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Marco Tulio Cicerón. De Legibus 1, 58-63.

Eso que esperas es propio verdaderamente de esta discusión y ¡ojalá estuviera también al
alcance de mi capacidad! Pero sin duda alguna el asunto es que, puesto que la ley debe
corregir los vicios y favorecer las virtudes, se saque de la misma doctrina de la vida. Así
sucede que la madre de todas las cosas buenas es la sabiduría, del amor a la cual tomó
nombre en griego la filosofía, que es lo más rico, lo más brillante, lo más excelso que los
dioses inmortales han concedido a la vida del hombre. En efecto, ella nos ha enseñado
además de todas las otras cosas, lo que es más difícil de todo, que nos conozcamos a
nosotros mismos; precepto este de tan gran alcance y tan profundo significado que no se
le atribuye a un hombre cualquiera, sino al dios de Delfos.

Efectivamente, quien se conozca a sí mismo notará ante todo que posee algo de divino y
considerará su mente como una imagen consagrada y siempre hará y sentirá algo digno
de tan gran don de los dioses, y cuando se contemple a sí mismo a fondo y se ponga a
prueba por entero, comprenderá en qué medida ha venido a la vida enriquecido por la
naturaleza y cuántos recursos tiene para obtener y alcanzar la sabiduría, ya que desde el
principio ha captado en su espíritu y en su mente lo que podríamos llamar un
conocimiento difuminado de todas las cosas, y una vez iluminado éste, puede comprender
que con la guía de la sabiduría será hombre bueno y por eso mismo feliz.

En efecto, cuando el espíritu, una vez conocidas y asimiladas las virtudes, se haya
apartado de la complacencia y sumisión al cuerpo, haya dominado el vicio como una
mancha de deshonra, haya desterrado todo miedo a la muerte y al dolor, se haya unido a
los suyos con un vínculo de amor y a todos los que están unidos con él por la naturaleza
los haya considerado suyos, haya asumido el culto a los dioses y la devoción sincera, y
haya afinado aquella penetración del espíritu, como se afina la de los ojos, para escoger
las cosas buenas y rechazar las contrarias (virtud que por el hecho de prever se llama
prudencia), ¿qué podrá decirse o pensarse más dichoso que él?

Y de la misma manera, cuando haya contemplado el cielo, las tierras, los mares y toda la
naturaleza y haya visto de dónde proceden, a dónde han de ir a parar, cuándo y cómo han
de perecer, qué hay en ellas de mortal y perecedero, qué de divino y eterno, cuando casi
haya alcanzado al propio dios que modera y rige esas cosas y se haya reconocido a sí
mismo no como un habitante de un lugar determinado, rodeado de las murallas de una
ciudad, sino como un ciudadano del mundo entero, mirado como una sola ciudad, en
medio de tal grandeza del universo y en esta contemplación y conocimiento de la
naturaleza, oh dioses inmortales, ¡cómo se conocerá a sí mismo! [de acuerdo con el
precepto de Apolo Pitio] ¡Cómo despreciará, cómo mirará con desdén, cómo tendrá en
nada lo que el vulgo llama maravilloso!

Y todas estas cosas las protegerá como con una valla con el arte de razonar, con la ciencia
de distinguir lo verdadero y lo falso y con un cierto arte de comprender cuál es la
consecuencia de cada cosa y cuál es su contrario. Y cuando se haya dado cuenta de que
ha nacido para la comunidad de ciudadanos, pensará que no debe practicar sólo la
discusión sutil, sino también el discurso continuo de mayor amplitud ordenado a gobernar
a los pueblos, a consolidar las leyes, a castigar a los malvados, a proteger a los honrados,
a alabar a los hombres ilustres, a dirigir a sus conciudadanos máximas de bienestar y de
gloria a propósito para convencerlos, para poder exhortarles al honor, apartarlos de la
infamia, consolar a los afligidos, confiar a obras imperecederas los hechos y las decisiones
de los hombres valientes y de los sabios juntamente con la ignominia da los malvados.
De tantos y tan importantes bienes que observan en el hombre los que quieren conocerse
a sí mismos, es madre y nodriza la sabiduría.

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