nosotros, los siervos, por los mismos pecados.

“El Señor omnipotente afirma: No me alegro con la muerte del


malvado, sino con que se convierta de su mala conducta” (Ez 33:11); y
Jesús nos invita: “Vengan a mí todos ustedes que están cansados y
agobiados, y yo les daré descanso” (Mt 11:28). ¿Qué queremos entonces?
¿Decir que Dios miente, y que la carga de nuestros pecados pesa más que
su misericordia? Llamar mentiroso a Dios, y negar su misericordia -
pecado más grave no existe en el mundo entero. Por eso Judas, al caer en
desesperación, cometió un mayor delito que todos los judíos al crucificar
a Jesús. No olvidemos jamás: “Allí donde abundó el pecado, sobreabundó
la gracia” (Ro 5:20). Y ¿por qué la gracia pesa tantísimo más en la balanza
que el pecado? Por la razón de que el pecado es el pecado de los
hombres, pero la gracia es la gracia de Dios. Los pecados son males de
esta tierra, pasajeros; pero la gracia de Dios permanece para siempre.

Mi deuda con Dios está pagada, y su gracia la tengo asegurada por


toda la eternidad. ¡Gracias Señor Jesús, por habernos reconciliado con
Dios!

11. Cristo: el sacrificio por el perdón de nuestros pecados

“Venid a mí todos ustedes que están cansados y agobiados, y yo le


daré descanso” (Mt 11:28) dice Jesús nuestro Salvador. El peso de mis
pecados me oprime día a día; por esto me dirijo a ti, fuente de agua viva.
Ven tú a mí, Señor Jesús, para que yo pueda venir a ti. Vengo a ti porque
tú ya has venido a mí antes. Vengo a ti con temor y temblor, porque en mí
no encuentro nada que sea bueno; de lo contrario no desearía tan
ardientemente estar en tu presencia.

En verdad, Señor, estoy cansado y agobiado. No puedo


compararme con ninguno de tus santos, ni siquiera con pecadores
penitentes, a lo sumo con el malhechor en la cruz. Te ruego, pues, ten
compasión de mí, tal como la tuviste de aquel malhechor. He vivido en
pecados. Pero quisiera morir en beatitud y justicia. Pero ¡ay! ¡Cuán lejos
está mi corazón de la justicia! Por esto me refugiaré en la justicia tuya.

Haz, oh Señor, que redunde en provecho mío tu vida, que diste en


rescate por muchos (Mt 20:28); tu santísimo cuerpo, maltratado en bien
mío con azotes y espinas, y clavado en el madero de la cruz; además, tu
santa y preciosa sangre que brotó de tu costado (Jn 19:34) y que nos limpia
de todo pecado (1Jn 1:7) ; tu naturaleza divina que, unida a la naturaleza
humana, logró que Dios pudiera rescatarme a mí, hombre perdido y
condenado, por medio de su propia sangre (Hch 20:28); tus heridas gracias
a las cuales fuimos sanados (Is53:5); tu pasión y tu mérito, último refugio
mío y remedio definitivo para todos mis pecados. Pues tus dolores han
quitado los dolores míos, y tus méritos los has dedicado a mí y a mi
indigna persona.

Así “Dios muestra su amor por nosotros en esto: en que cuando


todavía éramos pecadores, Cristo murió por nosotros” (Ro 5:8) un
misterio que sobrepasa todo entendimiento humano, y aun el
entendimiento de los ángeles. ¡En verdad, “esto es obra del Señor, y nos
deja maravillados”! (Mt 21:42) Nadie se lo pidió; antes bien, tuvo en su
contra el odio de todo el mundo. Y no obstante, el Hijo de Dios intercede
por los pecadores, sus enemigos. ¡Tal es su misericordia! Y no sólo
intercede por ellos, sino que ofrece a la justicia de Dios una satisfacción
plena mediante su vida en pobreza extrema e impecable, su amarga pasión
y su horrible muerte.

¡Oh Señor Jesús, que intercediste, sufriste y moriste por mí aún


antes de que yo haya ansiado que lo hagas o te haya rogado que pagues el
rescate por mí, ¿cómo podría alejarme de tu presencia o negarme el fruto
de tu santa pasión, ahora que elevo mi clamor a ti desde las profundidades
del abismo (Sal 130:1), clamando, entre lágrimas y gemidos: “Oh Dios, ten
compasión de mí, que soy pecador”? (Lc 18:13) Enemigo tuyo fui por
naturaleza, pero por cuanto tú moriste por mí, fui hecho amigo tuyo,
hermano e hijo, de pura gracia. Tú escuchaste mi oración cuando yo
todavía era tu enemigo, lejos de pedirte que me perdones; ¿cómo podrías
despreciar ahora a tu amigo que viene a ti con lágrimas en los ojos? “Al
que a ti viene, no lo rechazas” (Jn 6:37), y tu palabra es la verdad.

¡Pon atención a lo que te digo, alma mía, y alégrate! Antes éramos


pecadores por naturaleza, ahora somos justos por gracia. Antes éramos
enemigos de Dios, ahora somos sus amigos y miembros de su familia. Por
su gran amor, “[Dios] nos dio vida con Cristo, aun cuando estábamos
muertos en pecados” (Ef 2:5).
¡Amor sin par, piedad inescrutable! “Gracias a la entrañable
misericordia de nuestro Dios nos ha visitado desde el cielo el sol
naciente” (Lc 1:78). Y si ya la muerte de Cristo nos trajo justicia, ¿qué nos
traerá su vida? Con su muerte, nuestro Salvador pagó a su Padre el rescate
que correspondía. ¿Qué hará nuestro Salvador “resucitado, sentado a la
derecha de Dios e intercediendo por nosotros”? (Ro 8:34) Él habita en
nuestros corazones (Ef 3:17); ¡quiera Dios que habite allí también el
recuerdo vivo y agradecido de lo que significan los méritos de Cristo para
nuestro vivir!

¡Atráeme a ti, Señor Jesús, para que reciba de hecho y en verdad lo


que aquí aguardo en firme esperanza. Déjame estar contigo para ver la
gloria que el Padre te ha dado, y para habitar en la vivienda que allí me has
preparado! (Jn 17:24; 14:2) “Dichosos los que habitan en tu templo, pues
siempre te estarán alabando” (Sal 84:4).
12. La esencia y las propiedades de la verdadera fe

Gracias sean dadas a Dios por haber implantado en nosotros la fe,


la fe que a su vez nos implanta en Cristo, nuestro Salvador como es una
vid, de modo que de él extraemos vida, justicia y bienaventuranza, como él
mismo lo dice: “Yo soy la vid y ustedes son la ramas. El que permanece
en mí, y yo en él, dará mucho fruto” (Jn 15:5). Adán cayó de la gracia de
Dios, y a causa de su falta de fe perdió la imagen divina; nosotros empero
somos recibidos nuevamente en la gracia, y la imagen de Dios comienza a
ser restaurada en nosotros por medio de la fe. Por fe, Cristo habita en
nosotros (Ef 3:17). Mas donde está Cristo, allí está la gracia de Dios. Y
donde está la gracia de Dios, está la herencia de la vida eterna. “Por la fe
Abel ofreció a Dios un sacrificio más agradable que el de Caín” (Heb
11:4); así también por la fe nosotros ofrecemos a Dios sacrificios
espirituales, a saber, el fruto de los labios que confiesan su nombre (Heb
13:15).

“Por la fe Enoc fue sacado de este mundo” (Heb 11:5); así también
la fe nuestra nos saca de la comunidad humana y nos lleva ya en esta vida
presente a la comunidad de los que habitan en el cielo; porque ahora
Cristo vive en nosotros, y con él también la vida eterna, si bien todavía
“escondida en Dios” (Col 3:3). “Por la fe Noé construyó un arca” (Heb
11:7); así también nosotros entramos por la fe en el arca de la iglesia
donde hallamos un refugio para nuestras almas, mientras todas las demás
almas perecen en el amplio mar del mundo. Por la fe Abraham (Heb 11:8)
salió de la tierra idólatra; así también nosotros salimos de este mundo, por
vía de la fe dejamos atrás a padres, hermanos y familiares, y seguimos a
Cristo que nos llama por su palabra. Por la fe Abraham fue extranjero en
tierra extraña, esperando la tierra de promisión; así también nosotros
esperamos por fe la nueva Jerusalén (Ap 21:2) que Dios nos ha prometido.
Extraños somos y peregrinos (Sal 39:13) en esta tierra, con los ojos de la
fe puestos en nuestra patria celestial.

“Por la fe Sara recibió fuerza para tener a su hijo Isaac” (Heb 11:11)
a pesar de su edad avanzada; así también nosotros, aunque muertos
espiritualmente, recibimos fuerza para “tener” espiritualmente a Cristo;
porque así como Cristo fue concebido en el seno de la virgen María, así
nace a diario en forma espiritual en el alma del creyente, y ésta se
conserva limpia de la corrupción del mundo. “Por la de Abraham ofreció a
Isaac, su hijo único” (Heb 11:17); así también hacemos morir y ofrecemos
por fe el albedrío propio, hijo predilecto de nuestra alma. Pues “si alguien
quiere ser un discípulo de Cristo, tienen que negarse a sí mismo” (Mt
16:24), es decir, tiene que despedirse de su voluntad propia, de propio
prestigio, de su amor propio. “Por la fe Isaac bendijo a Jacob” (Heb 11:20);
así también nosotros llegamos a gozar de todas las bendiciones divinas por
la fe; pues por medio de la descendencia de Abraham, es decir, por medio
de Cristo, habían de ser bendecidas todas las naciones del mundo (Gn
22:18). “Por la fe José, al fin de su vida, se refirió a la salida de los israelitas
de Egipto y dio instrucciones acerca de sus restos mortales (Heb 11:22);
así también nosotros esperamos por la fe el momento en que salgamos del
Egipto espiritual, vale decir, de este mundo, y que nuestro cuerpo mortal
entre en la inmortalidad.

“Por la fe Moisés, recién nacido, fue escondido por sus padres


durante tres meses” (Heb11:23); así también nuestra fe nos esconde de la
tiranía de Satanás hasta que seamos trasladados al palacio real de Dios y
elevados al rango de reyes espirituales. “Por la fe Moisés prefirió ser
maltratado con el pueblo de Dios, a disfrutar de los efímeros placeres del
pecado” (Heb11:25); así también la fe que habita en nosotros nos incita a
despreciar la gloria, el renombre, las riquezas y los placeres que este
mundo puede ofrecernos, y preferir el oprobio por causa de Cristo, a
disfrutar de los tesoros del mundo. “Por la fe Moisés salió de Egipto sin
tenerle miedo a la ira del rey” (Heb11:27); así también nuestra fe nos da el
coraje para no tenerle miedo a Satanás y sus amenazas, y para seguir
confiados al llamado de Dios.

“Por la fe Israel celebró la Pascua” (Heb-11:28), y así lo hacemos


también nosotros, por la fe. Pues también nosotros tenemos nuestro
“Cordero pascual, Cristo, que ya ha sido sacrificado”(1Co-5:7); “su carne
es verdadera comida, y su sangre es verdadera bebida” (Jn-6:55). “Por la fe
el pueblo de Israel cruzó el Mar Rojo” (Heb 11:29), así también nosotros
cruzamos por la fe el mar de este mundo. “Por la fe cayeron las murallas
de Jericó” (Heb 11:30), así también nosotros destruimos por la fe todos
los baluartes de Satanás (2Co 10:5). “Por la fe la prostituta Rahab no
murió” (Heb11:31); así también quedaremos a salvo cuando todo este
mundo se venga abajo. “Por la fe nuestros padres conquistaron reinos,
hicieron justicia y alcanzaron lo prometido; cerraron bocas de leones y
apagaron la furia de las llamas” (Heb11:33,34); así también por la fe
destruimos el reino de Satanás, escapamos de la furia del león infernal, y
quedamos protegidos del fuego eterno.

Pero la fe es más que una mera sensación, o una confesión. Es un


vivo y efectivo aferrarse al Cristo tal como nos lo presenta el evangelio.
Tener fe significa estar plenamente convencido de la realidad de la gracia
divina, tener paz del corazón que surge de esta convicción y que se funda
en el mérito de Jesús. Esta fe brota de la semilla de la palabra divina,
porque fe y Espíritu Santo están unidos; la palabra a su vez es la portadora
del Espíritu Santo. Es sabido que la naturaleza de un fruto está
determinada por la naturaleza de la semilla; y como la fe es un fruto
divino, debe haber también una semilla divina, a saber, la palabra. Así como
en la Creación, la ley fue producida por la palabra de Dios - “Dijo Dios”:
¡Que exista la luz! “y la luz llegó a existir”- (Gn 1:3) así también la luz de la
fe es producida por la luz de la palabra de Dios. “En tu luz podemos ver la
luz” dice el salmista (Sal 36:9).

Por cuanto la fe nos une a Cristo, también hace nacer en nosotros


toda suerte de virtudes. Donde hay fe, también está Cristo; donde está
Cristo, también hay vida en santidad, a saber, verdadera humildad,
verdadera mansedumbre, verdadero amor. Cristo y el Espíritu Santo no
admiten ser separados el uno del otro; donde está el Espíritu Santo, está
también la verdadera santidad. Por ende: donde no existe una vida en
santidad, tampoco existe el Espíritu de santificación; y donde no está ese
espíritu, tampoco está Cristo; y donde no está Cristo, tampoco puede
haber fe verdadera. Cualquier rama que no extrae su savia vital de la vid
(Jn 15:4) no la podemos tomar como unida a la vid. De igual manera, aún
no estamos unidos enteramente a Cristo por medio de la fe mientras no
extraigamos de él nuestra “savia vital.” La fe es como una luz espiritual;
por ella son iluminados nuestros corazones; y de ella parten también rayos
en forma de buenas obras. Pero donde no se ven esos rayos de luz
espiritual falta también la verdadera luz de la fe.

Obras malas son obras de la oscuridad (Ro 13:12); la fe empero es


una luz. Pero ¿qué comunión puede tener la luz con la oscuridad? (2Co
6:14). Obras malas son una semilla sembrada por el enemigo, Satanás (Mt
13:25). La fe en cambio es una semilla sembrada por Cristo. Pero ¿qué
armonía tienen Cristo con el diablo? (2Co 6:15). La fe purifica nuestros
corazones (Hch 15:9); pero ¿cómo se puede hablar de pureza interior del
corazón cuando por fuera aparecen palabras y obras impuras? La fe es
nuestra victoria que vence al mundo (1Jn 5:4); pero ¿cómo puede haber
verdadera fe donde la naturaleza pecaminosa vence al espíritu y lo toma
prisionero, por decirlo así? Teniendo fe tenemos a Cristo, y en Cristo
tenemos la vida eterna; pero ninguna persona impenitente, ninguna que
persiste en su mal obrar tiene parte la vida eterna. Por lo tanto tampoco
puede tener parte en Cristo, ni tampoco en la fe.

