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POSMODERNIDAD Y
NEOLIBERALISMO
SUSANA MURILLO
Con la colaboración de
José Seoane
2
Susana Murillo................................................................................................................ 63
El lenguaje, la casa del ser. .............................................................................. 63
El problema gnoseológico y epistemológico. ................................................... 64
El problema político. ......................................................................................... 67
La naturaleza del lazo social en la visión posmoderna. .................................... 69
CAPÍTULO VI ............................................................................................................... 74
Posmodernidad: la deslegitimación de los “metarrelatos. .............................................. 74
Susana Murillo................................................................................................................ 74
Pragmática del saber narrativo. ......................................................................... 74
Pragmática de la ciencia. ................................................................................... 75
Los metadiscursos. El Sujeto y la imposibilidad de totalización. ..................... 76
Los metadiscursos del discurso de Lyotard ..................................................... 78
La posmodernidad. La deslegitimación de los metarrelatos. ............................ 78
La crisis de las instituciones políticas y universitarias...................................... 79
El decisionismo en el metadiscurso de Lyotard. ............................................... 80
Los requerimientos de la fuerza de trabajo en la sociedad posmoderna ........... 81
La brecha entre países. ...................................................................................... 82
El nuevo lugar del Estado y la sociedad civil. .................................................. 82
CAPÍTULO VII .............................................................................................................. 84
La naturaleza del lazo social en la concepción posmoderna .......................................... 84
Susana Murillo................................................................................................................ 84
Posmodernidad e invención de modelos de sociedad. ..................................... 84
La perspectiva posmoderna del lazo social: los juegos de lenguaje. ................ 84
La vuelta sobre sí mismo y el lazo social como juegos de lenguaje. ................ 85
Lo social como discurso .................................................................................... 86
El realismo del giro lingüístico. ........................................................................ 87
La inestabilidad del mundo y cómo hegemonizarlo. ........................................ 88
¿Se derrumba el edificio? .................................................................................. 89
La sociedad como totalidad esencial e inteligible. ............................................ 90
El posmarxismo................................................................................................. 92
CAPÍTULO VIII ............................................................................................................ 96
El sujeto en la posmodernidad ........................................................................................ 96
Susana Murillo y José Seoane ........................................................................................ 96
El sujeto en la posmodernidad. ......................................................................... 96
El cuidado de sí. La ética como lealtad a sí mismo. ......................................... 96
La construcción del consenso por apatía y la deslegitimación de la política. El
reemplazo de la política por la moral. ........................................................................ 98
La novedad de los sujetos y la sociedad posmoderna ..................................... 100
Determinación de clase e identidad cultural ................................................... 102
Novedad, diferencia y emancipación .............................................................. 103
La escuela de los Nuevos movimientos sociales y los movimientos sociales en
América Latina ......................................................................................................... 104
Los movimientos indígenas: novedad y pluriculturalidad ............................. 106
Movimientos indígenas, entre la etnia y la clase............................................. 107
CAPÍTULO IX ............................................................................................................. 111
La historia en la posmodernidad ................................................................................... 111
Susana Murillo y José Seoane ...................................................................................... 111
El “fin de la historia” y la mundialización capitalista neoliberal. ................... 111
La muerte del sujeto y el fin de la historia. ..................................................... 116
La pérdida del sentido histórico en las ciencias sociales y la filosofía ........... 118
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PRÓLOGO
Hace algunos años, recordando la irónica frase de Jacques Lacan a propósito del
Mayo Francés, Slavoj Zizek llegaba a la conclusión de que, en efecto, habíamos recaído
en el discurso del amo, esta vez “disfrazado del amo "permisivo" posmoderno cuyo
dominio es aún mayor porque es menos visible”1.
El presente libro permite dar carnadura a esa intuición. Ya desde su título, nos
propone una hipótesis arriesgada y desafiante en la que el “posmodernismo” resultará
constantemente asediado, hasta verse desplazado del cómodo lugar de la lucha de
“frases contra frases”. La interrogación del libro resulta insidiosa y hasta injuriosa para
los términos en que este discurso se representa a sí mismo, pues parece retomar la vieja
sugerencia marxista de preguntarnos por el entronque de la crítica filosófica con la
realidad material que la rodea y, de la que resulta un síntoma emergente. Ya desde los
inicios, entonces, asistimos a una verdadera profanación del lugar sagrado de las teorías
que gozan con el hermetismo de una bella pluma. Por el contrario, en los capítulos que
siguen, los textos de los infantes terribles del postestruturalismo serán puestos en serie
con oscuros documentos técnicos del Banco Mundial, para mostrar lo que en términos
de Max Weber pensaríamos como una curiosa “afinidad de sentido”.
Aunque la intención que impulsa el texto es la sospecha respecto de quienes se
hacen pasar por lobos (pero balan como ovejas), los autores no recaen en la peligrosa
tentación de intentar “desenmascaramientos”. Ello implicaría, a esta altura del debate,
la inocente suposición de que habría algo esperando a ser “descubierto”, allí tras la
máscaras con las que se presenta. Por el contrario, no hay nada, o mejor aún: hay “la
nada”, lo inefable e irrepresentable que escapa a los intentos de estabilización del
lenguaje. Entonces, la estrategia de argumentación de este texto debe ser
necesariamente otra, distinta a la que pretendería descorrer un telón para mostrarnos, a
plena luz, lo que “verdaderamente” ocurre tras bambalinas. En efecto, el modo en que
los autores construyen la relación entre neoliberalismo y posmodernidad, se destaca por
su singularidad y su potencia. Pareciera tratarse de un juego de contraluces, que
mediante movimientos sucesivos y muchas veces inesperados, logra desestabilizar lo
que parecía una unidad autocontenida para hacerla estallar. A partir de ello, la paradoja
de la cuestión social, el contrato social del liberalismo, el universalismo burgués, las
tecnologías del accountability social, la teoría de los nuevos movimientos sociales
(NMS), los dispositivos de inseguridad que articula el gobierno neoliberal de las
poblaciones, se transforman en posiciones desde las cuáles observar el despliegue de la
“posmodernidad” como régimen de saber-poder e imponerle nuevos interrogantes.
Lejos de caer en la trampa del señalamiento, que supondría el gesto de definir qué
es el posmodernismo, los autores se desplazan entre distintos niveles de análisis
(histórico, epistemológico, estratégico, sociológico) hasta convertirlo en un objeto
irreconocible. Así, en el libro opera, ante nuestros ojos, una estrategia de
desnaturalización, que en lugar de contentarnos con la condescendencia de una
definición, nos propone reformular nuestras preguntas para abandonar las
ontologizaciones. Nos vemos obligados, entonces, a resituarnos en las preguntas sobre
los mecanismos: ¿cómo se produce y reproduce eso que llamamos “posmodernidad”?
¿qué efectos tiene? o, para decirlo sin ambages, ¿cómo hace lo que hace, en términos de
producción de sentido? En virtud de ello, el presente libro resulta interesante no sólo por
lo que dice, sino también por cómo es dicho y por lo que nos obliga a reflexionar sobre
nuestro propio decir.
La estrategia de desnaturalización propuesta se presenta a través de tres
operaciones articuladas. En un primer momento (1), se parte de revisar y deconstruir la
imagen que el posmodernismo hizo de la modernidad. En este movimiento se critican
las perspectivas unificadoras que han obturado las tensiones históricas e inmanentes de
la(s) modernidad(es) capitalista(s), al colocar en primer lugar las transformaciones
culturales que construirían “épocas” unívocas. Para ello, en el primer capítulo se
retoman las narraciones de la “modernidad y el “modernismo” desde una perspectiva
refractaria a los conceptos totalizadores que esconden las contradicciones de la historia
efectiva. Luego, en el segundo capítulo se aborda la cuestión social y la cuestión
colonial como la contracara discordante de lo que se presenta como una unidad sin
disloques. En el tercer capítulo, por su parte, se repone la crítica estructuralista a esta
unidad, que se había conjugado a partir de una gramática en la que la representación de
"el hombre" ocupaba un papel central.
Una vez que se ha avanzado en la complejización de aquello que la antecedió, en
un segundo momento (2), el libro asume la tarea de analizar el régimen de saber-poder
que se denominó “posmodernidad”. A tal fin, en el cuarto capítulo se despliega un
análisis de sus condiciones de emergencia como forma de la cultura del capitalismo
mundial integrado. A partir de ello, en el capítulo quinto, se indaga sobre las
dimensiones gnoseológicas, epistemológicas y sociológicas del denominado “giro
lingüístico”, eje cardinal del régimen posmoderno de enunciación. En los siguientes
capítulos, se profundiza el análisis sobre ellas. Así, en el capítulo sexto, se discute la
crítica posmoderna a los discursos totalizadores, al tiempo que se analiza la producción
de su propio (¿y nuevo?) meta-relato. Por su parte, el séptimo capítulo ahonda en los
modos en que se describe/prescribe la construcción del lazo social desde las
concepciones discursivistas, en particular en aquellas que se reconocen como pos-
marxistas. Ello conduce, en el octavo capítulo, a una pregunta por el papel de la historia
en el nuevo régimen de saber, y su vínculo con la construcción de singulares (y
deshilachadas) formas de la subjetividad.
El tercer y último movimiento (3), trabaja sobre las articulaciones entre el
discurso posmoderno en los capítulos anteriores y el nuevo régimen de poder que
inaugura el gobierno neoliberal de los cuerpos. Para ello, en los dos últimos capítulos,
se observa el modo en que este régimen de enunciación y visibilización organiza nuevas
formas del control. En este análisis, se estudia el lugar asignado a la sociedad civil en el
gobierno de las poblaciones, a partir de interpelaciones que apelan a la “diversidad” y el
“descentramiento” de instancias totalizadoras (décimo capítulo), así como el papel que
cumple la “inseguridad”, asumida como a priori ontológico, en el despliegue del nuevo
diagrama de poder-saber (onceavo capítulo).
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INTRODUCCIÓN.
En los últimos decenios han surgido conceptos que transforman en “relatos”
una serie de ideas y procesos que durante mucho tiempo se presentaban como
consistentes y anclados en la historia efectiva, de modo que las disputas en torno a esos
temas (historia, política, lucha de clases, ideología, Estado, cuestión social, luchas
emancipatorias) se desplegaban en un contexto en cual para los sujetos que participaban
en ellas, los temas abordados tocaban aspectos de la realidad concreta que afectaban al
pasado, presente y futuro efectivos de millones de seres humanos. Los debates se
ligaban a situaciones reales que implicaban un profundo compromiso ético y político
por parte de quienes se implicaban en ellos y los temas abordados podían ser conocidos
con mayor o menor certeza, pero no se dudaba en general que ellos tenían una indudable
vinculación con los procesos sociales efectivos, así como del hecho de que esos debates
eran sólo parte de luchas más complejas.
Sin embargo, hace ya varios años, en diversos campos de las Ciencias Sociales
y en buena parte del periodismo, así como en el consagrado sentido común, comenzó a
desvanecerse esa articulación con los procesos efectivos; o dicho en otros términos,
entre “las palabras y las cosas”. Todo pareció desvanecerse en palabras o en discursos,
al tiempo que las más duras certezas agobiaban(y agobian) el destino de millones de
humanos a lo largo del planeta. Emerge en esas condiciones algo que es denominado
“posmodernidad” y cuya definición es inasible, sus límites, por definición son etéreos.
Sin embargo esa cultura ha tenido y tiene, efectos políticos, culturales y subjetivos nada
despreciables. En ella la economía fue presentada como un conjunto de signos cuyo
emblema es la matemática; la emancipación humana fue exhibida como un mero relato;
la modernidad como un conjunto de ideas sin claroscuros donde sólo habrían reinado la
idea de una Razón con sentido unívoco y totalitario, Razón que habría sido
rigurosamente ligada a la utópica y peregrina idea de un sujeto que progresaba sin
contradicciones a lo largo d ela historia; la política como un mero juego discursivo; el
arte como un pastiche indiferente hacia el dolor. La historia había terminado y con ella
los conflictossociales y por ende las utopías.
Una sutil subordinación a lo dado se conjugaba con cierto aire de
despreocupada indiferencia, en el que las pasiones debían ser cuidadosamente
encaminadas a fin de que ninguna explosión las transformase en ruptura con lo
establecido. Al mismo tiempo esta cultura irónica se presentaba a sí misma como
transgresora de lo dado. Toda solidez se había esfumado y todo ideal de vida centrado
en la dura laboriosidad se concibió como sinónimo de opresión totalitaria sustentada en
ficcionales metarrelatos. El cuidado, y en especial el cuidado de sí, emergieron como las
actitudes más adecuadas para enfrentar a esos diversos totalitarismos que habrían, en el
moderno pasado, subordinado a los sujetos individuales.
Nada de esto es ajeno al arte neoliberal de gobierno, que tiene sus antecedentes
en 1871 en los trabajaos de Carl Menger, en organizaciones como Monte Peregrino en
los años ‘40, y en Nuestra América en los ’50, pero que sin embargo no tuvo
condiciones para desbloquearse a nivel mundial sino hasta la década de 1970. Las
analogías o entrelazamientos entre neoliberalismo y posmodernidad no son del orden de
la causalidad, pero tampoco de la azarosa casualidad. Varios hilos se entrelazan en ellas,
se trata del intento de destitución de los lazos colectivos y de las resistencias
emancipatorias, de la desvalorización de los sabres comprometidos con los malditos de
la tierra, de la construcción de la competencia como núcleo de relaciones entre seres
humanos, de la naturalización de la pobreza y la desigualdad, de la omnipresente figura
metafísica del mercado que todo lo puede y al que todo se le debe y de su complemento
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indispensable: el yo emprendedor que reina sobre las ruinas del nosotros universal
(¡cómo n habría de hacerlo si el nosotros universal es una pura abstracción hija de un
metarrelato sin sustento!).
En este texto intentamos dar cuenta de algunos de estos aspectos del espacio-
tiempo que nos toca transitar, en el que sin embargo la cultura de la indiferencia no ha
logrado acallar a las relaciones políticas. En el que la indiferencia no ha impedido la
indignación. Y en el que el cuidado de sí no ha podido evitar que muchos se unan para
algo más que la mutua conveniencia. Las páginas que lo componen tienen su origen en
textos escritos para el Programa Latinoamericano de Educación a Distancia del Centro
Cultural de la Cooperación y de discusiones surgidas en reuniones vinculadas al
Proyecto “La participación ciudadana como tecnología de gobierno” correspondiente a
las investigaciones financiadas por la Universidad de Buenos Aires, en la Secretaría de
Ciencia y Técnica. Nuestro agradecimiento a esas dos instituciones y a nuestros
compañeros de ruta por ésta, Nuestra América.
Susana Murillo y José Seoane.
Noviembre de 2011
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CAPÍTULO I
Modernidad y modernismo
Susana Murillo
histórico, fue, particularmente en las últimas décadas, reducida a una mirada unificante
que la constituye como conjunto de rasgos más o menos fijos. En analogía con ello, el
método de investigación, aun en algunos casos hasta hoy día, es presentado con unos
rasgos unificados; como un conjunto de parámetros que deben seguirse de modo
universal, pues la razón misma sería –como decían Descartes y Kant– la misma en todos
los hombres.
Sin embargo esta unificación del hombre, la historia, las etapas de la cultura o de
la sociedad, suponen un profundo obstáculo para acercarse al conocimiento de la
realidad efectiva, rica y cambiante. Tal como de modo magistral lo ha demostrado
Gastón Bachelard, la idea de “unidad” es un “obstáculo epistemológico” (1999). El
concepto de “obstáculo epistemológico” alude a una dificultad que emerge del sujeto
que conoce, de modo independiente de su conciencia. Un obstáculo epistemológico se
constituye por razones culturales o incluso biológicas. Así por ejemplo cuando
percibimos algo, nuestro acto está tanto condicionado por nuestra estructura biológica,
como por nuestra cultura, por nuestras situaciones existenciales diversas, por nuestra
posición de clase, por las aspiraciones que nos mueven, por nuestra formación y otras
circunstancias que nos impelen a percibir de determinada forma y no de otra (por
ejemplo, el significado que una palabra como “sol” tiene en una cultura hace que sus
miembros lo perciban como “un astro rey”, como un “ser divino dotado de vida”, como
“materia inanimada que está en el centro del universo” o como “una estrella alrededor
de la cual se mueven en forma elíptica un número de planetas”; de modo análogo,
aunque con ciertas diferencias, “flor” tiene un significado para la mujer que la recibe del
hombre que ama y otro para el botánico que la estudia de modo paciente; en fin, los
ejemplos pueden multiplicarse y el lector puede hacer el ejercicio de pensar muchos de
ellos).
Lo cierto es que el “obstáculo epistemológico” no consiste en una prohibición
planeada que coercitivamente actúa desde el “exterior”, sino en una dificultad que brota
de la formación de un sujeto a lo largo de su vida. En este punto, el modo en que las
Universidades moldean a sus alumnos a través de textos, profesores, congresos, temas
de investigación, publicaciones y otras actividades, forman investigadores o
profesionales que han incorporado formas de ver y hablar acerca de diversos aspectos
de la realidad que no se cuestionan. Así la idea de “unidad” de la naturaleza, del
hombre, de la historia, de la ciencia, del método, tal como fueron presentadas más
arriba, fue una paulatina construcción realizada en buena medida en las universidades y
laboratorios científicos modernos. La “unidad” de la naturaleza o de la sociedad es una
evidencia construida que nos hace ver a “una cultura”, a “un pueblo”, a “una obra”, a
“un autor”, a “una tradición”, a “un momento histórico” como teniendo una especie de
cerrazón en sí mismo, un sentido único que los atraviesa.
Tal vez el mayor problema que traen aparejados los obstáculos epistemológicos
como el de la unidad, es que sin saberlo ni quererlo nos lleva a mirar y a pensar las
relaciones sociales desde una única perspectiva, que suele ser la que se constituye al
vaivén de las relaciones de poder hegemónicas y que imponen ciertas formas de
legibilidad. Así, por ejemplo, los manuales escolares, hijos del positivismo, formaron,
junto a hábitos establecidos en la currícula escolar, generaciones de niños y jóvenes en
el respeto a ciertas ideas que ni por un instante son puestas en duda. Desde esta
perspectiva, ciertos monumentos, así como la circulación de documentos, instauran
paulatinamente formas de la memoria, constituyen un “nosotros”, un nos frente y
diferente a otros que nos constituye en una identidad que nos sostiene y afirma frente a
los embates de la realidad. Identidad que puede producirnos orgullo, sentido de
pertenencia, pero también de insuficiencia e inferioridad frente a modelos a los que no
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alcanzamos. Se trata de diversas posiciones que el existente humano requiere para ser,
para constituirse como tal. En este sentido, la superioridad cultural de Europa, sobre la
que volveremos, su centralidad en la historia, así como el casi legendario atraso
latinoamericano, han sido una “evidencia” incuestionable para generaciones de
latinoamericanos.
En ese sentido podemos decir, que los sujetos son constituidos en diversas formas
sutiles de sujeción, sin conciencia de ello, en identificación con valores, a través de sus
conductas constituidas en prácticas habituales en las que los rituales cotidianos
instituyen la percepción y la memoria, construyendo desconocimientos y olvidos.
linealidad y quita de su centro a Europa (sobre esto volveremos), haciéndonos ver que
en cada momento histórico hay culturas diversas y que en cada una de ellas hay zonas
dispares. Este modo de abordar la historia sabe que trabaja con documentos que son
ordenados según criterios del historiador o del sociólogo, instaurando series y “series de
series”, pero sabe que este ordenamiento no es un fiel reflejo de lo real.
Este movimiento de complejización de la historia y las ciencias sociales, se ha
dado también en el campo de la historia de las ciencias y de la filosofía, movimiento
que fue encabezado en la década de 1930, entre otros por Gastón Bachelard. Allí
también se dejaron de lado las continuidades lineales en el campo de la historia de las
ideas.
Bajo esta clave teórica nos gustaría sostener la hipótesis de que la denominada
“modernidad” es un término que, en particular en los últimos años, ha tendido a
construir “evidencias incuestionables” en el campo de la historia y las ciencias sociales
(en adelante al referirnos a las Ciencias Sociales incluiremos en ellas a la Historia y a la
Psicología). Desde hace algo más de dos décadas el mundo académico parece haber
atravesado el río Leteo (el río del olvido, en la mitología griega) y ciertos términos se
han congelado. Uno de ellos es el de “modernidad”. Quien haya seguido con cierto
interés y durante años el devenir de la modernidad histórica, cultural, política o
filosófica, puede encontrar que ella, en esas diversas expresiones, está pintada con
profundos claroscuros. Sin embargo ella se ha transformado en sinónimo de razón,
progreso, método científico, neutralidad y todo ello habría ocurrido en provecho de la
ambición o avaricia de los Estados modernos que por razones puramente institucionales
habrían utilizado a la ciencia y a la técnica como modos de homogeneizar a la
población. Y mucho de esto hay. Sin embargo, sería interesante pensar que ni el Estado
es una cosa en sí que funciona al margen de las luchas concretas, llevadas adelante por
fracciones sociales concretas. Ni la ciencia, la filosofía o la técnica tuvieron un
desarrollo lineal y uniforme. Ni los pueblos o los individuos se constituyeron como
marionetas. Así, ¿cómo pensar la historia de Giordano Bruno (no la que cuentan los
manuales), los problemas de Descartes, Spinoza, el poeta Heine, Rousseau o Marx?
¿Cómo comprender los levantamientos, los motines, las luchas que signan a la historia
moderna? En fin, no es posible desarrollar el tema con la fineza que requiere, sólo
mencionar que entendemos el concepto de “modernidad” como un obstáculo
epistemológico que nos lleva a percibir de modo unitario a corrientes de pensamiento y
acción tan diversas como el marxismo, el positivismo, el higienismo, el romanticismo,
la ilustración. Esa conceptualización nos impide penetrar en sus ambigüedades y nos
cierra la posibilidad de pensar. Es, en ese sentido, que creemos valioso reencontrarnos
con la “historia efectiva”.
La Historia efectiva.
en una totalidad que olvida las diferencias, los cortes, las mutaciones. La destitución de
esas formas univerzalizantes y unitarias de ver a los hombres y su historia requiere
trabajar con documentos diversos, entendidos como “monumentos”.
El documento entendido como monumento alude al hecho de que todo
monumento (estatua, placa recordatoria) fue producido con una cierta intencionalidad
en una relación de fuerzas determinada, con un cierto propósito de producir un modo de
rememorar el pasado o de percibir el presente. Leer al documento como monumento,
entonces, supone asumir que él no puede reflejar o rememorar la realidad tal cual fue,
sino sólo puede ser analizado según el modo en que ha circulado, cómo ha sido
utilizado, por quiénes, en qué circunstancias. Significa comprender que él también es
leído desde una cierta perspectiva y que por ende no refleja lo real del pasado tal como
ocurrió. El documento entendido como monumento nos adentra en la “historia
efectiva”, en la cual no hay unidades fijas, sino proliferación constante.
