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INTRODUCCIÓN

El período que vamos a considerar en esta Unidad se abre con uno de los acontecimientos más
importantes en la historia de la humanidad: la Revolución Francesa (1789). Este evento conmovió
todas las esferas del quehacer humano: política, económica, social, cultural y religiosa. A partir del
mismo, Europa sufrió un cambio radical en la manera en que regía sus destinos desde hacía más de
un milenio. La Iglesia Católica Romana, que había dominado sobre la vida como un todo a lo largo
de muchos siglos, comenzó a sufrir un recorte de influencia y poder, que todavía se siente en el
presente. Por otro lado, el impacto de las ideas y desarrollos que se dieron en torno a la Revolución
representaba una nueva universalidad, que ponía en tela de juicio la universalidad sustentada y
pretendida por la Iglesia Católica por mucho tiempo.

Por cierto que tremendo evento no ocurrió en la historia por generación espontánea. Como
todo hecho histórico marcador de época, que da origen a un mundo y a una sociedad enteramente
nuevos, hay antecedentes cercanos y remotos, muchos de los cuales ya hemos considerado en el
volumen anterior (Renacimiento, Reforma protestante, Jansenismo, Galicanismo, Iluminismo
racionalista, etc.) De igual modo, sus efectos no se agotaron en el hecho histórico mismo, sino que
tienen consecuencias hasta nuestros días, aun cuando Napoleón Bonaparte proclamó en 1799 que
la Revolución estaba terminada. Su impacto tampoco caducó en sus consecuencias, durante el
efímero Imperio Napoleónico ni por la Restauración borbónica de 1815, ni con los muchos eventos
políticos y sociales que se produjeron a lo largo del siglo XIX.

El catolicismo romano, ya esparcido por todo el planeta gracias a las labores misioneras de los
siglos anteriores, se vio profundamente afectado, especialmente por las ideas que maduraron a la
sombra de la Revolución Francesa. Al caer los tronos a los que estaban adosados los púlpitos, el
panorama que se abrió para la Iglesia Romana fue sumamente desafiante. La Revolución no afectó
a la Iglesia de manera significativa y directa, salvo en Francia, pero desató movimientos que la
sacudieron profundamente en todo el mundo y que la forzaron a cambiar. De allí que,
probablemente el desafío más grande y dramático que la Iglesia tuvo que enfrentar al ingresar al
mundo moderno fue su conflicto con el Estado moderno, bien sea en la forma de la monarquía, la
república o del Estado totalitario.

Por otro lado, el lema de la Revolución Francesa de “libertad, igualdad y fraternidad” no parecía
coincidir con lo que la Iglesia Católica Romana dominante había establecido en la Europa de los
siglos previos. El principio de la igualdad fundamental de todos los seres humanos se constituyó en
la base del mundo moderno. Las consecuencias sociales de este principio fueron incalculables y
forzaron a la Iglesia no sólo a cambiar su teología, sino sobre todo a transformar su praxis de manera
radical. Esto no ocurrió de la noche a la mañana, y en esta Unidad vamos a considerar con cuánto
esfuerzo y cómo poco a poco la Iglesia de Roma ha tenido que ir cambiando su manera de pensar y
de actuar, para poder cumplir con su misión cristiana en el mundo contemporáneo.
LA IGLESIA CATÓLICA A FINES DEL SIGLO XVIII
Los últimos años del siglo XVIII se caracterizaron por un creciente espíritu revolucionario. En
1776, las colonias inglesas en Norteamérica habían declarado su independencia de la corona
británica. En Europa, el clima revolucionario encontró oportunidades de expresión en Francia,
donde se quería poner fin a la tradición monárquica absoluta, que gobernaba por derecho divino
con la sanción religiosa de la Iglesia. De este modo, la Iglesia Católica Apostólica Romana entró al
siglo XIX en todo el mundo en una situación de profunda crisis. El estallido de la Revolución Francesa
hacia fines del siglo anterior no la encontró preparada para acomodarse fácilmente a las nuevas e
irreversibles circunstancias políticas, sociales, económicas y culturales que habrían de imponerse.
Sobre todo, con la caída del feudalismo medieval y el surgimiento de Estados nacionales
monárquicos en Europa, la Iglesia quedó descolocada en sus pretensiones de poder y prestigio. En
muchos países, las nuevas monarquías construyeron su poder a expensas del poder de la Iglesia de
Roma. Esta es la razón fundamental por la que la Iglesia se opuso a las monarquías absolutas y a sus
intentos de aislar a las iglesias nacionales de la metrópolis en Roma.

