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COMUNIDADES DISCURSIVAS ACADÉMICAS Y EL DESAFÍO DE UNA PEDAGOGÍA

POLÍTICA VISIBLE Y ALTERNATIVA

POR: Adriana Chacón Chacón1

RESUMEN
La exploración de las comunidades discursivas académicas y sus procedimientos de poder y
control, podría develar las formas de reproducción social y los intereses de los discursos
dominantes que permean la academia, al tiempo que permitiría vislumbrar las posibilidades que
ofrecería una pedagogía visible, que al poner de manifiesto la pluralidad política y cultural de
los discursos y las interacciones, contribuiría a que docentes y estudiantes actúen y sean
tratados como intelectuales, esto es, como personas que pueden ponerse en contacto con las
realidades procurando dilucidar la construcción de identidades y subjetividades, entendiendo
que la universidad es un campo de lucha por los sentidos, donde las relaciones entre
subordinados y dominadores no son perpetuas y estáticas, sino dinámicas y agenciadoras del
cambio social y académico.

PALABRAS CLAVE: Comunidades discursivas académicas, pedagogía política visible,


prácticas discursivas, universidad, reproducción social.

Presentación
Se inicia con una explicación del concepto de comunidad discursiva académica, el cual se
encuentra fuertemente vinculado al de prácticas discursivas, que desde la universidad suelen
priorizar la lectura y la escritura como mecanismos de constatación, evaluación, producción y
divulgación del saber. Luego se da paso al reconocimiento de las dinámicas que subyacen a
las comunidades en las universidades, a través de las cuales se evidencia la reproducción de
las estructuras de poder en el sistema educativo, pero también las posibilidades de un espacio
en el que la impugnación y el conflicto discursivo se constituyen en vías de lucha contra
hegemónica y transformación social. Finalmente se presenta como alternativa la necesidad de
una pedagogía política visible que reduzca la incertidumbre, permitiendo a profesores y
estudiantes tener claridad sobre los marcos de conocimiento que rigen su actuar, y en esa
medida poderlos transformar, pues en tanto se desconozcan las intenciones, propósitos,
géneros, estilos, recursos discursivos en general que utilizan las distintas disciplinas en la
construcción del saber, resultará muy difícil identificar aquellos mecanismos reproductores que
legitiman las desigualdades existentes y aquellas alternativas que valoran el capital cultural de
los distintos actores que entran en el juego de la lucha por los significados.

1
Magister en Educación Universidad Nacional de Colombia. Profesora Universidad Pedagógica Nacional. Estudiante de
Doctorado Interinstitucional en Educación por le Universidad Pedagógica Nacional de Colombia.
achaconc@pedagogica.edu.co
La tesis alrededor de la cual se desarrolla el presente texto es que las dificultades
experimentadas por los estudiantes en relación con las prácticas discursivas propias de las
comunidades académicas, particularmente con los procesos de lectura, escritura y
comunicación del saber en general, tienen que ver con la despolitización del clima intelectual y
académico. En otras palabras, los procedimientos de exclusión de las comunidades discursivas
académicas son producto de la reproducción de las estructuras de poder y control de la
sociedad que intentan despojar las esferas públicas de sus características socio-históricas,
políticas y culturales. De ahí que se proponga a partir de las formulaciones desde la sociología
de Giroux, Bernestein y Bordieu, el desarrollo de una pedagogía política y cultural visible que
valore el capital simbólico de todos los miembros de la comunidad y permita, por un lado,
reconocer los marcos de conocimiento que rigen las formas de pensar, actuar e interactuar en
las comunidades, y por otro, abrir posibilidades de impugnación y conflicto de los órdenes del
discurso instituidos.

¿Qué son las comunidades discursivas académicas?