¡Oh, enciende en nosotros, Señor Jesús, la luz de la verdadera fe,


para que por esa fe podamos llegar a ser herederos de la vida eterna!
13. La boda espiritual de Cristo y el alma

“Yo te haré mi esposa para siempre” (Os 2:19) dice Cristo al alma
creyente. Cristo asistió a la boda en Caná de Galilea (Jn 2:2) para dar una
señal de que vino al mundo para una boda espiritual. ¡Alégrate, alma mía,
en el Señor tu Dios; porque “él te visitó con ropa de salvación y te cubrió
con el manto de la justicia como a una novia que luce su diadema” (Is
61:10) ¡Alégrate de la majestad de tu novio, de su hermosura, de su amor!
No hay majestad igual a la de él, porque él “es Dios sobre todas las cosas,
alabado por siempre” (Ro 9:5) ¡Qué majestad es por tanto también la tuya
como criatura, cuando el Creador se quiere comprometer contigo! No
hay hermosura igual a la de él; porque “él es el más apuesto de los
hombres” (Sal 45:2) según el testimonio del evangelista Juan: “Hemos
contemplado su gloria, la gloria que corresponde al Hijo unigénito del
Padre, lleno de gracia y de verdad” (Jn1:14) “Su rostro resplandeció como
el sol, y su ropa se volvió blanca como la luz.” (Mt 17:2)

“Sus labios son fuente de elocuencia, y está coronado de gloria y de


honra” (Sal 45:3, Sal 8:5). ¡Qué demostración más maravillosa de
misericordia: el “más apuesto de los hombres” no tiene reparos en elegir
como novia a un alma afeada por manchas de pecado! La fortaleza
suprema del novio contrasta con la mayor debilidad de la novia, y la
reluciente hermosura del novio con la apariencia deslucida de la novia. Y
no obstante, el amor que el novio tiene a la novia supera al amor que la
novia tiene a su tan hermoso e ilustre novio. ¡Y ahora contempla también,
alma creyente, el infinito amor de tu novio! El amor lo impulsó a bajar del
cielo a la tierra, lo clavó en la cruz, lo encerró en el sepulcro y lo hizo
descender al infierno. ¿Quién hizo todo esto? ¡El amor del novio a su
novia! Pero nuestro corazón encadenado pesa más que piedra y plomo, ya
que debido a las cadenas semejante lazo de amor podía elevarnos al lado
de Dios, ahora éstas trajeron a Dios al lado de los hombres.

Completamente desnuda estaba la novia (Ez 16:22), y en ese estado


era imposible introducirla en el palacio real del reino celestial. Entonces
fue el novio mismo quien la visitó con ropas de salvación y la cubrió con el
manto de justicia (Is 61:10), mientras ella trataba de cubrirse con los
trapos inmundos de sus propios actos de justicia (Is 64:6). Él en cambio “le
concedió vestirse de lino fino, limpio y resplandeciente, representación de
las acciones justas de los santos:” (Ap 19:8) Y este vestido es la justicia,
fruto de la pasión y muerte del novio. Jacob tuvo que trabajar siete años
hasta que Labán le permitió tomar como novia a Raquel (Gn 29:27);
Cristo pasó casi treinta y cuatro años padeciendo hambre y sed, frío y
pobreza, maldiciones y oprobios, azotes y toda clase de humillaciones,
muerte y cruz para poder tomar como novia al alma creyente. Sansón
descendió a Timná para ir a buscar una esposa entre los filisteos (Jue 14:3)
pueblo destinado a la condenación. El Hijo de Dios descendió a la tierra
para ir a buscar una esposa entre la humanidad condenada y destinada a la
muerte eterna.

Reinaba un estado de enemistad entre la estirpe de la novia y el


Padre celestial; pero Cristo logró que se hicieran las paces entre ambos
gracias a su amarga pasión. Completamente desnuda estaba la novia, y se
revolcaba en su propia sangre (Ez 16:22); pero el novio mismo la lavó y
purificó con el agua del bautismo (Ef 5:26), y con su propia sangre limpió
la de su novia; porque “la sangre de Jesucristo, el Hijo de Dios, nos limpia
de todo pecado.” (1Jn 1:7)Sucia estaba la novia, de aspecto lamentable,
pero él la bañó y perfumó (Ez 16:9) con el óleo de su compasión y gracia.
La novia no lucía adorno alguno; pero él “la adornó con joyas, pulseras y
pendientes de oro” (Ez 16:11), con virtudes y con los múltiples dones del
Espíritu Santo. Como la novia no poseía nada que podría presentar como
dote, él “la marcó con el sello que es el Espíritu Santo prometido, que
garantiza nuestra herencia hasta que llegue la redención final” (Ef 1:13,14).

Para saciar el hambre de la novia, el novio “le dio a comer el mejor


trigo, el aceite de oliva y la miel (Ez 16:19) y la alimenta con su propia
carne y sangre para la vida eterna. La novia es desobediente y a menudo
infiel, manteniendo relaciones con el mundo y con el diablo; pero el novio
siempre la recibe de nuevo con infinito amor cada vez que regresa a su
lado con sincero arrepentimiento. ¿Cómo podrás olvidar, alma creyente,
las tantas y tan claras demostraciones de un amor tan inmenso? Pues ama
tú también de todo corazón al que por amor a ti se hizo hombre y habitó
entre nosotros. Cuanto más grande es el que se entregó por nosotros,
tanto más grande tiene que ser también nuestro amor a él que el amor a
nosotros mismos. Nuestra vida entera debe seguir en los pasos del que
por amor a nosotros transitó por los caminos pedregosos de este mundo.
No es más que lógico tener por desagradecido al hombre que no
retribuye el amor de quien lo amó primero. ¡Cómo no amar entonces al
que por amor a nosotros se humillo a sí mismo y se hizo obediente hasta
la muerte, y muerte de cruz! (Fil 2:8)

¡Dichosa el alma que está unida en matrimonio espiritual con Cristo


por este lazo de amor! Confiadamente puede considerar suyas todas las
bendiciones espirituales provenientes de Cristo, al igual que una esposa
que comparte el patrimonio familiar con su esposo. Pero sólo podemos
llegar a ser cónyuges en esta unión matrimonial espiritual medio de la fe.
Como está escrito: “En fe te haré mi esposa para siempre.” (Os 2:19) La
fe nos implanta en Cristo como ramas en la vid espiritual (Jn 15:5) para
que pueda ser él quien nos da vida y vigor. Y como esposo y esposa ya no
son dos, sino uno solo (Mt 19:6); los que por fe se unen a Cristo se hacen
uno con él en espíritu (1Co 6:17), porque “por fe Cristo habita en
nuestros corazones.” (Ef 3:17) Y la fe que vale es la que actúa mediante el
amor (Gl 5:6). En el pacto antiguo, un sacerdote sólo debía casarse con
una mujer que era virgen (Lv 21:7,13). Así, la mujer que el sumo sacerdote
toma por esposa debe ser una virgen que se mantienen pura y sin mancha,
sin caer en las tentaciones del diablo, del mundo y de su propia carne.

¡Oh Señor, haz tú que estemos preparados dignamente para el día


de las bodas del cordero! (Ap 19:7) Amén.

14. Los misterios de la encarnación de Dios

Apartémonos por algunos instantes de las cosas de este mundo y


meditemos acerca de los misterios inherentes al nacimiento de nuestro
Señor. El Hijo de Dios descendió a nosotros desde el cielo a fin de que
fuéremos adoptados como hijos (Gl 4:4,5), Dios se hizo hombre para que
los hombres llegasen a tener parte en la naturaleza divina (2P 1:4). Cristo
nació cuando la noche caía sobre la tierra, para dar a entender que el fruto
de su encarnación se cosecharía no en esta vida terrenal sino en la vida
eterna (Jn 4:36). Quiso nacer en los días del Cesar Augusto, amante de la
paz, pues su misión era traer la paz con Dios para todo el género humano.
Quiso nacer cuando Israel estaba dominado por una potencia extranjera,
porque, como decía, “mi reino no es de este mundo” (Jn 18:36).

Nace de una virgen, con lo que indica que sólo puede ser concebido
y nacer en corazones de quienes son como una virgen pura (2Co 11:2), es
decir, que no aman al mundo y las cosas que hay en el mundo, sino que
unidos en espíritu adhieren a Dios. Nace en santidad y pureza para poder
santificar nuestra naturaleza impura y contaminada por el pecado. Nace de
María, comprometida para casarse con José, para realzar así la dignidad del
estado matrimonial instituido por Dios. Nace en la oscuridad de la noche el
Señor de quien se dice que la “oscuridad se va desvaneciendo y ya brilla la
luz verdadera” (1Jn 2:8). Nace en un pesebre el que es “verdadera comida”
para nuestra alma (Jn 6:55). Nace en Belén (que significa: casa de pan) el
que ha venido para alimentarnos ricamente con toda bendición espiritual
(Ef 1:3). Es el primogénito y unigénito de su madre terrenal así como es
según su naturaleza divina el primogénito y unigénito Hijo de su Padre
celestial. Nace en pobreza para que mediante su pobreza nosotros
llegáramos a ser ricos (2Co 8:9). Nace en una posada para poder
asegurarnos un lugar en nuestra morada eterna.

Sólo un mensajero venido del cielo puede dar la noticia acerca de


dones celestiales; viene del cielo porque en la tierra nadie era capaz de
apreciar tal anuncio del milagro en toda su dimensión. Una multitud de
ángeles del cielo alababan a Dios; pues ahora que el Hijo de Dios se hizo
hombre, ellos pueden darnos la bienvenida en su ejército de
bienaventurados. Los receptores de este anuncio del ángel fueron unos
pastores, porque había llegado el verdadero Pastor de nuestras almas que
habría de volver al buen camino a las ovejas descarriadas. A gente humilde
y despreciada les traen “noticias que serán motivo de mucha alegría para
todo el pueblo” (Lc 2:10) - pero de esa alegría sólo pueden participar los
que son de corazón humilde, no los orgullosos que desprecian a los
demás. Gente que pasaba la noche en el campo para cuidar sus rebaños (Lc
2:8) recibe la noticia del ángel, que es para los que la escuchan con un
corazón despierto, no para los que están sumidos en el profundo sueño del
pecado.

La multitud de ángeles alababa a Dios, pues los había entristecido


sobremanera la caída de nuestro primer padre Adán. En el cielo luce la
gloria del Señor y del Rey a quien los hombres de la tierra despreciaban por
su aspecto pobre y humilde. “¡No tengan miedo!” dice el ángel, porque
había nacido el que quitaría todo motivo para atemorizarse. “Miren que les
traigo buenas noticias” sigue diciendo el ángel; es que con el nacimiento del
Salvador termina la enemistad entre Dios y los hombres. A Dios en las
alturas se le da la gloria que Adán le quiso arrebatar mediante su
desobediencia a su mandamiento. Con este nacimiento se restableció la
paz en forma efectiva; pues anteriormente, los hombres estaban en guerra
con Dios, con su propia conciencia, y en conflicto consigo mismo. Ahora
puede volver a reinar la paz en la tierra, porque el que nos tenía como
prisioneros quedaría vencido.

Vayamos pues con los pastores al pesebre de Cristo, es decir, a la


iglesia. Allí encontraremos al niño envuelto en pañales, a saber, en las
Sagradas Escrituras. Como María, guardemos todas estas cosas en nuestro
corazón y meditemos acerca de ellas. Unamos nuestras voces al coro de
los ángeles, alabemos a Dios dándole las gracias por su don inefable. Si ya
los ángeles se alegran tanto a causa de lo que Dios hizo por nosotros,
¡cuánto mayor debe ser nuestra propia alegría “porque nos ha nacido un
niño, se nos ha concedido un hijo”! (Is 9:6)
¡Cómo saltaron de júbilo los hijos de Israel cuando les fue devuelta el
arca del Señor, (1S 6:16) que en sí no era más que una imagen anticipada,
o una sombra, de la encarnación de nuestro Señor! Mucho mayor debe
ser nuestro júbilo ahora que Jesucristo ha venido a nosotros en cuerpo
humano (1Jn 4.2). Abraham se regocijo al pensar que vería el día del Señor
(Jn 8:56), y se regocijó además cuando el Señor se le apareció por unos
momentos en forma humana (Gn18:1). ¿Y no nos habríamos de regocijar
también nosotros, ahora que el Señor adoptó en sí nuestra naturaleza
humana mediante un pacto eterno e indisoluble?

Por todo esto, admiremos la gran bondad de Dios que decidió


descender hacia nosotros, ya que nosotros no pudimos ascender a él.
Admiremos su inmenso poder, que con dos naturalezas tan desiguales, la
divina y la humana, pudo formar una unión tan íntima que ahora Dios y
hombre son uno y el mismo. Admiremos la sin igual sabiduría de Dios, que
solucionó el problema de nuestra redención cuando ni los ángeles ni los
hombres veían solución alguna. El hombre había ofendido a Dios; ¿qué
satisfacción podría ofrecerle? Por eso, Dios se hizo hombre para así
ofrecer la santificación, el justo por pecadores, con un precio de rescate
que sobrepasa todos los límites.

Admiremos la manera como la justicia de Dios se combina con su


misericordia, algo que está más allá de nuestra capacidad de invención y
de entendimiento. Lo que nos corresponde, pues, es la admiración, no la
pregunta por el cómo; y reconocer: “¿Acaso hay algo imposible para el
Señor?”

15. El fruto saludable de la encarnación del Hijo de Dios

“Les traigo buenas noticias que serán motivo de mucha alegría” (Lc
2:10). Con estas palabras, el ángel anuncia el nacimiento de Jesús ¡Y en
verdad, un buena noticia, tan buena que sobrepasa todo entendimiento!

¡Qué desgracia tremenda para los hombres: estar como aplastados


bajo la ira de Dios, bajo el poder del diablo, y bajo la amenaza de
condenación eterna! Y una desgracia aún mayor: los hombres desconocían
esta desgracia, o le restaban importancia. Y ahora esta buena noticia:
¡Llegó el que es capaz de sacarnos de toda esa miseria! Llegó el médico
para los enfermos; el Libertador para los prisioneros, el Camino para los
descarriados, la Vida para los muertos, el Salvador para los condenados.
Así como Moisés fue enviado por Dios al faraón para sacar de Egipto los
israelitas (Éx 3:10), así Cristo fue enviado por el Padre para rescatar de las
prisiones de Satanás a todo género humano.
Así como la paloma trajo una ramita de olivo al arca de Noé una
vez que las aguas del diluvio habían bajado (Gn 8:7,11), así vino Cristo al
mundo para anunciar a los hombres la paz y la reconciliación con Dios.Por
lo tanto, tenemos motivos más que suficientes para alegrarnos y para
ensalzar la misericordia de Dios. Cuando todavía éramos sus enemigos
(Ro 5:10), no tuvo ningún reparo en unir su divinidad con nuestra
naturaleza humana; ¿qué podrá negar entonces a aquellos con quienes
compartió esta naturaleza? (Heb 2:14) Nadie ha odiado jamás a su propio
cuerpo (Ef 5:29). Por ende: ¿Cómo habría de rechazarnos el que es la
Misericordia en persona, puesto que nos hizo partícipes de su propia
naturaleza? Estamos aquí ante un misterio insondable. No hay palabras
humanas que puedan explicarlo. Vemos frente a frente a la majestad
suprema y la peor bajeza; la máxima potencia y la total impotencia; la
gloria sin igual y la más lamentable fragilidad; porque ¿quién es más grande
que Dios, y más pequeño que el hombre? ¿Quién más potente que Dios y
más débil que el hombre, más glorioso que Dios y más frágil que el
hombre?

Pero el Omnipotente encontró el medio para lograr que estos dos


extremos se unieran, porque vio que esa unión era necesaria para estar a
la altura de su justicia. Era necesario un rescate del todo suficiente de
validez permanente, por la iniquidad con que el hombre había ofendido a
Dios al apartarse de él. Pero ¿qué puede ser un rescate del todo
suficiente, de validez permanente, aceptable para el Dios infinito? Por esto,
la Justicia infinita misma paga el rescate total, y el Creador sufre en lugar
de la criatura (1P 4:1) para que la criatura no tenga que sufrir por toda la
eternidad. El todopoderoso había sido ofendido. Para remediar el mal, el
mediador necesariamente también tenía que estar dotado de todo poder.
Y ¿quién posee todo poder? Nadie sino Cristo; porque “a él se ha dado
toda autoridad en el cielo y en la tierra”(Mt 28:18). Y así fue que “en
Cristo, Dios estaba reconciliando al mundo consigo mismo” (2Co 5:19).