Lo dicho permite pensar en los peligros que implican las diversas formas
artificiales de totalización. No es lo mismo construir un modelo para comprender la
realidad (valga para ello el tan mentado y bastardeado modelo del edificio con una base
o infraestructura y una superestructura) teniendo conciencia de que sólo es un modelo,
una metáfora de la realidad que nos ayuda a comprender los procesos y no perdernos en
las contingencias y algo distinto es creer que los modelos son la realidad. Esto va de la
mano con comprender al documento como monumento y a asumir que el pasado tal
como él fue está perdido, que la historia no es una memorización exacta de lo que fue,
sino un rememorar en el que se conjugan por un lado los efectos –en nuestros cuerpos,
incluso más allá de nuestra conciencia– de los acontecimientos, con nuestro modo de
interpretarlos. Pensar “una cultura” como una unidad con rasgos comunes, sin ver las
diferencias, las discontinuidades, impide comprender los procesos de cambio, las
contingencias. Políticamente supone no comprender la diversidad y colocarse en el
lugar del saber que es a la vez el del poder. Dicho en otros términos es hablar el
lenguaje del Amo, que sólo fundamenta su discurso en su propia palabra. O bien
ubicarse en el del esclavo que sólo puede pensar por referencia al decir de ese Amo, sin
trabarse en lucha con él.
Michel Foucault, siguiendo las enseñanzas de Bachelard ha renegado de la
“historia global”, esa que apiña una enorme diversidad de acontecimientos en un sentido
único que lo atraviesa todo. Frente a ella ha planteado la “historia general” o “efectiva”,
que es esa que no concibe a la conciencia humana desarrollándose de modo lineal en la
historia. La historia global mira la historia y la escinde en períodos, dándole a cada uno
un “sentido único”. La historia efectiva encuentra la proliferación de rupturas,
discontinuidades entre códigos de la mirada y de la palabra. Busca las diferencias, las
rupturas en una misma “época” y no busca la “continuidad” entre épocas sucesivas, sino
que pone el acento en las mutaciones.
¿Qué significa mutación? no un corte abrupto, sino un cambio paulatino de los
códigos culturales (de la mirada y de la palabra) transformación que no es acumulativa,
pero que no deja en la nada los procesos del pasado: los resignifica, lo cual supone que
puede olvidar algunos acontecimientos o dar nuevo significado a otros. Así, por
ejemplo, en el siglo XIX y en el XXI había y hay carros que recorrían y recorren
algunas ciudades latinoamericanas; sin embargo el significado que tiene los carros en la
pujante Buenos Aires de fines del XIX, no es el mismo que adquieren hoy cuando
cientos de ellos son tirados por seres humanos sumidos en la más dolorosa pobreza.
Rupturas y discontinuidades en un mismo tiempo o espacio, o entre diversos
momentos deben ser abordadas por los científicos sociales, asumiendo que la verdad
absoluta y apropiada es tal vez tan sólo un sueño, pero que esos haces de luz que
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iluminan aspectos de la realidad suelen ser faros adecuados para transformar aspectos de
ella. En los textos de Foucault la historia efectiva ha tratado de deshacer supuestos,
evidencias incuestionables, con un objetivo: deshacer las sujeciones en las que los
sujetos son construidos, mostrar los rituales en los que el poder nos conforma. Sus
textos fueron pensados como “caja de herramientas” para enfrentarse a las relaciones de
poder.
Posmodernidad
ello se clausuraba el ámbito del pensamiento crítico, en tanto todo lo real fue
paulatinamente identificado como “discurso” y nada quedaría por develar.
En esa clave cobró renombre el pragmatismo norteamericano de William James,
quien fundó esa corriente de pensamiento y prácticas, en conferencias pronunciadas en
Boston y Nueva York entre 1906 y 1907 y agrupadas bajo el nombre de Pragmatismo.
En ellas afirmó que “pragmatismo” era un nuevo nombre para viejas formas de pensar,
sostenido en la necesidad de abolir toda metafísica y sustentado en el principio de que
nada es en sí mismo bueno o malo, verdadero o falso, bello o feo, sino sólo en tanto
conviene a mis intereses. El pragmatismo reemplazó a cualquier concepto ontológico de
verdad, bien o belleza. De manera subsecuente toda determinación económica de los
procesos sociales fue dejada de lado, la realidad fue vista como discurso y la economía
fue considerada en los años ’80 sólo un conjunto de símbolos más.
Pero fue Jean- François Lyotard en 1979, como veremos en próximos capítulos,
quien tomó el término “posmoderno” de Hassan y le dio sustento, consistencia
discursiva y legitimidad filosófica. Lo posmoderno estaba ligado al advenimiento de
una sociedad postindustrial, en un proceso que subordinaba a los Estados nacionales y
deslegitimaba las instituciones tradicionales. La sociedad debía dejar de ser considerada
como un todo orgánico (Durkheim) o como un entramado de conflictos (Marx). Ella fue
pensada, a partir de entonces, como una red de comunicaciones lingüísticas,
desarrollada en una multiplicidad de juegos diversos cuyas reglas recíprocas eran
inconmensurables y sus relaciones eran vistas como agonales. La ciencia se convertía
en ese contexto en un juego de lenguaje entre otros, que no podía reivindicar ninguna
primacía sobre otras formas de saber.
No abundaremos sobre este autor al cual nos dedicaremos en especial en capítulos
posteriores, sólo adelantaremos el correlato social de los planteos de Lyotard sostenidos
en la idea de fragilidad temporal y flexibilidad de todos los lazos. económicos, políticos,
afectivos, sociales. La escritura se construía, como veremos, en contemporaneidad con
la emergencia de un paradigma sociotécnico que tenía dos elementos clave: la
flexibilidad de productos, procesos y sujetos; y la integración de todos al mercado. Si
1972 marcaba el momento en que el concepto de postmodernidad comenzaba a
reconfigurarse, esa reconfiguración, como veremos, es contemporánea del comienzo de
un proceso, aún no concluido, de profundas transformaciones sociales, económicas y
culturales conocidas como “neoliberalismo”. El texto de Lyotard (1993) fue el primero
que trató a la posmodernidad como un proceso de mutación en las condiciones de la
vida humana en el orden social capitalista. El texto estaba animado por su convicción de
que el proletariado no era ya un sujeto revolucionario capaz de desafiar al capitalismo.
Sólo el deseo en los jóvenes podría hacerle frente. Extrañamente, esta afirmación de
Lyotard coincidía con la idea de que era menester en todos los ámbitos bajar la edad de
la fuerza de trabajo: los jóvenes debían ser incorporados rápidamente a empresas y
ámbitos de investigación, pues en sus memorias no habitaban viejas luchas y porque su
costo como fuerza de trabajo era inferior a la de los mayores. La flexibilidad desde
entonces ha venido rebajando la edad en la que presuntamente los seres humanos dejan
de ser “útiles”. Otro de los puntos centrales de Lyotard fue instalar la convicción de que
los ideales revolucionarios habían estado basados en relatos que no tenían ningún
fundamento objetivo. Así, en Lyotard lo posmoderno no era una etapa posterior a la era
moderna, sino un movimiento dentro de la modernidad que en lugar de experimentar
nostalgia por la mítica unidad perdida (de la historia, del progreso, de la ciencia, del
hombre, de la cultura) asumía el sinsentido de lo real y a él se enfrentaba. Esta asunción
permitía una forma de júbilo: el de la libertad que se asoma sin miedo a la nada, que
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asume, libre, la finitud humana, más allá de toda rígida disciplina o código moral o
político.
Lyotard había escrito su texto a pedido del gobierno de Québec, en tiempos en
que, como veremos, se operaba una profunda mutación en lo técnico, económico, social,
cultural y político al interior del orden social capitalista. Esta mutación tornaría ilegibles
viejos códigos de convivencia asociados al Estado de Bienestar, al New Deal y a la
ciudadanía social.
Esa mutación implicaba el desbloque de un nuevo arte de gobierno (Foucault,
2007): el neoliberalismo, arte pensado y reflexionado ya desde la década de 1930 por
autores como Ludwig von Mises, pero que se había bloqueado durante el período de
entreguerras, la segunda guerra mundial y la posguerra. Arte de gobierno que había sido
discutido por un reducido núcleo de intelectuales en el denominado “Coloquio Walter
Lipmann” desarrollado en París en 1938. En ese encuentro se polemizó acerca de las
limitaciones del liberalismo para hacer frente a los avances del intervencionismo estatal
en cualquiera de sus formas; el Coloquio fue organizado por Louis Rugier en el Museo
Social, en él participaron hombres como Ludwig von Mises, aunque quien parece haber
sido el protagonista fundamental fue Louis Marlio, un empresario del aluminio. En ese
coloquio se habría discutido acerca de la conveniencia de no hablar ya liberalismo y
comenzar a pensar en su transformación a una forma nueva llamada “neoliberalismo”.
La transformación discutida en el Coloquio fue luego liderada entre otras por la
Facultad de Economía de Londres y dentro de ella por Friedrich Hayek, representante
de la escuela austríaca de economía enfrentada a la escuela Keynesiana. Un grupo de
empresarios suizos ofrecieron apoyo financiero a Hayek para fundar una sociedad que
tendría como misión formar a las nuevas generaciones de economistas en los principios
del libre mercado. La idea fue también apoyada por EE UU y Gran Bretaña, hasta que
finalmente dio a luz la conferencia inaugural en 1947 en Mont Pelerin, en Suiza. De ahí
surgió una organización que inicialmente fue pensada como semi secreta, hasta que sus
dimensiones e influencia no lo permitieron. El objetivo fundamental de la sociedad, que
hasta el presente se reúne periódicamente (la última vez en Buenos Aires en 2011 con la
presencia del premio Nobel de literatura Mario Vargas Llosa), fue elaborar “un plan
para terminar con todos los planes” (Harris, 1997), o dicho de otro modo, para instalar
al libre mercado como el centro de toda actividad social y transformar al Estado en un
simple aliado de aquél. Para ello, lo fundamental fue atraer a intelectuales y
especialistas de diversos campos, formar tanques de ideas e influir sobre la formación
universitaria y la difusión de los conceptos neoliberales a través de diversos canales,
entre ellos los medios de comunicación (Harris, 1997) (Wheelwright, 1998). Pero en
1947 el clima internacional no era favorable al despliegue público de las ideas
neoliberales, como veremos, ellas pudieron desbloquearse recién a comienzo de los
años 1970.
Entonces, la mutación social que el neoliberalismo implicó fue avalada y
sostenida desde organismos internacionales como el Banco Mundial (BM de aquí en
adelante), el Fondo Monetario Internacional (FMI, de aquí en adelante), empresas
transnacionales, la Comisión Trilateral y el gobierno estadounidense, entre otros. La
mutación supuso cambios tecnológicos, pero también una verdadera inversión en los
códigos y contenidos cognoscitivos priorizados por universidades, tanques de
pensamiento y medios de comunicación. Ella daba respuesta a la crisis producida en el
capitalismo de posguerra y a las resistencias afloradas contra él en diversos lugares del
20
mundo, entre otros en Nuestra América2. No es posible inventariar aquí las dimensiones
de esta mutación histórica, sólo la mencionamos a fin de comprender el contexto en el
que transcurrían los inicios de la reconfiguración del concepto de postmodernidad y la
circulación del texto de Lyotard y su significación. El referente primordial de ése y
otros textos era el marxismo y el fin de los denominados “relatos modernos” que tenían,
según Lyotard, pretensiones de alcance universal, como el de la Revolución Francesa.
El relato posmoderno
2
Utilizaremos el término “Nuestra América”, tomado del libro homónimo de José martí, a fin de evitar
enojosos significantes como “Latinoamérica y el Caribe” que dejan fuera de la región a muchos de sus
habitantes y que encubren un impensado racismo.
21
parte del discurso posmoderno, no era acaso un nuevo modo de realismo. Dicho de otro
modo, el planteo de Jameson fue que la posmodernidad no era sino la expresión
cultural que adoptaba el capitalismo mundial integrado, más conocido como
globalización. La globalización lo abarca todo, sostuvo Jameson, en términos de
información, comercio y economía. La posmodernidad, por su parte, consiste en la
manifestación cultural de esta situación. En el planteo de Jameson, la cultura
posmoderna viene a abolir toda idea de oposición en términos de sistema y a
subordinarlo todo, en una lógica de discurso unificado. Esta perspectiva ya había sido
adelantada por la Escuela de Frankfurt y el marxismo occidental. Así Herbert Marcuse
en El hombre unidimensional (1968) sostenía que en la sociedad industrial se producía
un cierre del universo del discurso. El fenómeno también había sido anunciado mucho
antes por Henry Lefebvre, quien en su Crítica de la vida cotidiana (1948) había
avizorado en qué medida la tecnología era el instrumento que el capitalismo había
comenzado a esgrimir para construir sujetos dóciles: el cine, la televisión, los
electrodomésticos, la cosmética, el sueño de la carrera propia, la casa, los muebles, en
fin… las comodidades de la vida moderna fosilizaban a los sujetos. Esta tendencia se
profundizó en tiempos en los que en el marco del Consenso de Washington, Margaret
Tatcher, asesorada por miembros de la sociedad Mont Pelerin, sostuvo: “la sociedad ha
muerto”. Si en tiempos de Marcuse o Lefebvre el Estado, aliado a las empresas y los
sindicatos, había inducido a los trabajadores a ingresar al mundo del consumo y con ello
a docilizarse a fin de poder pagar las cuotas que la vida cotidiana exigía; en tiempos de
la retirada del Estado de toda política universal, el lugar del consumo y la tecnología
cambiaban de signo. Entonces el avance, a través de las armas y los medios de
comunicación de las empresas transnacionales fueron utilizados como modo de arrollar
los derechos de los trabajadores y de los Estados menos poderosos. Flexibilidad de
productos, procesos y sujetos e integración de todos al mercado, habían marchado de la
mano de unas transformaciones sociotécnicas que disminuyeron los puestos de labor en
todo el mundo, al tiempo que redujeron la necesidad de mano de obra calificada o
semicalificada. La desocupación, la marginación, la desigualdad, las migraciones
forzadas, la pobreza degradada se transformaron en el signo del tiempo a partir de los
’90 en el mundo. La pobreza y la desigualdad se naturalizaron y entonces, en una
extraña analogía con el final de la llamada “edad media” y el ingreso en la llamada
“modernidad”, todo lo sólido pareció desvanecerse y la muerte se hizo una compañera
inevitable de la vida. La visión de lo posmoderno en la que nos introduciremos en los
siguientes capítulos intenta dar cuenta de algunos rasgos de este tiempo, que sin
embargo no deben tomarse como una forma unitaria. La llamada posmodernidad como
lógica cultural del neoliberalismo, ha naturalizado en algunos ambientes las formas de
vida a las que esta nueva fase del capitalismo intenta conducirnos. En ese sentido la
posmodernidad oculta, tras su aspecto efímero, divertido y fútil las nuevas formas de
dominación, precisamente porque abandona toda idea de opresión, reniega de todo
condicionamiento económico, reduce lo social a discurso y el conflicto a juegos de
lenguaje.
Es en ese sentido una homología del concepto de “modernidad” que, como
veremos en el próximo capítulo, obturó los conflictos propios de la “cuestión social” y
la “cuestión colonial” presentando a la razón, la ciencia y el progreso, como el signo de
los tiempos.
Bibliografía:
22
CAPÍTULO II
“Modernidad, Cuestión colonial y Cuestión social”.
Susana Murillo.
egoísta de conservar sus bienes. La escisión Estado-sociedad civil era una división
fantasmagórica que ocultaba al tiempo que mostraba el espectro de la inevitable
desigualdad en la que se asienta el orden social capitalista.
La cuestión social alude también a los remedios elaborados por políticos y
filósofos sociales para mantener, la inevitable desigualdad, al tiempo que contener sus
efectos. Precisamente, la historia contemporánea de las políticas sociales puede leerse
en buena medida en la clave de los diversos “remedios” aplicados a este problema y las
sucesivas resistencias a tales enmiendas.
Pero no es sólo la cuestión social que surgía con toda fuerza a mediados de siglo
XIX, también se manifestaba lo que denominaremos “cuestión colonial”. Desde fines de
siglo XV primero España y Portugal y luego Inglaterra y Francia (más tarde lo harían
Alemania e Italia) se habían constituido como Estados y habían expandido sus fronteras
hacia África, Asia y América. Denomino “cuestión colonial” a la contradicción entre el
proceso de conquista desarrollado durante siglos a fuerza de violencia y sangre y la
denegación de esta violencia, obturada bajo diversos nombres: “civilización”,
“desarrollo”, “progreso”, “modernización”. Es en ese sentido que Enrique Dussel
(2000) afirma que el “ego cogito” planteado por Descartes en el siglo XVII y que es
considerado como el inicio de la entrada del hombre en la edad de la razón y de la
ciencia, está subtendido por el “ego conquiro” (yo conquisto), iniciado a fines del siglo
XV y sistemáticamente denegado. En esta perspectiva es que señalo que la idea de
“modernidad” (de la cual Descartes sería un iniciador) oculta la violencia que sostiene
al orden social y el lugar que tuvo la “conquista” de América en la construcción del
capitalismo. La cuestión colonial alude también a los remedios practicados para resolver
los problemas planteados por las colonias en relación al gobierno de las poblaciones
dentro de la gestión del mercado mundial.
La cuestión colonial y la cuestión social se complementan por varias razones. Una
de ellas radica en que las colonias, incluso las ya “liberadas” de sus conquistadores,
fueron el destino de parte de la fuerza de trabajo excedentaria proceso que sirvió para
aliviar la cuestión social en Europa. Así, por ejemplo, la ciudad de Rosario en Argentina
era la segunda ciudad en el mundo, después de Chicago, en el crecimiento del número
de habitantes según el censo de Buenos Aires de 1887. Esa ciudad recibía importantes
cuotas de población campesina de Italia y España, así como de países del este de
Europa.
En ambos “problemas” –la cuestión social y la cuestión colonial– la Ciencia y las
universidades jugaron un rol fundamental. Particularmente interesante fue el papel
cumplido por las ciencias sociales en el conocimiento de individuos y poblaciones y en
la propuesta de modos de intervención sobre los mismos. De ahí que afirmo,
parafraseando a Dussel, que el ego cogito cartesiano fue sostenido por el ego sacrifico.
mayoría de edad de la razón, progreso, ciencia liberadora, y todas las características que
señalábamos en el capítulo anterior. Los hitos de esa historia evolutiva de la libertad
estarían en la Reforma, el parlamento inglés, la Ilustración, la revolución francesa, la
revolución científica y la industrial. La modernidad fue entendida, desde esa perspectiva
como la época de la racionalización y el “desencanto” del mundo, el abandono de su
magia. El olvido de la comunión del hombre con la naturaleza y la construcción de una
ciencia descorporeizada, exenta de subjetividad y, en ese sentido, aparentemente
racional y avalorativa. Este concepto de modernidad colocó a Europa como centro
geográfico e histórico y le construyó una discutible genealogía que articuló la Grecia
clásica, Roma, la Cristiandad y el Renacimiento. En esa clave, Europa fue una
invención hija de la modernidad (Dussel, 2000). Ella se constituyó en sujeto de toda
enunciación verdadera y desde ese lugar obturó la emergencia de la cuestión social y la
cuestión colonial.
Todo esto es cierto, sin embargo preferiría no abonar las hipótesis que confieren a
ese proceso una unidad de carácter indestructible. Si lo consideráramos así se caería en
el obstáculo que señalaba en el capítulo anterior y se dificultaría ver la historia efectiva,
con sus luces y sus sombras, sus formas de ejercicio del poder, pero también sus
resistencias. En el presente, esa visión totalmente negativa tiene serios riesgos a la hora
de difundirse en América Latina (sobre esto volveré más adelante).
No obstante, es sugerente y necesario no perder de vista el carácter de
ocultamiento de la historia efectiva que ha tenido a menudo el concepto de
“modernidad”. En ese sentido, diversos autores latinoamericanos insisten en el carácter
sacrificial de la primera modernidad (Dussel, 2000). Es menester rescatar su valoración
de cómo ese primer momento sirvió para naturalizar, como ya lo demostró Marx, una
serie de conceptos que son producto de la historia: la idea del yo individual, la del
contrato social como sustento del orden político y la de la propiedad privada. La
segunda modernidad desde el siglo XIX, por su parte, más que ampliar y profundizar a
la primera, como ha sostenido Dussel (2000), creo que significa una mutación
fundamental, durante la cual se produce lo que Marx ha caracterizado como la
subsunción real a la forma social capitalista con predominio del capital constante sobre
el variable y, con ello, la consolidación de la tecnología y la construcción de los sujetos
como apéndices de máquinas cada vez más complejas, a la vez que la construcción de
un mundo crecientemente ajeno a la voluntad de los hombres que lo pueblan.
Complementariamente la retórica se centra en la idea de “libertad”, al tiempo que se
invisibiliza el hecho de que la libertad fue la contracara de la emergencia de dispositivos
de normalización de cuerpos individuales y colectivos.
En la “segunda modernidad” se consolidan los Estados nacionales de los países
que alcanzan un mayor grado de desarrollo capitalista al tiempo que amplían su
expansión territorial y profundizan sus luchas por la hegemonía mundial. Los Estados
que toman la delantera durante el siglo XIX fueron fundamentalmente cinco: Inglaterra,
Francia, Italia, Alemania y EE UU. “Modernidad” es entonces sinónimos de centralidad
de Europa, todo lo demás es periferia. Si bien a través de la historia toda cultura ha sido
etnocéntrica, la característica del etnocentrismo europeo es que representa a la única
cultura que se ha presentado a sí misma como universal. Ella se constituye en el sujeto
de toda enunciación que pueda afirmarse como verdadera y, en ese sentido, instala una
centralidad del propio saber que sustenta su ejercicio del poder.
Sin embargo, me gustaría señalar la ambivalencia de este rasgo: si bien él sirvió
como estrategia discursiva para la dominación del orbe como se ha señalado
reiteradamente, también es cierto que en nombre de ese discurso universal se han
defendido derechos más allá de las fronteras. El humanismo, tal como fue proclamado
28
desde Europa durante los siglos XIX y XX no tuvo sólo el sentido de la dominación del
Otro, también implicó el respeto y la lucha por derechos universales. No quisiera que el
análisis de estas páginas se centrase sólo en el aspecto de dominación que tuvo el
discurso universalista. Todo discurso adquiere sentido en ciertas relaciones estratégicas.
Ningún conjunto de significantes tiene significado por sí mismo. Afirmo esto, dado que
nuevas formas de un peligroso etnocentrismo, creo, nos amenazan en la actualidad, pues
desde la legítima y necesaria crítica a diversos aspectos de la civilización europea y de
la modernidad a veces se corre el riesgo de caer en cerradas posiciones culturalistas, o
peor aun, de suscribir, sin saberlo, nuevas interpelaciones a asumir la posmodernidad
neoliberal.
Esto ocurre en diversas estrategias discursivas. Así, por un lado, el discurso del
Banco Mundial pone el acento de las razones o causas de los problemas actuales de
Nuestra América en sus “orígenes”. Las causas principales de la pobreza en
Latinoamérica, según este discurso abonado por muchos intelectuales latinoamericanos,
radicaría en el carácter “corrupto” de sus instituciones y éste en su “origen ibérico”. Por
el contrario, sostiene el organismo, las instituciones norteamericanas son un ejemplo de
libertad y respeto que debería ser emulado por los países de Latinoamérica (Banco
Mundial, 2004).
