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de trabajo
Hay muchos objetos en mi mesa de trabajo. El más viejo es sin
duda a mi estilográfica; el más reciente es un pequeño cenicero
redondo que compré la semana pasada; es de cerámica blanca y su
decoración representa el monumento a los mártires de Beirut (de la
guerra del 14, supongo, aún no de la que está por estallar).
Paso varias horas por día sentado a mi mesa de trabajo. A
veces desearía que estuviera todo lo vacía posible. Pero con mayor
frecuencia prefiero que esté atestada, casi hasta el exceso; la mesa en
sí esta formada por una lámina de vidrio de un metro cuarenta de
longitud y setenta centímetros de ancho, apoyada en caballetes de
metal. Su estabilidad dista de ser perfecta pero no es mala, aunque está
cargada o aún sobrecargada: el peso de los objetos que soporta
contribuye a mantenerla firme.
Ordeno a menudo mi mesa de trabajo. Ello consiste en poner
todos los objetos en otra parte y en recolocarlos uno por uno. Froto la
mesa de vidrio con un trapo (a veces embebido en un producto
especial) y también hago lo mismo con cada objeto. El problema
consiste entonces en decidir si tal objeto debe estar o no en la mesa
(luego será preciso hallarle su lugar, pero ello no suele ser difícil).
Este ordenamiento de mi territorio rara vez se realiza al azar.
Coincide en general con el principio o la finalización de un trabajo
determinado; se produce en medio de esos días flotantes en que no se
si emprenderé una tarea precisa o me limitaré a actividades de
repliegue: agrupar, clasificar, ordenar. En esos instantes sueño con un
plan de trabajo virgen, intacto: cada cosa en su lugar, nada superfluo.
nada que sobresalga, todos los lápices bien afilados (pero ¿para que
tener varios lápices? ¡De una sola ojeada veo seis!), todos los papeles
apilados, o, mejor aún, ningún papel, sólo un cuaderno abierto en una
página en blanco (mito de las mesas impecablemente lisas de los
gerentes generales: vi una que era una pequeña fortaleza de acero,
atiborrada de aparatos electrónicos o que presumían de tales que
aparecían y desaparecían cuando se manipulaban las teclas de un
supertablero de control…)
Más tarde, cuando mi trabajo avanza o se atasca, mi mesa de
trabajo se llena de objetos a veces reunidos sólo por el azar (secador,
metro plegable), o bien de necesidades efímeras (taza de café).
Algunos permanecen varios minutos, otros permanecen varios días;
otros, al parecer llegados de un modo bastante contingente, se instalan
de manera permanente. No se trata exclusivamente de objetos
relacionados con un trabajo de escritura (papel, artículos de papelería,
libros); algunos se relacionan con prácticas cotidianas (fumar) o
periódicas (aspirar tabaco, dibujar, comer bombones, hacer solitarios,
resolver rompecabezas), con manías tal vez supersticiosas (poner al
día un pequeño calendario con botonera) o no asociadas con ninguna
función en particular, sino tal vez con recuerdos, con placeres táctiles
o visuales, o con el mero gusto por las chucherías (cajas, piedras,
guijarros, florero).
George Perec
Capítulo III del libro Pensar Clasificar