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SEIS ENSAYOS SOBRE LA LIBERTAD.

Ricardo Sanmartín Arce

                                                           1
                                                           2
INDICE

Presentación y agradecimientos.

Capítulo I: Tradición antropológica.

El precedente de G. Vico.

En la estela de Dilthey.

La hermenéutica de Gadamer.

De Malinowski a Geertz.

Capítulo II: Valores en el imaginario de nuestro tiempo.

Figuras de los valores.

Estados de los valores.

Imaginario social.

Capítulo III: Etnografía.

El caso ruso.

El caso japonés.

En nuestro caso.

Libertad y figuración del sujeto moderno.

La idea de la libertad.

Capítulo IV: El caso de la primavera árabe.

Capítulo V: La crisis del porvenir.

Culturaciones.

Globalización.

Ortega, el futuro y la verdad.

                                                           3
Crisis y circunstancias globales.

Imágenes, valores y estilos culturales.

Sin límites.

El mecanismo.

El arte y el horizonte.

Capítulo VI: Libertades, ficciones y monstruos.

Cádiz, Goya, Shelley y Beethoven.

Bibliografía.

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                                                           5
Presentación y agradecimientos.

Reúno en este pequeño libro una reflexión en seis ensayos sobre distintas
figuras del valor de la libertad. Los datos provienen de etapas diferentes de mi
propio trabajo de campo en España, así como de la comparación con autores que
han desarrollado su investigación de campo en Rusia y Japón. El título en plural
quiere ser una respuesta etnográfica y prospectiva a la crítica que Ralf
Dahrendorf formulaba a los distintos tipos de libertad que Isaiah Berlin proponía
en sus famosos cuatro ensayos. Decía Dahrendorf que “sólo hay una libertad, que
es indivisible, y ésta no precisa de ningún epíteto”. No es que I. Berlin necesite
en absoluto defensores. Tampoco mis ensayos pretenden arañar la merecida
autoridad de Dahrendorf, ahora que ni uno ni otro puede seguir dialogando con
su futuro. Espero que no resulte pretencioso el contraste entre la lenta
elaboración artesanal de la observación etnográfica, y la reflexión filosófica de
quienes ganaron con ella su lugar en la historia. Cabe afirmar que hay una
libertad en la medida en que hay una naturaleza humana, pero, tanto si miramos
la historia, como si atendemos a la etnografía elaborada en el presente, lo que
encontramos en la vida real de los hombres es una variada gama de figuras de
valor que emergen con infinidad de matices. Según sea una u otra la tradición
cultural en la que se ha crecido, teniendo muy en cuenta las concretas
circunstancias que cualifican la situación de quien ha de actuar, sus objetivos,
intenciones, posibilidades, redes sociales y demás condiciones sociales y
culturales de todo tipo, lo que detectamos es cómo la gente acaba prefiriendo una
u otra linea de acción. En ese marco real, circunstancial, es donde miramos cómo
se va ejerciendo lo que en cada caso se entiende por libertad, y vemos que no
siempre adopta la misma forma, no siempre libertad significa lo mismo en toda
circunstancia, pues no siempre ponen el énfasis en los mismos componentes
cualitativos. Eso no quiere decir que libertad pueda significar cualquier cosa, ni
que no sea nada por poder serlo casi todo. Las personas reales se sienten libres o
constreñidas, atadas o independientes, plenas o esclavas, en paz y autónomas, a
su aire, o pendientes, vigiladas, obligadas o forzadas por muy distintas razones y
de muy diferentes maneras, según como, cuando o donde transcurran los hechos.
Es ahí, en cada caso, donde podemos hablar de libertad o no, en la concreción
cualificada por el horizonte cultural de cada época.

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En la medida en que la libertad es un valor y su forma específica cambia en
el tiempo y en el espacio, con el cambio de la historia y la cultura de cada grupo
humano, nunca podremos entender bien el sentido de cada forma de libertad si,
además, no tenemos en cuenta las complejas relaciones que guarda con otros
valores, con las categorías del conocimiento que tipifica cada momento, o con
todo cuanto acaba afectando a la vida social y al imaginario colectivo. De ahí
que, inevitablemente, tengamos que referirnos a la igualdad, a la solidaridad, a la
confianza, a la justicia, al orden, al respeto o a la dignidad; y todos esos valores,
obviamente, adoptan figuras culturales distintas que también cambian según la
época. De hecho, si la libertad consiste en algo para quienes a ella se refieren, lo
es solo en las históricas relaciones que comparte con aquellas otras figuras de la
igualdad, la solidaridad y los demás valores con las que irrumpe en escena.
Nunca, en la vida real, ante las cuestiones decisivas que inquieren a los hombres,
se ponen en juego o se reclama la presencia de un valor aislado de los otros. Esa
presentación conjunta de las figuras lleva a que el sentido de cada una quede
siempre matizado por la copresencia de las otras. No es relativismo, sino
realismo resultante de la observación de las conductas en su contexto.

Esta reflexión no pretende ser filosofía, ética, ni dictaminar sobre la


existencia o no del libre albedrío humano. Esa misma discusión sería aquí
entendida como un caso más para el análisis, pues lo que se estudia son
figuraciones humanas, una parte del imaginario colectivo de distintas tradiciones,
lugares y tiempos. No tomamos los valores como entidades dadas y nítidas, sino
como unidades borrosas, de contornos difusos, en las que se condensa para los
actores sociales un complejo conjunto de elementos significativos de naturaleza
simbólica, semántica y moral, cambiantes en la densa circunstancialidad de su
experiencia colectiva, aun guardando el aire de familia con su tradición cultural, y
cuya representación irrumpe a instancias de la interacción en su experiencia
cotidiana de la vida al desencadenarse en el actor el reconocimiento de un bien
hacia cuya consecución orienta la acción que observamos. Lo que detectamos,
por tanto, son imágenes de imprecisa representación en la mente de los actores y
cuya figura tratamos de precisar repitiendo la observación y comparando los
casos. No se trata de nada tan perfilado como un concepto de uno u otro valor, ni
de una idea claramente consciente. Si intento referirlas con los términos imagen
y figura no es por que sean de naturaleza visual o espacial, sino por entender que
bajo tales denominaciones encerramos, con más fidelidad a lo observado, esa
relativa unidad de elementos morales, éticos, conductuales –a los que, en

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ocasiones, se unen rasgos visuales aportados por la memoria a modo de ejemplos
para uno mismo adquiridos en la socialización, discursivos y expresivos– que
encierran como símbolo toda esa potencia significativa. Resulta así una
representación que el propio actor maneja en la acción a modo de guía aun sin
clara conciencia de su exacto contenido. De ahí la dificultad de alcanzar esa
imagen solo en la literalidad de las palabras registradas en las entrevistas. Se
trata de contenidos humanos en los que el actor deposita su fe y, como toda fe o
creencia, su naturaleza es oscura, y lo es más para el actor o creyente que para el
observador capaz de comparar y observar desde fuera, desde una posición etic1.
En última instancia, los valores tienen aquella naturaleza que Ortega atribuía a las
creencias frente a las ideas. Estamos en nuestras creencias sin darnos cuenta,
mientras que llegamos a las ideas con la alerta y atención que la resolución de los
problemas nos exigen. Eso, obviamente, no implica que el observador pueda
hacerse cualquier idea de los valores ajenos. Sin duda, describir una figura de un
valor cultural ajeno es un problema para el observador, mientras que, para quien
lo sustenta, dicho valor es una creencia moral en la que está sin darse cuenta lo
suficiente como para poder describir su imagen al observador.

Esa idea a la que llegamos, nos la hacemos tras un largo y atento proceso de
comparación, inferencia e interpretación. Usamos las palabras registradas en las
entrevistas con el fin de preservar la fidelidad al actor, a su experiencia y
expresión, pero solo logramos saber lo que significan, más allá de su intención
expresa, tras la comparación de las observaciones y de las palabras de otros
actores, tras ver su uso en la acción, tras entender el sentido del conjunto de
actos y decisiones aun en el silencio de su a-discursividad, en la elocuencia de
los hechos, de su unión y, por tanto, también en el total de sus representaciones,
de sus imágenes y figuraciones de otros valores que también pesan en la
consideración que hacen los actores de su circunstancia. El denso entramado
circunstancial, la raíz cultural de sus imágenes en la tradición de los actores, y la
lógica interna del sistema axiológico, limitan la subjetividad de nuestra
interpretación. Nunca el saber al que llegamos podrá ser tan seguro e inmutable
como se imagina comúnmente de una ciencia, pero no ganaríamos más verdad si
renunciásemos a pensar con libertad las libertades que observamos, sujetando ese
pensar-al-observar con los grilletes del diseño, objetivos e hipótesis previos al
reto que sentimos en contacto con la alteridad de los hechos. Una cosa es la

 Con el término etic intenta referir la Antropología el punto de vista de la disciplina científica frente al 
1

punto de vista emic del actor o de la cultura observada.

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ingenuidad etnográfica y otra bien distinta estar abiertos al inicio del proceso
hermenéutico. Las más de las veces, el miedo al sesgo personal exagera las
virtudes del diseño y conduce la investigación por sendas de ortodoxia
academicista cuya corrección solo repite caminos conocidos y ahoga otras
posibilidades de encarar lo desconocido, lo que merecería ser sabido. Ese temor
al etnocentrismo, en realidad, al defender tan aguerridamente un tipo de saber
reverenciado en la cultura del observador, deja a salvo los presupuestos en los
que se funda, esquiva el golpe que propina la alteridad de lo observado y, si bien
sale así indemne, sin rasguño, del encuentro, acaba ajustando selectivamente de
la realidad solo aquello que encaja con sus hipótesis y presupuestos; del mismo
modo que la arena adopta el molde de los cubos de los niños en la playa,
acabamos construyendo el castillo previsto, pero es de arena, y las olas y el
viento de la realidad lo destruyen al primer golpe de vitalidad. El resultado tiene
la bendición de su corrección, pero su previsibilidad impide toda innovación y el
verdadero avance hacia lo desconocido se detiene y queda preso en la habitación
de espejos de la ciencia.

No es ese el modo de vencer al etnocentrismo, pues al dejar a buen recaudo


los presupuestos del observador, jamás entrarán en verdadero contacto con los
ajenos y perderán por ello la ocasión de reconocerse al sentirse cuestionados por
los otros. Solo sesga el etnocentrismo que no advertimos como tal, el que queda
subyacente como una creencia orteguiana, ese que ocultamos como un avestruz
bajo el aparato defensivo del diseño, y la ciencia no puede ser una mutualidad de
seguros que salvaguarde el conocimiento, sino una comunidad dispuesta al
diálogo con su objeto y al debate interno, a volver a empezar en cada encuentro
con la vida. Su objetivo no es comprobar lo conocido, sino comprender lo que no
entiende, lo que cuestiona el propio conocimiento. Se trata de una tarea siempre
inacabada. Nunca vencemos del todo porque no es victoria alguna lo que en
realidad está en juego. Se trata de algo más humano que una victoria, de algo
menos seguro que la comprobación de un saber. Se trata de un diálogo que busca
entender un poco mejor, desde una perspectiva más fiel a la vida. Por eso solo
sabemos si somos creativos, si innovamos, si empujamos el horizonte hacia lo
desconocido. Necesitamos escrutar la alteridad con el punzón de la imaginación.
El choque cultural no es solo un punto de partida, sino la agenda de cada día.
Chocar es lo que busca quien boxea con los hechos que le llevan contra las
cuerdas de su cultura. En nuestro caso, los hechos que nos empujan son los de la
etnografía, los guantes de la diferencia cultural a cuyo encuentro nos lanzamos.

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Solo sacándolos a relucir podremos corregir nuestros prejuicios. Vemos el perfil
y precisamos el sentido de las propias categorías al notar su incapacidad para
captar aquello que observamos. Por eso hemos de ponerlas en uso en el proceso
mismo de la observación. Es la alteridad de las culturas quien nos obliga a abrir
las propias categorías, y ensancharlas y cambiarlas para que puedan nacer otras
nuevas y servir de algo al referirnos con estas a ese mundo nuevo y desconocido
que poco a poco vamos entreviendo. Claro que, al hacerlo, son las nuestras las
que se mueven y nuestro suelo pierde esa solidez a la que nos tenía tan
acostumbrados. Quien busca la tranquilidad académica de un saber seguro y
objetivo huye de ese choque que hace temblar el edificio en el que reconocía las
imágenes que aparecían en sus espejos. Quien trata, como el etnógrafo, con
personas sabe que “no se posee nada que no se haya experimentado. Una
comprensión meramente intelectual significa en consecuencia demasiado poco,
pues solo se conocen palabras sobre la experiencia, pero se desconoce la
sustancia interiormente”2. Conocemos por experiencia, y esa experiencia es
tiempo, está en la historia, nos cambia inevitablemente si queremos avanzar hacia
lo desconocido. Conocemos, pues, en la medida en que cambiamos y eso, a
veces, cuesta por el carácter radical de ese tipo de cambio, ya que se trata de
nuestras propias categorías, valoraciones y creencias, esto es, de algo con lo que
nos hemos constituido, de todo cuanto guarda relación con el significado de las
cosas. Entendemos las figuras de valor ajenas en la medida en que captamos su
razonabilidad en el conjunto de sus situaciones e imaginario colectivo. Pero
captar esa razonabilidad exige ir más allá de nuestras exclusivas razones, de
nuestras situaciones e imaginario, pues vemos que, guiados con las figuras de
nuestros valores, no hubiesen sido concebibles las conductas que observamos en
los contextos en los que se desarrolla cada trabajo de campo. Ese cambio para
percibir las diferencias que no encajan evita el etnocentrismo y la subjetividad, y
permite la comprensión de lo observado.

Dos comparaciones cruzan el conjunto de la etnografía sobre la que se


funda la reflexión de estos ensayos. Por una parte, el contraste en el tiempo de la
propia experiencia de campo desde los años setenta del siglo xx a la primera
década del nuevo siglo y, por otra, la comparación entre distintas tradiciones
culturales. El conjunto, no obstante, debe mucho a la escuela británica. No en
vano se eligen como casos comparativos los trabajos de Carmelo Lisón sobre
2
 Jung, C.G. 2011: Aion. Contribuiciones al simbolismo del sí­mismo. Obra completa Vol.9/2, Editorial 
Trotta, Madrid. p. 39.

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Galicia y Aragón, en la línea de la Universidad de Oxford, y los de Caroline
Humphrey sobre Rusia y de Alan Macfarlane sobre Japón, con quienes me formé
en el King's College de la Universidad de Cambridge, dirigido entonces por Sir
Edmund Leach, y estando al frente del Departamento de Antropología Social
Jack Goody. El texto constituye así, también, un rendido homenaje a quienes
fueron y son mis maestros.

Antes y después de la Transición Española, y tras la entrada en la Unión


Europea, son dos etapas del trabajo de campo cruciales para el cambio cultural
como referentes de la comparación en España. Humphrey en Rusia también toma
la Perestroika como eje de comparación entre dos épocas, y Macfarlane, en
realidad, más allá de sus estancias en Japón a lo largo de más de quince años,
cuenta con el largo trasfondo de la historia japonesa, los relatos de los viajeros
occidentales y la posterior modernización de Japón como elementos de un
contraste permanente que destaca cambios y continuidad. Obviamente, en el
conjunto de los casos, incluyendo los recientes e inacabados cambios en el norte
de África, y el caso peculiar del arte en el inicio del siglo XIX con la
Constitución de Cádiz y el imaginario europeo como fondo, reside el contraste
principal de la comparación que permite apreciar la variedad en las figuras del
valor de la libertad. Variamos los casos estudiados para multiplicar la
comparación, pues en nuestra disciplina, como ya destacó Evans-Pritchard a
mediados del siglo XX, la clave está en precisar las diferencias culturales. De ahí
que, aunque toda la Antropología parta de la unidad de la especie y logre
destacar los rasgos comunes de lo humano, su trabajo crece desde el contraste
que permite destacar las diferencias culturales como riqueza del patrimonio de la
Humanidad, también en el caso de sus variadas concepciones de la libertad.
Aunque nos servimos de la autoridad de los filósofos, no pretendemos hacer
Filosofía. Intentamos enraizar en la circunstancialidad de la historia y las
sociedades la reflexión que nos ayude a comprender. Con esa misma intención
encadenamos las citas de especialistas en Economía, Sociología o Filosofía, con
las opiniones, incluso, de artistas, porque todos ellos constituyen también actores
e informantes de nuestro tiempo y, dada la gran complejidad de nuestra
globalización, la etnografía no solo está multisituada en el espacio, sino también
en el tiempo y en la especialidad del saber de los expertos. De hecho, todos ellos
responden a los problemas que afligen la efectividad de la libertad en nuestro
mundo, pero lo hacen con un discurso roto, desperdigado entre todos ellos.
Asumimos el reto de aunar, encadenando sus citas, vislumbres dispares de

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autores, lugares y tiempos para crear el discurso implícito que late bajo sus
distintas versiones. Esperamos así desvelar ese discurso colectivo que no se
escucha a pesar de estar formado con tantas voces, como si de un cuadro cubista
se tratase, pintado a varias manos y que yaciese mudo en mitad del ruido de
nuestro tiempo.

Muchos de los cambios que afectan al imaginario cultural son procesos que
todavía están en marcha y no es posible prever con seguridad como van a alterar
las figuras de los valores, pero precisamente por ello merecen el esfuerzo de la
atención, aunque el futuro siempre nos sorprenda. Esa es una comparación que,
inevitablemente, abre el ensayo hacia el porvenir. De hecho, esa inseguridad es la
que rige las decisiones en todo presente, también en la actual crisis, a la que se
dedica un capítulo del libro para subrayar los factores culturales que se perciben
a través de la observación y la prensa. Toda investigación, por más que se funde
en hechos acontecidos y observados, tiene siempre un carácter prospectivo. La
comprensión a la que aspiramos es algo que buscamos alcanzar como un futuro
deseable, como esperanza que nos mueve hacia delante y que siempre es
ampliable y mejorable. En el caso de la libertad buscamos esbozos de nuevas
figuraciones del valor entre las capas medias altas de la sociedad como
impulsoras de la modernidad, y lo que entonces percibimos es una nueva
complejidad en la estructura del sujeto. Si las figuras culturales de los valores
forman parte del imaginario colectivo, su introyección en los procesos de
socialización da forma y constituye al sujeto. El cambio de valores altera la
estructura del sujeto, ahonda el punto en el que este se ubica para enfocar desde
ahí su atención, y hay que buscar el nuevo lugar en el que, de hecho, nace
escondida su voluntad. Ambos movimientos constituyen cambios antropológicos
hondos en la línea del nihilismo cuyas consecuencias todavía no podemos
apreciar adecuadamente, pues se trata –según Nietzsche– de un “suceso [que]
todavía está en camino y los actos necesitan tiempo, incluso después de
realizados, a fin de ser vistos y oídos”3.

No habrían sido posibles estas reflexiones sin la generosa ayuda de los


informantes con quienes he dialogado durante las distintas etapas del trabajo de
campo. A ellos va mi más sincero agradecimiento, pues siempre son quienes nos
enseñan, quienes desmontan nuestros sesgados prejuicios, quienes dirigen
nuestra investigación. La historia y la vida está en sus manos. Nosotros solo

3
 Citado por M.Heidegger, 1998: Caminos de bosque. Madrid, Alianza, p. 161.

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somos observadores llevados a pensar ante el impacto de lo observado. Junto a
ellos, debo recordar a los colegas que han comentado en distintas ocasiones los
esbozos de estos ensayos sobre la libertad, tanto en las sesiones de la Real
Academia de Ciencias Morales y Políticas, como en la Universidad de Roma La
Sapienza, en el Instituto de Creatividad e Innovaciones Educativas de la
Universidad de Valencia, en la Universidad Miguel Hernández o en la
Universidad de Salamanca. La Residencia en Roma de la Escuela Española de
Historia y Arqueología del C.S.I.C. me ha brindado su hospitalidad como en
tantas ocasiones anteriores.

Con todo, la reflexión no solo nace del pensar al que nos llevan los hechos y
las confesiones sinceras de los informantes. Las personas más próximas –
mayores, iguales y pequeñas– con quienes compartimos la vida, con el testimonio
diario de su ilusión y entrega aun en la fragilidad, nos han hecho reflexionar tanto
o más que la comunidad científica. También los viejos maestros y profesores.
Todas ellas debieran firmar el texto, tanto porque sin ellas no se hubiese podido
escribir, como porque el propio autor ha sido constituido por ellas como la
persona que llega a ser. Aunque, bien mirado, ese trámite legal de la autoría
nunca alcanza esa verdad imprecisa y honda en la que se gesta durante meses y
años la creación colectiva, dialogal y compartida de un libro. Nuestra cultura
silencia las partes de nuestro ser que siendo nuestras no son yo por su énfasis en
el individualismo del sujeto. Otras tradiciones dan un papel mayor incluso a los
antepasados. Sin los valores que unos y otros me han legado no hubiese podido
percibir el contraste y el sentido de cuanto he observado. A todos ellos quisiera
dedicarles estos ensayos a modo de agradecimiento.

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Capítulo I

Tradición antropológica.

Aunque la memoria nos resulte frágil, no debiéramos olvidar que toda la


investigación que desarrollamos en las ciencias sociales se funda en el esfuerzo
previo de quienes nos precedieron. Reflexionar sobre el mundo contemporáneo
con la conciencia viva de ese esfuerzo no es pensar con lastre alguno, menos aún
con la mente grávida del miedo a desbordar moldes y caminos conocidos. Si
alguna cosa nos enseñan los maestros es que el pensar sólo es auténtico, sólo es
fiel a la acción que su nombre designa, si opera desde una libertad plena. Esa es
la condición que nos deja solos y enteros ante los problemas que se erigen en el
horizonte humano y desde el cual nos inquieren y preguntan reclamando toda
nuestra entrega. Seguir aquel modelo de libertad que encarnaron quienes nos
precedieron será pues un deber de fidelidad al valor de la tradición que nos
legaron, y una obligación epistemológica que deriva de la naturaleza misma de
los problemas humanos y culturales a los que nos referimos.

Esta referencia tan inicial a la tradición, solo pretende recordar el papel


indispensable que la experiencia colectiva ejerce en el trabajo intelectual. Con
todo, la atención directa sobre la vida vivida, la constante confrontación de los
proyectos con lo que Zubiri llamaba la imperiosidad de lo real que se encarna en
los hechos, es lo que otorga al modesto trabajo empírico de la observación toda
su solidez y dignidad, pues finalmente siempre son los hechos históricos, en tanto
que logros humanos encarnados en acontecimientos efectivos, los que dan fe y
prueban empíricamente la naturaleza y estructura de lo humano. Los hechos
muestran, al acontecer, que aquella figuración humana concebida en el empeño y
esperanza de un logro ha sido posible. Fueran pues las que fueren las condiciones
limitantes en el nacimiento de los hechos, en la medida en que efectivamente
acontecieron, nos prueban su posibilidad, esto es, que aquella figuración
inexplícita de lo posible que preñó la mente de quienes siguieron el impulso de su
esperanza y pusieron toda su energía en el logro, acertaron y consiguieron crear
una parte de la historia. Como ya apreciaba Vico, la sabiduría como más
correctamente se funda no es en la teoría, sino en la propia práctica. El

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conocimiento de la moralidad y la política humana requiere pues el concurso de
la experiencia generada desde la pluralidad de esos puntos de vista. Si de la vida
humana queremos conocer alguna verdad, tendremos pues que contar con sus
múltiples lados.

El lado hacia cuya búsqueda se encamina la Antropología Cultural es sólo


uno de ellos. Es más, los caminos que cabe hacer al intentar desvelar ese lado de
la vida, como ocurre en toda ciencia social, son siempre múltiples y cambiantes
como el paso de la historia. Si el rostro de la vida muda con los años y con la
forma de escrutarlo, no es que carezca de realidad sino de fijeza. En nuestra
condición reconocemos constantes universales que nos permiten identificarla
como humana, a la vez que todas ellas se presentan bajo específica forma
histórica en una pluralidad de concreciones culturales distintas. En realidad, al
destacar el valor de la variabilidad cultural no hacemos sino atenernos al modo
como nace el conocimiento. Partimos de la observación de seres humanos reales,
y estos siempre viven en momentos históricos concretos, sujetos a los avatares de
la historia a cuyas condiciones hacen frente sirviéndose del patrimonio vivo de la
cultura que les legó la propia historia. Solo al comparar unos casos con otros
reconocemos la universalidad del fenómeno humano, y siempre a costa de
someter nuestra más próxima experiencia al ejercicio ascético de relativizarla.
Tan pronto empieza a purificarse nuestra visión cultural de la realidad de su
tendencia a erigirse en única, como fruto del contacto con la alteridad de las
culturas, comenzamos a entender la eficacia de la comparación.

Por otra parte, ese rostro tan plural de la vida humana, siendo un rostro real
en el tiempo y en el espacio, solo cabe reconocerlo si se cumplen las condiciones
que la percepción y comprensión de su cuerpo exigen del observador. No es
cualquier cosa lo que observamos. Miramos la vida social y las creaciones
culturales. Pero estas solo se dejan ver en lo que son allí donde están, esto es,
desde el lugar de la observación. Se trata de un lugar peculiar ya que es siempre
fruto de un encuentro. Es aquí donde convendría matizar el perspectivismo de
Ortega, pues si bien es cierto que, siendo ambas visiones verdaderas, no se ve
igual la sierra de Guadarrama desde Madrid o desde Segovia, en nuestro caso el
horizonte cultural carece de un perfil tan nítido y duradero como el de los objetos
físicos. El problema no reside en la inevitabilidad de sumar diversas perspectivas,
sino en que cualquiera de ellas solo se alcanza en el encuentro, en el cruce de dos
movimientos: el del conocimiento del observador que va hacia el encuentro y el

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de la historia creada a ciegas entre todos los actores observados. A la cuestión de
la perspectiva debemos, pues, sumar el problema de la comprensión humana, el
de la intelección de los frutos culturales, comprensión que solo alcanzamos al
final de un proceso en el que se incluye su comunicación, su expresión o
devolución al fluido social de la historia. La creación antropológica no depende
tan solo de la realidad etnográfica que pretende describir, tampoco de la
individualidad de la perspectiva antropológica desde la que se contempla, sino
también del horizonte antropológico de la época al que se comunica, ya que es
ahí donde ha de resultar comprensible, y nada de ello depende del capricho
subjetivo del autor. La fusión de horizontes en que resume Gadamer el momento
de la comprensión involucra al horizonte de la época para la que se escribe tanto
como al de aquella de la que se escribe, pues solo así el encuentro es verdadero y
culmina con el traslado o ampliación del horizonte del observador.

La tensión del encuentro entre horizontes culturales y la transformación


lograda en la fusión, como instrumento metodológico para la comprensión, no las
plantea la Antropología contemporánea solo entre épocas, culturas o sociedades
diferentes. De hecho, la Antropología atiende cada vez con mayor frecuencia a la
interna diversidad cultural de las sociedades complejas actuales, y busca
comprender aquellos problemas humanos que el observador comparte con sus
contemporáneos. Nuestras sociedades calientes con su historia acumulativa –
según las catalogaba Lévi-Strauss– han integrado en su peculiaridad cultural una
propensión constante al propio cambio, y por ello no solo es posible sino que
resulta necesario practicar en su seno ese ejercicio de comprensión de la
alteridad que ha caracterizado a la historia de la Antropología Social y Cultural.
El hombre contemporáneo es definitivamente dispar, nuestras sociedades hace
mucho tiempo que dejaron de ser unánimes –si alguna vez lo fueron antes de
Babel– y los segmentos que componen su diversidad plantean al observador la
necesidad de usar el método y las técnicas que ideó la disciplina con ocasión de
su larga experiencia en los estudios de campo en sociedades culturalmente
alejadas de la del investigador. Si para comprender la compleja vida social de
nuestro mundo necesitamos el concurso de todas las ciencias sociales, desde la
perspectiva de la Antropología cabe añadir no sólo la comparación tradicional
con otras culturas, sino también una comparación entre modelos antropológicos
que recupere para la observación empírica la tradición humanística que desde G.
Vico, W. Dilthey, M. Weber, J. Costa y J. Ortega y Gasset, se une en la segunda
mitad del siglo XX a las decisivas aportaciones de H. G. Gadamer, P. Ricoeur,

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E.E. Evans-Pritchard, C. Geertz y C. Lisón. Se trata de una tradición, de una de
las perspectivas posibles. Elegirla no significa desconocer o rechazar el valor
epistemológico de otras tradiciones, sino preferir el que ésta nos aporta al centrar
su atención en la peculiaridad antropológica del material que toma como objeto
de su reflexión. A pesar de su propia disparidad y del modo particular que cada
cual usa al designar los problemas humanos que contempla, la obra de los autores
citados subraya el valor primordial de la experiencia según es vivida por los
actores en su circunstancia histórica, esto es, el valor inicial que la vida tiene
como momento primero o pregunta a la que responde la ciencia como momento
segundo al elaborar su conocimiento. Con esta valoración se reconoce un orden
en el proceso de creación del conocimiento que lo sitúa siempre al servicio de
esa vida para la que nació como un logro específicamente humano. Esa vida
queda caracterizada, más allá de sus condiciones físicas, por la significación que
gana al contemplarla en su circunstancia histórica y discursiva, esto es, por el
valor moral que la significa.

El precedente de G. Vico.

De ahí que ya en 1708 sintiera Vico la necesidad de defender una corriente


crítica desde el humanismo pues, según dicho autor,

“el mayor inconveniente de nuestro método de estudios es el de que, afanándonos


intensamente en las doctrinas de la naturaleza, no valoramos tanto la naturaleza
moral, y principalmente aquella parte que trata de la naturaleza del espíritu humano
[…] de las características morales […] investigamos la naturaleza de las cosas, pues
parece cierta; mas no investigamos la naturaleza humana, porque, debido al libre
albedrío, es muy incierta”4.

En sus palabras cabía ya entonces apreciar una crítica a la comodidad del


pensamiento que, seducido por la seguridad de objetos y ciencias más ciertas,
renunciaba al deber de responder a las preguntas que la singular condición de lo
humano plantea.

Y “siendo así que los quehaceres de la vida son valorados de conformidad


con los momentos de las cosas y sus apéndices, llamados circunstancias […] los
hechos humanos no pueden evaluarse según esa inflexible y rígida regla mental;

4
  Vico,   G.   2002:   Obras.   Oraciones   inaugurales   &   La   antiquísima   sabiduría   de   los   italianos.   Barcelona,
Anthropos, pp. 92­93.

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por el contrario, deben medirse con aquella otra flexible [...] que no moldea los
cuerpos a sí, sino que se amolda a los cuerpos. Y por esto dista tanto la ciencia de
la prudencia”5.

De ahí que, frente a la deducción lógica estimase que “es, pues, la decisión
más segura la de seguir de cerca los casos particulares; y no usar el sorites en
este asunto más allá de lo que merece, sino basarnos más bien en la inducción”6.
Ese arte de la prudencia, basado en la inducción tras observar de cerca los casos
particulares en sus específicas circunstancias, pretende encontrar “el mayor
número posible de causas de un solo hecho”7.

Para Vico “no obran correctamente […] aquellos que transfieren a la práctica de
la prudencia el método judicativo del que se sirve la ciencia: pues […] al no haber
cultivado el sentido común, ni haber seguido nunca lo verosímil, [...] no toman en
consideración qué opinan de [la verdad] comúnmente los hombres, y si también a
ellos esas cosas les parecen verdaderas”8.

A ese respeto por lo que hoy llamamos la alteridad de la etnografía une


Vico una intuición cuyo alcance no estaba entonces en condiciones de evaluar.
Vico vislumbra como fuente de datos relevantes para su arte de la prudencia
aquello que la propia sociedad no ha contemplado todavía, según los cánones y
principios comunes de su cultura, como expresión de su propio espíritu y se
arriesga a señalar la conveniencia de “investigar en las acciones humanas la
verdad tal cual es, incluso partiendo de la imprudencia, la ignorancia, el placer, la
necesidad o la fortuna”9. El sentido común, lo que opina la gente, su ignorancia e
imprudencia incluso, la conducta guiada por el placer o la necesidad, castigada
por el azar de la fortuna, allí donde los propios autores de la historia no suelen
mirar cuando lo que buscan es formalizar su propia imagen de lo humano, no sólo
ha de ser igualmente investigado empíricamente para encontrar la verdad tal cual
es, sino que puede ser incluso un valioso punto de partida, precisamente porque,
al escapar formalmente de todo aquello que la sociedad reconoce y dice de sí
misma y su época, constituye una singular vía para acceder a sus creencias
5
 ibid.
6
 Ibid.
7
 Ibid.
8
 Ibid. p. 94.
9
 Ibid. p. 100.

                                                           18
efectivas, a la parte oculta del imaginario que mantiene a flote la masa visible de
su cultura, con cuya fuerza se empuja a ciegas la historia.

En la estela de Dilthey.

Tampoco, como subraya Ortega hablando de Dilthey, estaba éste en su


época en condiciones de completar su propia visión de las ciencias del espíritu y
percibir el alcance futuro de sus reflexiones. Ortega reconoce el paralelismo de
su raciovitalismo con el pensamiento de Dilthey, y destaca de su método para
lograr la comprensión de los fenómenos del espíritu el empeño en referirlos “a la
entera naturaleza humana, tal como nos la muestran la experiencia, el estudio del
lenguaje y el de la historia”10. El mero racionalismo no podía explicarlo todo.
Para Dilthey era necesario buscar la conexión de todos los elementos, y al
hacerlo resultaba que

“los elementos más importantes que integran nuestra imagen y conocimiento de la


realidad, tales como unidad personal de vida, mundo exterior, individuos fuera de
nosotros, su vida en el tiempo y sus interacciones, pueden explicarse todos
partiendo de esa naturaleza humana enteriza que encuentra en los procesos reales y
vivos del querer, del sentir y del representar no más que sus diferentes aspectos” 11.

Dilthey resume en pocas palabras una ingente y novedosa tarea como clave
para una aproximación correcta a los fenómenos humanos. En primer lugar nos
describe aquello a lo que debemos atender como realidad propia de este tipo de
ciencia: la unidad que constituye el campo de observación no es nada abstracto,
ni una parte predefinida por la ciencia que elige sus propias categorías, sino la
vida misma que como tal antecede a toda ciencia, y en ella el elemento central es
la persona como realidad unitaria, no alguna de las imágenes que de ella se
forma la sociedad (su cantidad, sus roles, etc.). Claro que esa vida es social y no
hay persona sin el conjunto de los individuos. Es más, a todo ello hay que
atender reconociendo su cualidad histórica y su total interdependencia, pues
“todo hecho de conciencia [...] se presenta siempre y constitutivamente en
conexión con otros hechos de conciencia […] se da en complexo, conexión,
interdependencia y contexto [...] el conocimiento depende de la voluntad y el

10
 Dilthey, W.  1944 (1883): Introducción a las Ciencias del Espíritu. México. F.C.E. p. 6.
11
 Ibid. 

                                                           19
sentimiento, como estos de aquel”12. El carácter innovador de la consideración
antropológica de Dilthey deriva de su fidelidad a la observación del espíritu
humano, al contemplarlo no como mera razón sino como un proceso vital cuya
realidad integra querer, sentir y representar. Por eso, las preguntas que nos
formula la vida al observarla “no pueden ser contestadas suponiendo un rígido a
priori de nuestra facultad cognoscitiva; sólo se contestan mediante una
consideración evolutiva –entwicklungsgeschichte– que parte de la totalidad de
nuestro ser”13. Es pues a la totalidad del ser personal a quien Dilthey encarga la
tarea de responder en el campo de las ciencias del espíritu.

Según él, “por las venas del sujeto cognoscente construido por Locke, Hume
y Kant no circula sangre verdadera sino la delgada savia de la razón como mera
actividad intelectual [… mientras que] el hombre entero [...es] este ser que quiere,
siente y representa como fundamento también de la explicación del conocimiento y
de sus conceptos”14.

Para Dilthey, por tanto, son las cualidades mismas de lo humano, tal como
se encuentran al contemplar la vida, las que, en consecuencia, pedirán al
observador una configuración del método centrado en la comprensión (Verstehen)
y, dado que “toda ciencia es ciencia de la experiencia” 15, tendremos que
comprender la experiencia de la vida de los hombres que observamos a partir de
nuestra experiencia de la observación desarrollada al convivir con ellos. Con esa
intención se lleva a cabo el trabajo de campo que ha tipificado la Antropología
Social. Con la etnografía reunida y la comparación se pretende ir de la parte que
su vida es, en relación con la vida de los hombres, y de la parte que es nuestra
vida, al todo de la vida humana.

La hermenéutica de Gadamer.

Como señala Gadamer, “la tarea es ampliar la unidad del sentido


comprendido”16. Así llegaremos a comprender ambas de otro modo, de un modo

 Ortega y Gasset, J. 1983 (1958): Goethe – Dilthey. Madrid, Revista de Occidente en Alianza Editorial,
12

pp. 175­176.
13
 Citado por Ortega op. cit. p. 169. 
14
 Dilthey, op. cit. p. 6.
15
 Ibid. p. 5.
16
 Gadamer, H.G. 1984: Verdad y método I. Salamanca, Ed. Sígueme, p. 361.

                                                           20
no definitivo, pues, como ya vio Vico, las circunstancias de las cosas “son
infinitas; por lo cual toda comprensión de ellas, por amplísima que sea, nunca es
suficiente”17. Ese “proceso infinito” –según Gadamer– mantiene vivo el diálogo
humano con la experiencia y muestra el carácter inevitablemente histórico de la
comprensión. “Ser histórico quiere decir no agotarse nunca en el saberse”18.
Pero ese inacabamiento de la comprensión no conduce al desánimo, ni permite
concluir que el esfuerzo sea inútil. Tampoco el servicio continuado de la medicina
evita nuestra finitud, ni la calidad y periodicidad de la alimentación colma
definitivamente el apetito ni el hambre. Tan absurdas esperanzas desvelan el error
de una expectativa fundada en la imagen de un tipo humano inexistente.
Seguimos necesitando esa comprensión que haga más humana nuestra
convivencia. Aunque siempre partamos de una situación en la que, por estar en
ella y no frente a ella, “su iluminación es una tarea a la que nunca se puede dar
cumplimiento por entero […] esta inacababilidad no es defecto de la reflexión
sino que está en la esencia misma del ser histórico que somos”19.

El modo como Gadamer entiende el proceso de la comprensión encaja


plenamente con la buena práctica de la Antropología en todas sus fases, tanto en
el campo, en la comparación, como en la reflexión interpretativa que alcanza en
su escritura. Comprendemos algo contemplándolo desde la situación en la que
nos hallamos, esto es, dentro del horizonte que desde ese punto alcanzamos. Así

“El que tiene horizontes puede valorar correctamente el significado de todas las
cosas que caen dentro de ellos […] la comprensión […] incluye la exigencia de
ganar en cada caso el horizonte histórico [… de modo que quien] omita este
desplazarse al horizonte histórico […] estará abocado a malentendidos respecto
al significado de los contenidos [de lo observado …] El otro se hace
comprensible […] desde el momento en que se ha reconocido su posición y
horizonte”20.

Gadamer, como si estuviera hablando de la Antropología, matiza sus


palabras al precisar que

17
 Op. cit. p. 102.
18
 Gadamer, op. cit. p. 372. 
19
 Ibid.
20
 Ibid. p. 373.

                                                           21
“uno tiene que tener siempre su horizonte para poder desplazarse a una situación
cualquiera […] uno tiene que traerse a sí mismo hasta esta otra situación […] Este
desplazarse no es ni empatía de una individualidad a la otra, ni sumisión del otro
bajo los propios patrones; por el contrario, significa siempre un ascenso hacia una
generalidad superior, que rebasa tanto la particularidad propia como la del otro
[…] Ganar un horizonte quiere decir siempre aprender a ver más allá […] verlo
mejor integrándolo en un todo más grande y en patrones más correctos” 21.

Viendo, pues, mejor lo propio y lo ajeno en el contraste de su recíproco


destacarse el uno del otro, la ampliación del conocimiento que la comprensión
aporta implica la transformación de nuestra visión previa; visión en la que, desde
Vico, al estar implicada la persona entera, se incorpora una exigencia de
transformación cognitiva para cuyo logro no basta “la delgada savia de la razón
como mera actividad intelectual”, sino que involucra todo el sistema categorial y
axiológico. De ahí su dificultad, y de ahí también la crítica que, tanto Vico como
luego Ortega, formularon a la comodidad y pereza del investigador ante este tipo
de exigencia moral que el estilo crítico del conocimiento humanístico plantea. Es
claro, pues, que en este movimiento del observador hacia el encuentro con la vida
observada,

“los prejuicios que nosotros aportamos […] forman […] el horizonte de un


presente [… que] está en un proceso de constante formación en la medida en que
estamos obligados a poner a prueba constantemente todos nuestros prejuicios […]
Comprender es siempre el proceso de fusión de estos presuntos horizontes”22.

Pero ese nuevo horizonte que resulta tras la fusión no es un horizonte


construido sólo con los elementos comunes a ambos, como tampoco el
significado que así hemos llegado a comprender es fruto de abstraer lo general
tras catalogar los datos recogidos. Se funda, obviamente, en la investigación
realizada, en la etnografía cuya alteridad se yergue preguntándonos, pidiéndonos
que abramos los límites de nuestro horizonte, que cambiemos la posición en la
que estamos para que el horizonte se mueva. Entonces nos damos cuenta de todo
desde un punto de vista distinto, con un nuevo horizonte en cuyo seno la
experiencia es diferente porque todas las referencias van y vienen en el ámbito de
un horizonte de otras dimensiones. Es esta nueva unidad la que promueve una

21
 Ibid. p. 375. 
22
 Ibid. pp. 376­377.

                                                           22
vivencia decisiva desde la cual todo queda re-significado. Cada caso, cada logro
cultural, cada estilo antropológico, es una posibilidad humana marcada desde el
interior de su propio horizonte. La inserción de un hecho en su propia tradición, el
nacimiento de un gesto en el seno de su propio horizonte, les confiere ese aire de
familia propio de la unidad cultural a la que pertenecen y que ellos mismos, como
parte suya, encierran. No es que la simbolización se estructure bajo el modelo de
la sinécdoque. Si la parte puede representar al todo no es simplemente porque nos
lo recuerde, sino porque lo lleva en sí dándole su ser y significado. En realidad, el
todo cultural es el alma de las partes que observamos al construir la etnografía.
Lo decisivo, por tanto, es ese espíritu del todo cultural cuyo cuerpo en el tiempo
es la tradición viva aún en la historia, y en el espacio sus hombres y sus obras. En
el nuevo horizonte cambia el modo como entendemos las obras de los hombres.

De Malinowski a Geertz.

Por eso, encarnando con palabras nuevas las sugerencias del arte de la
prudencia de Vico y del Verstehen de Dilthey –o la práctica que efectivamente
idearon los etnógrafos españoles del siglo XV en extremo oriente y en el nuevo
mundo23– nos recuerda Geertz que

“para descubrir lo que las personas piensan que son, lo que creen que están
haciendo y con qué propósitos piensan ellas que lo están haciendo, es necesario
lograr una familiaridad operativa con los marcos de significado en los que ellos
viven sus vidas. Esto no tiene nada que ver con el hecho de sentir lo que los otros
sienten o de pensar lo que los otros piensan, lo cual es imposible. Ni supone
volverse un nativo, una idea en absoluto factible, inevitablemente fraudulenta.
Implica el aprender cómo, en tanto que un ser de otra procedencia y con un mundo
propio, vivir con ellos”24.

Ese vivir con ellos que inició Malinowski entre los trobriandeses, seguimos
hoy desarrollándolo en el seno de los segmentos heterogéneos de nuestras
sociedades complejas. Buscamos familiarizarnos con los marcos de significado
que cualifican la vida en nuestras sociedades porque apreciamos la relevancia de
la infinidad de matices con la que internamente nos diferenciamos. La vida en el

23
 Véase Lisón Tolosana, C. 1971: Antropología Social en España. Madrid, Siglo XXI y, del mismo 
autor, 2005: La fascinación de la diferencia. La adaptación de los jesuitas al Japón de los samuráis, 1549­1592. 
Madrid, Akal.
24
 Geertz, C. 2002: Reflexiones antropológicas sobre temas filosóficos. Barcelona, Paidós. p. 37.

                                                           23
seno de estas sociedades depende cada vez más de la multiplicación de las
conexiones e intercambios entre unidades particularizadas por su diversidad.
Buscamos unir lo dispar, encontrar acuerdos tan generales como el horizonte al
que han de aplicarse. Pero sabemos por experiencia que elegir la homogeneidad
como estrategia que facilite la dirección de las acciones colectivas destruye el
equilibrio entre la riqueza de la diversidad y la economía de la unidad, y acaba
siendo un instrumento excesivamente simple para lograr una tarea tan compleja.
Necesitamos la compleja sutileza de la comprensión que nos permita ver ese todo
humano más grande cuya existencia buscamos más allá y que hallaremos al
penetrar en la diversidad en la que se concreta como formas observables. La vida
en común con los observados en el trabajo de campo destaca recíprocamente los
marcos de significado, y la conciencia de esa diferencia alerta a la persona entera
del observador en su querer, sentir y representar, y alienta la transformación de su
horizonte. Entonces comprendemos las obras de los hombres en el nuevo
horizonte de las ciencias del espíritu o del arte de la prudencia, en el que ha
creado la interpretación antropológica. Los hechos se ven ahora de un modo
distinto, pues ya no significan meramente aquello que a los ojos del actor social
justificaba su acción según sus marcos tradicionales de significado. Su acción, su
marco, su significado, su justificación y los modos como a sus ojos lo vive y
comprende forman parte de cuanto tenemos que comprender. Mas tampoco lo
podemos comprender meramente desde el sistema de imágenes antropológicas
con el que nos acercábamos a comprenderlo, esto es, del modo previo a haber
sufrido la experiencia del encuentro, manteniendo intacto nuestro propio
horizonte, ya que sin vivir con ellos ni familiarizarnos con sus marcos de
significado no se crean las condiciones necesarias para que la reacción sea de la
persona entera y así se pongan a prueba los prejuicios. Con ellos se enfrentó
Muhammad Yunus al ver la distancia entre la teoría y la vida real de los pobres en
Bangladesh. Si logró salvar de la pobreza a miles de personas fue porque, como
él mismo confiesa, “intenté estar al corriente, empaparme de cómo era la vida en
Bangladesh, especialmente en las zonas rurales, y aprendí cosas que nunca había
estudiado en las aulas ni en los libros de texto” 25. Fue su contacto in situ con la
gente lo que le permitió darse “cuenta de que todo lo que había enseñado y
aprendido estaba en mi imaginación, que eran representaciones sobre la vida de la
gente […y] no siempre se ajustan al prototipo, al estereotipo que tienes en la
cabeza […] teníamos que aprender muchas cosas sobre el lugar, sobre la gente,

25
 Yunus, M. 2007: ¿Es posible acabar con la pobreza?. Madrid, Editorial Complutense, p. 10.

                                                           24
su naturaleza, su economía y demás”26. La experiencia le hizo ver que “resulta
muy difícil aceptar la realidad tal cual es cuando nuestra mente, que tiene su
modo de pensar, no la acepta; y cambiar la predisposición mental es ciertamente
difícil”27. De ahí que la transformación de nuestro horizonte sea un paso
metodológico necesario. Evans-Pritchard prefería calificar a la Antropología
Social como arte por apreciar la delicadeza de este complejo proceso, aunque no
lo explicitase con los mismos términos que la moderna Antropología
interpretativa.

Un trabajo que exige la propia transformación e implica al observador como


al artista en su creación, consume tiempo y, obviamente, resulta siempre
inacabado aun con el concurso de la comunidad científica. En realidad, toda
investigación antropológica selecciona un problema y desde él pretende llegar al
todo a cuya comprensión aspira, pues sabe que lo encierra en su ser como el
cuerpo al alma. Seleccionar un problema parcial para ver y comprender mejor la
vida humana se puede desarrollar desde muchos puntos de vista pero, siendo
fieles a la tradición que indicábamos, lo haremos desde la reacción de la persona
entera al contemplar el presente de nuestro tiempo.

26
 Ibid. p. 15.
27
 Ibid. p. 13.

                                                           25
Capítulo II

Valores en el imaginario de nuestro tiempo.

Pero ¿qué vemos al contemplar nuestro tiempo? Como señalaba M. Weber,


de la totalidad empírica de la vida vemos su particularidad cultural “en cuanto la
relacionamos con ideas de valor”28. De hecho, esa entereza del ser personal que
reacciona desde el querer, sentir y representar, reacciona desde imágenes de
valor, si bien esto no significa que su reacción consista meramente en juicios de
valor. El lugar desde el que se reacciona no determina la naturaleza de esa
reacción, sino el foco y orientación, su perspectiva y los contenidos alcanzados,
su relatividad a un horizonte, su estilo reflexivo y crítico, pues todo valor integra
en su misma figura el querer, sentir y representar. El encuentro que se constituye
como lugar de la observación se desarrolla como diálogo de preguntas vitales y
respuestas, y su núcleo está formado de un modo central por las respectivas
figuras de valor que cualifican cada uno de los horizontes entre los que se plantea
la comprensión. Como sugería Gadamer recordando a Dilthey, en toda melodía
hay

“ciertos temas significativos desde cuyo centro se efectúa la construcción del todo
[…] También la comprensión […] es una comprensión desde el centro […] Pero es
decisivo […] que la totalidad […] surja de un centro, desde un significado central
[…] La historia es siempre […] significado y fuerza. Dilthey señala que una época
representa una totalidad unitaria de sentido”29.

De modo similar, en la vida social actual encuentra Charles Taylor “que el


imaginario social debe estar animado por un mismo principio unificador en todos
los niveles”30. Hacia ese centro orienta el observador su atención para poder
comprender aquella historia o este presente que comparte el antropólogo con sus
informantes y actores sociales. Percibir los temas significativos hacia los que
28
 Weber, M. 1997 (1922): Ensayos sobre metodología sociológica. Buenos Aires. Amorrortu. S.A. p. 
65.
29
 Gadamer, H. G. 1992: Verdad y método II. Salamanca. Ed. Sígueme, p. 37.
30
 Taylor, C. 2006: Imaginarios sociales modernos. Barcelona, Paidós, p. 173.

                                                           26
gravita la imaginación cultural de la sociedad como su centro es una meta
legítima para la investigación antropológica. En ese centro encontraremos las
creencias y valores culturales con los que los actores se representan la vida y su
sentido. Desde ese centro se traza la línea del horizonte y si desde nuestro centro,
con la ayuda del método, acercamos nuestro horizonte al suyo, podremos
desarrollar ese diálogo en pos de la comprensión. Los valores, por tanto,
constituyen un elemento central tanto del trabajo de la comprensión, como del
objetivo que pretendemos comprender.

Para precisar el sentido de nuestro interés en los valores, conviene matizar


algunas diferencias que tipifican nuestra disciplina en el conjunto de las demás
ciencias morales, pues no es nuestro objetivo desentrañar el ser ideal de los
valores. No planteamos una reflexión filosófica, ni una crítica desde la perpectiva
de la ética. Desde una perspectiva sociológica, señalaba Durkheim en 1911 que
“los valores poseen la misma objetividad que las cosas” 31, mientras desde su
filosofía reconocía Ortega al tratar de la estimativa, que

“se nos presenta […] el valor como un carácter objetivo consistente en una
dignidad positiva o negativa que en el acto de valoración reconocemos. Valorar
[…] es reconocer un valor residente en el objeto. No es una quaestio facti, sino
una quaestio juris. No es la percatación de un hecho, sino de un derecho. La
cuestión del valor es la cuestión del derecho por excelencia”32.

Con todo, en esa misma obra acepta Ortega que “la cuestión de si una cosa
real posee o no el valor que le atribuimos y en ella suponemos, sólo permite
soluciones empíricas y aproximadas”33. Es esta determinación empírica sobre las
valoraciones realizadas por los actores en sus respectivos mundos culturales una
parte del trabajo que compete a la observación antropológica. No obstante, no es
tan simple la distinción ni la tarea que corresponde a la Antropología Cultural
cuando esta se basa en el rigor de la Etnografía y el reto de la comparación entre
creaciones culturales diversas, pues buscamos inferir la figura cultural del valor
que subyace implícita en la valoración que observamos. Sin duda acierta Ortega
al estimar como cualidad propia de todo valor su objetividad y trascendencia. Es
31
Durkheim, E. 1911: Juicios de valor y juicios de realidad, “Revue de métaphysique et de morale” vol.
19, p. 438.
 Ortega y Gasset, J. 2004: Introducción a una estimativa. ¿Qué son los valores?. Madrid, Ediciones 
32

Encuentro, pp. 28­29.
33
 Ibid. pp. 34­35.

                                                           27
ésta otra constante que también detectamos en el trabajo de campo al recoger el
testimonio vivo de los actores y al observar como rinden su conducta ante el peso
del deber que sienten al encarar los retos de su existencia. Pero no menos
constante resulta la variedad de formas que adoptan los valores cuando
comparamos culturas diferentes en el espacio y en el tiempo. Es éste, el de la
forma, otro tema –junto con el de los estados en los que se hallan los valores–
que hay que precisar antes de presentar los datos etnográficos si queremos
entender la posición de la Antropología cultural. Cuando Durkheim destacaba la
objetividad de los valores no hacia sino constatar la existencia social de los
mismos en los hechos observables de la conducta, esto es, como algo diferente
del sujeto que acaba encarnando en sus acciones ciertos modelos sancionados
socialmente. Las ciencias sociales captan igualmente la trascendencia y la
objetividad de los valores, pero esta percepción ya no es una quaestio juris, sino
una quaestio facti, esto es, una inferencia desde los hechos de la historia y la
conducta observable, pues es en hechos y en conducta donde la etnografía
detecta las preferencias de los actores sociales, y de su repetida observación
infiere la imagen apreciada que motiva la conducta hacia el logro de algo
deseable. Es en esas variadas historias, sociedades y culturas concretas donde
conviene precisar la forma en que se especifican en cada caso los valores.

Lo que percibimos al observar la conducta de los actores con quienes


convivimos al realizar el trabajo de campo no es una reflexión nítida y expresa
sobre los principios morales en los que fundan sus decisiones. No es fácil para el
actor precisar las imágenes que de hecho le han sido útiles al discernir la bondad
relativa de cada alternativa. La vida cotidiana resulta más oscura y compleja de
lo que todo actor quisiera. Lo vemos con especial claridad en las entrevistas en
las que el tiempo y la confianza alcanzada entre actor y observador facilitan la
autenticidad de la comunicación. Lo que en ellas vamos acumulando son casos
humanos con toda la densidad de su realidad. Al describir la experiencia vivida
no solo oímos palabras, escuchamos más bien a un ser humano que abre el
interior de sus vivencias y nos invita a sopesar la razonabilidad de sus actos y
decisiones, de sus dudas y preocupaciones; la riqueza de su discurso, aun con la
imprecisión de la oralidad, está llena de referencias al mundo observable así
como al interior de sus concepciones y representaciones. Por otra parte, la
convivencia que compartimos a lo largo del trabajo de campo, nos permite
observar a nuestros interlocutores en acción, en el contexto real que envuelve el
conjunto de situaciones en las que su conducta cobra significado. Uniendo ambos

                                                           28
registros esbozamos los componentes que, de hecho, han integrado su figuración
del mérito de aquellas cosas, situaciones, estados o bienes para cuyo logro han
entregado sus energías. Así constatamos que por más difícil que les resulte
expresar y clarificar el fundamento de su conducta, ésta se ha producido tras
reconocer su situación y aplicar la energía suficiente como para lograr resultados
a pesar de las dificultades, esto es, los actores se conducen motivados por
aquello que, aun no sabiendo bien cómo describirlo, lo estiman lo bastante como
para merecerles el esfuerzo de intentarlo.

Figuras de los valores.

Con todo, lo que les motiva no queda suficientemente descrito con la


categoría interés. Necesitamos categorías más operativas, que discriminen con
más detalle no sólo aquello que hace que los intereses les parezcan interesantes,
sino que nos permitan entender también su compleja constitución semántica a
pesar de su ya mencionada borrosidad en los actores. Por eso buscamos precisar
en la investigación la forma que en cada caso etnográfico adoptan los valores.
Esa forma o figura concreta del valor no es independiente de su historia ni del
contexto social que envuelve como marco las situaciones reales en las que operan
los actores, como tampoco lo es del resto de valores que conforman su universo
axiológico, sus creencias morales, el ethos o sistema de valores, con su orden y
jerarquía, pues del juego entre todos ellos, en cada situación concreta, nacen las
respuestas que observamos en el trabajo de campo. Por eso cabe especificar
figuras culturales de cada valor desde un punto de vista etnográfico. La persona
real cuya acción observamos no actúa movida por una única figura de valor, sino
por un sistema de valores, y cada uno de los principios morales que lo componen
se mantiene en tensión con los otros. Este singular juego, en su aplicación
práctica a las situaciones reales, se traduce en énfasis y matices particulares que
son los que, finalmente, en los hechos, dan a cada valor su significado. Por eso
subrayaba Pitt-Rivers como etnógrafo que

“un sistema de valores no es nunca un código de principios abstractos obedecidos


por todos […] sino una colección de conceptos que están relacionados
mutuamente y que los diferentes grupos […] aplican en las distintas situaciones […
donde] encuentran sus significados. Como los peces tropicales cuyos radiantes
colores desaparecen una vez que se los ha sacado del agua, los conceptos que

                                                           29
componen semejante sistema conservan su significado exacto sólo dentro de la
sociedad que los forma”34.

