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La biblioteca como lugar de ejercitación filosófico-literaria.

Dr. Bernat Castany Prado.


Universidad de Barcelona.
bcastany@ub.edu

Referencia: Bernat Castany Prado, “La biblioteca como lugar de ejercitación filosófico-literaria”, en Las bibliotecas de los
escritores, Ana Rodríguez Fischer y Mª José Rodríguez Mosquera (eds.), Publicacions i Edicions de la Universitat de
Barcelona, Barcelona, 2019, pp. 35-52.

[35]

Para Nicolás, Tomás y Helia

Ante todo y primero, las obras. Esto es, ejercicio, ejercicio, ejercicio. La fe que
corresponda ya se incorporará luego ella sola, estad seguros de ello.
FRIEDRICH NIETZSCHE, Aurora

Introducción

Una biblioteca es más que un mero almacén de libros, tanto en lo que respecta al continente (el
edificio, los anaqueles) como en lo referente al contenido (los libros, los papeles). Pero no se
trata solo de que, tal y como practica Gaston Bachelard en su Poética del espacio, cualquier lugar
sea interpretable fenomenológicamente, ni de que tal y como sugiere Roland Barthes, en Teoría
del texto, una biblioteca pueda ser entendida como un texto o conjunto de textos susceptibles de
ser comentados. De lo que aquí se trata es de que la construcción, conformación, ordenación,
conservación, frecuentación e, incluso, protección de una biblioteca pueden ser concebidas
como un modo de ejercitación filosófico-literaria, cuyo objetivo último no sería el mero
conocimiento teórico, sino la práctica existencial o psicagógica; o, por recuperar los términos
que utilizó Nietzsche en su segunda intempestiva, Sobre la utilidad y el perjuicio de la historia para la
vida (1874), no asociamos la biblioteca con el ámbito de la Kultur, o erudición, sino con el de la
Bildung, o formación.
Antes de continuar, aclaremos que manejamos una definición amplia del concepto de
biblioteca. Esto es así tanto en un sentido cuantitativo como cualitativo. En un sentido
cuantitativo, porque no hablamos solo de grandes depósitos de libros, públicos o privados, sino
de cualquier conjunto de libros que presente una unidad de sentido o, al menos, una cierta
organicidad. Hay bibliotecas que constan de un solo libro, como la Biblia, los Ensayos de
Montaigne, la Encyclopédie de Diderot y D’Alembert o una enciclopedia de consulta, que, según
Borges, es la biblioteca de los pobres. Hay bibliotecas sin libros, [36] como los anecdotarios y
recuerdos que legaron pensadores ágrafos como Diógenes de Sínope o Sócrates; y hay, incluso,
libros que no caben en biblioteca alguna, como es el «libro de la naturaleza», que es, quizás,

1
como suele decirse hoy día de la Ética de Spinoza, uno de los libros más citados y menos leídos
de todas las épocas. También bibliotecas enormes y omnicomprensivas, como la biblioteca de
Alejandría o la del Congreso de los Estados Unidos; bibliotecas reducidas y específicas, como
las bibliotecas de barrio o de escuela, y las bibliotecas familiares o personales, como las que
formamos (y deformamos) todos, poco a poco, al azar de nuestros estudios, compras, viajes,
préstamos, celebraciones o mudanzas. Debemos tener en cuenta, asimismo, que las bibliotecas
son realidades dinámicas, que nacen, crecen y mueren, disgregándose en los altillos de casa, en
los mostradores de las librerías de viejo o junto a contenedores, o agregándose a otras
bibliotecas, grandes o pequeñas, mediante el legado, el regalo, el saldo, el robo o el expolio.
Pensemos, por ejemplo, en las bibliotecas de niños y adolescentes, que, tras conformar un
universo lector mágico y absorbente, acaban desapareciendo en altillos, para resucitar
parcialmente cuando se tienen hijos o nietos que no sufren alergia a los ácaros. Son bibliotecas
de las que, según dicen los poetas, jamás salimos, como prueba quizás el hecho de que la obra
de muchos autores no sea más que el intento de recuperar, desde otras coordenadas, las
sensaciones que se experimentaron en aquel primer paraíso. Tal sería el caso de Borges, quien,
a pesar de su capa de erudición y abstracción, no parece estar buscando nada más, y nada menos,
que las buenas viejas emociones que los niños buscan en los libros, como, por ejemplo, la
valentía, la lealtad, la curiosidad o la aventura.
Nuestra definición de biblioteca también es amplia en lo que atañe a los aspectos
cualitativos, puesto que no solo hablamos de espacios grandes o pequeños en los que se
acumulan libros, más o menos numerosos, sino también de actos que pueden ser considerados
rituales, ejercicios, obras, cultos o hazañas, no tanto culturales como formativos o psicagógicos,
por cuanto no solo involucran dimensiones culturales, estéticas o filosóficas, sino toda la
existencia de la persona, o personas, implicadas.
Establecido que el tamaño de la biblioteca no importa, y que esta puede ser entendida
como un conjunto de actos formativos, pasaremos a reflexionar sobre las bibliotecas como lugar
de ejercitación o práctica filosófico-literaria. Utilizo el término «ejercitación filosófico-literaria»
de forma tentativa y provisional. Podría haber empleado los términos «ejercicio espiritual»
(Pierre Hadot), «práctica filosófica» (Michel Onfray) o «cuidado de sí» (Michel Foucault), o
incluso rescatar la palabra griega askesis, que podría volver a significar, simplemente, ‘ejercicio’,
‘ejercitación’ y aun ‘entrenamiento’. He optado aquí por el [37] término «ejercitación filosófica»,
por parecerme que capta la idea de esfuerzo cotidiano, físico y espiritual, sin prestarse por ello
a ningún tipo de confusión con el ámbito religioso de los ejercicios espirituales, con el que
comparte, en efecto, muchísimos aspectos; y le he añadido el adjetivo «literaria» porque en la
tradición de los ejercicios espirituales la forma literaria, o retórica, es esencial, ya que permite la
memorización, automatización, meditación e, incluso, práctica interpersonal y pública de las
ideas filosóficas que buscan ser incorporadas.1 Como ya he señalado en otro lugar, la literatura
sería la enzima que permite catalizar el proceso de incorporación existencial de la idea filosófica,
de modo que la relación entre filosofía y literatura es mucho más orgánica de lo que solemos
pensar, y sería bueno que fuese contemplada en nuestra terminología (véase Castany Prado,
2016: 203-216; 2017b: 261-274).
Dicho esto, vamos a usar el término «ejercitación filosófico-literaria» para referirnos a
aquellas actividades, mentales o físicas, privadas o públicas, que buscan contribuir a generar o a
mantener una determinada opción de vida filosófica o existencial. El punto de partida de esta
tradición se remonta, por lo menos, a la época grecolatina, si bien dicha tradición fue cooptada
por las religiones del libro, que la transformaron en «ascética». Aunque cada escuela, maestro o
discípulo creaba sus propios ejercicios en función de la doctrina que deseaba incorporar, es
posible definir un acervo común de prácticas con una estructura básica que tiende a repetirse.

