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Prólogo a una Antología1

Cintio Vitier

De los primeros renovadores de la poesía en lengua española, dos son mexicanos


(Gutiérrez Nájera y Díaz Mirón), otros dos cubanos (Casal y Martí), y el que lleva
el movimiento a su máxima dimensión creadora, nicaragüense. No es de extrañar
que estos tres países —México, Cuba y Nicaragua—, continuando una tradición
más definida y compleja en el caso de los dos primeros, ostenten la primacía
poética dentro de las latitudes que comprende este libro. 2 El Modernismo, que
alcanzó densidad en México y que en Cuba en parte se frustró por la tardía guerra
de independencia del 95, significa la apertura a las corrientes universales,
especialmente francesas, de la poesía en la segunda mitad del siglo XX; pero
también el redescubrimiento de los siglos de oro españoles y los primeros
vislumbres de la realidad poética americana en sus rasgos distintivos de sabor,
sentimiento y mirada. El alcance del modernismo, tal como se prefigura en Martí
y se potencia definitivamente en Darío, pasado el destello de oropel de su más
intensa boga pasajera, se va iluminando a media que empiezan a surgir los poetas
que por modos diversos reaccionan contra sus primeras especificaciones, como
Unamuno, Machado y González Martínez. Esos rechazos, en vez de liquidarlo,
descubren las posibilidades ocultas que el movimiento contenía. Pero ahí no
termina su acción. Un discípulo directo de Darío será a su vez el maestro principal
de las hornadas de poetas españoles e hispanoamericanos que se producen hacia
1925; nos referimos desde luego a Juan Ramón Jiménez. En la propia Nicaragua,
José Coronel Urtecho, con su significativa Oda a Rubén Darío, nos demuestra de
otro modo la fecundidad estética de una renovación que, no obstante la
superficialidad de algunas de sus manifestaciones, hundió las raíces en el alma
americana y abrió la brecha por donde la expresión en lengua española ha podido
salir a la intemperie creadora de la poesía contemporánea.
Apuntados así los centros geográficos que se nos imponen cuando
consideramos la poesía realizada en torno a la cuenca del Golfo de México y el
Mar Caribe, debemos precisar que los límites cronológicos de este libro abarcan
centralmente dos generaciones: la del 27 y la del 40, años más o menos. La única
excepción a este marco que nos hemos permitido es la de Alfonso Reyes, en
atención a la contemporaneidad y a la importancia de su obra, no sólo desde un
punto de vista estrictamente poético, sino también en cuanto medio expresivo
donde lo mexicano adquiere una transparencia viva para todos.
Después de figuras escapadas ya a la órbita ceñidamente modernista, como
José Juan Tablada y Ramón López Velarde en México, Regino E. Boti y José
Manuel Poveda en Cuba —de mucho más decisiva importancia los dos primeros