Estudiar esa coloración cultural de los valores es quizá una modesta tarea,
pero es la pequeña escala del trabajo de campo la que permite a la Antropología
una proximidad artesanal a la vida para ensayar la intelección de lo humano y con
ello ofrecer a la sociedad su grano de arena para la comprensión. A los frutos de
la pequeña escala sumaremos los de otra mayor, los de la comparación
intercultural que ha caracterizado desde su origen a nuestra disciplina. Con ellas
intentamos comprender el sentido por el que el actor apuesta al buscar un
equilibrio entre valores en el contexto de cada caso observable, y desde su
acumulación etnográfica tratamos de inferir el significado en el que se cifra su
figuración cultural. Por eso cabe describir figuras culturales de los valores desde
la perspectiva de nuestra disciplina, a la vez que entendemos la crítica que
Dahrendorf formula, desde la suya, a la pluralidad de versiones que ofreció Isaiah
Berlin: “Sólo hay una libertad, que es indivisible, y ésta no precisa de ningún
epíteto”35. Es en los hechos de la conducta donde nos adentramos con el diálogo
y la observación para apreciar no ya si la libertad de los actores encaja en el
modelo que Berlin36 llamó libertad negativa o libertad positiva, sino cómo
entienden los actores su libertad al preferir conducirse como observamos que lo
hacen en sus específicas circunstancias. Esto es, centramos nuestra atención en
sus informuladas versiones, en aquellas que sólo cabe apreciar al encarnarlas en
los hechos, pues los valores no sólo guían la conducta con el poder del bien que
encierran, y que constituye la razón de su atractivo, sino que la conducta acaba
configurando un tanto a ciegas ese bien como resultado. Es, por tanto, en su
conducta donde los actores nos ofrecen la interpretación de su sistema de valores
más fiable.

Estados de los valores.

Como adelantó Malinowski, no es lo mismo “el verdadero comportamiento


[…] y […] los relatos de los informantes […] El investigador de campo [con su]
observación imparcial y desprejuiciada, […] viviendo [entre los informantes,
 Pitt­Rivers, J. 1979: Antropología del Honor o Política de los sexos. Barcelona, Crítica Grijalbo, pp. 
34

39­40.
 Dahrendorf, R. 2009: La libertad a prueba. Los intelectuales frente a la tentación totalitaria. Madrid, 
35

Trotta, p. 53.
 Véase Berlin, I. 1988: Cuatro ensayos sobre la libertad. Madrid, Alianza.
36

                                                           30
logra] ejemplos de las creencias tal y como son vividas en realidad” 37. Tras esa
distinción subyace la que Ortega veía entre la idea y la creencia. Claro que,
aunque difieran relato y comportamiento, ambos son culturales, fruto de una
misma cultura. La cultura ideal y la real, la idea y la creencia, son, las dos,
cultura y cultura de un mismo grupo humano. Es más, el actor, presionado ante
las crisis, puede concienciar su creencia y analizar los componentes ideacionales
(y de otro tipo) que la forman. De hecho, los valores, en ese proceso crítico
pueden pasar del estado de creencia al de idea. Es más, cabe la posibilidad de
que, en unos mismos actores, difieran las representaciones ideales y las creencias
morales encarnadas en el verdadero comportamiento, tal y como son vividas en
realidad, distinción que, a su vez, recuerda la que establecía C. Morris 38 entre el
valor concebido y el valor operatorio. Entre el ideal ideal y el ideal real, entre el
valor relatado y el valor encarnado, existen diversas situaciones. El valor
inferido, tras observar y comparar los hechos, no podemos entenderlo sólo como
resultado del intento de aplicar un modelo ideal nunca alcanzado del todo. Si
entendiéramos así la relación entre ambos, sus diferencias serían fruto de las
limitaciones que las condiciones reales imponen a las aspiraciones humanas. El
valor encarnado en los hechos no sería sino el logro del bien posible al que
quedaría reducido el ideal deseable. Siempre hay que contar con la reducción, y
esa diferencia nos ilustra de la densidad del contexto en el que se inscriben los
hechos humanos y en el que cobran su sentido. Pero no es ésa la única razón de
la disparidad. En realidad son tan distintos los grados de la misma que hemos de
estudiar el caso en cada sociedad para poder entender cómo se usa en cada
cultura esa diferencia entre la corrección ideal y la realidad preferida. Según el
grupo humano que estudiemos, la época que ese grupo encara y las demás
circunstancias de su horizonte, variará la claridad del balance entre lo que el
grupo admite como relato: lo que se confiesa públicamente a sí mismo, por una
parte y, por otra, su verdadero comportamiento: aquello a lo que, de hecho,
aspira secretamente, aun sin ser capaz de verbalizarlo o formularlo. Como ya
vimos que apuntaba Vico, estudiar el trasfondo en el que ese verdadero
comportamiento se abarca y comprende, si bien requiere el difícil arte de la
prudencia, puede, no obstante, rendir un conocimiento antropológico positivo. Es
en los hechos del comportamiento, por tanto, donde encontramos las prácticas
reales que, finalmente, tienen sentido para la gente, esto es, aquellas que al

37
Malinowski, B. 1973 (1922): Los argonautas del Pacífico occidental. Barcelona, Ed. Península, p. 35.
38
Morris, C. 1956: Varieties of Human Value. University of Chicago Press.

                                                           31
unirlas en delicado equilibrio encarnan un estilo de vida sancionado
positivamente en su sociedad, según la cultura de su época. De ahí la importancia
del estudio del modo como los actores se imaginan ese conjunto y su relativa
armonía o equilibrio, pues es la comprensión de esas imágenes –esculpidas como
resultado de la acción– lo que nos permitirá entender cómo se guían a tientas en
su historia cotidiana.

Las ciencias sociales siempre han dedicado una parte de su atención a ese
ámbito en el que el querer y el representar unen lo personal y lo colectivo 39, y
siempre han tenido también en cuenta el distinto grado de claridad o borrosidad
del querer, del sentir y del representarse los actores su realidad social y su
tiempo, el tanto que cada actor debe a la tradición heredada y aprendida según la
peculiaridad del segmento social que, desde su origen, marca su existencia, o la
aportación creativa que cada uno realiza en pugna con las circunstancias que le
retan a la acción. Por eso también se han creado términos con los que cabe dirigir
la atención hacia aquel punto del complejo proceso que se haya decidido
subrayar en función de la preferencia teórica. Con todo, no es difícil reconocer
que con todos ellos se detectan matizados aspectos de un mismo problema. Al
contemplar la historia, la sociedad y la cultura, y verlas movidas en gran medida
a tientas por los actores, se nos plantea la necesidad de crear términos como
ethos, eidos, representaciones colectivas, habitus, mapa cognitivo, creencias,
valores e imaginario colectivo. De acuerdo con la tradición elegida más arriba,
nos centraremos en los tres últimos.

Imaginario social.

De acuerdo con Taylor, “podemos concebir el imaginario social de un


pueblo en cada momento como una especie de repertorio que incluye todas las
prácticas que tienen sentido para este pueblo”40. En su conjunto, contar con la
huella dejada como representación implícita en la memoria de la experiencia
compartida de todas ellas, constituye un “trasfondo que da sentido a cualquier
acto particular[. Se trata, por tanto, de algo] amplio y profundo. [...] Una parte
importante de ese trasfondo es […] la idea de un orden moral”41, en el cual, por

 Ahondar en el estudio de lo que acontece en ese lugar de encuentro entre ambos espacios es lo que, 
39

según Marcel Mauss, permite avanzar a la Antropología.
40
 Taylor, C. op. cit. pp. 139­140.
41
 Ibid. p. 42.

                                                           32
tanto, “habrá imágenes de un orden moral”42. Nos referiremos especialmente a
los valores en su figuración cultural por entenderlos, precisamente, como aquellas
imágenes que legitiman el repertorio de prácticas y el ámbito de situaciones al
que se aplican. El carácter borroso de dichas imágenes, su inexplicitación incluso
en la conciencia de los actores, no les resta eficacia. Así opera, en última
instancia, toda creencia. A diferencia de las ideas que se conciencian al encarar
los problemas –según nos recuerda Ortega43– las creencias sostienen a los
actores aun sin que se den cuenta de ello. Prestaremos, pues, una atención
especial a esa parte del imaginario colectivo formada por las imágenes de
aquellos valores en los que de hecho creen.

Para mostrar dichas imágenes tomaremos como una de las fuentes


etnográficas, las transcripciones de las entrevistas realizadas en los trabajos de
campo, de las que citaremos aquellas partes que mejor representen la conducta
observada, así como la observación misma realizada en las distintas fases de la
investigación, incluyendo como parte de ella la observación crítica de las figuras
que la sociedad no ha formalizado en los relatos que de sí misma hace explícitos
pero que integran la verdad tal cual es, según el arte de la prudencia de Vico, o
el malinowsquiano verdadero comportamiento. También en el arte encontramos
una excelente fuente de datos para el estudio del imaginario cultural. Por ello
acudiremos al cine o la pintura, a la canción o la escritura, como creaciones en
las que los artistas han plasmado su reacción ante hechos de su época que, por
resultar hirientes, desvelan el quebranto de los valores que comparten. Esto es,
buscamos acceder al imaginario cultural a través de diversos tipos de imagen
detectados en la conducta, en la comunicación oral o escrita, y en el arte. No por
ello consideramos que el imaginario cultural resida en el arte, la comunicación o
la conducta. En realidad, ese trasfondo alimentado por el repertorio de todas las
prácticas que tienen sentido para los actores, no podemos verlo en ningún lugar
específico porque no está en ninguno de ellos. Tampoco cabe encerrarlo en la
mente de cada actor aunque sea una creación histórica compartida. Las nuevas
tecnologías nos pueden ofrecer una buena metáfora para apreciar su naturaleza
omnipresente y elusiva a la vez, y entender así el imaginario como un sistema
ambiental distinto de sus soportes materiales, como una nube (o niebla) en la
gran red cultural del grupo bajo observación.
42
 Ibid. p. 43.
43
 Ortega y Gasset, J. 1993 (1940): Ideas y Creencias. Madrid, Revista de Occidente en Alianza 
Editorial.

                                                           33
Libertad, igualdad, solidaridad, justicia, orden, respeto, honor, tolerancia,
dignidad, inocencia y tantos otros valores, no son sólo palabras. No son sólo
ideas cuya descripción tengamos que aprender. Son creencias morales,
convicciones acerca de la bondad que sólo operan en la realidad en tanto se
encarnan en conductas observables. Los términos con los que describimos los
valores son formas del bien –específicas, según la época y la sociedad– que al
vivirlas con intensidad no sólo emocionan, sino que nos mueven interiormente y
transforman la conducta. Si asimilamos unos valores, dada su naturaleza
creencial, éstos, en tanto que convicciones, nos instan a la acción en la dirección
que ellos apuntan. Al sentir que los cumplimos nos restituyen y justifican.
Cumpliéndolos nos ubicamos ante la época, y así nos conducen, por un instante
al menos, al logro de una plenitud humana, a la posesión, en su unidad y
redondez, de una figura del hombre en el mundo estimada en el momento y grupo
al que se pertenece. De ahí que los valores tengan un carácter vectorial,
dinámico, con el que operan en el tiempo, y en su desarrollo no sólo transforman
al sujeto, sino que cambia la imagen de la realidad que con ellos creamos. El
valor, encarnando un ideal, funda su eficacia en el contraste que le desvela al
actor cuando éste contempla la realidad de una situación en la que aun no se ha
cumplido el bien que el valor modela. El valor sitúa al actor en tensión crítica
frente a la realidad, ayuda a figurar la realidad deseada, y así, imaginándola,
contribuye a su creación. Decía Zubiri que “el figurarse, es algo inexorablemente
necesario para poder acercarse a la realidad cuando esta realidad tiene que dar o
tiene que realizar la función de servir no solamente como objeto de intelección,
sino como un punto de apoyo en que estar en la realidad, y con ella forjar mi
propio ser sustantivo”44. Puesto a elegir, preferirá el actor seguir la flecha que el
valor le indica, atraído por el bien que no ve realizado y que su acción todavía
puede encarnar. Sin embargo, una vez la acción se desarrolla y se cumple el
valor, desaparece el contraste y solo queda la simple realidad. Así, por ejemplo,
nos figuramos la humildad como ausencia de orgullo y arrogancia, pero una vez
se elige y cumple la conducta que el valor humildad dicta, no sólo es el sujeto el
transformado, sino que a la misma realidad alcanzada ya no le cuadra tan
modesta calificación, sino la de mera verdad, simple realidad. Nos puede chocar
la humildad del sabio, pero esa representación de su figura se nos forma desde el
escaso saber de nuestra orgullosa ignorancia. El sabio verdadero sabe a ciencia
cierta que la humildad que le atribuyen no surge de reprimir orgullo alguno, sino

44
Zubiri, X. 2005: El hombre: lo real y lo irreal. Madrid, Alianza Editorial, p. 127.

                                                           34
del mero atenerse a la verdad, y que dicha atribución es el modo como, desde
fuera de su situación, imaginan la suya, la cual no consiste más que en reconocer
una realidad que le ha sido entregada. Valoramos la justicia tras detectar la
injusticia, mas una vez logrado el valor en los hechos estos son ya mera realidad.
Desde la opresión valoramos la libertad, mas cuando ésta integra la vida
cotidiana no es que ya no la apreciemos, sino que apreciamos el mero y
verdadero ser de la realidad, la efectividad de una realidad humanizada. Al
desplegarse los valores en la acción nos muestran su naturaleza dinámica y
crítica, el carácter efímero de su figura, sin que nada de eso reste un ápice a la
relevancia y fuerza de sus logros. Esa raíz del valor en su ausencia, nos prueba
de nuevo su naturaleza ideal. No por detectar desigualdades e injusticias cabe
afirmar que no consten esos valores en la cultura. Si el actor puede juzgar injusta
una situación es porque puede usar la figura de ese valor al ejercer su juicio. Los
valores vigentes en una sociedad nos describen un rango de preocupación
cultural que reclama la atención de los actores, un ámbito de la conducta en el
que merece la pena focalizar la atención por ser relevante para los actores y que
queda comprendido entre el valor y su contravalor. Entre la justicia y la injusticia,
o la igualdad y la desigualdad, cabe un rango de conductas sobre las que recae el
énfasis cultural de la atención colectiva, precisamente porque en esa sociedad sus
miembros están interesados en mover la conducta dentro del rango de
posibilidades que su cultura distingue hasta lograr el cumplimiento de las
sancionadas positivamente.

Obviamente, dentro de cada sociedad y según sus propias divisiones


internas o sus estilos vitales, cada figura de valor no solo ofrece matices
diferentes, sino que incluso el umbral de percepción en el cumplimiento de cada
valor puede variar entre estratos sociales o estilos de vida diferentes. Así,
mientras que para unos el valor del esfuerzo puede requerir que el actor alcance
ciertas metas a pesar de las dificultades, para actores de un estrato social dotado
con menos recursos, tales metas pueden ser inalcanzables, y las dificultades
resultar mucho mayores que para el estrato superior. El juicio de la conducta
desde un estrato con respecto al otro no produce resultados equiparables pues, en
tales situaciones, los miembros de un estrato con un estilo vital que genera
experiencias radicalmente diferentes a las del otro no puede imaginar lo que son
dificultades efectivas que magnifican las metas haciéndolas inalcanzables. En
tales casos, frecuentes en sociedades complejas tan segmentadas como las
occidentales, denunciar la ausencia del valor del esfuerzo cuando este es medido

                                                           35
desde los propios umbrales de percepción puede redundar en juicios injustos y
crueles. No considerar esas diferencias sociales en las muestras de población es
un frecuente error que inutiliza la apreciación de los valores culturales mediante
índices cuantitativos.

Para facilitar el logro de los valores ideales las emociones operan como
detonantes de la acción. El miedo, la alegría, la tristeza, la ira, la vergüenza, la
repugnancia o la sorpresa no son valores, sólo son emociones, pero éstas
irrumpen precisamente cuando los hechos de la experiencia afectan a objetivos o
proyectos importantes, es decir, a aquellos planes vitales que más valoran los
actores. Tanto atrae al actor el bien que la figura del valor encarna, como hacia su
logro se ve ayudado por la emoción que nace del choque entre los hechos y los
valores integrados en sus planes vitales. Es decir, los valores son modelos
culturales del bien con los que se diseñan los planes vitales y que al chocar con la
realidad despiertan emociones que contribuyen a evaluar los resultados e iniciar
la reacción. Esos planes apuntan, en última instancia, a ese proyecto de
construcción de uno mismo y del propio mundo, que es vivir haciéndose cargo de
la situación, eligiendo entre posibilidades significativas hasta encontrar un
sentido a la existencia. De ahí que al cumplir los valores se encarne esa figura
humana valorada en la cultura de los actores. Pero tanto dicha figura, como los
planes que los actores diseñan nunca se representan con nitidez. En realidad ese
diseño humano es un proyecto colectivo, siempre inacabado, gestado en gran
medida a ciegas y que alumbra a oscuras la historia. Sin embargo, en torno a esa
imprecisa figura de lo humano gravitan las decisiones clave, aquellas en las que
los valores asumidos nos acaban inclinando a su favor ante los caminos
disyuntivos de la vida. En última instancia, ese proyecto humano gestado por la
generación adulta y activa es el que se transmite de hecho en la educación. Por
eso padres y docentes no pueden evitar el esfuerzo de contribuir personalmente a
alumbrar lo humano en sus hijos y alumnos, pues no sirven, como cosa ya hecha,
lo logros heredados. Claro está que la ceguera y oscuridad de cada época varían
de intensidad. El desasosiego actual de padres y docentes, parece sugerir que hoy
se siente escasa la luz para mirar hacia delante y ver la figura humana que entre
todos estamos construyendo. Desvelar esa figura puede ser una de las metas de la
Antropología de la educación.

                                                           36
La transmisión de los valores

Transmitir los valores es un prolongado acto humano que integra muchos


aspectos: información, explicación, aliento a la autonomía del pensar,
entrenamiento, corrección, orientación y muchos más, pero en el que nunca
puede faltar el ejemplo, el testimonio, la presencia del maestro, su convicción
como sostén que da vida a cuanto explica, describe o informa. Sin duda, el
estudio y aplicación de buenas técnicas pedagógicas puede ayudar, pero nunca
puede paliar la carencia de esa fe en los valores humanos que en su acción
testimonia el buen educador. Enseñar y educar son actos humanos plenos que,
como amar, decidir, arrepentirse, perdonar, crear una obra de arte, convertirse o
rezar, se hacen de un modo inevitable; actos que o bien se hacen con todo
nuestro ser o, en realidad, no logran su existencia, y que cuando se hacen sólo
llegan allá donde nuestro limitado ser alcanza. Este es, especialmente, el caso de
los valores. Los valores sólo existen en la efectiva valoración que hacen los
actores al preferir, al elegir, al juzgar, al realizar una acción que tiende a encarnar
esa figura del bien en la que efectivamente se cree, y todo eso sólo existe si hay
una persona haciéndolo. Poseen, pues, un modo precario de existencia, tan frágil
como nuestra propia fe, tan potente como nuestra convicción. No es el valor, por
tanto, algo que pueda asimilarse partiendo de la mera información sobre sus
contenidos, ni algo que, una vez adquirido desde el ejemplo y la interacción, se
logre de una vez por todas. Tampoco es algo que pueda simularse. Si así
pensáramos estaríamos olvidando una característica básica de la verdad: su
invulnerabilidad. Hagamos lo que hagamos no podemos alterar ni un ápice la
verdad de lo que hacemos. Por más que cambiemos el nombre de nuestras
acciones son éstas las que obran y, aunque queramos transmitir una determinada
interpretación de su sentido no está eso en nuestras manos. El sentido no lo
infieren los hijos, los alumnos o, en general, los actores de cómo nombremos
nuestra representación, ni de nuestro simple deseo de que posea tal o cual
sentido, sino de la lógica total de las situaciones y del horizonte cultural de la
época que compartimos. En ese marco gana nuestra acción el sentido que se
merece, y ése es el que se capta, ése el que integra la cultura real, el que
realmente opera en la interacción y, por ello, el que de hecho se transmite. De ahí
la relevancia de una atenta lectura e interpretación de los signos de los tiempos,
de la época y su horizonte. No olvidemos que la fuente de la significación
trasciende siempre al sujeto.

                                                           37
Esos valores reales, contenidos en lo que de hecho estamos prefiriendo, no
pierden su naturaleza ideal. Siguen constituyendo la estrella que orienta las
aspiraciones, la imagen del bien todavía ausente y que por ello se persigue con
esa línea de conducta que hemos preferido tomar. Aun sintiendo la limitación de
nuestras posibilidades, son ésos los valores que nos mueven, aunque no nos
atrevamos a reconocerlo y acostumbremos a nombrar otros valores más ideales,
más correctos, como guía convencional y aceptable. La disparidad entre ambas
figuras de valor la detectamos contrastando la conducta observada y los relatos
de los actores. Por ello sólo un estudio empírico de la conducta puede desvelar la
realidad de los valores. Cabe, pues, proponer como cometido antropológico
orientar la investigación hacia los hechos que nos ocultamos, cuya relevancia
siempre han destacado los filósofos de la sospecha (Marx, Nietzsche, Freud) y
que, con otras palabras, también se subrayaba en la distinción malinowskiana
entre cultura ideal y real. Se trata de una distinción antropológica, propia de todo
fenómeno humano y, por tanto, no es una mera disfunción fácilmente corregible.
Por eso exige del observador una constancia de la atención en esa dirección, pues
no cabe un olvido ingenuo del carácter estructural de lo oculto, como si sólo
operase con eficacia el discurso explícito de los actores, o como si la
explicitación de contenidos ocultos eliminase esa dimensión implícita de toda
acción humana. Siempre nuestras acciones encarnarán ese hondo nivel de la
voluntad que nace de su querer más radical y personal, ese fondo vital y primero
al que se refería Ortega. “Lo importante es que sepamos a cuáles valores sirve
ese fondo secreto del hombre”45. Los problemas no se solucionan modificando
las representaciones explícitas –las ideas– ni exponiendo los valores reconocidos
públicamente como propios de la sociedad. Así sólo se alcanza lo políticamente
correcto. Es en los hechos, en la acción –en las creencias– en la moralidad real
de los actores, donde los valores acaban siendo eficaces. Crear en los actores
unos valores no es introducir en su memoria una información. La transmisión de
la cultura es algo que nos hacemos unos a otros, como cuando nos queremos o
nos maltratamos. Ese hacernos es una relación de persona a persona. Captar el
valor en el testimonio personal de aquellos con quienes se interactúa constituye
una aprehensión cualitativamente diferente del aprendizaje curricular basado en
la explicación y el estudio. Sólo así se captan las creencias. No se transmite una
creencia con la mera información de sus contenidos, como si de una idea se
tratase. El valor que la persona encarna en el testimonio de su conducta penetra
45
Ortega y Gasset, J. 1993 (1940): Ideas y creencias. Madrid, Revista de Occidente en Alianza Editorial.
p. 150.

                                                           38
como un dato de experiencia, impone su realidad no a la fuerza, si no por la
fuerza de su verdad, al ver el bien en acto, haciéndose, aunque no se informe de
su nombre y todavía no se haya analizado. El bien en acto, haciéndose –el valor
valiendo– sólo opera a través de la voluntad y su testimonio, por eso, más que de
la información, su transmisión depende de la fe de quien lo encarna, de la
vitalidad efectiva de ese convencimiento, de la autenticidad con la que el sujeto
vive sus convicciones. Sean éstas las que fueren, son ésas las que acaban
transmitiéndose porque ésas son las que los actores sienten como condimento de
la convivencia, esas creencias morales implícitas, que ni sus portadores han
puesto en claro, son las que, como un marco u horizonte esférico que todo lo
envuelve, crea la atmósfera que respiran y, como una savia que circula en la red
de relaciones, llena de energía y de sentido sus vidas. Esa presión envolvente de
la cultura es la que el antropólogo analiza en los distintos ámbitos de interacción
para ver en todos ellos la transmisión de los valores. De ahí que no resulte tan útil
acudir a la encuesta para detectar los valores reales de los actores y resulte más
realista la empatía y la observación participante que se desarrolla en un trabajo
de campo, en convivencia con quienes estudiamos.

                                                           39
Capítulo III

Etnografía.

Los datos etnográficos en los que se funda la reflexión proceden de los


trabajos de campo realizados en España, así como en repetidas visitas a Italia y
norte de Africa en varias etapas, desde 1973 a 2009. La distancia en el tiempo
permitirá percibir el impacto en el imaginario colectivo del cambio en las figuras
de valor al comparar los datos antes y después de la Transición Política Española
y la integración en la Unión Europea, con el crecimiento en el nuevo siglo. Dicha
comparación permite ampliar la escala del trabajo de campo. Así mismo, cabe
ampliarla comparando las figuras esbozadas con las que, en estudios del mismo
tipo, han elaborado otros antropólogos en Rusia y Japón. El espacio del que
disponemos no nos permite estudiar en toda su amplitud los distintos sistemas de
valores aludidos. Nos limitaremos, por tanto, a algunas de las figuras que adoptan
los valores en los distintos casos culturales, y centraremos la atención sobre el
valor de la libertad. Elegimos comparar entre tres estudios realizados con una
misma metodología de campo, desarrollados en distintas etapas que abarcan y
contemplan las transformaciones sufridas por la modernización en sociedades
complejas actuales.

Lo que el término “libertad” representa goza en nuestros días de un gran


aprecio, aunque no sea sencillo precisar los distintos contenidos que encierra. Esa
dificultad no impide que cualquier actor tenga bien claro que no está dispuesto a
perder su libertad. Sentirse libre, tener las libertades garantizadas y expedito el
camino para su realización son aspiraciones ampliamente compartidas por
nuestros contemporáneos. Los textos legales más básicos, los discursos que han
marcado la memoria en nuestra tradición, y los grandes hechos que se
conmemoran giran siempre en torno a la libertad y a su estrecha relación con la
más íntima dignidad del hombre. Del mismo modo que su privación, tanto en sus
formas extremas eliminando la vida con violencia o impidiendo su natural
despliegue, concitan el rechazo y la condena. El término español evidencia su
origen latino (“libertas, libertatem”), y entendiendo libertad como “autonomía”
(“autós”, en tanto que uno mismo, y “nomos”, ley) nos presenta al sujeto libre

                                                           40
como aquel que se rige por sí mismo, capaz de dirigir su su conducta según
distingue el bien del mal, y así alcanzar con su querer sus objetivos. Dos, por
tanto, de las asociaciones más claras del término se establecen con la norma o la
ley y con la capacidad de la voluntad, con la eficacia y con la bondad de la
acción. Pero no siempre en toda cultura las raíces de los términos con los que los
actores nombran esa esfera de valor coinciden. Es más, no podemos afirmar, de
entrada, que el sentido del valor sea el mismo en cualquier cultura bastando una
traducción término a término. Hemos de acudir inevitablemente a la observación
de la conducta en sus contextos como ya hemos indicado.

Dada la relevancia de los cambios operados en España con la Transición y


la entrada en la Unión Europea, la observación de campo sigue en realidad a la
observación que no han podido dejar de hacer los propios actores, quienes
además de sufrir ambos procesos, los llevaron a cabo como autores anónimos.
Son ellos quienes, reflexionando sobre el tema, comentan: “Políticamente se ha
cambiado, pero entiendo que muy superficialmente. [...] Hay un mayor
funcionamiento masivo de los partidos, pero tampoco mucho. No se trata de un
funcionamiento interno importante, […] Donde se nota más el cambio
posiblemente sea en el consumo, es decir, las condiciones de vida actuales son
brutalmente diferentes. La gente ha entrado de una manera muy fácil en el
consumo, como si tuviese un derecho. Ese es el punto más importante: ¡el
consumo!. Consumo no quiere decir vestir o comer. Quiere decir también tiempo
libre, ocio, televisión. Ahí sí que ha habido un cambio brutal”46. Sin embargo,
para otros informantes, el cambio en el consumo “sería una característica
secundaria”, puesto “que el nivel de consumo es un reflejo de un nivel de
producción. La característica primaria es el éxito de las PYMES, y que la
agricultura ha continuado siendo el soporte de una actividad comercial y de
una industria agro-alimentaria de calidad. Y que luego ha sabido proyectarse al
exterior”. Con todo, para muchos de los pequeños empresarios: “el cambio más
espectacular es: de haber muy poca competencia, a haber una competencia
¡grandísima!. O sea, una competencia exagerada. Casi se trata del mismo
producto, pero el cambio más espectacular es que los márgenes se han reducido
muchísimo, y la competencia es muy grande, muy, muy grande”.

46
 Las citas de los informantes de habla valenciana han sido traducidas al castellano. Las citas de las 
transcripciones de las entrevistas de campo irán en cursiva para distinguirlas de las citas de la bibliografía.

                                                           41
Si atendemos no solo a la percepción del cambio, sino a las valoraciones
que de él hacen los informantes, apreciaremos cómo, desde el punto de vista de
su experiencia, estiman aquellas transformaciones económicas que han afectado
de un modo positivo a sus vidas. Se trata de un crecimiento económico del que,
en los años noventa, se sienten protagonistas y en el que no solo valoran sus
resultados, sino que estos se alcancen por propia iniciativa frente a las
gubernamentales: “Aquí las técnicas de producción han evolucionado mucho. Se
está produciendo mucho más barato que se producía. Nosotros estamos
creciendo y los demás no crecen. Los técnicos no paran […] están trabajando
[…] y ese mercado debe ser nuestro también […] No ha venido de [el gobierno
autónomo, se trata de] iniciativa propia, de las cooperativas. O sea, estamos
introduciendo variedades que las estamos creando nosotros, los técnicos
nuestros. En las técnicas de producción nosotros estamos un poco por delante
de ellos [se refiere a sus competidores]. Eso es uno de los motivos por los que
nosotros podemos afrontar la competencia con otros países donde la mano de
obra es mucho más barata. La proximidad con Europa también es una ventaja”.
En esta manera de valorar los hechos no es difícil percibir un interpretación
cultural de la libertad que veremos repetida en muchos más casos etnográficos y
en la que podemos ir destacando los elementos que cualifican la singularidad de
su figura. Destacar que la iniciativa sea propia, el esfuerzo propio, la
investigación innovadora propia; que su modo de organizarse sea mediante
pequeñas empresas y cooperativas cuyo espacio de partida confirma unos límites
cercanos al sujeto, al titular de la acción política o económica, y que dicha acción
le permita competir con éxito frente a sus iguales, nos ayuda a entender su
figuración de la libertad realizada en ese despliegue creador de la propia acción,
como un modo positivo de encarnar su autonomía individual y cuyo
reconocimiento frente a sus iguales se convierte en una fuente valiosa para la
imagen de su identidad personal.

En la sociedad anterior a los cambios indicados, cuyos modelos culturales


se guiaban con imágenes más tradicionales, el peso de las instituciones del
parentesco, la familia, la vecindad o la comunidad local gravitaba con mayor
fuerza sobre la persona hasta envolver su integridad en cualquier ámbito de
acción. El sujeto era contemplado en su unidad personal y cargaba con la
integridad de su identidad tanto en su familia, como en su trabajo, en la vida de la
comunidad local, o entre sus amigos y vecinos, de ahí que se valorase la libertad
entendida como autonomía o independencia, vivida en tensión con la solidaridad

                                                           42
exigida y apreciada en esos grupos, calificada como primaria por los actores. En
el imaginario colectivo de la sociedad tradicional47 todavía no se representa al
sujeto dividido en sus roles. La modernización, por el contrario, irá en dirección
opuesta a esa tradición. Los imaginarios tradicional y moderno se distinguen
también por el distinto tamaño de su horizonte. La cortedad de los horizontes
tradicionales se corresponde con el control y sanción de la conducta que en su
seno se ejerce sobre la persona contemplada en su integridad. Por ello, en el
imaginario tradicional se valora la independencia del sujeto ante las interferencias
ajenas, porque solo si se ejercen con independencia las diferencias personales
cabe ganar el mérito que identifica moralmente a cada cual en la interacción ante
sus iguales. Es entonces cuando los iguales pueden evaluar en qué medida el
sujeto asume la tradición, esto es, la cumple al interpretarla de un modo personal
y aplicarla a sus propias circunstancias. Es dentro del círculo de los iguales
donde, dejando a salvo la tradición, se abre el pequeño horizonte en el que cabe
el ejercicio de la libertad. En su seno resulta legítimo discutir y negociar las
opciones y al hacerlo entra en juego la integridad personal.

Por el contrario, en el nuevo y más amplio horizonte de la modernidad ese


fondo en el que opera la unidad de la persona queda más oculto a la mirada
colectiva, y lo que subrayan los actores es la capacidad de elección y decisión.
Frente a la imagen de la libertad encerrada en las expresiones de antaño como:
“querríamos no depender de nadie. Lo ideal sería eso, no tener que depender de
nadie, pero eso es imposible. La libertad total no existe. En todo momento estás
limitado a un otro. Siempre hay una cosa que le ata, que dependes de un otro,
de una circunstancia”, ahora, no sólo la observación de los hechos, sino su
comentario por parte de los informantes destaca cómo es el progreso económico
lo que “da una capacidad de libertad y de igualdad y de bienestar a la gente,
que es más un abanico de oportunidades, [...] la dotación de servicios sociales a
la gente, y eso ya implica un determinado tipo de capacidad de decisión [...] Ese
es el ingrediente fundamental para hablar de una sociedad moderna: una
sociedad controlada por los propios elementos, por tanto, que tienen libertad y
que tienen igualdad y tienen una vida de bienestar y, por tanto, pueden decidir,
tienen capacidad de decisión o de opción”. El anterior énfasis en no depender de
nadie no es sólo un pronunciamiento en un horizonte en cuyo seno el rango de
alternativas a elegir era menor, y la diferencia entre alternativas, si no menos

 Véase Sanmartín, R. 1999: Valores culturales. El cambio social entre la tradición y la modernidad. 
47

Granada, Editorial Comares.

                                                           43
relevante, sí al menos mejor conocida. Estaba asimismo presuponiendo el peso de
los lazos de una convivencia bajo el control moral de la comunidad local. El
nuevo énfasis en la elección y decisión se produce en un horizonte en el que hay
más donde elegir y una mayor diferencia (o una diferencia peor conocida) entre
las alternativas, tanto económicas como políticas, cuya producción sobrepasa el
horizonte de la comunidad local.

Por otra parte, elegir ya no es algo que quepa eludirse confiando en la


inercia acrítica de una tradición conocida que simplemente haya que cumplirla. La
tradición se convierte en una carga ineficaz cuando en ella se busca ayuda para la
decisión que hay que tomar frente a opciones inexistentes antaño. Y esto, en un
contexto en el que el número de alternativas es mayor que el de las posibilidades
efectivas. En tales situaciones, cuando las alternativas se perciben como un reto
dada la limitación de las posibilidades, elegir implica renunciar y, en
consecuencia, la experiencia repetida de los actores moldea en su imaginario el
carácter disyuntivo de la libertad. No poder tomar todos los caminos, o caminos
que otros de sus iguales toman, intensifica, paradójicamente, la percepción de las
limitaciones. A su vez, la disparidad de los caminos que ahora se recorren acaba
produciendo mayor diversidad y pérdida de la igualdad. Es más, los iguales ya no
se identifican solamente al ejercer sus diferencias personales en el seno de la
familia, la amistad o la vecindad. Los viejos círculos de igualdad pierden parte de
su potencia identificadora. El nuevo horizonte, por referencia al cual van
cobrando sentido las diferencias, incluye un componente cualitativo de foraneidad
debido su misma amplitud.

La ampliación de horizontes, la insuficiencia de la tradición, el incremento


de alternativas y de la diversidad, se suman al crecimiento de la pertenencia de
los actores a nuevos grupos y redes sociales que, como ya apuntaron Simmel,
Halbwachs y Ascher, acaban multiplicando las diferencias y la fragmentación del
sujeto y, en definitiva, creando mayor complejidad. Si la cultura de los actores se
caracteriza por una proliferación de círculos de igualdad, lo que la nueva
situación plantea no es sólo un cambio en el tipo de asociaciones, redes o foros,
sino que reclama de los actores una ampliación de su horizonte que implica,
además, un cambio de relaciones en las figuraciones del valor de la igualdad y de
la identidad. Ya decíamos que los valores están todos ellos entrelazados. La
diferencia entre familia, amistad o vecindad (y cuadrilla, agrupación musical,
grupo festivo, comunidad, cofradía, peña, asociación deportiva, profesional, etc.)

                                                           44
por una parte, y sindicato, partido, ayuntamiento o parlamento, por otra, supone
que, mientras los primeros son círculos de igualdad en cuyo seno gana cada actor
su identidad por el ejercicio de sus diferencias personales, los segundos son
círculos a los que se accede no para ganar en ellos diferencias personales
identificadoras al cumplir lo que la tradición les asigna, sino que se accede desde
la identificación previa con unas diferencias ideológicas y programáticas,
mediante el ejercicio del voto o de la militancia, y aunque en ocasiones una parte
de los nuevos grupos y redes se nutra con elementos de los viejos, la diversidad
interna de su composición final y los principios que rigen su propia atmósfera
terminan creando realidades sociales distintas y con objetivos diferentes.

Es más, la ampliación del horizonte político y económico, aun cuando


ensancha el abanico de opciones y alarga su alcance (más allá de la localidad, de
la comarca, de la comunidad autónoma o de la nación), en la misma medida
amplía el contexto y diversifica las instancias que marcan el paso que toma su
historia. Instancias o retos cuya creación ya no depende de cada actor en el seno
sus círculos de igualdad tradicionales. En este sentido, el aumento de la libertad
como elección, disyuntiva, se produce en un proceso histórico deseado, pero que
provoca la sensación de una merma en la libertad como independencia, pues los
círculos en los que se ejerce, aunque abarcan sólo una parcela de las acciones que
identifican al actor, al crecer y diferenciarse multiplican la dependencia identitaria
del sujeto moderno y la dificultad de una síntesis personal armónica. Así mismo,
la autonomía de su acción personal no puede configurar los principios, la
estructura y los objetivos de dichos grupos como en los tradicionales, pues en
ellos la acción asume una regulación formal expresa. No se trata de que, con la
modernización, el sujeto pierda posibilidades. En realidad las gana, pero al precio
de una mayor sujeción de su autonomía, pues la extensión y complejidad de la
cadena que une al sujeto y tan diversas posibilidades aleja y oscurece su eficacia
personal. Se trata de un fenómeno que esconde una cierta servidumbre
voluntaria48, y que ha ido creciendo con la modernización, la profesionalización y
la competitividad en el mercado. Cada vez son más los círculos (profesionales,
políticos, de comunicación y de todo tipo) en los que los actores se integran
libremente, al elegir el ideario, el estilo o la línea que el grupo encarna, si bien
cada vez más, y no sólo en las grandes empresas, esa integración se asemeja a los
contratos de adhesión en los que no cabe proponer ni alterar las cláusulas no
escritas que rigen la relación o las líneas básicas que tipifican al grupo. Ante tal
48
 Véase Étienne de la Boétie, 2008: Discurso de la servidumbre voluntaria. Madrid, de. Trotta.

                                                           45
proliferación de posibilidades crece, sin duda, la libertad electiva, pero se trata
de una libertad previa a la elección, y que en gran medida, si atendemos a la
experiencia de los actores, se consume en su ejercicio. Una vez hecha la elección
y adscrito el actor a sus nuevos y variados grupos cuya pertenencia nace por
contratación, afiliación, etc., tendrá que respetar el estilo, la línea editorial,
ideológica, programática, etc. del grupo al que se adscribe, sin sobrepasar ni
vulnerar aquellas líneas que identifican al grupo en medio de un mercado
altamente competitivo. Es obvio que toda organización tiene sus reglas y
propósitos, y que no cabe modificarlos con cada nueva integración en su seno,
pero también eso evidencia énfasis y contrapesos distintos que se traducen en
vivencias efectivas diferentes que afectan a la figura del valor.

El actor, en cualquiera de los contextos que comparamos, ha ejercido su


libertad, esa libertad que Dahrendorf afirmaba única y sin adjetivos, pero que en
los hechos es percibida por quienes la ejercen como una experiencia
cualitativamente diferente. Si con el anonimato urbano y su identificación parcial
en tan dispares círculos y redes se libra del control que el grupo tradicional
ejercía sobre su persona, el nuevo logro tiene su coste. El actor moderno consume
mucha libertad comprándola al precio exigido por el rigor de la competencia y
que paga con la tensa distribución de su autonomía personal entre distintos
grupos de pertenencia. Así pues, la combinación de la libertad electiva con el
aumento de las opciones que brinda el acceso a la abundancia acaba produciendo
una multiplicación de las dependencias y una restricción de la autonomía
personal como componente clave de su libertad. Si a ello sumamos la exigencia
de rendimiento y éxito en tan dispares tareas, veremos al sujeto moderno
convertirse en su propio verdugo, en una “máquina de rendimiento”49. Conviene
matizar que la pérdida de poder identificador de los círculos tradicionales
(familia, cuadrilla, vecindad) no es, obviamente, total, sino relativa a su potencia
anterior. Pierden su posición privilegiada como referentes de la identidad,
teniendo que compartir su papel identificador con los nuevos (partido, sindicato,
parlamento, redes). Al enriquecer el panorama de elementos que cada actor tiene
que evaluar para formar los juicios recíprocos, no sólo resulta más compleja y
difícil la síntesis moral sobre la persona, sino que el juicio mismo se percibe
como un asalto impropio al nuevo espacio que la modernidad ha abierto en el
interior del sujeto. Frente al juicio moral condensado en el uso tradicional de los
viejos motes y apodos locales, hoy sienten los actores que “en esta sociedad el
49
 Byung­Chul Han, 2012: La sociedad del cansancio. Barcelona, Herder, p. 72.

                                                           46
juzgar es horrible, algo horrible ¿no?”. En términos relativos a su tradición,
evaluación, elección y decisión se enriquecen a la vez que se despersonalizan.

Cambios similares a los sufridos en las figuras de la libertad y la identidad,


los observamos en los valores de la igualdad y solidaridad. Si en el modelo
tradicional, la libertad era estimada como independencia, la igualdad operaba
delimitando círculos de pertenencia en cuyo seno resultaba legítimo el ejercicio
de las diferencias personales. El modelo de igualdad no era una homogeneidad
anónima y uniformizadora, sino un modelo personalista que consagra el igual
derecho de cada cual a su propia diferencia. Asimismo, la solidaridad, calificada
incluso por los actores como primaria, aparece ahora contrapuesta a un tipo más
complejo como el requerido por la organización en el seno de redes, partidos y
sindicatos. La ampliación de horizontes que los cambios políticos y económicos
plantean, diversifica también los modelos de valores presentes en el panorama de
los actores. La solidaridad primaria es, ante todo, una solidaridad ante los otros
que compromete y envuelve a la globalidad de la persona. A ella le reclaman su
lealtad quienes forman el nosotros tradicional, y frente a ellos ejerce la libertad de
su autonomía que resulta coherente con el modelo personalista e identificador de
la igualdad. Por el contrario, la organización y disciplina de partidos, sindicatos,
empresas etc. configura una solidaridad para el logro de determinados objetivos,
coherente con una igualdad de afiliación, adscripción o militancia que homologa a
los actores más allá del horizonte local y que exige elegir y decidir como
expresión de la libertad, pero que no abarca la integridad de la persona, como
tampoco lo implica el modelo de igualdad correspondiente. Solidaridad e
igualdad, en este caso, afectan a aspectos parciales y menos radicales del actor,
constitutivos de algunos de los roles (políticos, profesionales, etc.) en los que se
segmenta la imagen de los actores en una sociedad más compleja.

Con todo, la riqueza de matices producida por los actores no se ajusta


dócilmente a los esquemas con los que intentamos apresarla. La complejidad del
presente no anula la densidad y radicalidad del hecho personal de los actores,
sino que complejidad y persona se tensan en un proceso de modernización que
afecta internamente a la imagen antropológica de su identidad y que, por tanto,
mueve el lugar interior desde el que el sujeto se imagina a sí mismo. Lo que
llegamos a entender, al intentar interpretar este paso tan presente de su historia,
no es solo un cambio de valores, sino también del lugar en el que se ubica la
conciencia del sujeto que ve multiplicadas las partes en que se divide y enriquece

                                                           47
su identidad, por tanto, un cambio en la arquitectura interna de su imagen.
Además, bajo la superficie del cambio subyace un aire de familia entre modelos
que otorga continuidad cultural a pesar de la transformación. De ahí, por ejemplo,
la crítica vertida por los informantes a la insolidaridad de los partidos, o a la
desunión y oposición obstruccionista que, según ellos, paraliza la política
económica en tantos municipios. Todo esto no sólo muestra lo difícil que resulta
trasladar la tradición pactista de sus instituciones tradicionales a las nuevas.
También nos hace ver cómo sigue operando, en el seno ahora de cada pertenencia
o de cada militancia, la solidaridad ante los otros, en vez de la solidaridad para
alcanzar un acuerdo que les una en un horizonte más amplio y diverso, cuyas
diferencias ya no son personales, sino programáticas.

No sucede, sin embargo, lo mismo en el seno de sus tradicionales


cooperativas. La copresencia de unas mismas imágenes de valor produce
resultados diferentes. “Fusión de empresas no, no. Lo que quieren en cada
pueblo es tener su cooperativa, pero sí afrontar la venta de forma conjunta. Si
aquí hay una cooperativa quieren tener su almacén y trabajarlo. Pero, una vez
está la mercancía confeccionada y encima del camión, es cuando comienza a
interesar unir, a partir de ahí, la venta. Una venta que la haga uno la de varios
[…] Hay algunos sitios […] que han hecho una Empresa de Interés Económico
[y...] canalizan el 90 % de la producción [...] de España. Y están muy contentos,
o sea, han conseguido controlar la venta. Aun cuando cada uno se confecciona
su campo, su almacén, [...] y aunque venda cada uno desde su cooperativa,
siempre la factura se hace a través de la sociedad esta que reparte después el
dinero. Son ideas que se hacen para poder afrontar esa gran concentración: las
cadenas de supermercados que están produciéndose en Europa. No es lo mismo
en lo de los cítricos. Aquí hay lo que se llama una cooperativa de segundo
grado, e intenta hacer algo de eso. Y lo del albaricoque pasa por el estilo. Es
una cooperativa de segundo grado, que está comercializando lo que
confeccionan muchas cooperativas. Una cooperativa de segundo grado es una
cooperativa de las propias cooperativas, pero lo que pasa es que no aportan la
totalidad. Aportan un porcentaje. Las cooperativas intentan quedarse siempre
una porción para poder ellos negociar y tener su comercialización por libre. El
objetivo sería que todo se canalizase por allí, pero quizá no tengan la estructura
comercial. El tema principal está en la comercialización y en la concentración
de la oferta”.

                                                           48
El texto etnográfico no se aporta para discutir la calidad de sus juicios y
decisiones desde el punto de vista de la Economía, sino en tanto permite apreciar
la tensión entre imágenes de valor nuevas y tradicionales, capaces de producir, sin
embargo, innovaciones organizativas y solidarias distintas en sus resultados a la
desunión política de los municipios antes comentada. En el caso citado de las
cooperativas, la solidaridad para afrontar la competencia de clientes
monopolizadores de la demanda, se alcanza con mayor eficacia porque subyace
una solidaridad ante quienes, como iguales, son sus competidores. Una se
consigue gracias a la otra porque, además, deja incólume la identidad e
independencia de cada uno de sus segmentos (de sus cooperativas y, en el seno
de ellas, de los propietarios). La dificultad irrumpe sin embargo cuando el
proceso que amplía el horizonte de la solidaridad pretende anular la autonomía de
los segmentos integrantes del círculo de iguales, dificultad que no aparece
mientras se respete la independencia y control de los propios actores,
coherentemente con la configuración tradicional de su sistema de valores. Así,
aunque las innovaciones asociativas responden a la mayor amplitud del horizonte
económico exterior, el horizonte de sus objetivos vitales, que opera como
referente de su acción, sigue circunscrito al grupo local en el cual,
tradicionalmente, han hallado la fuente de su identidad.

Encontramos un esquema similar de relaciones entre las mismas figuras de


valor en el caso de los distritos industriales. Según los informantes, “En Italia y
aquí [...] se ha producido el triunfo, por ahora, contundente de las PYMES, de
la pequeña y mediana empresa que forma una red. Es lo que se llama los
Distritos Industriales, es decir, que en realidad el conjunto de esa industria sí
que es una gran industria. Pensemos, por ejemplo, la industria azulejera [...]. Si
tu juntaras toda ella, o la industria del zapato [...], o la industria textil, etc.
Todo eso tu lo juntas y es una gran empresa en realidad. Tú tienes de pronto en
una comarca 20, 30, 50 pueblos que todos ellos están dedicados
mayoritariamente a producir lo mismo especializándose [...] esa red de
empresas establecen una relación de cooperación y de enfrentamiento y de
rivalidad entre ellas, en donde la tecnología, las operaciones financieras, la
innovación, se transmite de una forma sui generis, por ejemplo: en un bar, en
un restaurante, donde se ve la gente, porque hay profesionales que trabajan
para unos y para otros. El distrito industrial, para que funcione, sólo puede
hacerlo en una sociedad muy intercomunicada”. Con todo, si bien la cifra
resultante de la suma puede resultar equivalente al volumen de producción y

                                                           49
capital de una gran empresa, el fenómeno posee una naturaleza y una estructura
que lo convierten en algo diferente. También aquí, la respuesta adecuada a ese
más amplio horizonte económico, no anula la autonomía relativa de los distintos
segmentos de tan singular cadena. El capital no llega a unirse en unas manos y la
decisión se dispersa entre muchos actores, y si, según ellos, “la economía
funciona muy bien” es porque, “en ese sentido, ¡la economía es democrática!”.
Multiplicar los segmentos, coordinarlos para hacer frente a la ampliación del
horizonte del mercado exterior, pero sin anular la autonomía de sus partes, y
conservando como horizonte de sus objetivos vitales el marco local, confirma el
uso de las figuras tradicionales de los valores estudiados, así como una manera
similar de combinarlos que prueba la creatividad de su tradición. A la vez que se
transforma en nuevas creaciones colectivas, conserva el aire de familia que nos
permite reconocer una continuidad cultural. Lo observado en el campo de la
política local y de la vida económica, lo vemos confirmado en la pervivencia y
revitalización de muchos ritos festivos tradicionales cuya expansión paralela al
proceso de modernización conserva esa tensión entre solidaridad, igualdad y
autonomía de sus unidades constituyentes.

Si España sufrió durante los años estudiados profundas transformaciones


políticas y económicas que la han modernizado, y ello ha alterado las figuras de
los valores vigentes en su imaginario colectivo, podemos comprender mejor el
fenómeno antropológico si salimos de nuestro propio horizonte y comparamos
nuestro caso con el de otras sociedades complejas actuales que también han
sufrido cambios modernizadores. Como indicábamos más arriba, la elección de
Rusia y Japón se justifica tanto por la calidad de los estudios antropológicos que
se han realizado, como por tratarse de tradiciones culturales muy diferentes a la
española y que han sufrido cambios en la misma dirección modernizadora. Por
otra parte, los estudios elegidos comparten cierto espíritu científico común por
enraizarse en una misma tradición: la de la Antropología Social Británica.

El caso ruso.

El caso ruso ha sido estudiado por Caroline Humphrey, Profesora de


Antropología de la Universidad de Cambridge. Tanto en la vieja URSS como en
Mongolia y Rusia, la profesora Humphrey ha realizado un largo trabajo de campo
en distintas etapas y del que han surgido múltiples publicaciones. En este caso
me voy a centrar en un artículo premiado en el año 2009 por la American
Philosophical Society que trata, precisamente, sobre los cambios en la figuración

                                                           50
cultural del valor de la libertad. Humphrey inicia su reflexión preguntándose si al
escuchar un ruso la palabra libertad en alguno de los discursos políticos
occidentales entiende lo mismo que entendemos nosotros. En realidad, se trata de
una pregunta que puede formularse no sólo entre áreas culturales tan amplias y
distintas, sino que, de hecho, nos formulamos con frecuencia al estudiar los
segmentos culturales que componen cualquier grupo humano en el seno de
nuestras complejas sociedades actuales. La respuesta de la antropóloga de
Cambridge no se limita a constatar la disparidad cultural entre emisor y receptor
del término. Su familiaridad con los marcos del significado de la conducta y de
los juicios de sus informantes le permite matizar la respuesta reconociendo, al
menos, tres grandes ideas (svoboda, mir y voyla) próximas a lo que en nuestro
caso nos figuramos bajo el término libertad (freedom). Esto es, lo que los datos
etnográficos ofrecen no constituye una sola figura de valor, sino tres modelos
culturales distintos que, como concluye al final de su estudio, “han venido a
ocupar universos de valor muy diferentes. Ninguno de ellos idéntico a las ideas
occidentales de libertad”50 y que a lo largo de los cambios sufridos han alterado
su significado y su peso en el imaginario cultural ruso. Humphrey no usa el
término figura, si bien señala que “la libertad puede ser tanto más una sensación
o sentimiento que una idea”51, con lo que viene a reconocer la compleja
formación de lo que hemos llamado imágenes de los valores: representaciones
culturales, en gran medida, inexplícitas, que integran ideas, sensaciones y
sentimientos, la huella poderosa del recuerdo de experiencias cargadas de
emoción compartida y que son evocadas al chocar con los hechos del presente en
forma de sentida ausencia, de contraste entre el ideal que encarna la imagen y un
presente que presiona con retos nuevos, ajenos a aquel mundo que ya era
conocido.

La primera de las imágenes que comenta es una forma de libertad política,


svoboda, que en tiempos medievales significaba “la seguridad y bienestar que
resulta al vivir entre la propia gente […] el conglomerado de prácticas de nuestro
propio estilo de vida”52 como distinto al de los enemigos, “imagen de un tipo
social de libertad que no estaba centrado en el individuo aislado” 53. Al haberse
 Humphrey, C. 2007: Alternative Freedoms. Proceedings of the American Philosophical Society. Vol. 
50

151, Nº 1, March. p. 9.
51
 Ibid. p. 1.
52
 Ibid. p. 2.
53
 Ibid.

                                                           51
gestado dicha imagen en el seno de una estructura política jerárquica, lograr
svoboda era concebido como entrar en un estado político privilegiado de libertad.
“En la época soviética vino a tener un doble sentido: ante todo independencia, no
ser regido por extranjeros con un conjunto ajeno de valores, y, en segundo lugar,
estatus político privilegiado en una situación en la que parte de la sociedad […]
carecía de libertad”54. En cualquier caso, svoboda aparece bajo la imagen de una
libertad no universal, sino distinta según el nosotros del que, como sujeto
colectivo, se predica. Esta imagen de la libertad, asociada a un nosotros
independiente y con el aura del privilegio, fue utilizada en los discursos políticos
para promover la identificación política soviética y contraponerla con Occidente:
“Mediante la colectivización […] nosotros […] saltaremos del mundo de la
necesidad al reino de la libertad”55. Se trata, por tanto, de una imagen que
modifica su sentido tradicional con los cambios que la revolución soviética
impulsó y que, a su vez, aprovechando la energía moral que esas mismas raíces
aportan, se usa para legitimar e impulsar el desarrollo que permita liberarse de las
limitaciones de la necesidad y alcanzar la libertad. Con ello, asociaban en sus
discursos la libertad y lo contrario de la necesidad, creando así una nueva
imagen ligada a la abundancia, un estado que caracteriza a la modernidad tanto
tiempo esperada al otro lado de un nosotros dibujado con muros y telones.

La imagen cultural construida con la transformación soviética de svoboda se


completa al unirse con otro de los términos que se refieren a la libertad y que se
enraízan en el antiguo concepto ruso de mir.

“Mir significa el universo, toda la humanidad […] y en el pasado también se refería


a la comuna rural, al mundo social del campesino […] No es tanto un concepto
como un sentimiento de libertad […] Esta es la imagen idílica de la comunidad
universalizada, que ignora su fatal contrapartida; digamos, que si los individuos se
subordinan a dicha totalidad pueden ser fácilmente manipulados por cualquier
gobierno que proclame representarla […] es esta estructura en gran medida ilusoria
la que fue reestablecida por los soviéticos cuando sustituyeron las comunas-mir
por granjas colectivas […] El sujeto de mir es nosotros no yo […] Quizá solamente
la penetración organizada del poder en todos los sujetos, la dependencia que
resulta cuando virtualmente todos los adultos eran empleados del Estado, y […] el
hecho de no quedar nunca fuera de una colectividad de un tipo o de otro desde la

54
 Ibid.
55
 Ibid. p. 3.

                                                           52
guardería en adelante, pudo producir […] la euforia del nosotros […] de un nuevo
tipo de sociedad, que es libre porque nosotros lo abarca todo […] Aquí la libertad
mezcla svoboda con mir produciendo una emoción de seguridad, calidez y
expansividad que todavía hoy recuerda la gente mayor”56.