Por su parte las “nuevas derechas” europeas, en la primera década del siglo XXI
centran sus campañas políticas en la difusión del odio y la discriminación racial, en un
nacionalismo xenófobo que a partir de renegar de todo discurso humanista y
universalista, ataca y expulsa entre otros a musulmanes y gitanos y que desde esa
estrategia discursiva tiene éxito en las urnas. Esta nueva derecha ha trocado sus
camperas negras de antaño por corbatas de seda y un lenguaje pulcro. Ella se expresa en
el Frente Nacional francés, precursor en los triunfos electorales, el Vlaams Belang en
Bélgica, el FPÖ en Austria, la Liga del Norte en Italia, el British National Party en Gran
Bretaña, el movimiento Jobbik en Hungría o el PPV en Holanda. Todos ellos han
modificado el mapa electoral europeo. Esta derecha se ha afincado en los gobiernos de
Italia y en los Parlamentos de Austria, Bulgaria, Letonia, Eslovaquia, Dinamarca y
Suecia. En EE UU se manifiesta en los grupos denominados “Tea party” cuya xenofobia
y racismo no tienen límites. Todos ellos reniegan precisamente de esos ideales europeos
de libertad e igualdad universal (su expresión más brutal fue la matanza desplegada en
Noruega en julio de 2011, por Andrés Brivik, quien asesinó a más de setenta personas
en nombre del ideal de pureza racial en Europa y de la lucha contra el marxismo; se
presume que el sujeto no actuó solo, sino que forma parte de células clandestinas que
tienen estos objetivos). Así entonces, cuando afirmamos algo debemos ser cuidadosos a
fin de ver en qué estrategia se articula nuestro discurso.
Las ciencias sociales comienzan a alcanzar su lugar durante el siglo XVIII cuando
se crea la primera cátedra de economía política, a cargo de Malthus en Inglaterra. Poco
a poco las universidades europeas producirán reflexiones acerca de lo social,
precisamente en relación al estallido de la cuestión social. Es entonces cuando
paulatinamente se constituyen tres áreas: las ciencias naturales, (cuyos desarrollos
provienen del siglo XVI), las humanidades (Filosofía y Literatura) y las ciencias
sociales que a pesar de ocuparse de cuestiones ligadas a los hombres, se diferencian de
las Humanidades por su aspiración a igualar a las disciplinas de la naturaleza en su uso
del método científico y su pretensión de universalidad.
Los primeros pasos de estas disciplinas están marcados por los filósofos sociales
que comenzaron a plantear la idea de una “física social”. No obstante, bajo la influencia
del creciente desarrollo de las ciencias de la vida, lo social dejó de ser pensado como
“máquina” para ser reflexionado como “organismo”. Sea como fuere y bajo diversas
influencias (positivismo epistemológico, liberalismo político, hermenéutica, idealismo)
el lazo social comenzó a ser reflexionado como algo que faltaba. Lo social nace así
como una carencia: lo social entendido como un lazo contenedor y reparador de las
desigualdades que implicaba la cuestión social, fue pensado como modo de intervenir a
fin de limitar los conflictos, síntomas de la irreprimible desigualdad que signa al
sistema. Las ciencias sociales nacen como modo de conocer las características diversas
de la población y los individuos y como tecnologías de intervención sobre ellos. Pero
también como modos de resistir al orden que se impone (éste fue al menos el programa
de Marx que no puede asimilarse al positivismo).
Es en este contexto y ante la necesidad de conocer para intervenir, que las
universidades vuelven a ocupar un espacio en la sociedad como principales centros de
producción del nuevo conocimiento. Los cinco países que lideraban el mundo
(Inglaterra, Francia, Italia, Alemania y EE UU) construyeron durante los siglos XIX y
XX espacios académicos en los que se definiría el mapa de conocimiento en el mundo.
Se trató de un proceso concreto de institucionalización de disciplinas, en el cual las
ciencias sociales definieron tablas de contenidos para el estudio de las realidades
sociales. En esa clave ellas se constituyeron en la plataforma necesaria de los Estados
para observar y controlar el mundo y las relaciones sociales en los diversos espacios del
planeta. Así, las ciencias sociales constituyeron taxonomías que, como afirmábamos
más arriba, sirvieron no sólo para conocer al yo y a la sociedad sino también para
imponerles normas. En un proceso en el cual el Estado -instrumento fundamental del
orden capitalista- avanzaba sobre la vida, la formación del ciudadano sujeto de derechos
y deberes se tornó central y, en aras de ello, las ciencias se constituyeron en
observatorios de la familia, la escuela, el barrio o la fábrica. Observaciones a partir de
las cuales se establecieron curvas estadísticas que mostraron qué debía ser lo normal y
lo desviado y construyeron políticas públicas que permitieron intervenir de modos
diferenciales en nombre de la ciencia en cada zona del planeta.
La ciencia comenzó a definirse por su contenido empírico, a ser entendida ante
todo como una búsqueda del conocimiento a través de la investigación, a diferencia de
la filosofía que había sido tradicionalmente un saber especulativo. La constitución de las
ciencias sociales diferenciadas de las naturales, fue una continuación de la ruptura entre
32
la filosofía y la teología producida ya en el siglo XVII; se dio de ese modo un paso más
hacia un sistema de conocimiento íntegramente secularizado.
Entre 1850 y 1914 asistimos a la constitución de un grupo de disciplinas que
conforman el cuerpo de las llamadas “Ciencias Sociales”. Esto se lleva a cabo mediante
la constitución de departamentos, asociaciones profesionales, revistas académicas y
sistemas de clasificación en las bibliotecas. Es posible analizar la emergencia de tales
saberes con referencia a cuatro criterios básicos de delimitación (Lander, 2000).
El primero es la demarcación entre pasado-presente, que configuró una neta
diferenciación entre la historia -tal como se reorganizó en el siglo XIX (como historia
política y diplomática, como lo vimos en el capítulo anterior)- y el conjunto conformado
por la sociología, la ciencia política y la economía. Según afirma Wallerstein (1995), al
menos el 95% de todos los estudios y de la investigación académica en el período entre
1850 y 1914, y probablemente hasta 1945, proviene tan sólo de cinco países: Francia,
Gran Bretaña, las Alemanias, las Italias y los Estados Unidos. Hay todavía algo más; no
sólo la investigación académica proviene de estos cinco países, sino que gran parte de la
investigación hecha por la mayoría de los estudiosos es sobre su propio país. Todo ello
configuró el carácter eurocéntrico que adquirieron las investigaciones y el hecho de que
las conclusiones a las que se arribaba, no eran sólo conocimientos sino prescripciones
normativas en base a las cuales se juzgó y se actuó sobre diversas poblaciones.
El segundo criterio consistió en la escisión entre lo histórico y lo ahistórico.
Dicho en otras palabras, EE.UU. se encontró durante el siglo XIX con la “cuestión
india” e Inglaterra con diversas colonias en las que no había rasgos semejantes a su
forma de vida. Nace así la antropología creada para estudiar el “mundo primitivo”, el
cual fue caracterizado como formado por aquellos pequeños grupos de bajo nivel
tecnológico que carecían de escritura antes de sus contactos con Occidente y que no
tenían creencias religiosas que fueran más allá del propio territorio. Se presumía que
estaban estancados y el tiempo no transcurría para ellos.
No obstante, había un grupo de países como China, India, el mundo árabe y Persia
que no se ajustaban a esta descripción. Todos ellos tuvieron en algún momento del
pasado, uno o más grandes imperios burocráticos en su territorio. Como resultado de
ello tienen escritura y múltiples textos que se han preservado. Además, todos ellos
tenían religiones expandidas por diversas zonas del mundo. El budismo, el islam y el
hinduismo son religiones mundiales por oposición a muchas creencias religiosas del
África que comparten un animismo muy localizado. No obstante, se consideró que esas
culturas carecían de modernidad pues estaban “estancadas”, adheridas a las tradiciones
pasadas, surgieron así los estudios orientales. Paralelamente emerge el concepto de
“Occidente” y “Oriente”. Oriente fue pensado como una civilización rica, pero
ahistórica, no incluida en el progreso, sino apegada al pasado tradicional y por ende
inferior.
La tercera de las delimitaciones tiene que ver con la existencia de las tres
ciencias sociales nomotéticas (la sociología, la ciencia política y la economía) ¿Por qué
no una única ciencia social? Fundamentalmente porque el punto de vista liberal
afirmaba que el Estado, el mercado y la sociedad eran tres entidades diferenciadas.
Ellas operaban con lógicas diferentes y por lo tanto debían ser estudiadas en forma
separada y, en cierto sentido, se mantenían aparte en el mundo real. Por eso los
estudiosos tenían que segregar su conocimiento de tales aspectos.
La cuarta línea de demarcación se estableció entre el individuo y lo colectivo.
Surge así la psicología, caracterizada como “ciencia de lo individual”, frente a la
sociología concebida como investigación sobre lo colectivo.
33
En los años setenta y ochenta ocurrieron dos procesos: por un lado una revolución
de grandes alcances en las ciencias naturales. Éstas habían sido epistemológicamente
estables desde el siglo XVII hasta los 70’s en el sentido de que las premisas
newtonianas y cartesianas siguieron siendo fundamentales para toda la actividad
científica. La ciencia siguió considerándose como la búsqueda de las leyes más simples,
se presentaba como objetiva y neutral, se ocupaba de los equilibrios y se la consideraba
acumulativa. La epistemología de Karl Popper, quien jamás desarrolló investigación
alguna, jugó en este sentido un rol central al instalar normas rígidas en el campo de los
protocolos de investigación y en el de las consideraciones de la ciencia y su historia.
Pero, en los años ´70 se planteó que las ciencias naturales no tenían carácter
determinista y que todo lo que podemos alcanzar es una serie de afirmaciones
34
Algo análogo ocurre con los estudios culturales, que si bien han posibilitado
comprender las diversidades, ocultan al sistema mundo y las relaciones de opresión.
En este contexto, los organismos internacionales, entre ellos UNESCO, plantean
la necesidad de reformar la organización de las ciencias sociales y, con ello, la
estructura de las universidades. Una tarea pendiente es analizar esos pedidos de reforma
en relación a los cambios históricos a fin de evaluar en qué medida ellos propenden al
mejoramiento de las condiciones de vida en el plantea o hasta dónde conforman nuevas
tecnologías de poder.
Bibliografía:
CAPÍTULO III
La crítica estructuralista a Europa y la modernidad.
Susana Murillo
impugnaran lo real del antagonismo que nunca cesó de insistir en el orden social
capitalista. Las disciplinas no mostraron ser completamente funcionales a la
dominación. Ello ocurría en medio de un complejo entramado de fuerzas que incluían el
conflicto entre la URSS y el mundo capitalista, así como las controversias entre los
países centrales y los pertenecientes al Tercer Mundo.
De ese modo, entre los años cincuenta y años sesenta la cuestión social adquirió
una nueva dimensión: los remedios pensados para suturarla habían creado resistencias
también nuevas, en las cuales era clara la conciencia del abismo entre los derechos
proclamados y la realidad efectiva. El acceso a los derechos sociales no clausuraba el
problema, sino que lo agudizaba. La retirada de Vietnam y rendición de los
estadounidenses fue un hito que tuvo impactos sistémicos: era la primera vez que una
potencia garante del capitalismo a nivel mundial sufría una derrota que impactaba al
orden desde su interior
Ese contexto histórico vio también emerger diversos movimientos de liberación
de países del llamado “tercer mundo”, entre ellos la revolución cubana jugó un papel
central. Al mismo tiempo, la alianza de los países llamados “subdesarrollados”, pero
poseedores de recursos estratégicos, como energía y materias primas, fue vista con
preocupación por los líderes de los llamados “países industrializados”.
En ese contexto el concepto de “hombre” fue cuestionado por quienes se
rebelaban contra el orden pues él expresaba los conceptos en cuyo nombre se oprimía.
Pero paulatinamente también comenzaría a ser cuestionado por los Estados poderosos
de la tierra que vieron en el universalismo de los derechos la raíz del resurgimiento de la
cuestión social.
era la raíz de los problemas que atravesaba la sociedad, dificultades de las que el
nazismo y el estalinismo eran la expresión más degradada. Con Maritain, la invención
de la modernidad como modo de ocultar las desigualdades, adquiere un nuevo rostro:
ella, y no la explotación de los trabajadores, sería la responsable del desgarramiento
humano. En su libro Humanismo integral, examinó los desarrollos del pensamiento
llamado “moderno” desde la crisis del cristianismo medieval hasta llegar al
individualismo liberal del siglo XIX y a los denominados totalitarismos del siglo XX.
Todo lo cual conformaría una línea secuencial de pensamiento y prácticas. Estos puntos
de llegada fueron presentados como un efecto del Humanismo antropocéntrico,
desarrollado a partir del Renacimiento. El hombre moderno que surge en el
Renacimiento llevaría sobre sí el pecado de soberbia, pues prescindió de Dios, colocó
en su lugar a la razón y construyó un saber científico de la naturaleza que terminó
destrozando al hombre mismo. En efecto, Darwin y Freud, según Maritain, asestaron
los golpes mortales a la visión optimista y progresista del humanismo antropocéntrico.
“Acheronta movebo”, moveré el infierno, había dicho Freud, no obstante, afirma
Maritain, con él la soberbia de la razón se hunde en la ciénaga de los instintos. El
proceso habría sido complementario de Hegel y Marx en cuyos escritos radicaría el
núcleo de los totalitarismos del siglo XX. Contra ese humanismo antropocéntrico,
Maritain sostiene el Humanismo cristiano, integral y teocéntrico que encuentra en Dios
el núcleo de lo humano y asume a éste como pecador redimido por el concepto cristiano
de gracia y libertad. El hombre no es pura naturaleza ni pura razón: su esencia se define
como persona en la relación con Dios y con su gracia. La persona encuentra en sí y en
su amor a Dios, a su prójimo, respecto de quien tiene la obligación de la caridad y
caridad es amor. Maritain distingue en la persona humana dos tipos de aspiraciones, las
connaturales y las transnaturales. Las primeras deben ser colmadas, pero la realización
de las mismas no lo deja completamente satisfecho porque existen en él también las
aspiraciones transnaturales que lo impulsan al mundo de lo trascendente y que sólo
pueden ser satisfechas por la gracia divina. Este humanismo teocéntrico tiene la tarea de
reconstruir una “nueva cristiandad” que sepa reconducir la sociedad. Pero esta renovada
civilización cristiana deberá evitar repetir los errores del Medioevo, y deberá
preocuparse por integrar las actividades profanas con el aspecto espiritual de la
existencia. La interpretación cristiana que Maritain dio del humanismo fue acogida en
forma entusiasta en algunos sectores de la Iglesia y entre varios grupos laicos. Su
propuesta tuvo influencia sobre jóvenes intelectuales de la Acción francesa y en algunos
grupos norteamericanos, dado que el autor se refugió en EE.UU. donde estaba
enseñando en el momento en que se desató la segunda guerra. Entre 1945-48 fue
embajador de Francia en el Vaticano. En 1947 presidió la delegación francesa en la
Segunda Asamblea General de la Unesco (México). Inspiró numerosos movimientos
católicos comprometidos con la acción social y la vida política, por lo que resultó ser un
arma ideológica eficaz sobre todo contra el marxismo. Así, el período de posguerra
contempló, en muchos casos, las luchas entre cristianos y marxistas; y, en otros, las
alianzas, en un complejo proceso aún no dilucidado.
valorizar los derechos individuales. El XXIIº Congreso del PCUS declaró que, con la
desaparición de la lucha de clases, la dictadura del proletariado había sido superada en
la U.R.S.S., afirmó que el Estado soviético no era ya un Estado de clases, sino del
“pueblo entero” y que la U.R.S.S. estaba comprometida en la construcción del
comunismo bajo la consigna humanista “Todo para el hombre”. El proceso supuso
crecientes contradicciones entre los partidos comunistas más poderosos del campo
socialista: el soviético y el chino, que culminarán con la ruptura del llamado "campo
socialista" en 1967. Por su parte, los partidos comunistas occidentales pusieron el
acento en consignas basadas en la “vía pacífica hacia el socialismo”. El proceso
concluyó con la Perestroika en la década del ´80; en el marco de la cual el Informe del
Secretario General del Comité Central del PCUS al Pleno del Comité Central reunido
el 27 de Enero de 1987 en Moscú sostenía que era necesario desarrollar y enriquecer los
valores de la democracia socialista, de la justicia social y del Humanismo. En esta
perspectiva, los hombres son considerados “personas” (concepto que tiene similitudes
con el humanismo liberal, pero sobre todo con el cristiano), sin distinción de clases.
Este humanismo, nos indica Althusser (1965), se basó en las obras del “joven Marx”, en
las que hay una filosofía del hombre entendido como ser social, comunitario, cuya
esencia no se realiza en el Estado ni en la sociedad civil tal como el liberalismo lo
plantea; sino que, por el contrario, tanto el Estado como la sociedad civil expresan la
enajenación de la esencia humana. La acción política debe ser una reapropiación
práctica de la esencia humana enajenada. No obstante, el humanismo socialista de la
persona, sostenía Louis Althusser, tenía un costado economicista y disciplinario. El
economicismo marxista afirma que la historia humana es la historia de cómo el hombre
progresa en el dominio de la naturaleza mediante el desarrollo indefinido de las fuerzas
productivas. Para el humanismo socialista de la persona, existiría una contradicción
entre el desarrollo indefinido de las fuerzas productivas y las relaciones de producción
capitalistas, de modo que cuando la capacidad productiva humana pasase un
determinado punto, se instauraría el socialismo, para “adaptarse” a dicho desarrollo.
Esta tesis, en el fondo, como señalaría Althusser terminaba justificando la explotación
bajo el lenguaje del humanismo. Esta tesis dejaba de lado, según el pensador francés, la
ruptura efectuada por Marx a partir de 1845 en La Ideología Alemana, donde la idea de
naturaleza o esencia humana fue reemplazada por un riguroso análisis de los
mecanismos constituidos y constituyentes de las sociedades humanas a través de la
historia. El materialismo histórico de Marx abandona toda idea de esencia humana, así
como la idea de que lo social es un conjunto de individuos racionales y libres, y analiza
la estructura social concreta con sus diferencias y desigualdades objetivas. La URSS a
fines de los cincuenta había olvidado este planteo marxista.
transformaciones, estuvo signado por un profundo compromiso político con los países
del Tercer Mundo y su rechazo a las diversas formas de opresión. En El huracán sobre
el azúcar hacía una descripción de la revolución cubana que la mostraba en su rostro
humano. Sartre sostuvo que el primer principio del existencialismo consistía en que el
hombre no es sino lo que él hace de sí mismo. En ese sentido el hombre no es “cosa”
sino un “existente”: un ser abierto hacia, en quien nada está determinado de antemano.
La dignidad del hombre consiste en primer lugar en que existe, en que se lanza hacia un
porvenir y en que tiene conciencia de ese proyectarse. El existente es, ante todo, quien
habrá proyectado ser. Por lo tanto, el hombre no tiene una esencia determinada; su
esencia se construye en la existencia, primero como proyecto y después a través de sus
acciones. El hombre es libre de ser lo que quiera, pero en este proceso de
autoformación, no tiene a disposición reglas morales que lo guíen, no hay
determinismo: el hombre es libertad. De este modo, no encontramos valores u órdenes
que puedan legitimar nuestra conducta. “El hombre está condenado a ser libre”.
Condenado porque no se ha creado a sí mismo, y no obstante libre porque, una vez
lanzado al mundo, es responsable de todo lo que hace. La libertad supone angustia,
porque en el momento en que el hombre elige, experimenta la “aplastante
responsabilidad” que acompaña a una elección que se reconoce no sólo como
individual, sino que involucra a otros seres humanos, o aun a la humanidad toda cuando
se trata de decisiones muy importantes y radicales. La libertad coloca en primer plano a
la ética, la cual, a juicio de Sartre no se funda en qué elegimos, sino en la autenticidad
de la elección. La autenticidad radica en decidir sin ningún pretexto, excusa,
justificación, ni esperanza de recompensa. Lo contrario es la mala fe. Es posible dar un
juicio moral aunque no exista una moral definitiva y aunque cada uno sea libre de
construir la propia moral en la situación en la cual vive, eligiendo entre las distintas
posibilidades que se le ofrecen con autenticidad. Este juicio moral se basa en el
reconocimiento de la libertad (propia y de los otros) y de la mala fe. El existencialismo
es un humanismo pues el hombre está constantemente proyectándose y sólo se
constituye como hombre persiguiendo fines trascendentes que involucran a la
humanidad. No hay otro universo que no sea un universo humano, el universo de la
subjetividad humana. El existencialismo es un Humanismo porque el hombre es el
único legislador que sólo se realiza como humano trascendiendo hacia los demás. El
pensamiento de Sartre sufrió, en los años sucesivos, continuos reajustes y, a veces,
mutaciones profundas en un difícil itinerario que lo condujo a ser miembro del Partido
Comunista francés y luego a asumir una posición de abierta ruptura con éste, después de
la invasión a Hungría en 1956. Asimismo, varias de las ideas expuestas en El
existencialismo es un humanismo fueron reelaboradas más tarde. Después del encuentro
con el marxismo, que lo estimuló a hacer un análisis más profundo de la realidad social,
Sartre pasó a sostener la idea de una libertad ya no absoluta, sino condicionada por
factores sociales y culturales. Pero aun aceptando esos condicionamientos, Sartre
sostuvo siempre el núcleo de su pensamiento: que la libertad es constitutiva de la
conciencia humana.
El humanismo tenía entonces en los años sesenta múltiples facetas que se
articulaban con las luchas entre el viejo orden social que se negó a declinar, los
enfrentamientos y alianzas entre la URSS, los países capitalistas y la Iglesia y las luchas
que en América Latina, Europa, Asia y África se levantaban contra diversas formas de
explotación. Sería vano, erróneo y peligroso definir el concepto de humanismo de una
única manera y ligarlo a una sola dirección. Lo mismo ocurre con las formas de
pensamiento que se opusieron a la idea de hombre y humanismo. Una vez más el
obstáculo epistemológico de la unidad debe ser evitado.
43
En los años sesenta surgen formas de pensar que se oponen a la idea de hombre y
al humanismo. Se trata, entre otras, de una corriente de pensamiento –el
estructuralismo– que adopta una posición antihumanista. No se puede pensar al
estructuralismo como una Escuela. Es un estilo de investigación en el que se suele
incluir a pensadores de diversos campos de las ciencias sociales y las humanidades.
Tales como la antropología (Claude Lévi-Strauss), la crítica literaria (Roland Barthes),
el psicoanálisis (Jacques Lacan), la filosofía, entendida como “política de la verdad”
(Michel Foucault), o el marxismo (Louis Althusser). La mayoría de ellos, negó
reiteradamente ser “estructuralista”.
Este heterogéneo grupo de investigadores comparte, sin embargo, una actitud
general de rechazo a las ideas del humanismo, que son el núcleo central de las
interpretaciones del existencialismo, el humanismo marxista, el cristianismo, el
liberalismo o el socialismo soviético de la persona. El estructuralismo utilizó métodos
que tendieron a dejar de lado la conciencia o intención individual. Trató de elaborar
estrategias investigativas capaces de dilucidar las relaciones sistemáticas y constantes
que se constituyen en condición de posibilidad del comportamiento humano, individual
y colectivo, y a las que se da a veces el nombre de estructuras. Aunque sus diversos
representantes lo hicieron con miras diversas, el antihumanismo ganó terreno hasta el
presente y con características y efectos políticos también diferentes.
El concepto de estructura y el método inherente a él llegan al estructuralismo a
través de la lingüística. Un punto de referencia común ha sido siempre la obra de
Ferdinand de Saussure, Curso de lingüística general (1915) que introduce el uso del
"método estructural" en el campo de los fenómenos lingüísticos. Las raíces del
estructuralismo se encuentran en esa rica tendencia que aparece en Rusia en la época de
la Revolución y que recibe el nombre de “Formalismo”. En esta perspectiva, el arte y la
literatura son instrumentos cuyo objetivo es desestructurar los clisés del pensamiento, a
través del uso de objetos extraños e inmotivados, privilegiando el aspecto formal en
desmedro del contenido. El lingüista ruso Roman Jacobson vinculó los diversos
componentes históricos del estructuralismo y trasladó el método estructural de la
lingüística a las demás ciencias humanas.