Jaroslav Pelikan: “Si bien el catolicismo romano ha sido cauteloso con la monarquía
absoluta en el mundo moderno, más bien se ha manejado mejor con la monarquía que con
la democracia o el totalitarismo. Por lo menos, los monarcas generalmente han necesitado
a la Iglesia para suplirles con la sanción divina para la monarquía, una sanción que la
democracia buscaba en el pueblo y que el totalitarismo buscaba, si es que lo hacía, en la
raza, la clase o la nación. La organización jerárquica inherente de la monarquía, incluso de
una monarquía ‘absoluta’, hizo más fácil para una Iglesia jerárquica tratar con ella que con
los difusos centros de poder en una democracia o la simple concentración del poder en un
Estado totalitario. Además, la monarquía posfeudal tenía una semejanza familiar distintiva
con formas anteriores de gobierno real u oligárquico, con el que Roma había tenido una
larga experiencia.”

_ La Revolución Francesa
La sociedad y el gobierno europeos de la segunda mitad del siglo XVIII se caracterizaron por la
profunda desigualdad existente entre la clase privilegiada y la masa del pueblo. El despotismo de
los soberanos que ejercían el poder era insoportable. En algunos países, como Inglaterra, Holanda
y Suiza, estos rasgos no eran tan evidentes. Pero en Francia alcanzaron una notable intensidad,
llegando a constituir lo que se conoció como “antiguo régimen”, lo cual llevó finalmente al desarrollo
de una revolución social y política de trascendencia mundial.

Antecedentes y contexto. La Revolución no fue un evento que ocurrió de la noche a la mañana.


Hubo antecedentes que la fueron preparando y un determinado contexto social que la explica.

Antecedentes. Las ideas que finalmente motorizaron el levantamiento de la Revolución Francesa


fueron desarrolladas por pensadores como Francisco María Arouet, quien en 1718 tomó el nombre
de Voltaire (1694–1778). Como escritor, poeta y pensador francés, Voltaire abarcó todos los géneros
literarios y fue el líder de una nueva escuela filosófica, cuyas ideas ejercieron una gran influencia en
el espíritu público del siglo XVIII. Voltaire contribuyó a aventar los fuegos del descontento al desafiar
al cambio social. No es que estaba a favor de la abolición de la monarquía, pero sí sugería un
despotismo benevolente o una monarquía constitucional.

Otro pensador iluminista fue Dionisio Diderot (1713–1784), filósofo, literato y autor dramático
francés, cuya obra inmortal fue la Enciclopedia, que editó en secreto en 1759 junto con Juan Le Rond
d’Alembert (1717–1783), que era un célebre filósofo y matemático. Diderot había recibido su
primera educación en una escuela jesuita, pero junto con sus colaboradores decía que basaba todo
su conocimiento en la ciencia y rechazaba el pensamiento tradicional católico. Según él, la finalidad
de la Enciclopedia era: “Dar una educación universal para provocar un cambio en el modo de pensar
de las personas.” Pero este cambio de pensamiento iba dirigido básicamente contra la religión,
específicamente el catolicismo. Sus artículos no atacaban directamente al catolicismo, pero
presentaban notas irónicas y satíricas. Además, los temas teológicos se exponían de manera
ingenua, sembrando el escepticismo y la duda en los lectores. No expresaban un desprecio directo
a la religión, pero si dejaban en ridículo al catolicismo, con lo cual promovían una mayor
secularización de la sociedad.