Dios mismo llega a ser el mediador; él “adquirió con su propia


sangre” (Hch 20:28) al género humano que sin esta mediación estaba
perdido, sin remedio. No cabe duda de que es grande, indeciblemente
grande el misterio de nuestra fe (1Ti 3:16). Dios el creador estaba
ofendido. Y no hacía falta que una criatura pensara en cómo apaciguarlo y
reconciliarlo: el ofendido “toma la naturaleza de siervo y se hace
semejante a los hombres” (Fil 2:7). ¡El Ofendido, el Creador, el
Reconciliador! El hombre había abandonado a Dios y se había pasado al
campo enemigo, a Satanás. Pero este mismo Dios, abandonado por el
hombre, hace todos los esfuerzos para buscar al que lo había abandonado,
y lo invita amablemente a volver a su lado. El hombre se había separado
del que era su Bien supremo y había sufrido una bochornosa caída. Pero el
Bien supremo mismo paga un rescate sin medida y saca a la criatura del
abismo en que había caído. ¿No es ésta una misericordia infinita que
sobrepasa todo nuestro poder de imaginación?

Además: nuestra naturaleza fue envilecida por el pecado de Adán;


pero mucho más enaltecida fue por Cristo. Lo que nos fue restituido en
Cristo supera con creces lo que hemos perdido en Adán (Co15:22). El
pecado abundó, pero la gracia sobreabundó (Ro5:20). La sola transgresión
de Adán causó la condenación de todos; pero Jesucristo nos trae
justificación y vida eterna (Ro5:18,2). Pues bien: es lógico y justo que
admiremos la omnipotencia de Dios, pero más admirable aún es su gracia,
aunque para Dios, ambas cuentan como iguales: tanto su omnipotencia
como su misericordia son infinitas. Lógico y justo es también admirar la
Creación; yo por mi parte sostengo que más admirable aún es la redención,
aunque ambas son obras de la divina omnipotencia. Es sin duda una obra
grande haber creado al hombre que, como todavía no existía, no podía
aducir ningún mérito al respecto. Pero a mi juicio, una obra aún mayor es
redimir al hombre que había merecido su castigo, y cargar con el pago de la
deuda que había contraído. Un gran milagro hizo Dios al formarme en el
vientre de mi madre (Sal 139:13). Pero mayor aún es el milagro de que
Dios mismo se avino a hacerse “hueso de nuestros huesos y carne de
nuestra carne” (Ef 5:30; comp. Gn 2:23).

¡Da gracias mil, alma mía, al Señor que te creó, que te redimió
cuando tus pecados te condenaban, que te tiene preparadas las delicias
celestiales, y que te dará la corona de la vida si eres fiel hasta la muerte
(Ap 2:10)

16. El descanso espiritual de los fieles

El Señor, rico en bondad y misericordia, preparó un gran banquete


(Lc14:16); pero para poder participar del mismo hay que traer un corazón
hambriento. Nadie tiene una idea de la suculencia de este banquete; hay
que probarlo y gustarlo. Pero nadie acude para probarlo y gustarlo si no
tiene hambre. Y ¿qué es “llegar al banquete celestial”? ¡Creer en Cristo!
Pero nadie puede creer en Cristo a menos que reconozca sus pecados, los
deplore, y se arrepienta sinceramente de ellos. El arrepentimiento es un
hambre espiritual del alma; y la fe es un comer espiritual. Cuando los
israelitas murmuraron contra Moisés y Aarón en su marcha por el
desierto, el Señor le dijo a Moisés: “Voy a hacer que les llueva pan del
cielo.” (Éx 16:2,4) En el banquete del nuevo pacto, Dios nos da otro pan
del cielo, a saber, su gracia y remisión de los pecados, y más aún: a su
propio Hijo, “el pan de Dios que baja del cielo y da vida al mundo.” (Jn
6:33)

Pero el que quiere llenarse el estómago con la comida que se da a


los cerdos (Lc 15:16), es decir con los ricos manjares que le ofrece el
mundo, no siente deseos de gustar lo que se ofrece en el banquete del
Señor. Al hombre exterior le parece raro el gusto del hombre interior. Dios
da su maná en el desierto, vale decir, en un lugar donde el alma está lejos
de toda comida terrenal y de toda consolación terrenal. Los que acababan
de casarse no podían ir (Lc 14:20); a este banquete sólo van almas
vírgenes, o sea, almas que no están ligadas con el diablo por sus pecados,
ni con el mundo por sus concupiscencias. “Los tengo prometidos a un
solo esposo, que es Cristo, para presentárselos como una virgen pura”
dice el apóstol (2Co 11:2). Nuestra alma no debe hacerse culpable de un
adulterio espiritual; pues esto impediría que Dios pueda contraer con ella
un matrimonio espiritual.

Los que tenían ganas de ir a ver un terreno recién comprado


tampoco querían venir (Lc 14:18); es que a aquellos que aman al mundo y
lo que hay en él (1Jn 2:15), poco les interesa lo que hay en el cielo.
Nuestra alma no va a este banquete tan misterioso si este banquete no le
interesa. Un alma que se conforma con lo que le ofrece el mundo, no
apetece las delicias celestiales. Cuando el joven rico oyó que para seguir a
Cristo tendría que desprenderse de sus muchas riquezas, se fue triste (Mt
19:22). Cristo, el Eliseo celestial, sólo echa su aceite en las vasijas que
están vacías (2R 4:4); así, Dios vierte su amor solamente en corazones que
están vacíos de amor propio y amor al mundo. Donde está nuestro
tesoro, allí estará también nuestro corazón (Mt 6:21); si consideras al
mundo como tu tesoro, tu corazón estará en el mundo. El amor tiene la
virtud de unir; si amas al mundo, llegas a ser uno con el mundo: el amor
tiene también la virtud de transformar; si amas al mundo, te vuelves
mundanal; pero si amas al cielo, te vuelves celestial.

Los que compran bueyes y se dedican a comercializarlos (Lc 14:19),


tampoco vienen a Cristo. Y los que ponen su corazón en sus riquezas (Sal
62:10), no preguntan por las riquezas del cielo. La riqueza terrenal calma la
sed del alma mediante satisfacciones aparentes para que no busque en
Dios una satisfacción real y plena. Todas las riquezas del mundo son
riquezas perecederas: oro y plata, casas, campos y demás. Pero ninguna
criatura puede brindar riquezas imperecederas que satisfagan de verdad;
porque el alma es más preciosa que todas las criaturas, cuya función
exclusiva es servirle. Y toda la impotencia de las criaturas para satisfacer
nuestros anhelos se revelará en la hora de la muerte; este es el momento
en que todo lo creado, todo lo terrenal, nos abandonará.

Es extraño que confiemos tan ciegamente en las criaturas a pesar de


que son tan poco confiables. Cuando Adán se apartó del mandato de Dios
y comió del árbol del conocimiento del bien y del mal (Gn 3:24) fue
expulsado del paraíso; y cuando nuestra alma se aparta de Dios y ve que
las cosas creadas tienen buen aspecto y son deseables, (Gn 3:6) se le
cierra el acceso al árbol de la vida. Pero ¿qué les queda a los que
desprecian el banquete que Dios preparó? El mundo está por desaparecer
(1Co 7:31), y con él, todos lo que aman el mundo y los que ponen en él su
confianza. El Padre en los cielos jura que de su banquete quedarán
excluidos todos los que dieron preferencia a sus bueyes, campos, mujeres,
es decir, a todo lo terrenal y perecedero.

Pero después de este banquete no hay otro. Si has despreciado a


Cristo, no te queda otra opción. De Dios nadie se burla (Gá 6:7). Cristo
llama e insiste: “Vengan a mí todos ustedes que están cansados y
agobiados, y yo les daré descanso.” (Mt 11:28). El que no quería
escucharlo, tendrá que escucharlo cuando el Señor ordene: “Apártense de
mí, malditos, al fuego eterno.” (Mt 25:4). Los habitantes de Sodoma fueron
destruidos por el fuego (Gn 19:24) porque se opusieron tercamente a los
consejos que Lot les dio; y el fuego de la ira de Dios, este fuego que no se
apaga jamás, destruirá a todos los que rechazaron la invitación de asistir al
banquete que se les trasmitió en las palabras del evangelio. Cuando llegó el
novio las jóvenes cuyas lámparas no tenían suficiente aceite perdieron un
precioso tiempo en tratar de reabastecerse; y cuando al fin llegaron, se
cerró la puerta (Mt 25:10). Al que durante su vida terrenal no tiene el
corazón lleno del Espíritu Santo, Cristo tampoco lo dejará pasar a la sala
del banquete, sino que se le cerrará la puerta de acceso al perdón, a la
compasión, al consuelo, a la esperanza, a la gracia y a las buenas obras.

Aún hoy suena esa voz interior con que Cristo nos llama: ¡Dichoso
aquel que la escucha con atención! (Ap 3:20) A menudo Jesús llama a la
puerta de nuestro corazón despertando allí ferviente deseos y suspiros
anhelantes. Cada vez que sientas en tu corazón esas ansias de ser recibido
en gracia, ten la certeza de que Jesús está llamando. ¡Déjalo entrar no sea
que pase de largo y más tarde te cierre la puerta que da a su misericordia!
Y cada vez que sientas en tu corazón una llamita de pensamiento de
piadoso anhelo, ten la certeza de que fue encendida por el Espíritu Santo;
¡aviva esa llama para que crezca! ¡No apagues el espíritu (1Ts 5:19); no
estorbes a Dios en su obrar!
Si alguno destruye el templo de Dios (1 Co 3:17), tendrá que contar
con el severo juicio del señor. El templo de Dios empero es nuestro
corazón; y si alguno no da lugar al Espíritu Santo que lo llama en su
interior mediante la palabra, destruye este templo. En el pacto antiguo,
solamente los profetas pudieron escuchar esta voz interior (2 Pe 1:21) con
que Dios les hablaba. En el pacto nuevo en cambio todos los fieles
verdaderos sienten el impulso interior del Espíritu Santo. ¡Bienaventurados
los que escuchan esta voz y hacen lo que les indica!

17. Los frutos del bautismo

¡Cuán grande es, oh alma mía, este tesoro que el bondadoso Dios
te dio con tu bautismo! El bautismo es el lavamiento de la regeneración
(Tit 3:5). Por consiguiente: el que ha sido bautizado, nació de Dios, es
decir, nació de nuevo del agua y del Espíritu (Jn 3:5). Ya no es
enteramente ese “ser nacido del cuerpo,” sino que es al mismo tiempo
hijo de Dios, y por ser hijo, también heredero de la vida perdurable (Ro
8:14/17). Cuando Cristo fue bautizado en el río Jordán, el Padre eterno
dijo: Este es mi Hijo amado (Mt 3:17), e hijos amados son para él todos los
que creen y son bautizados. En el bautismo de Cristo, el Espíritu de Dios
bajó sobre él como una paloma. Así está presente también en el bautismo
nuestro confiriéndole poder. Más aún: en el bautismo de los creyentes se
les comunica el Espíritu Santo que obra en ellos una vida nueva y que les
permite ser astutos como serpientes y sencillos como palomas (Mt 10:16).

El acto de nuestra regeneración es similar al acto de la Creación. En


el principio, el Espíritu de Dios iba y venía sobre la superficie de las aguas
(Gn 1:2) con su poder vivificador. Así, el Espíritu Santo está presente
también en el agua del bautismo haciendo de esta agua un medio
vivificador para nuestra regeneración. Cristo mismo se hizo bautizar
corporalmente, como testimonio de que por el bautismo llegamos a ser
miembros de su cuerpo. Es sabido que a menudo se aplica un remedio a la
cabeza con la intención de que redunde en beneficio del cuerpo: Cristo es
nuestra cabeza espiritual. Y como cabeza, tomó el remedio del bautismo
en bien de la salud de su cuerpo espiritual. La circuncisión fue para el
pueblo de Israel la señal del pacto con Dios (Gn 17:11) . En el bautismo,
Dios nos hace miembros del pacto nuevo; porque el bautismo vino a
ocupar el lugar de la circuncisión (Col 2:11). Así es que todo aquel que
está protegido por el pacto con Dios, no tiene por qué temer las
acusaciones del diablo.
En el bautismo nos revestimos de Cristo (Gl 3:27); de ahí que se
diga respecto de los santos: “Han lavado y blanqueado sus túnicas en la
sangre del Cordero” (Ap 7:14). La obediencia perfecta de Cristo es el más
hermoso vestido de gala; quien lo lleva, no tiene por qué temer que lo
afeen las manchas de sus pecados. “Había en Jerusalén, junto a la puerta de
las ovejas, un estanque. De cuando en cuando un ángel del Señor bajaba al
estanque y agitaba el agua. El primero que entraba al estanque después de
cada agitación del agua quedaba sano de cualquier enfermedad que
tuviera.” (Jn 5:2/4) El agua del bautismo es este “estanque”: nos cura de
toda la enfermedad de nuestros pecados cuando sobre esta agua
desciende el Espíritu Santo y la agita con la sangre de Cristo, sacrificado
por causa y en lugar de nosotros. Cabe mencionar que antiguamente,
aquel estanque fue usado para lavar en él a los animales destinados a ser
sacrificados. “Tan pronto como Jesús fue bautizado… se abrió el cielo”
(Mt 3:16). También en nuestro bautismo se abre la puerta del cielo. En el
bautismo de Cristo estuvo presente la Santísima Trinidad en pleno, que
también está presente en nuestro bautismo; y así es que la fe se apoya en
la palabra de Dios que está en unión con el agua - que esa fe recibe la
gracia del Padre que nos adopta como hijos, el mérito del Hijo que nos
limpia de todo pecado, y el poder del Espíritu Santo que nos hace nacer de
nuevo.

El faraón se hundió en el Mar Rojo, y junto con él, todo su ejército.


“Los israelitas, sin embargo, cruzaron el mar sobre tierra seca” (Éx
14:28,29). De igual manera se hunde en el bautismo todo el ejército de
nuestros pecados; pero los fieles llegan sanos y salvos a la orilla, a su
herencia en el reino de los cielos. Además podemos comparar el bautismo
con el “mar de vidrio como de cristal trasparente” (Ap 4:6) que vio el
apóstol Juan. Pues a través del bautismo penetran en nuestro corazón los
brillantes rayos del sol de justicia. Aquel mar empero, estaba delante del
trono del Cordero. Y el trono del Cordero es la iglesia, lugar donde se
recibe la gracia del santo bautismo. El profeta Ezequiel (Ez 47:1.8, 9) vio
una corriente de agua que brotaba por debajo del umbral del templo; y
por donde corría este río, daba vida a los seres que en él se movían. En el
templo espiritual de Dios, quiere decir, en la iglesia, sigue brotando el río
salutífero del bautismo a cuyo fondo son arrojados todos nuestros
pecados (Miq 7:19); y que por donde corre, hace brotar vida y salvación.

El bautismo es un diluvio espiritual en que es ahogado todo lo que


es carnal en nosotros, es decir, pecaminoso. Ahí vuela de un lado a otro el
cuervo inmundo, Satanás, y desaparece. Pero vuela además la paloma, el
Espíritu Santo, y trae una ramita de olivo, símbolo de la paz que infunde en
nuestra alma. ¡Piensa pues, alma mía, en todas estas inmensas bendiciones
que te trajo tu bautismo, y no te olvides de darle las gracias a Dios por
ellas! Por otra parte: cuanto más grande son las bendiciones divinas, más
solícito debe ser también nuestro cuidado en preservarla. “Mediante el
bautismo fuimos bautizados con Cristo en su muerte, a fin de que, así
como Cristo resucitó por el poder del Padre, también nosotros llevemos
una vida nueva” (Ro 6:4).

Ya hemos quedado sanos, no volvamos a pecar, no sea que nos


ocurra algo peor (Jn 5:14). Nos hemos puesto la justicia de Cristo como
nuestro más hermoso vestido de gala; no lo ensuciemos con manchas de
pecado. En el bautismo fue crucificado y muerto nuestro viejo hombre;
por esto debe vivir ahora el hombre nuevo. En el bautismo fuimos
renovados en la actitud de nuestra mente (Ef 4:23); por lo tanto, no
permitamos que la carne vuelva a alcanzar el dominio sobre el espíritu. ¡Lo
viejo ha pasado, ha llegado ya lo nuevo! (2Co 5:17) Por lo tanto lo viejo, la
carne, no debe llegar a ser más poderoso que lo nuevo, el espíritu. Somos
hijos de Dios gracias a la regeneración espiritual; llevemos pues una vida
que haga honor a nuestro Padre. Somos templos del Espíritu Santo; por
ende, démosle un lugar que sea del agrado de tan ilustre huésped. Fuimos
integrados como miembros al pacto de Dios; ¡no volvamos a entrar en
tratativas con el diablo!

