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ethic.es/2019/07/el-arte-de-caminar
17 de julio de
2019
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Cultura
Artículo
Esther Peñas
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17
Jul
2019
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Tihomir Cirkvencic
«Caminar es una apertura al mundo (…) es vivir el cuerpo (…) es un rodeo para
encontrarse consigo mismo». Así comienza Elogio del caminar (Siruela), del sociólogo y
antropólogo francés David Le Breton, en uno tantos títulos que se han ido publicando en
nuestro país en los últimos años a propósito de esta práctica que tiene algo de rebeldía,
algo de resistencia, de filosófico y que, en definitiva, refleja una manera de estar en la
tierra. Desde hace siglos, el caminante ha sido objeto de elogios y de infinidad de títulos,
ensayos, poemas y obras literarias.
A Baudelaire le debemos una de las primeras reflexiones teóricas sobre esta acción.
Seguro que han escuchado en más de una ocasión el vocablo: flâneurs. Un modo de
habitar las ciudades, de experimentarlas, más allá del rédito, la prisa, el propósito. El
«dandismo perplejo», que llamara el poeta maldito, un caminar atento que despertase la
mirada para que el paseante fuera recogiendo, a su paso, la acumulación de detalles,
analogías, sugerencias, sutiles contrastes, las huellas pasadas. Un caminar sin rumbo
exacto, sin prisa alguna, sin destino concreto, sin otro objetivo que caminar por
caminar.
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transgredir los límites que su época les imponía. Salieron a la calle y se apropiaron de la
ciudad, de un espacio hasta entonces reservado solo a los hombres.
Borges también reflexionó sobre el calado del paseo, especialmente en su narración ‘Sentirse en
muerte’
Y Borges –inmenso flâneur textual y literario-, que tanto agradece en sus poemas que
«haya Stevenson» en el mundo, también reflexionó sobre el calado del paseo,
especialmente en su narración Sentirse en muerte, donde recoge un ánimo casi sagrado
del paseo como experiencia acaso mística, con esa suerte de mirada alienada que se
enfunda quien camina: «No quise determinarle rumbo a esa caminata, procuré una
máxima latitud de probabilidades para no cansar la expectativa con la obligatoria
antevisión de una sola de ellas. Realicé, en la mala medida de lo posible, eso que llaman
caminar al azar; acepté, sin otro consciente prejuicio que el de soslayar las avenidas o
calles anchas, las más oscuras invitaciones de la casualidad. Con todo, una suerte de
gravitación familiar me alejó hacia unos barrios, de cuyo nombre quiero siempre
acordarme y que dictan reverencia a mi pecho. No quiero significar así el barrio mío, el
preciso ámbito de la infancia, sino sus todavía misteriosas inmediaciones: confín que he
poseído entero en palabras y poco en realidad, vecino y mitológico a un tiempo. El revés
de lo conocido, su espalda, son para mí esas calles penúltimas, casi tan efectivamente
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ignoradas como el soterrado cimiento de nuestra casa o nuestro invisible esqueleto. La
marcha me dejó en una esquina. Aspiré noche, en asueto serenísimo de pensar. La
visión, nada complicada por cierto, parecía simplificada por mi cansancio».
Los surrealistas paseaban por las ciudades dejándose afectar por la atmósfera espectral de las
calles
Hay un caminar, un paseo, y una deriva. Los surrealistas lo practicaron. Caminaban por
las ciudades dejándose afectar por la atmósfera espectral que pueden adquirir las calles,
los solares, las aceras cuando uno las escucha. Así, los artistas rescatan la memoria de
los barrios, pespuntan las leyendas, hacen lecturas inconscientes de los espacios y se
fascinan por la inquietante mirada de un objeto incomprensible depositado en la acera.
Y el paseo así se convierte en un recorrido por los recodos de quien camina, un ser
poroso y receptivo. Un soberano del prodigio y del deseo. Después, el filósofo e
impulsor del situacionismo, Guy Debord, en 1958 sistematizó, en la medida en que
puede hacerse, la deriva surrealista, calificándola de «una técnica de tránsito fugaz a
través de ambientes cambiantes», e invitando al paseante a trazar recorridos
psicológicos.
El peatón de París, de Leon Paul Fargue -que se ganó el sobrenombre con el que tituló su
libro-; Paseos por Berlín, de Franz Hessel (ambos de Errata naturae); La ciudad de las
desapariciones (Alpha Decay), de Iain Sinlair; Andar: una filosofía (Taurus), de Frédéric
Gros; El arte de pasear (Díaz-Pons), de Karl Gottlob; Flâneuse (Malpaso), de Lauren Elkin;
Wanderlust: Una historia del caminar (Capitán Swing), de Rebecca Solnit o Un andar
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solitario entre la gente (Seix Barral), de Antonio Muñoz Molina, son solo un puñado de la
inabarcable lista de títulos que contienen la fascinación por caminar, esa experiencia que
descentra el yo y restituye el mundo… con tempo andante.
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