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ALGUNAS CONSECUENCIAS POLÍTICAS

DE LA DIFERENCIA PSÍQUICA
ENTRE LOS SEXOS

FRIDA SAAL
¿Cuál es el sentido de la realización misma de este evento y de la
preparación de este volumen? Como todos sabemos, el "malestar en la
cultura" data del comienzo de los tiempos, mucho más de los cincuenta
años aquí evocados. Y si hoy nos reunimos lo hacemos centrados en
torno al nombre de Freud y a la profunda reflexión que le dedicara a la
cultura y su malestar.

Sería un contrasentido entender esta reunión como homenaje, ya que


nada parece más ajeno a una formalidad mundana que esa disección
que Freud nos legara de las condiciones mismas que generan dicho
malestar. Es excusa, sí, para la revisión de lo que cincuenta años puede
reconsiderarse de estas reflexiones, sea en el sentido de su
profundización, de su confirmación o de su rectificación. Único
homenaje congruente con la pasión analítica de la que queremos ser
herederos.

La elección del tema de la diferencia de los sexos ha surgido de una


exigencia interna: la pre-ocupación oscura e intuitiva porque los
desarrollos conceptuales en el campo psicoanalítico, en lo concerniente
a la diferencia de los sexos, pudieran funcionar, en el campo de la
política, como racionalizaciones conservadoras respecto a las
reivindicaciones legítimas por las que luchan las mujeres en sus
diferentes organizaciones, encuadres y planteamientos. El reconocer la
legitimidad de estas luchas no implica, por otra parte, ningún
posicionamiento en alguna modalidad del feminismo.

No se nos escapan los riesgos de una elección temática de esta


naturaleza. Los deslizamientos desde el terreno psicoanalítico al de la
política pueden producirse insensiblemente, anulando tras planteos y
reivindicaciones políticamente justos o justificables la especificidad
psicoanalítica. Para tratar de evitar tales deslizamientos, enunciaremos
los dos más probables para que, a modo de Caribdis y Escila, nos
prevengan de chocar contra ellos.

¿Es posible pensar la diferencia de los sexos en el seno del psicoanálisis


sin que la conclusión devenga consigna política? Es decir, sin que se
produzca un deslizamiento que, más allá de la validez política de la

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consigna, implique un abandono del psicoanálisis.

Desde el otro campo, desde la política, la ilusión (en el sentido


freudiano: creencia movida por un deseo) puede presionar al
psicoanálisis en la dirección de una demanda de razones (o
racionalizaciones) que permitan sostener ese maridaje tantas veces
buscado y siempre fallido del marxismo con el psicoanálisis.

EL IMAGINARIO DE CADA SEXO

El tema de la diferencia de los sexos ocupa un lugar central aunque no


siempre reconocido y valorado entre las causas del malestar en la
cultura. Hasta se podría aventurar que el malestar que genera la
diferencia sexual tiene mucho que ver con la producción misma de la
cultura; que el malestar inducido por esta diferencia irreductible es la
llave que organiza el deseo y abre un camino para la producción de la
cultura (Kulturarbeit).

Por otra parte, se trata de un tema casi imposible de abordar sin que
despierte las más apasionadas polémicas. Al mismo tiempo es un tema
ineludible. Situación paradójica de imposibilidad e ineludibilidad que
plantea una exigencia ya familiar a los conocedores y practicantes del
psicoanálisis: así como en el encuentro analítico la puesta entre
paréntesis, la suspensión del yo del analista, es condición del análisis,
también aquí, para abordar el tema de la diferencia de los sexos,
debemos dejar en suspenso el imaginario en que cada quien se alinea
de uno u otro lado de la diferencia, esto es, como hombres o como
mujeres. Para ser neuter; ni lo uno ni lo otro, neutros.

La mención del registro de lo imaginario sirve para ubicar lo que a


nuestro entender fue el escollo fundamental que estuvo jugando en la
famosa polémica que tuvo lugar entre psicoanalistas cuando Freud
postuló la existencia de una fase fálica en el desarrollo psicosexual. No
es el caso exponer aquí la totalidad del debate, aunque pueda ser útil a
los fines de nuestra exposición plantear sus lineamientos generales.

Luego de un primer periodo de la obra de Freud en que se atribuye a la


niña un desarrollo similar y simétrico al del niño durante las primeras
etapas de su organización libidinal, sigue otro periodo en el que
empieza a plantearse y a pensarse el tema de las diferencias:
diferencia en cuanto a la elección de objeto, diferencia en cuanto a la
incidencia del complejo de castración, diferencia en cuanto a la
valoración narcisística de los propios órganos genitales a partir de su
diferente estructura. En los últimos trabajos sobre el tema se subraya

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que la primera elección de objeto de la niña recae sobre la madre y que
son sus variaciones ulteriores las que permitirán o no acceder a su ser
femenino según como se resuelvan en ella los juegos identificatorios
conducentes a la elección objetal.

La etapa fálica, se sabe, está centrada en la premisa universal del falo


que, según las teorías infantiles, sería atributo de todos los seres
humanos. Es allí donde, por la comparación de los órganos que asumen
esta representación fálica, pene en el varón y clítoris en la niña, se
plantearían diferencias fundamentales que incidirían en el destino de
ambos. Para los dos sexos el órgano de la sexualidad tiene significación
fálica, el pene para el niño, en donde se centrarían sus sensaciones
placenteras, y para la niña el clítoris, pues ella desconocería la
existencia de la vagina. La percepción de la diferencia es la que hace al
niño varón suponer que la ausencia de pene en la niña es el resultado y
cumplimiento de la amenaza de castración: si otros (ellas) no lo tienen
es que él puede perderlo. De allí la puesta en movimiento de
importantes cambios que pasan por la renuncia a la madre como objeto
de amor, la identificación con el padre y la consiguiente destrucción o
sepultamiento (Untergang ,1924) del complejo de Edipo, que deja
constituidas en el sujeto esas instancias ideales que abren camino a las
realizaciones en el campo de la cultura y que convalidan la promesa del
acceso postergado a las otras mujeres, las novedadas por la ley.

Por lo que concierne a la niña, la visión del pene del hermanito o del
compañero de juegos la lleva a sentirse castrada. y este " ya castrada "
tiene también efectos decisivos: desea tener lo que no tiene y la
"envidia-deseo ( Neid ) del pene" será la característica dominante en su
psiquismo; este deseo de pene será trocado por el deseo de tener un
hijo del padre (ecuación niño = pene), introduciéndose así en el viraje
hacia una femineidad asumida que exigiría un cambio de objeto ,
remplazo de la madre, primer objeto de amor, por el padre; y también
un cambio de zona , pues deberá abandonar el clítoris como zona
privilegiada para descubrir y desplazar el papel dominante a la vagina.
Decimos que los efectos son decisivos ya que los hechos que en el
varón significan renuncia sepultamiento del complejo de Edipo e
instalación de las instancias ideales, son factores que en la niña, en
tanto y en cuanto "ya castrada", la introducen en el complejo de Edipo.