Humphrey no aparta su mirada ni cierra sus oídos ante las confesiones de


sus entrevistados, porque es con el contraste comparativo como puede mover su
propio horizonte y precisar el matiz diferencial que le permita comprender una
vivencia humana en medio de la manipulación deshumanizante de la libertad:

“Espero que esto explique […] que haya hoy rusos que identifiquen la libertad
precisamente con el Stalinismo […Según sus informantes:] Durante el tiempo de
Stalin nosotros vivíamos mejor de lo que vivimos ahora. Todo el mundo era libre.
Había de todo en todas partes. No es que se olviden del miedo sufrido.
Reconocen que bastaba una palabra equivocada, y ellos te llevaban lejos en
mitad de la noche. ¡Vivíamos amigablemente y con generosidad! Recuerdo cómo
se llevaron a aquella mujer –por una pequeña rima– nunca regresó […] Desde
ese punto de vista el miedo era esencial –sin él hubiese habido inestabilidad [...y]
desorden”57.

A los dos modelos, svoboda y mir, añade Humphrey, como tercer caso,
voyla.

“Voyla significa voluntad así como individuo, libertad personal […] voyla pertañe
al individuo. Es el estado de cumplimiento de los deseos que uno echa de menos
cuando está en una situación de carencia de libertad […] liberación sin ataduras,
algo que uno experimenta aparte de la sociedad o de cualquier tipo de limitación
[…] Pero voyla tiene también sus sombras oscuras […] en la vida política puede
haber una voyla que indique una despótica libertad de acción […] Así los
Bolcheviques secuestraron voyla para sus propios propósitos […] Aquí aparece la
libertad como puro poder […] las consecuencias psíquicas de una voyla irrestricta
pueden ser destructivas para la persona”58

Tras la interpretación de su etnografía, Humphrey destaca de los modelos


estudiados “cómo cada uno de ellos se alcanzó a un alto coste –de distancia con
56
 Ibid. pp. 3­5.
57
 Ibid. p. 5. Las palabras de los informantes van en cursiva.
58
 Ibid. p. 6.

                                                           53
la realidad, de miedo, o de angustia y aislamiento”59. Con el paso del tiempo, se
transforman nuevamente las imágenes en las que desemboca su historia.

“En la vida política mir se ha desvanecido […] La libertad-svoboda tiene un nuevo


contenido que se ve como venido de Occidente […] está disponible para todo
aquel que tenga riqueza y recursos para ejercitarla. Pero […] un gran número de
pobres rusos son simplemente incapaces de tomar parte en la mayoría de estas
libertades […] garantizadas desde arriba […] de hecho, favores”60.

Es la del tercer modelo, la libertad-voyla, ausente hoy en la vida política


pública, la que “todavía es deseada por cada uno de modo personal […]voyla es
frecuentemente evocada por la gente común […] como un reto de
autorrealización […] en la esfera de la ética personal”61, mientras que svoboda ha
quedado en la esfera “de la acción eficaz aunque sea inmoral, asociada con el
privilegio y la foraneidad”62. De todo ello concluye que

“quizá en todas partes quepa entender la libertad no como un principio o una


meta, sino más bien como un resultado […] Se trata de diferentes clases de
libertad […] existentes en diferentes lugares […] La gente puede encontrarse a sí
misma en libertad, pueden localizarla fuera de sí mismos, mirar a un cierto tipo de
libertad con desconfianza o suspicacia”63.

Sin duda, en los distintos contextos de la observación, la tradición cultural,


los modelos heredados y sus transformaciones ante los nuevos retos que apuntan
en el horizonte, acaban desembocando en determinados resultados en los que
cabe una mayor o menor libertad marcada por esa específica historia, y todo ello
puede ser sustantivamente diverso. Pero no creo que quepa olvidar por ello que
en esos distintos resultados, la libertad históricamente posible por haber así
resultado, deje de tener un carácter valorativo. Si no interpreto mal a Humphrey,
su propuesta de ver la libertad como un resultado converge con mi formulación
sobre la figura específica del valor real, del valor de hecho, del ideal real como
distinta del ideal ideal, esto es, de aquella figura del valor que, de hecho acaban

59
 Ibid. p. 7.
60
 Ibid. pp. 7­8.
61
 Ibid. p. 9.
62
 Ibid.
63
 Ibid.

                                                           54
encarnando los actores en su conducta como preferente. Será en el sentido de los
hechos y situaciones resultantes de la acción social colectiva donde, al modo
como propuso la filosofía pragmatista, podrá la observación antropológica
detectar el significado de la libertad por el cambio que aquellas acciones han
producido en la situación. Solo si detenemos nuestra observación ante el dintel
del interior humano y su correspondiente responsabilidad tendremos que aceptar
la libertad como una mera condición externa cuya posibilidad depende de cada
situación histórica, como algo que resulta unas veces y otras no, esto es, como un
estado de la situación resultante según atestiguan los hechos. Con todo, nos
recuerda Lisón, “los hechos no sustituyen a los valores ni los sucesos a la
intención; la vida interna real es inaccesible. Pero no del todo. Podemos
acercarnos con cautela […] desde la imaginación etnográficamente bien
fundamentada”64. Así detectó Ortega creencias implícitas en Descartes, al
acercarse con cautela a sus propuestas metodológicas y descubrir “en él una
creencia a pesar de que él no nos la declara o dice […] podemos descubrir las
creencias de otro hombre aunque él no se dé cuenta de que actúan en él”65.

No pretendo, obviamente, negar las enormes dificultades sufridas para


sostener la libertad. De hecho, la historia nos ha obligado a reconocer
demasiadas veces cuán fácil es impedir el desarrollo de la libertad creando
situaciones en las que su ejercicio resulta prácticamente imposible. Pero la
historia también nos da, en esas mismas circunstancias, abundantes testimonios
de la vivencia de la libertad como valor moral, como principio y meta, pues
persiste agazapada en la memoria de quienes sufren agudamente su vulneración.
En ese estado la libertad sigue guiando como principio y sigue sugiriendo metas
para una acción observable. Así lo reconocía, por ejemplo, el Dr. Frankl inmerso
en la dura experiencia del campo de Auschwitz:

“Las experiencias de la vida en un campo demuestran que el hombre tiene


capacidad de elección […] puede conservar un vestigio de la libertad espiritual, de
independencia mental […] recordamos a los hombres que iban de barracón en
barracón consolando a los demás, dándoles el último trozo de pan que les quedaba
[…] ofrecían pruebas suficientes de que al hombre se le puede arrebatar todo salvo

 Lisón Tolosana, C. 2005: La fascinación de la diferencia. La adaptación de los jesuitas al Japón de los 
64

samuráis, 1549­1592”, Madrid, Akal, p. 185.
65
 Ortega y Gasset, J. 1983 (1940): Sobre la razón histórica. Madrid, Revista de Occidente en Alianza 
Editorial, p. 51.

                                                           55
una cosa: la última de las libertades humanas –la elección de la actitud personal
ante un conjunto de circunstancias– para decidir su propio camino”66.

Frankl, y como él otros, encontró un pequeño espacio para seguir ejerciendo


su libertad al sentir que, aún en medio de tanta limitación, podía elegir entre
aceptar o no lo que de todos modos se le imponía. Así, cuando se le ofreció la
oportunidad de huir del campo Frankl decidió no hacerlo: eligió quedarse con sus
pacientes. Según sus palabras: “no sabía lo que me traerían los días sucesivos,
pero yo había ganado una paz interior como nunca antes había experimentado”67.
Frankl elige aceptando lo que percibe como una exigencia que él no ha buscado.
No está convencido de que pueda sobrevivir, no es eso lo que espera. Su
conducta responde al problema que se le plantea y opta por “cumplir las tareas
que la vida asigna”68. Su conducta no sólo encarna los valores de la solidaridad y
la libertad, sino también una manera de asumir los límites que implica toda una
concepción antropológica. Obviamente, no es Frankl el único ser humano capaz
de elegir entre aceptar o no lo que la vida le impone sin poder evitarlo. Observar
esos casos prueba que su ocurrencia ha sido posible y que, por tanto, también ahí
tiene lugar una forma de libertad, quizá escasa por su hondura y radicalidad, por
su extrema dificultad.

Con todo, en condiciones menos extremas y, de ordinario, más frecuentes,


contando con el carácter implícito y borroso de las representaciones de los
actores, tampoco podemos obviar la naturaleza moral, como principio y meta,
que se manifiesta en la creencia en el valor de la libertad. Humphrey no tiene
espacio suficiente en su artículo para entrar en la discusión de la relación entre
las representaciones de los actores y cuanto consta como resultado en su
situación. No obstante, y sin abrir aquí una discusión teórica para la que no sería
ésta la ocasión oportuna, sí cabe recordar que las situaciones las crean los seres
humanos y que lo que en ellas resulta, aunque no sea una traducción literal de
cuanto se representan como meta explícita de la acción, es fruto del total de las
acciones, de acciones producidas persiguiendo preferencias apreciadas tras
considerar cuanto es posible en sus situaciones. Así, lo que resulta, como previó
Vico, viene a ser aquello que la propia sociedad no ha contemplado todavía,
según los cánones y principios comunes de su cultura, como expresión de su
66
 Frankl, V. 1996: El hombre en busca de sentido. Barcelona, Ed. Herder, p. 69.
67
 Ibid. p. 63.
68
 Ibid. p. 79.

                                                           56
propio espíritu, pero que, no obstante, todos sienten o sufren bajo la forma de
ambiente en el que viven inmersos. Cada cual aporta la pequeña contribución de
su acción, pero ve y vive inmerso en el conjunto total resultante de todas esas
contribuciones. De ese modo el ambiente acaba constituyendo ese estilo o
espíritu de la época. Se trata de su cultura real, de su verdadero comportamiento,
de lo que de hecho han valorado y que, una vez se encarna en imágenes como
resultado, nos permite a los observadores inferir las figuras concretas de sus
informuladas creencias morales. Los actores no pueden evitar percibir ese
ambiente resultante de la suma de infinitas acciones productoras a ciegas de la
historia, y esa percepción deja la huella en su mente de las imágenes de lo
valioso, de aquello que ha terminado imponiéndose con la fuerza de la sociedad
sancionado o legitimado por el bien de lo posible, de ese bien que, de hecho, ha
modificado su situación y ha resultado real.

Al final, como señaló Ortega, estamos en las creencias morales aun sin
darnos cuenta69. No pensamos en el nivel que Jung llamó inconsciente colectivo,
sino en algo más próximo a la tierra de la historia. Se trata, más bien, de las
curvas y caminos que acaban resultando significativos y que son trazados a
ciegas por las raíces en busca del líquido semántico que sostiene con su sentido
la planta de la vida colectiva. Esa red de raíces que crece a ciegas y en pos de
cuanto le es necesario no es tan visible como las hojas y las flores con las que la
sociedad se presenta a sí misma y da nombre a sus logros y acciones, pero es, sin
duda, el instrumento que le alimenta, el sistema que mantiene en pie y da solidez
a su tronco. Hemos de ahondar en la observación para hallarlas tras la literalidad
de los discursos, atender a los momentos de crisis, cuando el suelo de la vida
cotidiana se resquebraja y quedan visibles las raíces ocultas antes, cuando la
realidad era contemplada desde la categorización explícita de la sociedad sobre sí
misma como única lente. Por eso esperamos mejorar nuestra visión al salirnos de
la unicidad de uno u otro horizonte y ayudarnos con la luz del contraste
comparativo.

El caso japonés.

69
 Op. Cit. 1983, pp. 23­24.

                                                           57
El contraste con el caso japonés es, si cabe, todavía más interesante en la
medida en que el horizonte del Sol Naciente, aun abrazando un mundo más
industrial y desarrollado que el ruso o el nuestro, resulta culturalmente más
distante y extraño, tanto al conjunto del estilo occidental como en el caso
específico de la figuración de la libertad. Esta percepción de una mayor alteridad
en la cultura japonesa no es algo reciente. Como relata Lisón, ya en el siglo XVI
lo refería el jesuita Alessandro Valignano: “las costumbres y calidades de los
japoneses son tan contrarias a las nuestras que apenas después de muchos años
se entienden”70. Y, en coincidencia con el más reciente estudio de Alan
Macfarlane71 sobre Japón, concluye Lisón reconociendo cómo Valignano ya veía
que: “lo que realmente distingue y separa a los japoneses de los europeos es la
potencia e intensidad de su extraña e increíble cultura; ésta es la que fuerza a la
adaptación porque ellos no cambiarán”72. También Ruth Benedict, aun sin haber
podido trasladarse a Japón en la época de la Segunda Guerra Mundial, mediante
el estudio de películas japonesas, abundante documentación y largas entrevistas a
emigrantes japoneses, se dio cuenta de que “su confianza en el orden y la
jerarquía y nuestra fe en la libertad y en la igualdad son dos polos opuestos” 73.
Macfarlane, por su parte, tras quince años de observaciones y entrevistas, insiste
en la cualidad de la diferencia:

“Obviamente Japón no es una sociedad tribal, dado que posee muchas de las
características de un mundo industrial […] No obstante, bajo la superficie, parece
que de algún modo ha conseguido que no haya ninguna esfera separada ni
dominante o determinante como infraestructura […] Esta simplicidad nos resulta
chocante […pues] estamos acostumbrados a un mundo de separaciones incluso de
choques de lealtad e interés”74.

En Japón, al estudiar las creencias, sigue Macfarlane, vemos cómo

“No hay otro mundo. No hay Dios. No hay cielo […] No hay […] brujería […]
Japón no es ni sagrado ni profano, ni secular ni religioso, ni encantado ni

70
 Lisón Tolosana, C. 2005, op. cit. p. 123.
71
 Macfarlane, A. 2007: Japan through the looking glass. London, Profile Books.
72
 Ibid. p. 195.
73
 Benedict, R. 2003 (1946): El crisantemo y la espada. Patrones de la cultura japonesa. Madrid, Alianza 
Editorial, p. 52.
74
 Macfarlane, A. op. cit. p. 219.

                                                           58
desencantado. Vive en otras dimensiones y con una mezcla que nuestras redes de
comprensión no nos ayudan a captar”75.

Por eso repite su visión de conjunto sobre la diferencia cultural:

“los japoneses no me parece que sean diferentes de Occidente o de otras


civilizaciones de un modo trivial, sino diferentes en un nivel tal de profundidad que
las herramientas mismas de intelección que normalmente usamos resultan
inadecuadas. Los japoneses no encajan en nuestro conjunto de distinciones”76.
“Tenemos que abordar Japón como una civilización sin divisiones, teniendo en
cuenta que hay alrededor de cien millones de habitantes en vez de unos pocos
miles […] los japoneses no separan las cosas que nosotros clasificamos aparte en
el pensamiento occidental. Natural y sobrenatural, individuo y grupo, mente y
materia –todas las dicotomías que parten del pensamiento griego en adelante […]
se desvanecen”77

Obviamente, Macfarlane recoge en su trabajo de campo testimonios de


japoneses que perciben de modo recíproco esa extrañeza ante las distintas
culturas occidentales, tanto europeas, como americanas. Esa insistencia en la
singularidad no ya de su cultura, sino del modo en que un conjunto cultural
difiere de los otros es lo que le lleva a hablar de la “vía japonesa”. Tras sus años
de investigación Macfarlane reconoce que “haber invertido el tiempo en el
interior del espejo mágico de esa otra civilización insular me ha cambiado”78. Lo
que corrobora aquella exigencia que planteaba Gadamer para comprender al
ampliar el propio horizonte. Si finalmente, a pesar de tamañas diferencias, cabe
entender ¿qué es, pues, lo que comprendemos al comparar las imágenes
culturales de la libertad?

El primer fruto del contraste es percibir que en los estudios antropológicos


citados sobre la cultura japonesa apenas encontramos referencias a la libertad,
jiyū ( 自 由 ). Si las hay, como en el caso de Benedict, es para resaltar otras
figuras de valor contrapuestas a la de la libertad. No es que los japoneses
rechacen la libertad o no la aprecien; de hecho su organización se sirve

75
 Ibid. p. 202.
76
 Ibid. p. 217.
77
 Ibid. p. 220.
78
 Ibid. p. 230.

                                                           59
formalmente de un sistema democrático. Sin embargo, para observadores
interesados en comprender la vida japonesa el valor de la libertad solo consigue
iluminar su cultura detectando su menor relevancia. De hecho, al describir la
propiedad y su relación con la familia, Macfarlane percibe la enorme libertad al
designar heredero y, a la vez, el peso de las exigencias ideales asumidas en la
cultura para lograr un heredero capaz de servir e incrementar la propiedad, con lo
que, de acuerdo con nuestras imágenes del valor de la libertad, es difícil decir si
el poder desheredar a todos los parientes y buscar un heredero ajeno a la familia
es o no un rasgo indicativo de la libertad o, más bien, del peso del deber de
servicio a esa propiedad que trasciende a la voluntad y afectos de quienes han
sido sus titulares. De estas y otras observaciones similares concluye que “hay
libertad, pero con tremendas constricciones”79.

Una fuente de dichas constricciones nace de un sistema productivo que, si


bien es eficiente en el uso de sus recursos, lo consigue por la intensidad con que
utiliza la mano de obra y sus habilidades, lo cual “refleja una isla densamente
poblada con recursos naturales relativamente escasos […] en contraste con el
sistema americano ahorrador de trabajo pero agotador de recursos”80. Una
superficie equivalente a dos tercios la de España es ocupada por casi el triple de
población. La sociedad japonesa necesita movilizar y organizar su abundante
población en su fragmentado, montañoso y pequeño territorio. No cuenta con un
horizonte al oeste en el que pueda descubrir un nuevo mundo, ni una frontera que
pueda empujar y poblar con recursos aparentemente ilimitados. La atención se
vuelca sobre los propios contingentes que integran el grupo, y esa extrema
reciprocidad de su interdependencia lleva a que “cada persona es como un espejo
vacío, en busca de sí misma al reflejarse en los otros […] esto es kyo, la
capacidad de una persona de absorber las expectativas de los otros […] Japón,
en términos de David Riesman, es una sociedad básicamente orientada a los
79
 Macfarlane, op. cit. p. 67. Ya en “Antropología Cultural de Galicia” Carmelo Lisón subrayaba el papel
de la casa gallega como institución productora de un centro de gravedad cultural hacia el cual tienden multitud 
de estrategias sociales, ritos, creencias y acciones en la Galicia tradicional que tan densamente investigó en el 
campo a lo largo de los años sesenta y setenta del siglo XX. No solo en dicho texto al tratar de la “manda 
patrilineal”, sino también en el conjunto de su obra sobre Galicia, subraya esa nota central, necesaria para 
comprender el conjunto de la melodía cultural gallega. También en esos casos Lisón destaca la relativa libertad 
del padre para designar heredero capaz de continuar y engrandecer la casa. Obviamente, dada la distancia 
cultural entre Galicia y Japón, el conjunto de condicionantes culturales difiere y otorga un significado distinto a
la libertad en cada caso. Recordar aquí la obra de Lisón nos permite ver la dimensión etnológica del fenómeno 
a la vez que la comparación nos permite destacar la recíproca especificidad de cada caso.
80
 Ibid. p. 71.

                                                           60
demás”81. Ya lo señaló Ruth Benedict al subrayar cómo “toda persona ha de estar
atenta al juicio de los demás sobre sus actos. Con sólo imaginar cuál será el
veredicto, orienta su comportamiento en esa dirección”82. Buscando una imagen
que de un vistazo nos permitiera captar Japón, Macfarlane nos propone ver una
sociedad constituida por colecciones de relaciones “porque las relaciones son
más importantes que el individuo [… y en cuyo seno] es difícil para el sujeto
resistir la presión del grupo”83. De hecho ese es, según los intelectuales
japoneses, “el peor aspecto de la sociedad japonesa […] la abrumadora presión
al conformismo”84.

Esculpir ese tipo humano requiere una larga tradición y una eficaz
educación. En este campo, todos los observadores coinciden al destacar una
singular combinación entre la especial atención dada a la infancia, la libertad con
la que crecen y, al mismo tiempo, la obediencia que les caracteriza. Según
resume Kenichi la vida, en “la infancia es salvaje, libre; en la mitad es contenida,
reprimida y abnegada. En la vejez y jubilación vuelve a ser libre y sin
obligaciones”85. Pero no sólo la edad marca las diferencias, “la sociedad japonesa
se forma como un pequeño edificio de bloques de superioridad e inferioridad
entre individuos, lazos de lealtad entre estatus superiores e inferiores [… incluso]
el idioma japonés lleva en su seno de modo intrínseco esta desigualdad” 86. En
consecuencia,

“el grupo tiende a reclamar su prioridad sobre el individuo [y] la sociedad es


imaginada como un todo orgánico del que el individuo es una parte […] sin gran
significación si se le separa del todo. La vida japonesa se basa en una serie de
grupos –familiar, social, político, escolar, sindical, de negocios. Los japoneses, se
asume por lo común, tienen la civilización menos individualista del mundo […] un
ser humano es por definición una relación, no una unidad autosuficiente. La idea

81
 Ibid. p. 79.
82
 Benedict, op. cit. p. 219.
83
 Ibid. p. 80.
84
 Ibidem.
85
 Ibid. p. 94.
86
 Ibid. p. 101.

                                                           61
misma de una 'persona' separada, autónoma, la premisa básica del pensamiento
occidental y del individualismo occidental, falta en Japón”87.

Ante un edificio social tan diferente no es extraño que los observadores


destaquen las “innumerables barreras [… que] constriñen la vida”88, y cómo
“todo japonés opera bajo un gran peso de obligaciones y presiones para
comportarse según las más altas normas y modelos […] aun sin un Dios
observador, muchos japoneses tienen un agudo sentido de ansiedad interna”89.
Esa exigencia tan generalizada puede favorecer la aparición del aislamiento en la
propia habitación de algunos jóvenes, los hikikomori, sobre todo si el sistema
educativo moderno multiplica la presión hacia la igualdad en el éxito90 y rompe la
vieja tradición de libertad en los niños. Antes de la aparición de ese moderno
fenómeno ya lo señalaba Benedict:

“Las tensiones generadas por todo ello son enormes […] agotadoras para el
individuo […] pero la agresividad no surge cuando alguien desafía sus principios o
su libertad, como les pasa a los norteamericanos, sino cuando se percatan de un
insulto o una difamación […] Los japoneses han pagado un precio elevado por su
manera de vivir. Se niegan a sí mismos las más mínimas libertades que los
americanos encuentran tan naturales como el aire que respiran”91.

Son los japoneses personas que “aprendieron a identificar esta jerarquía


meticulosamente urdida, con la salvación y la seguridad. Mientras permanecían
dentro de los límites conocidos, y cumplían las obligaciones conocidas, podían
estar seguros de su mundo”92. Así, cuando “actúan según lo ordena su 'lugar
correspondiente', sus prerrogativas serán respetadas”93. Obviamente, desde una
perspectiva occidental, nos resultaría difícil sentir lo que nosotros entendemos
por libertad en el seno de sus normas y de su concepción del mundo, más aún
cuando los informantes de Macfarlane, al preguntarse “¿cómo explicamos los
87
 Ibid. p. 77.
88
 Ibid. p. 167.
89
 Ibid. p. 190.
 Véase Sánchez Braun, A. 2011: “Hikikomori”. Perdidos en su habitación. El País semanal nº 1836, 4­
90

XII­2011, pp. 70­76.
91
 Benedict, R. op. cit. p. 281.
92
 Ibid. p. 77.
93
 Ibid. p. 91.

                                                           62
japoneses el mundo?”, reconocen que “es incontestable. No cabe responder.
Nosotros no tenemos visión del mundo. En todo empeño humano debe haber
algunas cuestiones sin respuesta. Somos muy pequeños y la naturaleza nos
hundirá al final”94. Con todo, esa no-visión no constituye una concepción
dramática del mundo. Los japoneses, según la gestalt que nos presenta el autor,
“aceptan el azar, el capricho y el sinsentido del sufrimiento, el papel de la
casualidad y la fortuna, de un modo que no he encontrado en otra parte. La
volatilidad de su mundo físico –terremotos, maremotos, volcanes, inundaciones–
se   acepta   como   algo   natural”95.  Posiblemente,   una   forma  de   entender   su   tan
radical disparidad resida en considerar la cultura japonesa como un civilización
no Axial, que ha mantenido su propia historia sin sufrir los cambios filosóficos y
religiosos que K. Jaspers calificó bajo ese término. Coincidiendo con Eisenstadt
y con Bellah, entiende Macfarlane96 que Japón adaptó a su propia tradición las
importaciones procedentes de las civilizaciones que se transformaron en la Era
Axial pero rechazando las diferenciaciones y separaciones entre lo trascendente
y la realidad.

No parece, por tanto, que podamos encontrar en su cultura las mismas


imágenes de libertad que en la cultura rusa o en la nuestra. A pesar de su respeto
por los demás y su valoración de lo colectivo, ningún observador ha descrito
imágenes que pudieran encajar en las estudiadas por Humphrey como svoboda o
mir. Su visión de la jerarquía no supone el privilegio que Humphrey detecta en la
imagen actual de svoboda. Su desigualdad es recíproca y cargada de un deber
que se orienta hacia los demás tanto desde abajo hacia arriba como en sentido
contrario. Por otra parte, la amplitud de mir sobrepasa con mucho el estrecho
margen de maniobra con el que cada japonés cuenta dentro de su lugar
correspondiente. Es más, aunque en svoboda y mir encontremos componentes de
seguridad, orden y estabilidad como en el caso japonés, el resultado final del
sistema de valores marca las vivencias de libertad en cada caso con claras
diferencias culturales.

Es el espíritu o estilo cultural –que al final resulta vivencialmente diferente–


el que cualifica la imagen de libertad en cada sistema. Por eso no sería correcto

94
 Macfarlane, A. op. cit. p. 192.
95
 Ibid. p. 185.
96
 Ibid. pp. 194­197.

                                                           63
metodológicamente comparar, una con otra, imágenes aisladas. Al hacerlo
olvidaríamos el todo cultural que da sentido a cada una de sus partes. De ahí que
analizar los componentes semánticos del valor y estudiar el juego de relaciones
en el seno del sistema de valores nos ayude, pero no nos libera de la
interpretación final para mover nuestro horizonte hacia la comprensión. Cuando
la alcanzamos nos damos cuenta del proceso vital entre las partes y el todo de
cada cultura, y entendemos la recíproca fecundación semántica entre el sistema
de valores, como centro o principio unificador, y el todo cultural. Por eso vimos
que, en la etnografía reunida en nuestro caso, a las variaciones de la libertad
teníamos que sumar los cambios en los valores de la igualdad y de la solidaridad
si queríamos entender las transformaciones de la modernización sufrida hasta los
años noventa. Lo que sí resulta relevante es detectar que, en cualquiera de los
tres contextos culturales estudiados, las distintas imágenes de libertad van
siempre relacionadas con otras imágenes que integran ideas de respeto, de
seguridad, de orden y de estabilidad, así como de pertenencia a un nosotros de
distintas dimensiones y entidad. Quizá sea en voyla o en la concepción de la
libertad como autonomía (jishu: ser señor de uno mismo) donde encontremos una
vivencia más personal del sujeto, más próxima a la autenticidad de cada
individuo y que en el caso japonés cabría aproximarla a jiyū, como proceder de
uno mismo, sin obstáculos (muge). Con todo,

“dado lo difícil que resulta vencer la distancia normal y la etiqueta, beber juntos es
muy importante en Japón. Suministra un tiempo y espacio sagrados para el relax
en los que 'lo incorrecto está bien'. Uno puede mostrar en ese momento sus
verdaderos sentimientos […] Las formas más completas de liberación […] las
hallan en el silencio y la no comunicación. Los japoneses se envuelven en su propio
sueño tan pronto pueden, viajando […] en tren o en metro […] Más
extraordinario todavía son los salones pachinko donde, sumergidos en el sonido de
la música de rock duro y del golpeteo de millones de bolas de billar de acero, más
de veinte millones de japoneses se encuentran solos y libres de toda presión para
hablar o interactuar”97.

Esto es, la versión más personal de la libertad en un contexto cultural tan
distante del individualismo occidental sólo aparece descrita por los antropólogos
en la infancia, la vejez, al beber juntos, en el forzoso silencio bajo la intensidad

97
 Macfarlane, op. cit. pp. 162­163.

                                                           64
del sonido o incluso en la suspensión de la alerta del sujeto bajo el sueño. Solo
entonces cede la presión de las normas que delimitan el estrecho espacio del
sujeto en su  lugar correspondiente  y se legitima su autonomía personal, sus
sentimientos y subjetividad. Con todo, no es exótica ni caprichosa esa colección
de edades y situaciones en las que la acción puede resultar más expresiva de la
autenticidad del sujeto. En todos esos casos, el sujeto legitimado socialmente en
su libertad queda limitado por la naturaleza. En realidad, la sujeción social solo
cede ante la más básica y radical sujeción de la naturaleza que limita al niño y al
viejo, o se impone mediante el alcohol, el sueño o el sonido usando las leyes
naturales que rigen nuestro organismo. En ninguno de esos casos la acción se
produce de un modo ilimitado; la presión social puede ceder porque en ellos  el
sujeto queda remitido por su cultura a la naturaleza, que acoge la acción con las
leyes de su regazo. Es más, esa misma limitación de la naturaleza se canaliza a
través de las pautas culturales de la crianza y educación, del respeto a la edad o
al nosotros de la amistad compartida. 

Esta imagen de libertad que nos sugiere la cultura japonesa nos presenta un
tipo humano capaz de liberarse de la constante presión de las obligaciones (on,
giri) solo de dos formas: remitiéndose a las inexorables leyes de la naturaleza, o
mediante el más exacto cumplimiento de dichas obligaciones. Así lo ve también
el filósofo japonés Keiji Nishitani tras considerar las leyes naturales y el control
que la ciencia busca, pues concluye que “la subordinación al control de la ley
implica directamente liberarse de ella”98. Devolver lo debido, cumplir con esta
obligación a esta persona en esta situación, libera de esta concreta obligación, si
bien otra obligación se presentará de nuevo en la interacción social porque la
pertenencia   en   la   que   nace   el   ser   social   no   cesa.   Naturaleza   y   sociedad   se
invisten así en su cultura no­axial de la fuerza que en las otras culturas posee el
valor que trasciende al sujeto. Solamente en el campo de la experiencia interior
cabe una efectiva liberación que relacione libertad y verdad. De la imagen jishu
de libertad decía Rinzai que “ser señor dondequiera que estés es ser verdadero
dondequiera que estés”99. Contemplando la realidad desde el juego de imágenes
que opera como centro o principio unificador de su cultura, “todas las cosas […]
en su puro ser en el mundo, constituyen una unidad […] de libertad básica e
98
 Nishitani, K. 1999: La religión y la nada. Madrid, Siruela, pp. 136­137.
99
 Ibid. p. 256.

                                                           65
irreductible […] Libre en el sentido de que cada ser está establecido como lo que
es en sí mismo, y regulado en el sentido de que cada ser es como debería ser
según la posición determinada para ello”100. De nuevo la observación de
Macfarlane resulta acertada, pues en el caso japonés carecen de sentido nuestras
contraposiciones entre libertad y obligación, mundo y trascendencia, naturaleza y
cultura. Es en el interior, tras el entrenamiento Zen, cuando cabe alcanzar la
liberación de la presión social y de su correlato en la conciencia. Como dijo
Benedict de Japón,

“Al final han aprendido […] han encontrado una salida. Están libres y por primera
vez pueden saborear plenamente la vida. Son muga. Su entrenamiento en la
maestría ha terminado con éxito”101, “el muga […] como alguien ya muerto, […]
ha rebasado la necesidad de pensar en cual es el camino adecuado para la acción
que va a emprender. Los muertos ya no devuelven on; están libres […] significa la
suprema liberación […] Ahora todo es posible para mi”102.

En nuestro caso.

En nuestro caso y en nuestra época volvemos a encontrar distintas figuras


de la libertad. Para las entrevistas y observaciones realizadas en el trabajo de
campo en 2008 y 2009, hemos elegido actores que pertenecen al mismo tipo de
“capas medias altas” que estudia François Ascher y por sus mismas razones. Son

“elementos que prefiguran en parte una nueva fase de la modernidad […] estas
capas medias altas están a la vanguardia de un doble proceso de individualización
y socialización que es uno de los principales elementos estructurales del proceso
de modernización que imprime carácter a Occidente desde hace varios siglos. La
individualización es en cierto modo la ambición de [...] controlar de la forma más
amplia su vida, su cuerpo, su tiempo y su espacio. Pero esta individualización va
acompañada de […] que cada individuo se integra al mismo tiempo en un sistema
de vínculos sociales cada vez más complejos”103.

100
 Ibidem.
101
 Benedict, R. op. cit. p. 239.
102
 Ibid. p. 242.
103
 Ascher, F. 2009: Diario de un hipermoderno. Madrid, Alianza, p. 33

                                                           66
Con   esa   elección   pretendemos   dirigir   la   observación   hacia   procesos   de
creación cultural en marcha, hacia conductas que despuntan en el horizonte de la
época, que lentamente moldean figuras todavía imprecisas, y que en su relativa
borrosidad  encarnan   precisamente   aquello   que   la   propia   sociedad   no   ha
contemplado todavía, según los cánones y principios comunes de su cultura,
como   expresión   acabada   y   reconocida   de   su   propio   espíritu,   pero   que,   no
obstante, estos actores ven como luz que alborea y recorta el invisible skyline de
su mundo, como un ambiente que les atrae y acoge, y que constituye el horizonte
que ellos mismos crean a medida que lo escrutan y empujan con sus pasos. Su
valor   etnográfico   no   se   funda,   pues,   en   su   representatividad   estadística   sino
sintomática.   A   ello   se   refería   Charles   Taylor   cuando   analizaba   los   cambios
sociales a finales del siglo XVIII y veía que “todas estas formas de imaginario
social eran aún terreno exclusivo de las minorías: las élites sociales y los grupos
de activistas. La mayor parte de la población […] estaba todavía parcialmente
inmersa en las viejas estructuras”104. 

Obviamente, la época difiere y con ella el tipo de actores que encarnan los
síntomas que nos permiten detectar el sentido de los cambios. Por eso nos hemos
dirigido a esas capas medias altas y en ellas a quienes se  definen como “la
primera generación que a los treinta pues todavía estamos con un trabajo
inestable, sin pareja definida, o sea, luchando y tal, y que nos sentimos
superjóvenes todavía”. “Nuestra generación es la del cambio”. Se trata de una
época en la que la generación que empuja el horizonte ya no es aquella que
vislumbraba el desarrollo, Europa y la Constitución como metas cuyo logro
merecía la entrega de las energías personales. Los nuevos actores, aun en medio
de la presente crisis, viven en un mundo de abundancia y libertad. Su generación
sustituye a aquella que recuerda Doris Lessing hablando de la Inglaterra de
posguerra. En aquellos años encontró su país

devastado por la guerra; no era como ahora, tan alegre y colorido. Era muy
oscuro, lleno de edificios agrietados [...] era desolador. Y era muy duro, muy duro,
no había suficiente para comer, hacía frío. [Ahora, por el contrario] todo ha
cambiado mucho [...] en general la gente tiene dinero, y está cómoda, y no tiene
miedo. Y eso solía pasar, la gente tenía miedo: a perder el empleo, a caer

104
 Taylor. C. op. cit. p. 169.

                                                           67
enfermo... Este tipo de sociedad tan confiada en la que vivimos ahora debe de ser
única en la historia”105.

Ahora, tras la crisis, todavía se vive el miedo a perder el empleo desde la


abundancia y en el asombro de la confianza perdida. Antaño, por el contrario, la
libertad era disyuntiva. En cada decisión se apostaba por una alternativa con la
angustiosa responsabilidad de perder la desechada. Los actores participaban en
un juego más dramático que lúdico. Por lo general no había segundas
oportunidades. El tiempo era vivencialmente histórico, irreversible, real. Cuando
la   libertad   se   encarna   bajo   una   imagen  disyuntiva,   se   despliega   cerrando
posibilidades a medida que se elige. Ese tipo de libertad se consume como la
vida, a medida que se ejerce. Pero el contexto del nuevo siglo es muy distinto al
de antes y después de la guerra, y no sólo por el consumo que, como ya vimos,
era   tan   valorado   por   los   informantes   como   base   del   bienestar,   sino   por   la
variedad y amplitud de las posibilidades que se han abierto en todos los campos
de experiencia. El crecimiento no ha sido un fenómeno meramente económico
sino un complejo proceso de transformación social, política, cultural y religiosa.
No sólo tenemos más bienes y más variados, otra sanidad y una mayor esperanza
de vida, sino también más alternativas legales, recursos jurídicos, modos y vías
de   comunicación,   más   energía   y   contaminación,   tipos   distintos   de   familia   y
posibilidades   de   unión,   separación   y   divorcio,   nuevas   profesiones,   opciones
políticas locales, regionales y estatales, diversidad y libertad religiosa, todo lo
cual,   además   de   los   beneficios,   ha   producido   efectos   no   deseados   que
reconocemos   fácilmente   en   la   inmensa   burocracia   que   ralentiza   la   velocidad
pretendida y merma la seguridad requerida, en la banalización de las relaciones
humanas o en la pérdida de límites claros que den forma a las normas que hacen
posible la educación de las nuevas generaciones. 

También   ayuda   el   crecimiento   a   detectar   los   límites   de   la   segunda


revolución industrial, a destacar los riesgos del cambio climático o de la crisis
económica.   Desde   la   limitación   de   la   perspectiva   antropológica   elegida   no
podemos dejar de apreciar el cambio en la coloración cultural de los valores
involucrados   en   el   proceso   histórico   actual.   Si,   según   los   expertos106,   son

105
 Cruz, J. 2007: Entrevista. Doris Lessing. El País Domingo, 21­X­07, p. 8.
106
 Rifkin, J. 2007: La economía del hidrógeno. Barcelona. Paidós.

                                                           68
necesarias nuevas fuentes de energía renovable y edificios capaces de generar y
almacenar esa energía, y coordinar todo ello con el desarrollo de las nuevas
formas de comunicación, no es menos cierto que tanto los bienes alcanzados, los
efectos no deseados o las crisis y las soluciones que proponen los expertos nacen
y se expresan en el marco de los valores que estudiamos y a cuya composición y
figuras acaban afectando. Así, en relación a la crisis económica actual, aunque
algunos economistas contemplan la crisis al modo bíblico, como una fase propia
de los ciclos económicos, no son pocos los expertos que cargan sus críticas con
valoraciones de la conducta de los responsables financieros que giran en torno al
olvido de límites tradicionales, a la ausencia de responsabilidad, a la falta de
trasparencia de los productos financieros y de regulación del mercado. 

En cualquier caso, ciclo o crisis, se dan solo con la efectiva acción social y
su   inexcusable   moralidad,   no   sin   ella.   No   se   trata   sólo   de   los   responsables
financieros,   sino   de   una   más   amplia   élite   social   que   ha   visto   legitimada   su
conducta en un ambiente cultural compartido por capas medias altas, en el que
las   imágenes   ampliamente   difundidas   forman   ese   “trasfondo   moral”   del   que
hablaba Taylor: “Cada individuo o cada pequeño grupo actúa […] de forma
autónoma, pero con la conciencia de que su manera de mostrarse dice algo a los
demás, que generará una respuesta en ellos y contribuirá a crear un ambiente o
atmósfera compartida que teñirá las acciones de todos”107. Así se han formado
imágenes que son eficaces como sostén implícito de la conducta, en gran parte
por mantenerse en ese estado ambiental en el que no alcanzan una formulación
expresa. Con todo, no escapan a la entrenada observación de algunos artistas
capaces de dar expresión a dicho fondo ofreciéndole un cuerpo observable de
palabras e imágenes visuales. Así, por ejemplo, reconocen que 

“la ligereza […] se considera banal, pero es maravilloso ser así: abierto y libre
[…]  como   un  niño  en  algunos   aspectos  […]  La   gente   cree  que   tienes   que  ir
definiendo y cerrando quién eres. Yo lo veo completamente diferente. La vida te
va deshaciendo los límites. Es una decisión cuántas  facetas  quieres  explotar y
cuántas no. Y yo las quiero todas […] Tengo una curiosidad insaciable […] Me
despierta curiosidad ver hasta dónde llega mi capacidad […] tomas una decisión
fundamental respecto a tu gusto: o lo cierras o lo abres. Yo aposté por abrirlo […]

107
 Taylor, C. op. cit. p. 196.

                                                           69
me gusta la verdad. Pero también me seduce la idea de que mi imaginación no
108
tenga límites” .

La imagen que nos ofrece en sus palabras no sólo valora positivamente lo
banal, sino que asocia la libertad a la apertura ilimitada, con un claro rechazo al
proceso de cierre progresivo que tipificaba la imagen de la libertad disyuntiva. El
objetivo de tan ambiciosa libertad no es algo que se elige de lo ofrecido, sino la
totalidad. Esa es, según Ascher, “la ambición moderna por excelencia: 'Hacer lo
que quiera, con quien quiera, cuando quiera, donde quiera'...”109. Esa imagen es
la que comparten los informantes entrevistados: “Para mi es bueno el que tú
hagas lo que te apetece […] que te quedes a gusto porque tú has hecho un acto
que has querido hacer […] a cada cual […] como le dé la gana”. Es más, la
voluntad se ejerce, según reconocen, en un panorama de abundancia: “lo que
pasa es que ahora tenemos muchas más opciones y no nos conformamos. Antes
eran más conformistas”. En situaciones de escasez, reconocen los actores, “no
tienen posibilidades, lo que pasa es que nosotros en Europa no lo vivimos […]
yo creo que también hay un amplio abanico de gente joven que en realidad
estamos siendo conscientes en esta generación  –y yo creo que generaciones
inmediatamente anteriores no lo eran– de lo que es disfrutar de la vida ¿sabes?
Y de las posibilidades que tiene la vida”. Quizá por esa aproximación a un antes
desconocido desarrollo crecen las protestas en países emergentes que pierden el
conformismo y otean un horizonte nuevo de posibilidades.

Obviamente se trata de un contexto en el que la abundancia configura un
imaginario diferente y en el cual se nos propone una imagen cultural en la que la
libertad se ejerce como un juego sin pérdida verdadera, una libertad ilimitada en
la que al escoger no es­cogemos sino que tan solo cogemos una cosa tras otra,
sumando sin perder, creyendo que no desechamos lo no elegido, imaginando que
se   guarda   en   la   reserva   de   esa   eterna   segunda   oportunidad   asociada   en   el
imaginario a una juventud impermeable al tiempo, sin percibir la sombra de la
finitud y la muerte que cada paso proyecta sobre el suelo de la realidad, en la
dirección del tiempo, sin la añoranza del ser que, al no elegir aquello, jamás
seremos porque creemos que siempre podremos ser y serlo todo. La polifacética
108
 Testino, M. en El País Semanal, 20­IX­2009, pp. 20­21.
109
 Ascher, F. op. cit. p. 34.

                                                           70
Miranda July lo expresaba recientemente con gran claridad: “Hace muchos años
que tomé la decisión de elegir no elegir, de que no iba a escoger […] todas estas
cosas están muy relacionadas y no quiero sentirme atrapada en una sola […]
creo que se debe hacer de todo”110. Esa misma expresión está presente en uno de
los spots publicitarios de automóviles Honda o en el texto de Jack White en The
Root: “Ya no tenemos que escoger. Por fin podemos asumir nuestra condición de
americanos sin traicionar nuestra condición de negros”111. Fuera del campo del
arte,   en   el   de   la   política,   “Yes,   we   can!”   es   una   expresión   que   resume   y
representa la esperanza y la fuerza de una legítima convicción generadora de una
gran energía hacia el futuro, pero su formulación e insistencia en que “todo es
posible”112  se   apoya   en   un   imaginario   colectivo   en   cuyo   seno   se   asocian   la
libertad, los logros y la abundancia. Se trata de una plenitud de lo posible muy
diferente a la comentada por Benedict como fruto de la ascesis Zen en Japón.
Como señala Castoriadis: “hoy hemos entrado en una época de falta de límites
en todos los terrenos y tenemos el deseo de infinito [...] El imaginario de nuestra
época es el imaginario de la expansión ilimitada”113. 

Ya no hay que elegir en la era de la abundancia. En ella se basa la nueva fe
desde la que todo parece posible. Esa amplitud de la libertad que nos propone la
cultura   contemporánea   es   una   cualidad   del   valor  libertad  en   el   imaginario
colectivo, lo cual no significa que esa cualidad se dé también en los hechos
cotidianos de los actores de las sociedades desarrolladas. La observación crítica
de la realidad puede constatar fácilmente las diferencias que existen entre las
libertades legalmente establecidas, la desigual vivencia de las mismas –según la
posición de cada ciudadano, su historia y su circunstancia– y, por otra parte, las
imágenes   que   la   cultura   esculpe   en   el   imaginario   con   la   ayuda   del   cincel
anónimo y ciego de la historia que entre todos  manejamos. Si, como señala
Bauman, el propio mercado suministra en nuestras sociedades las herramientas
para una adecuada toma de decisiones, eso significa que, de hecho, mucha de

110
 Altares, G. 2009: El juego de Miranda July. El País, Babelia, 10 y 11.04.09, p. 4.
111
 Naím, M. 2009: Un 'tsunami' de lágrimas de emoción. El País, 21­I­2009, p. 7.
112
 Obama, B. 2008: El discurso de Obama en Grant Park, El País, 6­XI­2008, p. 6.
 Castoriadis, C. 2002: La insignificancia y la imaginación. Diálogos con Daniel Mermet, Octavio Paz, 
113

Alain Finkielkraut, Jean­Luc Donet, Francisco Varela y Alain Connes. Madrid, Trotta, pp.32­33.

                                                           71
nuestra abundante libertad es más aparente que real114. En realidad, la restricción
que el mercado propone con sus ofertas a modo de modelos y la ilimitación que
brilla en el imaginario cultural a un tiempo tensan enormemente el arco de la
libertad generando desasosiego, inestabilidad, inseguridad y desconfianza.

Una libertad lúdica y desdramatizada, aditiva en vez de disyuntiva, abierta
a la amplitud de lo posible, no es una imagen incompatible con la inseguridad
que atestiguan los informantes: “Es más juego, más tal, menos implicación […]
hay mucha inestabilidad hoy en día porque la gente no sabe qué es lo que
quiere, qué es lo que se busca... ahora hay un lío total […] la gente está liada
[…]   hay   una   libertad   total   […]   ahora   tienes   más   libertad   […]   pero   se
desconfía, se desconfía […]  Hay mucha desconfianza, sí, por el  tema  de la
libertad, por las mil y una opciones, la gente desconfía, claro […] ya no se
confía tanto en la gente […] porque, claro, ¡como hay tantas opciones! […]
Antes había más confianza”. Como señalaba E. Bloch: 

“El hombre es aquello que tiene todavía mucho ante sí [...] Lo verdaderamente
propio no se ha realizado aún ni en el hombre ni en el mundo, se halla en espera, en
el temor a perderse, en la esperanza de lograrse. Porque lo que es posible puede
igualmente convertirse en la nada que en el ser; lo posible es [...] lo no cierto.
Precisamente por ello [...] lo que hay [...] es tanto temor como esperanza, temor en
la esperanza, esperanza en el temor”115.

Esa figuración de la libertad, lúdicamente abierta ante lo posible, une


efectivamente temor y esperanza, desconfianza y arriesgada apuesta. “La
modernidad se opone fundamentalmente a la tradición, es decir, a las prácticas
basadas en la repetición”116. Es más, “como ahora no hay censura […] o, bueno,
mucho menos o diferente, […] te da como una libertad para poder jugar […]
ahora hay mucho de juego y de diversión y de 'sin reglas' […] les encanta
provocar […] en plan rebelde […] eso actualmente provoca mucho morbo”.
Como vemos a partir de sus palabras, la libertad que esgrimen frente a las normas
tradicionales la valoran como el logro de “muchísima más naturalidad y
muchísima más capacidad de decisión […] Ahora todo es más espontáneo”. Esa

114
 Véase Bauman, Z. 2012: Esto no es un diario. Barcelona, Editorial Paidós.
115
 Bloch, E. 2004 (1959): El principio esperanza [1]. Madrid, Ed. Trotta, pp. 292­293.
116
 Ascher, F. op. cit. p. 78.

                                                           72
vivencia de una mayor libertad, espontaneidad y naturalidad va unida a la
transgresión de la tradición y a una ubicación de la atención del sujeto desde un
punto de conciencia diferente. En palabras suyas: “hay un cambio de conciencia
realmente […] un cambio de conciencia […] porque siempre nos han impuesto
una serie de creencias”. Por eso afecta también a la autoimagen, a la identidad o
a la figura antropológica que lentamente se difunde y legitima.

Uno de los correlatos del proceso es un énfasis en la distinción entre el


interior personal del nuevo sujeto y el exterior o lo colectivo, lo que Ortega
llamaba la gente. De ahí que ante la nueva conciencia insistan los informantes en
que “el despertar de ahora no tiene que ser colectivo, sino individual. En
cuanto empieza a ser colectivo... cuando se hace colectivo ¡la fastidiamos! Al
final la masa… Tenemos tendencias e instintos positivos e instintos negativos,
cuando nos juntamos unos cuantos, o estamos muy alerta o los negativos
empiezan a crecer... Yo desconfío de cualquier cosa que me den masticadita, es
decir, tengo que descubrirla yo, y tengo que hacerlo yo... Lo que te han
impuesto lo intentas rechazar para ver tú y tu búsqueda en lo que tú eliges”. Si
tenemos en cuenta lo sobreentendido en las conversaciones mantenidas con los
informantes, el marco compartido en la interacción, el conjunto de la observación
y, más allá de su literalidad, atendemos a cuanto condensan en sus palabras,
veremos que no sólo valoran la elección como clave de la libertad, sino también
que ésta sea algo alcanzado de modo autónomo y tras el rechazo tanto de lo
impuesto como de lo colectivo. Esa visión negativa que une lo impuesto y lo
colectivo acaba afectando a buena parte de lo recibido como normas de la
tradición, de ahí su transgresión, pero igualmente supone una afirmación del
sujeto individual frente a la presión colectiva del grupo al que pertenece.

Se trata, por tanto, de un tipo de libertad con un sujeto distinto de svoboda o


mir, así como del caso japonés, frente a cuyo conformismo valoran, por el
contrario, “no dejarte llevar. La sociedad es un poco dejarte llevar ¿sabes? […]
que no te influya tanto lo que diga el resto, o sea, buscar tu propio camino […]
no quiero dejarme llevar por la corriente”. La sociedad, la corriente, lo
colectivo, la tradición, lo repetitivo, lo ven como una cómoda rendición a lo fácil,
a lo que se recibe ya hecho, mientras que el propio camino es algo que sólo uno
puede hacer, y lo presentan con el halo positivo del esfuerzo, de modo que sólo
lo individual puede resultar heroico: “lo individual ¡es muy fastidiado! Es el
camino más difícil. Es mucho más fácil que llegues a un sitio y te digan: mira,

                                                           73
la vida es así: pim, pam, pam, al nivel que sea, espiritual, profesional, que te
digan una fórmula de la vida que tú te la creas, te la comas, y ya no te haces
esas preguntas”. La fórmula dada y la ausencia de las preguntas, “eso me parece
superaburrido ¿no te parece que sería superaburrido tener la respuesta? Y
¿para qué estamos aquí? Yo creo que la esencia de la vida es la curiosidad, que
te sorprenda la vida”.

Guiado por esa nueva imagen el sujeto busca en todo cuanto transgrede, y
persigue el límite que escapa al negarle a las normas tradicionales su prestigio y
su fuerza. “Ahí cada uno tiene que ver sus posibilidades y sus dones”. De ese
modo busca un nuevo límite hasta el extremo en el que vuelva a sentir la
diferencia entre lo posible y lo imposible. En esa imagen se desliza una sutil
sustitución de la tensión entre las categorías de lo debido e indebido por la
existente entre lo posible y lo imposible. El límite normativo tradicional se
sustituye en el imaginario por un límite fáctico, que imaginan como propio de la
naturaleza de las cosas, cuya fuerza ya no deriva de disposiciones sociales
desprestigiadas en cuya elaboración no ha participado el sujeto y que, a su juicio,
arrastran la huella de desigualdades ajenas a su mundo y su tiempo. La
naturalidad de lo imposible dota al nuevo límite de un valor positivo y queda
investido de autenticidad. El límite que busca el sujeto moderno al suprimir en su
imaginario las viejas delimitaciones normativas es uno capaz de mostrar un perfil
cuya verdad derive de la necesidad y fuerza de las cosas, esto es, un límite que
recupere para el actor una vivencia de alteridad independiente y segura, basada
en la comunidad que, al margen de deseos e intereses parciales, integre a todos
bajo la naturaleza de los hechos.

Se trata de una búsqueda que parte de un imaginario marcado por la


vivencia de la abundancia. En ella se alejan los límites de las necesidades y se
acercan los de la organización y burocracia y, en gran medida, los impulsos que
de aquellas nacían se sustituyen con la creación de otros artificiales. Estímulos y
burocracia coinciden en su naturaleza artificiosa y cambiante con la imagen tan
moderna y valorada del mecanismo, del automatismo construido por el hombre y,
aunque el proceso social que crea dichos límites sea legítimo, no deja de
presentarse en el imaginario como fruto de la elección que los crea. Por eso
mismo pierde en el imaginario el halo de imperiosa alteridad que todavía pervive
en la imagen de la naturaleza, en pos de cuyos límites ahora se reacciona (de ahí
el mayor uso del alcohol, las drogas, el sexo, o la intensificación del trabajo y el

                                                           74
estrés, de la diversión o marcha nocturna, de los deportes de riesgo, etc...).
Confiar en los propios dones y agotar las propias posibilidades amplía las
opciones de la libertad para quien busca ese total de su energía cuya exigencia
percibe y siente sobre sí en la expectativa social de eficacia. Con todo, la
transgresión que implica una búsqueda tan radical salta el control normativo y
mina su legitimidad. Una vez sancionada y difundida la imagen de una libertad
ilimitada es difícil evitar que incida en ámbitos no previstos o preservados en su
privacidad del control normativo. No es ajeno este proceso a la lenta y silenciosa
gestación de la crisis económica en tiempos de bonanza y desregulación del
mercado. De hecho, así lo ve el Nobel de Economía Joseph E. Stiglitz cuando
afirma que “se ha torcido nuestro sistema de valores” y que “se ha puesto en
riesgo la economía global a fuerza de avidez y miopía”117.

Ese cambio de conciencia en el trasfondo moral que crea el nuevo ambiente


opera y se manifiesta, por tanto, en casi cualquier ámbito de conducta, desde el
interior de la conciencia del sujeto, hasta el mercado económico, la educación
escolar y familiar, el lenguaje de la política o el arte contemporáneo. Sin duda,
esa valoración de la libertad como plenitud de lo posible se expresa más
claramente en el campo del arte y, sobre todo, en los relatos fantásticos. Tanto en
el relato como en el cine contemporáneo podemos apreciar la alta valoración de
la superación mágica de toda limitación. Pero también lo observamos en la
estimación del dinero por la universalidad con que traduce y equipara cualquier
posibilidad en todo campo de conducta. En realidad, se trata de una imagen
recurrente en el campo de la moda o en todo el ámbito de la sensualidad. La
comparación de las conductas observadas en campos tan dispares conduce por
inferencia a la imagen de valor que les otorga una común apreciación positiva, y
permite percibir la coherencia entre conductas tan distintas al comprender la
confluencia de sus significados en una misma dirección. El aire de familia que
comparten cualifica el estilo de vida de hoy en día en las sociedades occidentales,
abiertas a esa libertad que se imagina aditiva e ilimitada, afirmativa de una
eterna segunda oportunidad, porque todo es posible todavía.

Ese ejercicio de la libertad que empuja los límites más allá, alcanza incluso
a la propia identidad, y lo observamos al menos en dos tipos de conducta que
seleccionamos por su valor sintomático: La ocultación en el anonimato y el
silencio como rechazo de las delimitaciones tradicionales de la identidad y de la
117
 Stiglitz, J.E. 2009: Borlaug y los banqueros. Madrid, El País Negocios, 11­X­2009, p. 18.

                                                           75
interacción cara a cara entre sujetos, por una parte y, por otra, la multiplicación
de la identidad mediante el uso de alias en la comunicación a distancia. En el
primer caso observamos conductas similares a las descritas en Japón por
Macfarlane, pues también se reúnen los actores de nuestras sociedades en salas
en las que el volumen del ruido y de la música impide la comunicación verbal. De
ese modo abren una oportunidad para un tipo de comunicación a-discursiva que,
a la vez que desde el silencio y el desconocimiento de la identidad social del otro
se guía por la naturaleza y la sensualidad, exige de los actores una retracción de
su atención hacia el interior de sí mismos. Por otra parte, nuestras sociedades
dependen de la amplitud de sus conexiones en la globalidad, sin más límites que
los que la ciencia encuentra al aplicarse y chocar con la alteridad de la
naturaleza. De la comunidad cara a cara se ha pasado a la globalización de la red
informatizada. Se interactúa en ella con un sinfín de aportaciones anónimas, y
son muchos los actores que sondean más posibilidades multiplicando su identidad
bajo la máscara de alias que la ocultan.