El concepto “comunidad” alude a la configuración de un grupo social que tiene una identidad y
cuyos miembros comparten unos lenguajes que develan unos intereses y propósitos, a partir
de los cuales se definen los modos de participación e interacción para la consecución de los
mismos (Álvaro, 2010; Maya, 2004; Posada, 2001). En cuanto al concepto “discurso” se puede
establecer que tiene que ver tanto con los usos del lenguaje en distintos contextos como con
los modos de expresión oral y escrita que tienen lugar en las interacciones sociales permeadas
de sistemas de creencias, valores, conocimientos, ideologías y emociones (Dijk, 2009; Pardo,
2012), por lo cual resulta más pertinente referirse a prácticas discursivas (Fairclough, 1995,
2008).
Comunidad y discurso sirven de base para el concepto de Comunidad Discursiva, y podría
pensarse que bastaría juntar las definiciones anteriores, de manera que se obtendría algo como:
grupo social que comparte unos propósitos y trabaja en la consecución de los mismos
apoyándose principalmente en prácticas discursivas, las cuales, a su vez, contribuyen a
configurar la propia comunidad. Sin embargo, el concepto de Comunidad Discursiva como tal
tiene su propia historia y descripción teórica, que si bien no ha desconocido lo dicho sobre los
términos que lo conforman, reporta una mayor complejidad. De hecho, el encuentro de los dos
términos no es casual y podríamos percibir casi una redundancia en esta combinación, pues al
decir Comunidad estamos diciendo que hay comunicación, no en vano estas palabras
comparten su etimología alusiva a “lo que nos es común”. Y al decir Discurso o Prácticas
Discursivas, éstas no pueden pensarse más que dentro de un grupo social, pues ¿a quién se
dirigen los discursos, sino a quienes comparten algún interés?

En las universidades existen diversas comunidades discursivas académicas conforme a los


diferentes intereses y propósitos disciplinares; de hecho podría pensarse la universidad como
un conjunto de varias comunidades que unas veces confluyen y otras se distancian en la
manera de entender la realidad. No obstante, pertenecer o integrarse a las comunidades no es
algo que ocurra de manera natural o espontánea, no basta con matricularse a un programa de
educación superior, pues existen ciertas prácticas discursivas que posibilitan o impiden la
inclusión de los aspirantes –noveles estudiantes-; por ejemplo el dominio de los géneros
discursivos propios del área de conocimiento en la que se circunscribe el programa, determina
las posibilidades de aprendizaje, producción y divulgación de saberes (Hyland, 2009; Swales,
2008), en otras palabras, saber leer, escribir y comunicar de manera oral aquellas ideas que
son propias o características de las disciplinas incide de manera sustancial en los procesos de
integración y adaptación académica que configuran la identidad profesional perfilada por las
comunidades.

Dado que quienes tienen mayor posicionamiento académico y/o científico deciden sobre las
formas de producción y divulgación de los textos (orden del discurso), que definen la
configuración de las comunidades y sus prácticas, valdría la pena preguntarse cuáles son los
órdenes del discurso en el dominio académico, es decir, qué prácticas discursivas lo integran y
que relaciones se dan entre éstas (i.e. entre mecanismos de producción y divulgación de textos,
procesos de evaluación, dinámicas del aula, interacción entre profesores y estudiantes, etc.).
En tal sentido, reconocer cuáles son los posicionamientos ideológicos presentes en las
prácticas de lectura y escritura ya que no son meros procesos de decodificación objetivos o
neutrales, pues no hay ni lectores, ni escritores, ni textos ingenuos o impermeabilizados de
poder.

El concepto de práctica discursiva implica que el lenguaje y el discurso son modos de acción
situados histórica y socialmente. En el mundo contemporáneo, por ejemplo, se hace necesario
prestar atención a la tecnologización del discurso y la instrumentalización de las prácticas,
fenómenos derivados respectivamente, según señala el lingüista inglés Fairclough (2008), de
los sistemas de expertos y la cultura publicitaria, que influyen profundamente en la construcción
de identidad. En las universidades impera sin duda la experticia y reflexividad de la vida social,
y tampoco se escapa a la promoción de la educación como servicio de consumo, existe allí,
según Fairclough, un mercado de prácticas discursivas. En síntesis, el discurso está
configurado socialmente y a la vez es constitutivo de lo social (i.e. construye identidades,
relaciones y sistemas de conocimientos y creencias) (Fairclough,1995, 2008).