1
Véase al respecto el inicio del ensayo de Montaigne (2006 [1580-1588]) titulado «Del ejercicio»: «Podemos,
por costumbre y experiencia, fortalecernos contra el dolor, la vergüenza, la indigencia y otros accidentes
semejantes» (II, 6, pág. 51).

2
En general, la ejercitación filosófica suponía la condensación de una regla o norma de vida
(kanon) en máximas y argumentos de carácter persuasivo (epilogismoi) que el discípulo debía
aprender de memoria (mneme), meditar (melete) y ejercitar (askesis), con el objetivo de tenerlas
siempre «a mano» (prokheiron, de donde, luego, enkheiridion), transformadas en reflejos
psicológicos o existenciales a los que recurrir de forma rápida e instintiva en cualquier ocasión
que pudiera presentársele.2
Estos ejercicios, que pretendían la incorporación o metabolización de cierta doctrina
filosófica, podían realizarse de forma mental, dialogada o escrita, si bien la finalidad última era
trascender el ámbito teórico e imaginativo para aplicar la doctrina a situaciones reales. Sin olvidar
nunca este objetivo final, la ejercitación podía ser tanto intelectual (asistencia a lecciones
impartidas por un maestro, exégesis de textos propiamente filosóficos, diálogo socrático, lectura
y [38] meditación de sentencias de poetas y filósofos, control del discurso mental y de las
pasiones, desarrollo de la empatía, indiferencia ante las cosas que no dependen de nuestra
voluntad o frente a los deseos innecesarios y no naturales), como propiamente práctica
(ascensión a lugares elevados; estudio de los fenómenos físicos o astronómicos; construcción o
habitación de espacios propicios para la práctica filosófica, como desiertos, jardines o
bibliotecas; actividades como la música, el ejercicio físico, el paseo, y un determinado régimen
alimenticio).
De forma general, cualquier acción o situación puede ser transformada en un ejercicio
filosófico-literario, ya que no hay actividad que no sea susceptible de permitirnos trabajar alguna
actitud cognoscitiva, forma de estar en el mundo o virtud deseadas. La situación o realidad más
banal puede servirnos, por ejemplo, para practicar la mirada metafísica, que sabe maravillarse
no ante los hechos grandiosos o desacostumbrados, sino ante el mero hecho de ser. Por otra
parte, el error podríaayudarnos a practicar una actitud más circunspecta ante nuestras propias
convicciones, y más tolerante ante las de los demás (cf. Petrarca, Sobre la propia ignorancia y la de
muchos otros); y la visión de la desgracia ajena podría ser utilizada para reconciliarnos con nuestro
propio destino (cf. Lucrecio, De rerum natura, II, «Proemio»).
Existen, sin embargo, algunas familias de ejercitaciones que han sido más practicadas y
codificadas que otras. Tal sería el caso, entre otros, de los ejercicios que trabajan «la mirada
desde lo alto», que estudia Pierre Hadot en No te olvides de vivir. Goethe y la tradición de los ejercicios
espirituales, y que consisten en la ascensión, real o imaginaria, a un lugar elevado desde el cual se
contemplan «la pequeñez de las cosas humanas, la vanidad de la gloria, el verdadero sentido del
destino del hombre, llamado a vivir, no en la tierra, sino en la inmensidad del cosmos» (Hadot,
2010: 58). Así, por ejemplo, las ascensiones reales como las de Lucilio, Adriano o Juliano, o los
vuelos imaginarios como los de las sátiras menipeas, el De rerum natura de Lucrecio, las Cuestiones
naturales de Séneca, el Icaromenipo de Luciano, el capítulo 48 del Elogio de la locura de Erasmo, el
Primero sueño de sor Juana Inés de la Cruz o el inicio de Sobre verdad y mentira en sentido extramoral
de Nietzsche, y que «no son ni curiosidades turísticas ni ejercicios del cuerpo», sino «ejercicios
a la vez filosóficos y religiosos: la práctica de la física, de la contemplación del mundo» (Hadot,
2010: 55. Véase también al respecto Castany Prado, 2017c: 149-170).
Otra familia importante de ejercitaciones filosófico-literarias es la de la construcción o
habitación de espacios propicios para la memorización (inscripciones de máximas filosóficas en
paredes, vigas y dinteles; retratos de figuras admirables; cuadros alegóricos; simbologías
diversas), la meditación (simplicidad de los espacios; grandes ventanales elevados sobre la
ciudad; lejanía o aislamiento [39] respecto del tráfago urbano; jardines, grutas y desiertos,
favorables a la meditación) y la práctica (disposiciones ascéticas como dormir en el suelo o no
dormir dos noches seguidas en el mismo lugar; ausencia de puertas o de cerraduras para
acostumbrarse a la incertidumbre o a la necesidad) filosóficas. Algunos ejemplos de este tipo de
arquitectura psicagógica serían el jardín o huerto de Epicuro, cuya imitación más fiel se halla,

2
Sobre el concepto de «ejercicio espiritual» en las filosofías helenísticas, véanse los trabajos de Hadot (2006),
Nussbaum (2003), Onfray (2008: 131-142) y Putnam (2011).