Cualquiera de ambas estrategias, como dicen los informantes: “te da la


libertad de mostrarte tal cual, porque como no te conocen no te van a juzgar
[…] te da como una libertad para poder jugar, para poder maniobrar […] en
ese momento no tienes una identidad […] Hay mucho de juego. A la gente le
gusta jugar, crearse historias […] Tu sabes que dentro de ese juego, de internet,
en esa máscara, no te van a juzgar porque no saben quién eres […] aquí me
muestro tal cual soy […] Detrás de las historias de internet también está la
diversión de 'me invento una identidad' o muestro lo que me apetece de mi, pero
lo muestro de esta forma porque sí, porque es un juego […] te puedes crear un
personaje y etc., etc., e inventarte todo sobre ti […] o sea, [como ya vimos]
ahora hay mucho de juego, de diversión y de 'sin reglas'”. En resumen, señalan
que “existen sitios o entornos donde tú no tienes que ser tú […] no seas tú
mismo porque si eres tú mismo, eso, […] el que es él mismo tiene muchos más
problemas que el que va disfrazao de algo, muchos más […] Si tú eres tú mismo
eso tampoco se va a ver bien. Si eres otro ¿quién eres? ¿a quién eliges ser?”.
No parece, pues, concebirse la identidad como aquel viejo deber de tener que ser
uno mismo, alguien que ya se es en el fondo de sí mismo, sino como algo que
cabe construir, algo elegible, no como alguien dado como resultado de una
historia de interacciones en la que no somos el único jugador, esto es, como un
don de que tuviéramos que responder. La identidad parece, más bien, como una

                                                           76
meta a alcanzar y cuyo logro es estratégico, un objetivo que es un mero medio
apreciable por su utilidad operativa en las redes sociales.

Según se representan el tema, no sólo imaginan identidades elegibles, sino


que reconocer la propia identidad implica cargar con problemas inútiles para
interactuar con libertad. En el marco de la globalización, con la amplitud de los
nuevos foros, no ven posible seguir interactuando con la carga moral del total de
relaciones que especifica la identidad, aquella que en la comunidad tradicional se
condensaba en el uso de un apodo creado por los iguales, los amigos y vecinos.
En la red, el alias, por el contrario, lo crea el propio usuario para evitar
precisamente la densidad de aquella información moral que condensaban los
iguales en el apodo tradicional118. Si la pertenencia a múltiples grupos divide la
moderna identidad, el uso de alias, personajes o el simple anonimato multiplica
con la ficción las posibilidades de la interacción, si bien al coste de perder la
gravedad que estabiliza al sujeto en una única identidad responsable. La ligereza
de cada porción identitaria aumenta la velocidad de la interacción que se
convierte en algo tan lúdico como un juego, tan abierto como una diversión sin
reglas, sin límites normativos explícitos, hasta el límite de lo posible. Esa misma
relación entre libertad e identidad la perciben los jóvenes en la moda. Según
Jessica Biel la moda “para mí significa libertad. Con la moda […] doy rienda
suelta a la experimentación. Me divierte. Es como convertirse en mi propio
personaje […] Hoy puedo ser una roquera y mañana, una señora […] Gracias a
la ropa puedo recrear la personalidad que quiero cada día” 119. O como reconoce
H. Brant: “Me gusta vestirme con una nueva personalidad cada día”120. Frente a
la tradición la estrategia resulta engañosa, pero es más relevante que no pese ese
juicio en su conducta tanto como la ganancia de opciones que permite. Limitarse
a ser uno mismo en este ámbito de la modernidad renunciando al pluralismo
identitario del juego de la interacción es visto negativamente porque restringe las
oportunidades de exploración del medio social y el nuevo sujeto perdería
movilidad y quedaría fuera del juego social. Se trata de un paso más en la
dirección que ya operaba en la liberación de las normas que controlaban la
integridad de la persona al limitarse a una interacción parcial de rol a rol. Ahora,

 Para un estudio más amplio del uso de apodos véase Sanmartín, R. 1999: Valores culturales. Granada,
118

Comares.
119
 Ayuso, R. 2013: La mirada protagonista. El Pais Smoda, 5­I­2013, p. 16.
120
 Avendaño. T.C. 2013: Los príncipes de la era “gossip girl”. El País revistasábado 5­I­2013. p. 45.

                                                           77
en estos casos, el sujeto moderno ya no tiene que sostener la imagen del rol que
efectivamente le identifica socialmente, sino que elige, crea una imagen para sí
mismo o simplemente silencia todo discurso y abre su atención y energías en un
juego a-discursivo que empuja al interior la concienciación de sus operaciones.
Con todo, no cabe desconcer que esa ruptura del sujeto que otorga velocidad en
gran medida es exigida por la nueva circunstancia de la globalización. “Hoy, el
globo entero se desarrolla en pos de formar un gran panóptico. No hay ningún
afuera del panóptico. Este se hace total […] las redes sociales, que se presentan
como espacios de la libertad, adoptan formas panópticas […] cada uno se entrega
voluntariamente a la mirada panóptica”121, y esto irrumpe como un nuevo
totalitarismo de la globalización que uniformiza a través del mercado universal
de la gran red.

Los bienes escasos que las viejas normas protegían son ahora abundantes.
El juego de la interacción ya no tiene –en su imaginación– los viejos riesgos.
Pero si todo es posible ¿dónde está lo imposible que marque el límite del ámbito
dentro del cual quepa ejercer con algún sentido la libertad? En realidad no
abarcamos lo ilimitado. El nuevo sujeto sigue empeñado en esa búsqueda porque
el límite, al encarnar la finitud humana, otorga relevancia a sus opciones. Sólo
cuando no todo es posible importa acertar con lo que efectivamente lo es. La
distancia entre lo posible y lo imposible marca una diferencia semántica mínima,
una jerarquía entre ambas básica para distinguir su valor y poder elegir. Por otra
parte, al ser lo imposible un límite hallado en el intento, en situaciones en las que
se prescinde de la identidad convencional, su encuentro otorga una vivencia de
alteridad frente a la que cabe reconocer el lugar dentro de sí al que se ha
trasladado su concienciación. A la vez que es tan elemental, la estrategia resulta
segura e independiente de la desprestigiada intervención social.

La anhelada autenticidad se nos desvela en este aspecto del imaginario


contemporáneo tan radical como simple, si bien el cambio de fuente entre los
viejos y nuevos límites, del deber al poder, es un cambio moralmente ambiguo
pues, a la vez que expresa el descrédito de una parte de la tradición, todavía
reconoce una fuente superior al sujeto como origen de la significación. Persiste
en ese descrédito un afán purista que restaure la sinceridad –el bien de la verdad–
en la conducta pero, al mismo tiempo, no alcanza, como veía Taylor, al conjunto
de la sociedad, y sin diálogo ni discusión pública explícita el nuevo consenso
121
 Byung­Chul Han, 2013: La sociedad de la transparencia, Barcelona, Herder, pp. 94­95.

                                                           78
ambiental queda como mera atmósfera sin formulación expresa, como un logro
colectivo deshumanizado, en términos de Ortega122, más aún cuando la autoría de
la gente se pluraliza y divide en una creciente heterogeneidad, sin alcanzar un
nosotros comparable a los casos ruso o japonés. Por ello se percibe autoridad en
el límite natural, un límite independiente de cualquier interés y partidismo, un
límite imaginado común para tan heterogénea composición social, un límite –por
las mismas condiciones de su naturaleza– tan seguro que resulte irrefutable, tan
indiscutible que ya no requiera discusión moral para ser establecido como deber
y siga siendo mero poder, carente de aquella carga de dignidad que siempre
distinguió al bien del mal. Esa autoridad se predica como propia de las leyes del
mercado, como si fuese algo dado por naturaleza, y esa creencia oculta, tras el
determinismo ciego del mecanismo, la concatenación de voluntades de actores
que operan en dicho mercado sin conciencia del reducido alcance del horizonte
de su especializado mundo profesional, lejos del mundo de sus vecinos que, sin
embargo, sufren sus efectos. Aunque sólo en parte sea post-nietzscheana la
cultura de las sociedades occidentalizadas, la valoración de la naturalización de
los límites que se produce en ella nos desvela, pues, un profundo cambio en la
imagen de lo humano en la estela del nihilismo.

Cabría entender que preferir la limitación de la naturaleza a las


convenciones sociales obedece a esa búsqueda de la autenticidad en la conducta,
si bien, al confiar en la naturalidad del límite también queda el sujeto liberado de
tener que elaborar una respuesta a la pregunta que su conciencia le formula
demandándole un sentido para su existencia. Más allá del ámbito de las
relaciones personales, nuestra época, más que confiar en la transparencia de la
naturaleza, parece confiar en la luz de la ciencia, como si ésta pudiese certificar
la única alternativa real. En coherencia con la creencia, el rango de la libertad se
limitaría hasta la obviedad de la adhesión. El problema, sin embargo, no queda
resuelto. Aunque la naturaleza sea inexorable, la ciencia aleja una y otra vez el
límite de lo imposible y siempre queda abierto e indefinido el ámbito de lo
posible. De hecho, es esta valoración de la apertura infinita de lo posible la que
encarna más fielmente la figura de la libertad en el imaginario cultural de la
sociedad de la abundancia, solo que en esa imagen no consta la cualidad del bien
o el distinto grado en el que cada posibilidad encarna el bien y cobra por ello un
significado existencial diferente.
122
 Ortega y Gasset, J. 1994 (1958): El hombre y la gente. Madrid, Revista de Occidente en Alianza 
Editorial, p. 178.

                                                           79
La naturalización de los límites de la conducta no contempla esas
diferencias de significado y de ese modo solo aprecia alternativas homogéneas
en su mera posibilidad. Las opciones posibles constan en el imaginario como
equivalentes en su posibilidad, pues lo que de ellas se valora es su amplitud y su
viabilidad. La libertad que se ofrece en dicha imagen queda desnortada al faltar
la guía de un bien distinto de la mera amplitud de lo posible. En todo caso, en
medio de la abundancia, la naturalización del límite de la conducta –su mera
imposibilidad natural– pretende justificar al sujeto como auténtico al arrancarle
paradójicamente toda responsabilidad, esto es, su autenticidad es meramente
negativa, pues al naturalizar el límite entre lo posible y lo imposible, se niega la
posibilidad misma de juzgar su conducta como inauténtica. Dicha imagen de la
libertad resulta paradójica porque, a la vez que parece encarnar la más amplia de
las libertades, exime al sujeto de su responsabilidad personal: frente al límite de
lo imposible no cabe otra responsabilidad que la que deriva de elegir entre
aceptar la propia figura o estrellarse fracasando contra él. Cuando flota en el
ambiente la imagen de que todo es posible, su inabarcable apertura rompe el
horizonte dador de sentido y se nubla la discriminación semántica ante opciones
equivalentes en su viabilidad. El imaginario cultural que sostiene esa figuración
de la libertad nos muestra una densa oscuridad en la imagen antropológica
actual, a la vez que nos plantea una nueva pregunta ¿queda remitido el límite de
lo posible solamente al dictamen de la ciencia? ¿No hay, acaso, una gran
distancia entre las posibilidades que la ciencia sugiere y deposita en nuestro
imaginario cultural por una parte y, por otra, lo que cada uno es capaz de lograr
con sus fuerzas?

En realidad se trata de una imagen cultural que oculta su propia raíz social,
la tensión entre el poder y la impotencia en la que se gesta. Lo posible no es en
dicha imagen solo aquello que podemos hacer según lo permiten la ciencia y la
naturaleza, sino sobre todo aquello que en la concreción de nuestra situación y
con nuestras capacidades, derechos, recursos e información podemos hacer
efectivamente. Hay, por tanto, en ese paso de lo debido a lo posible una
rendición ante el estado de las cosas, una aceptación de la propia impotencia que
sigue siendo ambigua, pues si bien parece conformismo, también parece
realismo, esto es, aceptación de la verdad que resulta al atenerse a la forma que
el límite otorga. Ese paso sigue siendo un movimiento moral porque requiere la
intervención del sujeto que busca a oscuras su autenticidad. La ambigüedad se
resuelve en función de a qué distancia del límite se rinde el sujeto, esto es, si ha

                                                           80
agotado o no sus posibilidades, si se rinde antes o en el mismo límite, si alcanza
o no el límite, porque solo en su límite adquiere la forma, adquiere la verdad de
su figura antropológica. Quien persigue el límite en realidad está buscando saber
quién es, está reconociendo en su conducta en qué medida su ser depende de su
propia creación, y en tanto esa manera de conducirse se encarna en modelos y
estilos reconocidos y esperables, nos permite apreciar la crisis de identidad que
late en el ambiente dentro del horizonte cultural de la modernidad.

Libertad y figuración del sujeto moderno.

La libertad y la identidad están estrechamente entrelazadas, tanto en el


ámbito personal como en el colectivo. Ya vimos el papel de la independencia del
sujeto como el medio necesario para que éste alcanzara ante sus iguales el mérito
que se condensaba en su identidad social, o cómo se asociaba la imagen rusa de
la libertad-svoboda con el nosotros de la comunidad. Asimismo, Lisón, en su
estudio de la identidad aragonesa123, destaca el papel singular que en ella alcanza
la libertad del sujeto, su independencia y su plasmación en logros institucionales
como la figura del Justicia, defensor de las libertades fundamentales de los
aragoneses ante todo abuso y restricción por parte de los poderosos y
autoridades políticas. El caso aragonés se acercaría al estudiado por Humphrey si
cupiese unir las figuras svoboda y voyla. En ambos surge la imagen de la libertad
unida a experiencias de su carencia que han impulsado, como reacción, su
repetida exigencia y defensa. Con todo las diferencias hay que entenderlas en el
seno del conjunto histórico y cultural que da a cada caso su específico
significado. Precisamente es esta inserción en el conjunto del ethos cultural lo
que otorga a cada acción el estilo específico en el que se funda la imagen final
del todo social. La identidad cultural, por tanto, no solo se aprecia a través de
símbolos diacríticos explícitos, sino también en el pormenor de la conducta que
encarna día a día el juego único y peculiar del conjunto entrelazado de sus
figuras de valor. Ahí es donde apreciamos la impronta de imágenes de la libertad
culturalmente diferentes.

Pero también cabe observar en las palabras de los informantes una continua
referencia a la libertad como condición de su más personal existencia. Lograr ser
quien uno es no es algo que a sus ojos pueda hacerse sin libertad. Si algo echan

 Lisón Tolosana, C. 1992: Aragoneses (Políptico desde la Antropología Social). Zaragoza, Diputación 
123

General de Aragón. Colección de Antropología Aragonesa.

                                                           81
de menos los informantes al comparar su experiencia con la de quienes han
crecido en países del norte de Europa es cierta “independencia familiar
emocional”, una menor protección familiar ante la alteridad de la sociedad de la
abundancia, esto es, un mayor grado de libertad. La razón de esa preferencia
estriba en lo que la libertad permite conocer y en cómo se conoce. Es aquí donde
entendemos que aquel rechazo a lo colectivo y recibido no era sino una
condición para “pensar […] Pero luego estás tú que eliges: voy por aquí o no
voy por aquí. Compruebo: me va bien o no me va bien [...] y lo compruebas
[…] pero es que hasta ahora no te hacían comprobar nada […] Es por el
autoconocimiento”. Esto es, la libertad que deja solo al actor ante la alteridad
brinda la oportunidad de que se manifiesten los límites que dan forma
simultáneamente al sujeto y su mundo. El roce entre ambos, al desvelar la propia
finitud del sujeto y sentir su inseguridad, lleva al pensamiento, y es éste el que
descubrirá críticamente las opciones que retan a su libertad pidiendo una
respuesta. “Es como reflexionar sobre lo que ves […] es el observar cómo ves
las cosas, no sé, no sé, buscar, buscar […] Está claro que lo primero que
tenemos que hacer es cuestionarnos y ver la realidad ¿cuál es la realidad?”.
Pero el conocimiento en el que fundan su libertad es el que se alcanza por propia
experiencia, al comprobar cuanto es posible.

Con todo, encontramos aquí un matiz que diversifica la figuración de la


libertad. A la imagen de lo posible se suma una evaluación de la distinta bondad
de cada opción, y ese juicio nace, precisamente, al formular su crítica a la
sociedad de la abundancia. Como señalan los informantes, “nos estamos
concienciando en muchísimas cosas trabajando unos con otros […] está
surgiendo una nueva conciencia […] y a mi me da esperanza [...] Necesitamos
esa realización personal” que inicia el cuestionarse a uno mismo en pos del
autoconocimiento. Esta actitud crítica valorada por una parte de los actores
enriquece el panorama de figuras de la libertad. Junto a la figuración lúdica de
una libertad aditiva en la que lo posible naturalizaba sus límites cabe, en la
complejidad de nuestras sociedades, otras figuras que recuperan un componente
moral más allá de la mera posibilidad, y que nacen justamente de la crítica a
aquella abundancia que propició la naturalización de los límites de lo posible.

Se trata de una crítica que va unida a la exploración interior y en cuyo


esfuerzo podemos observar una figura antropológica construida como un espacio
que el sujeto puede recorrer si gana para sí una nueva libertad. Con ella decide

                                                           82
en qué lugar de sí mismo ubica la atención desde la que toma conciencia de su
circunstancia. En esta figuración antropológica, la imagen resultante del sujeto ya
no es la que sostiene la constancia y homogeneidad del punto de vista de la razón
discursiva, según la tradición del racionalismo científico. El sujeto gana posibles
lugares dentro de sí como posiciones de la atención y, obviamente, la relatividad
de lo contemplado desde ellas enriquece el horizonte de lo posible. Sin duda, la
práctica actual de disciplinas –tradicionales o modernas– religiosas, filosóficas,
psicológicas y artísticas (distintos tipos de meditación, yoga, zen, oración,
mindfulness, etc.) es otro índice expresivo de esa libre exploración. Pero también
lo es, en medio de una gran borrosidad, la inmersión grupal en potentes
ambientes musicales o en experiencias sensuales, con la ayuda incluso de
sustancias que alteran la conciencia y empujan la atención más allá de aquella
unidad racional con la que se identificaba tradicionalmente el sujeto. Sin duda,
cada tipo de ascesis o de inmersión se enmarca en distintas concepciones de la
vida, e implica creencias y talantes morales bien diferentes. No pretendo sugerir
semejanzas inexistentes en dichos contenidos. Sin embargo, el hecho de que todo
eso sea observable en nuestro tiempo entre actores que comparten el horizonte
de una misma época indica que, más allá de sus diferencias, dichas prácticas
configuran una imagen antropológica en la que el sujeto multiplica sus lugares
interiores, como base de su atención y conciencia, a la vez que mantiene su
identidad.

Lograr mover uno mismo su atención como sujeto entre esos lugares es una
muestra de la libertad alcanzada muy similar a la comentada por Benedict,
Nishitani y Macfarlane en el caso japonés en el ámbito de la práctica zen y que
también hallamos difundida en occidente. Los informantes que han seguido
alguna de dichas prácticas hablan de que “lo que nos ha dañado es la sociedad y
la mentalidad […] Hay dos vertientes: lo interior y lo exterior”. Esa
categorización responde a una búsqueda liberadora de “ese pequeño mundo”
ante el que siente el informante que “necesito todo el rato salirme, salirme,
para encontrar sentido, porque si no, si no hago eso [...] me pierdo, y creo que
todos nos perdemos”. Para conseguirlo “te trabajas a ti mismo, cada uno como
quiera”. Así logra su “crecimiento personal”. Esa mayor complejidad interior es
fruto de una práctica que “te modifica. Cambias tú y cambia el otro […] Y en la
medida en que tú vas haciendo ese camino personal, eh..., vas buscando tus
cómplices”. Resulta, según otros informantes que “ese crecimiento personal, lo
que te hace también es fomentar un estado de conciencia que te hace despertar

                                                           83
y te hace elegir, y saber ir un poquito más a lo concreto y al foco, y quiero esto
y no quiero esto […] te nace aquí dentro, a ti, a cada uno le nace aquí ¿no? O
sea, […] meterse en sí mismo”.

Ese interior más complejo desde el que eligen constituye un cambio


valorado positivamente, pues “está fenomenal que de repente tengamos esa
visión, porque hace poco no la teníamos”. Según lo ven los actores, su
transformación consiste en un crecimiento de la complejidad del sujeto cuya
identidad no es solo exterior. La conciencia de sí les descubre una pluralidad de
espacios del exterior al interior como focos desde los que pueden atender a la
experiencia, despertar y percibir de un modo nuevo y más concreto, más intenso,
su propia voluntad, el querer que está en la base de la elección. Si su búsqueda
persigue “saber lo que quieres […] cuestionarnos y ver la realidad ¿cuál es la
realidad? ¿cuáles son nuestros deseos de verdad?” nos muestra que hay un
querer, pero que puede o no saberse, esto es, que preexiste un querer no sabido
o escondido para la anterior conciencia del sujeto tradicional, un querer propio
del sujeto pero al margen de su razonamiento discursivo, y a cuya búsqueda se
encaminan sus ejercicios. De ese modo, el sujeto del saber se desplaza hasta
coincidir con el sujeto del querer y así ubicar la atención de su nueva conciencia
en el lugar en el que nace su voluntad. Es esto lo que nos descubre la interna
complejidad del sujeto moderno: hay otros lugares más hondos en los que brota
el querer cuyo ejercicio encarnará su auténtica libertad. Pero ese lugar no se
alcanza sin esa salida crítica del mundo exterior, cuestionando la sociedad y la
mentalidad y preguntándose a sí mismo. Por eso resulta problemático. El sujeto
baja a ese más hondo nivel para tomar toda la energía de su querer que de ese
modo alcanza, aunque para ello empuje el horizonte normativo tradicional, pues
esa nueva energía la necesita precisamente para poder ver de otro modo el
mundo, “pues […] si no haces nada es solo un discurso”, esto es, para salir de
la discursividad y ver la unidad de un nuevo horizonte en cuyo seno se redefine
su identidad, para categorizar sus circunstancias y encontrar el sentido de todo
ello.

Ese lugar al que el sujeto ha de llegar para reunir toda su energía cambia
con la historia, porque la historia cambia la cantidad y tipo de energía que exige
en cada pertenencia y ámbito de experiencia, cambia las circunstancias que se
han de categorizar de nuevo, y ubica los retos y preguntas que plantea al sujeto
en un foco distinto de su moralidad. Cada sociedad opta ante el reto y elige un

                                                           84
mayor o menor rango para la libertad, la estabilidad, el orden, la conformidad, la
innovación, la estimación de la independencia del individuo o la fidelidad al
grupo, tal como hemos visto en los ejemplos del caso español, ruso o japonés.
También, en paralelo, necesita cambiar la narración sobre sí mismo, y por ello
cambia sus relatos, sus cuentos, sus películas, sus mitos. En el ámbito moderno
de la tradición occidental, las conductas observadas que encarnan una nueva
imagen antropológica coinciden, desde campos distintos de experiencia, en
dirección a una libertad que imaginan ilimitada, aunque en las situaciones que
resultan no la alcancen, pues al figurarse en el imaginario como ilimitada su
vivencia la mantiene en estado de posibilidad. La cultura acoge un tipo de
libertad siempre insatisfecha, cuya búsqueda impulsa la acción y da sentido a
múltiples esfuerzos, algunos de gran exigencia: en la investigación científica, en
la creación artística, en la ascesis religiosa, en el empeño empresarial, en la
superación deportiva, en el sostén de las instituciones desde la familia al Estado;
y en otros con el riesgo incluso del propio equilibrio: en el campo de la
sensualidad o con la alteración química de su percepción y conciencia. Si el peso
de la imagen es tan amplio, no podemos dejar de reconocer su eficacia al
impulsar esa prospección de la energía del sujeto.

Ese énfasis en la apertura, inacabamiento, estado de proceso y posibilidad,


nos muestra el sentido de esta imagen de la libertad. Vemos que el sujeto se ve
llevado a un estado de permanente búsqueda y ello redunda en una dinamicidad
de la acción que no ha tenido igual en la historia. Jean Gebser interpreta la
irrupción de la máquina como imagen que encarna “la penetración del tiempo”
en el gran cambio que se produce entre 1782 y 1789. “Todavía no existía la
conciencia de lo que estaba aconteciendo. Solo hoy tenemos esa conciencia […]
la motórica de la máquina comenzó a dominar arbitrariamente y a obligar a los
hombres a depender de ella”124. Gran parte de las imágenes de la modernidad
adoptan formas aerodinámicas, la idea de velocidad125, juventud, inmediatez,
impregnan no solamente los objetos que producen las sociedades modernas, sino
sobre todo las actitudes y expectativas de la conducta que rigen, más allá de la
124
 Gebser, J. 2011: Origen y presente. Madrid, Atalanta, p. 431.
125
 Un buen ejemplo del dinamismo y la velocidad como cualidades vitales intensamente valoradas por la
juventud del siglo XX, lo podemos percibir en el gran éxito de canciones como Baby driver de Simon & 
Garfunkel. Otro testimonio lo encontramos en la gran cantidad de películas, novelas y series televisivas en las 
que el estrés de los personajes es tratado como parte del carisma del héroe, como una herida meritoria, como un
peso que ahonda al personaje, le da madurez o brilla como una medalla lograda al luchar frente a la vida 
moderna.

                                                           85
propia economía, la vida cotidiana. Todas esas imágenes (todo es posible, sin
reglas, juventud, sensualidad, energía, intensidad, velocidad, dinamismo,
inmediatez, mecanismo, automatismo, a-discursividad, silencio, anonimato,
cambio, prisa, estrés) están relacionadas, se presuponen y refieren entre sí,
refuerzan sus efectos en distintos campos de experiencia, confluyen en el
imaginario y figuran la libertad. A ello hay que sumar, obviamente, la velocidad
de las máquinas conectadas en red, internet y el uso masivo de ordenadores y
teléfonos móviles que culminan, hoy por hoy, ese proceso en el que se unen
velocidad, mecanismo y globalización. Y en la concreción de la vida cotidiana de
los informantes resulta que, “en base a esas pequeñas cosas […] a nivel
general, están generando una opinión pública con otra conciencia […]
estamos mucho más concienciados […] Creo que ahí ya hay una opinión
pública”. Su efecto impulsor lo prueba también el menor desarrollo alcanzado
por aquellas sociedades que han impedido ese despliegue de la libertad en la
conciencia del sujeto. No es ése el caso japonés pues, como ya vimos, la presión
de las obligaciones (on, giri) no ahoga al liberado muga, ni carga el interior de la
conciencia con restricciones religiosas. Con todo, la clave de su diferencia está
en esa distinta imagen del sujeto como relación antes que como persona
individual. Si cabe bajo la imagen jishu ser señor de uno mismo, también se
siente seguro y con garantías en el despliegue de su conducta si todos ocupan su
lugar correspondiente. Bajo modelos de sujeto y de libertad diferentes, Japón
alcanza logros equivalentes a los de Occidente.

En nuestro caso, a la imagen de la libertad que observamos corresponde una


figura antropológica, una arquitectura del sujeto con la pluralidad de focos o
lugares de su atención desde el interior ya indicados que también resultan
coherentes con la multiplicación de los círculos de pertenencia exterior del sujeto
moderno. Como señalan los informantes, “hay muchos focos, o sea, se dispersa
un poco donde pones la fe: la pones en el trabajo, la pones en las personas que
hay a tu alrededor, la pones en tu pareja, la pones en la familia, la pones en la
vida”. El sujeto se mueve ubicando su atención hacia la vida desde cada lugar,
con la distinta conciencia que cada foco le otorga, “buscando algo en ti […] una
felicidad plena, interior, la que me hace estar en paz con el mundo […
buscando] que el proceso tenga sentido […] que tenga sentido hoy ya”. Para
ello necesita una libertad plena e inmediata, como un medio necesario para hacer
viable el tipo de vida que comparte en su sociedad. “Esos cambios sociales son
muy lentos […pero] creo que se está generando una nueva opinión pública y

                                                           86
una nueva gente con conciencia […] Eso va a ser muy lento[…] el cambio de
ahora mismo ya no es, aquí, de una revuelta […] el cambio está en cada uno”.

La idea de libertad.

La libertad tiene que ver con el querer, el poder y el deber. Si soy libre
podré vivir y ser como quiera, si soy libre podré elegir, podré expresarme, podré
asociarme, etc. De ahí que hablemos de la libertad en plural, de las libertades: la
libertad de asociación, de expresión, de elección, etc. No podemos, pues, sin
más, identificar directamente la elección con la libertad. Elegir es una de las
versiones de la libertad y, en realidad, es una consecuencia del hecho de ser
libre. En la libertad única de la que hablaba Dahrendorf encontramos ese poder
que permite elegir, que capacita al sujeto para expresarse, para asociarse, etc.,
pero que tampoco se resume en mero poder de acción. La vivencia de la libertad,
tal como la encontramos al escuchar y observar a los actores, implica sentir que
el querer se corresponderá con el poder. De ahí que la vivencia de la libertad
conlleve confianza, seguridad. Por eso, cuando ambas faltan queda afectada la
libertad. La confianza en que el querer se realizará tampoco nos permite concluir
que la esencia de la libertad resida en el mero querer del individuo. Ya hemos
visto que el sujeto de la libertad es concebido de diversos modos según los
contextos culturales. Del yo a distintos círculos del nosotros cabe un amplio
abanico de realizaciones culturales, incluso si limitamos la comparación a los
tres casos contemplados. La libertad siempre es del sujeto. El valor lo pierde o lo
gana el sujeto. Es él quien es o no libre, aunque siempre lo sea en medio de
circunstancias más o menos desfavorables. Con todo, el medio de alcanzarlo,
según los contextos culturales estudiados, nos indica que unas veces se es sujeto
de la libertad en tanto se pertenece o no a un determinado nosotros, mientras que
en otros casos el sujeto vive su libertad no ya en función de su pertenencia, sino
de su autonomía personal. Es claro que, desde el punto de vista del
reconocimiento de la libertad siempre estará implicado un grupo de pertenencia
que sanciona la libertad del sujeto, incluso cuando ésta toma la forma de su más
íntima autonomía.

Esta constante no debe, sin embargo, equivocar nuestra percepción de las


diferencias culturales, pues los casos estudiados nos han permitido comprobar
cómo, más allá de la presencia universal del grupo, el sujeto acaba viviendo
experiencias distintas: mientras bajo la imagen berliniana de la libertad
negativa, o de la tradicional libertad disyuntiva, el sujeto vive su libertad sin que

                                                           87
esta penda del reconocimiento del grupo, o incluso frente a todo grupo, bajo la
unión de las imágenes svoboda y mir solo se vive eficazmente la libertad a través
de la pertenencia al nosotros. Por otra parte, con las transformaciones de la
historia vemos cómo cambia la identidad de la persona en tanto que sujeto de la
libertad, esto es, el modo como imagina la arquitectura espiritual de su propio ser
y dónde en ella se ubica la fuente de su voluntad. El lugar interior desde el que el
sujeto toma conciencia del nacimiento de su querer no es el mismo en todos los
casos. Según se transfigura dicha imagen antropológica, cambia no sólo su
identidad, sino la calidad de su querer, la contemplación moral de su voluntad,
de esa que, aún en silencio o desde el proceso a-discursivo de su conciencia,
bajo las máscaras con las que se presenta, o mediante formas y grados distintos
de anonimato, toma decisiones, elige, interacciona libremente o acepta la
contundencia de los hechos, la inexorabilidad de la leyes naturales o la silenciosa
grandeza de su más íntima nada. Ese lugar desde el que el sujeto ve nacer su
voluntad y su autenticidad cambia con la modernización y afecta, por tanto a ese
componente básico de la imaginación antropológica de la libertad.

Obviamente, también cambian los demás componentes. El poder cambia en


función de las condiciones sociales que delimitan el marco en el que tendrá que
ser viable su coordinación con el querer del sujeto. De ahí que todos los
observadores hayan estudiado los grandes cambios estructurales, tanto en las
fuentes de energía, como en las formas políticas de los tres países comentados.
Es este el componente que ha sido más estudiado en nuestras ciencias y en el
que, por ello, no voy a entrar. Solo quisiera subrayar un aspecto menos atendido
del modo como se representa la libertad en el imaginario cultural. Así, en el
estudio de Humphrey sobre Rusia, vimos cómo concluía preguntándose si no
sería más eficaz entender la libertad como un resultado que se alcanza en
distintos grados en cada situación. En su caso centraba la atención en las
condiciones sociales que históricamente rodean al sujeto. Las imágenes rusas de
la libertad presentan el poder entendido desde la memoria, imaginación y
vivencia del sujeto ante las cambiantes situaciones de su historia. Del mismo
modo lo habíamos presentado en nuestros primeros trabajos de campo sobre los
valores tras la integración en Europa y la consolidación de la Transición, y tal es
el caso de Benedict y Macfarlane en Japón. En todos esos estudios se reconocen
los dos lados de la libertad: el del sujeto y el de su situación. En el caso de la
libertad ilimitada podemos entender mejor la composición en dos lados de dicha
figura.

                                                           88
En situaciones de abundancia en las que hemos visto crecer el peso de esa
figuración de la libertad, queda claro para los actores el valor ideal de la imagen
de “todo es posible”. De ahí su valor estimulante y orientador de la acción. Pero
es en su uso, en la observación de su conducta, donde entendemos la distinción
que subyace de hecho entre la parte de la imagen que corresponde al sujeto y la
que corresponde a la situación. Cuando el sujeto moderno afirma que “todo es
posible” en realidad proclama la ausencia de toda limitación en él mismo, no en
la situación. No es la afirmación de un mero deseo, sino de una manera de ver la
figura del hombre, su estructura y su dinámica vital. Las limitaciones de la
situación se presentan con la fuerza de la alteridad, como imperiosidad de lo
real. De ahí, más que de un ámbito normativo externo en el que el sujeto no ha
participado, es de donde percibe la legitimación de su fuerza, aunque esto lleve a
una cierta naturalización de esos límites. Frente a esos límites reales sigue la
libertad empujando el horizonte, cambiándolos con esfuerzo tras reconocerlos.
Para ello el sujeto necesita percibir sin traba alguna esa verdadera voluntad que
solo encuentra tras descender al lugar en el que efectivamente nace. Por eso la
libertad es el valor-guía en ese paso continuo de la atención del sujeto entre el
exterior y el interior, entre la realidad de la situación y el fondo de sí mismo,
dondequiera que en cada época o grupo humano esté, el valor que deja solo al
actor frente a la alteridad de su circunstancia, y así le capacita para reconocer los
límites que la perfilan. Es el valor que cuida el flujo del sujeto hacia la vida,
desde el interior del querer al exterior del poder, el que lleva el querer al límite
del poder.

Al querer y al poder hemos de añadir el deber como tercer componente de


la idea de libertad. Con ello nos referimos a un elemento que aparece siempre en
la observación. Los actores sienten la presencia de un componente en su vivencia
de la libertad que les trasciende. De ahí nace la poderosa energía que comporta
la vivencia de la libertad como valor. Es, en realidad, el elemento que transforma
la idea en creencia, la idea en valor. La libertad se ha caracterizado como “la
ambición moderna por excelencia: Hacer lo que quiera, con quien quiera, cuando
quiera, donde quiera”126. Con todo, se trata de una ambición motivada por algo
previo que nos mueve a querer. En realidad, esa amplia capacidad y posibilidad
de hacer está al servicio del ser. Si se pretende hacer todo eso es como medio
para realizar el ser de cada cual. Como nos recordaba Ortega, el ser humano está
pendiente de su propia realización. Es el valor que ubica al sujeto donde se
126
 Ascher, F. 2009: Diario de un hipermoderno. Madrid, Alianza Ed. p. 34.

                                                           89
asienta su conciencia, su atención y su verdadera voluntad, por eso es el valor
que permite a cada cual ser quien es. Es este radical desarrollo del ser el que
impulsa las imágenes de la libertad. Por eso los actores perciben en la libertad
algo que les trasciende, algo que les resulta tan irrenunciable como la vida, algo
dado y superior a su mero querer, algo aureolado con la plenitud de la dignidad
humana y que les impulsa, aun bajo la imagen de lo posible, a agotar hasta el
límite sus posibilidades. Los seres humanos buscan su propia realización, un
camino que solo pueden trazar con sus propios pasos si al andar encuentran un
sentido, y esa búsqueda solo pueden desarrollarla enteramente desasidos, desde
la soledad radical en la que les deja la libertad, al encarar como sujetos la
pregunta vital que les formula su existencia. Por eso perciben un deber en la
libertad, una exigencia que les sobrepasa. Su necesidad de responder para ser,
para poder ser, nace sin su consentimiento. Impedir esa respuesta, o cegar la
escucha que le precede, queda fuera de lo propiamente humano. Por esa dignidad
natural que llena de vida a cualquier figura de la libertad, la reacción ante su
daño nace siempre cargada de indignación. Es la energía semántica del valor de
la libertad que estalla al negarle su expansión, al intentar impedirle el poder del
querer que se le debe para que la vida sea humana.

                                                           90
Capítulo IV

El caso de la primavera árabe

En este ensayo tomo la primavera árabe como mero punto de apoyo para la
reflexión sobre la relación entre valores culturales y la distinta complejidad de la
arquitectura del sujeto en dos tradiciones culturales. Sitúo esta reflexión, a modo de
exploración, en la estela de la Huxley Memorial Lecture de Marcel Mauss en 1938
sobre “la noción de persona como categoría del espíritu humano”, pero lo hago
teniendo presentes en mi memoria las imágenes de la revolución que a todos nos
preocupan   cuando,   desde   nuestra   tradición,   cruzamos   hoy   hacia   el   sur   el   mar
Mediterráneo,   donde   parece   despertar   una   nueva   y   aun   incierta   esperanza.   En
aquella ocasión Mauss presentaba algunas de las formas culturales que la idea de
persona ha adoptado en relación con los valores culturales de los indios Zuñi y los
Kwakiutl. En ellos aparece la “noción de la persona, del individuo, confundida con
su clan”127, donde “lo que está en juego […] es la existencia conjunta de éstos y sus
antepasados […] que reviven en el cuerpo de quienes llevan su nombre”128, mientras
en sus sociedades las mujeres “quedan representadas por sus maridos o hijos”129.
Mauss   hace   un   breve   y   rápido   repaso   de   distintas   sociedades   americanas,
australianas, indias y chinas donde el individuo queda siempre con fuerza “incluido
dentro de unas clases”130. Y en el caso chino destaca Mauss cómo se “ha restado al
individualismo su característica de ser perpetuo e indivisible. El hombre, el ming es
algo colectivo”131. El autor usa esos casos para resaltar la creación latina, cristiana y
europea de la persona como un “ser consciente, independiente, autónomo, libre y
responsable […en quien] la conciencia de sí, se transforma en patrimonio de la

127
 Mauss, M. 1971: Sociología y Antropología. Madrid, Tecnos, p. 314.
128
 Ibid, p. 316.
129
 Ibid. p. 317.
130
 Ibid. p. 322.
131
 Ibidem.

                                                           91
persona moral”132. Quisiera, en esta ocasión, adentrarme un paso más en un campo
en el que Mauss apenas entró y reflexionar sobre el distinto grado de complejidad
que el desarrollo de las tradiciones culturales acaba depositando en la arquitectura
del sujeto, y cuya figura reconocemos al observar el imaginario de las sociedades a
ambos lados de  nuestro mar.

A este lado nuestro del mar –en la mayoría de las sociedades occidentales, de
hecho– la abundancia de imágenes sensuales en el cine, la moda y la publicidad, la
valoración de la comunicación en silencio entre los jóvenes o la interacción sexual
anónima en público, son rasgos que contrastan poderosamente con las sociedades
que han preferido evitar la desnudez del cuerpo y separar los ámbitos asignados en
cada cultura al hombre y a la mujer. Aun en los casos del cancaneo o dogging o del
intercambio en comunidades swinger, pervive una relación libre y entre iguales que
tensa el contraste y nos lleva a preguntarnos sobre el sentido antropológico de tal
diferencia.

Podemos iniciar la reflexión reconociendo que si del cuerpo no todo se oculta


ni todo se muestra, parece evidente que lo relevante es la selección. Las exigencias
prácticas de comunicación oral y visual nos llevan a destapar los ojos, la boca y los
oídos, tanto para emitir como para recibir mensajes. El trabajo, la defensa, el ataque
o la alimentación descubren nuestras manos. No es que el resto del cuerpo no
perciba ni emita signos de intenciones, deseos, necesidades o estados del sujeto. De
hecho, nos comunicamos con todo nuestro cuerpo y lo hacemos tanto en la
interacción cara a cara, como a distancia a través de sonidos, olores y gestos. Hasta
el ritmo y cadencia de nuestros pasos nos delata, nos demos cuenta o no de ello.
Quizá por eso siempre nos sorprende cuando nos vemos en una filmación o
escuchamos nuestra voz en una grabación. En esas ocasiones cambiamos la
experiencia de nuestro cuerpo del interior al exterior, como si fuésemos la gente
misma que nos observa cuando interactuamos, un punto de vista tan habitual para
los demás y tan novedoso para nosotros. Obviamente, estamos más entrenados a
controlar la expresividad del rostro y las manos. Por ello, quienes se dedican a
representar papeles en el teatro o en el cine dedican una parte importante de su
aprendizaje al control corporal, al dominio del espacio de la escena, a saber
moverse. Sin ese esfuerzo, entrenamiento y aprendizaje el cuerpo no educado nos
traiciona y, aun a través del vestido, desvela nuestra intimidad sin darnos cuenta. La

132
 Ibid. pp. 327­328.

                                                           92
ropa que nos cubre no sólo controla el calor corporal y nuestra presentación pública,
sino que enfoca selectivamente la atención de los demás sobre las partes desnudas
del cuerpo.

De hecho, las partes usualmente cubiertas del cuerpo, precisamente por escapar
del control activo de la conciencia refleja, adquieren una expresividad delatora, y su
exhibición, sin una conciencia o intención expresa, ofrece a quien da en verlas un
acceso a la singularidad de la persona sin la barrera defensiva del control
intencional. Se trata, además, de lugares corporales que emiten fluidos internos y, al
margen de los componentes hormonales capaces de provocar respuestas específicas
en el receptor, encarnan ese más íntimo interior de la persona que aflora
inevitablemente ofreciendo con mayor rotundidad un flanco abierto ante los otros.
De ese modo se abre un acceso a-discursivo y directo a la intimidad que intensifica
la captación del ser de la persona. Claro que ese acceso queda tensamente vedado
cuando la exhibición es fruto del ejercicio profesional. En esos casos, la mirada solo
accede al personaje quedando a salvo la intimidad de la persona a la que, sin
embargo, sí se delata cuando la falta de control consciente muestra no solo aquellas
partes del cuerpo menos controlables, sino incluso los gestos ordinarios o la mirada
misma de quien, relajado, olvida que está siendo contemplado por otros. La ausencia
de reciprocidad entre observador y observado en dichas situaciones vulnera la
igualdad y avergüenza al desnudado. En todos estos casos se abre un acceso tan
directo que, al percatarse de ello, el sujeto observado puede sonrojarse o turbarse.
Alguien ha entrado en la intimidad de su ser sin su permiso, a ese lugar donde su
verdad se transparenta y que solo se ofrece cuando la confianza, la amistad o el
amor presuponen la plena autonomía, reciprocidad e igualdad. Sentir vergüenza,
desde el relato del Génesis, nace como resultado de que el sujeto cae en la cuenta de
su desnudez, esto es, de que en su estado carece de defensa adecuada ante la mirada
ajena, de que el ámbito de su autonomía personal –de su honor, por tanto– está
siendo vulnerado sin poder evitarlo.

Con todo, en contextos públicos de las culturas modernas, la mayor


desinhibición gestual, la ropa ajustada, escotada y transparente, la depilación o la
barba, y la proximidad laboral y pública de hombres y mujeres pone en juego
algunos signos que introducen el ámbito de la intimidad personal en el contexto más
público del trabajo y la profesión. Como reconocen las mujeres entrevistadas, “lo
importante es el trabajo, y tú eres [aquello] a lo que te dedicas”. Como otras
señalan: “le dedicamos mucho tiempo al trabajo y a veces tengo la sensación de

                                                           93
que lo único que hago es trabajar”. En esas situaciones reconocen que “te pueden
surgir experiencias nuevas de gente en el trabajo y tal, pero lo dejas, te das cuenta
de que tal y lo dejas a tiempo”. Por eso en estos contextos, a diferencia de las
situaciones vergonzosas, la proximidad pública de los signos de la intimidad se
acompaña del respeto que la vigencia del valor de la igualdad exige. Considerada
como una opción ampliamente asumida en la mayoría de las sociedades
occidentalizadas, constituye un rasgo cultural cuyos efectos sociales difieren
notablemente con respecto a aquellas otras sociedades que han optado por ocultar
los cuerpos y separar los ámbitos asignados a hombres y mujeres.

Lo que relata la socióloga Fatema Mernissi en sus memorias de niña en un


harén marroquí puede ilustrar la diferencia. En su libro recoge la opinión de su
abuela en los siguientes términos: “Si las mujeres anduvieran libremente por las
calles, lo hombres dejarían de trabajar porque desearían divertirse” 133. Según explica
Mernissi, “la palabra <<diversión>> [...] cuando la utilizaban los adultos, se refería
a la sexualidad”134. En su harén “si alguien quería evadirse de aquella geometría, era
imposible que abriese la contraventana para mirar fuera. Todas las ventanas se
abrían hacia el patio. Ninguna daba a la calle”135. Desde su interior, “cuando te ves
atrapada, desvalida tras los muros, inmovilizada en un harén sin salida –decía [su
tía]– sueñas con escapar”136. “Aprisionadas tras los muros, las mujeres deambulaban
soñando con horizontes sin fronteras”137.

Quienes, como Mernissi, han observado ambas tradiciones pueden percibir con
sensibilidad las diferencias. Quizá por ello contrapone Mernissi el

“incómodo atuendo occidental, tan ceñido [hasta el punto] que deberían sentarse en sillas
[mientras que] eran mucho más cómodos los divanes [... También preferían] los cómodos
pantalones del harén o cualquier atuendo tradicional, que requerían menos cuidado [...] Los
caftanes pueden ser de una belleza incomparable, pero el atuendo occidental representa el trabajo
retribuido”138.

 Mernissi, F. 2003: Sueños en el umbral. Memorias de una niña del harén. Barcelona, El Aleph  
133

Editores, pp. 54­55. Becada por la Sorbona, se doctoró en Sociología en la Universidad de Brandeis.
134
 Ibid. P. 55.
135
 Ibid. P. 73.
136
 Ibid. P.138.
137
 Ibid. p. 214.
138
 Ibid. P. 103.

                                                           94
De lo que concluye la autora que “llegué a asociar los caftanes con las fiestas
lujosas, las festividades religiosas y los esplendores de nuestro pasado ancestral, y el
atuendo occidental con cálculos pragmáticos y tareas profesionales cotidianas y
rigurosas”139. Pero si a la comparación entre ambas formas de vestir que Mernissi
hace desde su óptica sumamos la misma comparación desde la óptica de la otra
tradición constatamos que la diferencia no reside en lo que distingue el trabajo de la
fiesta, o el lujo y la religiosidad frente al pragmatismo y la profesionalidad. Ni en un
caso solo hay divanes, ni en el otro sillas solamente. A pesar de nuestros cómodos
sofás, la ropa occidental de las fiestas, ritos religiosos o lujosos encuentros sociales
sigue imponiendo a sus portadores ajustadas corbatas, cuellos rígidos, sujetadores
apretados, tacones vertiginosos, escotes incómodos para el invierno, mucetas,
birretes, mitras y pesadas capas. Poner tan cerca fracs y vestidos de noche en esos
contextos públicos, festivos, lujosos o laborales, exige observar una etiqueta
formalizada, lograr moverse y estar con naturalidad sin que el propio cuerpo rebase
los límites a los que tan caros diseños le acercan, o mantener el equilibrio sobre unas
sandalias que desnudan y elevan los pies más allá de la cómoda verdad de la propia
estatura. Al observar en las sociedades de nuestra tradición la desnudez corporal y
su exhibición se percibe una exigencia de perfección que va más allá del valor que
se encarna en la profesión de modelos, deportistas, actores y actrices. En las otras
tradiciones, sin embargo, se oculta por igual la perfección y la imperfección del
cuerpo. En nuestras sociedades, la tensa suma de exhibición y exigencia perfectiva
añade complejidad al modelo antropológico, sobre todo cuando esa perfección se
pretende que dure en el tiempo a pesar del natural envejecimiento. Al comparar,
pues, ambas tradiciones vemos que, si bien sigue resaltando su comodidad frente a
la incomodidad occidental, el contraste –desde la óptica occidental– no es paralelo
al que ella propone entre trabajo retribuido y fiesta lujosa o religiosa. En su manera
de ver la tradición occidental percibe una coherencia entre la profesionalidad, el
pragmatismo, el cálculo y el rigor, si bien eso mismo sigue observándose en las
fiestas lujosas o en la formalidad de los ritos, en la exigencia de respeto y control
que hace viable la interacción laboral o pública de hombres y mujeres occidentales.
La mayor o menor comodidad de cada manera de cubrir el cuerpo no depende, pues,
de la cualidad laboral, profesional, festiva, lujosa, religiosa o pragmática de espacios
y situaciones solamente, sino también de la separación que Mernissi destaca entre
hombres y mujeres, de la distinta autonomía que a unos y a otras se les reconoce en

139
 Ibid. P. 104.

                                                           95
cada tradición, esto es, del modo como en cada imaginario cultural consta la noción
de persona en tanto que categoría del espíritu humano.

No solo en las memorias y ensayos de la socióloga marroquí, también el


egipcio Alaa Al Aswany deja constancia de similares contraposiciones entre ambas
tradiciones. Para los personajes cultivados de su novela El Edificio Yacobián
“progreso y occidente eran prácticamente sinónimos […] Compartían el culto por
los grandes valores occidentales: democracia, libertad, justicia, trabajo duro e
igualdad […] una planificación y unos horarios determinados”140. También las
mujeres de la novela, al referirse a Europa, cuentan “que allí fuera no hay injusticia
ni represión como aquí. Allí todo el mundo tiene derechos y se respetan”141. A las
categorías de cálculo, pragmatismo, rigor y trabajo se suman la retribución y la
dureza, la incomodidad y los derechos, entre los que destacan la igualdad, el
respeto, la justicia y la libertad. Obviamente unos y otros existen y se vulneran en
toda sociedad –en unas más que en otras– y en ambas tradiciones. No pretendo aquí
evaluar mediante cómputos situaciones reales. Tomo el testimonio de los autores y
personajes para contrastar las figuras que destacan en sus representaciones y de ese
modo poder precisar la forma que adoptan en el horizonte de su imaginario. Así, uno
de los personajes masculinos, tras sufrir tortura en un calabozo, no se queja tanto
por su pérdida de libertad, como por haber sido violado y obligado a responder bajo
un nombre de mujer: “Ya estoy muerto. Me mataron en el calabozo. Cuando te
violan entre risas. Cuando te ponen un nombre de mujer y te obligan a responder
con él [...] soy una mujer”142. De la privación física de libertad y de su identificación
con la mujer deriva la pérdida de su dignidad. Desde entonces su vida carecía de
valor.

Pero esa negativa valoración de la mujer no es algo propio tan solo de la mirada
masculina. Ambos quedan marcados por un conjunto axiológico y categorial común.
Hombres y mujeres no disponen de otra imagen de sí que la que públicamente
sostienen sus instituciones y su cultura. Aunque Mernissi destaca el papel de las
heroínas en la tradición literaria o el de algunas figuras públicas que alcanzaron una
emancipación reconocida (como Sherezade, Zulaika, la Reina de Saba, la princesa
Shirin, la princesa Nur-Jahan, entre otras) no dejan de ser personajes de ficción o

 Aswany, A.A. 2007: El Edificio Yacobián. Una novela sobre un inmueble de El Cairo y las vidas de 
140

sus habitantes. Madrid, Maeva Ediciones, p. 64.
141
 Ibid. p. 171.
142
 Ibid. p. 162.

                                                           96
excepciones de alto estatus que no alteraron el estatuto de la mujer para la mayoría
real en sus sociedades e historia. Como confiesa la autora, “en la medina de mi Fez
natal las mujeres daban unos gritos espantosos cuando sus maridos se casaban por
segunda vez. Solían organizar protestas a modo de funeral”143. Esa ausencia de
autonomía y la consiguiente negatividad de la imagen femenina no afecta, pues,
solamente a la mujer, sino a todo hombre, cuya conducta se ve constreñida por las
mismas imágenes. De ahí la afirmación de Shahida el Baz: “La liberación de los
hombres está íntimamente ligada a la de las mujeres” 144. En el mismo sentido se
expresa la psiquiatra y escritora egipcia Nawal el Saadawi: “No podemos separar
unas de otros. La mujer no puede liberarse si el hombre no está liberado y
viceversa”145.

A pesar del aparente dominio masculino, el hombre –sigue Aswany– “se


avergonzaba, como es costumbre en la clase popular egipcia, de pronunciar el
nombre de su esposa delante de otros hombres”146, o siente pudor y se ofende
profundamente por el hecho de que otros hombres “miren a nuestras mujeres” 147.
También ellas se daban “cuenta de que todos los hombres, ya fuesen de apariencia
respetable o de alto estatus, se volvían extremadamente débiles ante una mujer
hermosa”. Encerrar, cubrir y ocultar a la mujer es una medida drástica que parece
encaminada a evitar esa vergüenza masculina y mantener a salvo el honor de los
hombres, si bien desvela a su vez una gran proximidad entre las dos formas de
categorizar la mujer y la propia intimidad sexual del hombre en su imaginario
cultural, como si la mujer, más que una persona autónoma, fuese una parte
incontrolable de su propia sexualidad y, como ésta, también debiera ocultarse a los
ojos ajenos. Según Mernissi, “para nosotros, la intimidad erótica no pertenece al
espacio público. Lo erótico es como un milagro que hay que cobijar en lo más
íntimo”148. Coherentemente se concibe “lo femenino como cuna de lo extraño y lo
impredecible”149. De hecho, al tratar las relaciones entre hombre y mujer, ambos

143
 Mernissi, op. cit. p. 180.
 Carbajosa, A. 2011: Revolucionarias sí, pero sin poder. El País, 6­III­2011, p. 32. Shahida el Baz es 
144

Directora del Centro de Investigación Árabe y Africano de El Cairo.
145
 Higueras, G. 2011: La mujer es inferior en todas las religiones. El País, 8­III­2011, p. 33.
146
 Aswany op. cit. pp. 14­15.
147
 Ibid. p. 62.
148
 Mernissi, F. 2006: El Harén en Occidente. Madrid, Espasa­Calpe, p. 121.
149
 Ibid. p. 202.

                                                           97
autores parten en sus planteamientos de una imagen cultural asumida acríticamente
en términos de lucha entre los sexos. Para un hombre, “la lucha más ardua [...] no es
la que ha de librar contra los cristianos, sino contra sus propias pasiones” 150. La
imagen de la mujer queda marcada por esa peligrosa capacidad de poner en riesgo el
equilibrio masculino de un modo tan inevitable como involuntario e incontrolable.
Los actores no parecen saber evitar todo cuanto se desata en el interior masculino al
descubrirse la mujer en su presencia. La amenaza femenina al equilibrio del hombre
se contempla como un reto que desvela dificultades masculinas, como una pérdida
de su autonomía o libertad al no poder dejar de atender –satisfaciendo o
controlando– lo que ya se ha desatado en su cuerpo sin su consentimiento. El
frecuente acoso masculino a las mujeres en ciudades como El Cairo, constituyendo
una insoportable molestia y vejación para ellas, no deja de atestiguar que la falta de
autocontrol masculino, a pesar del vestido tradicional de sus mujeres, forma parte de
su concepción cultural de la hombría151. Claro que esta misma forma de entenderlo
supone una imagen antropológica en la que no cabe una representación más personal
y autónoma de la mujer, igual como individuo, ni el sujeto concibe una estructura de
sí mismo más compleja, con nuevas opciones posibles que le permitan separarse de
su deseo y aplazarlo, recuperando así una más lúcida libertad fruto de ese traslado
del lugar en el que ubica su conciencia. Introyectar opciones críticas multiplica los
lugares interiores como posibilidades del sujeto, si bien esto rompería la inmediatez
de la imagen unitaria tradicional y añadiría una incómoda complejidad en la
arquitectura misma de la identidad de la persona. El rechazo de esta carga hace que
ellas sientan sobre sí mismas la descarga masculina de su responsabilidad. Así lo
percibe la somalí y ex-diputada holandesa Ayaan Hirsi Ali:

“El verdadero debate es sobre la moral sexual que el velo representa, que no es otra que la
mujer es responsable de la sexualidad del hombre. Debemos cubrir nuestro cuerpo para que él no
se excite; debemos permanecer encerradas en casa para que él no se excite. Esta moral, que pone
toda la responsabilidad sobre la mujer, es lo que hay que discutir”152.

Por eso también, en el ámbito público de la interacción laboral entre hombres y


mujeres, “una chica inteligente tiene que saber conservar su dignidad y su trabajo al

150
 Ibid. p. 161.
151
 González, R. 2013: El Cairo, capital árabe del acoso. El País, 7­1­2013, p. 31.
152
 Martí Font, J.M. 2008: Discutir sobre el velo. París, El País, 13­2­2008, p. 4.