Los aspectos esenciales de la teoría de Saussure permiten comprender por qué
tuvo tanta importancia para el desarrollo del estructuralismo. Dichos aspectos remiten a
un conjunto de conceptos: lengua y habla, significante (imagen acústica) y significado
(concepto) de un signo lingüístico, diacronía y sincronía. Pero el concepto clave que
puede inferirse del análisis de Saussure es que el nexo que une a los dos componentes
del signo (el significante y el significado) es arbitrario. Un idioma no sólo produce un
conjunto particular de significantes, dividiendo y organizando el espectro sonoro de una
manera que es al mismo tiempo arbitraria y específica, sino que también lo hace
respecto de la gama de posibilidades conceptuales: en ese sentido un idioma posee un
modo, también arbitrario y específico, de dividir y organizar el mundo en conceptos y
categorías, es decir, posee su propia forma de crear significados. De aquí se infiere que
los significados no existen por sí mismos, no constituyen entidades fijas, válidas para
todos los idiomas. Los significantes y los significados, por el hecho de ser divisiones
arbitrarias de un continuo –conceptual en un caso, sonoro en el otro– pueden ser
definidos solamente a partir de sus relaciones, o sea, en función del sistema de
diferencias recíprocas, siendo cada uno de ellos lo que los demás no son. El nudo
central de la teoría lingüística, es la concepción diferencial de los significados y los
44
movimientos ecológicos que surgirían mas tarde. Para él, el así llamado "progreso" ha
sido posible sólo a costa de la violencia, el colonialismo, la destrucción de la naturaleza;
es sólo una ilusión etnocéntrica de la civilización europea y, como tal, tiene el mismo
valor de arbitrariedad y la misma función de "verdad social" que los mitos del llamado
“mundo primitivo”. El progreso no existe porque tampoco existe la historia como
sucesión objetiva de eventos. Para Lévi-Strauss no existe una substancia individual
(ésta es sólo una ilusión) ni tampoco un sujeto colectivo, una humanidad que crea la
historia y que da una continuidad consciente a los acontecimientos. En ese sentido
sostendrá Lévi-Strauss que el fin último de las ciencias humanas no es constituir al
hombre, sino disolverlo.
El antihumanismo de Althusser
Foucault presenta puntos en común con este planteo, sin embargo comienza a
romper con el estructuralismo. Uno de los puntos de inflexión estará en la centralidad
dada a la historia. Luego de los estudios de Lévi-Strauss sobre las sociedades, de
Althusser sobre la ideología y de Lacan sobre el inconsciente, se aboca a la tarea de
reconstruir las verdades- evidencia en las que estamos construidos y rechaza toda idea
de una esencia del hombre que se realiza en la historia. Para ello intentará, en un análisis
que denomina “arqueológico”, indagar en las capas de las memorias colectivas que nos
constituyen más allá de nuestra conciencia y voluntad. Él eludirá la palabra “estructura”
por el carácter cerrado o fijo que este término evoca. También rechazó el concepto de
ideología, al cual analizó y presentó como una “falsa conciencia”, ignorando los aportes
de Althusser y sus vinculaciones con el psicoanálisis. En su lugar hablará de “saber”
entendido como “a priori histórico”, como una especie de película de pensamiento
invisible, unos códigos del ver y del hablar presentes en una cultura. Códigos que no
están dichos de modo explícito, pero que atraviesan las acciones y pensamientos de los
miembros de esa cultura. No son relaciones evidentes sino que se trata de modos de
hablar y de ver que, en gran parte, no se perciben conscientemente pero que condicionan
las prácticas sociales. Independientemente del objeto de estudio, la investigación
estructuralista había tendido a hacer resaltar lo inconsciente y los condicionamientos en
vez de la conciencia o la libertad humana. A diferencia del humanismo, rechaza la idea
de que la conciencia sea transparente para sí misma o que pueda conocer el mundo
como en una especie de “reflejo”. El saber, comprendido como “a priori histórico”, no
implica que sus transformaciones signifiquen un “progreso en el conocimiento” (saber
no es conocimiento sino el fondo de códigos culturales sobre el que se asientan todos los
conocimientos efectivos, desde los filosóficos hasta los culinarios); antes bien, los
cambios en los códigos culturales significan un reagrupamiento, una resignificación en
los modos de ver y hablar.
sino a través de las grillas que la red instala en él. Pero nuestra mirada nunca podría
distinguir con claridad qué pertenece al orden íntimo de las cosas, de los cuerpos y al de
los trazos que pinta la red. No obstante, el conocimiento científico y filosófico sirve
también para reconocer ese suelo profundo, esas grillas, esa red en la que se hunden
nuestras evidencias cotidianas. Estos conocimientos, permiten comprender por qué
somos como somos, en qué códigos estamos construidos sin saberlo. Para ello la
arqueología, como método, trata de aislar los diferentes estratos horizontales dentro de
los cuales cada episteme está constituida (Foucault, 1970).
Bibliografía:
CAPÍTULO IV
La invención de la posmodernidad.
Susana Murillo
El año 1973 señala en Nuestra América una fecha emblemática. La muerte del
presidente Salvador Allende iniciaba una ola de dictaduras que no eran hijas de la
demencia de algún grupo extraviado o codicioso sino el fruto de planes estratégicos
claramente delineados. En esa estrategia se instalaba una vez más la violencia directa.
La muerte emergía sin velos con su mueca burlona. La muerte que siembra en los
sujetos el horror, instalaba en las poblaciones de Nuestra América, una vez más, el
pánico que fragiliza lazos, que descompone redes, que ensimisma, que fragmenta.
Veíamos en el primer capítulo que, según afirma Perry Anderson (1998), en los
años ’60 en un Simposio norteamericano apoyado por el Congreso de la Libertad
Cultural –institución creada por la C.I.A. – el término “posmodernidad” adquiría una
connotación positiva, de valoración de una nueva sensibilidad basada en valores como
la indiferencia y el pasotismo, que habían reemplazado la búsqueda revolucionaria en la
defensa de los derechos civiles. Esta transformación, que Jameson ubica ya entre los
años ’50 y ’60, se hace visible en NuestraAmérica en la década de 1970 y su dedo
indicador son las dictaduras que asolaron la región. Se trataba de una ruptura o
mutación al interior de la forma social capitalista. El predominio del capital industrial
dejaba su lugar a la hegemonía del capital financiero.
La creación en la década de 1960 de la Organización de los países Exportadores
de Petróleo (OPEP en adelante) y el aumento del precio de ese combustible, se
conjugaba con el crecimiento de los países llamados en desarrollo. Estos procesos
generaban temores en los países centrales respecto de su probable alineación, la cual era
temida, dado que los países llamados “en desarrollo” eran y son la reserva más grande
del planeta en todo tipo de materias primas. La presencia de la U.R.S.S. era presentada
como un peligro inminente para el mundo “occidental”. A ello se unían las rebeldías
mencionadas en el capítulo anterior. Todos los acontecimientos estaban vinculados a
una disminución de la tasa de ganancia a nivel internacional.
El proceso constituía lo que algunos científicos sociales denominan “la nueva
cuestión social”. Se trata de la redefinición de la vieja cuestión social, aquélla que se
había planteado como sutura del abismo entre los principios sostenidos por el
liberalismo –que incluía la igualdad natural de los hombres- y la realidad efectiva. La
nueva cuestión social sorteaba el abismo que la vieja cuestión planteaba pues venía a
decir de diversos modos, retomando ideas de autores como Carl Menger, Friedrich
Hayeck o Ludwig von Mises, que los hombre son “naturalmente desiguales”. La
ontoligización de la desigualdad es tal vez el núcleo de la nueva cuestión social: la
desigualdad es inevitable, sólo debemos pensar cómo hacerla gobernable. Ella era hija
de las estrategias trazadas para sofrenar la desmesura de quienes se habían opuesto al
orden entre los años cincuenta y setenta y que paradojalmente eran hijos de las
transformaciones instaladas luego de 1945 para sofocar el desorden.
Así, el proceso no ocurría sin consecuencias. A comienzos de la década de 1970
se creaba la Comisión Trilateral, liderada por Nelson Rockefeller, en ella estaban
incluidos Japón, E.E.U.U. y algunos países de Europa. Esta comisión sostuvo una idea
que ya circulaba en E.E.U.U.: el “exceso de democracia” había generado falta de
51
constituye en un sin fin, en el único objetivo del “llegar a casa” luego de un día agitado
por el exceso de competencia en el trabajo o por la incesante búsqueda del mismo, o por
el desasosiego de haber perdido la esperanza de encontrarlo.
ola de dictaduras en esta región, que tuvieron por función primordial adaptar este espacio
del mundo al nuevo orden que se construía a nivel internacional.
En ese contexto, adquirió importancia la política del BM para América Latina
pues él se fue configurando como “agencia de desarrollo”, tal y como se reconoce
actualmente en su mandato de “ayudar a los países a que reduzcan la pobreza,
particularmente atendiendo a las dimensiones institucionales, estructurales y sociales”.
Robert Mc Namara –al frente del BM– inspiró su estrategia política a partir de
1973, centrada en una concepción “minimista” de los ciudadanos pobres. Todo ello en
el contexto del desmesurado crecimiento de la deuda externa y la consecuente
imposición de políticas. En el BM, en el año 2004, el voto per cápita de los ciudadanos
norteamericanos equivalía a treinta y ocho veces el voto de los ciudadanos chinos y, en
su conjunto, el Grupo de los Ocho (G8) alcanzaba más del 45% de los votos. Por otra
parte, el sistema de funcionamiento en “sillas”, diluía aún más la presencia de los países
pobres, puesto que sólo los más poderosos cuentan con una silla propia.
En los años ochenta –ya en tiempos de democracias formales en Nuestra América–
el crecimiento de la deuda externa en los países de la región entró en crisis. Bajo el
denominado “Consenso de Washington” que signó la década de los ´90, la dirección del
Banco se orientó a condicionar las políticas económicas de los países pobres. Sin embargo,
la pobreza se tornó un riesgo creciente.
Durante el período transcurrido desde Bretton Woods, la influencia que se ejerce
desde Washington DC se ha afianzado, fundamentalmente en los “países en desarrollo”.
Los programas de ajuste condicionaron la concesión de fondos a la implantación de
severas medidas de disciplina fiscal, reorientación del gasto público, liberalización
financiera y comercial, privatizaciones, promoción de la inversión extranjera directa,
diseño de políticas sociales, reformas educativas y transformaciones político-
institucionales, entre otras. A través de esta estrategia, los organismos financieros
internacionales han logrado una influencia creciente sobre las políticas –no sólo
económicas, sino culturales y sociales– de los países de Nuestra América que supera
ampliamente a su financiación.
No obstante estas reformas, suponían en primer lugar que para “achicar” el Estado
era menester “agrandarlo” en sus capacidades decisorias”, lo cual supuso conflictos
entre estamentos locales y el establishment internacional. También implicó el
desmantelamiento de las instituciones que sostenían el tejido social, proceso que
acentuó la conflictividad social y la desestructuración subjetiva. Al tiempo que significó
una profundización nunca antes vista del crecimiento de la pobreza y la desigualdad.
Todo esto comenzó a comportar un riesgo que era necesario gestionar, fue
entonces que se propiciaron las “reformas de segunda generación”. Ellas asumieron que
los intercambios del mercado no suponían un equilibrio perfecto y que por ello, las
instituciones debían corregir algunos excesos. Estos excesos habrían radicado en
problemas de gestión por falta de autonomía y formación de las instituciones estatales.
De modo que la segunda ola apuntó a una reforma institucional que adecuase el Estado
al nuevo orden internacional. Las novedades con respecto a la primera ola de reformas
radicaban fundamentalmente en el imperativo de lucha contra la pobreza, cuidado del
medio ambiente y reforma de la justicia. Todo ello debía conducir a un Estado eficaz
articulado con el mercado y la sociedad civil. Ese nuevo Estado debía convertirse en un
impulsor de transformaciones no sólo macrosociales a nivel económico y político, sino
también implementar los resortes necesarios para que las subjetividades individuales y
colectivas abandonasen la búsqueda de anclajes identitarios firmes y se preparasen para
sobrevivir en un mundo de innovación constante, en el que el trabajo ha perdido
centralidad (o al menos la seguridad del mismo), en el que la competencia con los otros
y el cuidado de sí se tornan centrales y en el que el consumo (de sí mismo y de los
otros) reemplazan al viejo sujeto de la modernidad. Ya no el sujeto centrado en sí
mismo, sino ahora el yo fragmentado, deshilachado, desestructurado, adaptándose a las
cambiantes exigencias del mercado. El proclamado “dividuo” de la posmodernidad
debía ser impulsado por el Estado también.
En ese contexto de reformas, los organismos internacionales han propuesto
«romper con la Historia” y rediseñar el funcionamiento de las instituciones estatales
imitando las instituciones estadounidenses (BM, 2004), aumentar la carga tributaria,
mejorar la recaudación de impuestos, flexibilizar la situación laboral de los trabajadores
y, a partir de ello, facilitar el acceso al consumo por parte de las mayorías.
Precisamente, proponen como remedio aquello que ha sumergido a millones de seres en
la miseria. El crecimiento de la pobreza y la desigualdad y los remedios propuestas
contra ellas, están vinculadas a que tal aumento supone un correlativo crecimiento de la
falta de gobernabilidad y por ende la inseguridad de la propiedad y el flujo de los
mercados. La pobreza se constituyó en un riesgo social que debía ser gestionado. La
categoría de “gestión de riesgo social” es, en este sentido, un objetivo fundamental de
las reformas institucionales de los últimos años. No obstante, el lugar de la pobreza y la
vulnerabilidad en Nuestra América es complejo. Abordaremos el análisis de esta
cuestión y de la retórica posmoderna como estrategia de control social en el Capítulo X.
Para Nuestra América el capitalismo tardío trajo aparejadas la degradación
cultural, la apatía, la indiferencia, el individualismo, el deterioro de las condiciones de
vida y la falta de trabajo. Al tiempo que una intelectualidad comprometida con lo
multicultural, lo local, lo étnico, el empoderamiento y la construcción de capital social.
Nadie podría afirmar que aquí hay o hubo intenciones aviesas de intelectuales o
científicos sociales. Una vez más la “astucia de la razón” se imponía sobre los designios
individuales. “Astucia de la razón” que prefiero denominar “ideología” en tanto
conjunto de prácticas concretas en las que un sujeto se conforma como tal adhiriendo
inconscientemente a los modelos de su cultura. Ideología que no es un velo que impide
ver el rostro de la verdad, sino que conforma la estructura social en la que un cuerpo se
58
constituye en sujeto. En ese contexto: ¿es dable pensar a la posmodernidad como una
mera transformación cultural?
Es tal vez desde esa misma estrategia que se debe intentar comprender el rol de las
vanguardias actuales. Las vanguardias culturales durante el siglo XIX y buena parte del
XX, desarrollaron diversas formas de rechazo a lo establecido. En ese sentido, aunque
mimadas a veces por los grupos dominantes, también cuestionaron el orden con mayor
o menor grado de autenticidad y fueron en muchos casos marginadas. En la
posmodernidad, la transformación de la vida cotidiana y las relaciones de los hombres
en ella, se expresan también en lo que tradicionalmente se considera “el mundo de la
cultura”. Así las expresiones de la “cultura posmoderna”, ya no pretenden, ni fingen
intentar revolucionar o cambiar el mundo. Su subordinación a la lógica de la mercancía
es abierta. La obra es básicamente un producto que se vende en el mercado y el autor,
un miembro más de la farándula. En este punto, no es menor el lugar ocupado por el
mundo académico en el campo de las políticas, que, como veíamos en el capítulo II,
luego de la segunda guerra mundial modifica su estrategia en dirección a conocer más
nítidamente el mundo que los Estados más poderosos de la tierra intentan dominar.
Gobernar no es dominar. Gobernar supone un conocimiento puntilloso del objeto de
gobierno y una adecuación de tácticas y leyes a esos saberes. El mundo académico, a
partir de los años ’80 en Latinoamérica, una vez pasada la ola de dictaduras, se sumó,
con aires de irreverente posmodernidad o bien a la indiferencia frente a la pobreza y al
sufrimiento que se profundizaban o bien a la adopción, con conciencia o sin ella, de los
dispositivos teóricos y prácticos que las universidades de los países hegemónicos
60
sugerían. Con ello, buena parte del mundo académico latinoamericano se ha venido
incluyendo en los trazos de una política científico-tecnológica mundial. Los
investigadores e intelectuales, salvo grupos excepcionales, no han cuestionado este
orden, lo han aceptado y viven de sus subsidios. En muchos casos, las conductas
aparecen como rebeldía posmoderna, pero ella ya no produce escándalo, el
hiperrealismo, el desenfado sexual o la denuncia, se conforman en parte de la cultura
oficial más allá de la voluntad de sus protagonistas. El orden social posmoderno se
caracteriza por intentar colonizar todo lo que se le opone.
Pero esto no es un elemento aislado sino parte de un proceso objetivo a nivel
social.
Veíamos más arriba que el paradigma sociotécnico que se desbloquea en la
década de 1970 a nivel mundial se caracteriza por dos cualidades: flexibilidad e
integración. La flexibilidad supone la constante innovación, y con ello todo caduca
rápidamente. Con la integración, –que ya no supone la unión de todos por mediación del
Estado como ocurrió en la sociedad salarial luego de la Segunda Guerra– se produce la
subsunción de todas las esferas de la vida humana a la lógica de la mercancía. Lo cual
supone que aquel afecto, relación u obra de un ser humano que no pueda ser
intercambiado en el mercado, no tiene existencia ni valor alguno. Toda la vida (humana
y no humana), se constituye en objeto de intercambio y con ello todas las actividades,
relaciones y afectos se tornan “cosas”. El fetichismo de la mercancía lo invade todo y en
este sentido puede entenderse a la ideología como un modo de percibir el mundo y de
actuar en él. La posmodernidad es la ideología del capitalismo tardío no en el sentido de
que ella vele u oculte sus verdaderos rasgos, sino en el sentido de que es su encarnadura
misma. Ella es el nombre que se le da a un conjunto acciones necesarias, intrínsecas,
propias del transitar por las exigencias de esta etapa. La posmodernidad es el nombre de
un conjunto de prácticas que constituyen formas de ver y hablar, modos de actuar y
relacionarse en los que los otros y los diversos fragmentos del sí mismo se han
constituido en “cosas” comprables o vendibles, pero que al mismo tiempo obtura la
percepción de esas prácticas.
Creo que es en este sentido que debe comprenderse la transformación en el
campo de lo académico y de la cultura en general. Creo que es en este sentido que debe
comprenderse la transformación de toda obra de arte y de toda investigación en una
mercancía. Es desde esta perspectiva que es menester dejar de lado la moralización que
coloca a quien la emite en el lugar del “alma bella” que nada tiene que reprocharse,
salvo el jamás haberse comprometido con nada. Sin embargo, esto genera un profundo
dilema que es menester afrontar desde las ciencias sociales: moralizar es sólo buscar un
beneficio secundario, el del locutor amado por sus seguidores; participar supone
someterse a la lógica del mercado y profundizar el circuito. Todo parece indicar que la
crítica de la cultura posmoderna debe romper los cuernos de este dilema.
En especial el dilema parece urgente pues si la mercancía lo penetra todo de modo
más profundo, ello significa que el ego conquiro también agudiza su violencia.
Bibliografía:
CAPÍTULO V
El giro lingüístico o todo lo sólido se desvanece en la palabra.
Susana Murillo
3
Foucault, Michel 1999 (1966) Las Palabras y las cosas. Una arqueología de las
ciencias humanas(Buenos Aire: Siglo XXI), P. 5
64
existen hechos sino sólo interpretaciones construidas desde el lenguaje, sino que
además esas interpretaciones pueden ser leídas como poesía o mito, pues cada palabra
permite ser sustituida por otras palabras y en ese sentido el juego de palabras de la
ciencia y el de las relaciones sociales es un juego de metáforas. Nuestro mundo, el
mundo que habitamos es un conjunto de mitos que sólo tienen valor en el interior de
nuestra cultura y todo lo que de nuestro mundo sabemos es el significado de las
palabras que circulan en nuestra cultura pues al socializarnos adquirimos una
“precoprensión” o una “comprensión antepredicativa” que constituye nuestro mundo
como horizonte de significados. La lengua de un pueblo sería el mundo de ese pueblo,
en ella descansaría toda su historia y no habría modo de trascender ese lenguaje.
Pero entonces resulta que verdadero sería lo que afirmo en tanto eso que digo
está en concordancia con las normas de mi cultura, de lo cual se infiere que la verdad
entendida como “adecuación” (propia del realismo ingenuo) sigue vigente en la
filosofía del giro lingüístico, sólo que ahora la adecuación es consigo mismo. Esta no
parece ser una cuestión menor. Se trata de un narcisismo radical, tal vez la más aguda
forma de narcisismo que la historia humana haya conocido; narcisismo que se acerca
peligrosamente a una profunda aceptación de lo dado. De esa visión metafórica de lo
social, se desprende algo más: si un investigador social desea comprender un objeto o
proceso social, debe analizar la red de significantes en la que ese objeto o proceso se
inscribe, tanto en un sentido sintáctico como paradigmático, de aquí a tratar los efectos
del dolor, la muerte y la pobreza en los cuerpos, como significantes, hay sólo un paso.
De ahí a considerar a la economía como un conjunto de significantes y desechar todo
condicionamiento de ella sobre lo social, sólo hizo falta un movimiento más. Y todo
ello en medio de la catástrofe humana más terrible de la historia, cuando nunca como
antes pocos grupos de poder bélico y económico intentan dominar el planeta entero
La retórica derridiana escondía varas falacias. El giro lingüístico sostiene que es
imposible ir más allá del lenguaje; pero el corazón del planteo da un paso más: no se
trata sólo de no ir más allá del lenguaje (lo cual supone una posición metodológica y
epistemológica), sino que desde esta imposibilidad de ir (entendiendo “ir” como
conocer) se infirió la imposibilidad de la existencia de un más allá del lenguaje. Esta
operación, ya realizada en diversos momentos históricos por la filosofía, consiste en una
inteligente argucia: 1°: se analizan los límites o alcances del conocimiento humano, 2°
se funde el conocimiento humano de la realidad con la realidad misma (sin advertir al
lector acerca de tal amalgama), 3° se infiere que la realidad tiene las características que
el conocimiento humano demarca.
Esta operación además de cometer una falacia que consiste en derivar lo
ontológico de lo gnoseológico, cae en un narcisismo radical: la realidad es aquello que
nosotros -quienes escribimos o pensamos- creemos que es. Nada hay por fuera de mí
yo- quien escribe- o de mi cultura - a la que pertenezco. Así, el yo que piensa se
transforma, por una vía diversa a la de Descartes y el racionalismo moderno, en
legislador de lo verdadero, lo bueno y lo bello. Pero la operación justamente se realiza
bajo el pretexto de negar la superioridad de mi yo o mi cultura, la argucia parte de la
negación de cualquier forma de etnocentrismo y la afirmación de la pluralidad y la
diferencia. Más aún, la argumentación en algunos pensadores como Martín Heidegger,
se efectúa naturalizando o deshistorizando los usos de la ciencia y la tecnología, al
tiempo que asimilándola a una forma de administrar la sociedad que aparece como
atemporal, como consubstancial a tales procesos humanos. La estratagema discursiva
del giro lingüístico tuvo y tiene un efecto psicológicamente persuasivo pues argumenta
basándose en paradojalmente en hechos verdaderos desde el punto de vista histórico.
Sólo que estas verdades fueron presentadas de modo ahistórico.