Otro escritor prerrevolucionario muy influyente fue Juan Jacobo Rousseau (1712–1778). Este
escritor, filósofo y pedagogo francés, había colaborado en la redacción de la Enciclopedia y fue uno
de los precursores de la Revolución Francesa con sus ideas. Su obra El contrato social (1762) fue una
reacción contra el racionalismo dominante, que sólo veía en el Estado una asociación de
individualidades egoístas. Ante lo puramente racional, Rousseau colocó el sentimiento y frente a la
teoría del Estado individualista propuso la teoría de las naturalezas primarias de la sociedad, que es
más un ente colectivo de forma orgánica. Según él: “La humanidad se compone del pueblo … el ser
humano es el mismo en todas las clases; si esto realmente es así, las clases que son más numerosas
obtendrán la mayor consideración.” Así, pues, la sociedad descansa sobre los sentimientos
gregarios, la fe, la reverencia, la experiencia conjunta, la tradición y las costumbres, y no en el
egoísmo de los individuos. Las virtudes del patriotismo, la religión, el sentido familiar son
importantes y no deben ser destruidas con argumentos racionalistas. Tanto revolucionarios como
conservadores apelaron al pensamiento de Rousseau y lo interpretaron según sus intereses.

Contexto. Para entender la Revolución Francesa es importante tomar en cuenta el contexto


social y político en el que se produjo. La sociedad francesa se dividía en tres clases: el clero, la
nobleza y el estado llano. El clero católico romano tenía a su cargo la enseñanza, la beneficencia y
el registro civil de las personas. Subsistía la costumbre de proveer las dignidades mayores (obispados
y arzobispados) con miembros de la nobleza, no sólo desprovistos de vocación religiosa, sino incluso
y en muchos casos con personas ateas o agnósticas. El derecho de regalía (patronato real), en virtud
del cual el rey proponía al Papa los candidatos para llenar las vacantes, favorecía estas
designaciones. El alto clero disfrutaba de cuantiosos recursos, proporcionados por las rentas de las
propiedades eclesiásticas, los derechos señoriales y el diezmo, especie de impuesto cobrado sobre
los productos del campo. El bajo clero, al contrario del anterior, recibía un sueldo escaso, llevaba
una vida de privaciones y estaba formado generalmente por hijos de campesinos, que participaban
de las miserias del pueblo. Fue este clero el que apoyó el estallido de la Revolución. El clero en
general no pagaba impuestos fijos y tenía tribunales judiciales propios.

La nobleza o el segundo estado solía diferenciarse en rancia y nueva, según que sus títulos
arrancaran del feudalismo o de una disposición real más reciente. También se distinguió una nobleza
de corte, que era la residente en Versalles, el palacio donde vivía el rey; y una nobleza de provincia,
que era la que estaba radicada en sus tierras, donde vigilaba o dirigía las tareas rurales. Los nobles
tampoco pagaban impuestos y sólo ellos ocupaban los rangos de oficiales superiores en el ejército.
También se desempeñaban como embajadores y recibían condecoraciones. Eran juzgados por
tribunales especiales y conservaban sobre los campesinos buena parte de los derechos de la época
feudal.

El estado llano o el tercer estado comprendía al resto de la población. Además de pagar una
larga lista de impuestos a la corona, debían entregar el diezmo a la Iglesia, el censo y otros tributos
a los nobles. En total, sus contribuciones sumaban cuatro quintas partes de sus ingresos,
quedándoles apenas un quinto para cubrir sus necesidades. Esta masa de millones de personas
estaba sometida simultáneamente a la voluntad del rey, del clero y del noble, lo que les quitaba
toda libertad. El tercer estado comprendía a la burguesía, que eran las personas residentes en las
ciudades (médicos, abogados, ingenieros, comerciantes, banqueros, gente ilustrada); los obreros,
que estaban agrupados en gremios; y los campesinos. La monarquía era absoluta, ya que el rey
podía ordenar el arresto de cualquier persona y mantenerla detenida el tiempo que quisiera, sin
expresar la causa. Además, la censura previa sometía las obras escritas al examen de funcionarios,
que prohibían la publicación de aquellas consideradas inconvenientes. No existía, pues, la libertad
de prensa. La única religión autorizada era la católica romana. Los protestantes eran perseguidos,
mientras que los judíos eran tolerados bajo condiciones humillantes, teniendo que residir en barrios
especiales.