                                                           98
mismo tiempo”153. Incluso en la intimidad con el hombre Aswany describe así a su
personaje femenino: “como los actores profesionales, había aprendido a dominar por
completo sus sentimientos”154. Frente a esa imagen de la mujer, el autor contrapone
una imagen masculina en la que “el hombre no tiene control sobre casi nada en su
vida”155. Se trata de una opción distinta de la propuesta en el imaginario de las
sociedades occidentalizadas. En este caso, la proximidad entre hombres y mujeres
sin cubrirse ni ocultarse no avergüenza ni a unos ni a otras. Cabe usar el nombre de
la esposa públicamente o contemplar cómo saluda a los amigos del marido
besándoles sin que estas conductas dañen el honor de nadie porque todos los
implicados conservan su autonomía personal. Claro que esa fluida interacción social
entre personas de distinto sexo no carece de límites ni de costes humanos. Las
fronteras del harén se trasladan, en este caso, no tanto –según señala Mernissi– del
espacio público vedado a la mujer a la exigencia de una eterna juventud, en la que
occidente pretende fijar a la mujer, como del espacio observable de la casa o la
medina, al espacio oculto de una conciencia personal cargada de complejidad. Será
al tensar la mayor desnudez de los cuerpos en la proximidad de la interacción
pública con la vigencia de la igualdad entre personas autónomas cuando entre en
escena una estrategia distinta: la interiorización de los límites en la persona y una
exigencia de mayor alerta en la atención y control de cada sujeto. Al contemplar esta
alternativa desde fuera es fácil suponer la emergencia de incomodidad creada con
dicha tensión pero, como ya habíamos comentado, esa supuesta incomodidad cabe
observarla de un modo general, casi ubicuo, en multitud de situaciones y ámbitos de
experiencia dentro de esta tradición. Muebles, ropa, fiestas, ritos, etiqueta,
requisitos, procedimientos, normatividad, burocracia, etc., todo es percibido desde
la otra tradición como algo incómodo y tenso en Occidente, cuyo estilo impone
dilaciones en su uso y cumplimiento. A la ya larga lista sumaríamos ahora la tensa
incomodidad de la proximidad pública entre los sexos, exacerbada con este
incremento de las imágenes sensuales que llenan el paisaje urbano, los medios de
comunicación y el arte. Con todo, siendo tan abundantes las imágenes y tan amplia
la libre interacción pública de ambos sexos no parece que resulte tan molesta para
los actores que aceptan el reto de la igualdad, para actores que han sido socializados
en esa interacción desde la familia y la escuela mixta, contando con un ingrediente
de su realidad la diversidad sexual.
153
 Aswany, op. cit. p. 38.
154
 Ibid. p. 108.
155
 Ibid. p. 118.

                                                           99
En realidad, la supuesta exigencia de juventud que Mernissi detecta sobre la
mujer en Occidente no es sino una prueba adicional de la fragmentación de la
persona que se opera en nuestro imaginario. La vitalidad que late en la belleza de las
jóvenes modelos a lo largo de la historia de la moda y la publicidad, o en el cine,
solo se cumple durante la juventud y, obviamente, decae con la edad. Nuevos
actores y actrices, o jóvenes modelos, reemplazan a quienes pierden tan fugaz
encanto. La industria cosmética no es capaz de detener el tiempo. Solo cabe un
constante reemplazo de figuras igualmente bellas para mantener la presencia de esa
valoración de la vitalidad en el imaginario occidental, si bien la estrategia produce
otros efectos culturales además de los perseguidos. No es la persona entera lo que se
valora sino fragmentos de ella despersonalizados como recambios sustituibles,
meras imágenes equivalentes por su juventud y belleza. Esa valoración acaba
legitimando la estrategia de la fragmentación y, alojada en el imaginario cultural,
dificultará, una vez más, la aprehensión clara de la unidad insustituible de la persona
como categoría del espíritu en Occidente. Hasta en la obra plástica de Luis Gordillo
encontramos “la debilidad y fragmentación del individuo”156.

Donde encontramos una extraña semejanza en ambas tradiciones es, más bien,
al comparar el velamiento sexual femenino o la vergüenza al usar su nombre, con la
separación occidental de la mujer en relación al ámbito profesional de su marido y
en los casos de maltrato. De hecho, tras el éxito de cada individuo hay una callada y
sacrificada entrega de su pareja socialmente ignorada que, al silenciarse, opera como
si de un velo occidental se tratase. Es pues entre ámbitos de experiencia de distinta
naturaleza –del cuerpo, el sexo y la familia, a la individualidad, la autoría y la
profesión– donde irrumpe la semejanza al comparar ambas tradiciones. También
aquí, en Occidente, encontramos costes humanos cuya carga pesa sobre hombre y
mujer al exigir una dolorosa separación, aunque se trate de campos y pesos
diferentes y, también en este caso, con la carga escorada hacia el lado femenino. No
cabe negar que, en ciertos casos de convivencia laboral entre hombres y mujeres,
todavía se producen tensiones y acoso en las sociedades de tradición occidental. Lo
ilustra bien la película En tierra de hombres (2005), de N. Caro, en la que se narra
la historia de una bella mujer que entra a trabajar en una mina donde la mayoría son
hombres. Como dice la directora Niki Caro, “No es una historia donde los hombres
son los malos y las mujeres son las buenas porque [...] demostraría una falta de
conocimientos de las complejidades de las relaciones humanas. Aquí hay ejemplos

156
 Díaz Urmeneta, J.B. 2012: Formas en agitación. El País Babelia, 7­VII­2012, p. 17.

                                                           100
donde tanto los hombres como las mujeres se portan de una forma vergonzosa”. El
acoso masculino o la insolidaridad femenina prueban una raíz compartida en un
mismo imaginario cultural en el que todavía es frágil la autonomía de la mujer. De
ahí que la protagonista sienta, con la satisfacción de cobrar la nómina, “la verdadera
independencia por primera vez en su vida. Es la primera vez que se siente viva y
persona”.

El caso del maltrato ilustra un punto del mismo problema cultural: la menor
complejidad de la constitución del sujeto. Vemos cómo los maltratadores “tratan de
minimizar lo sucedido y de responsabilizar a las mujeres” de su ira, o al exterior
desde donde los “estereotipos –según confiesan– [se] nos meten en la cabeza […]
Es como un virus que se va infiltrando en tu manera de ser […] Incluso mis amigos
decían: es que las mujeres te buscan… [o te provocan]”. Se trata de casos de difícil
perfil pero “con una referencia cultural basada en la imposición [...en] una relación
de desigualdad con su pareja”, que se apoya en una imagen antropológica que no
integra la rica discriminación categorial propia de la complejidad emocional que
exige la modernidad. Según los expertos: “no son capaces de reconocer emociones
[…] estados emocionales [reconocen a lo sumo…] dos o tres, los más básicos”, de
ahí que les resulte difícil “aprender a recibir críticas. Antes saltaba, era como si me
vieran desnudo”. Solo con la terapia comienzan “a ver cosas que tienes dentro”. Y a
ella acuden “buscando poner freno a algo que les crece dentro”157. De modo similar
a la posesión estudiada por Lisón158 en Galicia, no reconocen como integrantes de su
propia complejidad personal estados y espacios en su interior que les atormentan o
llenan de desasosiego, sino que atribuyen a un otro como causante, bien sea su
mujer o la sociedad y sus estereotipos culturales, de modo que la mera existencia de
ese otro cuestiona su autonomía y la fragilidad de su honor queda al desnudo.

Ambos velamientos se corresponden, pues, con exigencias culturales. Para


cumplir con la exigencia occidental que se espera en nuestro estilo de vida, el sujeto
ha de poder disponer de sí mismo enteramente, su libertad es garantía de su
rendimiento. Autonomía y rendimiento profesional miden el honor y marcan la
identidad de la persona. Reconocer en los hechos, más allá de los agradecimientos,
la dependencia de la pareja chocaría con las imágenes ideales de un modo similar a

157
 Ruiz, R. 2011: Maltratadores. El País Semanal, nº 1798, 13­III­2011. La película “Te doy mis ojos” 
(2003), de Iciar Bollaín, ejemplifica muy bien el problema del maltrato. Lo expresado en las escenas de las 
terapias coincide plenamente con lo citado en este texto.
158
 Lisón Tolosana, C. 1990: Endemoniados en Galicia hoy. La España mental II. Madrid, Akal.

                                                           101
como sucede en la otra tradición. En realidad, lo que nuestra tradición occidental
valora al velar la pluralidad de lazos que nos constituye es el logro cultural de la
identidad individual. Nuestro imaginario no contempla de manera pública las partes
de nuestra arquitectura que siendo nuestras no son yo: esa mitad que sólo vemos
cuando se nos va, aquella base que nos hizo y enseñó llevándonos de la mano, o esa
que siempre nos supera aun siendo “más interior que lo más íntimo […] y más alto
que lo más sumo”159. Aquella “estructura social de muchas <<almas>>”160 que
Nietzsche veía en nuestro cuerpo, el hombre moderno la sobrelleva como un mero
recurso cuya eficacia se multiplica al dividir su interior de un modo tan complejo y
de difícil integración, como si él mismo fuese “el usuario terminal de sí mismo y de
sus oportunidades”161, como un objeto diseñado por él para su propio consumo.
Como retrata Millás con su singular estilo, “el problema de estar formado por tantas
piezas, y tan diferentes, es que no siempre se reconocen entre sí”162. También por
esto, al mostrar el propio cuerpo no se compromete la integridad de un sujeto tan
dividido como el occidental, pues no entrega entera su alma rota en ninguna de sus
partes. El honor de personajes de los medios de comunicación no queda del todo
comprometido con sus escándalos por esa misma lógica cultural. Los lazos sociales
que nos constituyen identifican solo aquella parte del alma con la que elegimos
operar en cada interacción; no son una malla que atrape la unidad de la persona, sino
una red por la que circulan derechos e intereses individuales. De hecho, en su
idealidad, nuestro imaginario opera como si hubiésemos negado a los demás su
poder constituyente de nuestra realidad personal, y esas partes nuestras que no son
yo las expulsamos a la esfera privada para un consumo tan emocional como
insolidario.

Si observamos críticamente nuestra cultura, detectaremos esta valoración de la


individualidad del sujeto en los pilares mismos de la organización social, desde la
exigencia individual de responsabilidad penal, hasta el derecho de voto163. En el caso
de la propiedad, contamos con formas colectivas, a pesar del predominio de la

159
 Agustín, S. 2006: Confesiones, México, Editorial Lectorum, S.A. p. 49.
160
 Nietzsche, F. 1997 (1886): Más allá del bien y del mal. Madrid, Alianza. p. 43.
161
 Sloterdijk, P. 2000: En el mismo barco. Madrid, Siruela, p. 99.
162
 Millás, J. J. 2011: Ese charco, Madrid, El País, 25­III­2011, p. 72.
 Para una discusión más honda de la relación entre la conciencia individual y la identidad en nuestra 
163

tradición véase Álvarez Munárriz, L. 2011: La compleja identidad personal. Revista de Dialectología y 
Tradiciones Populares, vol. LXVI, nº 2, julio­diciembre, pp. 407­432.

                                                           102
propiedad individual de cada sujeto. Con todo, la existencia de sociedades,
cooperativas, comunidades o instituciones públicas no acalla ante la cultura la
responsabilidad de los actores que las sostienen. Por ello se indigna la gente ante la
corrupción que se apoya en la formalidad legal de la separación de
responsabilidades personal y societaria. La protesta ante la limitación y distinción de
responsabilidades que establece el derecho al diferenciar el patrimonio del sujeto y
el de su empresa o sociedad, prueba en esos casos de corrupción la pervivencia de
un juicio social sobre el sujeto que conculca la finalidad de los límites formales
societarios, el deseo del grupo por restablecer el uso de los lazos de la dependencia
social como malla que atrape de nuevo la unidad de la persona que se escapa. De
modo similar, si en la creencia nacionalista el sujeto valora su pertenencia a una
nación como parte de su identidad, se trata, no obstante, de una parte que no
suplanta sus derechos individuales.

Cuando contemplamos nuestra tradición desde la distancia que alcanzamos al


ubicarnos en la mirada de la otra, admiramos los logros de quienes dedican todo su
esfuerzo a aquella actividad que les absorbe movidos por la energía del valor que
perciben en la llamada de su empresa. Con ello Occidente ha fecundado la vida de
los otros. Pero, aun siendo tan estimables, no dejan de ejemplificar esa ruptura del
alma incluso en el empeño de ponerla entera en una de sus partes: la profesión o la
empresa. Lo que tipifica a Occidente es el grado de exigencia consagrado en el
imaginario, que lleva a hacer de la parte un todo. Solo la amistad, regida por
principios diferentes de los que sanciona la sociedad en la vida pública y en el
trabajo profesional, compensa la soledad e individualidad del sujeto moderno. Hay,
sin duda, otra notable excepción en la vida monástica. Con todo, si los monjes
reconocen el coste mayor de los votos de pobreza y obediencia sobre el de castidad,
es, entre otras razones, por tratarse de personas que vienen de una sociedad en la
que se valora la autonomía de la voluntad, y en la que cada sujeto se identifica con
la soledad heroica de su individualidad. No sólo en la oración comunitaria o en la
fusión que alcanzan en el canto del coro, también en la vida cotidiana es fácil
percibir el atemperamiento del individuo en el seno de la vida en comunidad, fruto
de la abnegada ascesis que ha ido minando la orgullosa subjetividad, puliendo su
interior como un canto rodado. A pesar de ser cada monje quien da testimonio de su
vida a los otros monjes de un modo recíproco, cabe observar en cada uno de ellos la
huella de esa historia de ascesis en común, el hecho comunitario encarnado en la
borrosa figura de su identidad individual, cuyos agudos perfiles diferenciadores se
han ido limando con la humildad y la obediencia. Como un canto rodado se parece a

                                                           103
otro, a pesar de conservar su singularidad, así un monje se suma al otro negando la
prevalencia de su deseo personal, aceptando la verdad de su propia insignificancia y
su lugar como parte de un todo mayor.

Con todo, por notable y antigua que sea esta excepción, no deja de ser un estilo
vital que se constituye apartándose del mundo, y como opción minoritaria en nuestra
tradición. Es más general la experiencia de la soledad en la vejez, y su negativa
valoración nos permite detectar cómo, incluso en Occidente, la individualidad del
sujeto contiene en su misma raíz, como matriz creadora de su identidad, la compañía
de los otros que constantemente nos objetivan. La pérdida o la distancia de los seres
queridos y de los amigos nos descubre heridas nacidas al desgarrar esas partes
nuestras que la cultura se empeña en representarlas como ajenas a nuestra verdad.
De nuevo el dolor se presenta como guía que desvela una verdad oculta, en este
caso, por el desgarro de esas partes tan personales que con su constante tu nos
constituyen. Quizá por ello hablamos del sujeto como un ser vulnerable, si bien ese
dolor que desvela la vulnerabilidad es también muestra de la plasticidad de nuestra
naturaleza pues, si no fuéramos tan plásticos, cincelado nuestro perfil bajo los
golpes de la mano colectiva que nos forma, no habríamos alcanzado esta forma
personal bajo la que se nos reconoce. Siempre supimos que éramos seres sociales,
pero la tradición de nuestra cultura nos impone un cierto olvido de ese hecho
inaugural, de esa creación colectiva con la que llegamos a ser, para subrayar nuestra
autonomía como forma básica de libertad del sujeto y así poder exigirle la entrega de
sus energías a modo de tributo y combustible que ponga en marcha la gran máquina
de la historia.

Por el contrario, en la otra tradición, los roles que cada cual desempeña
comunican entre sí sus efectos morales y acaban incidiendo en la imagen global de
la persona. Su adscripción a una familia, un harén, una tribu, un clan o una nación no
dividen al sujeto en partes incomunicadas, más bien le absorben de un modo
escalonado. Con todo, cuando el honor bascula más sobre la autonomía física del
hombre, el sujeto ha de poder ser dueño de su cuerpo para disponer de él en su
integridad, pues en ese dominio de todo cuanto lo compone –sean lazos de sangre o
femeninos– cifra su libertad. De ahí su correspondencia en el imaginario con la
prohibición del alcohol y la exhibición femenina, pues ambas ponen en cuestión la
plenitud del propio dominio físico, y con él todo el sistema cultural del honor. La
comparación nos ayuda a precisar algunos de los matices que diferencian la
contemplación cultural de la persona al fijarnos en el distinto uso del alcohol. El

                                                           104
contraste no se centra en la contraposición entre la prohibición normativa islámica,
frente a su uso religioso en la consagración del principal rito cristiano, sino en la
gama de matices de los distintos usos. El uso ritual del vino en el Mediterráneo
europeo no es solo religioso; forma parte de la comensalidad de un modo muy
extendido, y tampoco implica pérdida del control físico de la persona. Si, no
obstante, esa pérdida se produce, será censurada solo si impide la vida social. Con
todo, su negativa sanción no cabe asociarla directamente con el honor y la religión.
Las tradiciones griega y latina más bien consagran la contribución del vino como
fuerza desveladora de la verdad. La desinhibición que provoca el alcohol
transparenta la verdad oculta del sujeto parapetado tras la máscara de una conducta
que reprime sus deseos, y esa verdad es la exigible en la interacción entre quienes se
consideran amigos. Esa relación entre el vino y la autenticidad tampoco es absoluta.
Si observamos los usos sociales veremos que los actores estiman dicha autenticidad
si el sujeto que se desinhibe lo hace respetando la solidaria interacción con sus
iguales. Beber con quienes se comparte la bebida y la interacción no es censurado si
la relativa pérdida de control no afecta al sentido de esa interacción, antes al
contrario, es positivamente sancionado por favorecer la entrega o rendición del
sujeto a quienes le han de aceptar en una relación gozosa. En estos casos, la pérdida
del dominio corporal no afecta al honor pues éste no depende tanto del control físico
del sujeto como de su autonomía personal y del éxito en la interacción profesional.

No pretendo generalizar estas someras observaciones a todo uso cultural del


alcohol en las distintas sociedades occidentales, frente a los también variados casos
del mundo islámico. Solo dirijo la atención al paralelismo entre la prohibición del
alcohol y de la exhibición femenina por su incidencia en la asociación del honor y el
control físico, por una parte, frente a la autonomía y el éxito profesional por otra.
Obviamente cabe apreciar muchas más diferencias. Dentro de los usos occidentales,
por ejemplo, son muy distintas las bebidas que acompañan las comidas en el
mediterráneo y en el mundo anglosajón, incluso el grado en el que se acepta un uso
más intenso del alcohol fuera de las comidas. En este último caso también parece ser
aceptable una mayor pérdida de control al beber sin que afecte a la dignidad del
sujeto. El lejano eco del puritanismo sobre la mayor exigencia del sujeto podría
dificultar esa rendida entrega en la interacción que facilita el uso del alcohol. Si esta
interpretación resultara plausible, el uso más intenso del alcohol, en realidad, habría
que entenderlo como prueba de la distinta configuración de la imagen personal del
sujeto, cuya mayor reserva exige una dosis mayor, pues sin ella no se rinde ni
entrega el sujeto. Beber no es solo una estrategia para olvidar, sino también para

                                                           105
alcanzar ciertos contenidos vivenciales, tanto interiores como de trato en la
interacción, cuyo acceso aparece más o menos vedado no solo en función de la
propia experiencia personal, sino también del distinto rigor que preside una u otra
tradición cultural. Si la entrega del sujeto exige una mayor pérdida de su propio
control, y para lograrlo él mismo acude voluntariamente a una dosis mayor, en el
hecho se nos revela una imagen del sujeto dividida y estratificada, una noción de
persona que hace un uso estratégico de la complejidad de su propio espíritu.
Obviamente, beber tiene otras muchas connotaciones sociales y simbólicas que no
se contemplan aquí, como saber o no de calidades, acertar en los usos sociales de la
bebida en distintos contextos, así como por su uso un sinfín de rituales,
celebraciones y comensalidad.

Al observar en 2011 la conducta de las mujeres jóvenes de la orilla sur del


Mediterráneo y su revolución por la dignidad todavía en marcha, encontramos en
sus palabras ideas que Ortega afirmó hace muchos años164. Basma Buazizi, hermana
del joven Mohamed que con su vida prendió la mecha de la revolución, decía que
“en Túnez, la dignidad es más importante que la comida”165. Con todo, no es en
nuestro filósofo en quien se inspiran, sino en la experiencia vivida y en la tradición,
pues si tan humana experiencia resulta universal por su radicalidad, también acuden
a los viejos términos culturales de honor y vergüenza para hacer comprensible la
novedad de su mensaje. La egipcia Hoda el Sharkawy confesaba: “me da vergüenza
que no hayamos sido capaces de hacer en toda nuestra vida lo que los jóvenes están
haciendo”166. En manos de dichos jóvenes, internet ha sido el medio por el que han
circulado los términos de honor y vergüenza y, en ese tránsito sujetos y símbolos se
han transfigurado porque han traspasado los espacios de la estructura en los que los
viejos valores de su tradición encerraban a la persona. Y al hacerlo, se ha vuelto más
compleja su imagen. Asmaa Mahfouz decía en el video que difundió en la red que
“podemos volver a tener la libertad, la justicia y la dignidad humana”. Y exigía a
quien le escuchase que “¡Tengan algo de vergüenza!”. De un modo retador afirmaba:
“yo, una chica, voy a ir a la plaza Tahrir y voy a protestar sola. Y voy a sostener una

 Decía Ortega que “la verdad es lo único que esencialmente necesita el hombre, su única necesidad 
164

incondicional. Todas las demás, incluso comer, son necesarias bajo la condición de que haya verdad, esto es, de
que tenga sentido vivir”. Ortega y Gasset, J. 1981: El tema de nuestro tiempo. Madrid, Revista de Occidente en 
Alianza Editorial, p. 45.
 Jiménez, V. 2011: El movimiento 15­M. La calle indignada. El País semanal, nº 1840. 31­XII­2011, 
165

p.  63. 
 Tesón, N. 2011: Egipto aprende a convivir en la plaza de la Liberación. El País, 7­II­2011, p. 3.
166

                                                           106
pancarta. Tal vez la gente mostrará algo de honor […] Queremos ir a la plaza de
Tahrir el 25 de enero. Si aún tenemos honor y queremos vivir con dignidad […]
tenemos que acudir [y...] exigir […] nuestros derechos humanos fundamentales […]
Si te consideras un hombre de verdad, únete a mi el 25 de enero. El que diga que las
mujeres no deben ir […] que muestre algo de honor y hombría […] somos seres
humanos libres. Sentados en casa […] solo nos llevará a la humillación. Si tienes el
honor y la dignidad de un hombre, entonces ven. Ven y protégeme a mi y a otras
chicas durante la protesta […] Serás responsable de lo que nos ocurra […]. No
tengas miedo del gobierno o de ninguna otra persona, solo debes tener miedo de
Dios. Dios dice que no cambiará la condición de un pueblo mientras éste no cambie
lo que es en sí mismo […] demanda tus derechos, mis derechos, los derechos de tu
familia […] NO a la corrupción, NO a este régimen”167.

Con todo, aun fundándose en sus viejos valores, las jóvenes no piden el amparo
de padres, maridos, familia o lazos de sangre. Al generalizar en la Red su mensaje,
la energía cargada en los valores del honor y la vergüenza traspasa el ámbito
cultural en el que se formaron y, sin presencia física, pone a las jóvenes en contacto
con hombres y mujeres desconocidos. Su uso de la Red ha sacado los viejos valores
del ámbito del parentesco y los ha situado en el espacio del género y la ciudadanía.
Su división tradicional entre lo público y lo privado cambia en paralelo a la
transformación del género y la ciudadanía. Una cuarta parte de los manifestantes han
sido mujeres. Todavía no llegan a ese 50 % en el que de modo tan ingenuo ciframos
la igualdad pero, sin duda, es un indicio del cambio que ya se ha producido hacia
una mayor autonomía. Bien visto, quizá sea pronto para ver el futuro. Comenta Jean
Daniel que “se pensaba que en el universo árabe-musulmán la revuelta tunecina
había introducido la primacía de la libertad […] sobre la tradición étnico-religiosa
[…] Sin duda, la mayoría acepta una reformulación modernista del islam que implica
el respeto al estatus de la mujer y a algunos otros atributos democráticos. Pero […]
la fidelidad a las tradiciones ha prevalecido sobre el romanticismo del triunfo de la
libertad”168. Con todo, y aunque su gesta solo quedase en la memoria y resultara
limitada por el fundamentalismo, su gesto deposita en el imaginario colectivo la
semilla de una posibilidad redentora como esperanza para el futuro.

167
 http://www.democracynow.org/es/destacados/asmaa_mahfouz_y_el_video_de_youtube_que_
168
 Daniel, J. 2011: Nuevo ropaje para el islamismo. El País, 9­XI­2011, p. 27.

                                                           107
Capítulo V

La crisis del porvenir.

Al pensar sobre el porvenir –temido o deseado– nos movemos siempre en la


incertidumbre, y deberíamos hablar en futuro imperfecto de subjuntivo, pues, en
realidad, no sabemos qué es lo que la historia nos deparará. Al escribir sobre el
futuro corremos el riesgo más seguro de equivocarnos, pues su desconocimiento
forma parte del ser mismo del porvenir. No tenemos dato empírico alguno del futuro.
Sin embargo, nos empeñamos en conocer su rostro como un paliativo a la angustia
que nos produce ese no saber a qué atenernos. Una parte central de nuestra
racionalidad se ocupa en hacer planes para el futuro, en prever el porvenir para
encajarlo mejor y, sobre todo, para diseñar una acción que nos permita configurar un
futuro en el que quepa realizar los deseos siempre inalcanzados. Con todo, por su
mismo ser, nunca veremos el futuro, solo vemos –si nos damos cuenta– el presente.
Así como los aspectos más eficazmente envolventes del pasado siguen vivos hoy
latiendo en sus efectos, el futuro, que siempre está por venir, nos embarga al sembrar
nuestro presente con la semilla que lo hará llegar. El futuro solo está presente en
nuestra imaginación, como el pasado en la memoria y sus efectos, ese pasado que el
presente alimenta en cada instante en que lo cumplimos y zanjamos. Y sin embargo
–imaginado o imprevisto futuro– siempre está llegando el tiempo como las olas del
mar a su destino en la arena. Concebir la preocupación por el futuro como un signo
de inteligencia forma parte de nuestra tradición cultural. De hecho, toda
investigación, aunque se centre sobre hechos consumados, se lleva a cabo
precisamente para intervenir en el curso de las cosas y encauzar la realidad hacia un
futuro deseado. Ese fondo de la voluntad no solo interviene en la estructura del
pensamiento mágico, sino también en la más pura ciencia físico-natural, aunque sus
métodos difieran; lo recordaba Ortega cuando apuntaba la persistencia de un interés
práctico en toda ciencia. En el caso de la Antropología cultural, como ocurre con las
ciencias sociales, es más difícil el diagnóstico en el tiempo, pues no hay leyes de la
naturaleza de su objeto comparables a las naturales. Sin embargo, no podemos dejar
de pensar en el futuro de la cultura cada vez que escrutamos el presente e
intentamos aprender las lecciones de la historia. En esta circunstancia que

                                                           108
encaramos al vivir, la cultura que escrutamos está presente como horizonte
abarcador y como su propio medio más humano. El objeto de estudio y la vida se
unen, pues, en una misma tarea de un modo necesario.

En este caso, al ocuparnos del futuro de nuestra cultura, no solo es difícil no


confundir el deseo con la realidad de lo estudiado, sino que lo estudiado depende en
buena medida de cuál sea ese deseo. No me refiero, obviamente, al mio personal,
sino al deseo de quienes sustentan esa creación colectiva en marcha que es toda
cultura. No es capricho ni simple tendencia esperable. El grupo no tiene propiamente
deseos. Cuanto se representa en su imaginario de un modo positivo o atrayente es de
calidad más borrosa. Más allá de la imaginación creadora y de la potencia de la
esperanza que destacó E. Bloch, lo que vemos es un proceso de composición de
fuerzas de distinta magnitud en recíproca tensión, cuyo inestable equilibrio final
nadie había diseñado. Los hechos que consiguen erigirse como tales en la historia
son fruto de un juego colectivo entre actores que persiguen significados valorados
positivamente. Acuden puntuales a la cita de la época y, al coincidir en ella,
producen los hechos una imagen cuyo sentido escrutan de nuevo sus creadores. Esa
composición de fuerzas, impulsada por imágenes de tantos actores sociales en la
escena actual de nuestra historia resulta, de nuevo, difícil de escrutar por el singular
carácter de la gran crisis que ahora mismo nos envuelve a todos. No es una crisis
solamente económica. El cambio iniciado es también geopolítico, científico, social y
cultural. Si nuestra cultura se ubica en medio de ese gran proceso histórico, no
podremos entrever su futuro al margen o prescindiendo de ese gran contexto en el
que está inmersa y a cuya construcción contribuye. Las distintas culturas nacionales
del conjunto de Occidente, aun con su efectiva singularidad heredada de sus
tradiciones, ya no cambian de un modo tan independiente como antaño. A pesar de
sus lenguas y tradiciones diferentes, no solo están conectadas entre sí Grecia,
Irlanda, Portugal, España e Italia, sino que esa misma conexión en el curso actual de
la historia depende muy estrechamente de los EE-UU y Alemania, de toda la Unión
Europea y, por supuesto de China, India, Brasil, Japón y las circunstancias
cambiantes o tercas de Oriente Medio y del Norte y del Este de África. No es solo la
economía, sino la época entera la que nos influye a todos.

Culturaciones.

                                                           109
En-culturación, a-culturación y transculturación son términos que aluden a
procesos culturales de adquisición y transformación cultural, de trasvase de
contenidos culturales del grupo a sus miembros, de un grupo a otro o entre grupos
en contacto que, con la interacción y el paso del tiempo, alteran el sistema
simbólico-semántico que constituía su patrimonio tradicional. Como consecuencia
de ello, el sujeto se socializa e integra en el grupo que le encultura o los sujetos
acaban aceptando contenidos parciales de otras tradiciones que, una vez
reinterpretados, cambian igualmente su propia cultura. Con todo, lo que
atestiguamos en la historia de nuestra época es una intensificación del contacto entre
grupos con distintas tradiciones culturales que, en grados muy diferentes y con
marcada desigualdad en su fuerza e intensidad, modifican no solo la cultura de un
grupo con elementos de la propia de otro, sino que todas ellas se ven cuestionadas,
incitadas y transformadas en una dirección a grandes rasgos tan coincidente como
desconocida para todas. No se trata de negar los procesos de difusión cultural que
siempre se producen cuando entran en contacto grupos humanos que poseen culturas
diferentes, con el desarraigo consiguiente que sufre todo emigrante cuando sale de
su tierra y emigra a otra sociedad y cambia el modo como se ve a sí mismo o se
desconoce. La difusión no sólo se produce con la ocupación colonial. Es evidente
que la lengua con la que escribo, siendo tan mía, tiene raíces romanas, griegas,
germánicas, árabes –y, más modernas, con la técnica y el comercio– francesas,
inglesas o americanas. La música, el cine, la televisión y la Red nos han traído
sentimientos, palabras, ideas, formas, imágenes, actitudes y posibilidades que
encierran contenidos cargados de valor y que, al sembrarlos en nuestro interior,
germinan frutos imprevisibles. Estudiar esos fenómenos como difusión cultural con
los efectos aculturativos producidos es útil sin duda, pero también podemos cambiar
ligeramente el enfoque sobre el tema para dar cuenta del mismo con otro énfasis,
sobre todo ahora que la intensidad de la globalización muestra la fragilidad –antes
menos percibida– de las culturas difusoras. Quisiera tan solo centrar la atención
sobre el carácter común del reto que apremia a todas las sociedades contemporáneas
y que no cabe entender solamente como préstamo, influencia o trasvase de unas
culturas difusoras sobre otras receptoras. Hay aculturación recíproca pero
desequilibrada, por eso quizá podamos comprenderlo mejor si dirigimos una nueva
mirada al tiempo y al espacio, al hacerse a ciegas de la historia entre todos, por una
parte, y al hecho ecológico global del espacio que a todos nos afecta, por otra.

Globalización.

                                                           110
Los procesos de la globalización no es la primera vez que irrumpen en la
escena de la historia. Lo nuevo, quizá, sea su exhaustividad, su radicalidad, su
totalidad. Hemos conectado todo hasta percibir algo obvio: que la Tierra es un
sistema con mariposas cuyo aleteo desencadena efectos inesperados. Hemos creado
fenómenos cuya cifra ha traspasado barreras invisibles hasta ahora. Lo nuevo no es
la ley que rige los fenómenos, sino la toma de conciencia, y a ello hemos llegado
como efecto no buscado del crecimiento demográfico y energético. No ha cambiado
la composición ni las cualidades del CO2, aunque sí la cantidad que producimos al
consumir la energía necesaria para mantener el estilo de vida al que nos sentimos
atraídos un número cada día mayor de seres humanos. Es cierto que ese mismo
estilo de vida ha generado especialistas capaces de detectar el cambio climático y
alertarnos a todos de sus posibles efectos, pero junto a sus avisos pesan más las
imágenes que dan alas al consumo en dirección contraria. Ni las culturas difusoras ni
las receptoras se libran del viento de las mariposas. Con todo, no quisiera fijarme
solamente en el sentido difusor de esas imágenes. Los dardos de la difusión han sido
lanzados a la caza de bienes deseados, pero al recoger la presa nos hemos
encontrado con efectos colaterales que han probado una vez más la desnudez del
emperador. Solo ex post facto han sido capaces los especialistas de avisarnos de lo
que ya había acontecido. La mayoría no vió llegar el empuje del Este derribando el
Muro, ni la obscuridad suicida del nuevo siglo contra torres y trenes, ni las largas
raíces desreguladoras e inmorales de la Crisis, ni el hambre de sensatez y dignidad
del norte de África, de Oriente Medio o del creciente número de los indignados del
15M, de Israel y tantas ciudades169, o el daño climático que lentamente infligimos a
la Tierra. Simplemente queríamos vivir mejor. La mayoría sigue sin ver lo que J.
Rifkin lleva tiempo subrayando: la combinación de varios cambios tecnológicos
clave, como Internet, energía renobable, impresoras 3D y la economía compartida,
supone la irrupción de “un sistema económico nuevo: el procomún colaborativo […]
con un coste marginal casi nulo”170. La novedad de tan humano deseo es su
extensión. La gran conexión que ha eliminado la soledad en el espacio ha cambiado
la cualidad del tiempo y la época. Hemos vuelto a Babel tras la dispersión que
decretó nuestro castigo y, si en vez de levantar una torre hemos construido una red,
el pecado, no obstante, ha sido el mismo: “excesiva unanimidad”171. Todos

169
 En octubre del 2011 ya eran 951 ciudades de 82 países.
 Rifkin, J. 2014: El Internet de las cosas y la sociedad colaborativa. El País 7­9­2014, p. 7. Véase del 
170

mismo autor su obra “La sociedad de coste marginal cero” en Paidós, Barcelona, 2014.
171
 Sloterdijk, P. 2000: En el mismo barco. Madrid, Siruela. p. 17.

                                                           111
aspiramos al mismo modelo de bienestar, si bien, dentro del horizonte que a todos
nos abarca, el fenómeno cobra nuevo significado. En realidad, esa común aspiración
no implica una única cultura.

Son muchos los observadores que, tras detectar la progresiva homogeneización


de Occidente, insisten en el crecimiento paralelo del nacionalismo y el refuerzo del
particularismo. De hecho ya lo veía Ortega en La rebelión de las masas.
Inevitablemente, al acercar volúmenes de población tan amplios y diversos –bien sea
en la red o por migración–, la confluencia de intereses y aspiraciones homogeneiza
y, a la vez, crea la necesidad de salvar la identidad del sujeto en el seno de una
cultura que tanto lo valora. Nuevamente, se trata de fenómenos conocidos, de la
tensión entre fuerzas centrípetas y centrífugas, de aquella gravitación universal que
mantiene las distancias por la recíproca atracción entre cuanto se mueve en el
espacio de la historia, de esa vida que se sostiene en pie, en equilibrio, por la
velocidad con la que huye de sus raíces en la necesidad y por el hambre de un futuro
que sacie y renueve su sed de significado y sentido. En el acelerado trayecto vital de
nuestro mundo, el consumo de energía es la clave del equilibrio en medio de la
velocidad, y es ahí donde la unanimidad resulta excesiva, tanto en el consumo de
energía material como semántica. Ya no hay Dios que elija quién entra o no en el
Arca, ahora estamos todos en el mismo barco, aunque si nos hemos bebido el mar,
como reconocía el loco de La gaya ciencia172, y hemos borrado con una esponja el
horizonte, nos encontramos varados en el desierto y sin rumbo claro a pesar de tener
lleno el tanque de petróleo o de otras energías, compartiendo viajes y viviendas en
pos de un límite desconocido que vuelva a darnos forma.

Ortega, el futuro y la verdad.

Ortega presentó en repetidas ocasiones al hombre como un dramático gerundio


entre el pasado, que posee como único patrimonio, y el futuro al que tiende
buscándolo y en cuya tarea se realiza. Pero “ese pasado que somos no lo tenemos
presente, no lo vemos sino en la medida y con la selección de él a que nuestro futuro
nos invita, mejor dicho, nos fuerza […] Lo que aún no es […] consiste en pura
urdimbre de amenazas, temores y esperanzas” 173. “Somos primero que nada temor y
esperanza, que son dos emociones suscitadas por el porvenir [...y] el porvenir es lo

172
 Nietzsche, F. 1882: La gaya ciencia, nº 125.
173
 Ortega y Gasset, J. 1985: Europa y la idea de nación. Madrid, Revista de Occidente en Alianza 
Editorial, p. 133. El texto original es de 1951.

                                                           112
que no está en nuestra mano, es lo problemático por excelencia”174. El hombre de
nuestro tiempo aparece como un náufrago perdido en la arena, porque “cuando el
problematismo de[l futuro] es extremo, como ahora acontece, el pasado no nos
ofrece sugestiones aprovechables. Esto es lo que llamo –decía Ortega– 'haber
perdido el pasado'. El hombre se encuentra hoy ante el mañana como desnudo de
pretérito”175. “Esta grave disociación de pretérito y presente es el hecho general de
nuestra época […] de pronto nos hemos quedado solos […] los muertos […] ya no
pueden ayudarnos […] los modelos, las normas, las pautas, no nos sirven. Tenemos
que resolvernos nuestros problemas sin colaboración activa del pasado”176.

Con todo, esa pérdida del pasado es fruto de la oscuridad del futuro, pues
“donde el hombre propia y primariamente está […] es siempre primero un vivir el
porvenir”177. Claro es que, en realidad, tener o no futuro es algo que solo acontece
en el presente. Si interpretamos bien a Ortega lo que nos está diciendo no es tan
distinto de lo que señala Bloch sobre la esperanza. Lo valioso del futuro es tenerlo
ahora en el presente. Si Ortega nos presenta al hombre como un ser en gerundio,
teniendo que realizarse, la fuerza para encarar su circunstancia la obtiene de ese
milagro que consiste en tener futuro en el presente. “La ocupación con el porvenir es
pre-ocupación. El porvenir nos ocupa porque nos preocupa [...y] a esto –
preocuparnos– reaccionamos buscando medios para asegurar esa inseguridad.
Entonces retrocedemos del porvenir y descubrimos el presente y el pasado como
arsenales de medios […] Al chocar, pues, con el porvenir […] rebotamos en él y
somos lanzados hacia lo que tenemos: presente y pasado” 178. A ese patrimonio
llegamos, pues, forzados a cumplir con la tarea de realizar el futuro al que la vida
nos lanza, esa vida que tenemos como “verdad suprema, de la que las otras
manan”179 según Unamuno, y en la que nos sentimos empujados a “buscar la verdad,
que es la vida”180. Pero, se pregunta Unamuno, “¿qué es la verdad? Esperemos que

174
 Ibid. p. 205. Texto original de 1954.
175
 Ibid. p. 206.
176
 Ortega y Gasset, J. 1967 op. cit. p. 66.
177
 Ortega y Gasset, J. 1983 (1958): Goethe – Dilthey. Madrid, Revista de Occidente en Alianza 
Editorial, p. 103.
178
 Ibid. p. 105. Ortega afirma que estas ideas las publicó ya en 1914.
 Unamuno, M. 2011 (1904): Mi confesión. Edición y estudio de Alicia Villar. Salamanca, Ed. 
179

Sígueme, p. 31.
180
 Ibid. p. 52.

                                                           113
la vida nos responda, pues verdad es lo que da vida, y lo que da muerte no es verdad
[…] Verdad se dijo primero por oposición a mentira y no a error: fue término de
alcance moral”181. Esa unión entre moralidad y saber, tan estrecha como bíblica, le
llevará a Ortega a subrayar la precedencia del sistema de valores sobre el
conocimiento de un modo muy similar a las palabras de Unamuno: “El hombre no es
solo ni principalmente conocedor, es creador; es más que inteligencia, es voluntad
[…De hecho, los conocimientos] que poseemos y nos guían en la vida provienen de
la necesidad de vivir y se han fijado por selección en la conciencia […Esto es,] se
conoce lo que hace falta conocer vitalmente […] El conocimiento es para vivir y no
la vida para conocer”182. Ese orden vital que enlaza valor y conocimiento, esperanza,
esfuerzo y porvenir, lo problemático y la libertad, lo da la verdad de la vida que
exige hacerse, vivirse. Esa exigencia de realización del sujeto en su circunstancia es,
para Ortega, la exigencia de autenticidad, pues la única necesidad humana es la
necesidad de verdad. “La vida sin verdad no es vivible […] sin verdad no hay
hombre. Este puede definirse como el ser que necesita absolutamente la verdad y al
revés, la verdad es lo único que esencialmente necesita el hombre, su única
necesidad incondicional. Todas las demás, incluso comer, son necesarias bajo la
condición de que haya verdad, esto es, de que tenga sentido vivir” 183. Y, según él, “el
sentido de la vida no es, pues, otro que aceptar cada cual su inexorable
circunstancia”184 “tal y como ella es, precisamente en lo que tiene de limitación”185,
“y al aceptarla, convertirla en una creación nuestra […] traducir la necesidad en
libertad”186. De ahí que, finalmente, ese esfuerzo realizador le lleva a concluir que
“el sentido y el valor de la vida […] se halla siempre en un mañana mejor” 187, esto
es, un mañana en el que, contando con la limitación de la necesidad, aceptándola y
basándonos en ella, sepamos crear una mejor libertad. Con todo, es la falta actual de
claridad, la oscuridad del amanecer, lo que impide divisar el horizonte y dificulta el
escrutinio en nuestro arsenal de los medios adecuados para construir ese mañana. A
su manera también Sloterdijk alude a esa misma dificultad. Tras la muerte de Dios,
181
 Ibid. p. 58.
182
 Ibid. pp. 59­60.
183
 Ortega y Gasset, J. 1981: El tema de nuestro tiempo. Madrid, Revista de Occidente en Alianza 
Editorial, p. 45.
184
 Ibid. p. 51.
185
 Ibid. 50.
186
 Ibid. p. 51.
187
 Ibid. p. 127.

                                                           114
no vemos en nuestro pasado cuál es el acontecimiento inaugural que imprime
“dirección al periodo actual”188.

En la inevitable mirada del presente hacia el pasado por el futuro son varios los
fenómenos que contribuyen a las dificultades apuntadas. Por una parte, el cambio en
la cantidad cambia la cualidad del caso y, por otra, la complejidad así creada oculta
la concatenación causal y extrema el problema, de modo que los límites de la
circunstancia que Ortega quería que viésemos para poder aceptarla y apoyar en ello
una creación libre y esperanzada, se nublan en medio de la complejidad. La gran
conexión en un único sistema mundial por la globalización representa el cambio
cuantitativo que produce un salto en la cualidad de lo real. También lo percibía
Ortega antes que Rifkin cuando constataba que el mundo había crecido y la vida “se
ha mundializado efectivamente […] El contenido de la vida en el hombre de tipo
medio es hoy todo el planeta [...y] esta proximidad de lo lejano, esta presencia de lo
ausente, ha aumentado en proporción fabulosa el horizonte de cada vida”189. No solo
hemos integrado logros culturales norteamericanos, alemanes, japoneses o
finlandeses, sino que la circunstancia en esas sociedades difusoras tampoco
podríamos entenderla sin la enorme masa de consumidores de las sociedades
receptoras. La circunstancia ya no es de cada cual solamente. ¿Acaso es realista
describir la circunstancia estadounidense sin los millones de inmigrantes
hispanohablantes? ¿Podemos entender el mundo actual sin integrar en él el Islam? ¿y
el Islam sin internet?. ¿Comprendemos hoy el capitalismo sin la China comunista?.
¿Cabe entender la cultura de las libertades sin la música que nos difundieron los
esclavos negros, sin la plasticidad de sus máscaras y colores, sin las sustancias
medicinales extraídas lejos de Occidente? Y, más allá de tantos ejemplos en el
campo de las materias primas que están en la base del estilo de vida occidental
(agua, petróleo, soja, cobre, wolframio, berilio, molibdeno, oro...), lo que
atestiguamos es la globalidad de un reto que no atañe solamente a las sociedades
que han sufrido la difusión de Occidente. Si la circunstancia es tan global como
parece, y si al intentar leer los signos del porvenir en su horizonte rebotamos al
pasado, no hallamos, sin embargo, un pasado tan unitario como el futuro al que ese
supuesto arsenal común tendría que responder. No encontramos en el pasado una
experiencia de solidaridad equivalente a la que el futuro nos demanda, pues la
globalizacón ha ampliado el entorno ecológicamente perceptible al extender todas

188
 Sloterdijk, P. 2011: Sin salvación. Tras las huellas de Heidegger. Madrid, Akal, p. 182.
189
 Ortega y Gasset, J. 1967 (1931): La rebelión de las masas. Barcelona, Círculo de Lectores, p. 67.

                                                           115
las conexiones. La exigencia de creatividad crece por ello exponencialmente. Más
allá, pues, del patrimonio que Ortega nos lega al señalarnos el pasado y el presente,
tenemos la necesidad, el hueco de lo que nos falta y en el que nacen los valores y la
imaginación creadora.

Crisis y circunstancias globales.

Occidente ha sabido integrar muchos logros de las culturas de las sociedades a


las que ha difundido su propia tradición. Así triunfaron siempre las grandes culturas.
Lo que ahora nos preocupa, al estar todos en el mismo barco, es el cambio de
relaciones entre la escasez y la abundancia ante el cual no está siendo Occidente tan
generoso como exige la época. Lo que hace tan atractivo el estilo cultural al que
todos aspiran es la calidad de vida de quienes proponen su ilimitado alcance, el
carácter extremo de la ambición. Pero si todos lo han de lograr y se reparten
recursos y fuentes de energía con la tecnología tradicional, se hará evidente que no a
todos alcanza el goce de dicho estilo y la necesidad se hará presente –se está
haciendo presente– y nuestros hijos y nietos vivirán peor que nosotros, de hecho ya
lo están sufriendo. “El cambio climático claramente puede duplicar el precio de los
alimentos en 40 años […] Apenas 500 compañías controlan el 70 % del sector
alimentario en todo el mundo. Y tres empresas agrícolas –Cargill, Bunge y ADM– se
reparten buena parte del comercio de cereales […] Estados Unidos y los europeos
[…] cuentan con una cantidad colosal de subsidios para su agricultura […y] eso
supone una desventaja para otros países […] por los altos aranceles que les imponen
[…] Las presiones de carácter proteccionista, incluyendo restricciones, están
creciendo en los países que forman el G-20 […] Estamos sentados sobre una bomba
de relojería […] hasta 2050 la demanda de alimentos se incrementará en un 70 % y,
sin embargo, la capacidad para incrementar la producción de alimentos está en
descenso”190. Con todo, según la FAO “hoy se produce comida para 12.000
millones de personas […] cuando en el planeta habitan 7.000 […] la emergencia
alimentaria que afecta a más de 10 millones de personas […] no tiene nada de
natural […] Las causas del hambre son políticas […] los alimentos se han
convertido en mercancías […] A partir de los años ochenta, las políticas impuestas
por el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial […] implicaron una
política de liberalización comercial […] permitiendo la entrada masiva de […] arroz
y trigo, de multinacionales agroindustriales norteamericanas y europeas […] La
subida del precio de cereales básicos […] ha convertido a estos alimentos en
190
 Mars. A. 2011: Poco productor para atajar el hambre, Madrid, El País, 3­VI­2011, p. 37.

                                                           116
inaccesibles [por] razones de […] la especulación financiera con las materias primas
[…Es más], en las Bolsas de futuros […] la mayor parte de la compra y venta de
estas mercancías no corresponde a intercambios comerciales reales […] un 75 % de
la inversión financiera en el sector agrícola es de carácter especulativo […] Los
mismos bancos, fondos de alto riesgo, compañías de seguros, que causaron la crisis
[…] son quienes hoy especulan con la comida […] Como señalaba el relator de la
ONU para el derecho a la alimentación […] el hambre es un problema político. Es
una cuestión de justicia social y políticas de redistribución” 191. De hecho, “si
cogiéramos todo lo que se tira en tiendas, restaurantes y casa particulares de Estados
Unidos y la Unión Europea, solo con eso tendríamos cuatro veces más alimentos de
los necesarios para los mil millones de personas que pasan hambre en el mundo […]
Existe una fuerte conexión entre lo que nosotros comemos, lo que despilfarramos y
la hambruna global […] Compramos toneladas de trigo para convertirlo en pan que
luego despilfarramos. La consecuencia es que hay menos trigo en ese mercado
internacional que es donde compran los países de África y Asia. Literalmente
estamos sacando la comida de la boca de los que tienen hambre. Vivimos en una
habitación cerrada que se llama Tierra […] Solo en Reino Unido se rechaza entre el
25 % y el 40 % de la cosecha de fruta y verdura por motivos cosméticos (tamaño,
aspecto, imperfecciones) [...] La fecha de caducidad fue una buena idea, pero ahora
se ponen para proteger a las compañías de posibles denuncias, y es una manera de
animar a despilfarrar alimentos”192. Ocurre que en cada acto de comer y de
despilfarrar no se activa en nuestra mente una imagen real del mundo en el que
estamos todos embarcados. Nos apoyamos en interpretaciones culturales locales que
legitiman consumos por cumplir con el protocolo propio del cargo público que
ocupamos, o que corresponde al nivel profesional que desempeñamos, y porque al
hacerlo así nos integramos bien con nuestros iguales, incluso creemos que
impulsamos la demanda y, con ella, la economía de mercado que crea puestos de
trabajo... Son pues ciertas imágenes y valores culturales los que conducen a ese tipo
de acción que yerra el alcance del horizonte en el que se producen efectos globales
negativos. El marco real permite ya, y exige incluso, otras formas de impulsar la
demanda más realistas.

 Vivas, E. 2011: Los porqués del hambre, El País, 30­VII­2011, p. 29.
191

 García­Albi, I. 2011: Tiramos fruta y verdura solo por motivos estéticos. El País­Tierra, 15­X­2011, 
192

p. 6.

                                                           117
No solo el hambre, sino la mera desigualdad “puede ser un freno al crecimiento
económico, a través del deterioro institucional […] Con instituciones políticas
informales (de facto) deficientes […] pequeños grupos acumulan un importante
poder político que les permite hacer lobby proponiendo políticas que les benefician,
pero que pueden ser dañinas para el resto de la economía y para el crecimiento […]
El clientelismo político excluye entonces de la generación de rentas a una parte de la
población, los no afines a la clase dirigente, que pueden tener mayor potencial de
dinamismo”193. “En países donde hay una clase dominante próxima a los
gobernantes, las instituciones políticas y económicas pondrán en marcha un
mecanismo redistributivo deficiente […] Desafortunadamente, existe una notable
correlación entre el grado de desigualdad y la existencia de tal clase dominante […]
En estos casos, el crecimiento económico solo reducirá la pobreza si el mecanismo
distributivo de la renta es suficientemente equitativo, permitiendo el acceso de
nuevos ciudadanos a las clases dirigentes y posibilitando con ello que sus valores
sociales pasen a jugar un papel en el proceso de definición de las instituciones
formales e informales. Por eso es necesario combinar políticas de crecimiento con
políticas redistributivas”194. Se trata de un problema que afecta al mundo, tanto a
países desarrollados como no. Según el Nobel J. E. Stiglitz, “el aumento de la
desigualdad es producto de una espiral viciosa: los ricos rentistas usan su riqueza
para impulsar leyes que protegen y aumentan su riqueza (y su influencia) […] La
influencia política y las prácticas anticompetitivas (que a menudo se sostienen
gracias a la política) fueron un factor central del aumento de la desigualdad
económica. Una tendencia reforzada por sistemas tributarios […] donde los
especuladores que contribuyeron a colapsar la economía global tributan a tasas
menores que quienes ganan sus ingresos trabajando […] A los banqueros se les
rescató, y a sus víctimas se las abandonó […] muchos jóvenes que estudiaron con
esfuerzo y respetaron todas las reglas ahora están sin perspectivas de encontrar un
empleo gratificante”195. No es, pues, un mero problema del norte o del Cuerno de
África, del mundo árabe o del Tercer Mundo. La globalización ha hecho común la
circunstancia y nos ha enrolado a todos en el mismo barco. Las mariposas han
emprendido el vuelo y el barco zozobra en medio de la tormenta.

 Novales Cinca, A. 2011: Crecimiento económico, desigualdad y pobreza. Real Academia de CC. 
193

Morales y Políticas. http://www.racmyp.es/noticias/2011/2011­06­21%20­%20Alfonso%20Novales
%20Cinca.pdf, pp. 6­7
194
 Ibid. p. 11.
195
 Stiglitz, J.E. 2011: La globalización de la protesta. El País, 6­XI­2011, p. 26.

                                                           118
Si Heidegger está en lo cierto, “los tiempos de la historia se distinguen
cualitativamente”196 y esa cualidad que los define “no significa otra cosa que la
condensación –cristalización– de una objetivación de la vida dada en la historia” 197.
El problema es que esa condensación que cualifica nuestra época está alimentada
por las imágenes del deseo a cuyo logro se orienta el barco sin ver la orilla de un
destino desconocido. Ortega pensaba que “lo que va a ser mañana la sólida realidad
fue primero anticipación del deseo; de un deseo, entiéndase bien, que no está en
nuestro arbitrio tener o no tener. Actúa, por lo visto, en la historia una fantasía
necesaria que imagina el porvenir del hombre, lo dibuja como proyecto de ser,
como vital programa. La realidad no es sino la ejecución, más o menos torpe, de ese
argumento”198. Según Bloch, en la medida en que esa fantasía se carga de valor, “el
objeto ideal, actúa [...] como si [...] poseyera un querer propio que se dirige como un
deber-ser a los hombres”199. Es más, la fantasía que imaginamos nos resulta
inevitable porque posee la naturaleza de los mitos en los que creemos y,
verdaderamente, no está la creencia en el consumo y el modelo del mecanismo ante
la clara conciencia como lo están las ideas sobre sus efectos, pues con aquella
leemos cuanto creemos entrever en el horizonte. De lo contrario habríamos
vislumbrado con más acierto o habríamos cedido con más generosidad la voluntad
para evitar crisis y explosiones sociales.

Muchos de los daños del pasado siglo, en opinión del premiado economista
Stern, se percibían antes más claramente. “Esto de ahora es mucho más profundo
porque causa daños mayores y tiene el inconveniente de que es a escala global.
Además, no se ve como entonces se veía”200. En el primer tercio del siglo XX se
creía vivir “en un tiempo que se siente fabulosamente capaz para realizar, pero no se
sabe qué realizar. Domina todas las cosas, pero no es dueño de sí mismo. Se siente
perdido en su propia abundancia […] de puro parecernos todo posible, presentimos
[…] la decadencia”201. Y de ella Ortega decía que “las decadencias, como los

196
 Heidegger, M. 2009: Tiempo e historia. Madrid, Trotta, p. 35.
197
 Ibid. p. 36.
198
 Ortega y Gasset, J. 1981: El tema de nuestro tiempo. Madrid, Revista de Occidente en Alianza 
Editorial, p. 48.
199
 Bloch, E. 2004: El principio esperanza I. Madrid, Trotta, p. 205.
200
 Ruiz Mantilla, J, 2011: Entrevista a Nicholas Stern. El País Semanal, nº 1810, 5­VI­2011, p. 35.
201
 Ortega y Gasset, J.1967 (1931): La rebelión de las masas. Barcelona, Círculo de Lectores, p. 73.