67
La falacia que sostiene al giro lingüístico ya había sido denunciada por Tomás de
Aquino (1224- 1274) en el siglo XIII, se trata simplemente de reducir el nivel de lo
ontológico a lo gnoseológico. A esto se agrega en la filosofía del giro lingüístico el
hecho de que lo ontológico está constituido por mi yo y mi cultura o comunidad
científica.
El problema político.
ende había que demoler esas ideas madre de los totalitarismos. Había que demoler todos
los conceptos del marxismo. Era menester volver a la democracia, al multiculturalismo,
a la pluralidad y negar cualquier forma de verdad universal. Los saberes estarían sólo
determinados por la cultura en la que circulan y sólo podrían validarse en ella a través
de otros saberes producidos en la misma cultura. Una sociedad liberal y democrática,
sostuvo Richard Rorty (1989), sería aquélla que se limitara a llamar verdad al resultado
de los combates entre discursos. Lo extraño y paradojal era que se sustituía la verdad
absoluta de la razón por la verdad absoluta de cada cultura. Lo extraño es que no se
analizaba suficientemente de dónde toman su fuerza los discursos que combaten. Si,
como en el caso de Rorty, el éxito en el combate discursivo, depende de la capacidad de
persuasión, lo sugerente es pensar que en tiempos de subsunción total a la lógica de la
mercancía, la verdad es una mercancía más que puede venderse mejor o peor, según
cuál sea la operación publicitaria que la sostiene. Lo sugerente es que al destituir todo
condicionamiento por las relaciones económicas y al reemplazar lo bélico por lo agonal,
se denegaban los poderes concretos que podían colonizar las diversas culturas en
nombre del multiculturalismo. Así, entonces, el giro lingüístico no parece ser la
malévola creación de unos cuantos filósofos o sociólogos, sino un efecto posible de un
orden social, el capitalismo tardío del que hablábamos en el capítulo IV.
El giro lingüístico es una paradoja en sí mismo: niega toda verdad universal y toda
determinación económica, al mismo tiempo que los Estados nación de los países más
vulnerables pierden su autonomía, al mismo tiempo que la pobreza y la desigualdad se
multiplican, al compás del creciente poderío de unos pocos Estados en medio de ese
proceso histórico que Guattari (1989) denominó capitalismo “mundial integrado” y que
vulgarmente conocemos como “globalización”.
De modo que al tiempo que la lógica cultural, económica y política se concentraba
cada vez más en manos de unos pocos grupos trasnacionales, paradojalmente, los
movimientos intelectuales de vanguardia, negaban todo discurso con carácter universal
y toda posibilidad de verdad. Al mismo tiempo que las empresas multinacionales
construían al conocimiento como el insumo fundamental del paradigma productivo, los
intelectuales en el campo de las humanidades y las ciencias sociales, negaban el poder
del conocimiento y la verdad. Al mismo tiempo que el planeta se iba unificando bajo un
poder cada vez más centralizado, los intelectuales ligados al giro lingüístico negaban
cualquier forma de totalización y afirmaban que la realidad es diversidad. En tiempos en
que los organismos internacionales de crédito endeudaban a todos los países de la tierra
y las grandes empresas producían una revolución tecnológica que pudiese permitir
aumentar la tasa de ganancia al capital, al mismo tiempo, digo, el giro lingüístico
proclamaba que la economía era sólo un conjunto de signos y que todo tipo de
determinación económica de los procesos sociales era una visión que substancializaba
las reñaciones sociales. Al mismo tiempo en que un imperio poderoso avanzaba sobre el
mundo sosteniendo que su causa era la única causa verdadera, bella y justa, los
pensadores del giro lingüístico negaban toda idea de bien o justicia universal. Al tiempo
que los grandes consorcios internacionales sostenidos en la investigación científica y el
desarrollo tecnológico construyen y destruyen poblaciones, territorios, empresas, redes,
naciones, al mismo tiempo- digo- la filosofía por boca de Derrida, Rorty, Karl- Otto
Apel, entre otros, sostiene que la realidad no es descubierta por la ciencia o la filosofía,
sino sólo constituida por ellas. Al tiempo que los filósofos afirman que detrás de la
aparente búsqueda desinteresada de la verdad se oculta un obscuro deseo de
dominación, muchos intelectuales -de modo notable en Latinoamérica esto cobraba
importancia- renegaban de toda búsqueda de alguna forma de verdad y con ello
allanaban – sin quererlo tal vez- el camino a quienes sí buscaban y buscan formas de
69
conocer las poblaciones, el territorio y los individuos a fin de apropiarse de sus tierras,
sus saberes y forjar modos de dominarlos o exterminarlos. Lo paradojal era que el
pensador que nutrió al giro lingüístico y su negación de la verdad había sido
condescendiente con el régimen de Hitler. Lo sugerente de estas posiciones es que en
lugar de desnudar el modo en que los grandes consorcios construyen verdad desde los
medios de comunicación concentrados en pocos grupos de poder, critican a todos
aquellos pensadores -desde Platón hasta Marx- que han cuestionado diversas formas de
dominación.
Pero lo más preocupante es que la abolición de la idea de verdad universal, si
bien ciertamente es un instrumento de lucha contra formas diversas de totalitarismo, al
mismo tiempo genera un vacío de saberes en el cual sólo el poder puede habitar. En esa
clave queda abierto el camino para asumir, como algo natural, que el más fuerte es
quien se transforma en capaz de imponer la verdad. Y si el más fuerte presenta su
rostro como invencible, más allá de los argumentos, poco a poco las conciencias
pueden ser persuadidas de aceptar lo dado.
No pretendo afirmar nada definitivo con esto, sólo plantear preguntas para la
reflexión.
En síntesis la filosofía se centró en la crítica de toda verdad universal, de todo
totalitarismo y de toda idea de bien universal. Con ello, toda idea revolucionaria
emancipadora llevada adelante en nombre de alguna forma de bien común o justicia o
igualdad fue sospechada y reemplazada por un análisis cultural que intenta hacer
explícito todo aquello que en una cultura es implícito y este saber acerca de sí mismo,
pasa por ser un modo de liberación. En esa clave la ficción de diversidad,
multiculturalidad y tolerancia avanzan como ideas fuerza apoyadas desde los centros de
poder, en paralelo a la constitución de un mundo cada vez más unidimensional,
conformado como tal a través del poder de las armas y de los medios de comunicación.
social debía analizarse como un conjunto de “juegos de lenguaje”, cada uno con reglas
propias y con relaciones de carácter agonal. En esas condiciones la ciencia era también
un juego más de lenguaje.
La ciencia moderna había valorado la función informativa del lenguaje y sólo a
ella le había adjudicado la verdad. No obstante, en el análisis de Lyotard, la función
informativa del lenguaje, es sólo una entre muchas. Pero lo más importante es que ella
no puede reclamar el acceso a la verdad a diferencia de otras funciones como la
expresiva, o directiva. Cualquiera de estas funciones, constituyen modos de utilizar el
lenguaje, que está sometido a reglas. Lo verdadero o falso atribuido a las proposiciones
de la función informativa del lenguaje es sólo una regla posible entre otras que depende
de un acuerdo tácito entre quienes juegan ese juego, entre los miembros de una
comunidad científica, por ejemplo.
Lyotard sancionaba con crudeza el fin de todo fundamento, y extendía de modo
contundente este vacío de sustento al campo de lo social y al de las ciencias.
Su base filosófica estaba en el lenguaje entendido en una perspectiva pragmática
y en ese sentido se basaba en Wittgenstein y la teoría de los “juegos de lenguaje”. A
diferencia de los análisis de Saussure, Wittgenstein había analizado al lenguaje a partir
de sus “usos” “El significado es sólo el uso” había sostenido el autor en Investigaciones
filosóficas. Esto significa que las palabras no están definidas por referencia hacia los
objetos o las cosas que designan en el mundo exterior ni por los pensamientos, ideas o
representaciones mentales que se podría asociar con ellos, sino por cómo se las usa en
la comunicación real y ordinaria. De aquí se infiere que no es necesario postular que
hay algo llamado bien o justicia que existe independientemente de cualquier buena
acción en particular. Una vez más la orientación pragmática se opone al concepto de
“referente” tal como lo hemos mencionado más arriba.
Los lenguajes son como juegos y los juegos tienen reglas. Las reglas de un juego
de lenguaje no tienen un fundamento más allá del juego mismo. Ellas tienen vigencia en
tanto son aceptables para los jugadores. Ellas no tienen un fundamento lógico, sino
retórico. Lo fundante de las reglas es la relación entre interlocutores, no el vínculo entre
el jugador y el referente. Cada uno de nosotros puede participar de diversos juegos: el
de la academia, el del barrio, el del grupo familiar. En cada uno de esos juegos hay que
conocer las reglas implícitas parra saber jugar. Y en cada juego, son los otros quienes
confirman o disconfirman nuestro ser que se construye en el jugar. En ese sentido
nuestra imagen de la realidad se conforma a partir del testimonio, de la palabra de los
otros.
Esta visión lúdica y agonal del lenguaje y el lazo social tenía también su base
teórica en la Teoría de la comunicación elaborada por la Escuela de Palo Alto, en
California. De un modo extraño Paul Watzlawick (1967), uno de los miembros más
eminentes de esa Escuela, llegaba a puntos de coincidencia con el psicoanálisis
lacaniano. Digo de modo extraño pues esa escuela tiene serias diferencias con el
psicoanálisis, dado que considera que “el inconsciente es una caja negra”. La Escuela de
Palo Alto podría vincularse a una forma de neoconductismo, muy lejana al
psicoanálisis. Sin embargo, extrañamente, digo, este autor y su escuela arriban a
conclusiones que se tocan con el pensamiento del psicoanálisis lacaniano: esto que
llamamos realidad es el universo simbólico construido por la cultura, diría Lacan; esto
que llamamos realidad se acerca a los gestado en la comunicación intersubjetiva, dirá
Watzlawick. Es cierto que ambos pensadores transitan por derroteros bien diferentes,
pero es sugerente esta coincidencia que nos habla, creo, de unos códigos culturales que
dominan a los hablantes. La pregunta que persiste y no responden acabadamente estos
pensadores es cuáles son las condiciones de posibilidad que hacen que ciertos códigos,
71
Bibliografía:
Dussel, Enrique (1993) Respuesta inicial a Karl-Otto Apel y Paul Ricoeur. (Sobre
el "sistema-mundo", la "política" y la "económica" desde una Filosofía de la Liberación).
Ponencia presentada en el Congreso de Filosofía de Moscú, 1993.
http://www.infoamerica.org/documentos_pdf/apel_1.pdf
Friedman, Milton y Rose 2004 (1979) Libertad de elegir (Barcelona: Biblioteca
de los grandes pensadores).
Guattari, Félix 1995 (1989) Cartografías del deseo, (Buenos Aires: La Marca).
Lyotard, Jean- Francois, 1993 (1979) La condición posmoderna. (Buenos Aires:
Planeta- Agostini). Cap. 3 “El método: los juegos de lenguaje”.
Popper, K. 1967 (1934) la lógica d ela Investigación científica (Madrid: Editorial
Tecnos).
Rorty, Richard 1991 (1989) Contingencia, ironía y solidaridad (Buenos Aires:
Paidós).
Scavino, Dardo 2000 (1999) La Filosofía actual. Pensar sin certezas. (Buenos
Aires: Paidós). “Introducción” y Cap. I “El giro lingüístico”: Parágrafos I.1 y I.2.
Von Mises, L. 1968 (1949) La acción humana (Tratado de economía). Madrid:
Editorial SOPEC. “Introducción”, Primera parte cap. I, II.
Watzlawick, Paul 1989 (1983) El arte de amargarse la vida (Barcelona: Cíeculo
de lectores).
Watzlawick, Paul y otros 1973 (1967) Teoría de la comunicación humana.
Interacciones, patologías y paradojas (Buenos Aires: editorial Tiempo contemporáneo).
Wittgenstein Ludwig 1988 (1953) Investigaciones filosóficas. (México: Instituto
de Investigaciones Filosóficas UNAM)
74
CAPÍTULO VI
Posmodernidad: la deslegitimación de los “metarrelatos.
Susana Murillo
Los modos tradicionales del saber de los pueblos privilegiaron el saber narrativo,
cuya forma por excelencia es el relato. La distinción entre “relato” y “ciencia”, es
establecida por el autor partiendo del concepto de juegos de lenguaje y de reglas de
estos juegos sostenidos en la pragmática, tal como vimos en el capítulo anterior. Desde
esa perspectiva afirma que: 1) un relato revela o manifiesta una o varias “fábulas” que
no requieren de una legitimación más que por el uso que de él hace el habla popular. 2)
Estas fábulas narran las aventuras de un héroe quien a través de sus trabajos da
legitimidad a ciertas instituciones. 3) La narrativa acepta la convivencia de diversos
tipos de lenguaje: informativo, directivo, deóntico, expresivo. 4) En ella el puesto de
narrador se adquiere simplemente por haber actuado como narratario y por repetir el
relato, de modo que en la narración se reiteran saberes establecidos por la tradición. 5)
La memoria popular se constituye a partir del metro, la medida, el ritmo, la música, el
acento, el modo con el que son contados cuentos, refranes, proverbios. Ese ritmo, esa
musicalidad modulan las memorias, instalan unas creencias. De modo que el lazo social,
75
en las sociedades basadas en la narrativa, se sostiene en los actos de contar los relatos
míticos que la sustentan. Ellos son verdaderos rituales que reiteran el origen del grupo
en cada narración y con ello sustentan el orden social. El pueblo, al escuchar los relatos
tradicionales, los apropia y los transforma en un murmullo anónimo que da sentido a las
actividades de la vida. El saber narrativo no requiere de legitimación, se acredita a sí
mismo en el rumor, la repetición, el habla popular. No recurre a la búsqueda de pruebas
ni a la argumentación. Mucho de lo afirmado por Lyotard tiene su base en valiosas
investigaciones realzadas por la antropología y la historia contemporáneas.
Lyotard despliega una pirueta intelectual y transita desde esas conclusiones
basadas en el estudio antropológico de algunos pueblos, hacia el saber, o sea los hábitos
y costumbres de la sociedad moderna (europea o colonizada por los hábitos europeos)
sin advertírselo al lector e inmediatamente concluye que el saber narrativo, a nivel
popular, en los tiempos modernos acepta al saber científico como una forma más de
conocimiento. Pero la inversa no ocurre, la pragmática del saber científico no acepta los
relatos populares como verdaderos.
Las descripciones de Lyotard son interesantes e ingeniosas, pero una vez más
deshistorizan los análisis. Así por ejemplo, obvia que los saberes populares en América
Latina, al menos, no son ni han sido una mera repetición del pasado tradicional, sino
que se han imbricado y se imbrican en luchas en las que se exigen pruebas y se
argumenta colectivamente en relación a la propiedad de la tierra, al derecho a utilizar el
propio idioma, el acceso al agua y otras cuestiones ligadas a la vida. Tras la aparente
valoración cuasi-romántica de los relatos populares que hace Lyotard, parece
esconderse una sutil y poética forma de desvalorización de los mismos.
Pragmática de la ciencia.
relato en el que se licuan las diferencias, los matices, las luchas discursivas y
extradiscursivas, relato que no es inocente pues desdeña la marcha efectiva de la
historia.
Este hombre universal, continúa Lyotard, es un sujeto abstracto al que se le dio el
nombre de “pueblo”, pero aquí el término no tiene ninguna relación con la palabra
“pueblo” de la narrativa tradicional. El pueblo es en la modernidad burguesa, sólo un
sujeto abstracto en cuyo nombre se levanta la bandera de la ciencia, del progreso y con
él de la emancipación humana. Por ende, concluye, el sujeto que sustenta el relato en el
que se basan la ciencia, las instituciones modernas y el marxismo es una ficción, una
ilusión. De lo que se trata en todos estos casos es de juegos de lenguaje, que sólo se
legitiman y sustentan en las necesidades prácticas de los jugadores, así, una conclusión
muy importantes es que no hay unificación ni totalización de los juegos de lenguaje en
un metadiscurso. Esto significa que no hay un fundamento último que sustente al
lenguaje, los metadiscursos sólo tienen la función de crear la ilusión de un sustento
último de la realidad y la verdad a fin de legitimar en la práctica la eficacia performativa
de los juegos de lenguaje; pero en tanto el metadiscurso no sea adecuado a los fines
prácticos deberá cambiar o perecer, pues las reglas de juego son infinitas y no están
predeterminadas, sólo se transforman en relación a la eficacia pragmática de la decisión.
Al revisar estas ideas no puedo sustraerme a la impresión de estar atrapada en una
retórica de viejo cuño silogístico: Premisa 1: todo discurso supone un metadiscurso, éste
es un relato sin fundamento; Premisa 2: el discurso moderno supone un metadiscurso
que es un relato sin fundamento. Conclusión: el discurso moderno carece de
fundamento. El problema con esta retórica escolástica es siempre el mismo: ella parte de
supuestos o axiomas y todo conduce a acomodarse, cual lecho de Procusto en sus
propios moldes.
Ahora bien, continúa Lyotard, como en el discurso moderno el Estado está al
servicio del pueblo, o dicho de otro modo es la expresión de la soberanía popular, el
saber científico y el Estado se hallan imbricados. Los metadiscursos fundamentales que
habrían legitimado a través de relatos a los conceptos políticos y científicos en la
modernidad sostienen que el sujeto de la historia es la humanidad en su búsqueda de la
libertad. El Estado moderno a través de la escuela primaria y el saber universitario se
habría presentado como el garante de tal construcción de la libertad y la emancipación
humana. Pues en el saber universitario habría obtenido los conocimientos que los
hombres necesitan para realizar su emancipación y en la escuela los ciudadanos habrían
adquirido los fundamentos de estos saberes. El conocimiento por su parte, garantizaría,
en el metadiscurso moderno, el despliegue de la libertad y en ese sentido habría
favorecido la capacidad de elección y por ende a la moralidad. Estos metadiscursos
estarán presentes, con matices diversos en distintos Estados (Francia, Alemania), según
el momento en que cada uno se ha plasmado como estado y según la tradición que los
sostiene.
En consecuencia, los metadiscursos de la modernidad, en el criterio de Lyotard,
basan su legitimación en un legitimador, con ello la ciencia habría sostenido de modo
subrepticio, el criterio de autoridad, que a nivel explícito rechazó a partir de la
revolución científica protagonizada entre otros por Galileo, Descartes y Newton. De
modo análogo los relatos emancipatorios se habrían sostenido en la autoridad del
pueblo, la humanidad, el hombe y desde allí habrían sustentado el discurso del tirano.
Notablemente, aquí Lyotard hace uso de algunas críticas esgrimidas por Marx,
pero las modifica y las incluye en una estrategia política diversa a la de este autor, la
misma argucia que desarrolla con respecto a conceptos de Foucault. Una vez más, se
dicen algunas verdades, se obturan otras y se encierra todo en una “obscura noche en la
78
que todos los gatos son pardos”, de ese modo es posible concluir lo que el autor desea
concluir.
Pero al mismo tiempo que realiza esta operación, obvia los análisis de autores de
diverso signo, desde Marx hasta Max Weber y tantos otros, que claramente han
afirmado que los usuarios fundamentales de los productos científicos, no son sólo, en el
orden social capitalista, los Estados, sino fundamentalmente las empresas y que el
Estado juega diversos roles en el impulso a investigaciones que pueden favorecer a
intereses privados, o a un mejor gobierno de las poblaciones. Lyotard hace pasar por
descubrimiento posmoderno, lo que ningún autor moderno serio ha negado, aun cuando
le diese a la relación ciencia-Estado- sociedad valores diversos.
¿alguna vez lo hizo?), ni sustentar a otros campos del saber. Ella ahora juega su propio
juego que no pretende legitimar a ningún otro juego, ni legitimarse a sí misma.
Por su parte, el lazo social es asumido como un mero enjambre en el que se
entrecruzan diversos juegos de lenguaje, cada uno de los cuales tiene sus propias reglas,
no hay un metalenguaje universal que las sustente a todas (pues no hay un fundamento).
Sin embargo esto no significa para Lyotard la dispersión o la guerra de todos contra
todos, sino el inicio de un nuevo modo de hacer la sociedad y la ciencia.
En la ciencia posmoderna se sostendrá que un enunciado denotativo es verdadero,
sólo cuando sea acorde a un sistema axiomático aceptado por la comunidad de los
jugadores de la ciencia. Esta aceptabilidad de un sistema axiomático, no es una
propiedad intrínseca del mismo, dado que existen limitaciones internas que impiden que
un sistema axiomático formal sea absolutamente completo y consistente. La
aceptabilidad del sistema axiomático que sostiene un juego científico es solamente la
posibilidad de establecer un juego de reglas y la de que este juego posibilite buscar o
investigar nuevas reglas que abran el conocimiento a campos antes impensados. Se trata
de la paralogía de la que hablábamos en el capítulo anterior. La aceptabilidad del
sistema axiomático y del lenguaje científico que en él se sustenta depende de la
posibilidad de encontrar puntos obscuros en los conocimientos científicos aceptados y
abrir interrogantes a aspectos nuevos. Este proceso está ligado de modo manifiesto a las
necesidades de enriquecimiento. Sin duda alguna, la ciencia está al servicio de las
empresas, éstas buscan el poder y éste sólo puede lograrse avanzando en el campo del
conocer. La eficacia en lograr lo que las empresas buscan es lo que legitima al saber.
En la posmodernidad el Estado y la empresa abandonan cualquier justificación idealista
en un relato emancipatorio o especulativo y asumen claramente que el lucro es el único
fin que la ciencia persigue. Dicho de otro modo, el criterio de pertinencia para una
axiomática y un campo asociado de conocimientos es la performatividad social. Tal es
el caso de EE.UU. con respecto a los laboratorios privados y empresas ligadas a la
actividad bélica o el del Estado japonés con respecto al Sistema Nacional de Innovación
que articula instituciones de investigación científica y de desarrollo tecnológico
públicos con empresas y como una inmensa red de espionaje científico-técnico.
La lectura del texto sobrecoge el alma. El mismo autor confiesa que lo suyo es un
juego de lenguaje más y que tiene un fin performativo a nivel social. La astucia de su
razón consiste en la invención de una sencilla operación discursiva: 1) todo el saber
moderno estuvo sostenido en un metarrelato ficcional; 2) los metarrelatos por su
carácter de ficción no pueden asegurar la posesión de ningún saber verdadero ni ningún
acceso a alguna forma cierta de justicia; 3) la ciencia y la emancipación humanas fueron
ficciones utilizadas por el poder para la dominación; 4) por lo tanto el poder es quien
puede y debe legitimar y decidir qué es lo verdadero y lo justo.
los efectos sería que todo saber y toda transmisión o apropiación del mismo, debería
poder traducirse al “lenguaje de máquina”. El profesor hablando a viva voz podría y
debería ser reemplazado por la máquina y esto ya no implicaría ninguna forma de
nostalgia, pues los relatos emancipatorios que colocaban al maestro en un lugar
preferencial han caducado. Por otra parte, la hegemonía de la informática sería la que
habría por fin mostrado que la lógica prescriptiva subordina a la lógica vinculada al
lenguaje informativo o descriptivo. En este sentido, la capacitación de investigadores,
intelectuales y trabajadores de todo tipo no radicaría en una formación integral que
tenga como objetivo comprender paulatinamente la realidad y eventualmente ejercitar
su crítica, sino que debería tender a la formación de técnicos que apliquen eficazmente
prescripciones y personal de baja calificación capaz de atender servicios. El lugar de la
toma de decisiones quedaría limitado a una capa limitada de expertos.
grupos clientelares que sólo puede ser saneado a partir de las acciones de la sociedad
civil, que, recordemos es el mundo de los individuos autointeresados que luchan por sus
bienes particulares. Efectivamente, de modo paulatino, el lugar de la sociedad civil fue
revalorizado, y lo sigue siendo, y ella es erigida en juez de los Estados. Todo ello al
compás del profuso desarrollo de las tecnologías de información, que como veíamos en
el capítulo V construyen una subjetividad cada vez más aislada al tiempo que vive de
modo más ilusorio una fantasmagórica relación con los otros. En ese contexto los
Estados se transforman en mediadores entre las empresas multinacionales y la sociedad
civil. Ello, a juicio de Lyotard, conduciría a profundizar la “transparencia del
liberalismo” en una “sociedad informatizada”.