Ahora bien, al hablar de prácticas discursivas de las comunidades, se reconoce la naturaleza


social del lenguaje y de hecho el lenguaje como una forma de comportamiento social; ello
implica que leer y escribir no dependen tanto de la mayor o menor complejidad de los textos y
discursos propios de las disciplinas, ni de las habilidades de quien escribe o lee, como de las
interacciones que se establecen con otros miembros de la comunidad, especialmente con los
expertos, aquellos que gozan del prestigio y la autoridad dados por sus títulos académicos y
particularmente por el reconocimiento obtenido por sus publicaciones. El reconocimiento público
y la reputación académica se dan justamente en el marco de las convenciones, que son
ampliamente aceptadas por las comunidades, de hecho el conocimiento se define en función
de éstas, se acepta como válido o plausible aquello que responde a las expectativas
académicas y que por ende los interlocutores estarán persuadidos a aceptar o considerar que
vale la pena ser discutido. Es lo que Foucault reconoce como voluntad de verdad o voluntad de
saber creada desde la institucionalidad y reforzada con “…prácticas como la pedagogía, el
sistema de los libros, la edición, las bibliotecas, las sociedades de sabios de antaño, los
laboratorios actuales” (2014, p.22). También Bordieu (citado por Ávila, 2005), señala que “toda
cultura académica es arbitraria” (p.164).

A la manera de ver de Hyland (2009) el discurso académico implica la construcción y


visualización de los roles e identidades como miembros de los grupos sociales. En tal sentido,
profesores, estudiantes e investigadores están abocados a responder a las convenciones si
desean participar en las discusiones disciplinares e integrarse a las comunidades. Es a través
de las prácticas discursivas que se aprenden las convenciones, se conocen y da cuenta de los
saberes, al tiempo que se ajustan y renuevan los mecanismos de participación en las
comunidades, pero sobre todo es allí donde se revelan las fuerzas sociales de los grupos. De
ahí, que el autor señale que el dominio de los discursos está ligado al aprendizaje disciplinar,
por lo que leer y escribir no son actividades marginales o de apoyo al conocimiento sino que
son la esencia misma del saber, al escribir “se hace” la biología, o la historia o la ingeniería.

Así, del dominio de los discursos depende el éxito y el reconocimiento de las comunidades y
sus miembros, ello se hacen visible principalmente a través de las publicaciones u otros
espacios de difusión como conferencias, participación en eventos o la presencia interactiva en
el llamado mundo digital, lo cual favorece además la financiación de futuras investigaciones.
Según Hyland (2009), los discursos académicos se han desarrollado como medios de
financiación, construcción y evaluación de los conocimientos. De hecho no solo funcionan para
construir conocimiento sino para mantener el prestigio de las comunidades frente a los foráneos,
especialmente aquellos que sin ser del ámbito académico pueden proporcionar reconocimiento
y recursos. El autor asegura que el capital simbólico de los académicos no se halla en el poder
deseado por los políticos o en la riqueza anhelada por los negociantes, sino en la reputación y
el reconocimiento profesional, conseguidos a través de descubrimientos, planteamiento de
teorías, patentes, etc., los cuales se amparan y protegen celosamente bajo la llamada propiedad
intelectual. En términos de la teoría de la reproducción de Bordieu (citado por Ávila 2005) en el
ámbito universitario nos hallamos frente a una constante lucha de fuerzas por alcanzar o
mantener el prestigio y el reconocimiento. De ahí el esfuerzo de las clases dominantes de
reconvertir su capital económico en capital cultural consiguiendo títulos académicos para
mantener su posición y estatus.
Entre tanto, persiste la creencia generalizada de que a los estudiantes o noveles se les puede
ofrecer una instrucción global sobre lectura y escritura o una alfabetización universal aplicable
a cualquier situación, independiente del área en la que se encuentren, bajo el presupuesto de
que se trata de habilidades cuyas dificultades tienen su origen en el sistema escolar. A pesar
de que los profesores universitarios reconocen el valor de la lectura y la escritura en la
construcción de saberes disciplinares, en la práctica no son claras las formas en que se asume
la enseñanza de la alfabetización académica por lo que aunque sea una verdad de Perogrullo
decir por ejemplo que los físicos escriben diferente a los filósofos, no se conocen con certeza
los procedimientos o caminos particulares en uno y otro caso. Tal postura desconoce las
desigualdades sociales de origen a las que se refieren Bordieu y Passeron (1973, citados por
Ávila, 2005), pues se salvaguarda allí “la idea de que la condición estudiantil es unitaria,
homogénea u homogeneizante” (p.162), perpetuando así la oposición entre aprobados
(privilegiados) y suspendidos (desfavorecidos), o para el caso en cuestión, entre los que saben
leer y escribir en la universidad y quienes no consiguen integrarse a las comunidades.