¡Oh Santísima Trinidad, que has comenzado tan buena obra en


nosotros, perfecciónala hasta el día de Cristo! (Fil 1:6) Junto con las
bendiciones de que nos has colmado en el bautismo, danos también el
ánimo y el poder de vivir conforme a las mismas hasta el fin.

18. Cómo se beneficia el que recibe el sacramento del altar


dignamente

“El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna” (Jn
6:54), dice Cristo. ¡Cuán grande es la gracia de nuestro Señor y Salvador!
¡No sólo adoptó nuestra naturaleza humana y la elevó al trono de la gloria
celestial, sino que además nos da a comer su carne y a beber su sangre
para que tengamos vida eterna! ¡En verdad, un gozo indecible para el alma,
un banquete celestial, angelical; cosas que los mismos ángeles anhelaban
contemplar! (1P 1:12) Sin embargo, Jesús no vino en auxilio de los ángeles,
sino de los descendientes de Abraham (Heb 2:16). El Salvador se acerca a
nosotros más que a los mismos ángeles; pues en esto conocemos el amor
que nos tiene: en que nos ha dado de su Espíritu (Jn 4:13), y no sólo de su
Espíritu, sino también de su cuerpo y de su sangre. Así dice Aquel cuyas
palabras son la verdad, señalando el pan y el vino: Esto es mi cuerpo; esto
es mi sangre (Mt 26:26,28). ¿Será que el Señor puede olvidar a los que
redimió con su cuerpo y su sangre, más aún: a los quienes dio a comer su
cuerpo, y a beber su sangre? El que come la carne de Cristo y bebe su
sangre, permanece en Cristo y Cristo en él (Jn 6:5,6).

Ahora que estoy enterado de esto, hay muchas cosas que ya no me


causan mayor asombro: que aún los cabellos de nuestra cabeza estén
todos contados (Mt10:30); que nuestros nombres estén escritos en el
cielo (Lc 10:20); que Dios nos lleve grabados en las palmas de sus manos
(Is 49:16); que nos haya cargado desde el vientre y llevado desde la cuna
(Is 46:3) -¡porque ahora, Cristo nos alimenta con su cuerpo y con su
sangre! Esto nos indica lo mucho que valen para él nuestras almas: las
nutre con lo que él entregó como rescate para nuestra redención.
Igualmente grande es el valor que tienen nuestros cuerpos: en ellos mora
un alma redimida por el cuerpo de Cristo y nutrida con su sangre, de
modo que ahora son templos del Espíritu Santo y habitaciones de la
Santísima Trinidad. Ahora el sepulcro ya no los podrá retener, alimentadas
como están con el cuerpo y la sangre de nuestro Señor. Alimento
milagroso, por cierto, es este Señor nuestro: ¡lo comemos, y sin embargo
no lo transformamos en nuestro cuerpo y nuestra sangre, sino que somos
transformados en él!

Somos miembros de Cristo, vivificados por su espíritu y


alimentados con su cuerpo y sangre. Él es el pan de Dios que baja del cielo
y da vida al mundo (Jn 6:33). Si alguno come de este pan, vivirá para
siempre (Jn 6:51). Es el pan en que se expresa la gracia y la misericordia
divina; y quien lo come, prueba y ve que Dios es bueno (Sal 34:9), y de su
plenitud todos hemos recibido, gracia sobre gracia (Jn 1:16), Es el pan de
vida (Jn 6:35) que no sólo vive sino que también vivifica; pues el que come
de este pan vivirá para siempre (Jn 6:58). Es el pan que bajó del cielo (Jn
6:58). Siendo pan del cielo, convierte en huéspedes del cielo a quienes lo
comen espiritualmente y para la salud de su alma; en efecto: no morirán
sino que serán resucitados en el día final (Jn 6:50,54), no para ser juzgados
ni para ser condenados (porque ya no hay ninguna condenación para los
que están unidos a Cristo Jesús) (Ro 8:1) sino para vivir en
bienaventuranza eterna. Ciertamente, el que come la carne del Hijo del
hombre y bebe su sangre vivirá para siempre (Jn 6:53,58), por cuanto la
carne de Cristo es verdadera comida y su sangre es verdadera bebida (Jn
6:55).

Por lo tanto, saciémonos no de la comida de nuestras obras, sino de


la comida del Señor, no de la abundancia de nuestra propia casa, sino de la
abundancia de la casa de Dios (Sal 36:8). Él es el verdadero manantial de
vida. “El que beba del agua que yo le daré,” dice Jesús “no volverá a tener
sed jamás, sino que dentro de él esa agua se convertirá en un manantial
que brotará para vida eterna” (Jn 4:14). ¡Adelante pues! ¡Vengan a las
aguas todos los que tengan sed, y los que no tengan dinero, vengan,
compren y coman! (Is 55:1)

La invitación se dirige a todos los que tengan sed ¡Ven también tú, oh
alma sedienta, agobiada por el calor de tus pecados! Y si no tienes dinero,
si careces de recursos en forma de méritos propios, apresúrate tanto más;
porque donde no hay mérito propios, son más y más necesarios los
méritos de Cristo. ¡Ven, ven, y compra sin pago alguno! (Is 55:1) Después
de todo: ¿Qué méritos podríamos exhibir? Dice el profeta: ¿Por qué
gastan dinero en lo que no es pan, y su salario en lo que no satisface? (Is
55:2). Está claro: con nuestro trabajo no podemos saciar el hambre, ni
podemos comprar la gracia de Dios con las moneditas de nuestros
méritos propios. ¡Escúchame bien, pues, alma mía, come lo que es bueno,
deléitate con manjares deliciosos! (Is 55:2)

Lo que escribe el apóstol Pablo son palabras de espíritu y son vida,


palabras de vida eterna (Jn 6:63,68), y dicen así: “Esa copa de bendición
por la cual damos gracias, ¿no significa que entramos en comunión con la
sangre de Cristo? Ese pan que partimos, ¿no significa que entramos en
comunión con el cuerpo de Cristo? (1Co10:16). Así que por esa “copa y
ese pan” somos uno con Cristo.

Los judíos disputaron acaloradamente entre sí: “¿Cómo puede este


darnos a comer su carne?” (Jn 6:52). Yo prefiero exclamar: ¡Bendito el
Señor que nos dio a comer su carne y a beber su sangre! No me sumerjo
en vanas cavilaciones acerca de su omnipotencia, sino que admiro su
gracia; no tengo el atrevimiento de querer examinar hasta las
profundidades de Dios (1Co 2:10), sino que venero su bondad y su amor.
Creo firmemente que él está presente; cómo está presente, no lo sé, pero
sé que se une íntimamente conmigo. Somos miembros de su cuerpo (Ef
5:30). Él habita en nosotros, y nosotros en él. Mi alma desearía penetrar
con sus pensamientos en lo más profundo de este abismo; pero no tengo
palabras para expresar, menos aún para explicar tanta bondad y tanto
amor.

Al contemplar la excelsa gracia del Señor y la gloria de los que viven


con él en la gloria eterna, lo único que me queda es: enmudecer de
asombro.
19. El misterio de la santa cena

La santa cena de nuestro Señor nos pone frente a un misterio


sublime que nos obliga al máximo respeto, porque se trata de un riquísimo
tesoro de la Gracia Divina.

Sabemos que “Dios hizo crecer en medio del jardín al oriente del
Edén el árbol de la vida” (Gn 2:9) con el propósito de que su fruto
conservara a nuestros primeros padres y a sus descendientes en el estado
de inmortalidad en que fueron creados. Pero plantó allí también el árbol
del conocimiento del bien y del mal. Y precisamente lo que Dios había
concebido como medio para que las personas pudieran vivir en felicidad
perfecta y permanente, y ejercitarse además en la obediencia al Creador,
derivó en todo lo contrario: les acarreó muerte y condenación porque
cedieron a los engaños de Satanás y a sus propios deseos prohibidos. Pero
aquí en la santa cena, hallamos el verdadero árbol de la vida “cuyos frutos
sirven de alimento y sus hojas son medicinales” (Ez 47:12) – frutos cuya
dulzura quita toda amargura causada por la miseria y la muerte.

Los hijos de Israel recibieron el maná, el pan que el Señor les dio
(Éx 16:15). En la santa cena tenemos el verdadero pan de Dios que baja
del cielo y da vida al mundo (Jn 6:33). El que come de este pan nunca
pasará hambre (Jn 6:35,51). Los hijos de Israel tenían el arca del pacto y el
propiciatorio (Éx 25:21), donde podían hablar con Dios cara a cara. En la
santa cena está el verdadero arca del pacto, el cuerpo de Cristo, en quien
están escondidos todos los tesoros de la sabiduría y del conocimiento
(Col 2:3). Aquí, en la santa cena, está el verdadero propiciatorio en la
sangre de Cristo (Ro 3:25), que hace que seamos santos y sin mancha
delante de Dios (Ef 1:4). Y aquí no sólo habla con nosotros con palabras
de amor y consuelo, sino que habita en nosotros y nos alimenta con su
propio cuerpo, el maná celestial por excelencia. Aquí, en la santa cena,
está la puerta del cielo y la escalinata por la que suben y bajan los ángeles
de Dios (Gn 28:17). ¿Podrá el cielo ser más alto que el que mora en él, o
más íntimamente unido con él, que la naturaleza humana del hijo de Dios
con su naturaleza divina? El cielo es el trono de Dios (Is 66:1). Pero sobre
la naturaleza humana que Cristo adoptó reposa el Espíritu del Señor (Is
11:2). Dios está en el cielo; en Cristo empero habita en forma corporal
toda la plenitud de la divinidad (Col 2:9).

¡En verdad, un inviolable sello de garantía que convalida nuestra


redención y salvación! Nada mayor tenía Cristo para darnos; en efecto:
¿puede haber algo que sea mayor que él mismo? Nada puede estar más
íntimamente unido a él que su naturaleza humana integrada en la Santísima
Trinidad, que encierra en sí todo el tesoro de los bienes celestiales. ¿Hay
algo más íntimamente unido con él que su cuerpo y sangre? A nosotros,
pobres pecadores, Cristo nos ofrece este alimento verdaderamente
celestial. ¿Cómo no habría de ofrecernos también su gracia? ¿Cómo podría
olvidarse de aquellos a quienes entregó como garantía nada menos que su
propio cuerpo? Y ¿cómo, así fortalecidos, podríamos ser vencidos por
Satanás en nuestra lucha contra sus astutas tentaciones? Cristo nos
compró por un elevado precio (1Co 6:20) y nos hizo miembros de su
cuerpo (Ef 5:30). Éste es el remedio infalible contra todos nuestros males
espirituales, contra nuestros pecados que amenazan con matarnos, contra
las flechas encendidas del maligno (Ef 6:16) y contra las manchas en
nuestra conciencia.

A los hijos de Israel, el Señor los acompañó con una columna de


nube y una columna de fuego (Éx 13:21). En la santa cena no hay nube;
aquí el sol de justicia (Mal 4:2) que ilumina nuestras almas; no se siente el
fuego de la ira divina sino la calidez de su amor, que no se enfría sino que
nos acompaña para siempre. Nuestros primeros padres fueron puestos en
un delicioso jardín (Gn 2:8) que habría de ser una representación
anticipada de nuestra bienaventuranza eterna, y para ellos mismos, una
constante exhortación a la obediencia que debían a su bondadoso
Creador. Pero en la santa cena hay delicias muchísimo mayores que las del
paraíso: aquí, la criatura es alimentada con la carne del Creador; las
manchas de la conciencia arrepentida son lavadas con la sangre del Hijo de
Dios; con el cuerpo de Cristo, la cabeza, son alimentados los que por la fe
son miembros de este cuerpo; y el alma creyente es invitada a saciar su
hambre en el banquete celestial. La carne del santo Dios, adorada por los
ángeles, venerada por los arcángeles, y ensalzada por toda la corte
celestial - ¡he aquí nuestro alimento espiritual!

¡Alégrense los cielos, regocíjese la tierra! (Sal 96:11) y tú, alama mía,
alégrate y regocíjate mucho más aún por todo lo que Cristo te ofrece en
su santa cena.

20. La preparación apropiada antes de participar de la santa cena

Lo que ahora será objeto de nuestra meditación no es un banquete


cualquiera, ni tampoco el banquete de algún rey, sino el santísimo misterio
del cuerpo y la sangre de Cristo. Esto hace necesaria una preparación
apropiada, para que nuestra participación sea para vida y no para muerte,
y para que recibamos misericordia y no sentencia condenatoria.
Podemos imaginarnos cómo habrá temblado de miedo el patriarca
Abraham cuando le apareció el Hijo de Dios en forma de hombre y le
anunció que venía a destruir a la ciudad de Sodoma (Gn 18). ¡Y eso que
Abraham era un personaje de gran fama por lo fuerte que era su fe! Pero
en la santa cena aparece ante nosotros el Cordero de Dios, no
simplemente para que lo veamos, sino para que lo comamos y bebamos.

Cuando el rey Uzías se volvió arrogante y se atrevió a acercarse al


arca del pacto (2Cr 26:16), en ese mismo instante el Señor hizo que la
frente se le cubriera de lepra. No es de extrañar, entonces, que el apóstol
Pablo diga: “Cualquiera que coma el pan o beba de la copa del Señor de
manera indigna, come y bebe su propia condena” (1Co 11:29); porque
aquí está el verdadero arca del pacto nuevo, del cual el arca del pacto
antiguo no era más que un ejemplo o tipo. Lo que es la preparación
apropiada nos lo enseña el apóstol con una sola frase: “Cada uno debe
examinarse a sí mismo antes de comer el pan y beber de la copa” (1Co
11:28). Y la regla: “todo examen ante Dios debe hacerse según la norma
de las Sagradas Escrituras” rige también para este examen.

Tomemos como primer punto nuestra fragilidad ¿Qué es el hombre?


Apenas polvo y ceniza (Gn 18:27). Polvo somos, de lo que el polvo
produce vivimos, y al polvo volveremos: ¿Qué es el hombre? Pasto de los
gusanos, nacido para el sufrimiento, no para la bienaventuranza. “El
hombre nacido de mujer”- y por ende, nacido en pecado - “vive pocos
días” (Job 14:1), y de ahí, también con temor y temblor, con mucha
miseria que afecta su cuerpo y su alma, con lágrimas y sollozos. El hombre
no conoce su salida ni su entrada. Por breves días somos como la hierba
del campo en la época de verano. Tan corta como es la vida, tan largas son
sus penurias.

El segundo punto: nuestra indignidad. Ante el Creador, todo ser


creado no es más que un soplo (Sal 39:5), un sueño, una nada; y así es
también el hombre. Pero hay muchos factores más que contribuyen a la
indignidad del hombre; porque con sus iniquidades ofendió a su Creador,
más Dios es por su naturaleza y esencia un Dios justo; de ahí que tenga
que odiar todo lo que es pecado. Si esto es así ¿qué somos nosotros ante
el Señor nuestro Dios, que es fuego consumidor y Dios celosos? (Dt
4:24). Si, como dice el salmista, él “pone ante sí nuestras iniquidades, a la
luz de su presencia nuestros pecados secretos” (Sal 90:8), ¿dónde
quedaremos nosotros con esas iniquidades y esos pecados? Dios es el
mismo ayer y hoy y por los siglos (Heb 13:8), sin principio y sin fin. Infinita
es también su justicia y su ira. Y si Dios es grande y maravilloso en todas
sus obras (Sal 139:14), particularmente grande y maravillosa es también en
su ira, su justicia y sus castigos. Si hizo que el castigo, precio de nuestra
paz, recayera sobre su propio Hijo (Is 53:5) ¿mirará con indiferencia lo que
hace su inútil siervo?