Bibliografía:
CAPÍTULO VII
La naturaleza del lazo social en la concepción posmoderna
Susana Murillo
individuos autointeresados que luchan por sus propios bienes, riquezas, familia. Esta
lucha, descripta por Hobbes “como la guerra de todos contra todos”, es lo que conforma
la denominada “sociedad civil”, que según teóricos como Hume y toda la tradición
liberal anglosajona, expresa el acuerdo de tener cierta benevolencia a fin de evitar esa
guerra generalizada y con el fin de resguardarse a sí mismos. El mismo Rousseau en su
contrato social afirma que es necesario pactar a fin de evitar perder la propia vida y los
propios bienes. Es necesario disciplinar al egoísmo, sostenía Hobbes. Pero en el
liberalismo tradicional esos átomos eran substancias: los individuos dotados de
racionalidad y libertad eran responsables y por ende punibles. Esta visión fue
reformulada en las estrategias del neoliberalismo entre otros por von Mises (1949)
quien intenta desubstancializar a la sociedad presentándola como un puro juego formal
de desigualdades. La cultura posmoderna piensa en la misma clave a los sujetos
presentándolos como jugadores que se constituyen en los diversos juegos. Pero el
sentido agonístico del juego supone el quedar fuera de juego si no se comprenden las
reglas, o si no se es buen jugador. Es un nuevo modo de plantear, algo que von Mises y
otros pensadores neoliberales asumen: que los individuos menos dotados, menos
capaces, o menos trabajadores, o menos afortunados, irremediablemente quedarán
desfavorecidos en el juego o en la competencia. El discurso instala a la competencia
individual como el centro de la condición humana. Universaliza una vez más el relato
de los grupos más poderos del planeta.
algún otro autor, aclaración que resultaría importante dado que en la filosofía medieval
las discusiones metafísicas en torno del ser fueron sumamente ricas. Intuyo que se
refiere a Tomás de Aquino quien distingue esse y ens cuando afirma que a todo ser que
experimentamos, de forma humana lo juzgamos como ser algo. El ens es la existencia
efectiva y el esse es ese algo que el ens es. Laclau afirma entonces, reinterpretando esta
distinción, que el ser (esse: aquello que algo es) es siempre histórico y cambiante, en
tanto que su ens (el hecho de su existencia) no lo es. En nuestros intercambios con el
mundo, los objetos no se nos dan nunca como ens, como mera existencia sino como
existiendo de algún modo, como algo y ese “algo” es el producto de articulaciones
discursivas. La montaña puede ser lugar de excursión o de ataque militar, ambos modos
de ser dependen del sentido que el discurso les dé. Pero en ambos casos la montaña
como tal existe y puede ser ese algo u otro porque existe como tal. Sólo cambia su
sentido con la historia y las relaciones sociales.
De este modo, la apreciación acerca del “verdadero” ser de una cosa sólo tiene
sentido dentro de un contexto discursivo determinado, ya que la verdad aludiría a ese
algo que un ser es y ese algo varía históricamente y es determinado por la cadena
discursiva en la que se incluye.
Sin embargo, sería absurdo preguntarse acerca de las condiciones de posibilidad
del discurso, concluye Laclau, porque lo discursivo es equivalente al ser de los
objetos. De modo que preguntarse por la condición de posibilidad “del ser del
discurso” carece de sentido. Sería lo mismo que preguntar a un materialista por las
condiciones de posibilidad de la materia o a un teísta por las condiciones de
posibilidad de Dios” (Laclau, 2000: 119).
De modo entonces, desde mi perspectiva al menos, Laclau pareciera recaer de
manera subrepticia en la antigua idea de fundamento (aun cuando desea huir de ella),
sólo que ahora el fundamento último no son la Ideas como en Platón, o Dios como en
Tomás de Aquino. Ahora el fundamento es el discurso. En ese sentido cierra una vez
más la posibilidad del pensar como apertura a lo desconocido y somete al lector a sus
axiomas sin posibilidad de discusión. La argumentación lógica se basa en una antigua
ontología dualista entre esencia y existencia, sólo que la esencia cambia en tanto la
existencia es. Pero la esencia (esse) no refleja un ser (Ens) de las cosas sino un sentido
constituido socialmente y articulado como discurso. De modo que la existencia de las
cosas no puede garantizar la verdad del discurso, el cual pierde todo sentido
referencial.
Lo anterior no significa caer en el relativismo, pues las cosas existen; sólo que su
ser se estructura en su sentido, o se conforma, en una configuración discursiva o juego
de lenguaje que es objetivo, no depende de apreciaciones subjetivas. De modo tal que
en un juego de discurso, las reglas no permiten decir a la vez de un fenómeno
cualquiera, por ejemplo, que se trata de un hecho sobrenatural y de un proceso natural.
Laclau plantea esto en términos de: o bien “A es B” o bien “A no es B”. De esta
manera, la verdad de los enunciados no alude a una esencia exterior al juego discursivo,
sino que se constituye en un criterio teórico o discursivo.
Lo anterior no supone una posición idealista sino realista, en tanto Laclau reduce
el complejo y diverso concepto de realismo en la historia de la filosofía a la mera idea
88
o diferencial. Nada tiene entonces una esencia fija. Aquí comienza el abandono del
idealismo. Todos los seres tienen una existencia precaria, la forma de los objetos es
inestable.
De aquí se sigue que toda estructura significativa es relacional y diferencial y que
la estructura social tiene esta característica. En ese sentido podemos afirmar que el
modelo de las relaciones sociales es el lenguaje, pero que ellas no son lenguaje. De esa
característica diferencial y relacional se infiere que los objetos no tienen esencia fija,
concepto que debilita el de forma tomada en el sentido Platónico-Aristotélico-
Hegeliano-Marxista (yo no podría suscribir jamás tal asimilación, sólo la expongo); es
decir, el mundo de formas o esencias fijas como sustrato de lo real comienza a
desmoronarse.
Pero lo social no es sólo un infinito juego de diferencias, sino que también es el
intento de domesticar esa infinitud y construir un orden. El intento imposible de fijar lo
infinito y ordenarlo es el conato de hegemonizarlo. De este modo, lo social siempre
excede los límites de todo intento de constituir la sociedad. La sociedad sería una
tentativa siempre fallida de armonizar y fijar esa compleja e infinita red que es lo social.
El resultado sería la construcción de una serie de puntos nodales articulados a partir de
la sobredeterminación del sentido de esos puntos, pero nada hay fijo ni definitivo.
inevitablemente y siempre eso que llamamos “realidad”. Afirma que el gran aporte del
estructuralismo fue el romper con toda idea de totalidad, la renuncia a toda fijación de
una esencia, el reconocimiento de que lo social es una relación, como veíamos en
capítulos anteriores. Ella está caracterizada por el carácter diferencial que hace que
tanto los significantes como los significados tengan sentido a partir de su articulación y
diferenciación de otros en una cadena. Ello implica la imposibilidad de fijar un sentido
definitivo. Así cualquier contexto social está siempre rodeado por un “exceso de
sentido” que no puede gobernar. El análisis es convincente ¿quién podría negar ese
exceso de sentido que nos afecta constantemente, y que hace que los discursos tengan
una polivalencia táctica que muta sin cesar?
No obstante, los textos de Laclau presentan hasta aquí tres problemas: 1) dice que
otros dicen lo que no dicen; 2) parte del rechazo a lo que presuntamente afirman sus
antagonistas para plantear sus premisas; 3) estas premisas funcionan como axiomas
evidentes que no requieren demostración. Entre tanto el lector se encuentra en medio de
un laberinto de análisis lógicos ante el que se siente derrotado o fascinado.
El posmarxismo
”Nos queda por tanto una sola solución: que el antagonismo no sea
intrínseco a la relación de producción como tal sino, por el contrario, que se
establezca entre la relación de producción y algo exterior a ella-por ejemplo, el
hecho de que por debajo de un cierto nivel de salario el obrero no puede vivir
una vida decente, enviar a sus hijos a la escuela, tener acceso a ciertas formas
de recreación, etc. El módulo y la intensidad del antagonismo están
constituidos fuera de las relaciones de producción. Ahora bien, cuanto más nos
alejamos de un mero nivel de subsistencia, tanto más las expectativas del
obrero estarán ligadas a una cierta percepción de su lugar en el mundo. Esta
percepción dependerá de la participación de los obreros en una variedad de
esferas y de una cierta conciencia de sus derechos (…) de tal modo la
posibilidad de profundizar la lucha anticapitalista depende de la extensión de
la revolución democrática. Más aún el anticapitalismo es un momento interno
de la revolución democrática” (Laclau 2000b: 141-142).
Una consecuencia de esto es que no hay lugares privilegiados para las luchas
anticapitalistas, éstas pueden provenir de diversos espacios y por diversas razones
(polución ambiental, inseguridad callejera u otras).
La revolución democrática es aquella en la que los discursos sobre los derechos y
los de carácter igualitario son fundamentales. Las luchas de los movimientos sociales
serían fundamentales en este punto y sería menester abandonar la idea decimonónica de
la centralidad de las luchas obreras. La democratización del Estado y la sociedad
dependería de iniciativas variadas y autónomas. La democratización del estado liberal
tiene entonces su centro en la capacidad de diversos agentes de asumir la gestión de sus
propios intereses y luchar por sus derechos. Con ello se expande y diversifica el
94
conflicto social, el cual deja de ser diádico. Por otra parte se abre el camino a las
acciones de la sociedad civil como veremos en próximas capítulos.
Bibliografía:
CAPÍTULO VIII
El sujeto en la posmodernidad
Susana Murillo y José Seoane
El sujeto en la posmodernidad.
cotidianos y naturales es al mismo tiempo una cultura que oculta su trasfondo más
profundo: ella plantea a los sujetos constantemente situaciones que parecen no tener
salida y que constituyen a menudo el tránsito por la vida como una profunda tragedia,
en el sentido clásico de lo trágico.
Lo trágico remite a un dilema, esto es, a una situación en la cual haga lo que haga
el sujeto corre el riesgo de estar condenado, de no tener salida. Se trata de una cultura
que presenta a la muerte como una evidencia insoslayable, al tiempo que la oculta en la
ilusión del consumo que imaginariamente obturaría todas las carencias. Habitamos una
cultura centrada en la amenaza subrepticia y constante de muerte, pero que al mismo
tiempo exige a los sujetos la plenitud del cuerpo, el humor, la sonrisa. Somos
constituidos en una lógica cultural en la que crece de modo inusitado la desigualdad y la
pobreza y en la que al mismo tiempo la palabra “pobre” se constituye en un insulto8.
Nada de esto podría darse sin una transformación efectiva en las subjetividades,
mutación que tiene como una de sus características centrales la recaída en la
inmediatez, el borramiento de la historia y de la proyección hacia el futuro. El
predominio de la vivencia del ahora, del ya, de la urgencia. El espacio y el tiempo
construidos en las disciplinas de la llamada modernidad como dos ejes lineales que
atraviesan al sujeto individual y a la historia, se quiebran y fragmentan en mil pedazos.
Pero este territorio subjetivo atravesado por una desolación denegada no es sino uno de
los correlatos posibles de las transformaciones ocurridas en las últimas décadas y que
han sido descriptas en capítulos anteriores. No obstante caeríamos en el error de
totalizar a la cultura y en la trampa de no ver alternativas si pensásemos que esta forma
de subjetivación es la única, volveremos sobre esto a partir del abordaje de la
experiencia de los movimientos sociales en Nuestra América en tiempos recientes. Sin
embargo, esa textura subjetiva que describimos fue y es una condición de posibilidad
para las transformaciones políticas que están en curso en la región.
8
Efectivamente, en entrevistas realizadas en Buenos Aires, en diversos sectores sociales ( una ciudad abruptamente
empobrecida durante los años ‘90, pero que paulatinamente a partir del año 2003, recuperó en varias de sus comunas
unos niveles de consumo nunca vistos antes, al tiempo que en la zona sur particularmente la pobreza, la indigencia y
el abandono son la marca indeleble) es habitual oír que entre niños y adolescentes surge el significante “pobre” como
modo de insultar a alguien. También la idea del rechazo a determinadas ropas o bienes pues serían característicos de
“pobres”.
99
surgida desde los años ´70 y que fuera nominada como post-industrial, post-moderna,
post-material, de información, del conocimiento, avanzada, compleja, entre otros de los
nombres que mereció. En sintonía con lo desarrollado por Lyotard, las nuevas
características que presentaban la acción colectiva y el conflicto en las sociedades
contemporáneas devenían así de los cambios acontecidos al interior mismo de esa
sociedad que aparentemente dejaba atrás una matriz de preponderancia industrial y
prometía un lugar relevante a la producción y circulación del conocimiento y la
información. Podría considerarse una paradoja –que se suma a las que hemos
mencionado a lo largo de este trabajo- el hecho de que el predominio de una acción
colectiva entendida en el plano cultural-simbólico y que ya no remite a una base
estructural de naturaleza socioeconómica resulte justamente consecuencia de una
transformación profunda de la estructura societal. Como mencionábamos, esta novedad
se afinca en un cambio societal cuya consideración enfatiza que en las llamadas
sociedades post-industriales producir ya no significa simplemente trasformar los
recursos naturales y humanos en valores de cambio; sino, por el contrario, implica
controlar sistemas cada vez más complejos de información, de símbolos y de relaciones
culturales, donde “el mercado no funciona simplemente como un lugar en el que
circulan mercancías sino como un sistema en el que se intercambian símbolos”
(Melucci, 1999)
¿Cuáles son las consecuencias de este cambio en la acción colectiva y el
conflicto? ¿En qué sentido son nuevos los “nuevos movimientos sociales”?
Consideremos, por ejemplo, la respuesta que ofrece Alberto Melucci a estos
interrogantes. Comenzando por definir a esta nueva sociedad como “compleja”, Melucci
señalará que en la misma tienen lugar tres procesos fundamentales: a) de diferenciación
(que multiplica los ámbitos con sus reglas propias entre los que discurre la vida de los
individuos); b) de variabilidad (donde los cambios son frecuentes y rápidos); y c) de
exceso cultural (donde las posibilidades planteadas superan en mucho la capacidad de
elección y acción de los sujetos). Ello supone, según Melucci, una condición
permanente de incertidumbre donde al pasar de un ámbito a otro debemos reconocer
rápidamente las nuevas reglas y lenguajes de cada uno y enfrentar sistemáticamente
múltiples posibilidades de acción. La necesidad de tomar decisiones todo el tiempo hace
que el recurso fundamental del sistema sea la información; pero si el sistema necesita
para su funcionamiento la autonomía individual para la toma de decisiones,
simultáneamente requiere de controlar las precondiciones de estas decisiones y
acciones, de regular la estructura motivacional-cognoscitiva, de organizar los procesos
de formación de sentido. Es en referencia a ello que, entonces, los conflictos principales
en estas sociedades surgen en relación a los recursos de información, a la manera en que
estos recursos se producen y se distribuyen, y frente a cómo se ejercen el poder y el
control sobre los mismos en una sociedad.
Los nuevos actores que protagonizan estos conflictos son entonces aquellos
individuos y grupos que disponen, al decir de Melucci, de “recursos de autonomía”, que
poseen numerosos recursos de información y que pueden cuestionar los códigos que
organizan la vida, el pensamiento y el afecto de las personas. Estos actores y conflictos
que resultan los centrales en las sociedades complejas contemporáneas recortan
entonces a un subgrupo social que ocupa o desarrolla ciertas funciones y tareas en la
sociedad y que, a su vez, coexiste con los llamados “conflictos de clase” (que enfrenta a
productores y propietarios de los medios de producción) y aquellos relativos a la
inclusión de categorías excluidas de la ciudadanía (que confrontan con el Estado)
propios de la sociedad industrial. Como señala Touraine, en un principio “se trataba de
conseguir derechos políticos como los consagrados por la Revolución Francesa, un siglo
102
Desde esta perspectiva la reflexión propuesta por la escuela de los NMS y las
consecuencias que de la misma se desprenden se expresarán en la afirmación de dos
paradigmas que, aún de manera subterránea, recorren estas miradas. El primero de ellos
es el que podríamos llamar el paradigma de la novedad. El mismo establece una
oposición binaria que separa y enfrenta a los movimientos sociales de base clasista y a
aquellos que accionan en el terreno cultural a partir de considerar la correspondencia de
cada uno con los modelos sociales pasados y presentes.
En este sentido, la oposición nuevos versus viejos movimientos oculta una
valoración de los mismos que ya no refiere a una evaluación sobre el carácter de sus
proyectos, programáticas o modelos organizativos sino a su correspondencia con el
orden social vigente. Ciertamente, podría considerarse la existencia de una línea común
entre estas apreciaciones y aquellas formuladas por Francis Fukuyama en su anuncio del
“fin de la historia” en las que condenaba al conflicto social y los movimientos de clase
como anacrónicos y rémoras de un pasado que estaban condenados a desaparecer, un
similar sentido que parece ir más allá de las diferencias que pueden establecerse entre
ambas reflexiones. Por el contrario, la consideración sobre la “novedad” presente en los
104
movimientos sociales recientes y sus prácticas reivindicativas exige ser abordada desde
la complejidad inherente al proceso histórico, recurriendo a una matriz que pueda dar
cuenta tanto de las rupturas como de las continuidades que caracterizan la contestación
social bajo el neoliberalismo capitalista.
En segundo lugar, puede identificarse también la promoción de otro paradigma
que podríamos considerar como el paradigma de la diferencia. El mismo supone un
cuestionamiento a la idea de igualdad propia de la modernidad en función a sus
atribuidas consecuencias uniformadoras y totalizantes en el terreno de la vida social; y,
en consecuencia, la búsqueda de su reemplazo por la defensa de la diferencia y la
diversidad que coincide, en cierta medida, con el entendimiento del conflicto en el
terreno cultural como cuestionamiento a los códigos dominantes. Esta afirmación indica
así una serie de desplazamientos similares a los propuestos por la escuela de los NMS
para la acción colectiva, donde el pasaje de una sociedad centrada en la producción
industrial y la disputa de los recursos económicos deja paso a otra donde la cuestión
central se plantea en relación con la producción y distribución de los bienes culturales.
Un desplazamiento que postula una oposición de términos no equiparables al enfrentar
la igualdad pasada con la defensa de la diferencia y diversidad presentes. De esta
manera, la operación que plantea el paradigma de la diferencia abre las puertas, tras la
defensa de la diversidad cultural, al ocultamiento del proceso de creciente desigualdad
económica y social que caracteriza a la “nueva” fase neoliberal.
Por otro lado, podría rastrearse cierta ligazón entre el énfasis puesto en la
actualidad del conflicto en el terreno de lo cultural-simbólico con las formulaciones
propuestas a principios de la década de los ´90 por Samuel P. Huntington que señalaba
–a diferencia de Fukuyama- la permanencia y vigencia de los conflictos en el terreno
mundial al tiempo que afirmaba que la novedad residía en que los mismos no
reportarían ya en los términos ideológicos de un pasado ya fenecido sino en términos
civilizacionales y que tomarían forma bajo el llamado “choque de civilizaciones”. Se
anunciaba así el final de una era dominada por la ideología y la llegada de otra signada
por civilizaciones múltiples y diversas que interaccionarán y competirán en un proceso
signado por el resurgir de la religión y, más concretamente, por el resurgimiento
religioso en países asiáticos e islámicos.
Bibliografía y Fuentes:
Argumedo, Alcira 2004 Los silencios y las voces en América Latina (Buenos
Aires: EPN)
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mundo en transformación (Washington D.,C.) en
www.worldbank.org/html/extpb/wdr97/spanish/wdr97spa.pdf.
Bauman, Zymunt 1999(1998) La globalización. Consecuencias Humanas. (Sáo
Paulo: FCE). Cap. 4 “Turistas y vagabundos”.
Becker, Gary (1962) “Investment in human capital: a Theoretical Analysis”, en
The journal of polical economy, Volume 70, Issue 5, Part 2, Investment in Human
Beings. Oct. 1962 (9-49).
Bosoer y Leiras (1999) “Posguerra fría, “neodecisionismo” y nueva fase del
capitalismo” en Borón et al Tiempos violentos (Buenos Aires: EUDEBA- CLACSO).
CSUTCB, CONAMAQ y otros (2007) “Propuesta de las Organizaciones
indígenas, originarias, campesinas y de colonizadores hacia la Asamblea Constituyente”
en Revista OSAL Nº22, septiembre (Buenos Aires: CLACSO).
Gohn, Maria da Gloria (2000) Teoria dos movimentos sociais (Sao Paulo:
Loyola), Cap. IV “O paradigama dos novos movimentos sociais”.
Guattari, Félix 1996 (1992) Caosmosis (Avellaneda: Manantial).
110
CAPÍTULO IX
La historia en la posmodernidad
Susana Murillo y José Seoane
Dos pequeños textos –de no más de 30 páginas el más extenso- escritos entre
1988 y 1989 habrán de convertirse en los fetiches ideológicos de la expansión y
profundización internacional de la hegemonía neoliberal a lo largo de la década de los
´90. Uno dio origen al llamado “Consenso de Washington”. Elaborado por John
Williamson (1990) ofrecía una síntesis de las diez recomendaciones centrales que los
poderes internacionales promovían para América Latina en la prosecución de la agenda
de transformaciones neoliberales en el continente. El otro texto, al que también
referimos en los capítulos anteriores, escrito por Francis Fukuyama (1989), anunciaba el
fin de la historia pretendiendo exorcizar la capacidad transformadora de la acción
colectiva tras el presagio del derrumbe de los llamados “socialismos reales” y el paso al
horizonte inmutable del predominio liberal.
Ambos escritos habían sido pergeñados en el centro del poder político, económico
y militar del capitalismo. Williamson oficiaba como investigador de un centro de
estudios de orientación liberal con sede en Washington, el Institute for International
Economics. La biografía de Fukuyama se entremezclaba aún más estrechamente con la
estructura del Estado y los sectores dominantes en EE.UU. En el tiempo de la
elaboración y publicación del ensayo “¿El fin de la historia?” era miembro del
departamento de Ciencia Política de la Corporación RAND, un centro de investigación
vinculado a las Fuerzas Armadas estadounidenses, y en 1989 se había integrado al
equipo de planificación política del Departamento de Estado como director adjunto del
bureau para las cuestiones políticas y militares europeas. Vinculado a los sectores
neoconservadores del partido republicano, Fukuyama será también, años más tarde
junto a Dick Cheney, Donald Rumsfeld, Paul Wolfowitz, entre otros, uno de los
impulsores y fundadores del llamado “Proyecto para el Nuevo Siglo Americano”, uno
de los núcleos de pensamiento que cumplirá un papel central en el gobierno de George
W. Bush.
En esta perspectiva, su anuncio del “fin de la historia” dejaba de ser sólo el
resultado de un análisis del presente para evidenciarse en todos los sentidos como un
objetivo de balance e inspiración estratégica para la política exterior estadounidense. De
modo que el carácter performativo del discurso, al cual ya nos hemos referido, se ponía
aquí en juego una vez más con claridad.