Por lo tanto, el complejo de Edipo es en la mujer el resultado final de


un desarrollo más prolongado; no es destruido por el influjo de la
castración, sino creado por él; escapa a las intensas influencias hostiles
que en el varón producen un efecto destructivo, e incluso es
frecuentísimo que la mujer nunca lo supere. Por eso son más pequeños

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y de menor alcance los resultados culturales de su descomposición.

Como la amenaza no puede ser efectiva para quien nada tiene que
perder, aparece una especie de defecto intrínseco que incapacita a la
mujer para los deslizamientos por sublimación y le cierra los caminos
para la resolución de su conflicto edípico.

Por supuesto que las reacciones frente a esos planteamientos


freudianos no se hicieron esperar: la respuesta provino
fundamentalmente de las analistas mujeres y también intervino
activamente en el debate Ernest Jones, como árbitro y como
intermediario.

De estas participaciones retornaremos las de Karen Horney, que fue


quien asumió la iniciativa, y la de Melanie Klein por la representatividad
que después llegó a tener.

Para Karen Horney las diferencias estarían planteadas de entrada; en la


niña existen deseos "femeninos" hacia el padre con conocimiento de la
vagina. Sólo secundariamente, y en la medida en que sus deseos
incestuosos y "femeninos" se encuentran frustrados, se va a producir
una denegación de tal conocimiento, con lo que el clítoris aparecerá
como zona sobrevaluada y en consecuencia también la envidia del pene
tendrá esa característica de formación secundaria que sigue a la
represión de una sexualidad femenina primaria (¿innata?). Resulta
pues que la envidia del pene no sería la marca denigrante de una
inferioridad anatómica, sino que aparece como síntoma y
fundamentalmente como síntoma defensivo de una femineidad
primaria.

También para Melanie Klein "la envidia del pene" aparece como una
formación de características secundarias y es reactiva. Es el resultado
de la dificultad que encuentra la niña para mantener su deseo
femenino. Mientras que Freud atribuía la masturbación clitoridiana a
una actividad masculina en la niña, Melanie Klein le rehúsa tal carácter
y sostiene que la erotización clitoridiana es un proceso defensivo
secundario contra la erotización vaginal sentida como más peligrosa.
Para ella la erotización vaginal es muy precoz, pero ligada como está a
las fantasías de incorporación del pene paterno y la consecuente
destrucción de la madre, provoca en la niña la liberación de un
incontrolable montón de angustia por la amenaza relativa que implica;
de allí la puesta en marcha defensiva de la envidia del pene y de la
masturbación clitoridiana que se presentan como actividades
masculinas. El complejo de Edipo temprano dirigido al padre como

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objeto amoroso estaría actuando en la economía de las pulsiones
pregenitales. Los deseos femeninos de incorporación del pene, siempre
según Melanie Klein, estarían presentes desde la fase oral.

Jones, asumiendo una función de árbitro, buscó la posibilidad de


acuerdos y aproximaciones de puntos de vista contrapuestos. Sin
rechazar los planteamientos de Freud sobre el complejo de Edipo
femenino, valorizó también los descubrimientos sobre las etapas
preedípicas planteadas por las analistas mujeres. Introdujo una
diferenciación entre castración y afánisis. Este último es un término que
él introdujo para hacer referencia a la extinción total y permanente de
toda capacidad de placer sexual. La afánisis refiere a un temor más
fundamental que el de la castración, aunque su modo de
representación concreta pase por el temor de la castración en la
intención consciente, y esto es lo que hace que parezcan confundirse.

La afánisis afectaría a ambos sexos y según Jones no se superpone


totalmente con la castración:

Ahora bien, el error que quiero destacar es el siguiente: la enorme


importancia del papel que normalmente desempeñan los órganos
genitales en la sexualidad masculina tiende a hacer que consideremos
la castración como equivalente a la abolición completa de la sexualidad.
Dicho error se desliza con frecuencia en nuestros argumentos, incluso
cuando sabemos que muchos hombres desean ser castrados por
motivos eróticos, entre otros; de modo que su sexualidad ciertamente
no desaparece con la renuncia al pene. En el caso de las mujeres, para
quienes toda la idea del pene es siempre parcial y de naturaleza
sumamente secundaria, esto deberá ser aún más evidente. En otras
palabras, el predominio de los temores de castración entre los hombres
tiende a veces a hacer que olvidemos que en ambos sexos la castración
constituye sólo una amenaza parcial, por importante que sea para la
totalidad de la capacidad y el placer sexual. Para el caso extremo de la
extinción total, haríamos mejor en utilizar un término distinto, como
por ejemplo la palabra griega 'afánisis'. En mi opinión, si escudriñamos
las raíces del temor fundamental que subyace en todas las neurosis,
llegamos a la conclusión de que lo que realmente se teme es esta
afánisis, la extinción total, y desde luego permanente, de toda
capacidad (incluso oportunidad) de placer sexual. Después de todo,
ésta es la intención conscientemente manifestada por la mayor parte
de los adultos hacia los niños... El enfoque más aproximado a la idea
de afánisis que encontramos en la labor clínica es la de castración y
pensamientos de muerte (temor consciente a la muerte y deseos
inconscientes de muerte). Desde este punto de vista, advertimos que el

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asunto en cuestión fue formulado en forma equivocada: el temor
masculino de ser castrado puede tener o no una idéntica contraparte
femenina, pero lo que importa más es caer en la cuenta de que este
temor constituye sólo un caso especial y que los dos sexos temen, en
última instancia, exactamente la misma cosa: la afánisis.

En fecha más reciente Lacan retoma esos desarrollos de Jones, en


particular por la aproximación que se establece entre la afánisis y la
pulsión de muerte de cuyo lado se ubica este temor fundamental. Esta
reconsideración que Lacan hace de las elaboraciones de Jones conduce
a divergencias en las consecuencias que ambos extraen y que son
exactamente opuestas:

Nos detenemos en esto: en lo que nos propone Jones a propósito de la


afánisis = desaparición (del deseo). De lo que se trataría en el
complejo de castración sería del temor levantado por la desaparición
del deseo. Hay aquí una singular reinversión en la articulación del
problema... Lejos de que el temor de la afánisis se proyecte sobre las
imágenes del complejo de castración, es al contrario la determinación
del mecanismo significante que está en el complejo de castración lo
que empuja al sujeto, no a temer la afánisis sino a refugiarse en ella, a
meter su deseo en su bolsa. Pues algo es más precioso que el deseo
mismo: guardar el símbolo, el falo.