                                                           119
nacimientos, se envuelven históricamente en la tiniebla y el silencio” 202. Esa
ocultación del propio rostro es, quizá, una de las más problemáticas cualidades del
problema. Inmersos en él como en la niebla, no vemos su forma ni apreciamos su
tamaño. Embotados por el ruido de la época, no identificamos la pregunta que nos
formula el problema cuando este nos circunscribe. A ella se suma, ocultándolo en un
grado más, la complejidad de la nueva época, siendo una muestra de dicha
complejidad la dispersión de la respuesta que ofrece cada autor dede la Economía,
la Filosofía, la Sociología, la Historia o la Antropología. Vivimos un tiempo carente
de drama, sin bien ni mal –por eso nadie parece capaz de dar un diagnóstico– un
mundo feliz para quienes deciden nadando en la abundancia, a pesar de la crisis que
sufre la mayoría ajena a sus círculos sociales. Entre los efectos sentidos por la
población y las lejanas mariposas hay una espesa red circunstancial tejida con
titulaciones de deuda y deseos de mayor autonomía, de apalancamiento financiero y
búsqueda de éxito, de ventas al descubierto o en corto que provocan desplomes
bursátiles y ofertas de rescate o de impuestos a las rentas superiores, de
valoraciones expertas e interesadas –que son meras opiniones203– y un anhelo
sostenido por modernas imágenes mitológicas que llenan la mente con un horizonte
de posibilidades sin fin. Bajo las imágenes de los nuevos mitos hemos olvidado la
única necesidad y tergiversado las otras que, además hemos satisfecho con una
abundancia que nadie reclamaba. No sólo dañamos la verdad al producir bienes con
su obsolescencia programada204, sino también al fabricar artificialmente las
necesidades mismas (insatisfacciones, más bien) y forzar su percepción en el
mercado. De un modo y otro, alteramos el sentido y jerarquía de los valores a la vez
que degradamos las necesidades como simples pasos previos del placer de
satisfacerlas. Al olvidar así la naturaleza de nuestra humanidad, hemos reducido el
papel de las necesidades y vulnerado su función de límite formativo, su modo propio
de operar como anclajes en la realidad, como conectores con el resto de la
202
 Ortega y Gasset, J. 1981: El tema de nuestro tiempo. Madrid, Revista de Occidente en Alianza 
Editorial, p. 180.
203
 Véanse las respuestas a los entrevistados en la premiada película documental Inside Job, 2011, de 
Charles Ferguson. El Nobel en Economía Paul Krugman calificaba en El País del 9­VIII­2011, p. 16 de 
“descaro” el informe de la agencia de calificación Standard & Poor's que, “junto con otras agencias […] 
desempeñó un papel importante en la causa de esa crisis”. La tardía reacción de los gobiernos instando la 
investigación sobre la falta de independencia de tales agencias, la tímida y solo provisional prohibición de las 
ventas al descubierto, o las reticencias ante la tasa Tobin, muestra las ataduras que merman la soberanía de los 
pueblos.
 Véase http://www.rtve.es/noticias/20110104/productos­consumo­duran­cada­vez­
204

menos/392498.shtml

                                                           120
naturaleza, como fuerzas que nos sitúan en la red de la vida. Esta manera de ver las
cosas, derivada de aquella fantasía, valora negativamente las necesidades como
meras limitaciones, como signos de la proximidad de la muerte. Casi sin darnos
cuenta, hemos permitido que haya ido cobrando peso en el imaginario cultural una
visión de los límites como constrictores de un querer que no debiera tener fin ni
impedimento.

Es más, el imaginario creado nos ha distanciado en exceso de la realidad y se


interpone al contacto con ella acolchando su roce. No es que semejante colchón
cultural anule la información que nos llega de la naturaleza o de nuestros vecinos de
camarote en este barco en el que navegamos todos, pero nos tapona los oídos y
confunde el origen del ruido. De hecho, ninguna cultura ha lanzado más sondas o ha
creado más índices para la detección del avance de lo que previamente Occidente ha
categorizado como problema. Con todo, tan sofisticados sistemas de prevención no
son inmunes a aquella propiedad que Lévi-Strauss veía como característica de todo
sistema mental en el que quedan representados la naturaleza y los mitos: “Todos
estos medios ambientes […] se integran en un sistema ideológico formado según
leyes mentales […] Pero producida esta primera transformación a partir de la
ecología, los constreñimientos de la mente imponen el cambio de las otras partes en
busca de la coherencia […] si es preciso que la representación de las relaciones del
hombre con su medio ambiente sigan siendo consistentes. Lo que es preciso destacar
aquí es que la consistencia se considera más importante que la relación con el
mundo exterior. No es la imagen de la relación la que cambia sino la imagen del
medio ambiente conservada en el mito. Dicho medio ambiente deviene imaginario,
en lugar de ser reconocido como falso o inexistente, comparado con las
circunstancias reales presentes”205. De ahí la lenta reacción ante el cambio climático.

Pulsamos el conmutador de la luz o abrimos el grifo como si la electricidad, el


agua o la gasolina naciesen en ellos. Compramos ropa y complementos a bajo precio
como si tras ellos no hubiesen manos infantiles o condiciones laborales inhumanas.
Especulamos en Bolsa como si eso solo fuese una muestra de sagacidad económica,
de dominio de los mecanismos del mercado, como si su incidencia solo dañase a
quienes no son tan ágiles o inteligentes. Para ciertos consultores de inversiones en
materias primas, la subida de precios de los alimentos básicos como consecuencia
de la especulación en los mercados de futuros, no son más que “efectos colaterales

205
 Lévi­Strauss, C. 1972: Estructuralismo y ecología. Barcelona, Cuadernos Anagrama, pp. 26­29­30­
36.

                                                           121
no deseados del mercado”206. De ese modo “el mercado de materias primas no
funciona […] los actores financieros empujan los precios de las materias primas
[...y] se produce una distorsión masiva de los precios […] El truco es que los
especuladores nunca convierten los futuros en auténticas mercancías […] y
reinvierten el dinero fresco en nuevos futuros financieros. El sistema se convierte en
un carrusel perpetuo […] Según la FAO, solo el 2% de los contratos de futuros
sobre materias primas acaban en un suministro real de las mercancías. El 98%
restante se vende de antemano por especuladores”207. No parece sensato calificar
esas conductas como económicas pues, en realidad, no son sino un juego imaginario
con dramáticas consecuencias. La especulación olvida la diversidad de horizontes de
la racionalidad, y solo contempla el de más corto alcance, el que cierra su espacio en
el pequeño círculo de entendidos y competidores, y en la brevedad temporal de los
plazos de la instantaneidad del mercado.

Con esa prevalencia de lo imaginario se corresponde la observación de Stern


de “una preocupante dejadez y falta de valentía […] Si no aceleramos en lo que hay
que hacer, se producirán grandes movimientos migratorios, y eso agudizará varios
conflictos […] Hablamos de cientos de millones de personas afectadas en lugares
del planeta que se volverán inhabitables. España podría convertirse en otro desierto
del Sáhara dentro de cien años […] Bangladesh puede quedar sumergida; California,
convertida en otro desierto. Son cambios que originarán un movimiento masivo […]
las migraciones […] serán graves, dramáticas. Si no ponemos remedio, la
generación que nace ahora lo empezará a sufrir […] Ahora ha surgido una
conciencia […] es necesario romper la cadena actual basada en consumo,
producción y emisiones. Si seguimos así […se] detendrá nuestro desarrollo y
nuestro crecimiento […] seremos vencidos por el cambio climático [y] este traerá un
empobrecimiento absoluto”208. En realidad, la inmigración ilegal es ya muestra de
esa migración masiva.

De ahí que, para salvar esa barrera que nos aparta de la aspereza de una
realidad que pretende detectar, el volumen de la queja haya de ser un clamor. Hoy
nadie atiende la apelación que el presidente Roosevelt hacía en los años cuarenta del
pasado siglo al futuro de nuestros hijos y nietos. Solo la voz de Chernóbil o de

 Knaup, H. , Schiessl, M. & Seith, A. 2011: El hambre cotiza en bolsa. El País Domingo, 4­IX­2011, 
206

p. 8.
 Ibid. p. 9.
207

 Ruiz Mantilla, J, op. cit. pp. 35­36.
208

                                                           122
Fukushima, o las del 15-M en Madrid, New York, o en cualquiera de las 951
ciudades de 82 países a las que se ha extendido el movimiento, resultan audibles,
aunque el silencio del hambre clame desde hace tiempo en el corazón de África.

Imágenes, valores y estilos culturales.

Con todo, si leemos las palabras de Stern con los ojos de Ortega no podemos
dejar de ver en ellas lo que el reto del futuro le invita ahora a seleccionar del pasado
como arsenal para construir nuestra historia. Lo que se valora en esa selección es la
producción, el consumo, nuestro desarrollo y crecimiento, puestos en peligro no
solo por ese mismo desarrollo, sino por la dejadez y falta de valor con que se ha
mantenido su crecimiento, por la avaricia especulativa como un juego sin fin, esto
es, por esa renuncia a la responsabilidad ante el alcance real de sus efectos en la
circunstancia de nuestra época. La espesa red de nuestra circunstancia no solo se
teje con la fuerza de la coherencia que le otorgan las imágenes mitológicas de
nuestra inconfesa creencia occidental, también crece su fuerza por su ilimitada
extensión. El crecimiento de la población es, sin duda, un factor clave por su
novedad, un factor hecho posible por el desarrollo tecnológico. No se trata, por
tanto, de problemas que deriven directamente del cambio climático, sino del
encuentro entre el crecimiento global y la dependencia tecnológica del propio estilo
de vida occidental. “La política es nacional y está nacionalmente organizada, pero
los problemas no son nacionales […] ese es el mayor problema político en estos
momentos –afirma Ulrich Beck– cómo reinventar el sistema político en el nivel
transnacional”209. Las modernas inundaciones y desastres naturales amenazan a una
población más amplia y más ligada por la infinidad de redes tecnológicas que
encadenan en cascada sus efectos. Mas nadie se responsabiliza de un mercado
forzado a ser anónimo para crecer a tamaño ilimitado como un mero mecanismo. El
mecanismo social que hemos creado ha crecido tanto que la criatura es tan
monstruosa como la de Frankenstein. Es difícil lograr una decisión racional y
consciente que abarque la unidad de tamaño cuerpo. No hay un sujeto responsable
del mercado, cuya conciencia y poder coincidan con ese nivel global en el que
efectivamente se gestan los hechos. En realidad, cada actor en el mercado es una
 Ridao, J.M. 2011: Miradas desde el exterior /2. El País, 6­XI­2011, p. 20. Véase Mairal, G. 2013: La 
209

década del riesgo. Situaciones y narrativas de riesgo en España a comienzos del siglo XXI. Madrid, Catarata.

                                                           123
mera célula de tan gigantesco organismo, pero la paradoja reside en que solo esas
células, arrastradas por los tsunamis que genera la fisiología cotidiana del gran
cuerpo, sufren los efectos y tienen conciencia y capacidad de decisión. En ellas
reside la responsabilidad de cuanto les abarca, del medio mismo que les supera. Es
esta, la del mecanismo, la otra poderosa imagen que rige en nuestro imaginario
colectivo, valorada con el prestigio de la racionalidad y de la ciencia.

Así no es fácil identificar los problemas, sobre todo cuando los expertos
elegidos por la propia sociedad para desvelarlos (contratados en el mercado o
votados en la política) sobrevuelan con sus alas de mariposa el áspero suelo de la
realidad, o se deslizan sobre moquetas rodeados de asesores y secretarios que filtran
la información. Ya veía Ortega en el especialista “el prototipo del hombre-masa” 210,
“hermético y satisfecho dentro de su limitación”211, marcado por “esa condición de
'no escuchar' […] que […] llega al colmo precisamente en estos hombres
parcialmente cualificados. Ellos simbolizan […] el imperio actual de las masas, y su
barbarie es la causa más inmediata de la desmoralización europea” 212. Pero se trata
de una forma peculiar de no escuchar. Olvidamos que escuchar no es algo que solo
dependa de la voluntad de hacerlo. Para percibir que hay algo que escuchar se
requiere compartir experiencias previas que familiaricen al posible escuchante con
los marcos del significado de aquello que suena, sea un mensaje, un clamor o ruido.
Ortega ya reconoció, mucho antes de la existencia de Internet, la cualidad de
“gigantesco hecho” que tenían “los nuevos medios de comunicación […que] han
aproximado los pueblos y unificado la vida en el planeta”213. Sin duda logramos una
gran cantidad de información, pero –como ya se daba cuenta Ortega– “esa
información tan copiosa se compone de datos externos, sin fina perspectiva, entre
los cuales se escapa lo más auténticamente real de la realidad”214. Para contrarrestar,
pues, esa sorda y acolchada distancia entre lo real y su percepción, apunta Stern que
“la macroeconomía hay que vivirla en el terreno”215, de lo contrario no se percibe el
olor acre y dulzón de la pobreza, no se sienten la impotencia y la debilidad como

210
 Ortega y Gasset, J.1967 (1931): La rebelión de las masas. Barcelona, Círculo de Lectores, p. 133.
211
 Ibid. p. 136.
212
 Ibid. pp. 136­137.
213
 Ibid. p. 242.
214
 Ibid. p. 248.
215
 Ruiz Mantilla, J, op. cit. pp. 35­36.

                                                           124
barrotes de la cárcel que cierra la imaginación de los pobres, escasamente
alimentada con monótonas experiencias.

Si “una cierta desigualdad de rendimientos en la parte alta de la distribución de


la renta, que refleje la capacidad de los potenciales inversores de apropiarse de la
rentabilidad de sus proyectos de innovación, puede ser positiva para el
crecimiento”216, en el caso de la pobreza, por el contrario, su sufrida desigualdad
desincentiva el esfuerzo. No ha medido bien la ciencia las veces que el esfuerzo de
los más pobres ha sido reiteradamente vivido por ellos como inútil ante la atroz
distancia que les separa de quienes nacieron sin sus dificultades. La producción de
esa vivencia –tan contraria al valor que el futuro necesita– no depende solamente de
su repetida frustración, sino también del ambiente e imaginario compartidos con sus
iguales que objetivan como más racional ahorrar sus escasas energías personales. De
ese modo invierten su esfuerzo repitiendo lo que su tradición les ha probado como
acción eficaz que sigue estando en sus manos. ¿Cómo, dada esa experiencia, van a
comprender los valores del esfuerzo y la innovación? Tras su trabajo sobre la
pobreza, Katherine Boo subraya cómo “en los cinturones de pobreza, las situaciones
en las que las mujeres han de dejar a sus hijos son terribles […] Y yo quería
enfatizar lo falsa que es esa idea sentimental de que la pobreza te hace más fuerte
[…] La vida brutal que afrontan esos niños […] no les hace ni mejores ni más
inteligentes”217. Tales experiencias dificultan el esfuerzo y niegan la esperanza.

Todo valor cultural se funda en experiencias colectivas de la bondad de aquello


que la figura concreta del valor condensa y significa, es decir que para poder
observar en activo los valores del esfuerzo y la innovación, éstos han tenido que ser
recompensados, los actores han debido conocer por experiencia propia resultados
positivos de sus empeños, de lo contrario tampoco nacen los valores de la
esperanza o de la confianza que alientan el esfuerzo y promueven la innovación. Por
eso es racional el valor de la solidaridad y no meramente sentimental, para generar
las condiciones de producción y brindar las oportunidades de acceso a las
experiencias de las que carecen los más desfavorecidos, pues sin ellas nunca podrán
percibir la realidad social de la época. De hecho, “la solidaridad crea confianza, la
cual, a su vez, da fundamento a la libertad individual. La libertad crece a partir de
los sentimientos de seguridad, del sentido de pertenencia, y de la experiencia de

216
 Novales Cinca, A. op. cit. p. 8.
217
 Oppenheimer, W. 2012: Entrevista a Katherine Boo. El País Semanal nº 1879, pp. 29­30.

                                                           125
estima y respeto […] La solidaridad expresa nuestra interdependencia. En un mundo
globalizado la solidaridad no tiene fronteras”218.

Sin embargo, según confirman los datos cualitativos del trabajo de campo de
2008 y 2009219, la desconfianza crece incluso entre los jóvenes bien preparados.
Datos similares presenta el Pulso de España 2010 de la Fundación Ortega y Gasset-
Gregorio Marañón, al señalar cómo, entre los 18 y 34 años, el 70% de los españoles
desconfía de los demás220. En el caso español, por tanto, la cadena experiencial entre
todas esas figuras de valor parece progresivamente más frágil o se rompe. De esos
mismos valores depende la idea empresarial, en declive en España, según el informe
GEM, en los últimos diez años. Arriesgarse por un trabajo vocacional o más
estimulante puede ser algo más inseguro, pero la inseguridad no es desconfianza. A
los emprendedores “los he visto caerse y levantarse”221. Como varios de ellos
reconocen, han tenido una experiencia personal que recompensa el esfuerzo, y lo
expresan con distintas palabras: “Tuve un gran apoyo de mi entorno […] No se
puede hacer esto sin una persona a tu lado [...] Es muy gratificante crear empleo
para ti y para los demás” 222. Expresiones que confirman la necesidad de una
experiencia positiva como sanción del valor del esfuerzo. La experiencia acumulada
por el entrenamiento y el aprendizaje de las clases, que hoy han llegado a ser
medias, deposita en el silencio de su memoria colectiva el resultado de una larga
historia de escasez y dificultades repetidas y desalentadoras que la crisis actual
recuerda y refuerza.

Claro está que, entre la extrema pobreza y el triunfo de expertos y


profesionales, hay una amplia gradación que incluye a los hijos de la abundancia. Se
trata “de una generación que creció sintiendo que podíamos lograr lo que
quisiéramos. Y eso no es malo”223. En España, según el informe de la Fundación
Cotec224, tampoco en estos casos el esfuerzo y la innovación se cumplen en la
medida necesaria. A juzgar por nuestra observación, lo que la experiencia brinda con

 Cruddas, J. & Nahles, A.: Building the Good Society. The project of the democratic left.  
218

www.compassonline.org.uk. p. 7.
219
 Citados en el capítulo III de este libro.
220
 Toharia, J.J. 2011: Pulso de España 2010. Un informe sociológico. Madrid, Biblioteca Nueva.
 Señala I. Benjumea en Collera, V. 2011: Emprendedores. Precisamente ahora, con la crisis. El País 
221

Semanal, 28­VIII­2011, p. 35.
222
 Ibid. pp. 32­35.
223
 Ayuso, R. 2011:Justin Timberlake, ¡silencio, se rueda!. El País Semanal, 18­IX­2011, p. 15.

                                                           126
frecuencia a ese sector de la juventud es, más bien, la facilidad para alcanzar casi
cualquier cosa de un modo inmediato. No hay dilación ni esfuerzo al no sentir la
necesidad de superar límites que no perciben en las reglas del juego social, en el
horario, en la asignación para gastos o, incluso, en el riesgo físico y económico.
Como reconocía Elvira Navarro, una de las mejores narradoras jóvenes, “lo de la
juventud mejor preparada se toma solo desde el punto de vista intelectual –carreras,
másteres–, pero muchos de nosotros somos un desastre desde el punto de vista
práctico. No nos hemos tenido que ganar la vida desde... bueno, nunca. La mayoría
tiene el colchón de sus padres, aunque sea un colchón precario. Además,
emocionalmente esta sociedad es bastante infantil […] somos muy reacios a
responsabilizarnos, a comprometernos e incluso a arriesgarnos. Lo hemos tenido
muy cómodo y […] no vayamos a perder algo. Ser los mejor preparados no es
suficiente […] falta una toma de conciencia de lo que cada uno puede hacer” 225.
Toda la moderna Antropología de la Educación226 afirma unánimemente la necesidad
de una educación en valores tan alejada del autoritarismo como de la permisividad.
Pero educar en valores no equivale a informar sobre el contenido de los valores. Esa
educación no se da sin facilitar al educando, además del ejemplo, el propio acceso a
la experiencia viva de esos valores en acción, permitiéndoles sentir la valía del valor
en su aplicación, valiendo.

Abundancia y pobreza, aun con razones y experiencias opuestas, coinciden


como extremos del trazo con el que la conducta colectiva emborrona viejos valores
para dibujar los de esta época. Así, el estilizado mundo adulto de profesionalidad y
eficacia –premiada con bonus e incentivos– anclado en un éxito incólume ante el
fracaso que provoca al otro lado de la cuenta de resultados, salvaguarda esa fe que
no se reconoce como tal. Al mirarse unos actores en el espejo de los otros con
quienes compiten, la imagen normativa del buen profesional, del líder político o del
intelectual, refuerza dicha fe y les confirma la bondad del mundo que cierra su
conducta. Encarado su espejo frente al espejo público de los medios de
comunicación, la imagen se repite infinitamente como una realidad sancionada e
incuestionable. Lo vemos en el continuado crédito que la prensa sigue otorgando a

 Fundación Cotec para la Innovación Tecnológica, 2010: La cultura de la innovación de los jóvenes 
224

españoles en el marco europeo. Víctor Pérez Díaz y Juan Carlos Rodríguez. Madrid.
225
 Rodríguez Marcos, J. 2011: Entrevista a Elvira Navarro. El País Semanal, 21­VIII­ 2011, p. 25.
 Véase, entre otros, Lisón Tolosana, C. (ed.) 2005: Antropología: Horizontes Educativos. Universidad 
226

de Granada­Universitat de València, y Pérez Alonso­Geta, P.M. 2007: El brillante aprendiz. Antropología de la 
educación. Barcelona, Ariel.

                                                           127
agencias de calificación cuyos interesados errores han hecho posible la crisis
financiera internacional. También en la falta de escucha y atención de los líderes
europeos a los consejos de premiados economistas como P. Krugman227 sobre la
creación de dinero europeo, sobre una más ágil y flexible política común. Se trata de
un mundo cuyo estilo parece necesario para gestionar los recursos y prevenir los
problemas. Sin embargo, han creado medios de detección deshumanizados –en
sentido orteguiano– basados en indicadores tan analíticamente recortados,
descontextualizados por su búsqueda de rigurosa univocidad científica que, al
anestesiar el cálido y doloroso contacto con una realidad distinta de la propia, no
hacen sino echar a perder precisamente el valor experiencial de la realidad: los
qualia específicos que solo entrega la experiencia de la vida al ser vivida con todos
sus imponderables. Solo entonces nos rinde sus viejas, complejas y sabias lecciones,
pues solo nace ese saber en la vivencia de hombres reales bajo el modo cualitativo
de la síntesis, en concretas circunstancias históricas, y no dato a dato,
analíticamente, sumando o cruzando items de información como en un retrato tan
abstracto como cubista.

No debiéramos confundir lo cuantitativo con lo contable. La cualidad que


apreciamos solo se detecta tras una incontable cantidad de observaciones. No es que
el olor de la pobreza resulte ser un indicador cualitativo mejor que los índices
cuantitativos de la estadística. Ese olor opera como un símbolo cuyo denso
significado solo se logra comprender tras una gran cantidad de observaciones
conectadas en contexto. Quizá deberíamos revisar la contraposición entre ambos
tipos de análisis, pues buena parte del valor cognitivo otorgado a los indicadores
estadísticos tiene una base cualitativa que proviene de la carga de prestigio que se
asocia a la ciencia, de la magia del cálculo y de la oficialidad y el poder de los
contextos en los que son usados para sostener el conocimiento, a pesar de fallar en
ocasiones decisivas, o de acertar con precisión innecesaria ante lo obvio y evidente.
Confiando en la fría perfección de sus indicadores y en la eficacia del control del
sistema que su manejo permite, expertos que operan en lugares clave no perciben el
peso de la interpretación que, en realidad, sanciona su conducta en el seno de las
esferas sociales en las que se gesta su estilo microcultural. En el caso español los
controles bancarios fallaron, entre otras cosas, porque “los miembros de la Comisión
Ejecutiva solo ven el informe resumido [...y] los propios inspectores […] poco a
poco fueron suavizando sus informes al ver que sus superiores rechazaban aquellas

227
 Véase Krugman, P. 2011: El agujero en el cubo de Europa, El País, 25­X­2011, pp. 20­21.

                                                           128
actas con calificaciones duras contra las entidades. Los inspectores llegaron a
desarrollar […] una autocensura, para acabar escribiendo lo que sus jefes querían
leer. Y lo que querían leer es que no había problemas en las entidades” 228. El caso
entre el Barclays y el Banco de Inglaterra es otro buen ejemplo. En 2012, el
Consejero Delegado del Barclays indignó al Parlamento al afirmar que había llegado
a su fin "el tiempo de remordimiento y contrición" de los banqueros por su papel en
la crisis crediticia mundial. Meses después la prensa desvelaba que la manipulación
del líbor al alza o a la baja es algo que “todos los que nos dedicamos a esto
sabíamos desde hace años […] Ahora […] la lista de investigados es larga e incluye
al Royal Bank of Scotland (RBS), UBS, Citigroup, HSBC y JPMorgan. También se
habla del gigante alemán […] Este asunto supone un golpe a la credibilidad del
sistema financiero porque el líbor fija millones de operaciones de crédito y de tipo
de interés en dólares, libras, francos suizos y yenes –afirma un tesorero de una gran
entidad internacional– Supone admitir que el sistema internacional de fijación de
precios más importante del mundo está sujeto por palillos. Fue un error confiar en
unos bancos”229.

Lo que quisiera subrayar es que no hubo orden expresa del Banco de Inglaterra
al Barclays, ni del Presidente ni del Consejero al Director de operaciones, pero, con
todo, lo más relevante es que dicha manipulación nace “al interpretar que así lo
quería el Banco de Inglaterra”230. En las conversaciones y preguntas usuales de altos
responsables de ambas entidades nace un discurso profesional basado en la
costumbre. Un sinfín de pautas, términos, usos, claves comunes y estilo cognitivo,
legitiman inferencias que se automatizan en la vida cotidiana y acogen, como matriz
formadora, el flujo ordinario de las decisiones en el seno de esos grupos cuya
interacción refuerza su propia microcultura. Estas prácticas “pueden afectar al valor
de billones de euros en fondos de inversión y de pensiones [...y] aunque cientos de
firmas participan en el mercado de divisas, cuatro bancos tienen una cuota de
mercado de más del 50%: Deutsche Bank (15'2%), Citigroup (14'9%), Barclays
(10'2%) y UBS (10'1%)”231. Sus graves consecuencias nos hacen ver que, dado el
tamaño del mercado, no podemos relegar las claves microculturales como si solo

228
 Barrón, I. 2012: El Banco de España apagó las alarmas. El País Negocios, 25­XI­2012, p. 24.
229
 Barrón, I. de, 2012: Golpe a la credibilidad del sistema. El País, 4­VII­2012, p. 20.
230
 Oppenheimer, W. 2012: Barclays y el Banco de Inglaterra se enfrentan tras la dimisión de Diamond. 
El País, 4­VII­2012, p. 20.
231
 Bloomberg, L.V./G.F./A.C.: Manipulación en los tipos de cambio. El País, 13­VI­2013, p. 32.

                                                           129
fuesen variables exógenas en cualquier modelo explicativo. En el seno de un tal
ambiente microcultural se llega incluso a acallar las voces críticas. Así lo vemos en
el informe de O. Blanchard y D. Leigh sobre “Errores en las previsiones de
crecimiento y multiplicadores fiscales” hasta octubre del 2012, y que tiene el
precedente en 2011 del informe “Actuación del FMI en la fase previa de la crisis
económica financiera” en el que se desvela “el enterramiento de las voces críticas
que había en el organismo multilateral […] y que se basaba en las consultas a
muchos funcionarios [que afirmaban] cosas tales como que 'los incentivos están
orientados a generar consenso con las opiniones predominantes', 'expresar fuertes
puntos de vista en contra podría arruinarme la carrera', 'había desincentivos para
decir la verdad a los poderosos, especialmente de otros países'... Los consultados
mencionaron que 'les preocupaban las consecuencias de expresar posiciones
contrarias a las de los supervisores, la gerencia y las autoridades de los países' y que
había 'un elevado grado de pensamiento de grupo, una captura intelectual y un
pensamiento generalizado de que una gran crisis financiera en las economías
avanzadas era imposible”232.

Poniendo el acento en distintos aspectos en cada artículo, P. Krugman lo ha


afirmado en múltiples ocasiones, antes y después de la crisis, y lo ha dicho a través
de la prensa porque cabe esperar que ese sea un medio de gran difusión. El medio,
obviamente, no debería restar seriedad ni peso científico a las opiniones de un
premio Nobel de Economía. Así, por ejemplo, ha subrayado la misma idea que
intentamos destacar: el peso del ambiente cultural del propio círculo, el sesgo
ideológico que dificulta entender e inferir verdades de un modo correcto al analizar
la realidad económica. Por todo eso resultó que “los altos cargos de la Reserva no
tenían ni la menor idea de la tormenta económica que se avecinaba […] sorprende
hasta qué punto estaban obsesionados con la cuestión equivocada”, cosa que ya
ocurrió en la Gran Depresión. Tan repetido y grave error -sigue Krugman- “significa
que lo que está en acción es algo más que un mal análisis. Básicamente, es una
cuestión política […] la mayoría de los conservadores son obsesos de la
inflación”233.

Algunos expertos defienden su modo de analizar los mercados diciendo que


“aplicamos una metodología escrita, no actuamos por capricho, [… a pesar de que]
algunas entidades financieras les acusan de no haber pisado sus sedes en un año y
232
 Estefanía, J. 2013: Errores que llevan al sufrimiento. El País, 7­I­2013, p. 23.
233
 Krugman, P. 2014: La obsesión por la inflación. El País, Negocios, 9 Marzo 2014, p. 16.

                                                           130
que, pese a ello, les modifican la calificación[…]La operativa es rutinaria” 234. Son
esas rutinas las que acostumbran a los usuarios de los índices a trabajar con ellos
como si trabajasen con la realidad. A ella se acercan solo mediante la distancia
detectora de los indicadores, y si bien siempre es prudente conservar una distancia
ante los problemas para verlos con frialdad y percibir bien su forma, esa misma
distancia dificulta la detección de la densidad real del problema, y al obviar la
inmersión en sus qualia no despierta en el observador la totalidad y simultaneidad
de las conexiones. El rigor estadístico de los índices queda sin efecto científico en
los usos reales que sus gestores llevan a cabo en el seno de los grandes despachos y
oficinas, donde rige una microcultura implícita impermeable a las voces demasiado
ásperas y lejanas de quienes sufren cotidianamente sus decisiones.

No se trata de atribuir a unos pocos expertos y empresas la causa de la crisis,


sino de recordar la gran difusión y fuerza de la creencia en un modo de entender el
conocimiento de la realidad que comparten unos y otros actores y que lleva a
confundir el índice, o la cadena de índices, para medir una realidad con la realidad
misma, mucho más viva y compleja, que se pretende estimar. Se comete el mismo
error que al confundir el mapa con el territorio, y el error tiene más consecuencias
que en el espacio, ya que cualquier territorio es más estable que la historia y la
sociedad. Hay, sin duda, un amplio espacio para crear otro tipo de índices
cuantitativos con los que cabría medir los efectos humanos y sociales de las
decisiones económicas y políticas, tanto de los dirigentes como del conjunto de los
ciudadanos anónimos que votan cada día con sus elecciones de consumo. ¿Cuántas
personas mueren con cada acción que retrasa el control de emisiones de CO2 por
abaratar el coste de nuestros productos industriales? ¿cuál es el diferencial en la
creación de puestos de trabajo entre esas industrias y los servicios de control en
unos países frente a otros? ¿cuánto paro y hambre cuesta cada acción destinada a
mejorar el déficit público? ¿cuánto dolor cuestan las listas de espera en la sanidad?
Y ¿cuánto estrés la carencia de guarderías y ayudas familiares? ¿en qué medida ese
estrés perjudica la educación de los hijos? ¿Es realmente eficaz el gasto público en
protocolo? ¿No hay otra forma de mejorar la productividad que bajando costes
salariales? ¿no es eso confundir una operación contable, sobre el papel y el balance,
con aquella propiedad del sistema productivo que se busca mejorar y que, quizá, se
alcanzase al idear otro producto, otra organización productiva y empresarial? Si
mejorase la eficiencia de la organización, la capacidad del producto de cubrir una

234
 Noceda, M.A. 2012: No actuamos por capricho. El País, 15­I­2012, pp. 24­25.

                                                           131
necesidad real y efectivamente sentida, si ahorrásemos tiempo al producir bienes y
servicios en las empresas ¿no mejoraría como un corolario de todo ello la
productividad? ¿o es que cabe esperar que por el simple despido de trabajadores o
por la rebaja salarial va a mejorar la eficiencia de todo el sistema de un modo
automático? ¿qué debiera ser primero en el tiempo de las decisiones: mejorar el
sistema y si sobran trabajadores despedirlos o, por el contrario, despedirlos para que
mejore el cómputo de la productividad?¿Es igual de bueno un superávit en la
balanza de pagos por disminución de las importaciones que por aumento de las
exportaciones?¿No será que falta investigación e imaginación para encontrar otras
mejoras en el sistema?

No es fácil salir del propio mundo porque no reconocemos ese sutil límite
hecho de costumbre que delimita la propia esfera. La recíproca incomprensión no es
fruto solamente de intereses contrapuestos, pues esa misma contraposición los pone
–al menos– en contacto, en pugna por algo comúnmente deseado. Más bien,
minusvaloramos en exceso la disparidad de estilos que cierran cada mundo en su
propia coherencia con la fuerza de una microcultura, pues en ella queda atada la
experiencia por un estrecho horizonte de interacciones sociales muy concretas,
limitadas y repetitivas en su propio ambiente. Buena parte del despilfarro de los
recursos proviene de ese cierre ensimismado de quienes cuentan como costumbre un
nivel de gasto que para su estilo de vida es absolutamente normal, bien sea en forma
de consumo privado, de dietas por asistencia a consejos de empresas o de
organismos públicos, por gastos protocolarios o considerados propios de la imagen
social que sustentan. También la costosa exclusividad de los clubs privados favorece
ese tipo de cierre, a pesar de buscar “innovar y compartir ideas” 235. Desde el club
Core, en Manhattan, cuyos “socios son empresarios, arquitectos, ganadores de un
Oscar o del premio Pulitzer. Gente que transforma el mundo” 236, hasta el Bohemian
Club o The Groucho Club, encontramos ejemplos de instituciones que ayudan a
crear mundos cuya confortabilidad nubla la visión de los efectos de sus negocios en
los otros mundos. También en la vida pública actual, según Paolo Flores d'Arcais, la
profesionalización de la política favorece el mismo fenómeno en el que “el interés
prioritario […] es la propia carrera, no la tarea de representar a los ciudadanos […]
Se trata de máquinas que funcionan por cooptación, lo que lleva a seleccionar a los

235
 Sastre, N. 2011: El club de los elegidos. S.Moda, El País, 8­X­2011, nº 3, p. 17.
236
 Ibid.

                                                           132
mediocres […] máquinas autorreferenciales para producir carreras políticas”237. En
palabras de María Garzón, “el estamento superior está más cerca del poder que de
la realidad”238. Incluso aun con la mejor intención, intentando que las decisiones se
basen siempre en criterios profesionales, no partidistas, al margen de los vaivenes
políticos, independientes de los intereses explícitos de unos u otros grupos, las
grandes figuras de la economía reconocen que se cometen errores y no surge la
confianza. Lo que nunca se les ocurre es considerar esa ceguera del cierre del propio
universo microcultural en el que viven inmersos sin percibirlo. Como decía D.
Innerarity, “muchas personas viven en nichos de información y a veces se crean
dinámicas que hacen eco, que extienden los errores […] errores que son típicos de la
agregación de los saberes y las decisiones de los expertos, fallos de la gente
especializada”239 –como ya alertó Ortega– y que se suman al hecho de vivir “en una
sociedad compleja [en la que] estamos manejando información de otros y obligados
a confiar en otros. Nuestro mundo es de segunda mano […] sabríamos muy poco si
solo supiéramos lo que sabemos personalmente. Nos servimos de gran cantidad de
prótesis epistemológicas. Nuestro suplemento cognoscitivo está edificado sobre la
confianza y la delegación”240, sin caer en la cuenta de que esa delegación en los
expertos se funda en un supuesto inadvertido en la conciencia y no comprobado:
confiamos y delegamos en las sociedades complejas de grandes dimensiones
creyendo que el otro es homogéneo con nosotros, sin percibir en profundidad la
interna disparidad de estilos vitales, culturales o morales que estas sociedades
modernas albergan de hecho en su seno. A su vez, los expertos confían
excesivamente en la homogeneidad de sus muestreos, en la equivalencia del
significado de las respuestas recogidas que responden a preguntas demasiado breves
y sin una densa ni adecuada familiaridad con el contexto que se sondea, ayudándose
con índices abstractos y fríos, elaborados sobre ese tipo de datos. Así, se produce
con frecuencia “una mala agregación de decisiones, que no eran más que la mera
adición de preferencias individuales a corto plazo […] y el desastre se sitúa en el
largo plazo”241. Como sigue insistiendo Krugman, “la cuestión es que la gente
influyente se mueve en círculos en los que repetir el argumento […] es un emblema

237
 Ridao, J.M. 2011: Miradas desde el exterior. El País, 1­XI­2011, pp. 16­17.
238
 Petit, Q. 2012: María Garzón rompe su silencio. El País Semanal, 10­VI­2012, nº 1863, p.57.
239
 Innerarity, D. 2012: La construcción social de la estupidez. El País, 3­VII­2012, p. 24.
240
 Ibid. p. 23.
241
 Ibid. p. 24.

                                                           133
de seriedad, una afirmación de identidad tribal […] Por desgracia, el mito […] está
teniendo efectos perniciosos en la política real […y] han paralizado la economía”242.

Otro factor favorecedor del fenómeno es, sin duda, la enorme presión sentida
en los centros de decisión, tanto por la cortedad del plazo para decidir, como por la
trascendencia del problema a resolver. La brevedad del tiempo y la proximidad del
propio círculo social contribuyen a no ver la alteridad y heterogeneidad de la
realidad de quienes van a sufrir los efectos de sus decisiones. En esos mundos
cerrados dentro de su espejo, el pobre es el otro, el que no es igual a esa imagen
repetida del espejo, la única reconocible frente a esa otra que solo consta como
categoría o como número en la contabilidad o en los índices, como una mera
magnitud medible, homogénea en su cuantificación con tantas otras cifras iguales.
Sin embargo ese tipo de cierre afecta a todo estilo vital. No es insalvable, desde
luego, pero no cabe abrirlo solo desde dentro, preguntando a los otros las cuestiones
que nos interesan, las que nacen de nuestros modelos, alargando nuestra búsqueda
con sondas e índices detectores. Hemos, pues, de romper el propio espejo para
escuchar ese clamor que nos resulta ruidoso y dejar que nos cuestione su molesta
ininteligibilidad hasta la raíz, hasta donde irrita nuestra inconfesada fe en nuestros
presupuestos para que así se quiebre –como diría Needham– la tranquilidad de
nuestros axiomas. Solo entonces los detectaremos y, reducidos al origen, podremos
ser creativos.

Nunca la innovación ha consistido en más de lo mismo, sino en lo radicalmente


otro, en lo no pensado. Los expulsados del paradigma son quienes podrán idear una
investigación extraordinaria. Por eso no siempre son los expertos, sino los hijos y
nietos quienes, indignados, rebotan al golpearse contra un porvenir invisible. Su
caída en la realidad les desvela la verdad del suelo humano, la hiriente superficie de
todo límite dador de forma y visibilidad. Fue la abundancia en tiempos paternos la
que alentó la imagen de que todo era posible y dibujó en los sueños un presente tan
ilimitado como la moqueta de los grandes despachos, como una pasarela de moda
interminable, como una dorada playa hacia un cálido horizonte en plena juventud y
de cuya espuma siempre nace Venus. El golpe contra un porvenir que no viene
rompe el sueño de los hijos de la abundancia. Ícaro ha caído desplumado y ayudado
por Hermes y su nueva red de comunicaciones tendrá ahora que dominar nuevas
fuentes de energía limpia y renovable si quiere alumbrar una nueva abundancia. La
ciencia ya lo sabe. Ahora solo hay que hacerlo, y ese cambio de voluntades y
242
 Krugman, P. 2014: Empleos, aptitudes y zombis. El País, Negocios, 6­IV­2014, p. 16.

                                                           134
acciones –que cobrará su precio en coste humano, generacional– cambiará el estilo
de vida, la sociedad y la cultura de un modo cuya concreción nos es forzosamente
desconocida.

Sin límites.

Y sin embargo deseamos conocerla, nos sigue pareciendo conveniente ver en la


imaginación ese futuro, proyectar hacia un mañana impreciso lo que ya se está
gestando, a pesar de que seguimos desconociendo los efectos de sus conexiones, las
respuestas creativas y las reacciones temerosas de los jóvenes que sumarán su
acción en una historia que no saben que ya están haciendo. Con ellos hemos
conversado largamente en los últimos años y hemos observado sus trayectorias
profesionales (o en busca del trabajo que no encuentran), artísticas, familiares o de
pareja y sus cambios, con la intención de inferir del material etnográfico reunido las
figuras de valor e imágenes culturales que, en el seno del contexto de la crisis a la
que hemos aludido, les impulsan y alientan su acción243. De esas imágenes y figuras
cabe destacar tres, al menos. En primer lugar, como más arriba hemos comentado,
nuevas imágenes del valor de la libertad como algo ilimitado, cuyo tope queda
remitido a lo que la naturalidad de cada situación plantea como posible; una libertad
que, dando por supuesta la capacidad de elección, adopta la figura aditiva más que
la disyuntiva, esto es, una estimación de lo que la libertad permite sumar al ir
cogiendo, como si al elegir no es-cogieran disyuntivamente entre alternativas, como
si en su imaginario siempre cupiera una eterna segunda posibilidad que les liberase
del peso de la responsabilidad ante las alternativas desechadas, como si la historia
no fuese irreversible, esto es, como si ésta careciese de dirección y sentido, como si
ya se hubiese dominado el tiempo. Esta figuración del valor de la libertad, que
inferimos de la observación y las entrevistas realizadas en 2008 y 2009, coincide
plenamente con lo que Byung-Chul Han presenta en sus textos de 2012 a 2014 244, y
esta coincidencia entre observadores independientes, posterior a ambas
investigaciones, contribuye, sin duda, a la objetivación del diagnóstico cultural. Se
trata de figuras del valor cuya relevancia y significación ha crecido lentamente en el
peculiar marco de un imaginario social en el que la abundancia económica, que
todavía domina como fondo de la crisis en las sociedades desarrolladas, ha exaltado
la velocidad, el dinamismo y la plenitud vital de la juventud en todos los órdenes,
243
 Véase el Capítulo III de este libro.
 Véanse las obras de Byung­Chul Han: La sociedad del cansancio, La sociedad de la transparencia y 
244

La agonía del Eros, en Herder.

                                                           135
desde el deporte al éxito comercial, el rendimiento económico, la instantaneidad de
las comunicaciones, la aerodinamicidad de todos los diseños industriales y, por
supuesto, en el amplio campo de la sensualidad. En esa dirección se está
desarrollando la nueva etapa de nuestra historia sin fin.

Si desde los primeros imperios hasta nuestros días, el domino del territorio y
sus recursos parecía una ambición clave en la explicación de la historia, ahora se nos
desvela que el espacio era solo el numerador, un medio para el dominio del
denominador, del tiempo que rige la velocidad. Todo en nuestra época, desde la
medicina y la estética, la carrera espacial y las nuevas comunicaciones, apuntan
hacia el dominio del tiempo. No es que el tiempo haya sido oro en el imaginario,
sino que somos tiempo y, descreídos del futuro que no vemos, ni en ésta ni en la otra
vida, hemos transitado en el continuo espacio-tiempo hacia su extremo, hasta
identificar vida y tiempo en un ahora que acabe negando lo que, desde San Agustín y
Heidegger, tanto ha preocupado a los filósofos. Tan gran cambio tiene un lado bueno
y verdadero –aquel que cambia velocidad por lentitud, fecha por duración, control
del tiempo por su salida en la contemplación– y otras versiones que malentienden el
nuevo empeño moderno, que confunden vencer al tiempo con la prisa, o que lo
anulan al negarlo negando toda diferencia, toda planificación, toda memoria, como
si el instante impaciente de la inmediatez, del ya, trivializase la dimensión histórica
de nuestra condición.

En segundo lugar, esa valoración de lo posible tiende a empujar hacia su


extremo natural todo límite y, si bien resulta positivo intentarlo en el campo de la
ciencia, de la biología y la medicina –o, en general, de toda investigación que
emprende el hombre desde su ceguera tentando la realidad para percibir la forma de
las cosas– cuando solo es un ambiente sostenido por el imaginario cultural tiene
otras consecuencias que ya vislumbró Nietzsche al encarar el creciente fenómeno
del Nihilismo. No es lo mismo empujar el límite de nuestra ignorancia para mejorar
el conocimiento de la naturaleza, que afirmar que cualquier acción, por el mero
hecho de ser posible, vale lo mismo que cualquier otra o más si rinde beneficios. La
aplicación de este principio a la economía se ha traducido en una ambición que ha
provocado la crisis. No es la única imagen que a ella ha contribuido pero, sin duda,
es una de las causas. Es más, velocidad e ilimitación como conductores de lo posible
desembocan en otra realidad ampliamente constatada: la multiplicación de las partes
en las que se divide la identidad del sujeto moderno. Esta diversificación del sí
mismo no es algo propio solo del cubismo de principios del siglo XX, sino del

                                                           136
presente. Lo expresa bien la cantante Tori Amos: “he explorado múltiples caras de
mi personalidad […] pero no sabría dar una imagen concluyente de mí misma”245.
De hecho, toda la creciente especificación de las partes que constituyen cada
entidad reconocida en nuestra cultura como existente, desde la Física y la
Nanociencia hasta los más sutiles detalles de la moda y la decoración, o los
componentes y acciones sociales de cada acto y proceso, no hacen sino subrayar la
divisibilidad de todo como estrategia de dominio y eficacia que tipifica el estilo de
nuestra inconfesa visión del mundo y de la vida. Analizamos, descomponemos y
realizamos con la mayor perfección posible cada minúscula parte de cualquier
unidad material o procesual. Intentamos homologar procedimientos y componentes
desde sus más pequeños tamaños. Inmersos en ese estilo cognitivo que tanto
valoramos, la quiebra del sujeto no es sino un efecto, un caso particular, de esa
amplia corriente de fondo que cualifica nuestra cultura. Es más, al estar la población
tan conectada a la Red, se ha producido algo similar a un incremento demográfico
con efectos en el trato, algo que también previó Ortega 246. Y en esa misma línea de
ideas, la gran densidad demográfica de Japón sugiere comparar la elusión nipona del
sujeto en la interacción con los posibles efectos del incremento de densidad
interactiva en la Red. La salida, con todo, no es la misma, y queda matizada en un
mundo globalizado. Ahora el sujeto se exhibe en la Red mucho más amplia e
íntimamente. Sin embargo, lo hace presentándose bajo alias, anónimamente, o
separando partes o facetas de sí mismo, lo cual es otra forma de eludir la unidad del
sujeto. Abundando en ello, conviene recordar cómo, desde su experiencia musical,
sentía Glenn Gould que “la tecnología tiene capacidad para crear un clima de
anonimato”247. Desde esas estrategias, el sujeto amplía su red social de pertenencia a
costa de presentar en cada caso una faceta de sí mismo. Con ello, más cosas son, sin
duda, posibles, pero tan extensa red no soportaría el peso en cada contacto de la
identidad entera de la persona verdadera, pues cada acción sería demasiado lenta.
Nuestra cultura, en este campo, parece estar prefiriendo la velocidad y la
multiplicación de una gran diversidad de relaciones, a la lentitud y densidad de una
interacción que involucre por entero al sujeto que cada cual es en el fondo de su
silencio. Por el contrario, “la complejidad hace más lenta la comunicación. La
hipercomunicación anestésica reduce la complejidad para acelerarse. Es

245
 Bas, B. 2011: Tori Amos, una pecadora al piano. El País Semanal, nº 1827, 2­X­2011, p. 16.
246
 Véase Ortega y Gasset, J.1967 (1931): La rebelión de las masas. Barcelona, Círculo de Lectores, p. 
244.
247
 DeLillo, D. 2007: Contrapunto. Barcelona, Seix Barral, p. 26.

                                                           137
esencialmente más rápida que la comunicación de sentido. Este es lento. Es un
obstáculo para los círculos acelerados de la información y comunicación” 248. El
perímetro de la persona resulta ser así un límite que se quiebra por el peso de lo que
debiera contener, del quién que, en realidad, al romperse ya no alberga. La ligereza
de la identidad lograda en cada faceta, en la pequeña parte de sí mismo depositada
en cada interacción, permite esa tan moderna velocidad, pero es al precio de la
ingravidez de la persona y de la inanidad semántica de una vida social transparente y
sin complejidad personal. Ese tipo de identidad, tan parcelado como veloz, se
corresponde a los cambios sociales tan veloces que “han aumentado las exigencias
de flexibilidad al individuo. Hay que hacerse a la idea del cambio de lugar y de
profesión, lo mismo que a la de los ascensos y descensos sociales. El cambio rápido
de las relaciones en el trabajo y en la vida desvirtúan las experiencias. Hay que
actualizar los conocimientos constantemente [...y] todo es arrastrado por el remolino
de una enorme competencia”249. Hemos pasado así de la sociedad disciplinaria de
Foucault a la del rendimiento y autoexplotación de Han. Es más, según confirman
los terapeutas, crece la pérdida de la propia conciencia de sí mismo como referente
de la acción y su sentido. Al final de tanta división y faceta, de tan plural identidad,
desaparece tras la bruma borrosa de la velocidad el quién del sujeto. Ante la red, no
cabe preguntarse si nos conecta o si crea distancia entre los usuarios, pues crea
ambas cosas, conexión y distancia, ya que esa conexión presupone la escindibilidad
del sujeto en partes especializadas, sin que ninguna albergue a la integridad de su
persona que, como tal, queda distanciada de todas aquellas otras a las que tampoco
alcanza de esa forma, pues solo conecta con partes especializadas de ellas.

En tercer lugar, ante tanta posibilidad abierta a un sujeto tan conectado como
dividido a la velocidad del instante, lo que cunde –como veíamos– es la
desconfianza y una estúpida búsqueda de criterios y requisitos formales que, desde
su naturaleza de sucedáneos, calmen como un placebo la necesidad insatisfecha de
reconocer la calidad de la realidad, el rostro del problema, la unidad de la figura de
un tipo de experiencia cotidiana que solo es una sucesión de eventos sufridos con
origen y destino desconocidos, y cuya yuxtaposición no se agrega en una suma que
dé como resultado una imagen reconocible y con un sentido satisfactorio. La
insatisfacción –no la autorizada voz de la necesidad– es otra expresión actual del
moderno nihilismo, una insatisfacción en la abundancia, en la repleción, que

248
 Byung­Chul Han, op. cit, p. 32.
249
 Safranski, R. 2013: Sobre el tiempo. Madrid, Katz editores, p. 34.

                                                           138
indigesta al individuo tan igualado, tan homogeneizado en la globalización, que ya
no percibe una alteridad ante la cual quepa cuestionarse la vida. Tanto al instalado
hombre-masa, como a este tipo de sujeto, moderno en medio de la crisis, formado y
sin empleo, se les va el tiempo en papeleo y burocracia, mientras constatan en la
veloz Internet la persistente ineficacia de tanto progreso, el mero estrés de la
rapidez, y cuán compartida es su condición con sus iguales; una experiencia, distinta
de la pobreza, pero que redunda en la vivencia de la frustrante ambigüedad del valor
del esfuerzo cuyos resultados, en vez de reforzar la autonomía del sujeto, parecen
depender de la anónima alteridad del mecanismo burocrático, y así solo conducen a
la pérdida de vitalidad psíquica.

“Según el informe Doing Business 2011, del Banco Mundial, aquí necesitamos
una media de 47 días y 10 trámites para abrir un negocio. En los otros países de la
OCDE, 13'6 días y 10 trámites bastan”250. La diferencia radica, pues, en el tiempo,
en la velocidad, en la productividad, esto es, en una de las claves de la modernidad,
y ello por la falta de calidad en la realización del mismo número de trámites. No
sucede solo en los negocios, también ocurre en la administración pública, en la
educación universitaria y los controles redundantes de la tramitación, por ejemplo,
de una tesis doctoral, o en la duplicidad y fragmentación de tantas competencias
autonómicas, centrales o provinciales. No es, pues, la economía el único campo de
experiencia en el que cabe observar efectos de hábitos y carencias mucho más
básicos –y por ello ampliamente extendidos– que nunca se han mejorado como
convendría: amor por el trabajo bien hecho, rigor, precisión, autocrítica y control,
orden racional, planificación, comprobación, compromiso, veracidad,
responsabilidad, ánimo a la libertad y estímulo a la participación, solidaridad e
iniciativa. Ni en el campo de la economía, ni en el de la política, ni en las relaciones
interpersonales, encuentran los jóvenes razones ni experiencias que nutran su
confianza. Por eso cuando miran al futuro no ven un porvenir. No hallan otra fuerza
que la que nace solidariamente al unir su indignación a su flaqueza. La desconfianza
es, por supuesto, una honda dificultad en depositar la energía de la persona en
aquello en lo que se cree por el bien que en eso mismo se percibe. Nada despierta la
entrega amorosa de la voluntad porque no se percibe, ni en las personas, ni en sus
propuestas, el bien de la verdad que justifique una esperanza. Su experiencia, a
pesar de la publicidad y las declaraciones, les confirma lo contrario. Así lo confirma
la psiquiatra francesa Marie F. Hirigoyen: “Lo que domina es la desconfianza en el
 Collera, V. 2011: Emprendedores. Precisamente ahora, con la crisis. El País Semanal, 28­VIII­2011, 
250

p. 36. 

                                                           139
prójimo y la idea de que lo que va mal no es culpa nuestra, es el otro el responsable
[…] Actualmente, la frontera entre mentira y realidad se ha difuminado”251.

Fe, esperanza y caridad han sido destacadas como virtudes por las religiones
por ser originalmente fuerzas antropológicas, esto es, dimensiones sin las cuales no
resulta humana la vida de los hombres. Tampoco el capitalismo logra funcionar sin
ellas y sin la verdad necesaria. Así nos lo ha enseñado de nuevo la crisis forzada por
el nihilismo de la especulación financiera. No es difícil observar en el presente como
sigue sin nacer la deseada confianza a pesar de la sucesiva suma de medidas
nacionales, europeas e internacionales de austeridad pública. Hasta que el mercado
no perciba crecimiento del empleo no cesará la crisis y su mecánica avaricia. El
olvido de la economía real y de las lecciones keynesianas resulta revelador de las
imágenes que nublan la memoria de expertos y dirigentes públicos. La cesión de
soberanía a los mercados supone una grave inversión de valores, una renuncia
irresponsable a sujetar la historia con las manos, a moldear la figuración del futuro, a
usar las leyes y los acuerdos internacionales frente al arma ciega de la especulación
automática de los mercados. En su lugar, la sociedad se inclina ante el ídolo. Como
denuncia el Nobel Joseph Stiglitz, “un dólar un voto es la máxima expresión del
fracaso de nuestras democracias […] ganar dinero por encima de cualquier otra cosa
[…] es la avaricia”252. De ese modo entregamos el poder a los grandes del mundo,
cuyos nombres eludimos tras una imagen mecánica y anónima de los mercados. No
es que deseen dañar al resto del mundo. Creen obrar según los más precisos criterios
de la racionalidad económica que alcanzan la cumbre de su escala de valores. No
son más de quinientas fortunas frente a la inmensa población de ciudadanos con
voto, frente a ese 99'9 % del que habla Paul Krugman, con otra escala de valores y
otras necesidades. Hay quienes restringen esa identidad matizando que en “los
mercados no se encuentran, en realidad, más de unas 15 grandes instituciones
financieras globales [que] las forman, básicamente, dos clases de profesionales:
traders de élite y altos ejecutivos […] intermediarios de lujo […] que pasan 200
días al año en un avión […] Su influencia en la política es directa […] Fueron esos
bancos de inversión […] los que inventaron multitud de productos financieros con
los que movieron los capitales sin fronteras […] alquimia que convierte la
información en oro”253.

251
 Huete Machado, L. 2012: Entrevista a Marie­France Hirigoyen, El País Semanal nº 1881, pp. 27­28.
252
 Pozzi, S. 2012: Entrevista a Joseph Stiglitz, El País Semanal nº 1877, p. 28.
253
 Trigueros, E. 2013: Los dioses del desorden. El País, 13­VI­2013, p. 37.

                                                           140
Es cierto que algunos miembros de tales familias y clases piden la subida de sus
impuestos, pero todavía son minoría y no surgen propuestas a favor de ilegalizar la
especulación, de que se anulen globalmente los paraísos fiscales y la ficción de las
SICAV. Como señala el profesor de economía Eric McCormack ante el actual
nihilismo, “estamos viviendo un tira y afloja para ver con cuánto es capaz de
conformarse la gente, hasta qué punto acepta una reducción de su nivel de vida para
que las élites puedan mantener el suyo”254. Vemos ese “tira y afloja”, por ejemplo,
en la concepción de la educación pública como gasto o como inversión, sobre todo
cuando la calificación de gasto la formulan quienes no necesitan usar la educación
pública. En el seno del 0'1% que constituye la élite, Krugman ve pocos innovadores,
“la mayoría de ellos son mandamases de empresas y embaucadores financieros […]
la crisis económica ha demostrado que gran parte del valor aparente creado por las
finanzas modernas era un espejismo”255. Según el Nobel de Economía, “los ingresos
de las empresas y los rendimientos del capital están cada vez más concentrados en
manos de unos pocos [...que] viven dentro de una burbuja intelectual de comités de
expertos y medios de comunicación cautivos que, en última instancia, está
financiada por unos cuantos megadonantes. No es de extrañar que quienes están
dentro de la burbuja tiendan a dar por hecho, instintivamente, que lo que es bueno
para los oligarcas es bueno para estados Unidos” 256. Muchos de ellos han obrado
como los sastres del emperador.