Pero al hacer tal examen, no enfoquemos sólo a nuestra propia


persona, sino también “el pan que partimos, que significa que entramos en
comunión con el cuerpo de Cristo” (1Co 10:16). Ahí se nos abren los
ojos para que podamos ver la fuente de la cual brota la inagotable
misericordia de Dios. Ahora Dios “ya nunca nos dejará; jamás nos
abandonará” (Heb 13:5) nos hizo entrar en comunión con el cuerpo de
Cristo, y “nadie ha odiado a su propio cuerpo” (Ef 5:29). Esta cena sagrada
transformará ahora nuestras almas, hasta que al fin lleguemos a ser
comensales en el banquete celestial, tomando posesión de toda la plenitud
de Dios, llegando a ser sólo a su semejanza.

Lo que aquí poseemos mediante la fe y como un misterio, se nos


será revelado allá con toda claridad y lo poseeremos de verdad. Nuestros
mismos cuerpos serán renovados de tal manera que veremos a Dios cara
a cara; (1Co 13:12) pues ya ahora son templos del Espíritu Santo,
santificados y vivificados por el cuerpo y la sangre de Cristo que hará su
vivienda en ellos. (Jn 14:23) Este remedio milagroso cura todas las heridas
causadas por el pecado, aún por los pecados llamados “mortales”. Es el
sello que garantiza que todas las promesas divinas – un aval que podemos
presentar ante el juicio del Juez supremo. Munidos de esta fianza podemos
gloriarnos de ser herederos de la vida eterna. Si se nos da el cuerpo y la
sangre de Cristo, están incluidas también todas las demás dádivas que Dios
tiene atesoradas para los que creen en él. El que no escatimó ni a su
propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no habrá de
darnos generosamente, junto con él, todas las cosas? (Ro 8:32)

¡Alégrese pues la novia, y regocíjese, porque ya ha llegado el día de


las bodas del Cordero! (Ap19:7) ¡Adórnese con sus más preciosas alhajas,
póngase el traje de boda (Mt 22:12), porque a decir verdad: nuestros
propios actos de justicia distan mucho de ser un traje de boda; antes bien,
son como trapos de inmundicia (Is 64:6). ¿Cómo podríamos aparecer en el
banquete celestial con semejantes trapos? ¡Quiera el Señor mismo
proveernos de la ropa apropiada, así no se nos hallará desnudos! (2Co
5:3)

21. La ascensión de Cristo

¡Contempla, alma mía, la ascensión de tu novio! Cristo privó a sus


fieles de su presencia visible en bien de la ejercitación de su fe, porque
dichosos son los que no han visto y sin embargo creen (Jn 20:29). Donde
está nuestro tesoro, allí debe estar también nuestro corazón (Mt 6:21).
Cristo, nuestro tesoro, está en el cielo. Por lo tanto, nuestro corazón
también debe concentrar su atención en las cosas de arriba (Col 3:2).

Así como la novia espera ansiosamente la llegada de su novio, así


también el alma creyente debe esperar constantemente que llegue el día
de las bodas del cordero (Ap 19:7); debe confiar en el Espíritu que Cristo,
al ascender al cielo, puso en nuestro corazón como garantía de sus
promesas; (2Co 1:22) debe confiar en el cuerpo y la sangre de su Señor
que recibe en la santa cena; y debe confiar en que nuestros cuerpos,
sustentados por este alimento incorruptible, al fin resucitarán, igualmente
incorruptibles.

Lo que ahora creemos, llegado el día lo veremos; nuestra esperanza


se cumplirá en forma correcta. Mientras Jesús está caminando con
nosotros en nuestra senda terrenal, no lo reconocemos (Lc 24:15), pero
cuando lleguemos a nuestra patria celestial lo veremos tal como él es (1Jn
3:2). Nuestro Salvador eligió como lugar para su ascensión el monte
llamado de los Olivos (Hch 1:12) porque el olivo es el símbolo de la paz y
de la alegría - la paz que trajo a nuestra conciencia intranquila mediante su
pasión y muerte, y la alegría y el júbilo con que se nos recibirá en la
entrada a nuestra mansión eterna. Lo que sucedió en la altura de aquel
monte ha de llamar nuestra atención hacia lo que sucederá en las alturas
celestiales. ¡Sigamos a nuestro Señor con el anhelo de nuestro corazón
mientras aún no lo podamos hacer con nuestros pies! Moisés subió a un
monte para encontrarse con Dios (Éx 19:3); en un monte adoraron los
santos patriarcas (Jn 4:20). Abraham se quedó a vivir en Canaán una zona
montañosa, en tanto que Lot escogió para sí todo el valle del Jordán (Gn
13:11).

De esto podemos desprender que el alma de los fieles debe


abandonar las tierras llanas de este mundo y elevarse a las alturas
celestiales. Allá escuchará la amable voz de Dios en su interior, allá podrá
rendir culto al Padre en espíritu, en verdad (Jn 4:23), y con Abraham
podrá huir del fuego eterno que está preparado para la pecaminosa llanura
terrenal.
Betania significa “casa del pobre,” y por extensión “casa de
aflicción” y a través de aflicciones y dificultades es como entramos en el
reino de Dios (Hch 14:23), al igual que Cristo, “que tenía que sufrir…
antes de entrar en su gloria” (Lc 24:26). Hasta entonces el cielo parecía
estar clausurado, y el paraíso parecía estar custodiado por una espada
ardiente que se movía por todos lados (Gn 3:24). Ahora empero, Cristo
como Príncipe victorioso abre el cielo y nos muestra el camino a la patria
celestial de la cual habíamos desertado. ¿Y los discípulos? Ahí estaban
mirando al cielo (Hch 1:11). Y esto es lo que deben hacer los que en
verdad son discípulos de Cristo: levantar los ojos al cielo, a la expectativa
de lo que allá les aguarda.

¡Oh Señor Jesús, cuán glorioso fue el final de tu camino que te


condujo por tanto sufrimiento! De pronto, todo cambió. En Gólgota te vi
en tu máxima humillación, y en el monte de los Olivos, en tu máxima
gloria. Allá te encontrabas solo; acá, acompañado de miles de ángeles. Allá
te elevaron a la cruz; acá una nube te eleva al cielo. Allá estuviste en
medio de los malhechores; acá, en medio del coro angelical. Allá te
elevaron en el madero; acá estás en libertad como liberador de los
condenados. Allá mueres entre los más crueles dolores; acá celebras con
júbilo tu triunfo. Cristo nuestra cabeza (Ef 5:23), y nosotros somos sus
miembros. ¡Alégrate pues, alma mía, y regocíjate por la ascensión de tu
cabeza! De la gloria de la cabeza participan también los miembros. Donde
reina el que adoptó nuestro cuerpo y sangre, allí - así lo creemos
firmemente - reinaremos también nosotros. Y aún cuando nuestros
pecados constituyeran una barrera, el que entró en comunión con nuestra
naturaleza no nos rechazará.

Cristo descendió del cielo para redimirnos, y ascendió para abrirnos


las puertas a la gloria. Por nosotros nació, por nosotros padeció, por esto
también subió al cielo por nosotros. La pasión de Cristo es el fundamento
de nuestro amor; su resurrección, el fundamento de nuestra fe; y su
ascensión, el fundamento de nuestra esperanza. Ahora bien: seguir en pos
de nuestro esposo con ferviente anhelo implica también seguirle con buenas
obras; en la nueva Jerusalén nunca entrará nada impuro (Ap 21:27), señal
de lo cual son “los ejércitos del cielo que siguen al Cordero: vienen
vestidos de lino fino, blanco y limpio” (Ap19:14). El lino fino representa las
acciones justas de los santos.

Hay un contraste inconciliable entre la humildad de Cristo y nuestra


soberbia; su bondad y nuestra maldad; entre el príncipe de Paz y nuestra
discordia; entre la santidad de Jesús y nuestra inmoralidad; entre su justicia y
nuestro pecado. Por lo tanto, el que ansía ver a Dios cara a cara en su
reino, tendrá que vivir de manera digna del Señor (Col 1:10). El que busca
las cosas de arriba, donde está Cristo, debe abandonar las que están abajo
(Col 3:1).

¡Señor, que has sido levantado de la tierra, atráenos a todos a ti


mismo! (Jn 12:32)
22. Reflexiones acerca del Espíritu Santo

Después de su ascensión “cuando llegó el día de Pentecostés”


nuestro Señor derramó sobre sus discípulos el Consolador prometido, el
Espíritu Santo (Hch 1). En el pacto antiguo, Dios mismo descendió al
monte Sinaí para que desde allí, Moisés anunciara su ley (Éx 19:3); así, el
Espíritu Santo descendió sobre los apóstoles para que por boca de ellos
fuese anunciado el evangelio en el orbe entero. En el Sinaí hubo truenos,
relámpagos y un toque muy fuerte de trompeta (Éx 19:16), porque la voz
atronadora de la ley nos declara merecedores de la ira de Dios a causa de
nuestra desobediencia. En el día de Pentecostés vino del cielo un ruido
como el de una violenta ráfaga de viento (Hch 2:2), porque la voz del
evangelio vuelve a infundir ánimo en los corazones aterrorizados. En el
Sinaí temblaron todos los que estaban en el campamento (Éx 19:16),
porque la ley acarrea castigo (Ro 4:15); pero en Pentecostés acude toda
una multitud, atraída por el gran milagro; pues el evangelio nos abre el
acceso a Dios. En el Sinaí, Dios descendió en medio del fuego, pero fuego
de ardiente ira. Por esto, todo el monte se sacudió violentamente y estaba
cubierto de humo (Éx 19:18). En Pentecostés, el Espíritu Santo igualmente
desciende con fuego, pero con fuego de amor y compasión. Por esto, aquí
no se sacudió la casa entera a causa de la ira divina, sino que toda la casa
donde estaban reunidos se llenó de la gloria del Espíritu Santo (Hch 2:2).

Por lo tanto, podemos entender muy bien por qué nos fue enviado
desde el cielo el Espíritu Santo: fue para santificarnos, después de que había
sido enviado el Hijo para redimir al género humano. De nada nos servía la
pasión de Cristo si no nos era dada a conocer. Un tesoro escondido
carece de utilidad. Por ende, el Padre celestial no se limitó a lograr una
redención eterna por medio de la sangre de su propio Hijo (Hch 9:12),
sino que la ofreció y, sigue ofreciendo al mundo entero por medio del
envío del Espíritu Santo. El Espíritu Santo se posó sobre los apóstoles en
circunstancias en que estaban todos reunidos en oración en el mismo
lugar (Hch 2:1), porque es un Espíritu de súplica (Zac 12:10). Lo recibimos
como respuesta a nuestra oración, y nos motiva para la oración. Él es el
que une nuestros corazones con Dios, así como une al Hijo con el Padre y
al Padre con el Hijo; porque entre Padre e Hijo existe un amor recíproco.

Esta unión espiritual entre Dios y nosotros se produce por medio


de la fe; la fe empero es un don del Espíritu Santo, sostenido a través de
oraciones, - que para ser genuina, debe hacerse en espíritu y en verdad (Jn
4:24). Leemos que cuando en el templo de Salomón se ofreció el sacrificio
del incienso, los sacerdotes tuvieron que retirarse por causa de la nube,
pues la gloria del Señor había llenado el templo (1R 8:11). De igual
manera, la gloria del Espíritu Santo llenará el templo del corazón tuyo
cuando ofrezcas a Dios el incienso de tu oración. ¡Cuán admirable es la
gracia y la misericordia de Dios! El Padre nos promete que escuchará
nuestra oración (Sal 65:2); el Hijo intercede por nosotros (Ro 8:34); el
Espíritu clama en nosotros: “¡Abba, Padre!” (Gá 6:4), los ángeles presentan
nuestras oraciones ante el Santo (Libro apócrifo de Tobías 12:12). De esta
manera, la Trinidad entera está abierta a nuestras voces. El misericordioso
Dios hace posible nuestra oración al darnos un espíritu de gracia y de
súplica (Zac12:10). Pero además la bendice con su constante atención, si
bien no siempre conforme a nuestros deseos, pero siempre para nuestro
beneficio.

El Espíritu Santo descendió a los apóstoles en un momento en que


estaban todos juntos en el mismo lugar (Hch 2:1), prueba de que él es el
Espíritu de amor y unión. Nos une con Cristo mediante el lazo de la fe;
une a Dios con nosotros mediante el amor, y por el mismo vínculo del
amor nos une también con nuestro prójimo. El diablo es el autor de toda
discordia y separación. A raíz de nuestros pecados nos separa de Dios;
sembrando odio, divisiones y rencor; causa desuniones entre los hombres.
Pero el Espíritu Santo nos llena de sus dones, uniendo a los hombres con
Dios y a Dios con los hombres, así como en la persona de Cristo unió a la
naturaleza humana con la naturaleza divina (Lc 1:35). Mientras el Espíritu
Santo habite en el hombre con su gracia y con sus dones, el hombre
permanece unido con Dios. Pero ni bien el hombre cae de la fe y del amor
a causa del pecado, ahuyentando al Espíritu Santo, queda separado de
Dios, y queda rota aquella íntima unión con él.

El que tiene el Espíritu Santo no odia a su hermano ¿Por qué no?


Porque el Espíritu Santo convierte a todos los creyentes en miembros del
cuerpo de Cristo. Y ¿quién ha odiado jamás a sus propios miembros? (Ef
5:29). Más aún: el que es guiado por el Espíritu Santo ama incluso a sus
enemigos. ¿Por qué? Porque el que se une al Señor llega a ser uno con él
en Espíritu (1Co 6:17). Dios empero hace que salga el sol sobre malos y
buenos (Mt 5:45) y ama todo cuanto existe, y nada aborrece de lo que ha
hecho (Libro apócrifo De la Sabiduría 11:25). El que tienen el Espíritu de
Dios está dispuesto a servir a todos, se esfuerza por hacer bien a todos,
ofrece su ayuda a todos, puesto que Dios mismo también es una fuente de
misericordia y gracia para todos. El ruido que anunció la venida del
Espíritu Santo vino del cielo (Hch 2:2), pues el Espíritu Santo es
consustancial al Padre y al Hijo, y procede del Padre y del Hijo desde la
eternidad. Impulsa a los hombres a concentrar su atención en las cosas de
arriba (Col 3:2). El que sigue enteramente concentrado en las cosas de la
tierra, aún no tiene parte en el Espíritu Santo (Heb 6:4).
El Espíritu Santo viene con un ruido como de una ráfaga de viento,
porque refresca con su consolación a los que padecen tribulaciones. El
viento sopla por donde quiere, y lo oyes silbar, aunque ignoras de dónde
viene y adónde va. Lo mismo pasa con todo el que nace del Espíritu (Jn
3:8). Otra afinidad con un viento la podemos ver en el hecho de que
procede del Padre y del Hijo desde la eternidad. El viento aquel era una
violenta ráfaga (Hch 2.2), porque la gracia del Espíritu Santo es una gracia
viva y activa que impulsa a los fieles a hacer el bien, y los impulsa con una
fuerza tal que no los frena ni la amenaza de los tiranos ni la astucia de
Satanás ni el odio del mundo. El Espíritu da a los apóstoles el don de
lenguas, porque sus palabras debían llegar hasta los confines del mundo
(Sal 19:4). Con esto terminó la confusión de idiomas entre quienes
intentaban construir la torre de Babel (Gn 11:7). Ahora las naciones, de
diversos idiomas dispersas a lo largo y lo ancho del orbe, son llamadas y
congregadas por obra del Espíritu Santo y conservadas en la única y
verdadera fe. También las lenguas de fuego son una señal del Espíritu Santo,
porque los profetas hablaron de parte de Dios impulsados por el Espíritu
Santo (2P 1:21), el mismo que habló por boca de los apóstoles y aún sigue
hablando por medio de los que en la iglesia de hoy día predican la palabra
de Dios.

¡Gloria y honor al Espíritu Santo, al Padre y al Hijo, por todos estos


dones de su gracia!