Así, mientras para Jones el sujeto renuncia al órgano para guardar el


deseo, Lacan extrae la conclusión inversa; el sujeto renuncia al deseo
para guardar, no el órgano, sino el símbolo, el falo. La castración aquí
está sacada de todo realismo y ordenada en el orden simbólico.

Cerramos aquí nuestra incursión sucinta con la que tratamos de dar


cuenta del clima en que la polémica tuvo lugar. Su fecundidad radicó
en abrir el campo a los estudios sobre la sexualidad femenina, pero,
con respeto por la pasión analítica puesta en juego, no se escapa que la
discusión llevaba la marca de los imaginarios allí comprometidos. Los
enfrentamientos alcanzaron un inocultable carácter valorativo en
"favor" de lo masculino o de lo femenino que, a nuestro modo de ver,
sólo podía conducir a callejones sin salida.

Es imposible e impensable retomar psicoanalíticamente la controversia


en idénticos términos, porque lo que está en juego en la batalla de los
sexos no corresponde al orden de la anatomía (la mujer está "ya
castrada") ni podemos depositar en la biología la expectativa de un
veredicto último. Hacerlo sería arriesgar con anular en la marcha todo
lo que el psiconálisis nos ha enseñado sobre la sexualidad, partiendo

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justamente de la sexualidad rebelde o resistente a la normativización, a
saber, la sexualidad perversa, y de la sexualidad olvidada, la
sexualidad infantil. Porque si todavía es necesario argumentar en el
sentido de que la anatomía no es destino, ahí está la totalidad del
campo de la experiencia clínica que, partiendo de la homosexualidad y
pasando por travestismo y el fetichismo, llega hasta las psicosis
transexuales, estructuras todas que constituyen la prueba y el
desmentido de cualquier aproximación ingenua.

Retomar psicoanalíticamente el tema obliga a focalizar la reflexión en


torno a lo que Lacan introdujo con la diferenciación de los registros de
lo real, lo simbólico y lo imaginario. Nada se entiende de lo que es el
cuerpo o de lo que es el sexo si no se distingue entre cuerpo real,
simbólico e imaginario y sexo real, simbólico e imaginario.

La sexualidad obliga a replantear el estatuto del cuerpo que no puede


ser simple y sencillamente asimilado a un hecho de la biología.

El cuerpo erógeno no es un dato primero. Por tal razón no corresponde


al orden de la biología. El recién nacido se encuentra sumergido en lo
real, debe pasar por la unificación significan te a través del
reconocimiento en la imagen especular. Es el modo en que la carne
adviene cuerpo. Brecht hace decir a uno de sus personajes en su obra
Un hombre es un hombre :

Mi madre hizo una cruz en el calendario


El día en que nací, y yo era el que gritaba.
Ese montón de cabellos, de uñas y de carne
Soy yo, soy yo

Lo real es ese montón, ni siquiera de cabellos, uñas y carne que ya son


significantes; montón de cosas podríamos decir; allí está el recién
nacido y la marca que la madre hace en el calendario abre la
posibilidad de que allí algún yo llegue a existir. El estatuto de cuerpo
imaginario sólo será alcanzado merced al soporte deseante de algún
otro, de alguien que con valide esa representación a quien llamamos
madre. La carne real que no encuentra este imprescindible soporte
deseante y simbólico adviene mito y no cuerpo: niño lobo, fortaleza
vacía. Es el caso de las psicosis autistas, como brillantemente las
describiera Bettelheim.

Nos encontramos aquí con una primera e importante subversión de un


orden natural aparente, ya que no es el organismo en sus funciones
naturales el que soporta y apuntala la aparición del deseo, sino que es

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el deseo del otro, imprescindible para que el niño viva, el que asegura y
posibilita su supervivencia corporal.

SEPARACIÓN Y CORTE, CONDICIÓN DE SUJETO

A este modo de la especularidad en que el cuerpo se unifica a través


del encantamiento de la imagen le atribuimos una primera función de
corte. Corte que permite por una parte unifica r lo fragmentado, lo
segmentado, a la vez que separa. Diferenciación entre ese yo y lo que
es no yo, lo que es otro; a la vez que se ofrece a ese yo su objeto.
Objeto ya perdido desde el momento de su constitución: como yo y
otro; como uno y otro.

Huelga aclarar que este corte sólo es primero en la dirección de la


construcción de la subjetividad, en la constitución del sujeto deseante,
ya que el deseo del otro es requisito previo para que ese yo se
estructure como uno, unificado.

Imagen especular y nombre propio, Narciso y Eco. Escisión fundante


del ser. Spaltung. Cuerpo que deberá ser hablado para llegar a ser
hablante. Eco que recibe del otro su nombre (llamado nombre propio):
significante carente de significado, significante donde el sujeto deberá
llegar a ser.

Parafraseando a Jones, que en la polémica sobre la femineidad recurre


a la frase bíblica "Dios los creó hombre y mujer", podríamos decir que,
si Dios los creó, los creó ni hombre ni mujer, pero distintos, uno y otro.
(Es detalle conocido que para el niño la diferencia de los géneros
precede a la diferencia de los sexos. Podríamos decir que la diferencia
está desde siempre, en el orden del significante, en el orden simbólico,
desde donde distribuye emblemas y atributos de género. Estos
atributos se resignificarán como diferencia sexual en el camino de las
identificaciones que llevarán al sujeto humano a ser hombre o mujer, o
cualquier combinación de ambos.)

Sospechamos que aquí yace la razón de los fracasos en los intentos de


definición de lo masculino y lo femenino, homologados a la oposición
activo/pasivo, según la equívoca metáfora biológica del óvulo y el
espermatozoide. Porque el contenido de lo que puede ser masculino y
femenino no posee ninguna esencialidad natural, adquiere diferentes
modalidades acordes con una historicidad socialmente determinada y
con variantes en el tiempo y en el espacio. Si lo que aparece como
femenino y masculino es contingente y cambiante a lo largo de la
historia y entre diferentes culturas, podemos preguntarnos ¿qué es lo

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que conserva un carácter estructurante y fundante? Lo que es fundante
es la diferencia de los sexos, y esa diferencia es un efecto del
significante. De allí la promoción al primer plano del significante Falo,
que es el significante de la diferencia. Lugar de la represión originaria,
tachadura que funda al sujeto separándolo, cortándolo, diferenciándolo
del Otro, promovido a objeto del deseo ya y desde siempre perdido.

Perdido desde siempre porque podemos decir que, cuando el objeto


estaba, aún no era -ya que sin corte, sin diferenciación no hay sujeto
deseante ni objeto del deseo- y, cuando era objeto, ya no estaba. La
pérdida, la carencia, la ausencia de ese objeto es requisito para que yo
y otro advengan. Para que el deseo exista, para que se establezca la
dialéctica del Uno y del Otro.

