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Desaparecido en cabo cólera

John Berger

El descrédito de la palabra es hoy más que considerable. La mayor parte del tiempo los
medios comunican mentiras. Frente a un mundo intolerable, las palabras parecen tener muy
pocas posibilidades de generar un cambio. El poder estatal hace gala de una sordera congénita
y, por lo tanto –aunque los editorialistas lo olviden-, el terrorismo queda reducido a las bombas
y los secuestros.
El poder de la razón para desterrar la tiranía era, de hecho, apenas una ilusión. Del
mismo modo, creer que la pluma es mas poderosa que la espada es hoy un signo de relativo
privilegio. Las palabras se usan sistemáticamente para confundir.
Aún así, sólo podemos confesar nuestra confusión y nuestra impotencia, nuestra ira y
nuestras opiniones, con palabras. Con palabras nombramos aun nuestras pérdidas y nuestra
resistencia porque no tenemos otro recurso, porque los hombres están indefectiblemente
abiertos a la palabra y porque poco a poco son ellas las que moldean nuestro juicio. Nuestro
juicio, temido a menudo por quienes detentan el poder, se moldea lentamente, como el cauce
de un río, por medio de corrientes de palabras. Pero las palabras sólo producen corrientes
cuando resultan profundamente creíbles.
Una vez tuve un sueño. En el país del sueño se había aprobado un decreto obligatorio,
aceptado por todos: conforme a este decreto cada palabra, dicha o pensada, debía
intercambiarse con el efectivo de su significado. Era como si el lenguaje y su economía
hubiesen vuelto al patrón oro, de modo que toda moneda o billete era intercambiable por su
equivalente en oro. Si alguien pensaba “árbol” en ese país, el árbol debía aparecer. Al pensar
“árbol”, el árbol se hacía presente. Al pensar “mañana”, existía la mañana. No un proceso de
denominación y creación simultánea, como en el primer capítulo del Génesis, sino un modo de
hablar con aquello que las palabras significan. Las palabras, conforme al nuevo decreto, no
podían quedar exentas de significado: eran guardianas de sentido. Esto se aplicaba no sólo a los
sustantivos, sino también a los verbos, adverbios, etc. Cuando alguien pensaba “cavar”, el acto
de cavar se realizaba. Si se le agregaba el adverbio “tristemente”, aparecía la tristeza, clara como
el agua.
Por un largo tiempo en el país del sueño todos respetaban el decreto. Reinaba así una
gran claridad. Había cierta incomodidad debido a que el espacio comenzaba a resultar
insuficiente para todo lo que se decía y se pensaba allí. No había ya la confusión acostumbrada,
pero había superpoblación. Tentativamente, algunos decidieron ver que sucedía si algunas
palabras no se hacían efectivas. ¿Sería posible conservar la claridad con mayor economía? En
ese preciso momento, los pobladores hicieron un descubrimiento sorprendente. Como el
decreto se había cumplido durante tanto tiempo, todo lo que existía hablaba con la elocuencia
de todas las palabras, pensamientos, frases que ya se habían hecho efectivas. La gente
descubrió que vivía en un universo parlante en el que las palabras ya no eran necesarias.
¡El sueño utópico de un artesano de la palabra! Y, sin embargo, tal vez exista allí una
clave respecto de la claridad de las palabras y del modo en que un texto puede resultar creíble.
No podemos mirar la realidad a través de la escritura como si se tratase de un vidrio
limpio o sucio. Las palabras nunca son transparentes. Crean su propio espacio, el espacio de la
experiencia, no de la existencia. La claridad de la palabra escrita tiene poco que ver con el estilo
en sí. Un texto barroco puede ser claro; un texto simple puede ser confuso. La claridad, en mi
opinión, es el don de componer el espacio creado por las palabras en un texto dado.
La tarea de componer este espacio no difiere mucho del arte de amueblar y acomodar
una casa. El objetivo es similar: disponer con comodidad lo que corresponde a esa casa y dar la
bienvenida a los que la visitan. Hay textos acogedores y otros que no lo son. La hospitalidad y
la claridad marchan juntas. Pero ¿que significa “acomodar” aquí? Significa darle el espacio
adecuado a cada acontecimiento narrado. “Acontecimiento” significa en este caso aquello que
cobraría existencia si las palabras se hicieran efectivas. En la jerga semiológica: el significado,
por oposición al significante. Obviamente, el espacio requerido no es de índole física. Un
pañuelo puede requerir más espacio que una nube. Todo depende de la experiencia particular
que se narra.
Los acontecimientos vividos son ambiguos porque no hay experiencias aisladas y, por
lo tanto, un acontecimiento implica muchos otros. Un acontecimiento vivido – desde el punto
de vista de un purista- tiene malas compañías, es promiscuo. Quizá es precisamente allí donde
surge la diferencia entre la ciencia y el arte.
Tomemos un ejemplo extremadamente simple de ambigüedad en la práctica de la
narración. El barco zarpó del puerto. ¿Una aventura o una despedida? Desde el muelle la acción es
pasiva; desde el timón del barco, activa. Las palabras siguientes despejarán ciertas
ambigüedades y, al mismo tiempo, provocarán otras. Miró hacia el horizonte. ¿Un acto decidido o