23. Una santa iglesia cristiana

Grande es la bondad de Dios que nos ha llamado para ser


miembros de su iglesia. “Una sola es mi palomita preciosa” (Cnt 6:9) dice
el Amado en el Cantar de los Cantares. Sí, una sola; porque una sola, la
verdadera iglesia, es la amada novia de Cristo.

El Espíritu de Cristo existe solamente en el cuerpo de Cristo. Pero


si alguno no tiene el Espíritu de Cristo, no es de Cristo (Ro 8:9); y el que
no es de Cristo, no tiene parte en la vida eterna. Todo lo que no estaba
dentro del arca de Noé estaba condenado a una muerte irremediable en
las aguas del diluvio (Gn 7:21); igualmente, todo lo que no está dentro del
arca espiritual de la iglesia, es arrastrado por el torrente de la
condenación eterna. Quién no es hijo de la madre iglesia en esta tierra, no
puede ser hijo del Padre en el cielo.

Piensa en esto, alma mía: cada día, millares de personas descienden


al infierno por hallarse fuera del seno de la iglesia. Y que tú no eres una de
ellas, no lo debes a algún mérito tuyo sino únicamente a la gracia del
misericordioso Dios. Cuando todo Egipto estaba cubierto por tinieblas tan
densas que se podían palpar, en todos los hogares israelitas había luz (Éx
10:21,23); así también la iglesia es el único lugar donde brilla la luz del
conocimiento de Dios. Los que viven al margen de la iglesia van de una
oscuridad a otra, de la oscuridad de la ignorancia que reina en esta tierra a
la oscuridad de la condenación eterna que reina en el más allá.

El que no es parte de la iglesia combatiente jamás podrá ser parte


de la iglesia triunfante. Pues Dios, la palabra, la fe, Cristo, la iglesia y la vida
eterna - estos seis están unidos en forma inseparable. La santa iglesia de
Dios es madre, virgen y novia a la vez: madre, porque a diario nacen de
ella hijos para Dios según el Espíritu; virgen, porque se mantiene pura, sin
ceder a las frívolas insinuaciones del diablo y del mundo; novia, porque
Cristo se comprometió con ella mediante un pacto eterno y le dio el
Espíritu Santo como dote. La iglesia es una barca (Mt 8:23) en la que
navega Cristo con sus discípulos y que al fin nos lleva al puerto de la
bienaventuranza eterna. Con el timón de la fe surca los mares de este
mundo sin errar el rumbo. Su piloto y timonel es Dios, y sus remeros, los
ángeles. En su amplio interior cobija a toda la multitud de los santos (Mt
8:23). En medio de la barca se alza el mástil de la cruz salvadora en el cual
están fijadas las velas de la fe evangélica, que al soplo del Espíritu Santo
impulsan a la barca en derechura hacia el seguro puerto de la paz eterna.

La iglesia es el viñedo (Mt 21:33) que el Señor plantó en el campo


de este mundo. Lo regó con su sangre. A modo de cerco protector lo
rodeó de sus servidores, los ángeles. Cavó un lagar de sufrimiento (Is
63:3), y lo limpió de toda piedra que pudiera servir de tropiezo. La iglesia
es la mujer revestida del sol (Ap 12:1); pues la recubre la justicia de
Cristo. A sus pies yace pisoteada la luna, porque desprecia las cosas
cambiantes de esta tierra. Todo esto es una clara demostración de la gran
dignidad de la iglesia - motivo más que suficiente para dar a Dios mil
gracias por ella.

Grandes son, en verdad, las bendiciones que Dios derrama sobre


nosotros en su iglesia, pero no todos sacan provecho de ellas; en efecto:
la iglesia es jardín cerrado, sellado manantial (Cnt 4:12). La hermosura de
este jardín no la puede apreciar nadie, a menos que esté dentro del
mismo; igualmente, nadie se percata de los dones divinos que ofrece la
iglesia, a menos que sea miembro de ella. Por fuera, la amada de Cristo es
morena (Cnt 1:5), pero por dentro es hermosa, porque la hija del Rey es
todo esplendor (Sal 45:13). La barca de la iglesia es sacudida por fuertes
tormentas (Mt 8:24) de persecución; el viñedo (Jn15:2) necesita la mano
de un experto que la pode; y contra la mujer de la que habla el profeta
(Ap 12:1), lucha el dragón infernal (Ap 12:7) con todo su armamento.

La iglesia es una bella azucena; sin embargo, florece entre las espinas
(Cnt 2:1,2). La iglesia es un jardín hermoso, pero cerrado (Cnt 4:12); la
fragancia de sus flores sólo se percibe en su entorno si la atraviesan las
ráfagas de la tribulación. La iglesia es la amada hija de Dios; aunque odiada
por el mundo, tiene asegurada su herencia en los cielos. Por lo tanto, su
estilo de vida actual es a menudo trabajoso peregrinaje, con obstáculos a
diestra y siniestra. Pero todo lo sufre con paciencia, y la paciencia le da
fuerzas. La iglesia es una madre espiritual, y al igual que la madre de
Cristo, tiene que estar al pie de la cruz, expuesta a burlas e
incomprensión. Es también una palmera que cuanto más azotada esté por
los vientos de muchas pruebas mayor vigor adquiere.

Al pensar en todo esto, vemos cuán grande es la dignidad de la


iglesia, lo que debe motivarnos a llevar a una vida acorde con esta
dignidad; no desoyendo su voz ni teniendo en poco el alimento que te
ofrece en el sacramento de la cena del Señor. La iglesia es una virgen; y si
tú quieres ser en verdad su hijo espiritual, cuídate de no entregar tus
miembros a nada que sea indecoroso. La iglesia, y también cada alma
creyente, es una novia. Por ende, todos debemos mantenernos alejados de
las tentaciones a la infidelidad proveniente de Satanás. Tú eres la novia de
Cristo; en consecuencia, esfuérzate por retener el espíritu que recibiste
como dote; eres la novia de Cristo, y como tal, insiste en rogar que tu
Esposo no demore en llegar y que te dé un lugar en el banquete celestial.
Y como el Esposo vendrá de noche sorprendiendo a quienes no están
preparados (Mt 25:10), mantente en estado de alerta para que el Esposo,
al venir y encontrarte durmiendo, no te cierre la puerta de entrada a la
vida eterna.

Navegas en una barca (Mt 8:25) ¡ten cuidado, pues! no sea que te
hundas en el mar del mundo antes de llegar al seguro puerto; y ruega al
Señor que te fortalezca en tu fe para no sucumbir en la tormenta de las
tribulaciones. Fuiste contratado para ser un obrero en el viñedo del Señor
(Mt 20:1). La paga que el Señor te dará te hará que parezca leve la carga
del trabajo. Eres un viñedo del Señor; esfuérzate pues en eliminar los
pámpanos inservibles, las obras vanas de la carne, y considera todos los
días de tu vida como tiempo para la poda.

Tú eres una rama en la vid que es Cristo (Jn 15:1 ss); por lo tanto,
permanece en él para poder llevar mucho fruto, porque toda rama que en
él no da fruto, el Padre la corta; pero toda rama que da fruto la poda para
que dé más fruto todavía. Te has revestido de Cristo (Gl 3:27) por medio
de la fe; él te viste con el sol de justicia (Mal 4:2); entonces, arroja bajo tus
pies la luna de lo terrenal (Ap 12:1) y tenlo todo por estiércol por amor a
los bienes eternos (Fil 3:8).

Oh Señor Jesús: tú has asignado un lugar en la iglesia combatiente;


te rogamos condúcenos también llegado el tiempo, a tu iglesia triunfante.
Amén.

24. Meditaciones en torno de la predestinación

Todas las veces que tus pensamientos giren en torno del hecho de
que Dios te ha elegido de pura gracia, fíjate en el Cristo que pende de la
cruz, entregado a la muerte por nuestros pecados, pero resucitado
también para nuestra justificación (Ro 4:25). Inicia tus meditaciones
contemplando al Cristo acostado en el pesebre; entonces, tus
pensamientos irán por buen camino.

Dios nos escogió antes de la creación del mundo, pero nos escogió
en Cristo (Ef 1:4). Por lo tanto, si estás en Cristo por el bisturí de la fe, no
dudes de que la elección te abarque también a ti; y si adhieres a Cristo
con toda tu confianza, no dudes de que estás entre el número de los
escogidos. Pero si intentas escudriñar el profundo abismo de la
predestinación sin escudriñar previamente las Escrituras, es de temer que
tú mismo caigas en el abismo de la desesperación.

Sin Cristo, Dios es un fuego consumidor (Dt 4:24). Ten cuidado,


pues; no te acerques a este fuego, no sea que te consuma. Sin la
satisfacción hecha por Cristo, Dios acusa y condena a todo el mundo por
la voz de su ley. Ten cuidado, pues; no intentes descifrar el misterio de la
predestinación a base de lo que dice la ley. Antes bien: desiste de querer
investigar todos los caminos y planes de Dios, porque corres el serio
peligro de que tus pensamientos te conduzcan a errores fatales. Dios vive
en luz inaccesible (1Ti 6:16); no te atrevas, pues, a acercarte con ligereza a
esta luz.

Para aclararnos en algo el misterio de la predestinación, Dios nos ha


dado la luz del evangelio; en esta luz podemos ver la luz verdadera (Sal
36:9). No vayas a perderte en la oscuridad impenetrable del plan
concebido por Dios desde la eternidad. Aprovecha más bien la claridad con
que este plan fue revelado en el tiempo. La justificación, hecha en el tiempo,
nos dice algo acerca de la elección, hecha antes de que existiera lo que
llamamos “tiempo”. Antes de meditar a cerca de lo que se nos enseña de
la predestinación deberás conocer unas cuantas otras enseñanzas. Debes
conocer lo que dice la ley respecto de la ira de Dios contra el pecado, y
arrepentirte. Debes conocer por el evangelio la misericordia de Dios a
raíz del mérito de Cristo, y echar mano de la misma en fe y confianza.
Debes conocer que es, en esencia, la fe y practicarla en tu vida diaria.
Debes conocer que la tribulación es una útil medida disciplinaria con que
Dios quiere perfeccionarte en la paciencia. Este es el camino que nos
enseñó el apóstol, y por este camino debemos seguir como sus buenos
alumnos.

Hay tres aspectos que siempre habremos de tener presente al


hablar de este misterio: la misericordia de Dios que nos ama; el mérito de
Cristo que padece y muere por nosotros; la gracia del Espíritu Santo que
nos llama por medio del evangelio. La misericordia de Dios incluye a todo
el mundo: “…tanto amó Dios al mundo…” (Jn 3:16) “Llena está la tierra
de su amor” (Sal 33:5) son testimonios elocuentes de ello. Su misericordia
es más grande que el cielo y la tierra, tan grande como él mismo, porque
Dios es amor (1Jn 4:16). Él mismo afirma que “no se alegra con la muerte
del malvado;” (Ez 33:11) y por si esto fuera poco, lo confirma con un
juramento. Y si no confías en su promesa, confía al menos en su
juramento. Su nombre es “Padre misericordioso” (2Co 1:3). Esa
misericordia surge de él mismo; su ira y su castigo empero tienen su
origen más bien foráneo, de modo que podemos decir que su misericordia
más que su castigo es lo que proviene de su corazón.

También el mérito de Cristo incluye al mundo entero. “Él es el


sacrificio por el perdón de los pecados de todo el mundo” dice el apóstol
(Jn 2:2). ¿Puede haber una demostración más clara de la misericordia de
Dios que el hecho de habernos amado aún antes de que existiéramos? ¡El
habernos creado es obra de su amor! Es más: nos amó cuando todavía
éramos pecadores (Ro 5:8); pues el habernos dado su propio Hijo para
que sea nuestro Redentor - ¿qué es esto sino una obra de amor supremo?
Al pecador condenado a castigo eterno, sin nada que pudiera ofrecer
como rescate, Dios le dice: “Toma a mi Hijo unigénito y ofrécemelo en
lugar tuyo.” Y el Hijo mismo dice: “Tómame a mí y ofréceme como
rescate.” Y para que no te quepa la menor duda de que el mérito de
Cristo incluye a todo el mundo, en su mayor dolor rogó por los que le
estaban crucificando (Lc 23:34) y derramó su sangre por los que la habían
hecho correr.

Y también las promesas del evangelio incluyen a todo el mundo,


pues Cristo les dice a todos: “Vengan a mí todos ustedes que están
cansados y agobiados.” (Mt 11:28) Lo que fue adquirido para todos por
virtud del mérito de Cristo, también es ofrecido a todos. Dios no le niega
su gracia a nadie - a menos que uno se crea a sí mismo indigno de ella.
Estas son, pues, las tres columnas de la verdad (1Ti 3:15) acerca de la
elección eterna. En ellas apóyate con entera confianza. Piensa en las
muchas demostraciones de su gracia que el misericordioso Dios ya te ha
dado a lo largo de tu vida, y ten la plena seguridad de que él es el mismo
ayer y hoy y por los siglos. (Heb 13:8) Aún no existías - y a Dios le
complació crearte como un ser viviente. Estabas condenando a raíz de la
caída de Adán - y Dios te redimió. Vivías en el mundo, no en la iglesia, y
Dios te llamó. No sabías nada de nada - y Dios te instruyó. Andabas
perdido como oveja (Is 53:6) - y Dios te guio por sendas de justicia. (Sal
23:3) Caíste en pecado - Dios te corrigió. Tropezaste - y Dios te levantó.
Viniste a él - y él te recibió. Su paciencia contigo no conoce límites, como
tampoco los conoce su bondad.

La bondad y el amor con que Dios te acompañó hasta ahora


también te seguirán. (Sal 23:6) La misericordia que Dios te prodigó por
anticipado para salvarte te seguirá también para glorificarte. Te enseñó el
camino para una vida piadosa, y te abrió también el camino hacia la vida
eterna en su presencia. ¿Por qué no fuiste pisoteado cuando caíste?
¿Quién te levantó con sus propias manos? (Sal 91:12) ¿Quién sino el
Señor? Entonces: sigue confiando en la misericordia de tu Dios, y alégrate,
pues obtendrás la meta de tu fe, que es tu salvación (1P 1:9). Las manos en
que descansa esta tu salvación son las manos de Aquel que hizo todas las
cosas (Is 66:2), manos que no son cortas para salvar (Is 59:1), y que
derraman su gracia sobre el orbe entero. Pero, recuerda también alma
mía, que Dios nos escogió para que seamos santos y sin mancha (Ef 1:4).
Por lo tanto: quien no se esfuerza por cumplir con esta voluntad de Dios,
no tiene parte en su gracia salvadora. Dios nos escogió en Cristo (Ef 1:4);
en Cristo estamos por medio de la fe, y la fe actúa mediante el amor (Gá
5:6). Luego: donde no hay amor, tampoco hay fe; donde no hay fe, allí
tampoco está Cristo; y donde no está Cristo, tampoco hay eterna
elección.

Es verdad: el fundamento de Dios es sólido y se mantiene firme,


pues está sellado con esta inscripción: “El Señor conoce a los suyos.” Pero
esto implica también: “Qué se aparte de la maldad todo el que invoca el
nombre del Señor.” (2Ti 2.19) Cristo dice: “Nadie arrebatará de mis
manos a los que son mis ovejas;” pero dice también: “Mis ovejas oyen mi
voz” (Jn 10:27,28). Casa de Cristo somos; mantengamos nuestra confianza
y esperanza hasta el fin (Heb 3.6).
¡Oh Señor, que produces en nosotros el querer, produce también
el hacer, según tu buena voluntad! (Fil 2:13) Amén.

25. El efecto saludable de la oración

Es en verdad un gran favor que Dios nos hace al estimularnos a -


más aún: pedirnos que - mantengamos con él una conversación como de
hijos amados con su amoroso padre. Él mismo nos da la posibilidad para
tal conversación, y nos asegura que cuenta con su bendición. Grande es el
poder de nuestra oración: desde la tierra la elevamos al cielo y desde el
cielo llega la respuesta. La oración del justo es poderosa y eficaz (Stg 5:16).
Es el escudo de la fe, con el cual podemos apagar todas las flechas
encendidas del maligno (Ef 6:16). Mientras Moisés mantenía los brazos en
alto, la batalla se inclinaba a favor de los israelitas (Éx 17:1). Cuando tú
levantas las manos al cielo, Satanás no te podrá vencer. Así como una
pared se levanta contra un enemigo, así también la ira de Dios se desvía
por las oraciones de los justos. También nuestro Salvador oraba, no por
necesidad propia, sino para destacar el alto valor que posee la oración
para nuestras vidas.