Para Hyland tal situación plantea un divorcio entre los escritores y sus contextos particulares,
en la que no se reconocen las identidades de los estudiantes, ni los propósitos de las disciplinas.
Desde este punto de vista, las dificultades de lectura y escritura en la universidad no pueden
ser vistas como un déficit por parte de los estudiantes, sino como una situación que demanda
orientación por parte de los profesores de las distintas disciplinas, quienes comprenden que los
textos no por estar escritos en la lengua materna de quienes la usan, son transparentes en sus
significados, sino que estos se construyen en el proceso de interacción académica en el que
confluyen varios textos, géneros, teorías y en todo caso referentes tanto conceptuales, como
sociales y culturales para el ejercicio de interpretación y organización textual.

Al respecto vale la pena considerar la teoría de los códigos de Bernstein (citado por Ávila, 2005),
que no supone déficits psicológicos o lingüísticos, sino diferencias en principios de selección e
integración de significados, contextos y realizaciones. Así, algunos estudiantes tienen
conductas inapropiadas no porque en ellos exista algo defectuoso desde el punto de vista
psicológico o biológico, sino porque su cultura opera en unos marcos de conocimiento distintos
a los demandados por la institución educativa. Si no es posible identificar las convenciones, se
hace muy difícil identificar los significados relevantes, por lo que no se sabrá leer las situaciones.
Ello entonces nos remite a las relaciones sociales y las prácticas discursivas y no a las
capacidades intelectuales, pues los códigos regulan las prácticas no las competencias, enfatiza
el autor.

En tal sentido parece existir un problema de fondo aún no claramente identificado que tiene que
ver con la ausencia de formación política, dado que asumir la academia no más que como un
espacio de adquisición de conocimientos disciplinares que poco o nada tienen que ver con la
vida cotidiana de los estudiantes, desvirtúa la naturaleza social y cultural de la escuela como
espacio en el que se produce y se requiere el encuentro de distintas formas de entender el
mundo.
Universidades: reproductoras no obstante transformadoras

El imaginario colectivo acerca de lo que es y representa la Universidad parece ubicar, en


general, a esta institución social en un lugar honorífico no solo en relación con el saber y la
ciencia, sino con las formas de interacción que se piensa discurren en un ambiente de formación
en el que prevalece el debate reflexivo y crítico, la discusión académica, el respeto por las
opiniones del otro, el reconocimiento de la diversidad, la participación plural y multicultural, la
resolución pacífica de los conflictos, y en todo caso, donde el llamado sistema democrático es
una vivencia real y cotidiana pues allí todas las voces son escuchadas.

No hemos sido pocos, quienes fundamos nuestro proyecto de vida en la formación universitaria,
con la convicción de que nuestro paso por allí nos ofrecerá más y mejores oportunidades para
nuestro desempeño en la sociedad, pero sobre todo, donde podemos ampliar nuestras
perspectivas de mundo y tomar decisiones asertivas con respecto al cuidado de sí mismo, de
los otros y del entorno. Quienes cultivan la aspiración a integrarse a las comunidades
académicas y científicas, depositan su confianza en esos propósitos tan loables de la
universidad tales como la producción del conocimiento y la investigación científica tendientes a
responder a las demandas actuales o a resolver las problemáticas o cuestiones de orden social,
científico, tecnológico, etc., y esperan enriquecer la comprensión de las realidades en aras de
un mundo cada vez más vivible, justo y equitativo. Es casi una visión romántica de la universidad
–llena de lugares comunes- a partir de la cual se tiene la ilusión de que se trata de un
microcosmos que bien podría replicarse o reproducirse en ese macrocosmos llamado sociedad.

No obstante, ¿podríamos sugerir lo contrario? ¿La universidad no es modelo para la sociedad,


sino por el contrario es reproductora de las dinámicas y estructuras de la sociedad, sus
relaciones de poder y relaciones simbólicas? Desde el punto de vista de Giroux (2003) diríase
que en efecto la escuela2 es una esfera pública reproductiva que a los ojos de los conservadores
no responde suficientemente a los intereses empresariales, mientras que para los liberales
radicales reproduce un statu quo que legitima la cultura dominante y margina a quienes no están
en ésta. No obstante, ambas posiciones reducen el papel de docentes y estudiantes a meras
extensiones de la lógica del capital, señala el autor, al tiempo que llama la atención sobre la
necesidad de “considerar las escuelas como ámbitos de impugnación y conflicto” (p.174).