DIALÉCTICA DEL UNO Y DEL OTRO

Quisiéramos detenernos en lo que hemos llamado la dialéctica del uno


y del otro a fin de repensar algunos planteamientos que Luce Irigaray
expone en su última obra. La autora parte del análisis del autoerotismo
femenino diferenciándolo radicalmente del masculino.

Así, por ejemplo, el autoerotismo de la mujer es muy diferente al del


hombre. Éste tiene necesidad de un instrumento para tocarse: su
mano, el sexo de la mujer, el lenguaje... Y esta autoafectación exige un
mínimo de actividad. La mujer, ella, se toca por sí misma y en sí misma
sin la necesidad de una mediación y antes de toda división posible
entre actividad y pasividad. La mujer 'se toca' todo el tiempo, sin que
se pueda por otra parte prohibírselo, pues su sexo está hecho de dos
labios que se abrazan continuamente. Así, en ella, ya es dos -pero no
divisible en un(o)s- que se afectan.

Partiendo pues de estas características del sexo de la mujer que sería


por lo menos dos para esta autora, y que puede satisfacerse en la
caricia constante, pasa a enumerar la pluralidad del goce femenino,
multiplicidad coexistente del placer, sin supeditar esta pluralidad a
ninguna primacía. Para Luce Irigaray la necesidad del Uno es la marca
de una pretensión masculina y de una cultura falomórfica para la que
sólo existe Un órgano valioso.

Tratemos de estructurar nuestros reparos, que son asimétricos y


discordantes respecto a estos desarrollos de Luce Irigaray. El primer
reparo nos remite al tema de la erotización del cuerpo. ¿Es posible,
luego de haber subvertido el orden de cualquier naturalidad,
retrotraerse a las características ana tomo-fisiológicas, para centrar en

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ellas los fundamentos de la diferencia de los sexos? A nuestro modo de
ver, esto implica un retroceso y una pérdida en el camino abierto por el
saber psicoanalítico. Esto significaría quedar prendidos de una
perspectiva valorativa -aunque sea de signo contrario- el plural versus
el uno y nos retrotrae al impasse de la vieja polémica. Y significaría
además volver a buscar en las características del cuerpo real el
fundamento de una diferencia que es efecto del orden significante
(hacer de la anatomía el destino).

Pero, desde otra perspectiva, si el planteamiento de la multiplicidad del


goce es la señal del rechazo teórico y práctico a los intentos de
supeditar la sexualidad a una "madurez genital" de carácter normativo,
habremos de considerar seriamente esta propuesta de lo múltiple.
Porque, ya se sabe, si hay algo que es específico de la sexualidad
humana -no solamente de la femenina- es este carácter polimórfico,
plural y fundamentalmente perverso, que encuentra siempre el camino
para su satisfacción y que burla y hace vana toda tentativa de
prohibición o regulación normativa.

Por esta razón es que el planteo de la multiplicidad de las modalidades


del goce debe ir acompañado de algunas otras consideraciones. Esta
característica no es exclusivamente femenina: a menos que hagamos
una reducción de la sexualidad al coito, lo que sería tanto como borrar
el psicoanálisis. Porque el punto conflictivo en que Luce Irigaray plantea
la dialéctica del Uno como estrictamente masculina, a la que se
opondría la mujer en el polo de la multiplicidad que no se deja reducir
al Uno, está, para nosotros, desplazado de su centro. Es pueril la
tentativa de oponer el uno del pene al dos de los labios mayores o
menores. El clítoris es uno y los testículos son dos, ¿y con eso qué? El
Uno es el de la unificación imaginaria del cuerpo en la fascinada
captación del sujeto frente a su imagen especular. Unidad y soporte
engañoso que es condición para toda sexuación posible. La unidad
subjetiva es requisito para el placer, sobre todo para la multiplicidad
del placer aun cuando el placer al hacer estallar la unidad ponga en
evidencia su fragilidad. Cada uno se constituye como Uno jubiloso bajo
la mirada del Otro inalcanzable, precio que hombres y mujeres hemos
de pagar en esa guerra originaria de conquista de la que la humanidad
no guarda memoria, pero que es condición de toda memoria posible.

La dialéctica del Uno y del Otro es la dialéctica del amor imposible. Es


la que hace irreductible la diferencia, más allá de las significaciones
concretas en que esa diferencia se represente.

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LA CASTRACIÓN, EL TERCERO Y LA LEY

Lo que hemos llamado la dialéctica del Uno y del Otro como requisito
de separación y corte, condición necesaria para que pueda haber
sujeto, puede detenerse allí: en esa relación diádica completa. Si se
detiene allí, sobrepasada la instancia del niño lobo, de la fortaleza
vacía, llega a formarse esta unidad separada del otro aunque todavía
indistinta: estamos hablando del cuerpo imaginario de cada uno,
equívoco centro de referencia de la subjetividad, núcleo de todos los
reconocimientos-desconocimientos, de todos los espejismos.

Narciso, que frente a su imagen está siempre amenazado por la


atracción que la imagen ejerce, con la mortalidad que conlleva. Por ello
es que la complementariedad absoluta del niño con la madre separa, sí,
pero aún no es significante de la diferencia. Clínicamente, las psicosis
infantiles simbióticas nos dan muestra de lo que puede producir esta
autosuficiencia diádica. Cuando falta un espacio colmado de carencia,
ese espacio que para el hombre es abierto por el lenguaje en la
ausencia de la cosa, cuando falta la ausencia de la madre, Narciso
sucumbe en la profundidad del estanque.

Ese espacio colmado de carencia es el de la castración materna que


tampoco el hijo deberá colmar; porque si el niño la colma, si la madre
no ha asumido la castración simbólica y otorga al hijo la misión de
cubrir totalmente su incompletud, coloca a su hijo frente a la imagen
de la madre fálica, con su aspecto mortífero.

Es el punto de incidencia estructurante de un tercero. Es la castración


como roca viva. Que es viva no porque se funda en la biología, sino
porque posibilita y es condición de la vida en el sentido de vida
humana, vida de un sujeto hablante, deseante, dominante.

En tal sentido, la castración relacionada con el Edipo (puerta de entrada


en el Edipo en la mujer y exclusa de salida del Edipo en el hombre) es
estructurante. Encontramos aquí, en el fantasma originario que funda
el complejo de castración, la razón que resignificaría a posteriori la
diferencia entre el ser hombre y ser mujer, eso que cada quien, en uno
u otro sentido, deberá llegar a ser. Es también esta razón de la
castración el fundamento de la simetría con que tanto la niña como el
varón se instalan en la subjetividad. Tenemos la impresión de que éste
podría ser el cimiento de la discutida y discutible expresión de Freud de
que la niña es, al principio, un varón. Discutida y discutible porque uno
y otro deberán ser, ser uno, para llegar a ser hombres o mujeres y, en
consecuencia, en el principio, no son ni lo uno ni lo otro. Pero al mismo

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tiempo, como diferencia estructurante, está desde el principio, en el
lenguaje y en la ley de la prohibición del incesto que han hecho hombre
y mujer al padre y a la madre.