Escrito en 1988 el texto recogía los frutos de más de una década de
experimentación y expansión del modelo neoliberal como respuesta a la crisis de los
´70. Así, todavía bajo el reaganiato, se situaba en el último tercio de la primera fase del
proyecto de transformación conservadora de EE.UU. que se prolongaría, bajo el
mandato de George Bush padre, hasta 1993. Ya había acontenido también la
propagación del neoliberalismo a los países europeos incluso bajo gobiernos
socialdemócratas y sus recetas se difundían asimismo por otras partes del mundo. En
Latinoamérica, tras la primera ola neoliberal de las dictaduras contrainsurgentes del
Cono Sur de la década de los ´70, bajo el disciplinante efecto de las crisis económicas
(la de la deuda externa primero, las hiperinflaciones después) los años ´80 marcarán la
adopción e instrumentación del recetario neoliberal bajo gobiernos de democracia
112
hemos abordado con detalle- y estas proclamas del conservadurismo estadounidense del
“fin de la historia”.
En esta dirección, Fukuyama comienza atribuyendo esta idea del fin de la historia
al propio Marx, salvo que ahora parece haberse cumplido en un sentido opuesto a los
deseos de este último: con el triunfo universal del capitalismo liberal. Sin duda esta
referencia a Marx debe ser interpretada como una pobre ironía de dudoso rigor; en
realidad Marx lejos de anunciar el fin de toda historia y cambio social había hecho
referencia a que la construcción del socialismo y el comunismo significaría iniciar la
verdadera historia de la humanidad dejando atrás la prehistoria de la sociedad de clases.
Por contrapartida, el “fin de la historia” que señala Fukuyama busca sus
antecedentes y legitimación filosófica en los desarrollos previos de Hegel, o mejor, en la
lectura que el propio Fukuyama hace de la interpretación que del filósofo alemán
planteara Alexandre Kojève (1902-1968) en sus lecciones sobre la Fenomenología del
Espíritu desarrolladas entre 1933 y 1939. Será éste quien insista en que la historia
ideológica en un sentido limitado había terminado con la Revolución Francesa de
Napoleón y que ya no había necesidad de la lucha violenta para establecer la supremacía
racional del régimen de derechos y libertades individuales. Sin embargo, como señala
Anderson, más allá del rescate de estas formulaciones que hace Fukuyama, su
conceptualización del “fin de la historia” y particularmente su tono elegíaco plantea
diferencias respecto de aquellos abordajes filosóficos -también distintos- que sobre ello
fueron hechos por Hegel, pasando por Antoine Agustin Cournot hasta Kojève. En la
licuación de estas diferencias y contraposiciones, la versión de Fukuyama parece dar
cuenta de su propia nervadura ideológica. Una lectura rigurosa de los textos de Hegel, al
menos desde nuestra perspectiva, no autoriza tal interpretación del gran filósofo alemán.
En todo caso, Hegel, desde un territorio alemán no unificado y que no lograba
consolidarse en nación ni constituir una revolución política burguesa, había elogiado a
Napoleón, quien a su criterio “realizaba el curso del mundo”, lo cual significaba en
lenguaje hegeliano que representaba lo más “desarrollado de la historia” pues Napoleón
junto a sus conquistas imperiales llevaba el Código Civil a países en los que subsistía un
orden feudal y sentaba las bases políticas para favorecer la expansión de las libertades
fundamentales del mercado. Por otra parte, Napoleón en lo que luego sería Alemania,
había sentado las bases para la construcción de la industria westfalo- renana. Pero, en
todo caso, Hegel también vio en su madurez que Napoleón había caído por una “trágica
necesidad de la historia”, trágica necesidad vinculada al estado de las relaciones de
fuerzas en Europa y anunciaba en la década de 1820 que EE.UU. encarnaría desde
entonces el curso del mundo. En todo caso, para Hegel la guerra tampoco era algo que
podía hacerse desaparecer ya que ella fue concebida por él como el motor de la historia.
Lo más que podría decirse de Hegel es que él creía firmemente en la necesidad del
desarrollo económico liberal, pero había avizorado prontamente la cuestión social e
imaginaba formas políticas de contenerla, razón por la cual no estaba convencido del
valor de la democracia o de la idea de que el Estado estuviese sometido a contrato. De
modo que con toda claridad Hegel era liberal en lo económico, en tanto que en lo
político su planteo se vinculaba a la idea de un Estado fuerte, cuyas características
debían ser afines al estado de la historia de cada pueblo (Hegel, 1820). Historia que no
está cerrada en los textos de Hegel.
Los planteos de Hegel no constituyen una excepción en el liberalismo y, aunque
esto sería tema de otro texto, resulta una tarea necesaria poner al día el concepto de
liberalismo y no reducirlo simplemente a la esfera política como a veces se sostiene.
Como hemos señalado, el liberalismo es un complejo arte de gobierno que incluye
aspectos gnoseológicos, filosóficos, políticos, ontológicos, técnicos y que convive ha
114
convivido muy bien en diversos lugares del mundo tanto con formas democráticas como
con modos estamentarios de gobierno político. Un sesgo muy frecuente consiste en
reducir el liberalismo a una forma política única de conducir el Estado. Afirmamos esto,
no por afán de erudición, sino porque parece ser una nota del pensamiento posmoderno
ya mencionada en otros capítulos, la presentación de autores y procesos desde lecturas o
“resúmenes” que reducen la complejidad de ciertos problemas a un vacío esquema de
análisis, realizado con calidad de pluma y por ende con capacidad de convicción, pero
que deshistorizan y le quitan carne a los procesos. El problema consiste en que son
lecturas que se difunden en el ámbito de las ciencias sociales de modo acrítico, desde
donde generan una visión de la historia del pensamiento que inhibe la capacidad de
utilizar herramientas valiosas legadas por grandes maestros para pensar situaciones del
presente. Decimos esto pues los egresados de diversas disciplinas de esta área, pasan a
formar las filas del funcionariado del Estado, los organismos internacionales, los medios
de comunicación, grandes consultoras, tanques de pensamiento, ONGs y otros
dispositivos gubernamentales y no gubernamentales y desde allí inciden en la
construcción de políticas y del sentido común.
En resumen, como resulta de lo antedicho el proclamado “fin de la historia”
importa poco en términos de su valor como formulación filosófica, pero sí es relevante
respecto de su influencia en el curso efectivo de los procesos socio-políticos, en su
materialización social.
En esta perspectiva, la emergencia del Estado homogéneo universal,
presuntamente retomada por Fukuyama de Kojève, adopta la forma de la expansión de
la “democracia liberal en la esfera política unida a un acceso fácil a las grabadoras de
video y los equipos estéreos en la economía” (Fukuyama, 1989: 15). Liberalismo
político y económico unido al sueño o la promesa del consumo de masas; una verdadera
fuerza ideológica sobre las sociedades del “socialismo real”. ¿Hubiese estado Hegel de
acuerdo en este punto si hubiese considerado que el consumo era un modo de controlar
a las masas y obturar la cuestión social? Ni lo sabemos ni podemos aventurar hipótesis
contrfácticas, no obstante en sus textos de aquellos tiempos y circunstancias él, del
mismo modo que muchos pensadores, creía en el valor de la educación del ciudadano.
Finalmente, el anunciado fin de la historia no sólo implica el fin de las luchas
ideológicas sino también el de los conflictos tanto en el orden internacional como
nacional. En el primer caso, la unificación mercantil del mundo supone la disminución
de las posibilidades de conflicto a gran escala entre Estados poniendo fin a la “Guerra
Fría”. Por otro lado, en tanto la adopción del liberalismo habría de resolver las
contradicciones y satisfacer todas las necesidades humanas, ya no habría luchas sociales
en torno a grandes asuntos y no se requeriría “ni de generales ni de estadistas”. Lo que
queda, dirá Fukuyama, en un discurso que tiene cierta analogía con el de Lyotard, es
principalmente “actividad económica”. Concluida la lucha ideológica, sólo resta
entonces “la interminable resolución de problemas técnicos” (Fukuyama, 1989: 31)
orientada por el cálculo económico que es lo único que requiere el funcionamiento del
libre mercado. El “aburrido” juego del mercado libre proyectado a nivel universal y con
ambiciones de eternidad. Se trata de la atopía liberal que se sostiene bajo la afirmación
de que no hay ya “ninguna alternativa”, sobre esta idea volveremos más adelante.
En esta geografía, aquellos países o regiones -“claramente la enorme mayoría del
Tercer Mundo” (Fukuyama, 1989: 26)- que todavía siguen ajenos a estos procesos aún
bajo las luchas ideológicas, ya no forman parte del mundo post-histórico que signa al
presente y el futuro sino que están condenados a participar de una historia que no se
resigna a desaparecer.
115
incluso, durante los períodos de aparente bonanza económica que tuvieron lugar en esa
década. Pero sobre este tema volveremos en el último capítulo de este libro, ahora
veamos en qué medida y bajo qué formas este “fin de la historia” tuvo sus ecos en la
filosofía, las ciencias sociales, el arte, y la cultura contemporáneos, y la manera de
concebir la historia misma.
aleja a los sujetos concretos de sus lazos con la historia pasada y de la proyección
colectiva hacia el futuro. Ha sido frecuente en entrevistas realizadas en diversos sectores
sociales que las personas interrogadas acerca de acontecimientos históricos
respondiesen con referencias sólo a hechos de su vida personal (Murillo, 2005). La
historia aparece así en relatos diversos borrada de la memoria subjetiva y el sujeto
afincado en pequeños espacios de sociabilidad o retraído sobre sí mismo.
En esta perspectiva no es posible pensar que las transformaciones tecnológicas
hayan tenido un mero objetivo “económico”, ellas apuntaron también a una nueva
forma de gobierno de la fuerza de trabajo a nivel mundial. Si la fábrica y los cuerpos
colectivos podían generar alguna resistencia o discusiones salariales basadas en las
organizaciones gremiales y en la necesidad de mano de obra calificada o semicalificada,
la desocupación y la precarización laboral serían formas que implementadas de diverso
modo en el planeta tenderían a someter a los probables rebeldes. Frente a la situación de
desempleo y precariedad Richard Sennnett plantea, citando a Levinas y a Paul Ricoeur,
la necesidad de que los sujetos eludan sensaciones de ira contra la empresa y que se
articulen con otros en grupos centrados en la construcción de “confianza”,
“responsabilidad mutua” y “compromiso con los otros” tratando de construir nuevas
formas de comunitarismo, en las cuales debe primar el “realismo”, la “honestidad”, el
“reconocimiento de los propios defectos” y de “la situación tal cual es” para afrontarla
en grupo. El grupo es un conjunto que ya no es el colectivo de todos que se realiza en la
historia, sino la comunidad pequeña afectada por los mismos problemas (Sennett, 2000:
150 y ss.). Se trata de asumir lo dado como inmodificable, posición en la cual el
remedio es la conformación del pequeño grupo, la constitución de “capital social” que
ayude a sostener mutuamente el personal “capital humano”.
En esta clave de abolición de la historia para el sujeto puede entenderse la
afirmación de Jameson, quien sostiene que los sujetos posmodernos habitan lo
sincrónico más que lo diacrónico y que en la vida cotidiana los vectores espaciales
dominan sobre los temporales.
En esa misma clave toma sentido una interesante observación de Jameson (1984)
quien señala que en el arte, la historia es reemplazada por una pseudohistoria, o mejor,
la antigüedad por una profundidad pseudohistórica en la que la verdadera historia es
desplazada. Ello se atisba en el valor que cobran las diversas formas de lo “retro”. Una
especie de visión nostálgica del pasado, de los años 30 o los 50 aparece en el cine con
puestas en escenas que remedan esos tiempos. El color sepia sirve en algunos casos para
generar la ilusión de senectud. En diversas áreas, inclusive en la arquitectura, un
simulacro del art-decó sirve para construir ese imaginario mundo. Lo importante es que
ese pasado es presentado como sin agujeros ni enfrentamientos, como un lugar mítico
en el que no hay espacio para las luchas; o que, si las hubo, los bandos eran claros y
cada uno sabía a cuál pertenecer, por otra parte ellas fueron hechas en nombre del bien y
aquéllos que se enfrentaron al orden son sutilmente presentados como perdedores, aun
cuando no les faltase razón para su tarea. En aquel otro tiempo mítico se instala una
especie de eternidad perfecta que el sujeto deshilachado desea restaurar
imaginariamente, frente a la fría realidad que lo circunda. En Argentina la película Luna
de Avellaneda fue un ejemplo de aquel tipo, que finalizaba en una especie de subliminal
discurso en el que se instaba al espectador a defenderse en el mundo actual utilizando la
venganza personal contra el otro. Así el sujeto deshilachado y con dificultad para gestar
proyectos, vive una fugaz fantasía de volver a un mítico pasado en el que el mundo era
completo y la felicidad posible, al tiempo que ve en el presente un mundo de
enfrentamientos inevitables y de salidas a través de la venganza personal. Mundo del
cual desea evadirse de cualquier modo (Murillo, 2003). Nada queda de aquel vigoroso
118
del siglo XIX con la esclavitud en Grecia, perspectiva que deshistoriza la mirada y con
ello impide comprender las variadas formas de ejercicio del poder y de subjetivación,
así como de construcción de resistencias. En esta clave la potencia implícita en algunos
conceptos de Foucault se desmantela y la metafísica gana la partida frente a la historia
efectiva.
Sumamente sugerente es el surgimiento en el campo de la historiografía de una
corriente que se despliega a finales de siglo XX. Se trata de la microhistoria que tiene
como exponente fundamental al italiano Carlo Guinzburg con su conocida obra El
queso y los gusanos. Se trata de una nueva metodología adoptada en campo de la
historia social que propone desligarse del estudio de clases sociales y centrarse en los
individuos. El estudio, a través de rigurosa documentación, de una biografía personal
permitiría comprender el horizonte de significados en el que el individuo se
desenvuelve. Desde esta perspectiva el trabajo del historiador, acude, tal como lo habían
sostenido desde los años ’20 los protagonistas de la escuela de Annales, al trabajo
interdisciplinario, así la antropología, la sociología y la historia local son instrumentos
centrales. No obstante su escala no es la Historia Social en el sentido de las larga y
mediana duración, sino el estudio de fenómenos socio-antropológicos en una pequeña
escala, aun cuando esa mirada centrada en la vida cotidiana del individuo o un pequeño
grupo no desdeña los fenómenos más amplios, sino que intenta obtener nuevos puntos
de vista para abordar lo general. Además de Guinzburg la mayor influencia en la
construcción de microhistoria proviene de otros autores también ligados a Quaderno
Storici tales como Giovanni Levi y Carlo María Cipolla. Fuera de Italia los trabajos de
Clifford Geertz, Georges Duby, Emmanuel Le Roy Ladurie y Robert Darnton son
algunos de los nombres que hoy descuellan en las universidades en el campo de la
historia. Los trabajos de los historiadores parten o bien de la historia de un molinero del
Friuli condenado por la Inquisición o bien de la de un exorcista piamontés del siglo
XVIII o de una matanza de gatos. La frescura de los textos, la buena retórica son un
atractivo enorme para el lector. En algunos casos la historia llega a conjugarse con la
ficción y al revés algunas novelas emergen de algunos estudios de la microhistoria. La
microhistoria se revuelve contra las corrientes históricas que han centrado sus análisis
en una concepción macrohistórica, frente a ella la microhistoria toma como núcleo la
pequeña escala y los personajes anónimos o hechos que tradicionalmente no eran
tenidos en cuenta, por su carácter aparentemente accidental o menor. La microhistoria
se centra en los pequeños procesos, que articulados pueden estabilizar o revolucionar el
orden social. Pero no son las estructuras sociales el blanco de estos estudios, atractivos
al lector no sólo por la belleza de la pluma sino por la cercanía humana de los
personajes. El lector anónimo siente en ellos su propia presencia en el proceso de la
historia, la vida cotidiana y lo accidental o aparentemente anecdótico cobra un relieve
inusitado y posibilita a los sujetos sumergirse en el análisis de hechos históricos que
siente cercanos, más allá de su lejanía en el tiempo, porque sus protagonistas son
alguien como él: seres anónimos y comunes. De algún modo podríamos pensar, que más
allá de cualquier intención individual (y sin que esta afirmación signifique desvalorizar
estas investigaciones), la microhistoria es la contracara de los “grandes relatos” de los
que hablaba Lyotard.
Lo sugerente de la microhistoria es que no intenta ubicar los casos observados
dentro de una ley preexistente y, en ese sentido, avanza de manera muy rica hacia un
enfoque que acrecienta la comprensión de la complejidad de los fenómenos sociales,
mediante el hallazgo de nuevas perspectivas, nuevas variables no contempladas.
Posibilita sortear lo que en los primeros capítulos denominábamos con Bachelard el
obstáculo de la “unidad”. Esto se vincula al hecho de que la reducción a la escala
120
sarcasmos sin decir nada reemplaza en el campo de las ciencias sociales –vía un pseudo
ensayismo– al análisis riguroso, crítico y comprometido. Un intelectual posmoderno es
alguien siempre sonriente y aparentemente irónico, pero a poco que se analice su ironía
se ve que es sólo una máscara vacía, un pastiche con el que transita el mundo a la
búsqueda de bienes. La ironía es la máscara del empresario de sí mismo en el campo
académico. Él, en tanto pura máscara se ha transformado en una mercancía que se vende
al mejor postor disfrazado de pensador crítico u otros títulos. El “simulacro” es la nota
clave en una sociedad en la que como afirma Jameson, “el valor de cambio se ha
generalizado hasta el punto de que desaparece el recuerdo del valor de uso, una
sociedad donde, como ha observado Guy Debord en una frase extraordinaria, ‘la imagen
se ha convertido en la forma final de la reificación de la mercancía’” (1984: 10). Esta
lógica del simulacro asentado en el pastiche tiene efectos sobre la historia. Pues ella es
acorde a una sociedad despojada de toda historicidad y cuyo presunto pasado es poco
más que un conjunto de espectáculos que los canales “cultos” reviven a través de
imágenes polvorientas reiteradas hasta el cansancio y ornamentadas por presuntos
analistas del pasado que sólo lo reducen a algo muerto y del que ha brotado la muerte
que es menester exorcizar. En Argentina hay y ha habido en los últimos años, algunos
espectáculos televisivos que pretenden ser históricos, recordamos uno denominado
“Secretos de familia”, en él una pseudo historiadora presentaba imágenes conocidas de
un pasado que en la trama televisiva aparece como lejano y muerto, pero además gestor
de muertes, así se cuenta por ejemplo la historia de la familia Lugones. Pero el modo en
que la trama transcurre deja una moraleja: alejémonos de aquél pasado pues es
peligroso. El atractivo reside en que se ingresa en la serie a través de imágenes en
blanco y negro o sepia y somos conducidos a través de él por un miembro de la misma
familia que nada explica de la compleja trama, pero que de sutiles maneras y a través de
la confesión de alguna intimidad biográfica nos insta a alejarnos de las relaciones
políticas, a evitar la crítica y el compromiso. El pastiche cuya cara es el simulacro
deshace el pasado o mejor lo remodela para instalarnos en un presente duro pero que
hay que asumir como inevitable.
Entre tanto las mayorías, son fijadas a lo local y para ellos el espacio tiene otra
dimensión que se sobrepone a lo temporal pero por razones diversas: lo complejo del
tránsito entre urbes hace que para ellos el viajar sólo al lugar de trabajo sea una empresa
cotidiana muy dura y costosa. En una entrevista un joven decía que un amigo se había
ido “afuera”, ¿qué era ese afuera?: simplemente un barrio distante, pero de la misma
gran ciudad. Su salario no alcanzaba para pagar el transporte durante el fin de semana y
el amigo estaba así instalado, en su perspectiva, a una enorme distancia. El afuera se
constituye con nuevos ribetes para quienes ya no tienen nada por esperar, el adentro es
apenas el espacio del transcurrir cotidiano, monótono, tedioso. Pero también el afuera
para ellos es la obligada emigración, donde los espera un espacio mucho más sórdido y
hostil. El futuro… en esos hombres y mujeres aparece como incierto e impensable. Son
los “vagabundos”, seres marcados por la inestabilidad, complemento inseparable de los
felices “turistas” en términos de Baumann (1999).
Bibliografía:
CAPÍTULO X
Susana Murillo
En el siglo XIX, el higienismo había planteado que la medicina era una ciencia
social cuyo objetivo era promover una reforma política con la finalidad de conformar
una trama que permitiese contener la cuestión social. Se produjo entonces la “invención
de lo social” como modo de disipar, de gestionar, el antagonismo social jamás resuelto
dentro de los límites de la forma social capitalista. Esa “invención” suponía, como
hemos visto en el discurso de la modernidad, la asunción de un horizonte, tan presente
como inalcanzable, de igualdad y universalidad de derechos. Las transformaciones
forjadas por el capitalismo neoliberal implicaron la modificación de este pacto social y
la emergencia de una nueva cuestión social sobre la que ya hemos hecho algunas
referencias. De esta manera, la retórica posmoderna construyó una nueva serie de
significantes y resignificó otros en un conjunto que, lejos de ser una cuestión
meramente discursiva, conformó un complejo arte de gobierno expresado en una nueva
versión acerca de cómo gestionar las políticas sociales. En ella la acción política del
ciudadano fue sustituida por la apelación a la moral individual; el lugar de los derechos
universales afectados reemplazado por el concepto de “víctima”; y la transformación de
la relación Estado-sociedad civil implicó una reconfiguración de las formas de
interpelación de los sujetos “vulnerables” y riesgosos socialmente. Así, la retórica
posmoderna a través de la ficción de un nuevo pacto social construyó un complejo
dispositivo de control social que pretendió hacer del tratamiento de la “pobreza” y la
promoción de cierto tipo de participación civil, los dispositivos de intervención sobre la
fuerza de trabajo y los sectores subalternos. Estos procesos también tuvieron lugar en
las propias Ciencias Sociales con la generalización de una serie de conceptos cuyo uso
se vincula a estas transformaciones, que hemos descripto también en capítulos
anteriores. Así, términos como “empoderar”, “capital social”, “accountability social”,
“inclusión”, “exclusión” adquirieron una resonante centralidad; al mismo tiempo que
otros como “pobreza” y “desigualdad” fueron resignificados y alcanzaron un nuevo
estatuto teórico. En este capítulo, nos proponemos examinar estas problemáticas con
más detenimiento.
también dar nuevos sentidos al término “pobreza”, que emergían de las tácticas acordes
al objeto de estas políticas.
Si las políticas sociales en la primera mitad del siglo XX definieron a la pobreza
en relación a los ingresos de los seres humanos; esos conceptos se modificaron con la
emergencia del neoliberalismo y la cultura posmoderna así como las políticas sociales
trocaron su carácter universal en estrategias focalizadas hacia diversos grupos de la
población, proceso que Alvarez Leguizamón denomina “focopolítica” (Álvarez
Leguizamón, 2005).