3
quizás, en la Villa de los Papiros, en Herculano; el muro grabado que Diógenes mandó construir
en Enoanda; o el «Gnothi seauton» (‘Conócete a ti mismo’) del frontón del templo de Apolo en
Delfos. También podemos considerar como ejercicios de habitación o evitación de un espacio
el tonel de Diógenes de Sínope, o los diferentes modos de frecuentar el ágora, la stoa o el cinosarges
por parte de Sócrates, los estoicos o los cínicos, respectivamente.
Conectado directamente con la tradición clásica de los ejercicios filosóficos, aunque muy
influido por su versión cristiana, se halla El banquete religioso (1521) de Erasmo, donde el
personaje de Eusebio muestra a unos amigos («Yo tengo una pequeña heredad cerca de la
ciudad, muy bien cultivada. Quedáis invitados a comer mañana», Erasmo, 2011: 446) la casa que
ha construido, en cuanto que espacio de práctica religiosa y filosófica, lleno de inscripciones,
cuadros, rincones y detalles que simbolizan y realizan el proyecto erasmista de la «Philosophia
Christi» (nótese que Erasmo evita el término «Theologia Christi», tanto para enfatizar el aspecto
práctico como para recuperar el espíritu clásico, un tanto más laico). Entre otras muchas
consideraciones, Erasmo conecta la casa de Eusebio con la tradición del jardín epicúreo («Ahora
creo contemplar los jardines de Epicuro», 449). En diálogo con Erasmo se halla la Utopía (1516)
de Tomás Moro, de fuerte impronta epicúrea y lucianesca, donde también se propone un espacio
ideal para llevar a cabo una vida filosófica virtuosa y feliz.
Pensemos, asimismo, en la torre de Montaigne, con esa hermosa inscripción que sella
su retirada del mundo y las numerosas citas grabadas en las vigas de su biblioteca; en la celda en
la que or Juana Inés de la Cruz se retiró buscando paz y libertad para estudiar y escribir, y que
contaba con un pequeño laboratorio y una biblioteca; la cabaña en la que Thoreau pasó
alrededor de un año viviendo en contacto con la naturaleza, junto al Walden Pond; la casa abierta
descrita por John Burroughs en Construirse la casa, o la «habitación propia» de Virginia Woolf,
con ese cierre que había de impedir las interrupciones y ese sueldo que había de permitirle no
tener que salir a trabajar.
Lo cierto es que, en muchos de los ejemplos aducidos, el espacio construido es, o
contiene, una biblioteca. Esto es lo que sucede, por ejemplo, con la Villa de los Papiros, cuya
vida giraba en torno a una biblioteca de papiros epicúreos; así como con la torre de Montaigne,
la celda de sor Juana o la habitación [40] de Virginia Woolf, que fueron esencialmente lugares
de lectura, pensamiento y escritura, sin que ello suponga minimizar su vertiente práctica. Por
todas estas razones podemos contar la construcción, mantenimiento, ordenación, ampliación,
frecuentación o abandono de una biblioteca como un tipo de ejercitación filosófico-literaria.
Con el objetivo de ordenar mi explicación, diferenciaré cuatro tipos de ejercitaciones
filosófico-literarias relacionadas con los cuatro momentos filosóficos que solía distinguir la
filosofía clásica, ya que considero que se trata de una clasificación funcional, por ser intuitiva,
ordenada, orgánica y fácil de recordar. El primero de estos momentos era la canónica o teoría
del conocimiento, que se preguntaba por los modos y límites del conocimiento; el segundo era
el de la física, que, teniendo en cuenta aquello que había sido establecido por la canónica, se
cuestionaba acerca de la naturaleza del mundo y el lugar que el ser humano ocupa en su seno;
el tercero correspondía a la ética, que, a la luz de los hallazgos de la canónica y la física, se
preguntaba por la forma de actuación más adecuada para conseguir una buena vida buena, esto es,
una vida feliz (buena vida) y virtuosa (vida buena); y el cuarto y último momento era el de la
política, que, basándose en lo establecido en las otras tres partes, se interrogaba en torno a la
mejor forma de vida en común.
Cabe señalar que, a pesar de que parece lógico preguntarse, antes de empezar a pensar,
cuánto y cómo se puede conocer, las relaciones entre estos cuatro momentos filosóficos no es
lineal y estanca, sino interconectada y orgánica, puesto que hay consideraciones físicas que
pueden estar en la base de la política (una concepción materialista del mundo tendrá
implicaciones éticas —determinismo— y políticas —no poner tanto el énfasis en la educación
como en el control—), o consideraciones éticas que pueden cimentar la teoría del conocimiento
(el énfasis en la amistad o philía como una vía de acceso privilegiada a la verdad, mediante el

4
pacto parresíaco del que hablan Plutarco en Cómo distinguir a un adulador de un amigo o Foucault en
La parresía). Así, aunque nuestra exposición sea lineal y ordenada, en cada apartado haremos
breves referencias a los otros tres momentos filosóficos, con el objetivo de sugerir el carácter
orgánico (al que apunta la metáfora esférica de la enciclopedia) de la filosofía en general, y de las
prácticas filosófico-literarias en particular.