En este sentido, la función paterna es la del tercero que separa a


Narciso de la fusión con su imagen, y a cada ser de la misma
amenazante completitud: impone una carencia, una castración que es
motora del deseo, que es requisito para que haya deseo.

El padre real es sólo el representante de esa ley de la que, también él,


es un efecto. En esta triangulación contingente de la historicidad
individual las leyes el cuarto indestructible. El padre real no tiene en sí
mismo ninguna completitud. Es más, su papel legislador se juega más
allá de lo que conscientemente mueve su accionar, allí donde él
tampoco sabe lo que hace.

Cuando el padre separa a su mujer/madre de su hijo, busca el


reconocimiento y la conservación de un lugar en el deseo de ella, del
que teme ser desplazado por la completitud que el hijo a ella le
proporciona. Filicidio de Layo y deseo parricida de Edipo. Es más, nos
atrevemos a decir que el padre real sólo puede cumplir con su papel,
ocupar el lugar del castrador, en tanto que castrado, en tanto que
incompleto; porque si así no fuere, ninguna pérdida lo amenazaría.

Aquí también encontramos el lugar y el sentido de esa antropología


mitológica que Freud elaboró en Tótem y tabú. Porque al padre real se
lo puede matar, pero al padre muerto, al padre de la horda, al Urvater,
no; es inalcanzable, está muerto desde siempre. Es ese estar muerto
desde siempre lo que otorga garantía y perennidad a la ley. Sólo la
muerte otorga inmortalidad cuando inscribe al existente en el orden
simbólico.

Parricidio consumado desde siempre y que en lo simbólico cada quien


deberá repetir para tomar un lugar en la sucesión de las generaciones.
Ley de prohibición del incesto a la que la antropología y el psicoanálisis
han hecho la máxima aproximación. Los efectos prominentes de esta
ley son la organización simbólica de la diferencia de los sexos, de la
diferencia de las generaciones y la fundación del deseo.

LA LEY Y LA PROMESA

En este momento giramos nuestra sintonización hacia un registro


menos conocido. Últimamente se ha hablado bastante del doble
aspecto que encierra la ley edípica: el aspecto de prohibición y el de

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promesa (habrás de renunciar a una -mi mujer- para tener otra que
otro te dará). Pero si aproximamos a esta ley nuestra lupa
encontramos que su estructura adolece de una asimetría radical. En su
enunciado más simple, la ley de prohibición del incesto prohíbe al hijo
yacer con la madre y a la madre reintegrar su producto. En su aspecto
de promesa, ofrece a los hombres la posibilidad postergada de acceso a
otras mujeres, pero ¿cuál es el objeto ofrecido a la mujer por la
renuncia al objeto de su deseo?, ¿es acaso ese hijo que habrá de
entregar al mundo de la cultura?

La pregunta tantas veces formulada de "¿Qué quiere la mujer?" y que


ha despertado perplejidades innúmeras, debiera dirigirse a la ley
misma que hace de la mujer la mercancía del intercambio para la
sociedad de los hombres. Si algo encierra de promesa, es promesa de
hijo, justamente aquello a lo que deberá renunciar.

Quizá en esto radique la clave de la situación que dio pie a la reflexión


dedicada por Freud al papel de la mujer que encarnaría la oposición a
las metas de la cultura:

Además, las mujeres, las mismas que por los reclamos de amor habían
establecido inicialmente el fundamento de la cultura, pronto entran en
oposición con ella y despliegan su influjo de retardo y reserva. Ellas
subrogan los intereses de la familia y de la vida sexual; el trabajo de
cultura se ha ido convirtiendo cada vez más en asunto de los varones,
a quienes plantea tareas de creciente dificultad, constriñéndolos a
sublimaciones pulsionales a cuya altura las mujeres no han llegado.
Puesto que el ser humano no dispone de cantidades ilimitadas de
energía psíquica, tiene que dar trámite a sus tareas mediante una
adecuada distribución de la libido. Lo que usa para fines culturales lo
sustrae en buena parte de las mujeres y de la vida sexual: la
permanente convivencia con varones, su dependencia de los vínculos
con ellos, llega a enajenarlo de sus tareas de esposo y padre. De tal
suerte, la mujer se ve empujada a un segundo plano por las exigencias
de la cultura y entra en una relación de hostilidad con ella.

En este fragmento se apoya Theodor Reik en el comentario que


dedicara a la aparición de El malestar en la cultura, cuando citando a
Dumas hijo dice: "A menudo las mujeres nos inspiran grandes cosas,
que ellas mismas, después, nos impedirán cumplir." Expresión feliz aun
en su parcialidad, que bien podríamos completar con una equivalencia:
el hombre inspira en la mujer el deseo de hijo, que luego le
arrebatará...

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Decimos de todos modos que la expresión es feliz porque lleva en sí el
doble movimiento con que la castración marcará al hombre y a la
mujer. Porque les promete lo que no podrá ser alcanzado. Cada quien
pretende del otro sexo el reconocimiento y la inalcanzable completitud,
cada quien espera del otro lo que el otro no tiene ni puede dar. La
promesa instala al sujeto en el camino de la fuga metonímica, en el
incesante desplazamiento del objeto del deseo.

El acceso a la subjetividad está marcado por el corte, por la tachadura


significan te y por la castración, aquella roca viva que es posibilidad de
vida. También es la castración la que abre el acceso a la sexualidad.
Sólo lo que en tanto que incompleto tiene abertura, tiene carencia, deja
lugar para que algún objeto otro pueda allí instalarse, aun en su
inadecuación fundamental, como espejismo.

Sólo en tanto que castrado, en tanto que incompleto, el hombre puede


dirigirse hacia la mujer. Busca en ella reconocimiento, ella lo inspira.
Pero también la mujer, sólo en tanto que castrada, puede: buscar al
hombre y desear al hijo.

La relación sexual está pues presidida por la castración. Presidida por


esa hiancia abismal que mueve hacia el objeto siempre fugaz.
Búsqueda errada y errante por la insoslayable diferencia entre el objeto
amado y la identidad absoluta del objeto perdido. Estos nexos entre la
castración y la sexualidad son los que aportan inteligibilidad a las
expresiones de Lacan de que "la relación sexual es imposible" y: "el
Otro, en mi lenguaje, no puede ser sino el Otro sexo". Es decir que
cada sexo ocupa, en relación con la diferencia, ese intangible lugar del
Otro.