Estallido y desarrollo. Fue con estos antecedentes y en este contexto social, político, económico
y religioso que estalló la Revolución Francesa. Todo comenzó con la convocación de los Estados
Generales en 1788, asamblea de representantes del clero, la nobleza y la burguesía, que no se reunía
desde 1614. Los Estados Generales iniciaron sus sesiones en mayo de 1789. El rey Luis XVI (reinó de
1774 a 1792) les manifestó que debían concentrarse en las cuestiones financieras, sin tocar lo
referente a la autoridad real ni a los principios de la monarquía. Se produjo un conflicto en relación
con la manera de votar. Después de cinco semanas de debates, los delegados del estado llano, que
eran mucho más numerosos, se constituyeron en Asamblea Nacional y plantearon otras cuestiones
que las financieras. El rey desaprobó todo lo actuado, pero la voluntad del tercer estado, que era
mayoritario, se impuso. En julio se formó una Asamblea, que se llamó Constituyente, con el fin de
dictar una Constitución. La resistencia real asumió formas violentas y el pueblo de París se levantó
en armas. El 14 de julio de 1789, nutridas columnas tomaron por asalto la fortaleza de la Bastilla.
Los revolucionarios se organizaron militarmente, formando la Guardia Nacional, a las órdenes del
marqués Mario de Lafayette (1757–1834), quien ya había participado en las guerras de la
independencia norteamericana.
La Declaración de los Derechos del Hombre. La situación de conmoción social que siguió en toda
Francia a la Revolución, llevó a la Asamblea a suprimir los privilegios y a la proclamación de la
igualdad social. El 4 de agosto, la nobleza y el clero renunciaron a sus privilegios feudales. El 26 de
agosto de 1789 se aprobó una Declaración compuesta de un preámbulo y diecisiete artículos, que
serviría de prólogo y fundamento a la Constitución. Según sus disposiciones, los seres humanos
nacen y permanecen libres e iguales en sus derechos. Sus derechos naturales son: la propiedad, la
libertad, la seguridad y la resistencia a la opresión. La soberanía reside en la nación. Nadie está
obligado a hacer lo que la ley no ordena, ni puede ser privado de lo que la ley no prohíbe. Todos los
seres humanos son iguales ante la ley. La Declaración establecía, además, la libertad de opinión, de
religión y de prensa; el reparto de los impuestos en proporción a las riquezas y la votación de los
mismos por los diputados; la inviolabilidad de la propiedad privada; la responsabilidad de los
funcionarios; el libre acceso a los empleos oficiales y garantías personales para los casos de arresto
y enjuiciamiento. Con el establecimiento de la libertad de culto, el catolicismo perdió sus privilegios
de religión del Estado.

Las reformas eclesiásticas. Entre el 2 y el 4 de noviembre de 1789 se produjo la secularización


de los bienes eclesiásticos. A propuesta de Mauricio de Talleyrand (1754–1838), obispo de Autun,
todo el patrimonio eclesiástico fue puesto a disposición de la nación. El año 1790 comenzó con la
decisión de la Constituyente de suprimir los conventos y las comunidades religiosas, con excepción
de las dedicadas a la educación y el cuidado de los enfermos. El patrimonio de los conventos fue
confiscado y vendido. También se votó la Constitución civil del clero, el 12 de julio de 1790, que
redujo el número de obispos. Ahora los obispos y párrocos debían ser elegidos por el mismo sistema
que se usaba para los diputados y empleados estatales, y sin la intervención del Papa. Todos los
beneficios eclesiásticos sin cura de almas, es decir, no pastorales quedaban suprimidos.