En efecto, lo dicho hasta aquí permite evidenciar que las universidades, al igual que otros
espacios del sistema educativo como la educación básica primaria y secundaria, no escapan a
las dinámicas de reproducción de las estructuras de poder y control social, donde los discursos
dominantes establecen las lógicas de organización social y los subordinados parecen ignorar
los mecanismos que les permitirían acceder al poder o por lo menos impugnar el statu quo, más

2
Aunque varios de los autores aquí citados se refieren a la escuela y probablemente aluden al ámbito escolar, sus reflexiones
resultan aplicables para el sistema educativo en general. No obstante, que la expectativa que se tiene de la universidad es
distinta a la de la escuela –según el imaginario descrito-, lo que hace aún más pertinentes las consideraciones expuestas aquí.
allá de la mera crítica paralizante o inmovilizadora (Freire, 2012). Dicho sea de paso, que no se
pretende cuestionar la existencia del poder y del control en el sistema educativo, pues como
institución social heredera de una tradición histórica que ha educado para el reconocimiento de
las jerarquías y la autoridad, es innegable y quizá ineludible la presencia de un orden social
pleno de jerarquías y asimetrías en las relaciones. Lo cuestionable reside más bien en que ello
no se reconozca y que se pretenda ver la universidad como una entidad que goza de
neutralidad, autonomía y objetividad. Según Herrera (2002) en ocasiones la universidad es tan
dogmática y peligrosa como otros procedimientos e instituciones que actúan con la certeza de
tener la razón. Sirva como ejemplo cuando se descalifica de ignorante o inculto al que no cumple
con los cánones propios de la disciplina y la ciencia que legitiman el saber, aquel saber que es
publicable en la revista indexada o digno de ser presentado en el congreso académico, ojalá si
es de tipo A1 la primera y de talla internacional el segundo.
En su análisis de la sociología de la educación desde Bernstein y Bordieu, Ávila (2005) nos
recuerda que si bien las teorías de la reproducción han sido criticadas, sus aportes continúan
siendo útiles para comprender nuestro sistema educativo, pues “…la forma en que una sociedad
clasifica, transmite y evalúa el conocimiento refleja el poder y su distribución, así como los
principios de control dados.”(Citando a Bernstein, p.160).

No obstante, Giroux y Bordieu advierten que la postura de izquierda radical que tan solo
identifica en la escuela una entidad reproductora, la considera incapaz de producir algún cambio
social, lo cual es otra forma de legitimar las jerarquías sociales existentes. Se trata de una
simplificación de la escuela como un mero reflejo de la sociedad, cuya acción pedagógica
favorece los intereses de las clases dominantes a través de una violencia simbólica que en
efecto puede tomar formas muy diversas y refinadas difícilmente aprehensibles (Bordieu, citado
por Ávila, 2005). Pero no se ha de olvidar que todo poder genera sus propias formas de
resistencia y por tanto sus propias contradicciones lo que abre las posibilidades del cambio a
través de la lucha política o la acción pedagógica (Guerrero Serón, 2003, citado por Ávila 2005).
Una pedagogía política y cultural visible y alternativa
Indudablemente pensar la escuela y la universidad no más que como espacios de reproducción
social nos vincula a un determinismo que nos condena a mantener el estado actual de cosas,
desconociendo el campo de fuerzas a través del cual se pueden dar luchas contrahegemónicas.
De ahí que Giroux (2003) plantee como alternativa una pedagogía radical emancipatoria como
una forma de política cultural, que ofrezca nuevos modos de interrogación crítica y aborde las
escuelas, en este caso, las universidades, como espacios de posibilidad donde estudiantes y
profesores puedan reconocer las tensiones y luchas, así como los modos de práctica
alternativos “…a fin de ocupar lugares en la sociedad desde una posición que les dé poder, en
vez de subordinarlos ideológica y económicamente” (p.175). Para ello, anota el autor, se
requiere redefinir el concepto de poder a la luz de las experiencias cotidianas y la presencia de
la voz estudiantil.
En virtud de ello, las profesoras e investigadoras María Martínez y Juliana Cubides (2012)
exhortan a la configuración de identidades y subjetividades políticas alternativas que transiten
de lo instituido a lo instituyente, esto es, del orden social hegemónico estático hacia la activación
de formas disonantes que procuren lo posible y lo deseable en una siempre conflictiva e
inacabada construcción del orden. Ello implica, por un lado, develar los procesos de sujeción
que desde las instituciones educativas producen subjetividades para un determinado modo de
ser y estar en el mundo (Martínez y Cubides, 2012). Por otro lado, las autoras se refieren a la
necesidad de pensar históricamente al sujeto en un espacio y tiempo determinados, donde
tengan cabida las resistencias, la multiplicidad de saberes, las utopías, la imaginación, la
memoria y en todo caso los relatos que conforman individuos y grupos en toda su extensión.