En lo que respecta al primer momento, el de la canónica o teoría del conocimiento, podemos


afirmar que la frecuentación, conformación, ordenación y [41] mantenimiento, así como la
evitación, abandono o vaciamiento3 de una biblioteca pueden ser vistos como la ejercitación de,
al menos, dos virtudes cognoscitivas principales como son, en un extremo, el escepticismo
―entendido en un sentido clásico, como la circunspección o desconfianza respecto de nuestras
capacidades de conocimiento― y, en el otro extremo, el dogmatismo ―entendido también en
un sentido clásico, como la confianza de que hay algo que es posible y deseable saber, y, aún
más, que se sabe con cierta seguridad, como, por ejemplo, qué es el bien (aunque sea por la vía
negativa, transitada por Roberto Bolaño para tratar de superar los excesos de una
posmodernidad que, tentada por un escepticismo mal entendido, echó al niño con el agua sucia del
baño).
En cuanto a la práctica del escepticismo, las bibliotecas son un lugar ideal para
experimentar y asumir los propios límites cognoscitivos. Esto es así, primero, en un sentido
cuantitativo, ya porque toda biblioteca, por grande que sea, es la escenificación espacial de la
imposibilidad de comprar y ubicar todos los libros que existen en el mundo, ya porque toda
biblioteca, por pequeña que sea, contiene libros que jamás podremos leer, cuanto menos releer,
estudiar y practicar. Bien lo sabía un escéptico como Borges, quien, en su poema «Límites», se
muestra consciente de que «del alto de libros que una trunca | sombra dilata por la vaga mesa,
| alguno habrá que no leeremos nunca» (El otro, el mismo, 1964).
Lo cierto es que, cuando Borges afirmó en el «Poema de los dones» que «me figuraba el
Paraíso | bajo la especie de una biblioteca» (Borges, 1999: II, 187), no se refería a la «biblioteca
de Babel», que es, más bien, una especie de infierno de papel, sino a otro tipo de biblioteca (y
de bibliotecario) más humilde, serena y feliz.
Como he estudiado en otro lugar, Borges no supo, ni imaginó, que esa biblioteca
paradisíaca existió durante unos breves años en la Francia de principios del siglo XVII (véase al
respecto Castany Prado, 2017a). Se trata de la biblioteca de Mazarino, que puede ser considerada
como la obra maestra de Gabriel Naudé, el «libertino erudito» que proyectó y dirigió su
construcción con una sensibilidad escéptica o, como él mismo dirá, pirrónica. Aunque,
desgraciadamente, dicha biblioteca desapareció, troceada y subastada a precios de saldo durante
la revuelta popular de la Fronda, que hizo huir a Mazarino y a Luis XIV de París, conservamos
el escrito en el que Naudé plasmó su plan de construcción: las Recomendaciones para formar una
biblioteca (Naudé, 2008 [1627]).
[41]
Frente al dogmático Leibniz, que concibió una topografía clasificatoria total y perfecta,
que podemos tildar de «babélica», para la construcción de la biblioteca de Wolfenbüttel, Naudé
se mostrará mucho más humilde y feliz en sus Recomendaciones. En dicha obra, que concluye
apelando al «justo derecho de los pirrónicos, fundado en la ignorancia de todos los hombres»
(Naudé, 2008: 208), el autor desanima a aquellos que se plantean formar una biblioteca con un
orden perfecto, exhaustivo y definitivo, pues considera que el mundo del libro, que no deja de
ser un trasunto del libro del mundo, no es una realidad que se deje partir, ordenar y conocer,

3
Véase al respecto el divertido texto de Augusto Monterroso titulado «Cómo me deshice de quinientos libros»,
incluido en Movimiento perpetuo (Monterroso, 1995 [1972]: 85-89).

5
sino que es un todo comunicado en el que debemos aprender a perdernos con exultación y
humildad.
Las Recomendaciones también exhortan a los futuros bibliotecarios a asumir con humildad
la imposibilidad y la vanidad de intentar poseer y leer todos los libros, llegándoles a aconsejar
una lectura desacomplejada y azarosa de resúmenes, diccionarios y enciclopedias, motivo que
también encontraremos en Borges, quien no tiene empacho en comentar o discutir libros que
solo ha conocido a través de resúmenes, reseñas o citas.4 No se trata, pues, la de Naudé, de una
biblioteca infinita y exhaustiva como la que aparece en «La biblioteca de Babel», en la que, tras
una «desaforada esperanza», los bibliotecarios acaban vagando, sumidos en «una depresión
excesiva» (Borges, 1999: I, 468), expiando la culpa de haber intentado abarcarlo todo, y con toda
certeza.
Pero no solo la cantidad de libros contenidos en (o excluidos de) una biblioteca pueden
suponer una lección de humildad cognoscitiva, sino también su variedad. La visión o el
vecinazgo de libros pertenecientes a saberes que ignoramos (incluso a saberes que ignoramos
que ignoramos), ya sean lenguas desconocidas, historias o literaturas insospechadas o, incluso,
disciplinas o ciencias inauditas, supone un ejercicio de humildad, pues, como dice Cervantes,
«sabe más el tonto en su casa que el sabio en la ajena». El «Timeo hominem unius libri» (‘Temo al
hombre de un solo libro’), atribuido a santo Tomás de Aquino, puede, pues, interpretarse como
una prevención contra aquellos que, por no frecuentar su propia ignorancia en el cuerpo de esos
otros libros ajenos, olvidan sus limitaciones cognoscitivas y caen en el dogmatismo, en el mal
sentido del término. Por esta razón, aquella «incomunicación entre las esferas de conocimiento»
de la que habló Habermas, en «La modernidad, un proyecto incompleto» (1980), no solo supone
un problema en lo que respecta a la profundidad de nuestro pensamiento o escritura, sino
también, o sobre todo, en [43] lo concerniente a nuestra humildad cognoscitiva, o escepticismo,
ya que al relacionarnos exclusivamente con aquellos libros o disciplinas que nos resultan
familiares perdemos la consciencia y la perspectiva de nuestra ignorancia. De ahí que, frente a
los pensadores de siglos anteriores, quizás sepamos más de cada una de nuestras especialidades,
pero sin ninguna duda sabemos mucho menos que no lo sabemos todo.
Una biblioteca también debería contener, como proponen Naudé y Borges, libros
obsoletos o erróneos, no solo por el interés, curiosidad o, incluso, intuiciones que pueden
despertarnos, sino también porque son un recordatorio del carácter provisional, asintótico y aun
imposible del conocimiento, en general, y de nuestras seguridades presentes, en particular.
Por supuesto, no basta tener o visitar una biblioteca inabarcable, diversa y curiosa, sino
que hay que saber recorrerla de tal modo que todas esas características trabajen nuestro espíritu.
En este sentido, además de la lectura especializada, si es que estamos obligados a vivir de ella,
es necesaria la lectura variada, salteada y diletante, porque solo de ese modo visitaremos los
confines de nuestro conocimiento, y la visión de los anchos altiplanos de lo desconocido nos
curará de nuestro dogmatismo, ese provincianismo cognoscitivo, y nos hará más tolerantes con
nuestra propia ignorancia y, como diría Petrarca, con la de todos los demás. Eso mismo es lo
que practicaba Montaigne cuando hojeaba, según explica en «De tres comercios», «unas veces
un libro, otras otro, sin orden ni designio, al desgaire» (Montaigne, 2006: III, 3, pág. 51).
Pero, como señalamos antes, la creación, mantenimiento, frecuentación, evitación o
abandono de una biblioteca no solo pueden servir para practicar el escepticismo, sino también
el «dogmatismo», a condición de que ahora entendamos este término como la convicción
insobornable de que existen cosas dignas y posibles de ser sabidas o pensadas, aunque sea de
forma intuitiva e insegura. Cuidar los libros, ordenarlos, reservarles un espacio y un tiempo (si
puede ser privilegiado) en nuestras ciudades o casas, defenderlos de aquellos que los desprecian
o ignoran son modos de avivar tanto nuestro amor imposible (o platónico, en el sentido