1
Introducción a Antología de la Poesía Iberoamericana. 1925-1955. Tomo I (Antillas,
Centroamérica y México), que aparecerá próximamente en “Colección Literaria Obregón”.
2
La tradición es especialmente rica en el caso de México. La poesía mexicana se inicia en el siglo
XVI con Francisco de Terrazas y produce su primera figura culminante en Sor Juana Inés de la
Cruz, a la que preceden otros poetas de calidad. “Después de 1861 (observa Antonio Castro Leal),
año en que muere Calderón de la Barca, la América tuvo en Sor Juana Inés de la Cruz (1651-1695),
como dos siglos después lo volvería a tener con Rubén Darío, el cetro de la poesía española.” En
Cuba el primer poema apreciable se inscribe en 1608: es el titulado Espejo de pacia de Silvestre
de Balboa; la lírica, sin embargo, no empieza a adquirir carácter hasta principios del XIX. El
primer poeta cubano de importancia es José María Heredia (1803-39). No deja de ser significativo
para una comparación del temperamento poético de ambos países, el hecho espiritual que se
desprende de estos datos: la poesía mexicana empieza a definirse en la atmósfera cerrada del
barroco conceptista; la cubana, en los albores del romanticismo.
en su país—, se configura una generación cuyos lineamientos aparecen con
especial claridad en torno a la Revista de Avance (1927-1930) en Cuba y la revista
Contemporáneos (1928-1931) en México —si bien ésta con un discernimiento
notablemente mayor en la selección poética. Los rasgos comunes de esa
generación, en conjunto vinculada a la española que se polariza alrededor del
Tricentenario de Góngora (1927), pueden resumirse en dos palabras; belleza y
lucidez. Los años han ido desbrozando la confusa mezcla de vanguardismo,
estridentismo y negrismo (subproductos nuestros de los ismos europeos) que
enturbiaron durante algún tiempo su justa valoración. En su seno se registran
también la fruición jitanjafórica de Brull, el monólogo aséptico y amargo de
Salomón de la Selva, la escapada hacia lo onírico de Benardo Ortíz de Montellano,
el tenue prosaísmo irónico de Salvador Novo. Pero la tipicidad de la generación a
que aludimos se define con poetas que, nocturnos como Xavier Villaurrutia y
Emilio Ballagas, meridianos como José Gorostiza y Eugenio Florit, ofrecen una
obra dominada por la aspiración a la belleza intelectual —rasgo que es también
decisivo, no obstante el sensual impresionismo o la inmediatez popular de sus
asuntos, en los mejores poemas de Carlos Pellicer y Nicolás Guillén. El sentido
decantado de la imagen, el juego y el deslumbre nítido de la palabra, constituyen
los supuestos a partir de los cuales se dibujan, ya dentro de la atmósfera, el
temperamento y la tradición de cada país, el perfil de las individualidades
creadoras más perdurables de esta época. (Señalamiento aparte merece entre
ellas, en México, el malogrado Jorge Cuesta, por intensidad y la agudeza de su
brevísima obra).
La hornada siguiente, de poetas nacidos alrededor de 1914 en su primera
promoción y 1920 en la segunda, alcanza mayor fuerza generacional en Cuba. Le
siguen a mi juicio —siempre en ese orden de integración coral— Nicaragua y
México. A los contactos españoles sucede la atracción de otros nombres:
Rimbaud, Claudel, Perse, Eliot; al influjo de Neruda, el más entrañable de Vallejo,
sobre todo en Cuba. Por otra parte, las distancias estéticas que separan a los
grupos correspondientes, y a sus integrantes entre sí, son ahora mayores. La
explicación está en que estos poetas —y aquí se halla sin duda su común
denominador generacional—, abandonando el disfrute de la forma, se lanzan a la
búsqueda de un secreto trascendente —personal y telúrico, de raíz en definitiva
religiosa, como lo es siempre la idea de destino—, que exige una ruptura
incompatible con la común diafanidad de que los otros gozaban. El testimonio en
pleno hervor de esa búsqueda puede hallarse para Cuba, en mi antología Diez
poetas cubanos (1948); para Nicaragua, en el libro de Ernesto Cardenal y Orlando
Cuadra Downing, Nueva poesía nicaragüense (1949). En México ha habido
mayor dispersión y, no obstante, el magnífico esfuerzo de revistas como Taller y
El hijo pródigo, no ha cuajado hasta un movimiento generacional equivalente a
los aludidos, quizás porque los problemas psicológicos y estéticos que plantea la
mayor complejidad histórico-étnica de ese país, exigen un proceso más laborioso.
Junto a poetas excelentes como Efraín Huerta, Concha Urquiza, Alberto Quintero
Álvarez, Margarita Michelena, Alí Chumacero y Rosario Castellanos, una sola
figura se nos aparece hasta el momento con plena conciencia acerca de lo
mexicano y con voluntad poética esclarecida para manifestarlo. Me refiero a
Octavio Paz, cuya poesía se relaciona cada vez más íntimamente con su
espléndido examen del alma mexicana en El laberinto de la soledad —texto de
intuición dialéctica, de pasión y justicia en el ojo sacrificador, pero también
sufriente.
En Cuba, el movimiento poético, animado de verdadera voracidad desde
1937 por José Lezama Lima y centrado desde hace diez años en la revista
Orígenes, revela una impulsión simultáneamente más abierta y oscura. Frente a
la reserva, la sordina, el opaco o fulgurante ensimismamiento mexicano, la lírica
en Cuba tiende al ímpetu y la apertura hacia la desconocida futuridad (Lezama),
la realidad como sueño de las formas (Baquero), la participación en las glorias
fugitivas del paisaje (Feijoo), el sabor de las familias y las esencias que descubre
la memoria, en los más jóvenes —todo ello dentro de lo que Lezama ha llamado
el “símbolo de nuestro sentimiento de lontananza”. La raíz especulativa y
vitalmente hermética de lo mexicano (aunque entrelazada a un don de gracia