Según Giroux (2003) el poder se debe concebir como un conjunto de prácticas mediadas por el
intercambio discursivo, a partir del cual se crean modos de subjetividad y se definen fuerzas
ideológicas. De esta manera la relación de poder y discurso dejará de ser vista como el simple
eco de la lógica del capital, y más bien como la polifonía de voces donde tienen lugar la
interacción de formas dominantes y subordinadas. En términos de comprensión y producción
textual ello equivale a lo dicho por James Porter (1986) sobre el concepto de intertextualidad,
que revela que los textos no son más que re-creaciones, reproducciones, reinterpretaciones y
en todo caso evocaciones de otros textos; se trata de una red de significados que se nutre de
las experiencias sensibles y sociales, y en conjunto van transformando nuestras visiones de
mundo. Entendemos un texto sólo en la medida que entendemos a sus precursores, asegura
Porter. Esta noción de intertextualidad, anima también la escritura como la elaboración de un
tejido (de hecho eso significa texto), que dirige su atención a las fuentes y los contextos sociales
en los que surgen, también a las presuposiciones de las audiencias. El intertexto crea límites,
establece regularidades y ello facilita la tarea del novel, que no se bloquea ante la percepción
de una labor que tan solo unos pocos privilegiados pueden asumir.

En esta perspectiva, la idea de comunidad tiene que ver con un espacio retórico común,
compartido por escritores, lectores y textos. Ello implica la existencia de unos marcos
conceptuales que los miembros de los grupos utilizan para organizar su experiencia académica
por medio del lenguaje. A través del lenguaje el orden social se interioriza y se transforman las
estructuras de poder y principios de control (Bernstein y Solomon, 1999, citado por Ávila, 2005).
Bernstein se refiere a la necesidad de una pedagogía visible donde las reglas del orden social
son explícitas y específicas, por lo que hacen comprensibles los mecanismos de control
utilizados para clarificar y mantener límites. Entre tanto en la pedagogía invisible las reglas no
son tan claras, y si bien tienen mayor cabida la realización personal en un contexto
aparentemente más relajado, el control reside casi del todo en la comunicación interpersonal.
Para el autor, la pedagogía invisible no oprime pero tampoco refugia, por lo que el precio de la
libertad es la insolidaridad. Por el contrario si se conocen las reglas que regulan los espacios
es posible sacarles todo el provecho. Eso quizá explique el hecho de que aunque no existan en
la pedagogía invisible nada que impida participar a muchos estudiantes, simplemente no lo
hacen pues su desconocimiento de los marcos sociales y cognitivos los ponen en desventaja.
Por ello mismo Porter (1986), cuestiona las posturas que presentan la escritura y los textos
como entidades independientes, producto de la genialidad y originalidad de los autores, pues
ello, por un lado, desdibuja la acción de los grupos y sus convenciones en la producción textual
y por otro lado, ofrece una imagen de escritor académico que está reservada a unos pocos.

Ahora bien, el reconocimiento de las convenciones de los grupos se da a partir del análisis de
las prácticas discursivas, en las que los intercambios lingüísticos, se identifican como fuentes
de poder y de control social, por lo que es posible analizar el orden social oculto detrás del orden
simbólico (Bordieu, citado por Moreno, 2014).

Desde la mirada de Bordieu (citado por Ávila, 2005), los estudiantes traen consigo un habitus
que si bien depende de las estructuras sociales, especialmente familiares, que constriñen su
pensamiento y acción, éste no es determinista; al llegar a la universidad encuentran un campo,
ese espacio social de luchas como lo define Bordieu en el que tienen lugar fuerzas de una red
de relaciones que actúan independiente de la voluntad colectiva, a través de las cuales se
mantienen o transforman las estructuras. Podría pensarse en las comunidades académicas
como en esos campos de fuerzas donde los agentes en una red de relaciones se enfrentan con
medios o fines según su posición en las estructuras; los estudiantes ponen en juego su habitus
con el capital cultural y social que reciben de dicho campo y producto de la red de relaciones
algunos consiguen hacerse miembros de las comunidades, otros quedan excluidos, muchas
veces con el consecuente abandono de los estudios superiores. ¿Podrían entrar habitus y
campos en diálogo para evitar los procedimientos de exclusión o asumimos simplemente que
esa es la dinámica de las universidades: unos se van y otros se quedan, naturalizamos o
normalizamos el hecho de que unos se gradúan y otros jamás los consigan? Consideremos en
tanto los índices de estudiantes en Colombia que acceden a la universidad y el número que
consigue graduarse.3