un hábito? El chillido de las gaviotas le recordó a su padre, desaparecido en Cabo Cólera.
Cada acontecimiento, cada objeto requiere el espacio necesario para alojar sus
ambigüedades, y cada uno de los próximos debe reconocer las ambigüedades que ha eliminado.
La muerte del padre “reconoce” la partida del barco. La insinuación de que el padre era
un marinero o un pescador “reconoce” la mirada del hijo hacia el horizonte. Se establece un
diálogo mudo entre los acontecimientos. El problema de la narración no es, como se cree a
menudo, cuestión de “encontrar las palabras”, sino de elegir y ubicar los acontecimientos,
permitir o instigar ese diálogo mudo.
La complejidad de las elecciones necesarias, cuando se trata de un texto completo, haría
fracasar a la computadora más sofisticada porque nunca podría ser programada
convenientemente. El escritor, programado por su experiencia de la vida y de lo inarticulado,
acomoda de forma intuitiva, rara vez por cálculo. Se transforma en el instinto de preservación
de su propia escritura: un instinto que se aplica a mantener abierto el espacio para infinitas
ambigüedades recíprocas.
Cuando la atención del escritor se distrae con consideraciones de estilo, retórica o
gloria verbal, sus palabras, en lugar de contener, apenas evocan. Desde el momento en que
sólo repite hechos en lugar de imaginar la experiencia de esos hechos, su texto se reduce a un
documento.
La credibilidad de las palabras implica una dialéctica extraña. La disponibilidad del
escritor a la ambigüedad y la incertidumbre de una experiencia (aún la experiencia de la
determinación y la certeza) aporta claridad al texto y, por lo tanto, certeza. Es preciso que el
escritor abjure de las palabras para que, una vez abandonadas, se reúnan con el “objeto”, el
acontecimiento narrado, que de este modo adquiere elocuencia. El país de mi sueño era, de
hecho, la literatura.
La autenticidad en la literatura no proviene de la honestidad personal del escritor.
Existen grandes escritores que eran mitómanos. El escritor, como la mayoría del resto de los
mortales, no cumple por lo general con su palabra. Y, además, muchos escritores –no todos-
son excesivamente egocéntricos, ciegos a todo aquello que les da la espalda. El desconcierto de
los lectores cuando conocen a un escritor que admiran comienza probablemente con la
confusión que produce la verdadera fuente de su autenticidad. No se trata seguramente de su
honestidad o su sabiduría; menos aún de su devoción a la belleza o a la estética. Toda escritura
“bella” es oscura. La autenticidad proviene de una única fidelidad: la fidelidad a la ambigüedad
de la experiencia. La energía radica en el modo en que un acontecimiento lleva al otro. El
misterio no está en las palabras sino en la página escrita.
Hace poco tiempo, apareció un libro mío. Los editores me enviaron el primer ejemplar.
El diseño era tan malo, la composición tan descuidada, que el libro en sí, en lugar de darme un
pequeño placer, me llenó de tristeza y desaliento, como sucede a veces con la ropa sucia. Me
acompañaba mi hijo Jacob y decidimos quemarlo.
Arrojamos el libro al horno de leña que calentaba la cocina. Afuera nevaba. Unos minutos más
tarde, ya menos desalentados, observamos el libro mientras se consumía en las llamas. Las
líneas impresas, las palabras se volvían blancas, más blancas que el papel. Luego una página
entera se puso uniformemente incandescente, radiante de energía. Las páginas quemándose
eran como páginas ideales escribiéndose entre las llamas.
El escritor debe estar informado al máximo sobre aquello que escribe. En el mundo
moderno, donde miles de personas mueren a cada hora por obra de la política, no hay texto
que pueda comenzar a ser creíble a menos que esté moldeado por cierta conciencia y principios
políticos. Los escritores que carecen de ambos producen pura hojarasca utópica. La
perversidad imperdonable de nuestro fin de siglo radica en su inocencia.
Si hablo de misterio, no es para alentar la mistificación o la ingenuidad cultivada, sino para
señalar que la credibilidad de la escritura – y por lo tanto, su fuerza- deriva de un
reconocimiento mudo del misterio. La mayoría de las palabras que se aplican directamente al
misterio son hipócritas (en defensa de algún poder o privilegio) o sinceras, pero poco
convincentes.
Si a un escritor no lo mueve el deseo de la mayor precisión verbal posible, se le escapa
la verdadera ambigüedad de los acontecimientos. No es preciso “acomodar” lo amorfo; ocupa
la habitación (o el libro) como un gas. El escritor sólo puede abjurar de las palabras después de
haber pedido mucho de ellas. Y en ese momento, lo salva la elocuencia ambivalente del suceso.
Cuando ha terminado de escribir sus páginas, las ambigüedades recíprocas se reúnen
dando lugar al misterio. Las mistificaciones resguardan el poder. Los misterios protegen lo
sagrado. Cualquier escritor cuya palabra produzca la credibilidad a la que me refiero ha sido
movido por la sencilla convicción de que la vida misma es sagrada. Ése es el punto de partida.

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