comunicante que ya sólo sobrevive a plenitud en la palabra de Alfonso Reyes), la
encontramos desde el principio en la maravillosa Sor Juana. Ramón López
Velarde, a quien Paz llama con razón “el primer poeta verdaderamente
mexicano”, secuestra su fervor y su ternura en un lenguaje concéntrico y
premeditado, que aspira a alimentarse sólo de “la combustión de sus huesos”. En
cambio, Martí, en el sentido fundador de su prosa y de su verso, da la norma de
un Eros del sacrificio, de un hambre de posesión que avanza insaciable a través
de materias encendidas.
Por otra parte, en el libro ya citado de Ernesto Cardenal, ve a Darío, desde
la perspectiva interior de la poesía nicaragüense, buscándole a ésta su rasgo
definidor en el espíritu de éxodo, como el poeta de una “tierra de tránsito”. Y
añade: “Él nos dio de verdad el estrecho azul que soñábamos. Darío fue la salida
al mar, el acontecimiento geográfico más grande Nicaragua.” Desde la vivacidad
de Urtecho y la desolación de Pasos hasta el ensálmico de Mejía Sánchez,
Nicaragua poéticamente se sitúa en esa salida, en ese mito del paso al otro
océano.
El legendario anhelo centroamericano del Estrecho Dudoso: la enigmática
máscara que se aloja en la transparencia mexicana; la insularidad buscando su
absoluto por la lejanía, por la alteridad incesante del espíritu: tales son las claves
que presiden a este libro. Como un amargo contrapunto, se deja oír la sátira
antillana de Luis Palés Matos.
El contexto necesario lo darán los libros que en esta misma colección se
preparan sobre la poesía en Suramérica. Es hora de comprender lo americano
como unidad sustancial y distinta. La sustancia de esa unidad habrá que buscarla
en la carnalidad del lenguaje y en la inmediatez de los sentimientos y las
sensaciones, que parecen llegar a la palabra sin pasar por la mirada; su distinción,
en las relaciones más vidas y profundas con lo europeo. Por lo pronto, el vínculo
de Hispanoamérica con España como centro secular de lo hispánico sobrepasa
toda la anécdota del proceso literario y los resentimientos históricos: es un
vínculo sustancial, cuyos frutos se rinden precisamente por la naturaleza
polémica del hijo verdadero. España es, en la historia moderna, el único pueblo
conquistador que ha engendrado hijos cabales, por lo tanto rebeldes. En segundo
lugar, Hispanoamérica recibe en la herencia la capacidad asimilativa e
integradora de lo universal, de que España estaba pletórica en el siglo de la
Conquista. Refiriéndose a los orígenes de la lírica mexicana en el siglo XVI, dice
Octavio Paz: “nuestra única tradición es la heterodoxia respecto a la tradición
española” [“Introducción a la historia de la poesía mexicana”, 1950]. Esto es
esencialmente verdad para toda la poesía culta de Hispanoamérica —no así para
una ancha zona en el venero de lo popular. Pero no olvidemos que esa misma
herencia heterodoxa es ya una tradición española, como se comprueba en todo su
linaje de poetas que va desde Garcilaso y Góngora hasta Bécquer, Juan Ramón y
Cernuda.
Del plano de la cultura, sin embargo, es preciso pasar a la innegable
teluricidad americana, ligada en varios países con el problema de las culturas
indígenas, que en la memoria de su esplendor y la mudez de su resistencia lanzan
un misterioso desafío; y también, en otros, con la dimensión elemental del aporte
africano. Teluricidad y mestizaje son temas contiguos. De hecho los dos planos
aludidos —el de la cultura y el de la tierra, que por lo demás no se producen en
campos excluyentes— han creado ya dos líneas de escritores en Hispanoamérica:
una pudiera ejemplificarla Borges; la otra, Vallejo. La primera se funda en la
conquista de la tradición europea con fines propios y distintos, no sólo como
arsenal de instrumentos formales de expresión, sino también como cultura
reducida a materia, a arcilla de otras elaboraciones que no se comprometen con
el proceso que las hizo posible. Ese disfrute de la cultura como fiesta, esa
utilización de sus energías para expresar otra cosa, no ha sido bien entendida casi
nunca por los telúricos. Pero también éstos, en su profunda ingenuidad, tienen
razón, porque hay sin duda en América un enigma que desde el fondo del paisaje,
los siglos y las razas, nos llega como una demanda oscura a la que ninguna
solución especulativa puede dar aplacamiento. Esa demanda —que no hay por
qué confundir con el tópico europeo de la virginidad americana, en cuya trampa
han caído tantos poetas y novelistas nuestros—, es la que sentimos en los pocos
instantes de poesía primigenia que hemos tenido.
Ante la dimensión de esta poesía, a veces estamos tentados de decir: “y el
resto es literatura”. Pero ¿qué es la literatura y qué es la vida para el americano y
para el hombre hispánico? A este respecto José Lezama Lima nos ofrece nuevas
iluminaciones cuando escribe: “Un filólogo ha observado que Don Quijote y La
Dorotea son consecuencias de vivir la literatura o de literaturizar la vida; en las
fundamentales cosas que nos interesan todo dualismo es superficial” [editorial
del primer número de Orígenes]. Comentando esta luz de la obra del poeta
cubano, hemos dicho: “En ella, en efecto, la vida aparece imaginada, mientras que
la cultura aparece vivida. Por eso aquí un estilo asimilado vale tanto como un
recuerdo, una alusión no es menos entrañable que una experiencia. Lecturas y
sensaciones, imágenes mitológicas, históricas y personales, símbolos y anécdotas,
se integran buscando la resistencia de otra naturaleza, de otra naturalidad donde
todo haya sido transmutado en relaciones y sentidos.” ¿No es esa ideal
trasmutación, en éste y otros poetas, la que señala el punto más tenso del arco
poético americano?3