Además, como la nacionalización de los bienes dejaba a los eclesiásticos sin recursos, se les fijó
un sueldo, recayendo sobre el Estado la obligación de mantener al clero (“los oficiales de la moral”)
y sufragar los gastos del culto. Con ello la Iglesia perdió su libertad y se convirtió en una dependencia
del Estado. El clero francés no quiso aceptar la nueva situación. La Asamblea exigió entonces un
juramento de obediencia y fidelidad a la Constitución civil del clero, que ciento treinta obispos y
cuarenta mil sacerdotes se negaron a prestar. Un tercio del clero inferior se sometió, con lo cual el
clero francés quedó dividido entre sacerdotes juramentados y sacerdotes no juramentados, con sus
respectivos partidarios entre los fieles. Ochenta y tres obispos, uno por cada departamento, fueron
elegidos según las nuevas normas, y conformaron así la Iglesia constitucional. El papa Pío VI
(gobernó entre 1775 y 1799) condenó la Constitución civil del clero y suspendió a todos los
sacerdotes juramentados que no se retractaran en un plazo de cuarenta días. Muchos lo hicieron.
El Papa declaró también inválidos todos los nombramientos eclesiásticos hechos según las nuevas
normas.

Los jacobinos. Durante los primeros años de la Revolución surgió un partido llamado “jacobino”,
porque se reunía en el convento de los jacobinos de París. Sus integrantes reclamaban libertad y
justicia para las masas populares. Sus líderes incluían a Juan Paul Marat (1743–1793), Jorge Jacobo
Danton (1759–1794) y Maximiliano F. I. Robespierre (1758–1794). Lograron reunir un ejército de
campesinos, llamados los “federales” y marcharon sobre París en setiembre de 1792. Nobles y
clérigos que se oponían a la Revolución fueron ejecutados sumariamente. El rey Luis XVI terminó en
la guillotina el 21 de enero de 1793. Los jacobinos también tomaron las cuestiones religiosas en sus
propias manos. El 10 de noviembre de 1793 un grupo de diputados marchó a la catedral de Notre
Dame y entronizaron a una bailarina de dudosa reputación como “la diosa de la Razón”.

Medidas restrictivas. En los años inmediatos posteriores a la Revolución las medidas restrictivas
contra la Iglesia de Roma profundizaron su crisis en Francia, debido a la influencia de los jacobinos
en el gobierno. Ya en setiembre de 1791, los territorios pontificios de Avignón y del Condado
venesino fueron incorporados a Francia. En noviembre de ese año, se decretó una ley por la que los
sacerdotes no juramentados perdieron sus derechos a la pensión estatal y los derechos civiles. Esto
forzó a emigrar a unos treinta mil sacerdotes. Al año siguiente se promulgaron varias disposiciones
anticatólicas, entre ellas la supresión de los conventos que todavía funcionaban y la prohibición del
hábito eclesiástico. Cualquier sacerdote podía ser desterrado con la simple acusación de veinticinco
ciudadanos. Para setiembre de 1792, en ocasión de las matanzas septembrinas por parte de los
“federales”, unos 300 sacerdotes y tres obispos que no habían prestado juramento fueron
asesinados.

En 1793, los sacerdotes juramentados o constitucionales fueron privados de su prerrogativa de


empleados estatales. El 3 de octubre se intentó cancelar todo el pasado cristiano de Francia al
sustituirse el calendario gregoriano y la era cristiana por el calendario y la era republicana. Ahora el
año empezaba el 22 de setiembre y constaba de doce meses de treinta días. La semana se sustituía
por la década (diez días) y las fiestas cristianas por las republicanas. Incluso se cambiaron los
nombres de los meses. Para principios de noviembre, el cristianismo había sido oficialmente abolido
de Francia y se dio, como vimos, la solemne entronización de la diosa razón en Notre Dame de París.
El arzobispo de París y otros miembros del clero abandonaron los oficios eclesiásticos y se
declararon partidarios del culto nacional de la libertad y la igualdad. La organización eclesiástica en
Francia desapareció casi por completo bajo el Régimen del Terror (1793–1794).