Nuestra oración es como una pauta que permite medir el grado de


nuestra obediencia a Dios; porque si oramos, no lo hacemos como simple
opción nuestra, sino por recomendación del Señor (1Ti 2:1). Es como una
escalera hacia lo alto; porque la oración no es otra cosa que el peregrinaje
de nuestra alma hacia el Padre en las alturas. Es el escudo con que
defendernos; porque el alma del que vive una vida de oración está a salvo
de las arremetidas de los espíritus malignos. Es como el enviado de una
embajada: se presenta ante el trono de Dios con la solicitud de que nos
haga llegar su ayuda. Un enviado tal, nunca habla en vano: Dios siempre
accede a nuestros pedidos aunque a veces en contra de los que
queríamos, pero todas las veces según su entendimiento de lo que nos es
provechoso. De uno de dos podemos estar seguros: o nos da lo que
pedimos, o lo que él considera más útil.

Dios nos dio el más valioso de todos los bienes, a su propio Hijo,
sin que se lo hayamos pedido. ¿Qué no hará si le pedimos? A este
respecto no cabe duda: el Padre nos escuchará, y el Hijo intercederá por
nosotros. Haz como Moisés: (Nm 7:89), entra en la Tienda de reunión
para hablar con el Señor en oración, y pronto escucharás su voz en
respuesta a tus solicitudes. Mientras Cristo oraba, su rostro se
transformó, y su ropa se tornó blanca y radiante (Lc. 9:29). Así se
producirán grandes transformaciones también en el alma nuestra: la
oración es para ella una luz que ahuyenta las tinieblas de la desesperación.
¿Cómo puedes apreciar la luz del sol sin antes haber elevado una
oración de agradecimiento al que día a día te permitió ver esa luz? ¿Cómo
te puedes sentar a la mesa sin agradecer a Dios por los dones que
recibimos por su gran bondad? ¿Con qué esperanza puedes entregarte al
sueño sin antes haberte entregado en las manos de Dios? Y ¿qué frutos
puedes esperar de tu trabajo, si previamente no rogaste al Señor:
“Confirma en nosotros la obra de nuestras manos”? (Sal 90:17) Por esto:
si quieres recibir dones espirituales o materiales: Pide, y se te dará (Mt
7:7) Si quieres tener a Cristo contigo: Búscalo en oración, y lo
encontrarás. Si quieres que se te abra la puerta de entrada a la gracia
divina y la gloria eterna: Llama, y se te abrirá. Y si en el desierto de este
mundo te sientes extenuado por tus tribulaciones y la carencia de bienes
espirituales: Acércate a la roca espiritual que es Cristo (1Co 10:4), golpea
con la vara de tu oración, y verás cómo las aguas de la gracia divina que
brotan de ella calmarán tu sed (Nm 20:11). ¿Quieres complacer a Dios
con un sacrificio? Ofrécele tu oración. El Señor percibirá el grato aroma
(Gn 8:21), y su ira se calmará ¿Quieres estar en constante contacto con
Dios? Lo tendrás mediante tus oraciones. ¿Quieres probar y ver que Dios
es bueno? (Sal 34:9) Pídele en oración que haga su vivienda en tu corazón
(Jn 14:23). Para que nuestra oración sea del agrado del Señor, debe ser
clara, ferviente, humilde, sincera, incesante y llena de confianza.

Ora sabiamente por cosas que contribuyan a glorificar a Dios y que


beneficien a tu prójimo también en lo espiritual. Dios es todopoderoso y
omnisciente; por eso no trates de darle instrucciones en cuanto al modo
de proceder. No ores en forma intempestiva, sino guiado por la fe, que es
la mejor maestra porque se atiene a la palabra. Y las promesas que hace
Dios en su palabra no son condicionadas; por eso, tú también puedes
rogarle en forma incondicional. Pero donde las promesas de Dios están
sujetas a condiciones, p.ej.: las promesas relacionadas con bienes
materiales, también tu oración debe incluir un “Si Dios quiere…” Y todo
lo que no cuenta con promesa divina alguna, tampoco lo debes pedir en
modo alguno. El mejor ejemplo te lo da Cristo mismo. En el momento de
mayor angustia dice: “No sea lo que yo quiera, sino lo que quieres tú” (Mt
26:39,44). Ora fervientemente. ¿Cómo quieres que Dios te escuche, cuando
ni siquiera te escuchas a ti mismo?

Quieres que Dios se acuerde de ti - y te olvidas de ti mismo.


Cuando te pongas a orar, entra en tu cuarto, y cierra la puerta (Mt 6:6).
Tu cuarto es tu corazón. En tu corazón tienes que entrar si quieres orar
como es debido; y además tienes que cerrar la puerta de tu corazón para
que no entren pensamientos fuera de lugar, por ejemplo, pensamientos
relacionados con negocios, etc. Solamente lo que sientes en tu corazón
cuenta ante Dios. Tu espíritu tiene que estar animado por el fervor de la
devoción; entonces, sus mensajes inaudibles son mucho más explícitos que
los mensajes audibles que la lengua puede trasmitir con palabras. Esto es
lo que Cristo llama “adorar en espíritu y en verdad” (Jn 4:23), y esto es lo
que el Señor pide de nosotros. Jesús fue a la montaña a orar (Lc 6:12) y
dirigió la mirada al cielo (Jn 17). Así como él, también nosotros debemos
apartar el espíritu de todo lo creacional y dirigirlo a Dios; ¿cómo puedes
pedir que Dios esté atento a lo que dices, si tú mismo no prestas atención
a lo que estás diciendo? - ¿Orar sin cesar? Esto es posible si oramos en
espíritu, es decir, de tal manera que en nuestro espíritu haya un constante
y vivo anhelo de estar con Dios.

Para esto no se necesita un fuerte clamor. Dios oye también los


suspiros del corazón, dado que el corazón de los fieles es su vivienda (Jn
14:23). A menudo bastan unas pocas palabras. Sabemos que Dios está
presente incluso en nuestros pensamientos. Un solo suspiro que se eleva a
Dios como ofrenda espiritual, sugerida por el Espíritu Santo, puede ser
más agradable al Señor que rezos interminables donde está muy activa la
lengua, pero permanece mudo el corazón. Quien quiera orar, hágalo con
humildad, o sea, confiando no en supuestos méritos propios, sino
únicamente en la gracia divina. Pues, si nuestra oración se basa en nuestro
mérito y dignidad, lo que merece es ser condenada, por más que nuestro
corazón rebose de pensamientos piadosos.

Nadie es del entero agrado de Dios sino Cristo. Por ende, nadie
puede agradar a Dios con su oración si no la hace “por Jesucristo, tu
querido Hijo, nuestro Señor.” Todos los sacrificios que no se presentaban
en aquel único altar del Tabernáculo desagradaban a Dios (Dt 12:5); así,
tampoco le puede agradar una oración que no se presente en el altar por
excelencia, que es Cristo. A los hijos de Israel se les prometió que sus
oraciones serían atendidas si dirigían la mirada hacia la ciudad de Jerusalén
(1R 8:44). Igualmente, también nosotros, al orar, debemos dirigirnos a
Cristo, el templo de la divinidad (Jn 3:19,21). Cuando Cristo ora en
Getsemaní, se postra en tierra (Mr 14:35). ¡El Santísimo se humilla ante la
Majestad divina!

El que quiere orar, hágalo con un corazón sincero. Declare con toda
franqueza estar dispuesto a renunciar a cualquier alegría y sufrir con
paciencia cualquier castigo. Cuanto más pronto se ore, mejor; cuanto más
frecuentemente, mejor aún. Y cuanto mayor el fervor, mayor también el
beneplácito de Dios. Otra recomendación es: “Oren sin cesar” (1Ts 5:17),
pues si Dios demora en darnos una respuesta; no es para negarnos sus
dones, sino para que nos concienticemos más aun de su valor e
importancia. Finalmente: oremos llenos de confianza, sin dudar en ningún
momento de que Dios, al escucharnos, siempre tiene en la mira nuestro
bien.

Oh Señor, que nos mandas orar, concédenos sabiduría para que lo


hagamos con la claridad, el fervor, la humildad, la sinceridad, la
perseverancia y la confianza que te agradan. Amén.

26. El cuidado de los ángeles

¡Cuán grande es, oh alma mía, la gracia de Dios que ordenó que sus
ángeles te cuiden en todos tus caminos! (Sal 91:11) El Padre celestial envía
a su Hijo para redimirnos; el Hijo de Dios se hizo hombre para salvarnos;
el Espíritu Santo viene con la misión de santificarnos, y los ángeles reciben
la orden de cuidarnos. Se podría decir, entonces, que todo el reino de los
cielos se pone a nuestra disposición con sus dones y bendiciones.

Ya no me sorprende, pues, que todas las criaturas inferiores hayan


sido creadas por causa del hombre, cuando los mismos ángeles, criaturas
muy superiores, no tienen reparos en servirnos. ¿Qué hay de extraño en
el hecho de que el cielo nos sirva de día con su luz para que podamos
trabajar, y de noche con su oscuridad para que podamos descansar? ¡Si
hasta los que habitan en el reino de los cielos nos ofrecen sus servicios!
¿Es cosa extraña que el aire nos esté brindando no sólo el aliento sino
además una multitud de aves que nos sirven para nuestro sustento? ¡Si
hasta los espíritus celestiales se empeñan en cuidar nuestra vida! Y ¿a
quién le puede sorprender que el agua venga a servirnos para beber, para
limpiar lo sucio, para regar lo seco, y para que podamos alimentarnos de
toda clase de peces?¡Si hasta los ángeles vienen a refrescarnos cuando
corremos peligro de desfallecer en el calor de la tristeza y la tribulación! Y
¿acaso no es cosa natural que la tierra sirva de apoyo a nuestros pies, y
que nos dé vino y pan y colme nuestra mesa con diversidad de frutas y
carnes? ¡Si hasta los ángeles recibieron la orden de cuidarnos en todos
nuestros caminos, que nos levanten con sus propias manos para que no
tropecemos con piedra alguna! (Sal 91:11,12)

Los ángeles estuvieron al servicio de Cristo a lo largo de toda su


vida. Un ángel anuncia su concepción (Lc 1:31), un ángel trae la noticia de
su nacimiento (Lc 2:9-1); un ángel ordena que huya a Egipto (Mt 2:13);
unos ángeles vinieron a servirle en el desierto (Mt 4:11); y después de
asistirle en toda su actividad de predicador, uno de ellos le apareció en su
agonía para fortalecerlo (Lc 22:43). Es también un ángel el que se acerca al
sepulcro en la mañana de la resurrección, quita la piedra (Mt 28:2,5) y
habla con las mujeres; ángeles están presentes en su ascensión (Hch 1:10)
y lo acompañarán en su regreso para el juicio final (Mt 25:31). Y así como
los ángeles rodearon en todo momento al Cristo hecho hombre, así
rodean también a los que son miembros del cuerpo de Cristo por medio
de la fe; pues tal como servían a la Cabeza, así sirven también a los
miembros. Y su alegría es poder servir ya aquí en la tierra a quienes se
habrán de unir a ellos en el cielo. ¿Cómo podrían negar su servicio a
aquellos con quienes compartirán la gloria eterna?

Cuando Jacob estuvo en el camino hacia la tierra de su padre, unos


ángeles del Señor salieron a su encuentro (Gn 32), señal de que también
los hijos de Dios en su peregrinaje hacia la patria celestial van
acompañados por los ángeles como custodios. A Daniel, arrojado al foso
de los leones (Dn 6:22), Dios le envió a su ángel y les cerró la boca a las
fieras. Entonces como ahora, los ángeles desbaratan toda la astucia del
león infernal. A Lot, la intervención de los ángeles lo salvó de perecer en el
incendio de Sodoma (Gn 19:15); también a nosotros nos arrebatan a
menudo de las llamas infernales, inspirándonos reflexiones salvadoras y
protegiéndonos contra los ataques de Satanás. Los ángeles se llevaron a
Lázaro para que estuviera al lado de Abraham (Lc 16:22); así llevan
también a las almas de los escogidos a sus moradas en el reino celestial.
Un ángel del Señor le posibilitó a Pedro la salida de la cárcel (Hch 12:7).
Así, los ángeles abren también a los fieles la salida de muchos y graves
peligros.

Por cierto, el poder de nuestro adversario el diablo es grande; pero


a nuestro lado tenemos el cuidado de los santos ángeles. No dudes, pues,
de que vienen en tu ayuda en los muchos peligros que te acechan. No en
vano, la Escritura describe a los querubines y serafines como seres alados
(Éx 25:18); con esto nos da la certeza de que acuden al instante para
socorrernos. Además debes estar seguro de que están cerca de ti en
cualquier lugar en que te encuentres; como espíritus que son, nada
material puede cerrarles el camino. Todo lo visible tiene que cederles el
paso. Ningún cuerpo, por más duro y sólido que sea, es un infranqueable
muro de contención para ellos. No dudes de que estos espíritus están al
tanto de tus peligros y aflicciones, puesto que contemplan siempre el
rostro del Padre Celestial (Mt 18:10), y constantemente están a su
disposición para cualquier servicio. Y no olvides, alma mía, que estos
ángeles son santos. Por lo tanto, si aspiras a su ayuda y custodia, procura
también llevar una vida de permanente perfeccionamiento.
Dondequiera que estés, aún en el lugar más recóndito, allí está
también tu ángel guardián. Así que no hagas nada en su presencia, si bien
invisible, de lo cual tengas que avergonzarte si te vieran los hombres.
Considera también, alma devota, que estos ángeles son santos. Sé celoso
de la santidad, entonces, si quieres tenerlos como compañeros.
Acostúmbrate a las acciones santas si deseas la protección de los ángeles.
En cada rincón, muestra reverencia hacia su ángel y no hagas nada en su
presencia que te avergonzaría hacer a los ojos de los hombres. Estos
espíritus son castos, por lo que son expulsados por acciones inferiores.
Como las abejas son repelidas por el humo y las palomas por un olor
ofensivo, así también los ángeles que custodian nuestra vida huyen del
pecado lamentable y grave.

Si tus pecados te privaron de su protección, ¿cómo podrás sentirte


seguro ante los ataques del diablo, y ante los tantos peligros que te
amenazan? Si tu alma carece de este sólido muro del cuidado angelical,
pronto sucumbirá a las intrigas y lascivas insinuaciones del adversario
satánico. Los ángeles son espíritus dedicados al servicio de Dios, enviados
para ayudar a los que han de heredar la salvación (Heb 1:14). Por lo tanto,
para gozar de los servicios de un ángel de guardia, es preciso gozar
también de la gracia divina por medio de la fe. Sin este requisito tampoco
se puede contar con el cuidado de un ángel. Imaginemos pues a los ángeles
como manos que Dios usa para traernos ayuda, pero que sólo se mueven
si Dios así lo dispone.

Dios se alegra con sus ángeles por un pecador que se arrepiente (Lc
15.10). Las lágrimas que derrama un pecador arrepentido son para los
ángeles como lágrimas de alegría pero; de un corazón impenitente se
apartan. Arrepintámonos, pues, para que haya alegría en la presencia de
los ángeles de Dios (Lc 15:10). Los ángeles son espíritus humildes, que
odian toda altanería. No les parece nada indigno servir hasta los
pequeñuelos (Mt 18:10). ¿Cómo es entonces que la persona humana, que
apenas es polvo y ceniza (Gn 18:27; Job 10:19) suele ser tan soberbia,
cuando un espíritu celeste puede humillarse de tal manera?