4
«… estas colecciones resultan útiles y necesarias si se considera la brevedad de la vida humana y que la
multitud de cosas que conviene saber hoy para figurar entre los hombres sabios es tal que no nos permite
hacerlo todo por nosotros mismos» (Naudé, 2008: 137).

6
«académico», ya que la Segunda Academia fue profundamente escéptica, como bien supo
Cicerón y, luego, el humanismo renacentista) por el conocimiento como esa fe laica, siempre
amenazada, consistente en creer que es posible alcanzar en esta vida una cierta felicidad virtuosa
mediante un esfuerzo filosófico-literario.
Incluso destinar dinero a comprar libros, aun cuando no puedan ser leídos, es un modo
de alimentar ese fuego, del que surgen, como llamas, las bibliotecas. Es casi una ofrenda o una
ascesis, ya que así se evita que ese dinero se gaste en acciones más o menos triviales, que habían
de impedirnos leer esos u otros libros. [44] Pensemos, por ejemplo, en Erasmo, quien llegó a
afirmar: «Cuando tengo un poco de dinero, me compro libros. Si sobra algo, me compro ropa
y comida». No creo que debamos entender esta afirmación como una mera confesión
autobiográfica, sino, antes bien, como la protestación de un convencimiento y la proposición de
una práctica.
Desde este punto de vista, una biblioteca se nos presenta como un altar, un oratorio o
un memorial dedicado a cultivar nuestro amor por la verdad. Así puede interpretarse la anécdota
según la cual Alejandro Magno, instado por Aristóteles a que guardase la más valiosa de sus
posesiones en el cofre de pedrerías que acababa de requisar al recién derrotado Darío III, decidió
guardar en su interior el corpus homérico. Algo semejante sucede con Montaigne, quien
presenta su biblioteca como un lugar sagrado, en el que decidió acogerse «la mayor parte de los
días de mi vida y casi todas las horas del día» («De tres comercios». En Montaigne, 2006: III, 3,
pág. 51). Especialmente interesante al respecto es la célebre carta del 10 de diciembre de 1513,
en la que Maquiavelo le cuenta a Franceso Vettori sus rituales de lectura:

[...] llegada la noche, me regreso a la casa y entro en mi estudio; en su umbral me quito


esta ropa cotidiana sucia y llena de lodo, y me pongo ropas regias y curiales; así, vestido
decentemente, entro a las antiguas cortes de los antiguos hombres donde, por ellos
amorosamente recibido, me nutro de aquel alimento que solum es mío, et para el cual he
nacido; y donde no me avergüenzo de hablar con ellos y preguntarles sobre la razón de
sus acciones; y ellos por su humanidad me contestan; y durante cuatro horas no siento
aburrimiento, olvido todo afán, no temo la pobreza, no me asusta la muerte: todo me
trasfiero a ellos.

Otro modo, más extremo, de cultivar, en relación con las bibliotecas, el amor por el
conocimiento consiste no ya tanto en su frecuentación como en su cuidado y, más aún, su
protección. Piénsese, por ejemplo, en las personas que arriesgaron su vida, en 1938, para
trasladar de contrabando las más de 40 000 hojas manuscritas de Edmund Husserl desde
Friburgo hasta Lovaina, donde todavía hoy se halla el Archivo Husserl.5 Piénsese también en
los esfuerzos realizados por aquellos que se ocuparon de reconstruir con las mismas ediciones
originales (aunque no con los mismos ejemplares) la biblioteca de Spinoza, en Rijnsburg,
después de que Alfred Rosenberg, el encargado del expolio cultural europeo por parte de los
nazis, la requisara.6 Piénsese, finalmente, en los bibliotecarios [45] que salvaron la biblioteca de
Tombuctú, tal y como se narra en Los contrabandistas de libros y la epopeya para salvar los manuscritos
de Tombuctú, de Joshua Hammer (2017). Ciertamente, sería un error ver en estas hazañas las
extravagancias de bibliómanos y coleccionistas.

II

5
Véase una narración del proceso en la obra En el café de los existencialistas, de Sarah Bakewell (2016: 166-
170).
6
Véase al respecto la interesante novela de Irvin Yalom (2012), El enigma Spinoza.