Justo L. González: “La Revolución Francesa creó su propia religión, que se llamó primero
‘Culto a la Razón’, y después ‘Culto al Ser Supremo’. Llevada a sus extremos, la Revolución
no se ocupó más de hacer valer la Constitución civil del clero, sino que prefirió crear su
propia religión, con sus propias ceremonias. Al principio, esto no fue política oficial del
gobierno, sino que surgió en diversas partes del país, donde personas ilustradas, tratando
de hacer que la religión se conformase a la nueva era, comenzaron una gran campaña de
‘descristianización’. A la postre, el gobierno nacional tomó la dirección del nuevo
movimiento. Como parte de él, se abolió el viejo calendario y se creó uno más ‘razonable’,
con nombres de meses tomados de la naturaleza, como ‘Brumario’, ‘Vendimiario’ y
‘Termidor’, y con ‘semanas’ de diez días. A esto se unieron grandes ceremonias que
ocupaban el lugar de las antiguas festividades religiosas. La primera de ellas fue la procesión
y ceremonias que acompañaron el traslado de los restos de Voltaire al ‘Panteón de la
República’. Después se construyeron templos a la Razón, se crearon ‘santorales’ que
incluían, junto a Jesús, a Sócrates, Marco Aurelio y Rousseau, y se inventaron ceremonias
para las bodas, la dedicación de niños a la Libertad, y los funerales. En cierto modo, los
esfuerzos por parte del gobierno de crear una nueva religión a base de ceremonias civiles y
de decretos oficiales nos recuerdan los intentos fallidos de Juliano, muchos años antes, de
resucitar el viejo paganismo. Al igual que el paganismo de Juliano, el ‘Culto al Ser Supremo’
carecía de fuerza vital, y desaparecería tan pronto como dejara de ser política oficial del
gobierno.”

En 1794, unos 1.700 sacerdotes se casaron para proclamar de este modo su apostasía de la
religión católica. Unos 23 obispos constitucionales renegaron públicamente y nueve de ellos se
casaron. El 21 de febrero de 1795 se proclamó la absoluta separación de la Iglesia y el Estado,
mientras se le concedió alguna tolerancia al clero y al culto católico romano.

Con el advenimiento del Directorio (1795–1799), las vejaciones contra la Iglesia continuaron,
pero el culto católico no quedó suprimido del todo. El Directorio favoreció a la secta deísta de los
teofilántropos, a la que estaban suscritos muchos sacerdotes juramentados, esperando que pudiese
rivalizar con el culto cristiano.

La oposición a la Iglesia Católica y, en algunos casos, la abierta persecución contra los clérigos
en Francia hicieron que la Revolución fuese considerada con un profundo rechazo por parte de la
jerarquía. Esto explica por qué el Papa tardó muchos años en aceptar la validez de los principios
revolucionarios y las nuevas estructuras sociales que estaban surgiendo. Incluso, la Iglesia tuvo
problemas en aceptar el lema revolucionario de “libertad, igualdad y fraternidad”, a pesar que los
conceptos que representa suenan más acordes con el evangelio cristiano que el viejo orden católico
romano europeo, ligado a las monarquías absolutistas y despóticas. Tuvo que pasar más de un siglo
y medio para que la Iglesia Romana tomara consciencia de la necesidad de un aggiornamento e
intentara responder a los desafíos de los tiempos nuevos de manera más efectiva.