Es indudable que muchos cuestionamientos feministas de los


desarrollos psicoanalíticos de Lacan que se ubican en la línea directa de
descendencia de Freud, como el de Luce Irigaray al que hicimos
referencia, encuentran su punto de partida y hasta su justificación en
este seminario de Lacan titulado Encore , dictado en 1972-1973. Como
sucede con todas sus exposiciones, tiene también este seminario un
aspecto provocador, polémico y productivo. No tenemos aquí la
intención de presentar su discurso, porque es difícil representar lo ya
expuesto por Lacan sin traicionarlo, y es al decir propio de Lacan al que
remitimos a quienes se interesen por sus ideas. Queremos señalar por
nuestra cuenta, responsabilizándonos de ello, que en Encore se pueden
encontrar líneas convergentes, divergentes y contradictorias que se
entretejen, algo que no tiene nada de sorprendente en este campo
donde las exigencias de la lógica dejan siempre un residuo en el que el

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saber psicoanalítico se instala. Los modos de lectura que se abren son
mútiples; el seminario puede ser entendido como exaltación de la
mujer y también como vituperación de la misma. Si nos negamos a
reaccionar a lo provocativo es para dejar abierto el lugar de una
traslaboración posible, para no reprimir la verdad que nos parece allí
expresada.

Habría que aclarar esta enigmática e irritante expresión de que " La


mujer no existe " (Encore, p. 68). Lacan se preocupa por aclarar que lo
que está en juego es el La, el artículo definido para designar el
universal, y no la existencia de las mujeres. Si decimos que la
expresión permanece enigmática es porque entendemos que hace
referencia al significante que funda el estatuto de la mujer, pero eso es
lo propio de los significantes y no vemos la razón de esa asimetría,
porque igualmente podemos decir que tampoco existe El hombre, lo
que estaba implícito en la conceptualización del sujeto como $, sujeto
tachado por el significante. Precisamente esa afirmación de que la
mujer sí existe es lo que ha sido fundado por el discurso masculino
sobre el Eterno Femenino (La donna è mobile... Efímero como amor de
mujer, etc., etcétera).

La otra expresión que ha ocupado el lugar de piedra del escándalo es:


"No hay mujer más que excluida por la naturaleza de las cosas que es
la naturaleza de las palabras, y es necesario decirlo: que si hay algo de
lo que ellas mismas se quejan bastante, por el momento, es de es
simplemente, ellas no saben lo que dicen, es toda la diferencia entre
ellas y yo (moi)" (Encore, p. 68). La oposición de un imaginario a otro
imaginario, lo hemos dicho ya, sólo conduce a callejones sin salida; por
otra parte, ¿quién si no Lacan, siguiendo a Freud, nos ha enseñado el
privilegio del no saber, del sin sentido como lugar donde un sentido
nuevo puede aparecer y producirse?

LA LUCHA DE LOS SEXOS

Por eso, la diferencia de los sexos fundada por la castración pone en


juego, de entrada, desde el principio, la lucha de los sexos. Los
hombres quieren apropiarse de los hijos y para ello tratan de asegurar
su dominio sobre las mujeres, entendiendo que éstas les pertenecen de
acuerdo con la promesa edípica, pero también las mujeres se aferran a
la promesa y se niegan a entregar a los hijos. La lucha de los sexos se
centra en la lucha por los hijos. Lucha por un poder imaginario de
consecuencias mortales para todos; porque si la madre no renuncia al
hijo no hay para éste inclusión, en ninguna subjetividad posible; por
otra parte, el hijo matará al padre, para ser padre a su vez, que tratará

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de matar a Edipo interminablemente. Moscovici lo expresa claramente
cuando dice refiriéndose a la tragedia:

El nudo de la tragedia es el antagonismo, a primera vista ineluctable,


de los padres de Edipo. Para combatir el decreto del destino -morir por
la mano de un hijo que desposaría a su mujer, terminando así con la
paternidad- Layo manda matar a Edipo. Su madre trata de impedirlo...
Las opiniones de los padres son contradictorias, cada uno se esfuerza
por alcanzar sus fines contra el otro por medio del niño. Layo sabe que
la supervivencia de un hijo que no esté a su entera disposición dará el
poder a Yocasta. Yocasta sabe que salvando a este hijo destruirá a
Layo.

Freud abre, desde otra perspectiva, las vías para comprender este
dilema aparente de la oposición entre la familia y la sociedad, oposición
de las mujeres a la cultura: la castración es la que produce en un solo
tiempo a la familia y a la sociedad. Oposición que decimos que es
aparente porque la lucha de los sexos, que sí existe, está en el interior
y en el fundamento de la familia. Es lucha por anular la castración, es
lucha por un falo imposible que ninguno tiene, ni es, ni puede ser.
Entre familia y sociedad, por otra parte, la oposición es tan aparente
como la que se ha pretendido entre individuo y sociedad; ya que la
familia es una forma específica de Organización social encargada de
reproducir a sus sujetos. No hay familia sin sociedad, ni sociedad
humana sin alguna forma de organización familiar.

Con razón se ha dicho que la cultura y la familia son falocéntricas.


Siempre y cuando estemos de acuerdo en que el falo es el significante
de la castración, de la carencia, de lo que no hay, y sólo así, el falo es
el centro, porque lo que no hay promueve, pone en movimiento, es
condición de existencia de la familia y de la cultura.

Si el falocentrismo es la relevancia del significante fálico en relación con


la castración simbólica, la falocracia emana de un orden totalmente
distinto; es la manera en que la diferencia se organiza como
apropiación diferenciada de privilegios y poderes. De la diferencia se
deriva un ordenamiento jerárquico de dominación y sumisión.

Nada en el psicoanálisis autoriza a hacer de la diferencia una jerarquía.


Incluso cuando abordamos la metáfora paterna con el lugar central que
le otorgamos en la constitución del sujeto deseante debemos recordar
que se trata del Nombre del padre, que es también No-hombre del
padre , aquello que el padre no es, esa marca impuesta por la cultura

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que expresa la sujeción de ese padre al discurso del Otro.

¿Y LA POLÍTICA?

Nos propusimos trazar una especie de límite entre los discursos


psicoanalítico y político al sentar la premisa, primero, de que el
psicoanálisis puede fundamentar que la diferencia de los sexos y la
lucha de los sexos se encuentra en el núcleo de todas las
organizaciones sociales, por elementales que sean, y, segundo, al
deslindar que de allí no surge ninguna razón que respalde y mantenga,
con el pretexto de la diferencia, ningún sojuzgamiento: se trataba de
trazar un límite conceptual que, al modo de una línea divisoria de las
aguas, nos permitiera avizorar el campo de la política desde una
perspectiva desbrozada de lastres e ilusiones.