7
Veamos a continuación en qué sentido las bibliotecas constituyen un espacio de ejercitación
filosófico-literaria de los aspectos tratados por la física, esto es, de nuestra idea o sentimiento
del mundo, en general, y del lugar que en él ocupa el ser humano, en particular.
En primer lugar, la biblioteca puede ser vista como un lugar de ampliación de nuestra
percepción y pensamiento del mundo, mediante la frecuentación de textos procedentes de
épocas y lugares muy alejados, a los que pueden añadirse descripciones etnográficas, etológicas,
cosmológicas e, incluso, ficticias, que nos lleven a visitar otras perspectivas y cosmovisiones,
reales o imaginarias. Precisamente, en sus Recomendaciones para formar una biblioteca, Naudé
presenta su biblioteca ideal como una atalaya universal, «pues gracias a esta puede en justicia
llamarse cosmopolita o habitante de todo el mundo», ya que le permite «verlo todo y no ignorar
nada» (Naudé, 2008: 91). Estas consideraciones están en contacto con la tradición de los
ejercicios de la «mirada desde lo alto», de los que hablamos anteriormente, y que nos llevan a
ver las bibliotecas como un microcosmos desde el cual pensar ese «universo (que otros llaman
la biblioteca)».
Pero como también sucedía con el Aleph, ese modo de apertura lectora es peligroso
porque es distante y vicario, por lo que es necesario aprender a salir de las bibliotecas, tal y como
hacía Montaigne, quien no solo veía, desde su biblioteca, el exterior: «Me coloco a la entrada y
veo por bajo mi jardín el patio, el corral, así como a la mayor parte de las personas de mi casa»
(«De tres comercios». En Montaigne, 2006: III, 3, pág. 51), sino que salía frecuentemente a pasear
a caballo con la intención de comprobar sus ideas poniéndolas en juego en la conversación con
otras gentes. Por si esto no fuese suficiente, tras publicar la primera edición de sus Ensayos, en
1580, Montaigne abandonará su biblioteca para realizar, como un Quijote escéptico, un errante
viaje por Italia, en el que buscará practicar todo lo que leyó y pensó en su biblioteca. También
Nietzsche le dio una gran importancia a la respiración entre la biblioteca y el mundo:

No somos de esos que solo rodeados de libros, inspirados por libros, llegan a pensar
―estamos acostumbrados a pensar al aire libre, caminando, saltando, subiendo, [46]
bailando, de preferencia en montañas solitarias o a la orilla del mar, donde hasta los
caminos se ponen pensativos (La gaya ciencia, § 366).

Pero no solo es importante salir al mundo, sino también retirarse de él, especialmente
del mundo humano, ya sea doméstico, laboral o político, por cuanto nos distrae y empequeñece.
Desde esta perspectiva, la biblioteca se nos presenta no ya como una atalaya o prisión, sino
como un lugar a salvo, en cuyo umbral el oleaje del mundo rompe en vano. Lugar de silencio,
de quietud, de lentitud, en cuyo seno el tiempo se detiene. Las lámparas individuales, los atriles
de madera, la música de sus suelos y los lomos irregulares generan un ambiente único en el que
las preocupaciones familiares, sociales e históricas quedan suspendidas, propiciando la
meditación, la contemplación y, lo que es todavía más importante, la plena posesión de uno
mismo. Incluso abrir un libro en el metro o en el tren es crear un espacio aparte. Y junto a la
añorada biblioteca de la infancia está la deseada biblioteca de la jubilación, o del verano, en la
que ubicamos, aunque sea mentalmente, todos esos libros que los asuntos (en griego, ta pragmata
significa tanto ‘los asuntos’ como ‘los problemas’) nos impiden leer. Ambas bibliotecas forman
un ángulo o rincón que cantó Andrés Fernández de Andrada en su «Epístola moral a Fabio»:
«Un ángulo me basta entre mis lares, | un libro y un amigo…». En resumen, la biblioteca es el
lugar del tiempo libre, o liberado, del skholé griego o del necotium latino.

III

Veamos, a continuación, cómo las bibliotecas también han servido como espacio de ejercitación
filosófico-literaria en el ámbito de la ética. Empecemos recordando que este momento filosófico

8
se ocupa tanto de la «buena vida», o vida feliz (especialmente en el mundo clásico, donde
predominaba el eudemonismo), como de la «vida buena», que podemos llamar también moral
o virtuosa (que pasará a primer plano por influjo cristiano). Por nuestra parte, no vamos a caer
en el viejo debate del summum bonum, y nos limitaremos a mostrar de qué modo ambas vertientes
han sido practicadas en contacto con el mundo de las bibliotecas.
En lo que respecta a la «buena vida» existen, a su vez, numerosas concepciones
diferentes en función de cómo se defina o fundamente la felicidad. Los epicúreos, por ejemplo,
la basan en el placer; los cínicos, en la libertad; los escépticos, en la serenidad; Aristóteles, en la
contemplación metafísica, y los estoicos, más cercanos ya al universo moral cristiano, en el
ejercicio de la virtud [47] en conformidad con la naturaleza o logos. Nuevamente, nuestra
intención no es decidirnos al respecto (sin contar que, si tuviésemos que hacerlo, adoptaríamos
una postura ecléctica), sino mostrar que en las bibliotecas pueden practicarse todos estos
aspectos.
En primer lugar, las bibliotecas son un lugar en el que practicar la aritmética epicúrea de
los placeres y los displaceres, ya que en su seno se pueden aumentar los placeres físicos (silencio,
quietud, paseo, belleza, descansos e, incluso, enamoramientos) y espirituales (libertad, soledad
acompañada, lectura, serenidad, amistad, pensamiento filosófico), así como disminuir los
displaceres físicos (ruido, apresuramiento, inquietud, somatización) y espirituales (ruidos,
apresuramiento, dispersión, miedo, agobio, soledad masificada, tristeza).
En las bibliotecas también puede ejercitarse la libertad, summum bonum de los filósofos
cínicos. Ciertamente, la lectura y el estudio tienen una virtud emancipadora, pues el
conocimiento de la naturaleza de las cosas reduce el miedo y aumenta la confianza en la propia
palabra, pensamiento y acción. No es extraño, pues, que gran parte del humanismo y la
Ilustración no solo hayan tenido como escenario preferido las bibliotecas, públicas o privadas,
sino que también hayan desembocado en una gran biblioteca portátil de batalla, como fue la
Encyclopédie. Pero más allá del efecto emancipador de la lectura, la frecuentación y conformación
de bibliotecas es un modo de practicar la libertad, por cuanto, durante unas pocas horas,
quedamos apartados del ruido de un mundo que nos interrumpe, desconcentra, obliga, seduce,
corrompe y amenaza, inmovilizándonos, como a otro Gulliver, con miles de hilos tan
quebradizos por separado como irrompibles en su conjunto. No se trata de demonizar el
«mundo», tal y como hizo el cristianismo medieval, sino de tomar una cierta distancia de
seguridad para lograr, como aconsejaba Montaigne, «prestarse pero no darse», refugiándose en
esa «rebotica» que él supo hallar en su biblioteca:

Allí está mi residencia; allí intento convertirme a mi propia dominación y sustraerme en


ese solo rincón de la comunidad conyugal, filial y civil; en todo otro aposento mi
autoridad es solo verbal, confusa y teórica. ¡Miserable a mi ver quien en su agujero no
tiene donde meterse; donde hacer particularmente su corte, donde ocultarse! («De tres
comercios». En: Montaigne, 2006: III, 3, pág. 52).

En tercer lugar, las bibliotecas son también un espacio privilegiado para practicar la
contemplación metafísica, en la que Aristóteles fundaba su idea de felicidad. Recordemos que
la contemplación exige la desconexión de la mirada utilitaria, puesto que esa «maravilla de las
maravillas» que surge de la comprensión del mero hecho de que las cosas sean solo se nos revela
si la liberamos [48] de sus funciones pragmáticas, algo que saben hacer los niños con las
cucharas, los payasos con las sillas y los poetas con las vidas. No es extraño que Montaigne
ubicase su biblioteca en «el lugar más inútil de la casa» (pág. 51), ni que or Juana se «inutilizase»
en cuanto que mujer productora de hijos y gestora negándose a casarse y entrando en un
convento, aunque ahí tampoco se librará de las interrupciones (cf. «Respuesta a sor Filotea de la
Cruz»).

9
En cuarto lugar, en las bibliotecas también puede practicarse la serenidad, tan preciada
por los escépticos y epicúreos, que hablaban de ataraxia, o por los estoicos, que hablaban de
apatheia. Ya dijimos que en las bibliotecas se puede practicar el escepticismo, lo cual produce
calma, por cuanto quedamos liberados de las excesivas tareas cognoscitivas que nos imponemos,
y paz, por cuanto nos hace más tolerantes; el conocimiento del mundo, lo cual rebaja los miedos
y ansiedades que nacen de ese otro sueño de la razón que es la ignorancia; y también la
ampliación del marco de visión y el desapasionamiento, que dan lugar a la grandeza de ánimo y
amor fati.
Cabe añadir que la lectura relaja incluso en un sentido puramente físico, tal y como señala
Séneca cuando le recomienda a Lucilio, enfermo, «que leas en voz alta para ejercitar la
respiración, cuyo conducto y cavidad se hallan obstruidos» (Epístola 78, § 5). También son
interesantes al respecto aquellos estudios que muestran que el cuerpo acompaña la lectura con
micromovimientos reflejos que, en el caso de la poesía, la filosofía y la novela, tienden a la
relajación (Detambel, 2015).
Finalmente, las bibliotecas tranquilizan porque los libros que contienen conforman una
especie de instancia protectora y consoladora, tal y como aparece en Horacio, quien, en su Oda
III, 4, escenifica la función redentora de la poesía al recordar cómo, tras quedarse de joven
dormido en la ladera del monte Vulture, las musas tejieron una pantalla de hojas que lo
protegieron en aquella ocasión de osos y serpientes, igual que lo harían en futuras ocasiones de
desgracias y tristezas. Siglos más tarde, Bolaño encomendará a las musas la protección de su hijo
Lautaro.7
Lo cierto es que, aunque muchas bibliotecas cumplen funciones pragmáticas (estudiar
exámenes u oposiciones), son, en general, espacios de «inutilidad», por utilizar la expresión de
Montaigne, donde, librados del ruido exterior, podemos dedicarnos a la contemplación, a la
meditación o entregarnos a la mera distracción. Nuevamente, no solo la frecuentación, sino
también el mantenimiento o protección de una biblioteca se nos revelan como un ejercicio
metafísico, [49] ya que implican asumir, tanto con el pensamiento como con la acción, la
importancia esencial de ese espacio despreciado por su inutilidad, no sólo en nuestro mundo
contemporáneo, donde la mercantilización de la realidad ha llegado a extremos inusitados, sino
en cualquier otra época en la que la filosofía y la literatura también fueron menospreciadas. Baste
pensar en la anécdota según la cual una muchacha tracia se burló de Tales de Mileto al verlo
caer en un pozo por andar mirando las estrellas (Platón, Teeteto, 174ab).
Pasemos ahora a considerar las bibliotecas como lugares de ejercitación de esa parte de
la ética que reflexiona sobre los modos de acceder a una vida virtuosa o moral, que hemos dado
en llamar «vida buena», y cuyo objetivo no es tanto la felicidad como el bien, aunque ambas
búsquedas puedan compatibilizarse, como propone Spinoza (1975) al final de su Ética: «La
felicidad no es un premio que se otorga a la virtud, sino que es la virtud misma» (Lib. V, Prop.
XLII).
Para empezar, en las bibliotecas pueden ejercitarse las «virtudes» entendidas en un
sentido literal o etimológico, que es como las concebían los estoicos, esto es, las fortalezas, como
el esfuerzo, la paciencia, la perseverancia, la resistencia, la confianza o la magnanimidad (o deseo
de emprender y realizar grandes cosas).8 Perseverar ante libros cuya comprensión se nos resiste,
memorizar fragmentos e ideas que se nos escapan, luchar contra la soñolencia, enfrentarse a las
dudas y al desánimo del demonio meridiano, continuar a pesar de la indiferencia del mundo son
acciones habituales en una biblioteca, que nos la revelan como palestra de virtudes. Queda por
escribir la epopeya de las bibliotecas.
En un segundo sentido, más «moral», más acá del bien y del mal, podemos afirmar que en
las bibliotecas también se puede practicar el culto del bien (formándose para enseñar,