La profesora e investigadora Emilse Moreno en estudio realizado sobre alfabetización


académica a partir de las categorías propuestas por Bordieu (2014), señala que al hablar de
lectura académica el concepto de campo permite comprender las prácticas lectoras atendiendo
a los procedimientos de producción y divulgación de los distintos campos disciplinares, lo cual
implica el reconocimiento de las reglas que gobiernan las prácticas, de los papeles y las
posiciones de poder y de los textos enmarcados social y disciplinarmente. Agrega la autora que
el lugar que ocupan los sujetos y las instituciones tiene que ver con la acumulación de capital,
el cual en relación con la lectura tiene que ver con: la posibilidad de acceder a distintos
materiales –libros, programas de formación, dispositivos educativos, etc.- (capital económico);

3
Según datos del MEN solo 20 de cada 100 bachilleres acceden a la Educación Superior. De ese porcentaje solo la mitad
logra graduarse, según estudio del Centro de Estudios sobre Desarrollo Económico (Cede) de la Universidad de los Andes
(2009).
la red de relaciones manifiesta en foros de discusión, talleres, círculos de lectura, etc. (capital
social); el conocimiento, la ciencia y el arte que se establecen en la clase, la biblioteca y en los
diferentes espacios de lectura, en la apropiación de diversos materiales y en los títulos
académicos (capital cultural); el prestigio y reconocimiento que acompañan la acumulación de
los otros capitales (capital simbólico). En cuanto a las prácticas de lectura y escritura, Moreno
anota que son articulaciones de los habitus lingüísticos físicos y sociales que permiten
comprender la lectura como una práctica profesional enmarcada disciplinarmente y como una
práctica cultural con sus propias convenciones.

En suma, las visiones de Giroux, Bernstein y Bordieu instan a la formación política en las
universidades, como parte integral de las prácticas discursivas que favorecerían la inclusión e
integración de quienes por distintas razones han decidido o le han apostado a la educación
superior como un proyecto de vida. En tal sentido, si convenimos que leer y escribir son la
esencia misma del saber disciplinar y que todos los textos se encuentran enmarcados
sociohistóricamente, ello implica que los estudiantes debieran reconocer con toda claridad las
propiedades de los géneros de las disciplinas y las circunstancias históricas y políticas en las
que tienen lugar ¿por qué y para qué se escribieron, quiénes los escribieron, a quiénes estaban
dirigidos, cuál es el contexto sociohistórico en el que surgieron, qué intenciones e intereses
están implicados, en razón de qué se leen en este momento, etc.?

Resulta ineludible por tanto permearse e involucrarse en las prácticas discursivas, en las que lo
que oímos, leemos y escribimos guarda conexiones muchas veces indescifrables para los
neófitos. Los textos en sí hacen parte de las prácticas disciplinares, es decir, cobran sentido en
tanto que están inmersos en una comunidad que los valida, por lo que Hyland recuerda que nos
referimos a conocimiento científico cuando este es “propiedad común” de un grupo social.

Lo que se propone aquí es el desarrollo de una pedagogía política y cultural visible que ofrezca
una visión enriquecida del clima intelectual a los estudiantes y que les permitirá entender que
los discursos académicos no son maneras privilegiadas de interpretar la realidad, sino el
producto de conversaciones entre individuos que negocian significados, consiguen acuerdos o
mantienen disensos, y en todo caso expresan la colegialidad de un grupo en el que ellos pueden
participar, pero sobre todo, en el que sus sentires, saberes y experiencias constituyen una base
importante para la configuración de nuevos y diferentes saberes, e incluso para la
transformación de los habitus presentes en el ámbito académico o universitario que las más de
las veces olvida su condición de campo de luchas, de sitio de impugnación de saberes.
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