La muerte es el momento en que más se ha de temer la astucia del


adversario cruel, pues escrito está que “morderá el talón” (Gn 3:15). La
parte más lejana del cuerpo es el talón; la última parte de tu vida es la
muerte. Esto quiere decir que tu última agonía es la hora en que más
necesitas el cuidado de los ángeles para que te sirvan de escudo contra las
flechas encendidas del maligno (Ef 6:16) y lleven tu alma al paraíso. Cuando
Zacarías estuvo en el templo ofreciendo el incienso (Lc 1:11), se le
apareció un ángel del Señor; también a ti te acompañarán los santos
ángeles cuando en oración presentes a Dios la ofrenda de tus labios.

Oh Señor misericordioso, que nos conduces a través de este


mundo custodiados por tus santos ángeles, haz que nos conduzcan
también a tu reino celestial. Amén.

27. La astucia del diablo

Serio, muy serio, alma mía, es el peligro en que te hallas a diario por
culpa de tu adversario el diablo. Es un enemigo que ataca cuando menos lo
piensas, poderoso, astuto, incansable y capaz de adoptar las más diferentes
formas y métodos.

Primero nos induce a múltiples fechorías, y habiendo logrado su


propósito, nos acusa ante el tribunal divino. Acusa a Dios ante los
hombres, a los hombres ante Dios, y a los hombres entre sí. Estudia los
puntos débiles de cada uno, y luego le tiende sus redes. Y tras su primera
victoria sigue acometiéndonos una y otra vez, tratando de vencernos por
cansancio o descuido si ve que no nos puede vencer con la violencia de
sus tentaciones. Si se atrevió a cercarse con su astucia nada menos que al
Señor de la gloria (Mt 4:3), ¿no intentará hacer lo mismo con nosotros?
¿Cómo dejará en paz a un simple cristiano, si ha podido zarandear a los
apóstoles de Cristo como si fueran trigo? (Lc 22.31) Sedujo a Adán antes
de la caída de éste (Gn 3:2-5), ¿y no nos seducirá a nosotros después de
la caída? Engañó a Judas, el discípulo de Jesús, ¿y no nos engañará a
nosotros, discípulos de maestros de este mundo que nos enseñan los más
diversos errores?

Es innegable: en todas partes y en cualquier circunstancia nos


amenaza el diablo con sus artimañas. Si nos va bien, intenta llevarnos a la
soberbia; si nos va mal, trata de hacernos caer en desesperación. Al
ahorrativo busca inclinarlo al despilfarro, y al de espíritu valiente, a la ira y
violencia. Si ve a una persona que le parece de carácter más bien alegre, la
incita al desenfreno; al piadoso trata de convertirlo en fanático, y entre los
amigos siembra la cizaña de la discordia.

Sus invitaciones al mal obrar las minimiza con la ponderación de la


longanimidad de Dios. Y si logró que una persona se asustara por haber
caído en pecado, la tortura hablándole de la implacable justicia divina.
Primero busca que la gente se sienta muy segura y confiada, y luego
procura que se hunda en la desesperación. A persecuciones desde el
entorno las hace alternar con ardientes tentaciones en el corazón. Sus
ataques son a veces abiertos y violentos, y otras veces disimulados y
arteros. Siempre intenta convertir lo blanco en negro: apetito normal en
gula, matrimonio en libertinaje, laboriosidad en haraganería, conformidad
en envidia, gobernar en tiranizar, censurar en odiar, sensatez en altivez;
nos llena el corazón de malos pensamientos, y la boca de vana palabrería;
en estado despierto nos induce a cometer faltas, y al estar durmiendo nos
envía sueños aberrantes.

Bien dice por lo tanto el apóstol Pedro: “Practiquen el dominio


propio y manténganse alerta. Su enemigo el diablo ronda como león
rugiente, buscando a quién devorar.” (1P 5:8) Si vieses que se viene
abalanzando contra ti un león enfurecido, sin duda casi te morirías de
miedo. Y si oyes que te viene persiguiendo el león infernal, ¿te parece que
puedes seguir durmiendo con toda tranquilidad? Por lo tanto, ten presente
el gran poder que tiene tu adversario, y busca defenderte con armas
espirituales. Cíñete con el cinturón de la verdad, y protégete con la coraza
de justicia (Ef 6:14). Ponte el manto de la justicia perfecta de Cristo, y
estarás al abrigo de las tentaciones del diablo. Refúgiate en las heridas de
Cristo cada vez que te ves amenazado por los proyectiles del adversario
cruel. El que cree de verdad, está en Cristo (Jn 17:21); y así como el
príncipe de este mundo no tiene ningún dominio sobre Cristo (Jn 14:30),
tampoco tiene dominio sobre los que creen de verdad.

Mantente calzado con la disposición de proclamar el evangelio de la


paz (Ef 6:15). Confiesa a Cristo delante de los hombres con voz bien clara,
y no te podrá herir ninguna embestida del diablo. Una confesión valiente
hará huir a la vieja serpiente. Toma el escudo de la fe, con el cual puedes
apagar todas las flechas encendidas del maligno (Ef 6:16). La fe, aun la fe
pequeña, puede trasladar montañas (Mt 17:20): las montañas de la duda,
de la persecución, de la tentación. Los hijos de Israel que habían untado el
dintel de su casa con la sangre del cordero de la Pascua no fueron tocados
por ninguna plaga destructora (Éx 12:13). Así, el ángel exterminador no
podrá dañar a los que tienen su corazón rociado con la sangre de Cristo.
La fe tiene por fundamento las promesas de Dios. Este fundamento resiste
todas las arremetidas de Satanás; entonces, Satanás tampoco podrá
derribar nuestra fe. La fe es la luz del alma, esta luz nos permite detectar
con facilidad las maquinaciones del espíritu perverso. Gracias a la fe, todos
nuestros pecados son arrojados al fondo del mar (Mi 7:19), donde se
apagaran también las flechas encendidas del maligno. Tenemos que tomar
asimismo el casco de la salvación (Ef 6:17), es decir, armarnos de una firme
esperanza.
Dios nos dará también una salida a fin de que podamos resistir (1Co
10:13). Él es el que nos guía en la batalla, y con él venceremos. Donde no
hay un enemigo, no hay lucha; donde no hay lucha, no hay victoria; donde
no hay victoria, no hay fiesta triunfal. Mejor es una lucha que nos acerca
más a Dios, que una paz que nos aleja de él. Es preciso, además, que
empuñemos la espada del Espíritu, que es la palabra de Dios (Ef 6:17). Las
consolaciones de las Escrituras son incuestionablemente más poderosas
que las contradicciones de nuestro adversario. Cristo venció todas las
tentaciones del diablo con “la palabra que sale de la boca de Dios” (Mt
4:4), y lo mismo rige también para nosotros. Finalmente puedes contar
también con la oración como la ayuda más eficaz contra las tentaciones.
¡Cada vez que las olas de la tentación amenacen con hacer zozobrar la
barca de tu alma, despiértalo a Cristo con tu oración! (Mt 8:2). A un
enemigo visible se lo derrota golpeándolo; al enemigo invisible empero,
orando con fervor.

¡Oh Señor Jesús, lucha tú por nosotros, y en nosotros, para que


también venzamos contigo! Amén.

28. Cómo vivir cristianamente

Con cada día te acercas un poco más a la muerte, al juicio y a la


eternidad; por esto, piensa cada día en cómo podrás pasar por el severo
examen de la muerte y del juicio, y vivir en la eternidad. Ten mucho
cuidado con lo que piensas, dices y haces, porque llegará el momento en
que tendrás que rendir cuenta con respecto a todos tus pensamientos,
palabras y obras (Mt 12:36 y Ecl 12:14).

Al acostarte hazlo pensando en que esta noche te puede


sorprender la muerte; y al levantarte piensa que el de hoy puede ser el
último de tu vida. No dejes para mañana tu arrepentimiento y tus buenas
obras, porque no sabes que pasará mañana, pero que tarde o temprano
habrás de morir esto lo sabes con absoluta certeza. Y nada es más
perjudicial para vivir cristianamente que esa postergación. Si desoyes la
voz con que el Espíritu Santo te llama en lo íntimo de tu corazón,
perderás un tiempo que jamás podrás recuperar.

No esperes para más tarde; ofrece ahora a Dios la flor de tu


juventud: Ningún joven tiene la garantía de llegar a viejo; pero a todo
joven impenitente lo espera la perdición, ineludiblemente. Por otra parte,
no hay edad más apropiada para el servicio a Dios que precisamente la
juventud, cuando el cuerpo y el alma todavía están en su apogeo. Es un
gran error embarcarse en un emprendimiento ilícito para hacerle un favor
a otra persona; porque el que juzgará al término de tu vida no será aquella
persona, sino Dios. Lo que cuenta es el favor de Dios, no el de los
hombres.

En las sendas del Señor avanzamos o retrocedemos. Por esto, no


dejes de hacer al cabo de cada día un examen de lo acontecido, para ver si
en tu vida de cristiano hubo un progreso o un retroceso. Y si no notas
progreso ni retroceso, recuerda el dicho de que “el que se queda parado,
ya retrocedió.” También en la senda del Señor, no avanzar equivale a
retroceder. Vivir cristianamente implica, por lo tanto, vivir
responsablemente, no como quien “vive al día.” Sé amable en el trato con
tus semejantes, no cargoso para nadie pero tampoco demasiado
confianzudo con todos. Ten el más profundo respeto a Dios, sé sincero
contigo mismo, equitativo con tu prójimo, buen amigo de tus amigos,
paciente con tu adversario, siempre dispuesto a hacer el bien donde
puedas. En tu vida haz que muera diariamente el hombre viejo con todos
sus pecados y malos deseos; así en tu muerte podrás vivir con Dios. La
vivencia cristiana halla su expresión en una amplia gama de actitudes:
compasión en el corazón, bondad en el rostro, humildad en el modo de
ser, modestia en los modales, paciencia en el destiempo.

Hay tres cosas en lo pasado que nunca debes olvidar: lo malo que
hiciste, lo bueno que no hiciste, y el tiempo que malgastaste. Hay tres
cosas en lo presente en que siempre debes pensar: lo fugaz que es la vida,
lo difícil que es llegar a ser salvo, y lo exiguo que es el número de los que
se salvan. Hay tres cosas en lo futuro en que debes reflexionar: la muerte,
pues nada nos infunde mayor temor, el juicio, pues nada nos causa mayor
desasosiego; el castigo en el infierno, pues nada puede causar mayor
sufrimiento.

Mediante tu oración de la noche alíviate de los pecados cometidos


en el transcurso de la jornada y al final de la semana despréndete de los
pecados de los días que precedieron; piensa también, al caer la noche,
cuántos fueron que en este día cayeron en las llamas del infierno, y
agradece de todo corazón a tu Dios que te concedió un tiempo de gracia
para el arrepentimiento. Tres cosas hay en lo alto que siempre debes
tener presente: un ojo que todo ve, un oído que todo escucha, y un libro
en que todo queda registrado.

Dios se entregó por entero a ti, por lo tanto, entrégate tú también


por entero a tu prójimo. La mejor de las vidas es la que se dedica al
servicio de los semejantes. Obedece y respeta a quienes ocupan un rango
superior al tuyo; asiste con tu consejo y tu ayuda a tus pares; protege e
instruye a los de rango inferior. El cuerpo siempre esté sometido al alma,
el alma empero esté sometida al Señor. Deplora el mal que has hecho; no
sobrevalores el bien que estás haciendo; y lo útil que piensas hacer, hazlo
pronto. Acuérdate de tus errores, para que te pesen; acuérdate del juicio
venidero, para que dejes de repetirlos; acuérdate de la justicia divina para
temerla; y acuérdate de la misericordia divina, para no caer en
desesperación. Apártate del mundo todo lo que puedas, y conságrate por
entero al servicio del Señor. Ten siempre en mente que hay muchas
actitudes que conspiran contra el vivir cristianamente: la vida de placeres
pone en peligro tu virtud; la riqueza socava tu humildad; en suma: la
excesiva atención en las cosas de la tierra desviará tu atención en las cosas
de arriba (Col 3:2).

No busques el favor de nadie excepto el de Cristo; no temas el


desaire de nadie excepto el de Cristo. Pide a Dios que te ordene hacer lo
que él quiere; que te ayude a hacer lo que él te ordena; que no te
recrimine por lo que ya pasó, y que dirija los pasos que habrás de dar en
lo futuro. Procura ser, y no solamente aparecer; porque Dios, el juez, se
guía no por la apariencia, sino por la realidad y la verdad. Tu hablar no sea
mera habladuría, porque en el día del juicio tendrás que dar cuanta de
toda palabra ociosa que has pronunciado (Mt 12:36).

De todo cuanto hagas, nada se pierde para siempre sino que será
sembrado cual semilla para la eternidad. Si siembras para agradar a tu
naturaleza pecaminosa, de esa misma naturaleza cosecharás destrucción; y
si siembras para agradar al espíritu, del Espíritu cosecharás vida eterna (Gl
6:8). Lo que llevarás contigo después de morir no son los honores que
cosechaste en este mundo, ni tu mucho dinero, ni tus placeres, ni las
vanidades de la vida terrenal; pero cuando hayas terminado con tu tarea
de sembrador aquí en la tierra, te seguirán - tus obras.” (Ap 14:13) Por lo
tanto: así como quieres presentarte en el juicio final, así tienes que
presentarte ante los ojos de Dios ya hoy mismo.

No te conformes con la meta que ya alcanzaste; antes bien, trata de


alcanzar la que Dios te señaló. No te enorgullezcas de los dones que te
han sido dados, sino piensa humildemente que hay muchos que aún no
posees. Aprende a vivir mientras todavía te queda tiempo para ello.
Durante este lapso puedes ganar la vida eterna por la gracia de Dios o
también perderla por culpa tuya. Con la muerte terminó el tiempo para
trabajar, y comienza el tiempo para cobrar; pues lo que cabe esperar en la
otra vida no es trabajo sino pago.
Estas meditaciones habrán de llevarte al conocimiento de cómo son
las cosas; de ahí, a la seria alarma en tu conciencia; luego al recogimiento,
y finalmente a la oración. Grande bien para la paz del corazón es una boca
cerrada. Cuanto más te alejes del mundo y su trajín, tanto más te
acercarás a ese reposo especial que todavía queda para el pueblo de Dios.
Todo lo que quisieras tener, pídeselo a Dios; lo que ya posees,
atribúyeselo a él. Quien no se muestra agradecido por lo que recibió, no
merece lo que quiere recibir. La voz de la gracia de Dios ya no descenderá
a nosotros si dejamos de elevar la voz de nuestro agradecimiento él.
Cualquier cosa que te suceda, interprétala en el mejor sentido. Si es algo
bueno, aprécialo debidamente, porque tienes sobrado motivo para alabar
a Dios por ello; y si es algo malo, aprécialo igualmente, porque es una
advertencia que te motiva para arrepentirte y enmendarte.

Si Dios te ha dado fuerzas, inviértelas en ayudar al que las necesita;


si te ha dado inteligencia, instruye al que no sabe; si te ha dado riquezas,
úsalas en beneficio de los menos afortunados. No te dejes abatir por la
suerte adversa, ni te tornes jactancioso en caso de que todo te salga a
pedir de boca. La meta de tu vida sea Cristo; hacia él dirige tus pasos, para
que te encuentres con él al final de tu camino. En todo cuanto hicieres
debe guiarte una profunda humildad y un ferviente amor. El amor debe
elevar tu corazón a Dios, tu sumo Bien; y la humildad debe frenarlo para
que no peques de engreído. Considera a Dios tu Padre por la compasión
que te tiene; y tu Señor, porque te hace saber su voluntad soberana.
Ámalo porque le gusta verte feliz, témelo porque le disgusta tu pecado.
Encomienda al Señor tu camino; confía en él, deja que él actúe (Sal 37:5),
y alaba su gracia.

Señor mío y Dios mío, que produces en mí el querer, produce, te


ruego, también el hacer para que se cumpla tu buena voluntad (Fil 2:13).
Amén

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