7
Véase «Musa» o «Dos poemas para Lautaro Bolaño» (En: Bolaño, 2007: 434-435).
8
Se trata de la «megalopsichia» de la que habla Epicteto en su Manual, y que Alonso de Ercilla evocará en su
caracterización de Lautaro, del que dirá que tenía «el ánimo en las cosas grandes puesto» (Araucana, I, 3).

10
escribiendo para liberar, conversando para compartir, retirándose para no colaborar,
acompañando para consolar) y el culto más seguro del rechazo del mal (leyendo sobre el dolor
en el mundo, ese otro cogito sobre el cual reconstruir cierta seguridad moral).

IV

Para acabar, veamos en qué sentido podemos afirmar que las bibliotecas son también un lugar
de práctica política. Valga como primera prueba el hecho de que estas hayan sido objetivo de
incendios, cierres, expolios o bombardeos [50] (como el de la biblioteca de Sarajevo, en 1992)
y, en épocas más pacíficas pero no menos hostiles, de infrafinanciación, indiferencia o burla. 9
Sirva como segunda prueba el hecho de que en las bibliotecas se hayan escrito obras políticas
(siendo el caso más famoso el de Marx en la British Library).
Ciertamente, las bibliotecas han sido a lo largo de la historia lugares centrales de la vida
política.10 En primer lugar, porque aprender, leer y pensar son actos emancipadores que
desembocan directamente en actitudes y acciones políticas; en segundo lugar, porque reunirse,
comentar, debatir, organizar y conjurar, actividades que suelen realizarse entre o alrededor de
libros, son modos de producir tejido político; y en tercer lugar, porque las bibliotecas son
espacios en los que se forjan amistades.
Recordemos que la philía o amistad es un concepto político esencial para los griegos, y,
como decía Borges, somos irreparablemente griegos. Tanto es así que el mito fundacional de la
democracia ateniense es la amistad entre los tiranicidas Harmodio y Aristogitón (cf. Jaeger, 1957:
572). La amistad es el ámbito del diálogo, la confianza, la lealtad y la verdad, las virtudes básicas
de la democracia. Por eso tiene un importante significado político que en las bibliotecas se forjen
y cultiven amistades, de la adolescencia a la vejez. Piénsese, por ejemplo, en Montaigne, quien
dice haber buscado la amistad de La Boétie después de haber leído su Discurso de la servidumbre
voluntaria (1549), que es, precisamente, una reflexión sobre la tiranía y las formas de resistirse a
ella, entre las que destaca la amistad:

Y si estoy especialmente agradecido a esa obra fue porque sirvió de medio para nuestro
primer encuentro, ya que me fue mostrada mucho tiempo antes de haberle visto y me
hizo conocer su nombre por primera vez (Montaigne, Ensayos, I, 28, pág. 242.

Por supuesto, hay que tener cuidado con la capacidad de récupération que poseen los
sistemas, en general, y el actual sistema capitalista, en particular. En nuestros días, las bibliotecas
han sido, en parte, subsumidas por la industria cultural, en la que «el gestor cultural a menudo
vende la idea de felicidad [51] —económica, política, intelectual— a través del consumo de los
productos creados por la industria cultural» (Jouve, 2017: 106).11 Con todo, las bibliotecas y
librerías siguen representando un lugar aparte donde refugiarse, recuperarse, ejercitarse,
organizarse y regresar.

Conclusión

9
En Librerías, Jorge Carrión (2013: 184) resalta que en el relato «Casa tomada» de Julio Cortázar, que algunos
han querido ver como una alegoría del avance del peronismo, la primera habitación en ser ocupada es la
biblioteca.
10
Las bibliotecas «son un puente entre el mundo institucional, al que la biblioteca y el museo frecuentemente
pertenecen; el mundo del arte y la creación, en el que habitan autores y artistas; y el mundo cotidiano de lectores
y espectadores» (Jouve, 2017: 10).
11
Véase al respecto Theodor W. Adorno (1991) y, en el ámbito de las librerías, Carrión (2013: 252).

11
Este escrito forma parte de un conjunto de trabajos en los que trato de recuperar y actualizar la
tradición de las ejercitaciones filosófico-literarias, que tuvo una importancia fundamental en el
mundo grecolatino, si bien luego se lo apropió el ámbito de la religión y, en nuestros días, el de
la psicología y la autoayuda. En esta ocasión he tratado de ver cómo las bibliotecas, en toda su
variedad de formas, son un lugar privilegiado para la ejercitación filosófico-literaria en sus cuatro
vertientes básicas: cognoscitiva, física, ética y política. A pesar de que he aportado numerosos
ejemplos del mundo de la filosofía y la literatura, existen muchos otros que, por falta de espacio
o de conocimiento, no he podido invocar. En todo caso, creo que queda suficientemente
probada la importancia de las bibliotecas en el proyecto humanístico-ilustrado de crear una
soteriología laica, esto es, una teoría y práctica de la salvación, entendida como el predominio
en esta vida de la alegría, la libertad, la serenidad y la bondad sobre la tristeza, la esclavitud, la
angustia y la maldad. Es en este sentido en el que coincido con Erasmo cuando dice: «Tu
biblioteca es tu paraíso».

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