En este sentido, la estrategia discursiva desplegada públicamente9 desde los años
setenta por el neoliberalismo sostiene que su finalidad es transformar a los pobres, que
habrían sido tratados como sujetos pasivos, en “sujetos activos”, en “empresarios de sí
mismos” y en lo referente a la cuestión social reducir la acción del Estado a la atención
de necesidades básicas, tal como vimos capítulos anteriores. Esto se fundamenta en una
estrategia discursiva que afirma que, en el trazado de estas políticas que tuvieron como
protagonista al Estado desde el siglo XIX, la vinculación de la pobreza sólo con la
limitación en los ingresos habría potenciado un lugar activo del Estado y como
consecuencia de ello habría reducido las capacidades propias de los sujetos pobres,
fundamentalmente las potencialidades incluidas en su “capital social”. En esas políticas,
el pobre habría sido sólo el objeto. En rigor de verdad diversas investigaciones (Barrán,
1993; Carretero, 1995; Guy, 1991 Miranda y Vallejo, 2005; Murillo, 2001, Salessi,
2000, entre otros) permiten inferir que las acciones políticas referidas a la pobreza desde
el siglo XIX no habrían “pasivizado” al pobre, sino, por el contrario, lo habrían
construido como sujeto activo, como ciudadano capaz de autosostenerse y transitar
colectiva y creativamente los espacios sociales formado en una rigurosa moral.
Sin embargo, desde la estrategia neoliberal, la denominada “invención” de los
"mínimos biológicos” -de esos umbrales por debajo de los cuales se cae en la muerte y
que son los únicos que el Estado debería atender- se justificaría como un modo de
impulsar el carácter activo de los sujetos pobres. Este concepto reconoce su antecedente
más directo en las propuestas de Robert Mc Namara, quien en 1973 al frente del BM,
fue el autor de la “invención” del concepto de “necesidades básicas”, categoría que
luego se tornará central en el discurso del “desarrollo humano” y cuyos fundamentos
teóricos se encuentran en los trabajos de los más importantes representantes del
neoliberalismo, Ludwig von Mises, Friedrich von Hayek y Milton Friedman, cuyas
ideas influyeron decisivamente en el modelo promovido por el "Consenso de
Washington".
En los años noventa el discurso que sustenta a esta “focopolítica” se desarrolla en
una estrategia discursiva dual. Por un lado, se biologiza a la pobreza a partir de establecer,
como señalamos, unos “mínimos biológicos” que deben ser atendidos, y en relación a los
cuales se trazan la "línea de pobreza" y de "indigencia". Y por otro, se “culturaliza” la
pobreza, en el sentido de que se comienza a pensar en la idea de “capital social”, “capital
humano” y del “mundo de los pobres”; y con el pretexto de promover su voz, se justifica e
impulsa una creciente diferenciación de ese mundo respecto del resto de la sociedad
(Alvarez Leguizamón, 2005: 243). En esta nueva estrategia el pobre es no sólo el objeto de
las políticas sociales, sino el sujeto.
9
Decimos “públicamente” pues las estrategias discursivas del neoliberalismo comienzan a desplegarse
varias décadas antes, aunque su desbloqueo público se produce, tal como hemos visto en el capítulo IV, a
partir del década del ’70 Foucault, 2007).
127
Las razones esgrimidas para gestionar los riesgos sociales del exceso de pobreza y
desigualdad son varias, y su delimitación perfila también las estrategias propuestas y los
nuevos sentidos que adoptan las políticas sociales. En primer lugar, es analizado como
“pasto para la violencia” y como factores generadores de un “síndrome de ilegalidad”
(BM, 1997: 4) (Hobsbawm, 2001). En ese sentido se ha sostenido que su efecto es
vulnerar al Estado de Derecho y a la propiedad. En segundo lugar se sostiene que los
pobres están en muchas zonas de Nuestra América, particularmente en zonas rurales, en
posesión de conocimientos respecto de sus propias formas de vida, así como de las
características naturales de su medio, que deben ser conocidos y canalizados para un
mejor gobierno de las poblaciones y su entorno; de ahí la particular valoración de lo
“étnico” y lo “local”. Otro argumento consiste en asumir que la desmesurada probreza
hace que enormes masas de población no accedan al consumo, fenómeno que dificulta
la expansión de los mercados a nivel global; en este sentido algunos economistas ven
ahora en la pobreza un freno para las oportunidades de inversión. Un cuarto argumento
130
apunta al hecho de que los Estados en zonas como América Latina han sido atravesados
por la “corrupción” durante siglos lo que impediría que las políticas de cooperación y
créditos otorgados por los organismos internacionales se apliquen de modo eficaz al
“combate” de la pobreza. En este último sentido, el tratamiento de la problemática de la
pobreza se transforma en justificatorio y promotor de la agenda de transformación
neoliberal del Estado.
Así, a juicio de los organismos internacionales, los profesionales y especialistas, y
el sentido común atravesado por los medios de comunicación, el viejo Estado y sus
dispositivos, tanto estatales como paraestatales, no aprendió de sus errores y se
mantiene como un padre despótico. Si, en esta perspectiva, el “poder” fue considerado
como una “cosa” que residía fundamentalmente en el Estado; el pensamiento
posmoderno plantea la necesidad de pensar y ejercer el poder como una relación que se
construye de modo cambiante en diversas zonas sociales. En esta dirección, en tanto
ocupó el lugar de ese padre despótico que cosifica el poder en sus manos, el Estado
habría construido un estado de inseguridad que debe ser corregido, lo que significa la
necesidad de transformar este Estado y configurar un modelo societal donde el ejercicio
del poder deje de ser monopolio del mismo. Volveremos sobre ello más detenidamente
en el siguiente apartado.
Por otra parte, la pobreza no sólo es considerada estructural sino que se ha
conformado también en una preocupación del largo plazo. En relación a ello, los
organismos internacionales, en su planificación de los procesos sociales en una
perspectiva de décadas (generalmente de veinte a cincuenta años a futuro) han venido
planteando una “transición urbana” marcada por el horizonte de alcanzar en el año 2050
que la mayor parte de las poblaciones de los países en desarrollo habite en pueblos y
ciudades (BM, 2003a: 4). En definitiva, lo que prescriben y señalan estos organismos es
que las nuevas tecnologías puestas al servicio del capital concentrado a nivel global
(entre otros ejemplos, cristalizadas en el llamado “agronegocio”) hacen indispensable el
desplazamiento de las poblaciones rurales y semirurales hacia las ciudades, fenómeno
que traerá indefectiblemente un aumento de la pobreza y la violencia social en las zonas
urbanas lo que refuerza la importancia de las estrategias y tecnologías para la gestión
del riesgo social.
El llamado “nuevo pacto social” que emerge con el capitalismo neoliberal es, en
rigor de verdad, la negación del pacto en el sentido liberal del término. La idea del
contrato social remitía en éste a la de sujetos libres e iguales y suponía las de derechos
naturales, voluntad general y ley universal. El nuevo pacto social ya no abona estos
conceptos, como ya referimos parte explícitamente de la acreditación del supuesto de
que un cierto grado de desigualdad es inevitable y hasta necesario –y preferible- en todo
orden social. Tampoco la universalidad es su nota, sino que lo caracteriza la excepción,
como exigencia de grupos distintos y de modos diversos según la situación. Exigencia
que empuja a tomar la decisión más eficaz en cada situación. Por último, esta eficacia
medida fundamentalmente por las necesidades de los mercados plantea problemas de
gobernabilidad de las poblaciones según las diversidades locales y que son formulados
en términos de demandas específicas diferenciadas e independientemente de “lo
político”.
Hemos reseñado ya como los nuevos sentidos que asumió la pobreza suponían y
promovían la redefinición de la cuestión social y una profunda reestructuración de la
relación entre el Estado y la sociedad civil. Así, la necesidad de enfrentar la pobreza
131
Así desde mediados de los años’90 cobra importancia el discurso acerca del “buen
gobierno”. El Estado, en esa clave de ideas no es visto como un “agente directo”, sino
como un “catalizador e impulsor” de los procesos. También se lo nombra como “socio”.
Un “socio” es alguien más que tiene sólo una parte en las decisiones. Este nuevo lugar
del Estado es uno de los puntos de apoyo para una nueva concepción del contrato social
afín al pragmatismo jurídico y al decisionismo.
En esta dirección, son dos los objetivos estratégicos que deberían cumplir los
Estados de los países en vías de desarrollo: deben “adaptarse al cambio económico” y
ocuparse de “disminuir la pobreza”. La pregunta es por qué algunos Estados lo hacen
mejor que otros. La respuesta radica en la eficacia de sus instituciones. Esos dos
objetivos implican una redefinición de la relación entre sociedad civil y Estado. Se trata
de reformar el Estado en el sentido de que éste abandone su papel de “árbitro neutral”
que actúa en nombre de la ley universal; y para lograrlo se propone utilizar la
persuasión sobre los ciudadanos para que éstos se organicen localmente y disminuyan
su dependencia del Estado. Este proceso supone fuertes cambios subjetivos que se
sustentan en la resignificación de las memorias, hábitos y perspectivas de la ciudadanía.
En definitiva se trata no sólo de un proceso de reconfiguración del Estado sino también
de la propia sociedad civil, veamos esto con mayor precisión.
Bibliografía:
por Grupo de Participación y Sociedad Civil del Banco Mundial tomando como base el
borrador inicial de la consultora Carmen Malena.
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Zizek, Slavoj 2003 a (1989) El sublime objeto de la ideología (Buenos Aires:
Siglo XXI)
142
CAPÍTULO XI
Un nuevo diagrama de poder.
Susana Murillo y José Seoane
y de hecho implica tal como lo muestran los conflictos urbanos en Europa en 2011. Sin
embargo el darle otra vez un lugar al Estado y la nación pueden tener consecuencias
diversas y a menudo imprevisibles.
En este cambio, junto al significante “fuerza” cobra relevancia el de "seguridad”.
Se trata de una profunda inflexión en el diagrama de poder. Éste articula ahora de modo
flexible la individualidad egoísta, con la acción de grupos autocaracterizados como
“apolíticos” que intentan y a menudo logran acceder al poder estatal, con nuevas
funciones del Estado quien debe gestionar recomendaciones de organismos
internacionales. Este complejo escenario opera como ámbito de “veridicción” de las
verdades establecidas por el llamado “mercado” (Foucault, 2007) sobre un horizonte en
el que la seguridad tiende a elevarse peligrosamente por encima del Derecho.
Analicemos más de cerca este proceso y sus raíces.
neoliberales durante los años noventa. Abría así un flanco de cuestionamiento al sistema
delegativo y burocrático de la democracia representativa, a la lógica de escisión
permanente entre gobernantes y gobernados y a la política como monopolio de los
profesionales que olvidaban fácilmente los mandatos ciudadanos, planteando en
definitiva un horizonte de democratización profunda de la gestión de lo público-político.
Pero peligrosamente en las prácticas concretas este cuestionamiento podía orientarse
también –merced a la equivocidad del lenguaje articulado en las capas arqueológicas de
la memoria– a todos aquellos que tienen o han tenido militancia o actuación política de
cualquier tipo. El equívoco lema sería resignificado a posteriori en nuevas tácticas que
tenderían a colonizar la indignación popular sostenida en la memoria atravesada por el
terror; pero esa resignificación no implicaría en muchos casos una “repolitazación” de
las poblaciones, sino una renovada visión de cuño posmoderno y neoliberal, según la
cual la política debe reducirse a la gestión y debe quedar en manos de personas de
apariencia “exitosa”, alegre, despreocupada. El neoliberalismo fue cuestionado en
muchos de sus aspectos, pero la cultura posmoderna, los códigos que ella conlleva
quedaron impresos hasta el presente en diversos sectores de las poblaciones y éste no es
un fenómenos sin consecuencias.
Pero antes de abordar esta cuestión con mayor detenimiento, permítasenos
profundizar el análisis del ciclo de conflictos sociales y emergencia de movimientos
sociales que habrán de modificar un panorama regional signado por la reproducción del
modelo neoliberal.
sujetos urbanos donde también nuevos procesos de organización tenían lugar: los
trabajadores –especialmente la masa creciente de precarizados y del sector público-, los
estudiantes y jóvenes, los sectores medios empobrecidos.
Cuando esta convergencia amplia se produjo, con la suficiente intensidad, los
sectores subordinados irrumpieron en la ciudadela del arte de gobierno neoliberal
imponiendo con movilizaciones no sólo la caída de gobiernos sino también la
legitimidad callejera como sustento de una recobrada soberanía popular.
Así, al aproximarse el inicio del nuevo siglo el proceso de resistencias sociales al
neoliberalismo habrá de transformarse crecientemente en un cuestionamiento cada vez
más amplio a la legitimidad del régimen en su conjunto. De esta manera comenzará a
nivel regional un nuevo período que podemos llamar como el de la crisis de legitimidad
del modelo neoliberal y del rostro cultural posmoderno. Un período que estará signado
por levantamientos populares que habrán de concluir las más de las veces con la caída
del gobierno y la apertura de crisis políticas así como por la aparición de mayorías
electorales críticas al neoliberalismo que darán sustento a una serie de cambios políticos
gubernamentales caracterizados por una discursividad política que se distanciaba del
modelo de los ´90.
En esta masividad ganada por el cuestionamiento a los regímenes neoliberales
contribuyó tanto la consolidación de las organizaciones y movimientos sociales
protagonistas del ciclo de resistencias que referimos como el profundo impacto social
que tuvo el estancamiento y recesión económica vividos en la región a partir de 1998 y
que conllevó el crecimiento de la percepción social de que los pretendidos beneficios de
estas políticas no habrían nunca de llegar. De esta manera, la profundidad de la crisis
económica que a nivel regional significó un crecimiento casi nulo en 1999 y negativo
para 2002 y que supuso una serie de crisis bancarias en distintos países
latinoamericanos amplió, en ese momento, el cuestionamiento a las políticas
neoliberales a los sectores medios urbanos que habían permanecido relativamente
ajenos, hasta ese momento, al ciclo de conflictos sociales anterior. Esta necesaria
consideración respecto del impacto de la crisis económica sin embargo no debe
entenderse en un sentido determinista o unilateral, vale recordar el papel que
cumplieron los períodos de inestabilidad económica en la década de los ´80 (por
ejemplo: la crisis de la deuda externa y los procesos hiperinflacionarios) en la
implantación y profundización de las políticas neoliberales. Con esta aclaración, puede
considerarse que las diferentes características que adoptó la recesión de la economía en
los distintos países fue una de las razones que pueden explicar la variedad de
intensidades que mostrará la crisis de legitimidad del neoliberalismo que en algunos
casos se traducirá en un cuestionamiento al conjunto del régimen político y económico
mientras, que en otros casos, dicha impugnación se limitará al partido de gobierno y/o a
las consecuencias sociales de las políticas económicas aplicadas.
Una de las expresiones más características de este período de crisis de legitimidad
del neoliberalismo se manifestó en los levantamientos sociales e insurrecciones urbanas
que, particularmente concentrados en estos años, forzaron la renuncia de presidentes,
caída de gobiernos y apertura de transiciones políticas resueltas en el marco de la
institucionalidad vigente. Estas rebeliones populares contra el poder político resultaron
particularmente intensas en el área andina donde se concentran cinco de los seis
gobiernos destituidos bajo la protesta social en Latinoamérica entre los años 2000 y
2005. Abarcamos en esta secuencia a los gobiernos de Alberto Fujimori que vio así
frustrado su intento de reelección fraudulenta en Perú en el año 2000; de Jamil Mahuad
que también en el 2000 debió abandonar la presidencia de Ecuador y de Lucio Gutiérrez
que debió seguir similar camino en abril de 2005; de Fernando De La Rúa en la
147
Los acontecimientos de fines del milenio eran una respuesta a las evidencias de la
creciente “despacificación social” que atraviesa a la región. El término
“despacificación” utilizado por Wacquant (2001) remite a las transformaciones
vinculadas a la mutación histórica que logró que el arte neoliberal de gobierno y su
rostro cultural la “posmodernidad”, que, como vimos, han significado un proceso de
fuerte desestructuración de muchas de las estructuras psíquicas e institucionales
construidas en la llamada modernidad. La “despacificación social” alude así a la ruptura
de lazos de afiliación e implica tres dimensiones: violencia estructural del desempleo,
violencia intermitente del Estado, y violencia intervincular (familiar, doméstica,
vecinal) (Wacquant, 2001: 111). Este proceso implica una profunda desestructuración
tanto subjetiva como social. Si bien puede asumirse que la “sociedad” como totalidad
que contiene a todos es sólo una ficción (Laclau et al, 2004), también debe aceptarse,
siguiendo el mismo razonamiento, que ella no se pulveriza en una multitud de átomos
individuales; la existencia de relaciones sociales más o menos afianzadas, al tiempo que
dinámicamente cambiantes, es una realidad que permite un grado diverso y móvil de
articulación con otros y de construcción de la propia identidad. El mayor o menor grado
de afianzamiento de esos lazos, implica una diversa posibilidad de construcción
colectiva y singular. El proceso de despacificación social es un fenómeno mundial, cuya
forma extrema se ve en la categoría elaborada por los organismos internacionales de
“Estados frágiles”. Esa situación es la que genera preocupación en los organismos
internacionales, y la que ha llevado a la construcción de la categoría de “riesgo social”.
Así entonces, el pedido de fortalecimiento de los Estados nacionales está en parte
ligado a lograr la “gobernabilidad” frente a la "despacificación social”. Pero la
estrategia para lograrlo no es la misma que la trazada luego de la Segunda Guerra
Mundial. Desde esta perspectiva el director del Fondo Monetario Internacional (FMI)
para AL, Anoop Singh, dijo el 8 de Febrero de 2005 que si Latinoamérica desea
mantener una mayor tasa de crecimiento, debe ahora avanzar aún más en las reformas
de tipo estructurales, como la apertura comercial, la flexibilización del mercado laboral,
y el refuerzo del rol del Estado en el establecimiento de un marco regulatorio capaz de
atraer nuevas inversiones. La frase parece evidenciar que más allá de la retórica, el
organismo insiste con las recomendaciones que generaron el crecimiento de la pobreza
y la desigualdad. Para combatirlas se estima que el Estado debe garantizar la seguridad
jurídica y la ausencia de corrupción. “Un papel más estratégico del Estado es esencial.
La débil gobernabilidad en AL ha tendido a socavar la actividad del mercado y el costo
resultante afectó más a los pobres que a otros sectores”, advirtió Singh al presentar un
informe titulado “Estabilización y reformas en AL” (Singh en Barón, 2005).
149
El director gerente del BM, Shengman Zhang, afirmaba a comienzos del año 2005
que las preocupaciones por articular desarrollo y seguridad son la razón por la cual el
mundo debe seguir comprometido con los estados frágiles. “El mundo no puede darse el
lujo de tener rincones marginales y excluidos de la prosperidad mundial. No podemos
permitir (…) países (…) atrapados en un círculo vicioso de pobreza y conflicto” (BM,
2005: 2). La vinculación del significante “pobreza” con “conflicto” reenvía al problema
de la cuestión social y colonial nunca saldadas, pero que ahora intentan ser suturadas
por medios nuevos. En esa clave, aunque con matices diferentes, el Informe de
Naciones Unidas sobre el desarrollo humano del año 2005 (Naciones Unidas, 2005)
afirma que el problema central en el mundo actual es la “inseguridad”; en particular, la
que existe en los países de AL es una amenaza para los países desarrollados.
La cuestión social y colonial laten en el núcleo nunca resuelto del sistema. Ellas
emergen en síntomas diversos a lo largo de siglos. Sus efectos intentan ser obturados
con diversas tácticas. Si en los años setenta se sugería un cierto grado de marginalidad y
apatía para aumentar la gobernabilidad puesta en riesgo por la democracia; en los años
años noventa esa apatía se gestionó activamente desde los medios de comunicación a fin
de legitimar reformas que aumentaron la pobreza y la marginalidad; y a comienzos del
tercer milenio esa marginalidad es percibida como un riesgo para el mercado, pues, se
sostiene, ella genera inseguridad. El significante “inseguridad” es agitado, él es un
espectro ideológico que retorna en situaciones de crisis y que es esgrimido como
justificación del accionar represivo o como sustento de la interpelación a la ciudadanía a
actuar en reclamo de justicia y seguridad, así como para apoyar candidatos de rostro
“apolítico”, pero cuyo programa es radicalmente neoliberal.
Como vimos, en esta situación el movimiento de la posmodernidad consiste en
interpelar de modo renovado a dar la voz a un viejo actor que ha carecido de ella: la
sociedad civil, y por su intermedio a reformar la justicia, precisamente con el doble
objetivo que debe tener el Estado: combatir la pobreza y adaptarse a las
transformaciones del mercado.
La interpelación a reformar la justicia no es inocua en el contexto de
“neoliberalismo armado” que se inicia emblemáticamente el 11 de septiembre de 2001.
Este concepto no alude sólo a una política de guerra, sino a la construcción de un
diagrama de poder en el cual las reformas legales posibiliten cercenar derechos y
libertades democráticas (Seoane y Algranati, 2002: 42), así como intervenir en todos los
ámbitos de la vida en todo el planeta. La interpelación a reformar la justicia se sostiene
fundamentalmente en el significante “inseguridad”. Reformas que crecen en el sentido
de “flexibilizar” las normas y adecuarlas a las cambiantes necesidades del mercado, en
contraposición al carácter rígido y jerárquico que tenía la justicia en la denominada
150
Los nuevos vientos a favor del reforzamiento del Estado fueron verbalizados
también por Francis Fukuyama (2004), aquél que como ya señalamos capítulos atrás
hubo de proponer a inicios de los ´90 el fin de la historia y que a principios del nuevo
siglo se trasformó en un predicador a favor de la reconstrucción del Estado. Con toda
claridad, en su libro del año 2004, este autor señala que una interpretación exagerada del
“Consenso de Washington” llevó a un debilitamiento excesivo de las capacidades
estatales, este proceso es contraproducente sobre todo luego de las experiencias de los
atentados del 11 de septiembre de 2001 y de las amenazas del “terrorismo global”, las
cuales demuestran cuán importante son los Estados nacionales para garantizar la
seguridad y la “gobernanza global”. Desde esta visión se trata ahora de intervenir para
modificar y reforzar aquellos Estados considerados “débiles” o “fallidos” asegurando
“una autoridad estatal con una estabilidad razonable (capaz de cumplir) con
determinadas funciones….necesarias tales como proteger los derechos de propiedad”
(ídem, p. 150); “estados más pequeños pero más fuertes” en el contexto de la “guerra
infinita” para el control de las poblaciones y los territorios.
En esta dirección, el intento de profundización de las políticas neoliberales en la
región latinoamericana ha venido acompañado de la promoción de un diagrama
sociopolítico tendiente a la militarización de las relaciones sociales en un proceso que
ha sido bautizado como “neoliberalismo armado” o “de guerra” (González Casanova,
2002). El mismo no refiere solamente a la política de intervención militar esgrimida
como prerrogativa internacional por el presidente George W. Bush a posteriori del 11/9
y a su impacto regional particularmente verificable en el incremento de la presencia de
bases y operativos militares estadounidenses en el continente.
Señala también la interpelación a profundizar una política crecientemente
represiva que, a través de diferentes instrumentos, persiga particularmente la
penalización de la protesta social y la criminalización de los sectores pauperizados y
excluidos, aquellos que resultan más castigados y que crecen de manera inevitable bajo
la aplicación del recetario neoliberal. En este sentido, la estigmatización de los sectores
populares que acompaña a estas políticas guarda ineludibles parecidos con la
identificación de las llamadas “clases peligrosas” que orientó la acción represiva del
Estado oligárquico latinoamericano de principios de siglo XX. Desde esta perspectiva,
el llamado “neoliberalismo armado” abarca un conjunto diferente de políticas que van
desde aquellas que promueven reformas legales que otorgan mayor poder a las fuerzas
policiales y la justicia penal en desmedro muchas veces de las libertades y derechos
democráticos hasta las que habilitan la intervención de las Fuerzas Armadas en el
151
Bibliografía.
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