El viejo cuento del traje nuevo del emperador, tan versionado desde el Infante
D. Juan Manuel a Cervantes o Andersen, con el que se caricaturiza en muchas
tradiciones el contraste entre la verdad de los inocentes y la interesada mentira de
quienes temen al poder por esperar sus beneficios, puede servir de imagen
interpretativa para diagnosticar una parte de nuestro tiempo. No solo los aduladores
se apresuran con sus saludos, antes de que venza cada legislatura, como hacían
antaño los pordioseros a la puerta de las iglesias; también los asesores, secretarios,
intermediarios de élite, ejecutivos globales y expertos escrutan su perfil ante las
cámaras o en la letra negra de las noticias tras estrechar la mano del poder, cuidan
que sus consejos no contraríen a quien les puede retirar el encargo, vigilan la talla de
su propio tamaño, el gesto de su imagen en el espejo de Narciso que llevan puesto y,

254
 Basterra, F. G. 2011: ¿Has sido feliz?. El País, 3­IX­2011, p. 8.
255
 Krugman, P. 2011: Somos el 99'9%. El País, Domingo, 11­XII­2011, p. 5.
256
 Krugman, P. 2014: La riqueza por encima del trabajo. El País, Negocios, 30­III­2014, p. 20.

                                                           141
con un mohín competitivo, concluyen satisfechos con el balance: “todavía hay clases
y estamos donde nos corresponde”.

Nunca ha sido fácil regir o gobernar, pero tampoco es inteligente intentarlo sin
escuchar ni buscar la razón en el seno de la crítica, o empecinándose en mantener la
imagen frente al espejo del propio círculo. Como en el cuento, sigue siendo
sorprendente que el miedo y la falsedad resulten tan eficaces y todos, salvo los
inocentes, convengan en dar por válida la mentira que conocen, con tal que la sutil
tela de una educada apariencia cubra la desnudez de la verdad. De la cuna al cargo,
se va tejiendo el traje con los fieles hilos de la amistad y los legales de las normas,
de gran solidez a pesar de su invisible transparencia. Sin duda, no hay juego sin
reglas. Pero no todos tienen las mismas cartas, ni estas se han repartido al azar y
desde una posición de igual oportunidad. “¡No hay derecho!”, gritan, cuando no hay
justicia, aunque haya reglas y normas. “No somos omnipotentes”, responden, “no
podemos cambiar toda la historia, ni el reparto de las cruces. Que cada palo aguante
su vela”. Pero las normas y las reglas se hacen, unos las hacen más que otros, y esos
más que las fabrican tendrán que escuchar la desesperación de los innovadores para
no quedarse con todas las cartas pero sin jugadores.

Hace tiempo que la Antropología constató cómo ante las crisis todo grupo
humano vuelve a la solidaridad de sus unidades más básicas. En el caso de las
sociedades que comparten el barco de nuestro tiempo y, sin duda, en el caso de
España, la familia y los iguales están siendo el sostén en medio de tanta zozobra.
Como reconocen quienes integran la generación nacida a finales de los años setenta,
más que la profesión, quienes les dan la seguridad de la identidad son “mis amigos y
mi familia”. Lo nuevo en esta mirada del presente al futuro es la diversidad de
formas familiares, la reducción de su tamaño y la ampliación, no obstante, de unos
iguales igualmente diversificados. Junto a la tradicional amistad del grupo o
cuadrilla de amigos –que hoy arrebata funciones que antes correspondían a la
familia– surge una masa de iguales por la multiplicada pertenencia voluntaria,
asociativa, profesional, ideológica, vecinal, lúdica, deportiva, política o religiosa,
cuya interacción, aún a distancia y anónima, resulta intensificada por la conexión a
los móviles y a Internet. También aquí la mera red o la ligereza de la interacción, su
permeabilidad, la facilidad en su entrada y salida, contrasta con la durabilidad de las
cuadrillas tradicionales, pero no resta fuerza al estilo de vida que les cohesiona en
cada acción puntual. No parece que estos procesos, ya se trate de movimientos
similares al 15-M, de profesionales de la política o la economía o de simples

                                                           142
consumidores, vaya a decaer. Cada vez más, aun contando con la fluidez del
asociacionismo o de una eficaz coincidencia en el estilo de vida, los iguales
conectados acaban operando como grupos de interés capaces de boicotear un
producto en el mercado, congregar masas en torno a un ideal o de crear no solo
opinión pública, sino un ambiente en el que se seleccionan y sostienen imágenes con
un poder mayor que el de la publicidad tradicional, porque nacen de la fuerza que
escapó de la fe perdida en la desconfianza de todo cuanto era explícito y correcto en
su asfixiante circunstancia. La que a ciegas se está creando es ya una circunstancia
diferente en la que la acción colectiva busca, en tan rápido instrumento, un vehículo
eficaz para legitimar una mayor participación que recupere las riendas cedidas al
mercado. El valor de la solidaridad ha ampliado el tamaño de las unidades sociales
en las que se basa.

No ha desaparecido la amistad, ni la familia, ni la pertenencia a un paisaje, a


una gente, a una lengua. Pero tampoco se ha vencido a la pobreza, la ignorancia, la
enfermedad... Se han paliado muchas cosas y el salto que la tecnología ha permitido
resulta inimaginable para quienes nos precedieron. Ocurre que la abundancia y las
comunicaciones han introducido muchas más opciones y diversidad, mayores
diferencias que exigen nuevas capacidades y habilidades. Cualquier decisión que se
tome en el presente solo podrá ser acertada si surge tras comparar una gama mucho
más amplia y diversa de alternativas, y eso exige poder apreciar el valor de
pequeñas y múltiples diferencias cualitativas entre las cosas, las situaciones y las
personas. La informática, la nueva tecnología y el uso de la Red y los móviles son,
sin duda, una gran ayuda por la amplitud, velocidad y variedad de fuentes de
información que exige el desarrollo de otras habilidades y formas de trabajo. Según
lo exponen los inversores en Silicon Valley, “la tecnología que realmente funciona es
la que consigue imitar la realidad […] Se toman datos, se analiza la historia, se
organiza, se procesa y nos la devuelven de forma más eficiente y a mucha más
velocidad”257. No faltan críticos que ven como “las noticias vuelan más deprisa que
nunca y [sin embargo] cada vez tenemos menos tiempo para detenernos a meditar
acerca de ellas”258. Caemos en “los riesgos de la trivialidad […] del picoteo […]
Hay demasiada prisa […] Ha aparecido una patología que podría denominarse algo
así como síndrome de Diógenes 2.0 y que consiste en la acumulación excesiva y
compulsiva de contenidos y descargas [pues] importa más elegir y estar al tanto de

257
 Celis, B. 2011: Actor... y ahora tecnoinversor. El País, 20­IX­2011, p. 43.
258
 Prado, B. 2011: Lo probamos todo... ¿sin comprender nada?. El País, 27­X­2011, p. 39.

                                                           143
lo que sucede que tener una opinión sobre ello, lo cual en muchos casos nos vuelve
a la vez insustanciales e insaciables […] Los estímulos e impresiones han
reemplazado a la reflexión y el análisis”259. Convendría no olvidar que la
“acumulación de información por sí sola no es ninguna verdad. Le falta la dirección,
a saber, el sentido […] La hiperinformación y la hipercomunicación dan testimonio
de la falta de verdad, e incluso de la falta de ser”.260

También Vargas Llosa o N. Carr, ven en ello un riesgo para lograr una lectura
de calidad, cuya profundidad resulte natural al nuevo lector desacostumbrado al
esfuerzo de la concentración, como si ahora fuese incapaz de atender a la respuesta
del pensamiento, pues ni éste nace como propio, ni puede ser crítico al desconocer
el diálogo reposado con los autores. Según B. Azagra, “el interés por los textos
escritos y la capacidad de comprensión están empeorando […También] la capacidad
de imaginación está disminuyendo, porque las nuevas tecnologías lo dan todo hecho.
Más que inventar, lo que ahora se hace es planificar la búsqueda de la información
[…Y] esta situación implica [...] el decrecimiento del esfuerzo mental” 261. Expertos
en nuevas tecnologías de la Universidad de Cornell como S. Tiwari, reconocen que
“la tecnología mejora unas cosas y empeora otras […] El mayor problema que hay
tras estas tecnologías de la comunicación y las redes sociales es que la gente pierde
su individualidad […] hace que los jóvenes sean capaces de hacer varias cosas a la
vez, pero está desapareciendo en ellos la capacidad de concentrarse en algo durante
un tiempo […] la gente joven no está aprendiendo a volcarse en un problema
durante ocho horas, y las matemáticas lo exigen”262. Con todo, ya con el abuso de la
televisión en edades tempranas, antes del uso de la Red, se temió por un efecto
equivalente. En realidad, de modo similar a lo ocurrido con la irrupción del cine ante
la novela, aunque no quepa negar esa disminución de atención e imaginación, no se
produce sin que se sumen además otras causas ajenas a la tecnología, enraizadas,
más bien, en una inadecuada educación, ausencia de disciplina y de organización, en
aquel conjunto de carencias que apuntábamos más arriba. El buen cine impulsa al
espectador atento más allá de la historia narrada y sus imágenes 263. De hecho,

259
 Ibid. p. 38.
260
 Byung­Chul Han, op. cit. p. 23.
261
 Benito, E. 2011: Google ya es parte de tu memoria. El País, 31­VII­2011. p. 28.
262
 Rivera, A. 2012: Sociedad. Futuro. El País, 20­VI­2012, p. 40.
 Una más honda discusión del uso de la energía que el cine le ahorra al espectador se estudia en 
263

Sanmartín, R. 2011: Libertad, sensualidad e inocencia. Ensayos en Antropología del Arte II. Madrid. Trotta.

                                                           144
muchos usan intensamente la Red y los móviles y no se ven afectados por merma
alguna. Dejan de memorizar listas telefónicas, pero ganan capacidad para considerar
conjuntamente una mayor diversidad de datos antes de precisar la naturaleza de los
problemas que contemplan.

Como ha sucedido con tantos cambios tecnológicos, gran parte de las ventajas
y de las dificultades de los nuevos instrumentos depende de los valores culturales
desde los que se emprende su uso. Es la comodidad, la eficacia y la valoración de la
velocidad o ahorro del tiempo de búsqueda lo que ha llevado a la creación de filtros
en los navegadores y buscadores de la Red. El programa se diseña para seleccionar
la información mediante algoritmos matemáticos que estiman el estilo del usuario y
sus intereses por la frecuencia de usos previos propios o de usuarios similares 264. Sin
duda, ese diseño ha parecido sumamente racional a quienes lo idearon porque nace
de valores compartidos sobre la comodidad, la velocidad y la eficacia, que vienen
además sancionados por el prestigio de la novedad tecnológica y su respaldo en la
objetividad de los cálculos científicos, pero acaba repitiendo y abundando en lo
mismo, en lo más conocido, en aquello que resulta familiar por su frecuencia y
semejanza, cerrando de un modo progresivo la apertura de la atención a lo nuevo, a
lo no pensado, a aquello que todavía pueda sorprender y hacer reflexionar al usuario
que no se deje llevar por esa facilidad o comodidad de las nuevas herramientas
informáticas. Esa velocidad que alimenta la redundancia se olvida de un componente
muy real y propio de la vida, se olvida de su alteridad y, por ello, al no entrenarle,
amortigua su sensibilidad para escuchar al otro, lo imprevisto, y va restando agilidad
al usuario para encarar el azar real de la existencia. Con ese tipo de usuario-masa
crece la homogeneidad y no se favorece el valor del esfuerzo, ni la crítica, ni la
innovación creativa.

Obviamente, cabe renunciar a la comodidad del dirigismo y aprovechar la


velocidad y amplitud de la Red. El tiempo, la memoria y la atención que ahorra el
usuario crítico se empleará en la misma dirección que el lector tradicional, solo que
ahora podrá ahondar más rápidamente en el contraste de una mayor variedad de
hilos argumentales en tensión, y al multiplicar el diálogo con los autores, también
con los no afines, nacerá antes la necesidad de dar un salto innovador y creativo. No
podemos, por tanto, remitirnos tan solo a la innovación tecnológica como
instrumento creador. La inmensa información que yace en la Red sigue a la espera

 Véase Mañana, C. 2011: La Red le adoctrina con su propio credo, si usted se deja. El País, 21­VIII­
264

2011, pp. 28­29.

                                                           145
de la mirada interpretativa del usuario, y esta no depende de la tecnología, sino de la
ética asumida, de la sensibilidad educada, del ideal que mueve la búsqueda, de la
apertura mental, de la capacidad crítica al sentirse interpelado. Junto a la innovación
técnica son imprescindibles los valores del esfuerzo, de la crítica y del diálogo con
la diversidad de puntos de vista sobre el objeto de estudio. La apertura responsable
que reclamaba Ortega del sujeto ante su circunstancia no cabe sustituirla con
supuestos atajos tecnológicos si queremos que la tecnología nos sirva.

El mecanismo.

Pero es más importante lo que la comodidad tecnológica nos revela de los


pasos que se dan hacia un futuro horizonte. Esa confianza que escasea en las
relaciones interpersonales, o en el anonimato del mercado, se deposita sin la
adecuada crítica en la imagen culturalmente asumida del mecanismo. De hecho, el
prestigio de cuanto se presenta en los medios de comunicación y la Red, la fiabilidad
que implícitamente reclaman, o la sanción con la que así recibe su estatuto de
realidad, derivan en gran parte, no solo del autor que firma la noticia, la opinión o el
artículo científico, del número de lectores o usuarios o de la puntuación otorgada en
la Red, sino también de la gran aceptación alcanzada por una imagen cultural que
compartimos –no formulada expresamente– sobre la fuerza causal que consagra el
valor de realidad de todo elemento por su mera integración en el mecanismo
inevitable del mundo, y ello lo asumimos en casi cualquier orden de la vida. Desde
la mecánica propiamente dicha a nuestra propia biología, o desde los ordenadores y
aceleradores de partículas –de prestigio, obviamente, merecido en estos casos–
hasta la mecánica social y los mecanismos de la mente y la cultura, o el
automatismo de los cálculos financieros y la Bolsa, todos presuponen la virtud
causal del mecanismo. No solo desde E. Durkheim, sino incluso en C. Lévi-Strauss
encontramos esa asimilación de los distintos tipos de sociedades a diferentes
mecanismos. Sin embargo, la construcción es ya una metáfora muerta 265 y como tal
se nos presenta como realidad incontestable más allá de la Física en la que tuvo su
lugar propio. Extrapolada al ámbito social y cultural, no vemos sin embargo en la
imagen del mecanismo su estatuto de ficción sugerente. La imagen que en su día fue
innovadora, hoy nos impone su realidad como mera creencia orteguiana que arrastra
como un lastre anacrónico la libertad de la mirada sobre el mundo. El éxito del
mecanismo en la aplicación de las ciencias naturales ha sido tal que ha puesto en
duda el libre albedrío, como si el ser humano y sus creaciones sociales y culturales
265
 Véase Paul Ricoeur, 1980: La metáfora viva. Madrid, Ediciones Europa.

                                                           146
fuesen solo contemplables desde un punto de vista físico o natural, olvidando de ese
modo el significado y sentido histórico de dichas creaciones.

Con todo, el mismo esfuerzo desplegado en el texto para desentrañar la


mecánica de la historia hacia el futuro nos desvela el problema. No podemos
predecirlo porque no encontramos el botón que deberíamos pulsar, la clave que
habría que girar para desencadenar el movimiento del mecanismo. Con razón decía
Ortega que además de la razón física estaba, no el mecanismo, sino la razón
histórica. Quizá la observación de la crisis de estos años constituya una muestra
adecuada de la fuerza de la imagen cultural que nos condiciona, de cuánto está
afectando al futuro de las nuevas generaciones y, a la vez, de la radical insuficiencia
del mecanismo como marco cognitivo para distinguir causas y efectos. Hasta de la
codicia hay quien se pregunta si “no es tanto propiedad de los individuos como una
dinámica de los sistemas”266. Con esa imagen en mente se rinde derrotado el
ciudadano; le supera la fatídica maraña de los mecanismos legales, que no logran
con su ciego formalismo acoger el valor de lo justo y hacer justicia. En el fondo,
nuestra cultura se apoya inadvertidamente en dicha imagen porque de ese modo se
elimina la presencia del sujeto en tanto que persona y así, al hipostasiar el
mecanismo como una alteridad que le trasciende, se libra del peso de su
responsabilidad. La negación del límite tradicional producida en el paso de lo
debido a lo posible, que vimos al estudiar la figuración de la libertad en el nuevo
siglo, justifica también, en este moderno contexto cultural, la interpretación
científica del anónimo mercado, pues ve en sus leyes ciegas la autoridad de su
supuesta mecánica natural como si de un límite independiente se tratase. Desde esa
perspectiva, no cabe culpar al mercado y sus leyes de la crisis económica, del
mismo modo que no cabría culpar a la ley de la gravedad de la caída de un avión.
Solo que en tal caso se olvida que si el avión está allá arriba es porque ha habido
algún piloto que lo ha llevado hasta el cielo, que son los hombres quienes lo han
construido y vigilan su mantenimiento o circulación desde torres de control. Al
criticar la vigencia de la imagen inconscientemente asumida, no se pretende negar la
sistematicidad de la sociedad y la cultura, pero sí subrayar que tan hipostática
imagen tiene carácter de creencia en la que estamos sin darnos cuenta. Así se
representa el sistema en nuestro imaginario colectivo.

Vemos, no ya a los políticos, sino a premiados expertos proponer medidas


económicas opuestas a pesar de que unos y otros sustentan sus propuestas en
266
 Innerarity, D. 2011: Nostalgia de las pasiones tranquilas. El País, 31­VIII­2011, p. 21.

                                                           147
cálculos estadísticos y tan fundados unos como los otros en una misma ciencia. Ni
ellos ni nosotros poseemos un conocimiento suficiente del sistema social. Nuestros
índices apenas arañan la intrincada red de sinapsis culturales, sociales y económicas
que se están produciendo, no solo tras el anonimato de un mercado globalizado, sino
en la simple vida cotidiana de todos. Sin embargo, a pesar de no conocer tan densa
sistematicidad, todo experto o líder político opera respetando la autoridad de las
afirmaciones que se basan en dicha imagen. Incluso se crean modelos para la
compraventa automática de títulos en los mercados bursátiles que ahorran la
presencia, atención y decisión de agentes pues, de todos modos, obrarían según los
mismos criterios encapsulados en sus modelos del mecanismo mercantil. Demasiado
tarde se “están tomando duras medidas contra las operaciones bursátiles
informatizadas de alta velocidad que inundan los mercados […] porque, a medida
que se extienden por el planeta, empeoran las fluctuaciones del mercado. El coste
que suponen estos operadores de Bolsa de alta frecuencia […] es la pérdida de
confianza de los inversores normales y corrientes […] 'Hay algo impuro en ellos',
afirma Guy P. Wyser-Pratte [...] 'Eso ha provocado esta tremenda volatilidad. Ganan
una fortuna mientras que la gente resulta muy perjudicada'”267. Por su parte, los
mercados reaccionan de inmediato ante cualquier variación de índices emitidos por
otros expertos o por agencias de calificación que los han creado reuniendo, a su vez,
en su fórmula, estimaciones de otros índices. De nuevo, las pantallas con las
cotizaciones y los gráficos de los analistas reflejan en espejo la reciprocidad de sus
imágenes en una interminable cadena cuya fuerza crece con la lejanía inalcanzable
de sus múltiples eslabones. Nadie posee una imagen suficiente del sistema, pero
todos creen que opera como un mecanismo con vida propia, leyes difíciles de
conocer, secretos que al desvelarlos nos darán la clave para modificar el rumbo de la
historia. Solo hay que saber qué botón hay que pulsar. Quizá sean varios (¿la
productividad, el porcentaje de déficit, el tipo de cambio, el de descuento, la
inflación, el diferencial de deuda...?) pero cuando los expertos los encuentren todo
volverá a su cauce, y los afilados dientes de sierra de los gráficos de las cotizaciones
o del empleo ya no herirán las manos de nuestros hijos y nietos en paro; los líderes y
expertos nos llevarán de la mano entre la multitudinaria crisis hasta la túnica
sagrada del mecanismo y, al rozar su borde con los dedos, cesará milagrosamente
nuestra sangría.

 Bowley, G. 2011: Freno a las operaciones bursátiles rápidas. The New York Times, El País 27­X­
267

2011, p. 5.

                                                           148
En esa imagen, la economía se presenta como causa todopoderosa, pero quizá
no se ha reflexionado suficientemente sobre la posibilidad de que, en realidad, sea
un factor difusor, un potente intermediario de efectos producidos a ciegas, sin
pretenderlo, con la intervención de imágenes culturales, valores inconscientes,
categorías con las que el mundo es visto como real, o creencias asumidas como
verdades en las que estamos sin saberlo, pero que guían al actor con la fuerza de lo
evidente en el seno de la economía. No es que esas imágenes, valores, categorías o
creencias culturales sean la causa, el mecanismo, eso sí, cultural, sino que no
podemos encarar los problemas contemplando la economía como un mero
mecanismo independiente de esa densa red semántica desde la que todo se significa.
Sin una no entenderemos la otra. Esto no supone que debamos entonces buscar el
botón que debiéramos pulsar para mover el mecanismo cultural, pues caeríamos en
lo que criticamos. Lo impropio es, precisamente, esa dejación de la responsabilidad
del sujeto en la supuesta mecánica anónima de la historia que se ha instalado en el
imaginario colectivo.

Y si de la cultura y la historia pasamos al sujeto, tampoco hallamos en él un


mero mecanismo. Verlo así implica una imagen antropológica más propia de la
magia que de la ciencia. Tampoco se pretende plantear una disyuntiva entre
mecanismo y voluntarismo –tan simple una imagen como otra–, sino constatar la
vigencia y efectos perversos de imágenes insuficientes. La gran complejidad de la
interpretación de la historia exige el uso de modelos económicos e imágenes
antropológicas mucho más densas y que aúnen en su construcción la inevitable
interdisciplinariedad del fenómeno268, que arriesguen la integración de datos
cuantitativos y cualitativos mucho más próximos a la intrahistoria no solo de la vida
común, sino del interior de las empresas, de las familias, de las negociaciones y de
los usos sociales en los despachos en los que se toman decisiones, hasta desvelar la
efectiva cadena de acciones reales que parece perderse y nublarse en la anónima
lejanía de los mercados. No hay botón que pulsar porque el supuesto mecanismo es
algo más complejo: todos nosotros que obramos a ciegas, cerrados en la esfera de
nuestro mundo habitual de la profesión, cumpliendo lo esperado según el estilo
compartido con los iguales. Necesitamos, por tanto, una más lúcida consciencia del
significado de nuestras acciones y de sus efectos más allá de nuestro estrecho
horizonte, esto es, una mayor percepción de la redondez y unidad de la vida, de ese
268
 Contra el cierre de las ciencias sociales insistía recientemente el sociólogo I. Sotelo en El País 20­IX­
2011, p. 27, precisamente para reaccionar ante la inutilidad de las propuestas formuladas desde puntos de vista 
intradisciplinares ante la crisis.

                                                           149
barco-mundo en el que todos remamos y en el que la solidaridad no es tanto una
virtud cuanto un verdadero hecho ecológico. Pero para lograr esa mayor lucidez es
necesario un volumen mucho mayor de investigaciones de campo, de observación
etnográfica densa y honda en el interior de los centros de decisión.

Los elementos de la red cultural con la que todo se significa se han gestado
lentamente antes de la crisis como un ambiente mental que ha ido inoculándose en la
educación, en la interacción familiar, en el trato social, en la corrección política, en
los acuerdos para programar la obsolescencia controlada de los productos, en las
mentiras piadosas (o no tanto) de la publicidad, en la distinción –tan técnica como
engañosa– entre valor y norma, en el deseo de encarnar la imagen de un ejecutivo
eficaz, capaz de idear nuevos productos financieros cuya colocación en el mercado
genere los beneficios que justificarán su permanencia o escalada en el puesto de
trabajo, o en la imagen de un bienestar medido por modelos sociales estereotipados,
sin que nada de eso haya dejado tiempo para la escucha personal del propio silencio.
Como señala el cineasta Karismäki, “la corrupción, más que crematística, es
mental”269. Esa lenta gestación histórica se produce sin sentirla. Por eso parece que
nada pueda hacerse o que nadie sea responsable de lo sucedido. Así lo expresan los
personajes de la película Margin Call que acaban de ser despedidos en el inicio de
la crisis del 2008. Se trata de aquella cara oculta del problema que veía Ortega. Pero
sí somos responsables y sí podemos hacer algo. Podemos desvelarla. Desocultarla,
como decía Heidegger de la verdad. Y ella nos iluminará. No se trata de traerla a la
luz de la ciencia. La verdad nunca podemos sacarla a la luz porque la luz es ella. Por
eso hemos de investigar humildemente, desde la oscuridad de lo que no sabemos, y
hacerlo con la denodada fidelidad a lo que así se vaya iluminando. En eso consiste la
innovación, no en traer más casos bajo la vieja luz de lo conocido.

El arte y el horizonte.

En esa lucha histórica, que del territorio ha pasado a la conquista del tiempo, el
arte realiza incursiones cruzando la línea del horizonte de la época; investigaciones
de vanguardia que son más arriesgadas que operar en la retaguardia, como hace la
ciencia social. Por eso, una mirada al arte ayuda a vislumbrar borrosamente el
futuro. No me refiero solamente a la novela de ciencia ficción o al cine de igual
género. Tanto Metrópolis (1927), de Fritz Lang, 1984, de G. Orwell (1949)270, como

269
 Belinchón, G. 2011: Aki Kuarismäki. Director de cine. El País, 23­IX­2011, p. 52.
270
 La novela de Orwell fue llevada al cine precisamente en 1984. Fue dirigida por Michael Radford.

                                                           150
2001, de S. Kubrick (1968), previeron un futuro que ya hemos sobrepasado y,
aunque acertaron en cierta medida con sus metafóricos avisos de peligro, tampoco
han sido eficaces sus advertencias.

No es muy alentadora la imagen del porvenir que nos daba A. Huxley en Un


mundo feliz (1932) o en La Isla (1962), ni la que el cine nos ofrece. Desde El
planeta de los simios (1968) a Blade Runner (1982), las distintas Guerras de las
Galaxias (1980-2005), Hijos de los hombres (2006), The Road (2009), o Avatar
(2009), el riesgo nuclear y ecológico es el gran peligro que enmarca los mismos
problemas morales que la ciencia denuncia en nuestros días: pérdida de libertad,
prevalencia totalitaria del grupo sobre el sujeto, escasez energética y dificultades
(retrasos y esterilidad) en la reproducción humana, violencia y desorden social; un
mundo oscuro e inhumano, sin inocencia. Más allá de dicho género, tomado en su
conjunto, la reflexión moral que el buen cine hace del hombre de nuestro tiempo271
(desde las obras de I. Bergman, S. Kubrick, F. F. Coppola, L. Ullmann, Ang Lee,
Sam Mendes, Todd Solondz, Robert Altman, J-P. Jeunet, Fernando Meirelles,
Stephen Frears, Bertrand Tavernier, Wayne Wang, D. Lynch, V. Erice, A. González
Iñárritu, Mike Leigh, D. Arcand, L. Visconti, Terrence Malick, etc.) encierra, no
obstante, un diagnóstico valioso para el estudio del presente en el que hemos caído
al rebotar en la pared invisible del futuro. Para percibirlo tendríamos que detenernos
a escuchar el efecto coral del conjunto, apreciar las coincidencias y énfasis entre
autores y temas tan dispares. Son muchas las cosas que cabría destacar, pero creo
valioso señalar la nueva figura del antihéroe, del fracasado que acepta su derrota,
soledad y perdimiento frente al antiguo héroe clásico. No es fácil alcanzar la
rotundidad del clasicismo en épocas de decadencia, de crisis y desarrollo del
Nihilismo. Es difícil componer hoy con la plenitud y equilibrio entre tanta tensión
como fue capaz Johann Sebastian Bach, o con la grandeza de Beethoven. El hombre
que nos presenta el arte actual, más aun cuando lo proyecta en el futuro, carece de
esas cualidades. Ya vimos que no es un hombre de una pieza. Cuando el arte cruza
esa línea que no puede alcanzar la ciencia, vislumbra un hombre que ha perdido la
juventud del clasicismo, su rebosante energía, pero que parece más maduro y
realista, más humilde al reconocer la inabarcable grandeza de una vida capaz de
derrotarle; no ve, como se dice en El árbol de la vida (2011), de Malick, la gloria,
pero sí parece más sabio en medio de una difícil e imprecisa esperanza.
271
 No tengo aquí espacio para comentar tantas obras. En Meninas, espejos e hilanderas (2005) y en 
Libertad, sensualidad e inocencia (2011), ambos publicados en Trotta como Ensayos en Antropología del Arte 
I y II, hay una más amplia interpretación de obras de los citados autores.

                                                           151
A pesar de que el presente esté lleno de canciones –nunca la vida había tenido
un fondo tan musical como en los siglos XX y XXI– el hombre queda, sin embargo,
enmudecido, incapaz de proferir el nombre verdadero de las cosas, ese que sólo se
desvela por sí mismo. Quizá pueda verse esta figura antropológica de nuestro tiempo
de un modo negativo por su falta de clasicismo. Con todo, y sin darse cuenta, esa
mudez nace también de aquel respeto ante la alteridad de la vida cuya percepción
echábamos de menos. Es la profundidad del lugar en el que nace la vida lo que
dificulta su concienciación. El nuevo saber que el siglo le otorga al hombre de
nuestro tiempo le hace prudente. Entre el saber y el no saber, se debate sin encontrar
la palabra que de nombre a su esperanza, a su desconocida fe.

Como con todo lo humano, también en la creación de su propia figura lo dicho


hasta ahora y su contrario son ciertos. La división identitaria del sujeto, su creciente
anonimato e impersonalidad, la trivialización de su historicidad, la banalización e
inanidad de sus interacciones sociales, la ilimitación de su deseo de libertad aditiva,
su prisa por vencer al tiempo con la velocidad, su comodidad sin esfuerzo, su
desconfianza y apoyo con sus iguales anónimos, su fe en el mecanismo de todas las
cosas, están generando sus respectivos contrarios. Ese otro lado positivo de lo
negativo lo subraya, como artista, Yoko Ono al ver en “esa gente que ni se habla y
se dedica solo a teclear sus smartphones” […que] en realidad están encerrándose en
sí mismos [...y] ese fue el mismo camino que escogieron Buda o los monjes […] Veo
todo ese fenómeno como un camino de meditación positiva. Cuando aquello
transforme su rabia, anónimamente, en vez de preocuparnos por el hecho de que no
nos hablen […] será por ahí por donde llegue la revolución. Silenciosamente” 272. Y
no solo en el espejo del arte. Crecen los esfuerzos por reconstituir al sujeto y hallar
un sentido de la vida en el florecimiento de las Iglesias, en la práctica de la
meditación. Crece la solidaridad también en la Red y se recogen firmas y fondos que
apoyan causas que podrían perderse. La irresponsabilidad que se descarga en el
mecanismo se cuestiona con nuevas iniciativas, con un regreso a la política, a la
participación, a la ciudadanía. Una observación no niega ni anula la otra, porque el
que ambas puedan darse de un modo simultáneo es fruto de cómo la realidad se
polariza al discernir en ella los extremos del arco moral en cuyo interior se está
gestando el hombre del futuro. Entre ambos polos hallamos lo que nuestra época
considera relevante.

272
 Ruiz Mantilla, J. 2014: Entrevista a Yoko Ono. El Pais Semanal, nº 1956, 23­III­2014, pp. 25­26.

                                                           152
Si nuestra cultura discierne entre esos extremos un sinfín de conductas es,
precisamente, porque considera unas mejores que otras. No es, pues, indiferente
favorecer unas u otras. La energía que se deposite en lo valorado positivamente
ayudará en la gestación de un tipo humano mejor en el futuro. Eso no es apretar un
botón para desentenderse y dejar que opere automáticamente el mecanismo, sino
una inversión que compromete al sujeto, a la sociedad y sus recursos, no solo
económicos, sino, sobre todo, morales y cognitivos. La vuelta a la economía real y a
la educación exigen una gran innovación en la conciencia, que no se produce sin un
cambio en el ritmo personal, en la distribución de la atención, en la disciplina de
cada cual, y una honda transformación en todo aquello que constituía la costumbre.
Se trata de volver a tomar entre las manos las riendas de la historia, no para prever,
sino para construir personal y solidariamente el futuro.

Con todo, la Antropología del sur de Europa, tan influida por la universidad
anglosajona,   cuenta   con   un   apoyo   insuficiente   para   poder   cubrir   como   sería
necesario sus objetivos de campo. Ya  Evans­Pritchard vio como un lastre la
orientación   tradicional   ante   el   reto   de   la   complejidad   de   la   historia,   y   su
predicción   sobre   el   futuro   de   nuestra   disciplina   se   ha   cumplido   en   nuestro
presente:   nos   hemos   tenido   que   ocupar,   efectivamente,   del   complejo   estilo
cultural de nuestras sociedades, de nuestro propio mundo urbano y moderno.
Con   todo,   sus   alumnos   siguieron   estudiando   el   honor,   el   parentesco,   los
campesinos, el compadrazgo, los pescadores, o los pastores del Mediterráneo
mientras la proporción de sus estilos de vida en el conjunto de la población
disminuía día a día,  a  medida que crecía  su  emigración a las ciudades  y  se
transformaban en obreros de la construcción o de la industria, en servidores de la
administración   pública   o   empleados   en   el   sector   turístico.   No   deja   de   ser
relevante, para entender la concepción de la disciplina, el hecho de que durante
toda esa época tampoco se les ocurriese a los antropólogos extranjeros que nos
visitaban estudiar la industria automovilística española o italiana, la cultura en el
campo de nuestras empresas (salvo la notable excepción de D. Greenwood en
Mondragón),   las   creencias   de   la   sociedad   secular,   la   vida   cotidiana   como
característica –así lo veía Charles Taylor en 1989– de la modernidad occidental
y del tipo humano que en ella se construye, esto es, de nosotros mismos. En todo
caso, han sido  los propios antropólogos europeos quienes  han comenzado el
estudio   de   la   complejidad   de   su   propia   modernidad,   algunos   estudiando   su

                                                           153
propia comunidad de origen. Sin duda, para que el desequilibrio entre ambas
comunidades científicas  se haya producido,  deben haber  influido, entre otras
circunstancias, una distinta dotación presupuestaria, siempre mucho más potente
en las universidades norteamericanas o inglesas frente a las italianas y españolas.
Con   todo,   parece   claro   que,   más   allá   de   diferencias   generales   entre   ambos
mundos, esa historia ha marcado en exceso los objetivos de unos y otros. La
escasez   presupuestaria   ha   limitado   las   posibilidades   de   estudios   a   distancia
comparables con los de las universidades anglosajonas, si bien, por otra parte, la
atención prestada al propio mundo, queriendo mantener una mínima diversidad
entre el observador y lo observado, ha terminado centrando su atención en la
demología, el campesinado o las minorías étnicas durante demasiado tiempo.

Nuestras universidades han tardado en percibir la importancia del estudio
de nuestras propias culturas con las técnicas de campo tradicionales empleadas
en   el   estudio   de   otras   culturas.   Es   más,   en   realidad,   la   vieja   distinción
nosotros/ellos,   todavía   en   el   siglo   XX   situaba   la   frontera   de   un   modo   poco
crítico, más etnocéntrico que metodológico. Tanto en la universidad española
como en la italiana, la modernización de la Antropología Social y Cultural se ha
producido paralelamente al cambio en el foco de atención de sus investigadores.
Sobre este problema escribió A. Sobrero Antropologia della città hace ya veinte
años. En su libro se preguntaba sobre las dificultades que encara la Antropología
al   menos   desde   que   en   1925   subrayase   Park   la   conveniencia   de   estudiar   el
hombre civilizado más allá del estudio de las sociedades primitivas. De hecho,
cuando Sobrero aborda la escritura de  Hora de Bai, acercando Antropología y
literatura para dar cuenta de su experiencia de campo en Cabo Verde, lo hace
“asumiendo   como   fuente   de   mi   reflexión   la   reflexión   misma   de   los
capoverdianos sobre Cabo Verde”273. Sobrero, obviamente, va con éxito más allá
de la reflexión nativa con la propia. La experiencia de campo consigue captar la
antropología folk de los capoverdianos como material bruto, etnografía al fin y
al cabo, sobre la que trabaja la propia reflexión antropológica del autor. Pero, si
su texto experimental consigue buenos resultados en Cabo Verde, ¿por qué no
hacer ese mismo experimento en Roma, Milán, Madrid o Barcelona? ¿por qué
no hacerlo en Nueva York y Londres, París o Berlín? ¿Debemos esperar a que

 Sobrero, A. M., 1996: Hora de Bai. Antropologia e letteratura delle Isole di Capo Verde. Lecce, Argo,
273

p. 9.

                                                           154
un antropólogo nativo de las Trobriand, un antropólogo Nuer o Azande aterricen
en nuestras ciudades para convivir con nosotros, observarnos y entrevistarnos?
¿Acaso   solo   de   ese   modo   podría   hacerse   una   verdadera   antropología   de   la
modernidad   contemporánea?   De   hecho,   la   Fundación   Transcultura   de   París
impulsó   investigaciones   de   campo   en   Europa   de   antropólogos   africanos   y
chinos, y no faltan tampoco casos de antropólogos japoneses y de Oriente Medio
que desarrollaron su investigación de campo en España, por ejemplo, ya en los
años ochenta del pasado siglo. Con todo, los resultados de esas investigaciones
no dieron un vuelco ni al método ni a la teoría antropológica. Esto no significa
que   la   calidad   de   dichas   investigaciones   no   fuera   positiva.   Se   trata   de
investigaciones y tesis doctorales que han obtenido la máxima calificación y
que, por tanto, cumplen plenamente los criterios de calidad que se exigen en la
comunidad   científica.   Lo   que   Sobrero   nos   hace   ver   es,   pues,   valioso,   y   su
reflexión metodológica  –como las de Piasere, Giacchè, Dei, Lupo, Simonicca,
Minicuci,   Palumbo,   Papa   y   demás   colegas   italianos,   presentadas   en   sus
monografías   y   compilaciones   sobre   teoría,   método   y   técnicas   etnográficas,
antropología de la religión, del teatro o del turismo– nos permite apreciar la
verdadera dimensión del problema que todavía embarga de un modo excesivo a
toda la antropología contemporánea, tanto en Italia como en España. 

Raíces de la aproximación cualitativa.

La alteridad y distancia entre sujeto y objeto de conocimiento no es algo
que   dependa   solamente   de   una   diferencia   sustantiva   entre   la   cultura   del
observador y la de los observados. Si la disciplina toma como objeto de estudio
toda   diferencia   cultural,   está   tomando   bajo   su   atención   algo   de   naturaleza
relacional. La alteridad es siempre recíproca y no cabe, por tanto, ignorar la
presencia de nuestra cultura en la génesis misma del problema objeto de estudio.
Según Dilthey –tan valorado por Ortega– la proximidad natural entre sujeto y
objeto es lo que tipificaba las ciencias del espíritu. De ahí que Lévi­Strauss,
recordando el precedente de la Física, señalase en 1950, en su introducción a la
obra de Marcel Mauss, que “en una ciencia en que el observador es de la misma
naturaleza que su objeto, éste es también parte integrante de su observación”274.
Dilthey, fiel a la observación del espíritu humano, proponía contemplarlo no
274
 Mauss, M. 1971: Sociología y Antropología. Madrid, Tecnos, p. 25.

                                                           155
como mera razón sino como un proceso vital cuya realidad integra querer, sentir
y representar, como veíamos en el Capítulo I. Esa contemplación se lleva a cabo
en el trabajo de campo que ha tipificado a la Antropología Social.

Se trata, pues, de principios, advertencias y cautelas metodológicas en pro
de la objetividad del conocimiento, que la moderna Antropología comparte con
los   viejos   maestros   y   que   tanto   importan   en   ciencias   naturales   como   en   las
ciencias sociales. Obviamente, no son, en nuestro caso, los valores materiales del
observador, como en el caso de Heisenberg, los que interfieren en lo que se
observa, sino los valores culturales. Pero si ello no ha impedido el progreso de
las ciencias naturales ¿por qué ha de impedirlo en las sociales? Ya, al menos
desde Vico y, desde luego con Dilthey, se apostó con claridad en favor de un
enfoque   científico   humanista   que   cabe   también   apreciar   en   la   obra   de   Max
Weber   a   través   de   su   propuesta   del   uso   instrumental   de   los   valores   en   la
“relación de valor”275 como un recurso metodológico.

La Antropología ha dedicado más tiempo a las otras sociedades que a la


propia o, en esta, a aquellos actores cuyo estilo de vida no es el nuestro o no
tipifica ese gran ambiente cultural en el que, antes incluso de toda investigación,
estamos ya sumergidos a través de la inevitable pertenencia que nos ha asignado
la historia. Toda la observación participante que ha caracterizado el quehacer
etnográfico como seña de identidad de nuestra disciplina, parece presuponer esa
distancia o diferencia cuya existencia permite que el observador se sumerja en su
objeto. Sobre ello reflexiona explícitamente L. Piasere en su L'etnografo
imperfetto. En su texto encara el problema de la investigación repasando las
distintas figuras metafóricas con las que la comunidad científica ha intentado
hacer entender la peculiaridad del acercamiento cualitativo, la singularidad de un
conjunto de técnicas tan sutiles y próximas a los hechos de la vida observada que
le hacen afirmar que “los etnógrafos conocen como conoce la gente común, con
un aumento de atención”276. Se trata de una afirmación bastante compartida en
Europa, como cabe confirmar al recordar las ideas de Bernard Traimond sobre
“la prise en compte du discours naturel” en su “Introduction à

 Véase Weber, M. 1997 (1922): Ensayos sobre metodología sociológica. Buenos Aires. Amorrortu. S.A.
275

 Piasere, L. 2002: L'etnografo imperfetto. Esperienza e cognizione in antropologia. Roma­Bari, Editori 
276

Laterza, p. 143.

                                                           156
l'ethnopragmatique”277 o el largo y experto ejemplo de Carmelo Lisón Tolosana
cuya trayectoria de investigación resume en su “Antropología Integral. Ensayos
teóricos” (2010) y que amplía en “Teoría etnográfica de Galicia” (2012).
Coincido en todo ello con los colegas españoles, franceses e italianos citados278.

Para expresar ese punto de vista, una de las metáforas más usadas es la
acuática de la inmersión, con su énfasis en el carácter envolvente que posee una
experiencia tan plena. Con dicha metáfora también se subrayan los peligros y
riesgos que corre una reflexión que necesita aire o distancia para poder pensar en
medio de sus esfuerzos por salir a flote con un pedazo sólido de conocimiento.
En ese medio cultural tan continuo y analógico de la convivencia, pudiera parecer
que, si ya estamos por nacimiento sumergidos en nuestro propio universo cultural
no cabría sumergirnos de nuevo como una exigencia metodológica, pues una
supuesta re-inmersión solo garantizaría un ahogo epistemológico con toda
seguridad. De ahí, pues, que todo antropólogo se lance siempre al agua con el
salvavidas de una cierta alteridad cultural sustantiva a modo de defensa.

En realidad, cuando nos sumergimos en situaciones sociales de contextos a


los que pertenecemos y cuya cultura compartimos, sigue siendo posible hacerlo
como simples actores o como investigadores, aunque lo hacemos con otro tipo de
salvavidas, no ya sustantivo, sino crítico. Más que la diversidad cultural, son la
intención, la teoría y el método quienes convierten al actor en investigador. El
problema está en el enorme esfuerzo que exige el logro de tan peculiar “aumento
di attenzione”, pues no se trata tan solo de un incremento en la intensidad, el
problema no es la cantidad de atención necesaria, sino desde dónde se proyecta
nuestra atención o desde dónde se percibe como investigador aquello que
también llega a la persona en tanto que actor. Cuando Lupo destaca el papel de
los jóvenes nahuas como etnógrafos interesados en recoger y poner por escrito
los cuentos de los viejos en México, percibe con claridad el papel intermedio que
desempeñan. Que los viejos cuenten aquello a sus jóvenes

“es como si 'el otro', a quien va dirigido el testimonio, estuviera ante todo dentro
de la propia comunidad, y no fuera. Y, por otra parte, no es posible dejar de
advertir la fractura existente entre la perspectiva cultural de los ancianos, por lo

 Traimond, B. 2004: La mise à jour. Introduction à l'ethnopragmatique. Presses Universitaires de Bordeaux.
277

 Sanmartín Arce, R. 2003: Observar, escuchar, comparar, escribir. La práctica de la investigación cualitativa. 
278

Barcelona, Ariel.

                                                           157
general iletrados (en el papel de 'informantes') y la de los jóvenes aculturados que
los interpelan (en el papel de 'etnógrafos nativos')”279.

Esto es, los jóvenes capaces de jugar ese papel novedoso en su contexto han
sido aculturados previamente y, con todo, no suplantan el papel del propio Lupo
como antropólogo, pues, de hecho, están creando con esa acción un hecho
etnográfico adicional que Lupo observa y analiza. Esa aculturación de los
jóvenes es un hecho cultural en la cultura que Lupo observa y usa a modo, no ya
de salvavidas para su propia inmersión, sino –por seguir con el mismo juego de
metáforas– como si de un submarino nativo se tratase, como si Lévi-Strauss se
sirviera del estómago del rey de las focas para sumergirse con menor riesgo en la
Gesta de Asdiwal y, con su ayuda, comprender mejor el sentido del mito
americano. Se trata, sin duda, de una sofisticada estrategia de campo que rinde
frutos inteligentes. Cabe, por tanto, multiplicar la división de la distancia entre
sujeto y objeto cuando el espacio entre culturas se acorta y lograr así la creación
de un nuevo punto de vista crítico. Negar esa posibilidad, cuando los hechos
prueban lo contrario, nos recuerda la paradoja del estadio infinitamente dividido
e imposible de recorrer de Zenón de Elea. La experiencia de campo de nuestros
colegas en distintos contextos etnográficos occidentales, europeos incluso,
confirma la posibilidad de dicho recorrido o inmersión sin naufragar
necesariamente.

Cierto es que, cuanto más próximo resulta el estilo cultural observado, más
difícil parece el logro de esa atención intensificada. De una posición entre los
observados y el observador marcada por el lastre tradicional entre lo simple y lo
complejo, que tanto pesó en la Antropología desde sus orígenes, pasamos ahora a
nuevas situaciones de campo caracterizadas no solo por la igualdad o incluso la
identidad cultural entre ambos lados, sino incluso a muchas situaciones en las que
la desigualdad se invierte y la posición del etnógrafo resulta en varios sentidos
cualificada por cierta inferioridad en relación con el mundo que ha de observar.
En los nuevos contextos urbanos, si el antropólogo no se limita a observar
campesinos emigrados, minorías étnicas, etc. sino que se propone como meta
comprender el mundo de la empresa, del arte, de la política, la sanidad o la
cirugía, de la alta sociedad, o cualquier otro ámbito en el que con igual fuerza
irrumpe nuestra cultura, pero del que normalmente quedan alejados los

 Lupo, A. 1998: Los cuentos de los abuelos. Un ejemplo de constitución de la memoria entre los nahuas de la 
279

Sierra Norte de Puebla, México. Anales de la Fundación Joaquín Costa, Nº 15. Huesca.p. 271.

                                                           158
funcionarios de nuestras universidades, percibirá con claridad esa diferencia de
un modo completamente distinto al que percibió en los contextos de campo
tradicionales. Desde que el Profesor J. García Castaño se doctorase en 1989 con
un estudio de campo sobre su propio Departamento bajo el título: “Transmisión
cultural en una institución educativa universitaria. Análisis antropológico de las
relaciones docente-discente”, o con el reciente estudio de J. A. Fernández de
Rota280 en el seno de los departamentos universitarios norteamericanos, la
igualdad entre observador y observados ha ido ganando nuevo espacio. Quizá esa
igualdad facilitaba un acceso a la persona de los informantes no exenta de
tensión. Con todo, como reconoce Piasere,

“en la sociedad del etnógrafo occidental este acceso está altamente controlado
desde todos los puntos de vista: los especialistas son accesibles solamente bajo cita
y a menudo tras meses de espera; incluso los amigos son solo accesibles mediante
cita telefónica y acordando los tiempos; los desconocidos son accesibles bien bajo
cita o bien mediante rígidos trámites rituales”281.

Pero el problema no reside solamente en el tiempo adicional que ralentiza la


investigación, los trámites y ritualización del acceso, sino en la desigualdad que
puede llegar a impermeabilizar a los informantes que necesitamos contactar. Si
bien esa misma dificultad u opacidad para la observación es, sin duda, un primer
dato relevante, pues nos informa de como nuestra cultura defiende la intimidad
de la gestación de las decisiones y del hogar del poder, no por ello podemos
conformarnos con datos tan opacos si queremos que el trabajo de campo rinda
sus frutos en contextos occidentales de la modernidad.

Todo grupo humano ha marcado siempre sus fronteras de una manera


simbólica y ha establecido controles y dificultades de acceso. Las normas locales
son siempre una puerta de entrada controlada desde el interior de los grupos
humanos, pero en la medida en que es mayor el poder que ese grupo controla, el
acceso es siempre más difícil. Por otra parte, además del menor poder del
etnógrafo ante especialistas cuyo saber no domina el antropólogo o cuyo nivel
social clasifica al propio del observador como de menor rango, debemos contar,
como principal dificultad, la de hallar el lugar epistemológico adecuado para

 Fernández de Rota y Monter, J.A. 2012: Una etnografía de los antropólogos en EE.UU. 
280

Consecuencias de los debates posmodernos. Madrid, Akal.
281
 Piasere, L. op. cit. p. 144­145.

                                                           159
poder desplegar la observación. Sin duda, las situaciones de campo y las
dificultades halladas son muchas y muy variadas. De hecho Piasere recorre la
amplia serie de posibilidades, pues “la interacción es un continuum de
situaciones que van desde la negociación más extensa al placer más intenso, de la
contratación más consciente a la empatía más inconsciente”282, a las que añade
aquellas otras formas emic categorizadas por los propios actores según la cultura
de su contexto: la keneh o resonancia de los balineses, como “aquel sentir-pensar
que permite captar no los <<discursos>>, sino lo que la gente realmente dice” 283,
aquellos “modos de ser en el mundo y de actuar en el mundo, solo mediante los
cuales los conceptos nacen vivos”284, así como distintas formas de entender y
practicar la empatía285.

Sin duda la inmersión, la empatía, la resonancia, la negociación, el diálogo,


la observación consciente y la impregnación inconsciente, y mil maneras más de
aprovechar la convivencia con los actores como fuente de etnografía nos nutrirán
de datos que habrá que someter a un nuevo esfuerzo hermenéutico. Todo ello se
tensa y resulta más difícil en los nuevos contextos urbanos y complejos de
nuestra más actual modernidad. Son estrategias clásicas de la Antropología que
ayudan a penetrar el universo cultural que deseamos comprender. Pero cuando
ese universo es el nuestro, este mismo en el que estamos sin saberlo porque en él
ganamos el sustento y el espíritu que nos mantiene vivos intentando hacer
Antropología ¿cómo logramos esa inmersión de segundo grado, esa re-inmersión
intensamente consciente, que nos permita encarar el objeto que hemos estado
rehuyendo a lo largo de la historia de nuestra disciplina?

Nos resistimos al ensayo como si el intento mismo de cazar a ese que nos
mira cuando nos asomamos al espejo fuese un suicidio epistemológico que no
lograse desnudarnos. La solución hasta ahora adoptada ha sido usar las fracturas
sociales internas generacionales, profesionales, de clase y sus diferencias
culturales reconocibles de lengua local, del modo de vida, del estrato social, del
género incluso para, ubicándonos en la perspectiva de uno de los lados de cada
una de ellas, observar el otro, esto es, situándonos siempre en un lugar distinto
del de nuestros observados como salvavidas de la alteridad. Pero quizá al final
282
Ibid. p. 146.
283
Ibid. p. 148.
284
Wikan, 1992: Beyond the words: the power of resonance, in “American Ethnologist”, 19, 3, p. 471.
285
Véase Stein, E. 2004: Sobre el problema de la empatía. Madrid, Trotta.

                                                           160
pudiera tener algo de razón Zenón de Elea, ya que observando el objeto desde
esas fracturas y divisiones internas no terminamos de recorrer el estadio cultural
y llegar a la meta deseada. Ese temor epistemológico a encarar el problema se
funda, a mi entender, en un temor más hondo y vital, pues nos vemos forzados en
el empeño a escrutar y desvelar los fundamentos de nuestro propio pensamiento,
las imágenes que asumimos al creer en la realidad de la escena de nuestra
historia, en cuyo ambiente desempeñamos como actores el papel de
antropólogos. Por otra parte, no sabemos como acceder a los nichos del poder
que efectivamente pesan en la toma de decisiones que marcan nuestro más vivo
presente. Seguimos viéndolos como un objeto imposible para las modestas
herramientas de nuestra artesanía etnográfica. Quizá en ambos temores resida el
verdadero problema que embarga nuestro presente disciplinar.

Asumir ciertas imágenes y no acceder al contexto en el que se decide la


historia no son fenómenos inconexos. La dicotomía nosotros/ ellos siempre ha
resumido una historia de poder. Con la globalización, la alteridad se ha vuelto
interna, pero sigue siendo un resultado del poder, de la fractura interna que
provoca el poder que nos afecta. Quizá esas sean las dos manos con las que nos
rodea nuestra más próxima circunstancia: la del poder social y la de la propia
imaginación cultural. Nuestro mundo nos abraza desde atrás y nos tapa los ojos
con ambas manos mientras nos reta preguntándonos “¿quién soy?”. Y no tenemos
ni idea de cómo responderle. Eso es lo que debiera constituir nuestro más agudo
y difícil tema de observación. Ese cambio temático en el objeto de nuestras
antropologías nacionales, o en el conjunto de la comunidad científica, produciría
un verdadero salto en la modernización de la Antropología. Sin duda, es difícil
desarrollar un programa de investigación orientado directamente al corazón de
nuestras instituciones más altas y características. Su mera enumeración puede
resultar chocantemente utópica como campo para el modesto trabajo etnográfico
de los antropólogos: el interior de las corporaciones empresariales y financieras,
la vida interna de “los mercados”, el G20, los Think Tanks europeos y
norteamericanos, las instituciones internacionales como el Parlamento Europeo,
el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional, la FAO, o las instituciones
públicas y grandes empresas industriales de cada país, los centros de diseño y,
sobre todo, esa densa niebla difusa y penetrante que constituye, con sus
abundantes y sutiles imágenes, el paisaje de fondo que nos envuelve y abruma en
nuestra vida diaria. Si lo hacemos, reorientaremos la investigación etnográfica
hacia el amplio campo de nuestras desconocidas representaciones culturales,

                                                           161
hasta nuestras más hondas creencias seculares, y así podremos encarar
críticamente cuanto hallemos en el espejo de nuestra sensualidad y consumo, o
en las canciones con las que sondeamos el oscuro fondo de nuestras emociones,
o en el arte escrito, compuesto o filmado a tientas por quienes abren su
sensibilidad a los signos de este tiempo.

No será fácil acceder al interior de esas situaciones en las que los actores
toman las decisiones clave y desarrollar allí nuestra observación participante.
Para sumergirnos en tan altas piscinas habrá que adquirir la entrada que permita
el acceso a club tan selecto. Caro y difícil, pero no menos lo ha sido en ciencias
físico-naturales perseguir el Bosón de Higgs, la energía oscura, las supercuerdas
o, en biología, el genoma humano y, no obstante, nuestras sociedades financian
esos esfuerzos que lentamente abren el acceso a los secretos de la naturaleza. Si
nuestras sociedades aceptasen financiar un número mucho mayor de trabajos de
campo, si nuestras sociedades se convencieran de la distinta calidad de los datos
cualitativos obtenidos con paciencia en el interior de nuestras instituciones clave
y los etnógrafos pudieran seguir el hilo real de la toma de decisiones, si
estuvieran presentes en los despachos y se reuniesen, como propone la
investigación-acción participativa, con los actores al elaborar esas decisiones
podrían comprender los factores culturales, categoriales, creenciales y morales
que pesan como imágenes implícitas y configuran el marco del sentido de las
cosas. O si fuésemos capaces de convencer a un número creciente de actores en
esos contextos políticos y económicos de la necesidad de salir del propio mundo
profesional para verlo desde el que profesan otras ciencias sociales como la
Antropología y transformasen su unilateralidad disciplinar en interdisciplinar,
quizá entonces, al hacer más porosas las fronteras profesionales entre actores,
haciendo de los economistas no meros ejecutivos, sino observadores críticos de
su propio mundo, y educando a los antropólogos en economía, en derecho, en
ciencia y práctica política, en gestión de grupos y recursos; si hiciésemos real la
convivencia que siempre ha tipificado la observación participante en los nuevos
contextos en los que es real la vida occidental, moderna, compleja, o como
decidamos nombrarla, quizá entonces entenderíamos mejor nuestra cultura. No
fue algo diferente lo que hicieron los pioneros de nuestra disciplina. Desde
Malinowski a nuestros días, los antropólogos han tenido que aprender en el
campo no solo a convivir con los actores, sino ha encarar los retos que aquella
vida real suponía para quienes la sufrían. Si Evans-Pritchard tuvo que hacerse
vaquero como los Nuer ¿por qué no hemos de hacernos economistas, abogados,

                                                           162
ejecutivos o políticos y acudir a sus despachos, compartir sus círculos de
relaciones, vivir con y como ellos, del mismo modo que hicieron quienes
impulsaron en el siglo XX la Antropología Social? ¿qué hacemos observando a
distancia la vida que nos envuelve? ¿qué hacemos elaborando índices, pasando
encuestas o cruzando resultados cuantitativos cuando la cualidad relevante de lo
que sucede exige que la apresemos en su plena densidad contextual, cuando su
significado no pueden verbalizarlo los encuestados y hemos de inferirlo del
sentido de su acción?