El espacio de la política en lo que a este aspecto de los sexos y su lucha


se refiere no es, por supuesto, fácil de esquematizar ni de organizar.
Nuestra intención no es abarcar exhaustivamente; nada nos autoriza
para ello. Porque los fundamentos que la política requiere son de un
orden distinto del psicoanalítico. Aquí la diferenciación es de
importancia capital porque si bien, psicoanalíticamente hablando, el
poder se ubica en el registro de lo imaginario, en esta articulación de lo
simbólico con lo real, es imposible desconocer sus consecuencias en la
realidad. En las formas del ejercicio del poder, como dominación y
opresión. En las distintas modalidades del sometimiento: de clases, de
razas, de grupos, de sexos. Este poder puede o no estar refrendado por
el orden jurídico, pero el orden jurídico funciona preservando de
derecho las desigualdades existentes ya de hecho.

No tenemos respuesta acerca del origen de esta situación del poder de


los hombres sobre las mujeres. Nos parece que esta cuestión, como
todas las preguntas acerca de los orígenes, sólo puede recibir
respuestas en el orden del mito. Pero puede ser de interés que
echemos una rápida mirada a la historia. No para encontrar en ella los
orígenes, pues toda historia lo es de procesos que sobre su origen nada
pueden decir. Ni tampoco para que esta historia sancione de derecho lo
que ya sabemos... la larga duración de esta dominación.

Seleccionamos dos de estos reparos históricos que atañen a nuestro


tema:

a] La contradicción y la lucha entre los sexos es más antigua que la


contradicción y la lucha de las clases. Las luchas de las Clases no son
las que han generado esta oposición. Por otro lado, es dable observar

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que las modificaciones históricas y el desarrollo de la lucha de clases
aportan características determinadas y concretas a la oposición entre
los sexos, lo que lleva a que esta oposición se actualice en sus
demandas y reivindicaciones según los momentos de la historia.

Este dato de la historia, la actualización de las demandas en la lucha de


los sexos según el momento de las luchas de las clases, coincide en la
dirección de lo que apuntábamos en la primera arte de nuestro trabajo
en el sentido de que no existe ninguna esencialidad que corresponda a
lo femenino o a lo masculino. Que o que es fundan te es la existencia
de la diferencia y que los contenidos en que se visualizan uno y otro
dependen, ellos sí, de las condiciones particulares de la historia en un
momento determinado.

La otra constante en la eterna presencia de la diferencia es la


valoración que para los grupos adquiere la marca, lo que está
destinado a marcar, a inscribir, en la femineidad o en la masculinidad.
Porque independientemente de la actividad concreta a la que hombres
y mujeres sean asignados, la actividad masculina aparece
sobrevalorada socialmente. Esto nos lleva a pensar que es el hecho de
que tales o cuales tareas sean realizadas por los hombres lo que les
atribuye el valor que el grupo le otorga, y no la importancia de la
actividad misma. En otros lugares, la misma tarea puede estar a cargo
de las mujeres y allí no estará acompañada de ninguna
sobrevaloración.

b] La subordinación de la mujer es universal, aunque nuestra revisión


no haya sido ni de especialistas ni exhaustiva. El recurso a la
antropología sobre este particular funciona a veces como convalidación
de un mito que mostraría que alguna vez en la historia la igualdad
existió o que existen grupos en algún lugar geográfico más o menos
recóndito en donde la relación de dominación está invertida. Por
supuesto que no se trata ya de ninguna búsqueda de orígenes simples
y es bien sabido que todos los grupos étnicos estudiados presentan
siempre y desde siempre un alto grado de complejidad en su
organización social.

Si decimos que es mítico es porque, aun en las sociedades cuya


organización de parentesco sigue líneas matrilineales, la mujer y su
descendencia, sin aparecer como supeditadas al poder y dominio de su
marido, están en directa dependencia... de otro hombre, el hermano de
la madre, en el caso más común.

En otras épocas se recurrió a la antropología para encontrar allí los

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argumentos que permitiesen rebatir la universalidad del Edipo...
algunos hasta creyeron encontrarlos. Pero lo que quedó asentado,
paradójicamente, es que, con variadas formas de presentación, desde
siempre y en toda cultura existe y funciona una ley que permite el
acceso a ciertas mujeres, al tiempo que plantea la interdicción de otras.
En tal sentido tales investigaciones sólo reconfirmaron la universalidad
del Edipo. Hoy el recurso antropológico también mostraría que, con
variantes en cuanto al grado de participación de las mujeres en las
decisiones de importancia grupal y social, siempre existe una
jerarquización cuyas posiciones más elevadas están reservadas a los
hombres.

Esto nos lleva a preguntarnos por el papel que la interdicción del


incesto puede estar desempeñando en esta jerarquización social
desigual de los sexos.

En Godelier encontramos una reflexión que nos interesa. Este autor


sostiene que las razones de esta jerarquía dominante de los hombres
respecto de las mujeres no se fundamenta en ninguna superioridad de
los primeros en relación con las segundas, sino que es responsabilidad
de los hombres tanto la apropiación como la conservación de ese poder
aprovechándose de sus ventajas.

Desde otra perspectiva y en un análisis más pormenorizado tenemos


los desarrollos de Moscovici, en el libro que ya hemos citado. Desde el
sugestivo título del capítulo "Elogio del orden", este autor plantea la
interesante tesis de que el fantasma del caos y disolución que
amenazaría a la sociedad humana si transgrediera la ley de prohibición
del incesto está destinado no a proteger a la civilización de una marcha
regresiva hacia un pasado sin orden y sin ley, sino a defender y
proteger, a salvaguardar un orden de privilegios ya existentes:

Si la prohibición se afirma en un sentido opuesto a esta


reglamentación, como sostén de una diferencia y una jerarquía, la
amenaza que descubre un poco por todas las partes en el espíritu de
las colectividades, tiene relación con su porvenir y no con su pasado ;
no les aterra la reaparición del desorden sino la desaparición del orden
existente. La prohibición no está dirigida hacia un peligro que ha sido y
pudiera renacer; su fin es alejar un peligro que se cierne como una
eventualidad, la reacción lógica de una organización -la sociedad de los
hombres- concebida para la dominación.

Moscovici llega a plantear una propuesta de lucha específica para las


mujeres, en el campo de la impugnación de la ley de prohibición del

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incesto:

Es el arma que el sexo femenino, directamente prevenido por la ley,


puede blandir; es el símbolo de la capacidad de este sexo para
trastornar al mundo arreglado por los hombres y para ellos, al bloquear
el juego de las reglas de parentesco, reteniendo a los hijos en lugar de
darlos, rehusando ser el objeto que abre el camino a la reciprocidad de
los hombres, el compañero engañado de una transacción desigual.