3
“José Lezama Lima (l910), el principal animador de las revistas de este grupo
(Verbum, Espuela de Plata, Nadie Parecía, Orígenes), es también el que abre, con Muerte de
Narciso y Enemigo rumor, las nuevas posibilidades creadoras. Su signo no es ya la perfección, sino la
avidez. Avidez de integraciones culturales y de penetración en la sustancia de la realidad, que solo es real
en cuanto el hambre la recrea, la vuelve a engendrar poéticamente, y entonces lo sorprende como nuevo
desafío inapresable. Las aventuras de este poeta tienden a convertirse en espacios ganados para todos. Su
palabra (impulsión y hermetismo) tiene el poder de hacer monstruoso lo real, pero ese monstruo poético —
como todos— acaba deshaciéndose y rindiendo una nueva realidad. El problema de la recreación, de la
realización poética del mundo, es el que ha preocupado centralmente a Lezama. Si Martí busca las leyes, si
Casal expresa el desamparo, si Florit anhela la serenidad contemplativa y Ballagas canta la criatura
vulnerable, Lezama quiere vivir el absoluto de la poesía, de la realidad trocada en poesía. Este aspecto vital
ha sido descuidado en los acercamientos a su obra, muchas veces de apariencia cultural y hasta libresca.
Pero cuando Lezama nos dice en las páginas iniciales de Orígenes: “Un filólogo ha observado que Don
Quijote y La Dorotea son consecuencias de vivir la literatura o de literaturizar la vida; en las fundamentales
cosas que nos interesan todo dualismo es superficial...”, está dándonos la mejor pauta para juzgar su obra.
La regalía fatal de lo europeo puede engendrar en nosotros dos actitudes
contradictorias: el rencor del bastardo o la alegre sensualidad del heredero. Pero
nuestra mejor tradición, de raíz renacentista, nos inclina a utilizarla como simple
punto de partida para otros descubrimientos y aventuras. Coincide así la esencia
de la vocación americana con el sentido que a partir de Baudelaire y Rimbaud
adquiere con la actividad poética. Nuestra predestinación histórica de pueblos
nacidos por trasplante o injerto, de pueblos cargados con un doble patrimonio
que no podemos plenamente asumir ni rechazar, sino transmutar en un
dinamismo que casi llamaríamos de barbarie post-europea, encuentra en el
“étouffement” [asfixia] que hace estallar a los mejores poetas del Viejo Continente
en los últimos cien años, el camino por donde la fatalidad puede tornarse libertad
creadora. En ese camino están hoy los más reales poetas hispanoamericanos. Se
trata, necesariamente, de un camino que es suyo y no lo es. De ellos dependerá
apropiárselo cabalmente, por la destinación y la autenticidad con que lo recorran.
Si la poesía como cultura es hija de la historia, en lo intrínseco de su ser
hay un impulso que la trasciende, una suspensión espiritual que la anonada.
Ningún poema puede comprenderse sin el tejido de circunstancias en que nace;
menos lo será si intentamos reducirlo a ese tejido. La poesía es siempre el efecto
que excede a todas sus causas. En ese exceso está su consistencia y su razón de
ser; ahí se abriga la gracia, el desconocimiento en que la criatura palpa la
sobreabundancia que la sostiene. Por eso al presentar a este grupo de poetas, he
querido recordar algunos de los problemas entre cuyas ardientes interrogaciones
ellos vivieron o viven, librando batalla contra las fatalidades históricas; pero no
quisieron dejar en el lector la impresión de que ese problematismo los agota. No,
la poesía es algo más; la poesía es el más. Y cuando de veras aparece, nuestra
esperanza ya no es de ninguna posibilidad; nuestra dicha, de ningún
cumplimiento.