Para ello tendremos que rescatar un lugar crítico desde el cual observar tras
el acceso y que nos permita destapar los ojos librándolos del velo categorial que,
en realidad, constituye el tema objeto de esa nueva observación que proponemos.
Siempre ha parecido imposible tirar con nuestras manos de nuestro propio peso
para saltar más allá y librarnos de nuestra propia sombra. Solo Peter Pan había
perdido su sombra y podía volar. Era un personaje de ficción, no un antropólogo
responsable. No es que el observador busque una pirueta epistemológica similar,
esto es, librarse de la mediación de la propia cultura para poder estudiar esa
misma cultura. Pero no desesperemos. No solo es imposible eliminar la propia
cultura, sino que además no es necesario. Max Weber y Caro Baroja nos sugieren
otra posibilidad. En realidad, es toda la tradición crítica alemana quien lo sugiere,
y cuyo rastro podemos seguir hasta los filósofos de la sospecha y, de nuevo,
hasta Vico o, como decía Caro, hasta los maestros griegos y romanos que
supieron dibujar las claves de la figura antropológica. Todos ellos se dieron
cuenta de que, en realidad, no cabe una ciencia sobre la cultura y el hombre sin
un compromiso con alguna imagen de lo que fuere el ser humano, aunque no se
formule explícitamente, pues siempre queda como figuración antropológica en el
fondo del observador.

No cabe una observación sin categorías, pues es desde ellas como


observamos. En realidad, esa pretensión a-categorial esconde una preocupante
imagen del hombre desde la que, de hecho, se observa: aquella que imagina al
hombre como un conjunto espacio-temporal, físico-químico, como un mecanismo
libre de toda valoración. Esa supuesta neutralidad objetiva de la observación no
es realista, sino, como veíamos al inico del libro, fruto del miedo a encarar el
esfuerzo responsable de mover el propio horizonte ante la disparidad del ajeno.
Al buscar una asepsia plena en la observación, para evitar un posible error
etnocéntrico o subjetivo en la interpretación, se está dejando, de hecho, a salvo,

                                                           163
resguardado, el conjunto de categorías, valores y creencias con las que choca
cuanto observamos. Es así como nuestro propio horizonte cultural, tan
tímidamente puesto a buen recaudo, nunca sufre el reto de la alteridad cultural,
nunca sentimos la necesidad de moverlo ampliándolo para alcanzar, como decía
Gadamer, un nivel superior en el que quepa lo propio y lo ajeno como versiones
equivalentes de humanidad. Nunca podremos, de ese tan prudente o aséptico
modo, lograr la fusión de horizontes en la que consiste la comprensión, esto es,
así nunca comprenderemos nada que valga la pena. Hemos de aceptar el reto de
encarar significados con los instrumentos con los que se gesta la significación en
nuestra propia tradición, y estar dispuestos a modificar esa concepción nuestra.
Solo entonces superamos el etnocentrismo, pues solo al cambiar críticamente la
comprensión de la propia cultura podremos comprender la ajena. La observación
lleva al diálogo, pues solo en ese intercambio percibimos. Esa observación
destacará la reciprocidad de las diferencias culturales y, en ese destacar una ante
la otra, podremos precisar el perfil de una y otra figura de valor, lo que hay en la
propia y en la ajena como causantes de la diferencia, que es lo que buscamos
comprender. Si hay algo que queremos observar, somos nosotros los que nos
hemos de mover para lograr el lugar humano desde el que cabe percibir aquella
historia ajena, y eso siempre será incómodo y arriesgado.

Tanto Heisenberg como la Física Cuántica dejaron ya constancia del


carácter dependiente, creador, de toda observación. La ciencia se funda siempre
en presupuestos. En el caso de nuestra disciplina esa figuración de lo humano es
cambiante. Lo exige la propia historia como creadora de esa figura en marcha,
siempre inacabada. Lo que Weber llamó relación de valor, Caro lo ampliaba,
más allá de una u otra idea de valor, al conjunto entero de la figuración
antropológica, a aquella idea de Dilthey del ser humano como este ser que
quiere, siente y representa. Quizá el logro de los clásicos haya que precisarlo en
términos del horizonte de nuestra época, y no me refiero solo a los clásicos de la
Antropología que tan seriamente han estudiado Fabio Dei o Alessandro
Simonicca286. Las figuras de Héctor y Aquiles, Ulises, Antígona, Electra, Sócrates
y demás héroes encarnaron una imagen del hombre con la que cabía comparar los
hechos de los hombres reales observados en el trabajo de campo. Aquella
creación, que nació ya de la inferencia –de una inferencia poética, creadora–

286
 Dei, F. 1998: La discesa agli inferi. James G. Frazer e la cultura del Novecento. Lecce, Argo. 
Simonicca, A. e Dei, F. (curatori) 1998: Simbolo e teoria nell'antropologia religiosa. Lecce, Argo.

                                                           164
permitía una comparación crítica, un contraste que, de acuerdo con Gadamer,
permitía destacar en lo observado cuanto resultaba así relevante, significativo.
Los valores ideales tienen ahora otra figuración porque el cambio de la historia
ha ubicado en otro lugar la exigencia y el reto al que tenemos que responder; sus
portadores llevan hoy un ordenador bajo el brazo y hablan inglés. D. Quijote y
Sancho viajan por internet o se comunican, como los nahuas que estudia Lupo,
con móviles que llevan sus mensajes surrealistas hasta el cielo. Dante baja hoy al
infierno de la crisis y no encuentra en nuestras ciudades palabras con las que
construir su poema. Aunque aquellas figuras clásicas se encarnan en imágenes
diferentes, matizadas por el cambio de época, aunque el viaje, el cielo y el
infierno estén ahora en otra parte y hacia ella rememos todos en el mismo barco,
el ejercicio crítico sigue siendo posible si, pertrechados con la imagen adecuada,
nos adentramos en los despachos y cruzamos la línea roja en la que se juega hoy
la vida de los hombres.

                                                           165
Capítulo VI

1812 y el imaginario europeo

Decía C. Lévi-Strauss que no hay diferencia de objeto entre la Historia y la


Etnología aunque, de hecho, constituyen especialidades y comunidades distintas.
“La célebre fórmula de Marx: 'los hombres hacen su propia historia, pero no saben
que la hacen' justifica, en su primer término la historia, y en su segundo, la
etnología”287. Para el maestro francés era precisamente el cambio histórico, la
sucesión de los acontecimientos, lo que permitía extraer la estructura subyacente
como un esquema inconsciente cuyo papel consistiría en imponer formas a un
contenido. Así, el contenido de la experiencia se digiere como un significado
asimilable, como algo que podemos vivir por estar ordenado en términos humanos.
De ese modo, las indicaciones obtenidas “son tanto etnológicas cuanto históricas,
porque van más allá de los testimonios […] Ambos [historiador y antropólogo]
siguen en el mismo rumbo [ si bien...] bajo modalidades diferentes […] el etnólogo
marcha hacia adelante, tratando de alcanzar, a través de un consciente que jamás
ignora, un sector cada vez mayor del inconsciente […] mientras que el historiador
avanza, por decirlo así, mirando hacia atrás” 288. En realidad “se trata –según Lévi-
Strauss– de una diferencia de orientación y no de objeto […] El interés del etnólogo
recae sobre todo en lo que no está escrito […] porque su objeto de interés difiere de
todo aquello que habitualmente los hombres piensan en fijar sobre la piedra o el
papel”289.

Las ideas citadas, por adaptarlas al saber contemporáneo y al tema que nos
ocupa, resultarán modificadas, pues al observar la cultura de hace doscientos años
necesitamos ir más allá de los testimonios que aportamos. Para interpretar el sentido
que encierran en su fondo frente al horizonte de su tiempo, orientamos al revés la
mirada antropológica, hacia el pasado, en torno a 1812. Veremos algunas imágenes,
narraciones y música que dejaron –dibujadas o escritas– otros observadores sobre el

287
Lévi­Strauss, C. 1968: Antropología estructural. Buenos Aires, Eudeba, p. 24.
288
 Ibid. Pp 24­25.
289
 Ibid. p. 25.

                                                           166
papel. Con todo, dado el modo artístico en el que Goya, Mª Shelley y Beethoven se
expresaron, su observación de la época difiere efectivamente de todo aquello que
pensarían explicitar de un modo oficial, impreso o escrito, el común de los hombres
de entonces. Lo que tan sensibles observadores apreciaron en aquel tiempo ha sido
hoy muy difundido. ¿Quien no ha contemplado los Desastres de la Guerra que
grabó Goya, su Coloso o sus últimos dibujos? ¿Quién no ha leído la dramática
aventura de la criatura que, de la mano de Mary Shelley, creó el Dr. Frankenstein?
O ¿quien no ha escuchado la Sinfonia Eroica de Beethoven, su peculiar Sonata para
piano nº 32, opus 111, su Missa Solemnis, o sus últimas obras? Todas ellas fueron
creadas en la misma época en la que estuvo en vigor y se abolió la Constitución
española de Cádiz de 1812, un tiempo singular que vio nacer nuevos países al otro
lado del Atlántico, a la vez que España parecía enferma de muerte y Europa sufría el
rapto de Napoleón. Nadie veía con claridad hacia qué punto del horizonte se dirigía
la historia con el estruendoso paso de la revolución.

Aquel tránsito de la Ilustración al Romanticismo fue escrutado con innovadora


intensidad por el arte de dos sordos y una mujer radical y marginada en su
sociedad290, unos personajes que hoy son universales pero que entonces no sabían
que iban a serlo. Sus obras han contribuido a formar nuestro imaginario cultural con
mucha más fuerza que cuando nacieron como fruto de las búsquedas y empeños
expresivos de sus autores. No sabían qué historia cultural estaban construyendo.
Vivían en un mundo en transformación cuyo futuro nadie adivinaba. A pesar de ser
coetáneos, no hay constancia de que se conocieran. Goya no pudo escuchar las
composiciones que Beethoven solo oía en su imaginación y, posiblemente,
Beethoven no vio las pinturas de Goya ni, quizá, sus más novedosos grabados.
Aunque Beethoven usó el término Prometeo, no se refería al de Mary Shelley, sino a
su idealización del héroe que Napoleón defraudó. No hubo acuerdo entre quienes,
desde su sordera, sintieron un mismo tremor al otear aquel borroso amanecer en el
horizonte de su época.

Sin duda, Europa y América estaban más pendientes de la Revolución y de


Napoleón que del grupo encerrado en Cádiz o del texto constitucional español. Una
minoría, cultivada en la Universidad de Salamanca, ayudó a “que triunfara en 1812

 No solo por ellos, obviamente, pero no tengo aquí más espacio. Es claro que, desde el inicio del 
290

proceso modernizador, todos los grandes pensadores y artistas se han ocupado de ese oscuro proceso de 
gestación de la figura antropológica en el seno de la historia. Lo que Goya y Beethoven emprenden tiene una 
continuación, distinta a su vez, en Schopenhauer, Nietzsche, Stevenson, Freud, Jung, Picasso, Kandinsky, 
Schoenberg, etc.

                                                           167
el principio de libertad en la búsqueda de la verdad”291, mientras la mayoría de los
españoles eran analfabetos y desconocían el contenido e incluso el sentido del
término Constitución. Fue el teatro, con “más de trescientas piezas entre 1805 y
1840 […] un medio eficacísimo para el adoctrinamiento sobre el texto
constitucional, bien a favor, bien en contra”292. Con todo, el aire popular de aquellas
obras distaba mucho del idealismo liberal de los constituyentes; su sencillez
didáctica resultaba más acorde con el desenfado de quienes cantaban en Cádiz ante
los cañones franceses: “Con las bombas que tiran / los fanfarrones / se hacen
las gaditanas / tirabuzones”.

Ni los constituyentes ni el pueblo, aun siendo protagonistas de


su historia, comprenden el total de las contraposiciones del
momento. En unos y en otros había liberales y absolutistas,
hombres modernos y tradicionales, ilustrados y románticos,
afrancesados y patriotas, creyentes o no, y tanto gritaron ¡viva la
Pepa!, como ¡vivan las caenas!. Cuanto sucedía tenía dimensiones
locales e internacionales y, aunque el tiempo sea irreversible,
aquellos héroes fracasados obraron el milagro de andar sobre la
historia en todas direcciones. No es que estuviesen perdidos, sino
que andaban buscando una solución mediante prueba y error, en
pos de un sentido invisible cuya figura moldearon al tantearlo a
ciegas tantas manos. El imperio español se adentraba en la
historia rompiéndose en pedazos con su primera constitución bajo
el brazo, mientras empezaban las máquinas de vapor a impulsar
el transporte, se inventaba la fotografía y un nuevo Prometeo
nacía de las manos de una mujer. La revolución no solo era
americana y francesa, sino industrial, y con una demografía
creciendo (+0'56% anual) en España como en Europa, a pesar de
las guerras.

Más allá de la historia y política de la monarquía española,


cabe contemplar la Constitución de Cádiz como un logro que

291
 Marichal, J. 1995: El secreto de España. Ensayos de historia intelectual y política. Madrid, Taurus, p. 
24.
292
 Romero Ferrer, A. 2012: Escribir 1812. Memoria histórica y literatura. De Jovellanos a Pérez 
Reverte. Sevilla, Fundación Lara, pp. 113­114. Agradezco a Pedro Cerezo, José Álvarez Junco y Pau Sanmartín
Ortí su tan generosa y amable aportación bibliográica.

                                                           168
emerge del trasfondo más amplio de la época. Ese trasfondo
abraza con su horizonte las miradas coincidentes de la pintura, la
música y la literatura; miradas que intentaban coger el paso de la
historia para precisar las imágenes que la velocidad de los hechos
desdibujaba. Aquellas sombras que Ortega veía al señalar que “las
decadencias, como los nacimientos, se envuelven históricamente
en la tiniebla y el silencio”293, no solo se esclarecen sumando los
hechos que las componen o hallando su frecuencia o su mayoría,
sino que piden un diagnóstico que destaque el sentido –siempre
escaso– entre tantas direcciones posibles para el futuro de la
historia. No pretendo ofrecer yo mismo un diagnóstico, sino
advertir del que hicieron los artistas. Así, si el retrato que hizo
Velázquez del papa Doria era tropo vero, y Gertrud Stein acabó
pareciéndose al que de ella compuso Picasso, es porque, como
también vio Kant en la Revolución Francesa a pesar del horror del
Terror, se trataba de obras o experimentos “en la dirección
correcta”294. Hoy sabemos que las Cortes de Cádiz tomaron el
camino correcto. Siempre es después cuando vemos en el pasado
nuestro presente como un destino. El mérito fue verlo en 1812. No
es que el arte del momento fuese visionario y su esperanza se
anticipase como una verdad futura, sino que lo que la historia
confirma lo vieron ya los buenos artistas porque su observación
fue selectiva, cualitativa. Bastan dos puntos para trazar una recta
y, de entre la nube de puntos con su aparente tendencia, ellos
acertaron al elegir esos puntos y no otros para trazar con sus
obras la dirección del futuro. Eligieron bien porque supieron ver
más allá de la abundancia de los hechos su significado, porque
dejaron que la realidad les hiriese y escucharon su interna
reacción al golpe de la época. Goya, Shelley o Beethoven no
estudiaron la legislación constitucional, no eran historiadores y no
se pronunciaron con sus obras de un modo expreso a favor del
texto o de la revolución, pero fueron capaces de comprender
sentidos posibles en medio de los hechos expresivos de la pugna

 Ortega y Gasset, J. 1987 (1923): "El tema de nuestro tiempo". Madrid, Revista de Occidente en 
293

Alianza Editorial, pág.180.
294
 Berlin, I. 2000: Las raíces del romanticismo. Madrid, Taurus, p. 110.

                                                           169
entre dos imaginarios sociales, el tradicional y el moderno. Con
todo, su trayectoria vital y su obra se inclina a favor del trasfondo
moderno –entre ilustrado y romántico, por difícil que resulte la
síntesis– en el que nace la Constitución de 1812. Sus reacciones
fueron suyas como sujetos, pero no cabe entenderlas como
meramente subjetivas. Y fueron reacciones geniales, sin duda, por
su intensidad, por su rigor y exactitud en el reconocimiento de lo
que contemplaban en su conciencia de la época. Ahí reside su
excepcional capacidad artística. Como nos recordaba Ramón
Gaya, “un pintor es un hombre […] igual que los otros, pero más
gravemente, más vivamente herido por la realidad” 295. Con todo,
el lugar en el que se ubicaron para recibir aquella herida y
contemplar lo que la causaba no era solo suyo. Miraron su época
desde una imagen del hombre en la que las ideas de libertad,
necesidad, autonomía, soberanía, dignidad, igualdad, fraternidad,
heroísmo, naturaleza, mecanismo, moralidad, interior y exterior
humanos, unidad o complejidad del alma estaban cambiando;
pero ni en un lado ni en el otro del cambio estaban solos, sino
compartiendo con sus contemporáneos todo ello, por oscuro que
resultase en ese tránsito de las Luces al Romanticismo. El anclaje
de su mirada en aquellos valores culturales, y no solo su
genialidad, les permitió captar la relevancia de los puntos que
finalmente eligieron para trazar su recta.

La Constitución de 1812.

Hoy valoramos y celebramos el hecho constitucional pero, tal y


como reza su texto, en 1812 todavía no se logra la libertad de los
esclavos, ni el voto para las mujeres, y el ejercicio de los derechos
ciudadanos se suspende, como establece su artículo 25, “por el
estado de deudor quebrado o de deudor a los caudales públicos”
(Segundo), “por el estado de sirviente doméstico” (Tercero), o “por
no tener empleo, oficio o modo de vivir conocido” (Cuarto),
estados que así quedan equiparados al “procesado
criminalmente” (Quinto). Es más, las Juntas electorales de
parroquia, de partido o de provincia, una vez constituidas y
295
 Gaya, R. 1989: Sentimiento y sustancia de la Pintura. Madrid, Ministerio de Cultura, p. 42.

                                                           170
reunidas, pasarán a la parroquia, a la iglesia mayor o a la catedral,
para celebrar o cantar una misa solemne de Espíritu Santo por el
eclesiástico de mayor dignidad, como señalan los artículos 47, 71
y 86. Los diputados de las Cortes juraban sobre los Santos
Evangelios “defender y conservar la religión católica, apostólica,
romana, sin admitir otra alguna en el reino [...así como] guardar y
hacer guardar religiosamente la Constitución política de la
Monarquía española” (art. 117). Aunque la Constitución
consagraba la división de poderes, la libertad de escribir, imprimir
y publicar (art. 371), y el artículo 366 establecía “escuelas de
primeras letras, en las que se enseñará a los niños a leer, escribir
y contar”, sumaba a dicha formación la enseñanza del “catecismo
de la religión católica” junto a “una breve exposición de las
obligaciones civiles”. Conviene recordar que la Inquisición no
desapareció hasta 1834 por decreto en la regencia de María
Cristina.

Con todo, a pesar de la clara continuidad monárquica y


católica de la Constitución, de sancionar una libertad y ciudadanía
limitadas a los hombres libres, de contemplar diferencias internas
de hecho entre los actores sociales (ciudadanos o no, nacionales o
extranjeros, sirvientes domésticos o no, con empleo, oficio o sin
ellos) más allá de “una simple igualdad ante la ley” 296, el impacto
constitucional funda su fuerza, sobre todo, en que “la soberanía
reside esencialmente en la Nación” (art. 3) y por ello le pertenece
“exclusivamente el derecho de establecer sus leyes
fundamentales” (art.3). Fernando VII es rey de las Españas “por la
gracia de Dios y la Constitución”. Es más, según el artículo 2, “La
Nación española es libre e independiente, y no es ni puede ser
patrimonio de ninguna familia ni persona”. Es, quizá, esta
desprivatización de la soberanía, si cabe la expresión, el paso el
fundamental, pues encarna el milagro de nacer después de la
infancia, un paso aparentemente imposible en el tiempo, una
ruptura en la representación de la legitimidad que convierte al
súbdito en adulto, sin otra paternidad de ese nacimiento que “la
296
 Montero, J. (Ed.) 1998: Constituciones y códigos políticos españoles, 1808­1978. Barcelona, Ariel, p. 
15.

                                                           171
reunión de todos los españoles de ambos hemisferios” (art. 1) libre
e independiente, que es como define la Constitución de Cádiz a la
Nación española. Aquella suma guiada por el saber de algunos
universitarios de Salamanca, persiguiendo el bien de toda la
nación, creó su propia orfandad al arrebatar, como Prometeo, su
soberanía al rey en su ausencia, encerrados en el extremo sur de
la península y rodeados por un ejército hostil.

No fue perfecta la criatura que crearon. Quisieron con ella


insuflar una vida más feliz a un cuerpo que sumaba partes del
pasado y de un porvenir imaginado. Gritaron su ¡viva! y vivió, más
sobre el papel y la memoria que en el tiempo de los hechos. Al
saber de sus debates en las Cortes, las críticas se dividieron. Unos
entendían que “las modas francesas han corrompido las
costumbres […] con las pelucas y los coloretes, han venido la
falsedad del trato, la deshonestidad, la irreligión, el descaro de la
juventud, la falta de respeto a los mayores, el mucho jurar y votar,
el descoco e impudor, el atrevimiento, el robo, la mentira, y con
estos males, los no menos graves de la filosofía, el ateísmo, el
democratismo y eso de la soberanía de la nación que ahora han
sacado para colmo de la fiesta”297. Otros se temían que “eso de la
soberanía de la nación que han inventado ahora […] nadie lo
entendía; eso de la soberanía de la nación, si se llega a establecer,
va a traernos aquí otra revolución como la francesa”298. Frente a
ello no faltaba quien pedía “trescientos años de soberanía de la
nación, y veremos si se cometen tantos excesos, arbitrariedades y
desafueros como en trescientos años que no la ha habido”299. O,
desde la ironía, se confiaba en otro siglo de oro, donde “no va a
haber injusticias, ni crímenes, ni borracheras, ni miserias, ni cosa
mala alguna, pues para que nada nos falte, en vez de Padres de la
Iglesia tenemos periodistas; en vez de santos, filósofos, en vez de
teólogos, ateos”300.

297
 Pérez Galdós, B. 2010: Cádiz. Episodios Nacionales, 8. Primera serie. Madrid, Alianza, p. 42.
298
 Ibid. p. 44.
299
 Ibidem.
300
 Ibidem.

                                                           172
Las dos Españas que Goya sugiere en el Duelo a garrotazos de
su Quinta en 1820, se perciben también en quienes apoyan o
critican a Muñoz Torrero o al obispo de Orense, en los favorables a
la luz de la razón, frente a la de las hogueras de la Inquisición,
como recoge Pérez Galdós al describir las sesiones de las Cortes
entre enfados y desenfados. Galdós se funda en una amplia
documentación, y da detalles ambientales que reflejan las
categorías culturales populares desde las que se contemplaron los
históricos debates. Así se preguntan sus personajes si el rey
“¿vendrá también a predicar aquí?” o “¿en qué consiste eso que
dicen de que con las Cortes hay libertad?”301. Debatir en las Cortes
se les representa como un híbrido entre el teatro y la iglesia,
donde la realidad y el ensueño se mezclan entre bombas y
tirabuzones, fanatismo y cordura, la dignidad y la indignación,
Fernando VII y la soberanía de la nación.

Goya.

Mary Douglas nos ayudó a comprender que los monstruos


constituyen una imagen en la que recogemos híbridos que no se
ajustan a las categorías con las que clasificamos lo que
necesitamos discriminar para entendernos en nuestras relaciones
sociales ordinarias302. Rechazarlos o no depende, según Douglas,
de la experiencia colectiva en la negociación y en el traspaso de
límites y fronteras. En España, al menos desde Quevedo y
Gracián303, se han usado esas figuras con intención crítica y
moralizante. Así lo hace Goya, aunque lejos ya del barroco
conservadurismo de Quevedo y más afín a Gracián. En cualquier
caso, a pesar de esos precedentes, parece claro que la novedad
no encaja en las categorías de lo conocido y al intentar con ellas
comprender el sentido de lo nuevo, los artistas crean figuras que
ayudan a desvelar el futuro encerrado a modo de semilla en el

301
 Ibid. p. 142.
302
 Véase Douglas, M. 1975: Sobre la naturaleza de las cosas. Barcelona, Anagrama.
  Véanse  Quevedo,  F. 2001:  Los sueños, edición de Ignacio Arellano y Carmen Pinillos, Madrid,
303

Espasa Calpe, y Gracián,  B., 2000: El Criticón, edición e introducción de Carlos Vaíllo, prólogo de José
Manuel Blecua, Barcelona, Círculo de Lectores.

                                                           173
vientre de esos monstruos. También “el gusto constituye un
sistema y promueve una dinámica. No respeta los estilos, se
desliza en ellos y los atraviesa” 304, dice Valeriano Bozal, esto es, el
gusto de la época salta como el monstruo la frontera entre los
estilos porque necesita esa libertad para ver lo que nace más allá
de ella y decir lo que no puede callarse, sobre todo cuando “en
nuestro país también se produjo un cambio del gusto y […] ese
cambio se movía en la misma dirección que en los restantes
países europeo-occidentales”305.

De los Caprichos, publicados en 1799, dice Goya que “Su


Yntento sólo es desterrar bulgaridades perjudiciales y perpetuar
con esta obra de capricho el testimonio sólido de la verdad” 306. En
palabras de Ceán Bermúdez al anunciar los Caprichos, se pretende
“exponer a los ojos formas y actitudes que sólo han existido hasta
ahora en la mente humana, obscurecida y confusa por la falta de
ilustración o acalorada con el desenfreno de las pasiones” 307. Claro
que la verdad de Goya no es solo una verdad crítica con su
presente ya acontecido, esto es, con el pasado. Entre 1810 y 1820
graba los Desastres de la guerra; los Disparates y crea las Pinturas
Negras entre 1819 y 1823; su Coloso entre 1810 y 1817, sus
últimos Dibujos del Album Sepia F de 1812 a 1823, y los del Album
de Burdeos G y H o del H, ambos de 1824 a 1828. Si en Goya
destacan las obras de capricho sobre las de encargo, no es solo
por su libertad, sino también porque en ellas su crítica va más allá
del simbolismo explícito de sus imágenes, y permite detectar un
nivel más hondo de búsqueda y denuncia de una verdad implícita,
oscura y difícil de interpretar. Goya retrata su época sin
contemplaciones, sin arredrarse por decepcionar en su tiempo a
sus compatriotas al no cargar las tintas de sus grabados solo del
lado francés. La lista de vicios y falta de libertades que Goya

304
 Bozal, V. 1994: Goya y el gusto moderno. Madrid, Alianza Forma, p. 12.
305
 Ibidem.
 Pérez­Sánchez, Alfonso E. 1988: Goya. Caprichos­Desastres­Tauromaquia­Disparates. Madrid, 
306

Fundación Juan March, p. 56, sic.
307
 Pérez­Sánchez, A.E. op. cit. p. 30.

                                                           174
denuncia resulta coincidente con la de Blanco White: desde la
Inquisición y la ignorancia, hasta los abusos del poder sobre los
débiles o las mujeres, la brujería, la locura, los engaños y el
galanteo, y la más amplia gama de pasiones y miserias humanas.
Todo cuanto halla “en el oscuro rincón donde se ocultaban los
fantasmas”308 del interior humano sale a la luz como un sueño
cuando la razón duerme. Pero al hacerlo e ilustrarnos con dibujos y
grabados, se adentra en un expresionismo más romántico que
ilustrado, más moderno que rococó.

308
 Blanco White, J. 1972: Cartas de España, Madrid, Alianza, p. 83.

                                                           175
Goya toma el Torso Belvedere, modelo de belleza en el
Neoclasicismo de finales del XVIII, y completa con sus manos la
estatua que la historia ha roto. El nuevo Hércules, así resucitado,

                                                           176
lo asienta Goya como enorme Coloso sobre la curva del borde del
mundo, de noche y con luna menguante. Con el uso repetido de la
transformación de la belleza en un monstruo inhumano, Goya crea
un poderoso símbolo del ocaso que se afirma en el horizonte de la
época a modo de diagnóstico crítico, mucho antes que Nietzsche
le hiciese anunciar al loco en la Gaya Ciencia la muerte de Dios.
Sus ojos, como espejo del alma, o los cierra la muerte en el
Desastre Nº 37, o no son más que un agujero negro en el que se
sume la escasa luz del final de una época. Hasta su Diógenes
necesita un farol en pleno día –de nuevo como en Nietzsche– para
buscar el Hombre que no encuentra. ¿Acaso Goya, sordo desde
1793 (47 años) y viudo desde 1812, acosado en su vejez por la
Inquisición, solo dibuja ya para sí mismo su propia amargura, de
un modo similar a como componía Beethoven entonces? Sin duda
sus vivencias personales influyeron. Pero eso no es, en todo
artista, sino mero catalizador que facilita la reacción entre su
sensibilidad y la contemplación de la época; una parte –encarnada
y dolorosa– de la tinta con la que escriben o pintan sus obras; ni
causa ni foco de su atención; acicate y reto, en todo caso, con el
que aun aprendo, como afirma Goya en su último álbum. En
realidad, en “los dos últimos ciclos de grabados y […] dibujos de
sus álbumes tardíos, su verdadero tema es el mundo en ausencia
de Dios […donde] Goya se plantea un nuevo reto, el de encontrar
los medios de expresar no ya la presencia de lo sacro sino su
ausencia”309.

Con la Carga de los mamelucos o con los Fusilamientos del 3


de mayo y tantas otras obras, Goya hace un comentario bien
explícito de cuanto sufrió España en aquellos años. Esa verdad
terrible en ambos bandos, como también consta en sus Desastres
de la Guerra, ejemplifica el nivel explícito de su crítica. Con todo,
el lugar al que llega su mirada cuando escruta el impacto de los
hechos no es el de la decepción y amargura sino, más allá de
ellas, allí donde brilla el bien ausente que le hace apreciar la
negatividad de lo que observa; efecto luminoso, desvelador del
309
 Stoichita, V.I. y Coderch, A.M. 1999: El último carnaval. Un ensayo sobre Goya. Madrid, Siruela, p. 
94.

                                                           177
lado oscuro del alma humana que esos hechos descubren en la
compleja sensibilidad del artista y en el que se combinan dolor y
gozo de un modo que el discurso de la razón no aprehende. No son
meras razones del corazón. Por extrañas que parezcan sus
imágenes, Goya, como Shelley o Beethoven, se adentra un paso
en estancias del alma humana en las que la razón deja de ser
discursiva, activa y, puesta su conciencia en posición de escucha,
consiente pasivamente en atender a cuanto bajo ese impacto se
presenta. De ese modo, no solo inventa imágenes que encarnen
los monstruos de la oscuridad, sino que con ello muestra, a su vez,
la estructura del alma moderna, más rica en estancias o lugares
que aquella que heredaba de la tradición. Al visualizar con sus
dibujos la oscura contradicción de las vivencias, Goya hizo
concebible la moderna complejidad del interior humano que el
hombre antiguo rechazaba por entenderla como prueba de
posesión por espíritus ajenos al sujeto.

Pero se trata de un cambio que no es solo individual sino


colectivo, que tanto afecta al interior del sujeto como al ambiente
social, al ámbito cultural. La cita de la belleza del Hércules
Belvedere queda oculta tras la monstruosidad del Coloso para
hacernos comprender la profundidad y sentido del cambio que
está sufriendo la época. De la superficie explícita de los hechos de
la historia, Goya pasa al interior del alma del sujeto, de todo
sujeto, de todos, por tanto, y nos muestra el mal y el bien que se
dan juntos en la vivencia de una más plena libertad, del
perdimiento sufrido sin la seguridad de la tradición, de la tensión
entre las cadenas y la libertad, entre la soberanía popular y la
legal. El valor de la grandeza del héroe se recluye en una estancia
más honda de la imagen antropológica, y ahora solo se alcanza
tras escrutinio, más allá de la visible oscuridad de lo moderno
retratada en los Desastres de la guerra, y en la mirada del Coloso.
Solo sintiéndola se vislumbra el trazo de la recta oculta tras la
nube de los puntos explícitos de los hechos de la historia.

En sus últimos cuadernos no faltan dibujos de viejos y viejas


cantando y bailando. No constan ni letras ni música, pero en esos

                                                           178
días se oían canciones populares que criticaban la corrupción de
“los indignos con oro comprados / [que] van sirviendo a la odiosa
maldad”310, frente a los “nobles gaditanos, / digna estirpe [...] que
[...] de monstruos la tierra purgó”311. “Los límites que separaban la
música culta, la música popular y la música teatral eran muy
livianos, y las canciones continuamente pasaban de un corpus a
otro, pero […] lo importante es que estas canciones formaran
parte de la sociedad para transmitir los mensajes que ellas
contenían”312. Y en ellas, la imagen del monstruo inhumano se
repite junto a la esperanza de libertad cantada desde la orfandad
que sienten por la ausencia del rey. Son letras que, fieles a la
monarquía y al catolicismo, prueban, no obstante, la fuerza
todavía poco consciente de la soberanía del pueblo presente, más
que en la formalidad incomprensible de la ley, en la vitalidad de lo
popular. Los hechos y las imágenes del arte, en su brumoso
amanecer –incluso en su tensa contradicción– van por delante de
los discursos de la razón. Por ello es relevante que quienes cantan
y bailan, o se columpian, en los dibujos de Goya sean viejos y
viejas, descalzos y con las piernas desnudas, vestidos con
harapos, alegres a pesar de todo. Es el arte creador de Goya quien
afirma a la vez tan amarga y alegre vejez, quien subraya la vida
que –viva aun en el límite de la edad– muestra su soberanía de un
modo descarnado, grotesco y expresionista a la vez, turbador al
descubrir el empuje vital oculto a la conciencia ordinaria,
transgresor a luz de las normas sociales, presente no solo en la
intimidad del sujeto, sino observable en la esfera popular de la
vida social. Esa afirmación de vida la formula Goya en esos años
dramáticos y oscuros de la restauración del absolutismo y la
inquisición, tras los desastres de la guerra y la independencia de
los países americanos, cuando el mundo que estuvo vigente
desaparece tras el empuje ciego de la historia. Es entonces –con la
razón pasiva y receptiva, alerta todavía en el sueño del orden

 La Pepa, 2012: Cantemos a la 'Pepa': Canciones de la Constitución de 1812 y de la invasión 
310

napoleónica. Premio Manuel Alvar de Estudios Humanísticos 2012, p. 152.
311
 Ibid. p. 154.
312
 Ibid. p. 161.

                                                           179
lógico de su discurso ordinario, en ese más hondo nivel adiscursivo
del imaginario– cuando el temor por lo esperado y deseado y la
desazón ante la ausencia del suelo firme de las viejas creencias,
ahora zaheridas, desatan el dolor aun al gozar con el triunfo de la
libertad. El viejo se columpia sonriente sin nada bajo sus pies, sin
cielo en el que asegurar la cuerda que le sujeta. La vida, negando
la disyunción de nuestras categorías, afirma la unidad inescindible
de toda dualidad. Por eso pudo Goya decir Aun aprendo justo
cuando ya no quedaba tiempo para ningún todavía. Más allá de la
vejez y la guerra, exiliado y sordo, Goya ve los numerosos puntos
de la niebla que nubla el futuro y elige unir el bien y el mal para
trazar su recta en pos de esa verdad que le trasciende pues, sin
tiempo ya, todavía le queda qué aprender.

                                                           180
M. Shelley.

No está solo Goya en esa afirmación moderna de


trascendencia, más allá de la amargura del final de una época. Así
como su Coloso esconde bajo su tamaño monstruoso la memoria
de la belleza clásica destruida por los hombres al borrar, como dirá
Nietzsche, el horizonte, también la Criatura del Dr. Frankenstein, a
pesar de su fealdad, es un fruto de la ciencia, una creación de Las
Luces que dotó de fuerza y resistencia a un ser nacido adulto pero
en soledad y sin infancia. La Criatura confiesa que “cuanto más
aprendía más cuenta me daba de mi lamentable inadaptación”313.
La luz del conocimiento le duele tanto como le ilumina. En ambos gigantes, la activa
intervención humana une o completa la obra en sentido contrario a lo que el
desarrollo de la vida había producido: una hermosa estatua rota o miembros
humanos bien formados y seleccionados. La Criatura es una agregación de partes,
no el despliegue de una unidad, un ser roto en pedazos recosidos por la modernidad.
El saber ambicioso de Frankenstein se revela como Prometeo al negar la
exclusividad creadora de Dios, y hasta su propia obra, el monstruo, aconseja al final
de la novela: “busque la felicidad en la paz, evite la ambición, aun aquella inofensiva
en apariencia, de distinguirse por sus descubrimientos científicos”314.

Tampoco la ciencia conseguía contestar las muy humanas preguntas que se


formulaba a sí misma la Criatura: “¿Quién era yo? Ignoraba todo respecto de mi
creación y creador, pero sabía que no poseía ni dinero, ni amigos, ni propiedad
alguna; y, por el contrario, estaba dotado de una figura horriblemente deformada y
repulsiva; ni siquiera mi naturaleza era como la de los otros hombres. Era más ágil, y
podía subsistir a base de una dieta más tosca; soportaba mejor el frío y el calor; mi
estatura era muy superior a la suya […] ¿Era, pues, yo verdaderamente un
monstruo?”315. “Ningún padre había vigilado mi niñez, ninguna madre me había
prodigado su cariño y sonrisas […] mi vida pasada se había convertido para mi en
un borrón, un vacío en el que no distinguía nada. Me recordaba desde siempre con la
misma estatura y proporción”316. “¿Quién era yo? ¿Qué era? ¿De dónde venía?

313
 Shelley, M. 2004: Frankenstein o el moderno Prometeo. Madrid. Diario El País, p. 149.
314
 Ibid. p. 253.
315
 Ibid. p. 135.
316
 Ibid. p. 136.

                                                           181
¿Cuál era mi destino?”317. Con todo, la Criatura –cuya historia recuerda no solo a
Segismundo o al Golem sino a Job– distingue entre la verdadera creación y la suya
pues, pese a su queja y maldición del creador, reconoce que “Dios, en su
misericordia, creó al hombre hermoso y fascinante a su imagen y semejanza. Pero
mi aspecto es una abominable imitación […] yo estoy solo y todos me
desprecian”318.

A diferencia del Fausto (1773-1833) de Goethe, no es el pacto con el diablo,


sino la ciencia, la fuente de la desdicha. La ambiciosa creación de la ciencia, aun
seleccionando su materia prima y mejorando las capacidades humanas, dando a luz
a un ser adulto, pero sin la lenta y amorosa formación extrauterina de la familia, solo
logra una monstruosa imitación, y no consigue emancipar al ser humano de su
condición, de pasiones que le atan y privan de libertad, o de las radicales preguntas
que constatan la trascendencia de su naturaleza, situación y destino. A esa crítica
inicial, suma la novela en repetidas ocasiones críticas a la desigualdad social, a la
falta de libertad o incluso a la carencia de autonomía de las mujeres 319, recorriendo
buena parte de los temas que ocuparon los grabados y últimos dibujos de Goya. Las
esperanzas de la Ilustración encallan frente a los procedimientos de la
administración de justicia, y le hacen decir a Frankenstein “no hay esperanza […]
¡cómo odio las farsas e ironías de este mundo!”320, o, recitando a P. B. Shelley, “todo
es igual […] ya sea alegría o dolor […] ¡Nada es duradero salvo la mutabilidad!”321.
El trágico relato, tras la muerte del Dr. Frankenstein, termina con la decisión de la
Criatura de inmolarse y acabar con su propia vida, pues reconoce que “el mal se
convirtió para mi en el bien”322.

El arte recoge el final de una época y cambio de mundo con esa catarata de
imágenes que, por ser duales, traspasan los límites categoriales del mundo que se va:
un modelo tradicional de belleza que se oculta en la oscuridad del Coloso; un sabio
doctor que es tenido por loco323; una criatura monstruosa, asesina, que da sabios

317
 Ibid. p. 146.
318
 Ibid. p. 148.
319
 Ibid. p. 141.
320
 Ibid. pp. 93­97.
321
 Ibid. p. 111.
322
 Ibid. p. 255.
323
 Ibid. p. 233.

                                                           182
consejos y une tanta ternura como odio, y para quien finalmente el mal mismo se ha
transmutado en bien; un mundo nuevo donde la alegría y el dolor no pueden
separarse, y en el que el heroísmo es sospechoso; un mundo en el que el dictador
impone la libertad en la Europa que sus tropas sojuzgan y en el que, mientras los
constituyentes de Cádiz privan al rey de su soberanía y la dan a la Nación, el nuevo
emperador se corona a sí mismo y niega toda realidad a la referencia trascendente
que tradicionalmente legitimaba dicho gesto.

Beethoven.

“Durante los últimos años cuando Beethoven ejecutaba a veces 'era más
doloroso que agradable... Los desbordes de su fantasía llegaron a ser apenas
inteligibles. A veces apoyaba la mano izquierda sobre el teclado' y así ahogaba, con
un ruido discordante, la música que su derecha expresaba sensiblemente”324.
Afirmación y negación musical cuya suma a dos manos trazaba un complejo puente
sobre la distinción categorial tradicional. No fue Beethoven tan valorado por sus
ejecuciones –sobre todo tras su pronta sordera– como por la grandeza de sus
novedosas composiciones, y por una expresividad en la que no es difícil reconocer
una búsqueda coincidente con el expresionismo de Goya. Grandeza no solo heroica
y romántica, como atestiguan sus cartas al hablar de “humanidad y dignidad
humana, tolerancia, y libertad […] nobleza y sublimidad”325, sino innovadora a pesar
de su valoración del genio de Händel y Bach. Quienes le oyeron tocar atestiguan que
a veces “durante media hora se embebió en una improvisación cuyo estilo era
completamente variado y que se caracterizaba por los bruscos cambios de tonalidad.
Los entendidos estaban entusiasmados […] sus sentimientos eran más audaces,
dominantes y tempestuosos que serenos […] y, en aquellos momentos, se asemejaba
a un brujo adueñándose de los espíritus que él mismo había invocado” 326.
Beethoven, con su innovación, parece dar la razón a Schopenhauer al crear un
mundo en su composición que ni Cádiz ni Viena veían bajo las bombas francesas,
pues logra la representación de la voluntad, aquel paso del cogito ergo sum al volo
ergo sum que Isaiah Berlin propone como resumen del paso de la Ilustración al
Romanticismo327. Se trata de la misma vitalidad que empuja el baile, el columpio y el

324
 Solomon, M. 1983: Beethoven, Buenos Aires, Javier Vergara editor, pp. 372­373.
325
 Stanley, G. (ed) 2000: The Cambridge Companion to Beethoven. Cambrigde University Press, p. 26.
326
 Bouchet, E. 1991: Beethoven. Leyenda y realidad. Madrid, Rialp, p. 235.
327
 Berlin, I. op. cit. p. 133.

                                                           183
aun aprendo de Goya, de la energía sobrehumana de la Criatura, del espíritu que su
imaginación creadora presiente en la fuerza del vapor que impulsa el transporte o en
el ritmo de la caballería que cruza Europa. El arte percibe esa fuerza que empuja
como un viento la nube de puntos de la historia, y que Ortega interpreta –según
vimos– como “un deseo [...] que no está en nuestro arbitrio tener o no tener. Actúa,
por lo visto, en la historia una fantasía necesaria que imagina el porvenir del
hombre, lo dibuja como proyecto de ser, como vital programa. La realidad no es
sino la ejecución, más o menos torpe, de ese argumento” 328. También Bloch,
señalaba que, en la medida en que esa fantasía se carga de valor, “el objeto ideal,
actúa [...] como si [...] poseyera un querer propio que se dirige como un deber-ser a
los hombres”329. Es más, la fantasía que imagina la creación del arte resulta
necesaria porque posee la naturaleza poética de los mitos en los que se figura
nuestra fe.

A la enfermedad suma Beethoven, en 1804, la decepción que sufre por la


autocoronación de Napoleón, y a ellas debemos añadir la herida sufrida en su
valoración del héroe en 1809, cuando el bombardeo de Viena hunde su mundo social
y cultural más próximo. La Sinfonía Bonaparte cambia una marcha triunfal por otra
fúnebre y la titula de nuevo como “Sinfonia eroica, compuesta para festejar el
recuerdo de un gran hombre”. El ideal heroico sigue vivo en su obra y memoria,
aunque muera en los hechos políticos que contempla. Para Beethoven “la libertad y
el progreso son los principales objetivos en el arte y en la vida”330. De hecho, “el
tema de la salvación a través del arte aparece una y otra vez en las cartas y el diario
que usaba Beethoven en los años 1812-18”331. Con todo, heridas y decepciones no
hacen sino más patente el hueco dejado en la sensibilidad por la fuga del ideal. Si
Esto es peor, como titula Goya su terrible grabado nº 37, y caen Viena, Girona y
Zaragoza, la reacción no lleva solo a grabar el bombardeo (Estragos de la guerra,
nº 30) que luego inspirará a Picasso su Guernica, sino a afirmar también el valor de
Agustina de Aragón. El sueño necesario lo persiguen Beethoven y Goya más allá del
cambio en las formas que le imprime la historia, pues la moción que obedecen la
insta el bien común a esas formas, aquel ideal que convierte el destino en deseo, la

328
  Ortega   y Gasset,  J.  1981:  El  tema  de  nuestro  tiempo.  Madrid,   Revista  de  Occidente  en  Alianza
Editorial, p. 48.
329
 Bloch, E. 2004: El principio esperanza I. Madrid, Trotta, p. 205.
330
 Stanley, G. op. cit. p. 26.
331
 Ibid. p. 27.

                                                           184
representación en voluntad, y hace que esta, finalmente, logre objetivarse y se
represente en una Constitución, en un cuadro, en una novela o en una Misa Solemne.

Entre 1819 y 1823 compone Beethoven su Missa Solemnis. Son los años en los
que sigue trabajando en su Novena sinfonía y, en 1822, escribe su innovadora
Sonata para piano nº 32, Opus 111. Terminará la Novena en 1824, tres años antes
de su muerte. Se trata, por tanto, de obras finales, de plena madurez. De la Misa en
Re, dice Camille Manclair, que “resulta una obra completamente diferente de
cualquier otra y […] en su conjunto, da una impresión de monstruosidad”332. De
modo similar al Juicio Final de Miguel Angel en la Sistina, cuyas formas y colores
“escandalizaron a los papas; la Misa es incapaz de encontrar un puesto en un
templo, ya que ella misma es un templo bajo cuyos arcos vaga una deslumbrante
libertad […] Las variaciones en el ritmo se producen con tal fuerza que todo parece
haber sido improvisado en medio de un delirio”333. Son muchos los críticos que
veían las dificultades técnicas y corales de la Missa Solemnis y, más allá de ellas,
sentían una extraña inquietud lejos de la paz esperable en una composición religiosa,
de ahí que se haya tildado a veces de herética. De hecho, en las obras tardías de
Beethoven, se aprecia “un enfoque mental al mismo tiempo arcaico y prospectivo
[...que] se caracteriza por una exploración muy concentrada [...] de […] modos de
expresión que podían ayudarle a simbolizar esferas de la experiencia psíquica y
social […] inaccesibles para los procedimientos dramáticos […] Muchas de sus
características así como su 'sonido' carecen de precedentes en la historia de la
música”334. En su obra, “la incorporación de elementos 'seculares' derivados de
estilos musicales no litúrgicos […] ampliaron las posibilidades expresivas [...y]
originaron nuevos significados asociativos […] Beethoven sabía que no estaba
componiendo su Missa Solemnis en el estilo eclesiástico tradicional […] Beethoven
está rechazando […] las formas jerárquicas, y por implicación feudales. Beethoven
incorporó a las formas recibidas de la Misa un elemento móvil y cuestionador […] la
Misa Solemnis no persigue una conclusión heroica, trascendental […] la conclusión
[…] es enigmática”335. “Beethoven había osado permitir que la confusión del mundo
externo invadiese el sagrado dominio de la música religiosa. En este sentido, la
Missa Solemnis anticipa los problemas y las dudas de carácter teológico –así como

332
 Buchete, E. op. cit. p. 250.
333
 Ibidem.
334
 Solomon, M. op. cit. p. 361.
335
 Solomon, M. op. cit. p. 376.

                                                           185
la guerra entre ciencia y religión– que dominaría el campo de batalla intelectual del
siglo XIX”336.

Como Goya con su Coloso o Shelley con su Criatura unieron el bien y el mal,
la belleza tradicional y el nuevo horror, Beethoven, en sus últimas obras, une el
pasado y el futuro, lo religioso y lo secular, y somete a sus oyentes a un esfuerzo tan
heroico como su música. Rechaza la jerarquía y los modelos de un modo que
recuerda el alegato de Goya ante la Academia en favor de una plena libertad. En
ambos maestros el énfasis en la libertad obedece a un hondo respeto ante la
autonomía del sujeto como principio necesario en la búsqueda de la verdad. Frente a
una época que muere, Beethoven –como el Perro de Goya con su hocico al aire–
otea el horizonte del futuro que nace, y acude a las variaciones y a la fuga para
simbolizar “el proceso de nacimiento, la lucha dolorosa y exultante por la
realización y el paso a través del laberinto, del sufrimiento a la alegría” 337 en pos de
ese deseo orteguiano que no puede dejar de tener, como si el nacimiento de una
nueva Humanidad, de una nueva criatura, fuese una fantasía necesaria. Así se tiene
en vilo, con la esperanza del futuro, el vuelo de la vida.

También, como en el caso de los viejos risueños de Goya, destaca Rolland en


estas últimas composiciones de Beethoven “el humor de capricho turbulento, el
espíritu riente que brota de la textura de la fuga”338. Es más, con “el opus 111 insufló
por primera vez a la forma un contenido 'transfigurado', casi extático, y una
profundidad expresiva que indicó que había hallado en esta forma musical básica un
vehículo nuevo para su pensamiento musical más imaginativo. Así, la forma de la
variación se une a la fuga como una de las principales características del estilo
tardío”339. De hecho, la crítica ve en esta última Sonata nº 32, de dos movimientos,
un cambio de ritmo y de armonía que anticipan el swing y el jazz. En cualquier caso,
si Beethoven usa la variación en sus últimas obras, lo hace porque “la variación es
potencialmente el más 'abierto' de los procedimientos musicales, y el que ofrece
mayor libertad a la fantasía. Refleja la imprevisibilidad y el carácter azaroso de la
experiencia humana y mantiene viva la apertura de la expectativa humana”340. Con

336
 Ibid. p. 377.
337
 Ibid. p. 367.
338
 Ibidem.
339
 Ibid. p. 368.
340
 Ibid. p. 370.

                                                           186
todo, quizá fuese más exacto decir que esa peculiar composición de fuga y
variación, más que reflejar el azar de la experiencia, da cuerpo sonoro a la respuesta
inmediata, viva, de esa persecución que parte tras la vida que está viendo nacer en
su espíritu y que, en su novedad, todavía no ha dispuesto la cultura de su tiempo de
representación adecuada o suficiente. Por eso la creación es necesaria, pues da
forma a algo que todavía no está escrito. Y para ello el artista necesita una libertad
tan plena que libere todo obstáculo y abra paso a todas las energías de las que
dispone cuando contempla la verdad aun sin nombre. Por eso, también, la creación
reclama la atención de la Antropología, por ser un proceso tan humano y tan
histórico hacia delante, tan evolutivo.

Decía Bergson que “la alegría siempre indica que la vida ha triunfado, que ha
ganado terreno, que ha conseguido una victoria […] dondequiera que hay alegría
hay creación; cuanto más rica es la creación, más profunda es la alegría”341. No cabe
duda de que Beethoven, como todo gran artista, logró crear, pues cerró sus grandes
composiciones con la Novena Sinfonía que culmina con la Oda a la Alegría. En un
cuaderno de 1812 Beethoven tomó ya nota del texto de Schiller. Posteriormente,
modificó y resumió la versión de Schiller. No obstante, no termina su composición
hasta 1824 y, en su versión final, subraya la fraternidad universal bajo un Padre
Creador que hay que buscar “por encima de las estrellas”, la unión con la
naturaleza, la amistad, el heroísmo y la victoria. En el himno se repite “¡Alegría,
bella chispa divina […] Penetramos ardientes de embriaguez […] en tu santuario!
[…] Todos los hombres serán hermanos […] Se derrama la alegría para los seres por
todos los senos de la Naturaleza, todos los buenos, todos los malos […] Corred,
hermanos, seguid vuestra ruta alegres, como el héroe hacia la victoria. ¡Abrazaos
millones de seres! […] Hermanos, sobre la bóveda estrellada debe habitar un Padre
amante […] ¿presientes al Creador? Búscalo por encima de las estrellas! […]
¡Alegría, bella chispa divina […] todos los hombres serán hermanos bajo tus alas
bienhechoras”.

Mientras el texto de Cádiz convertía la felicidad de la nación soberana en tema


constitucional, la Novena hacía de la fraternidad universal y la alegría su tema,
encarnado musicalmente en el contraste entre “el arpegio de los acordes en re o si
bemol, las dos bases tonales de la obra, […] auténtico tema cíclico de la Novena
Sinfonía, [...y] el tema principal de la 'Oda a la alegría' […] Mediante el empleo de
contrastes más enérgicos […] Beethoven desecha el pasado […] de lucha, tragedia y

341
 Bergson, H. 1982 (1919): La energía espiritual. Madrid, Espasa­Calpe, pp. 32­33.

                                                           187
pérdida […] la 'tragedia', el 'drama satírico', la 'belleza de un orden demasiado
sublime para un mundo de acción', […y] en lugar de ellos formula su alegre
afirmación […Pero] la contienda entre la fe y el escepticismo, que hallamos en la
Heroica y en la Missa Solemnis, no ha concluido”342.

Tampoco ha cesado la razón que enfrentaba a la Criatura con la ciencia de


Frankenstein, ni la que tensaba el columpio de Goya entre la edad y la vida, o en sus
grabados entre el terror y la libertad, la oscuridad y la luz, o a los ciudadanos entre
la Pepa y las caenas. Con todo, aun nublados por las tormentosas nubes de la
historia, los artistas no han hecho oídos sordos al espacio que los truenos dibujaban,
y han sentido y escrutado el lugar del hombre en el significado de los hechos. Así lo
han esbozado, entre borrones y tachones, sopesando en cada trazo el acierto o la
distancia –todavía– que mediaba entre el sueño o el deseo necesario que veían en el
horizonte y su escaso logro en sus obras. Así aun aprenden, dejando fluir su libertad
en una variadísima fuga tras la figura humana que huye a toda prisa, difuminada por
la velocidad de la historia.

Ni la Constitución, ni el Coloso, ni el columpio, ni la Missa Solemnis, ni la


Sonata 32, ni la Novena Sinfonía nos dan la clave de la historia. La historia ha
seguido y, en realidad, tampoco el Romanticismo sustituyó, propiamente, a la
Ilustración. Mas bien se sumó, en tensa contradicción, enriqueciendo el panorama de
posibilidades que necesitaban los actores para seguir viviendo. Lo que sí lograron
esas obras es abrir camino en la dirección correcta. Todas ellas apuestan por la
libertad, la fraternidad, la soberanía popular, la trascendencia del mundo, de la
naturaleza, de la dignidad humana, y la alegría; todas afirman esos valores en formas
específicas propias de ese primer tercio del siglo XIX, cuando su figura no estaba
clara todavía y pervivía la esclavitud, la marginación de la mujer, la censura de la
Inquisición, la desigualdad, el terror y la guerra. Por eso fueron obras meritorias,
porque supieron ver cuando no era fácil, como ahora.

342
 Solomon, M. op. cit, p. 380.

                                                           188
CRONOLOGÍA
1746 – Nace Goya.

1749 – Nace J.W. Goethe.

1770 – Nace Beethoven.

1788 – Nace  A. Schopenhauer.

1793 – Sordera de Goya (47 años)

1804 – Sordera de Beethoven (34 años). Coronación del Emperador 

Napoleón. Sinfonia Eroica.

1809 – Sitios de Zaragoza y Girona. Napoleón bombardea Viena.

1810­1817 – Coloso.

1810­1820 – Desastres de la Guerra.

1811 – Independencia de Venezuela

1812 – Constitución de Cádiz. Viudedad de Goya.  Beethoven anota el 

texto de Schiller.

1812­1823 – Album sepia F.

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1820 – Riego proclama la Constitución. Schopenhauer entra unos meses 

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1823 – Cien mil hijos de S. Luis y abolición de leyes constitucionales del

trienio liberal.

1824­1828 – Album de Burdeos G., H.

1827 – Muere Beethoven.

1828 – Muere Goya.

1834 – Supresión de la Inquisición.

1843 – Nace E. von Hartmann.

1844 – Nace F. Nietzsche.

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