No tenemos nosotros razones para solidarizarnos en el elogio de ningún


tipo de orden. Nos preocupan los puntos en que esto pudiera
contradecir los desarrollos teóricos del psicoanálisis, y cuál es la
articulación en que estos registros deben o pueden ser entendidos. Y
por eso debemos retornar a la diferenciación de los registros: el
simbólico, el imaginario y el real.

El funcionamiento de las leyes insoslayable en el registro de lo


simbólico que estructura lo real y funda lo imaginario. Decimos que es
insoslayable porque cumple una función múltiple: establece la
diferencia de los sexos y la diferencia de las generaciones pero, más
aún, su función humanizante por excelencia está en que es también
fundan te del deseo. La clínica, con todo el dramatismo que conllevan
las psicosis infantiles, tanto en sus variantes autísticas como
simbióticas, atestigua esta función.

Aun desde otra perspectiva estos planteamientos de Moscovici


coinciden con la expresión con que terminábamos nuestra exposición
en su parte psicoanalítica. El hombre, el padre, está en el lugar de la
ley, el Nombre del padre, es también el Nombre del padre, aquello que
el padre no es ni puede ser porque él también carece de cualquier
completitud. La apropiación del poder, la ocupación del lugar del falo, la
asunción imaginaria de esa completitud que no posee, trae como
consecuencia la anulación de las mujeres, y a veces también la psicosis
del hijo. (Remitimos al análisis de Lacan del caso Schreber)

Es en este campo así deslindado donde las reivindicaciones políticas de


las mujeres encuentran su legitimidad. La circulación de las mujeres a
través de las leyes del intercambio y del parentesco que está en el
origen de todas las sociedades es también el signo de la primera
apropiación. Dada su condición de reproductora, apropiarse de la mujer
es apropiarse de la productora de productores y, en consecuencia,
es también la primera ex-propiación.

Pero con esto nos acercamos a algo que no puede dejar de llamarnos la

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atención. Si bien desde siempre ha habido quienes impugnaran y
trataran de correr los límites para salirse de los lugares prefijados por
la sociedad para sus sujetos, la aparición de organizaciones feministas
es relativamente tardía. Lo que nos lleva a preguntarnos por la relación
entre estos movimientos y las condiciones de producción. A primera
vista parece que estos grupos sólo pueden presentarse cuando se han
alcanzado determinadas condiciones, una de ellas es que se haya
sobrepasado una economía de subsistencia, la otra que se pueda
prescindir de la reproducción forzosa y puedan entrar a actuar diversos
factores, económicos y técnicos, que controlan y limitan la natalidad. Es
decir que estas reivindicaciones pueden plantearse en la medida en que
la mujer se aleja de su función reproductora.

Hemos hecho mención del feminismo y quizás ha llegado el momento


de que nos planteemos algunas reflexiones al respecto. Empezaremos
por señalar que más que de feminismo habría que hablar en plural:
feminismos. Porque se trata de una pluralidad de organizaciones y
grupos con diferentes grados de consistencia orgánica, diferentes
reivindicaciones, diferentes modalidades para enfrentar la oposición y
también diferentes compromisos políticos. No son movimientos
homogéneos ni podrían serlo. Se unifican en torno a un lema porque
sus reivindicaciones y planteamientos son siempre de incumbencia y en
relación con la política, sin embargo no podría pensarse en un partido
político de las mujeres, porque, al no ser una clase, ¿qué sería la toma
del poder por parte de las mujeres? La inversión de la dominación es la
misma dominación con distinto beneficiario.

Es necesario señalar que las reivindicaciones estrictamente feministas


han sido llevadas en su mayoría por corrientes burguesas, aunque esto
suene paradójico. Las izquierdas, por su parte, en función de la
caracterización de contradicciones principales y secundarias, y en la
medida en que las mujeres no son clase ni tampoco son imperio o
colonia, tendieron a descuidar estos problemas específicos por su
carácter de "secundarios". De donde surgieron lógicamente y como
respuesta a esta posposición los grupos que, dentro de sus
organizaciones políticas o separándose de ellas, reclaman un puesto
preeminente para las reivindicaciones femeninas.

Encontramos un interesante paralelo entre los movimientos feministas


y los grupos que en la psiquiatría se ubican críticamente frente al orden
establecido y que fueron unificados bajo la designación de
antipsiquiatria También la antipsiquiatría presenta características
heterogéneas en cuanto a sus modalidades de funcionamiento y

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expresión y en cuanto a los grados de su compromiso político.

Ambos movimientos alcanzan su máxima coherencia y eficacia en los


aspectos de denuncia, de cuestionamiento de un orden existente. La
antipsiquiatría termina por autoexcluirse de la contienda ya que no
puede producir alternativas sin negarse a sí misma, ni tampoco puede
existir al margen de la sociedad. De esta manera termina siendo
absorbida y rescatada por el sistema o se dedica a probar los márgenes
en que su denuncia funciona, luego de lo cual "tiene su suicidio en el
campo que trabaja para ubicarse en el plano de una definición política
plena.

En cuanto a las feministas, no es nuestra intención limitar a priori los


alcances que pueden tener ni cerrar el camino a lo que pueden
producir. Es necesario ver en su aparición la existencia de un síntoma.
Y el psicoanálisis nos ha enseñado las profundas verdades que los
síntomas encierran. Debe ser escuchado y debe ser trabajado en el
interior de las organizaciones políticas.

Esto de hecho está sucediendo. ALGO ESTÁ PASANDO. Como un


elemento más en la profunda crisis que lleva a revisar todas las
convicciones vigentes, fundamentalmente en las izquierdas. Frente a la
caducidad y al fracaso de muchos de los esquemas, hasta los cimientos
se conmueven, y vemos que no hay foro de polémicas e intercambio en
que la mujer no sea convocada. Y convocada en tanto que mujer. Se
busca, se espera una palabra nueva.

También entre las feministas se plantea una subversión de todos los


marcos existentes: Luce Irigaray propone "hablar mujer" (parler
femme). No sabemos el sentido ni el alcance que esto puede tener. Si
se trata de liberar la palabra, ninguna palabra puede ocupar ese lugar
con el pretexto de explicar el concepto. Nadie puede llenar o remplazar
el lugar de una palabra que tiene que ser dicha. Algo está pasando, y
esta perspectiva debe permanecer abierta.

Libres de ilusiones mesiánicas y de esperanzas salvacionistas, dejemos


su lugar a lo que allí pueda ser dicho. Para que la verdad del deseo que
todo síntoma encierra pueda circular. No otra es la misión del
psicoanálisis.

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