Revista Mexicana de Literatura, núm. 4, marzo-abril, 1956, pp. 388-395.

Notas: “Una antología poética de México, Centroamérica y el Caribe que me


encargaron Octavio Paz y Carlos Fuentes. El prólogo de este libro que no llegó a
publicarse por dificultades de la Editorial Obregón, apareció en Crítica sucesiva,
La Habana, UNEAC, 1971” [“Para un epistolario cubano de Octavio Paz”, p. 107].

En ella, en efecto, la vida aparece imaginada (a través de la hipérbole y las asociaciones incesantes) mientras
la cultura aparece vivida. Por eso aquí un estilo asimilado vale tanto como un recuerdo, una alusión no es
menos entrañable que una experiencia, etc. Lecturas y sensaciones, imágenes mitológicas, históricas y
personales, símbolos y anécdotas, se integran en el hiperbólico mundo de Lezama, buscando la resistencia
de otra naturaleza, de otra naturalidad donde todo haya sido trasmutado en relaciones y sentidos poéticos.
¿Es esto posible? ¿Un mínimo dualismo no persiste siempre entre poesía y realidad? ¿No hay siempre en
la poesía una dosis de ilusión? Cualquiera que sea la respuesta a estas preguntas, es indudable que José
Lezama Lima, con el planteamiento radical de “La fijeza” y poemas posteriores, se sitúa en la más alta línea
creadora de la poesía contemporánea, y que en la reciedumbre de su escritura sentimos impresionante la
presencia de un destino. Escritura y destino se identifican en el autor de “Venturas criollas” y “Doce de los
Órficos”. La posesión poética total es el tema verdadero de esta escritura, de este verbo que vive como un
cuerpo y se escribe con la incesancia que Maurice Blanchot ha señalado como tuétano del acto de escribir
en los primeros creadores de este tiempo. Leer para escribir, vivir para leer, pero en el más hondo y creador
sentido. Y así Lezama nos dice “¿leer es poseer el libro de la vida, / donde tiene que leerse nuestro nombre,
y ya no somos poseídos?” En cuanto a su verso, baste apuntar que es, por la corpulencia y la imparidad, el
que corresponde a la más ambiciosa empresa que poeta alguno se haya propuesto entre nosotros: la de
identificar vida y literatura en un acto, en un cuerpo de poesía.” Cintio Vitier, en “Recuento de la poesía
lírica en Cuba”, Revista Cubana, octubre-diciembre, 1956.
En carta de 5 de abril de 1956, Octavio Paz le escribe a Vitier:

“La Antología hace tiempo que está en la imprenta. No creo —aunque eso lo dirá
el impresor dentro de unos días— que sea necesario reducirla más. Su libro, como
le dije hace algunos meses, posee unidad y lealtad. Acaso por eso va a provocar
muchas críticas, especialmente en México. No será fácil que le perdonen la
ausencia de algunos de los poetas Contemporáneos, ni las de Cardoza y Aragón y
de la Selva. En Santo Domingo les dolerá la ausencia de Héctor Incháustegui y
Fernández Spencer, poetas que hasta ahora conozco y que me parecen muy
estimables. En fin, se han tirado los dados y ya veremos lo que ocurre. Usted ha
hecho un buen trabajo y debe estar tranquilo” [“Para un epistolario cubano de
Octavio Paz”, p. 107].

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