Jaroslav Pelikan: “La identificación de la Iglesia con la monarquía, y generalmente con el


ancien régime, hizo de la Iglesia uno de los blancos principales de la oposición emergente a
la monarquía, la aristocracia y el cristianismo durante el siglo dieciocho. El viejo régimen
había sido un benefactor de la Iglesia; la Iglesia asumió la posición de defensora del viejo
régimen—y casi se fue a pique con él. Mucha de la crítica de la Iglesia a la democracia era
teológicamente correcta. Según era predicado por los philosophes, el evangelio
democrático era realmente una glorificación del ser humano más que de Dios, un sustituto
de progreso por Providencia como la base de las esperanzas humanas, y una concentración
sobre lo que Becker ha llamado ‘la ciudad celestial de los filósofos del siglo dieciocho’ a
expensas de la Ciudad de Dios. La Iglesia habría sido negligente a su deber si no hubiese
golpeado fuerte a la herejía de este evangelio falso. Pero la mano con la que la Iglesia golpeó
estaba menos limpia que lo usual, de modo que fue fácil tanto para la Iglesia como para sus
detractores identificar el evangelio con una filosofía política reaccionaria.”

_ La Europa napoleónica
En Francia, la nueva clase dirigente surgida de la Revolución Francesa, debió defenderse de dos
enemigos: la antigua nobleza, empeñada en restaurar a los Borbones y recuperar sus privilegios
perdidos; y el proletariado, cuyas condiciones no habían mejorado en la medida que se esperaba.
Para mantener sus posiciones, la nobleza apeló al ejército, que había adquirido progresiva
importancia con sus éxitos en la guerra civil y en la guerra exterior. A ese fin buscó a un general que
le sirviera de instrumento y eligió a Napoleón Bonaparte (1769–1821). Por su genio militar y su
ambición, Napoleón no estaba dispuesto a un papel subalterno y pronto se adueñó del poder. Los
principales Estados europeos, encabezados por Inglaterra, se coaligaron para contener los planes
de dominación continental que se había trazado Napoleón. Bajo estas condiciones políticas, la
Iglesia de Roma vio profundizada la crisis que había desatado la Revolución Francesa.

Surgimiento de Napoleón. En 1796, el papa Pío VI (gobernó de 1775 a 1799), formaba parte de
la coalición europea contra Francia. Esto dio ocasión a Napoleón, general de los ejércitos
republicanos en Italia, para apoderarse de los Estados Pontificios. El Papa se vio obligado a ceder las
posesiones de Avignon y del Condado venesino, que ya habían sido usurpados por Francia, y las
legaciones de Bolonia y Ferrara. Pero también tuvo que pagar a Francia una compensación en
dinero, obras de arte y algunos manuscritos antiguos. Al año siguiente, el Papa tuvo que ceder la
Romaña y pagar otra elevada suma de dinero. Mientras tanto, en Francia se intentaba abrir en París
un Concilio de la Iglesia constitucional con la idea de imponer un juramento de odio contra la
monarquía. La oposición de numerosos sacerdotes hizo que muchos fuesen deportados a las
Guayanas y otros se vieran forzados a emigrar a España, Inglaterra, Suiza y Alemania. En diciembre
de 1797, el Directorio rompió las relaciones con la Santa Sede. Poco después, Roma fue ocupada
por los franceses, que declararon inaugurada la República Romana. El papa Pío VI fue hecho
prisionero y conducido a Florencia. Meses más tarde fue llevado a Valence, donde finalmente murió
el 28 de agosto de 1799. Un cónclave celebrado en Venecia, por estar ocupada Roma por las tropas
francesas, nombró al cardenal Chiaramonti como nuevo Papa, quien subió al trono con el nombre
de Pío VII (gobernó de 1800 a 1823).

A fines de 1799, Napoleón fue elegido primer cónsul, con lo cual comenzó en Francia el período
del Consulado. Un golpe de Estado había destituido al Directorio. Napoleón nombró como ministro
de asuntos exteriores a Talleyrand, quien ya había abandonado definitivamente el ministerio
eclesiástico y no tardaría en casarse públicamente (1803). No obstante, como cónsul, Napoleón
concedió amplia libertad a los sacerdotes no juramentados, para restaurar la religión católica en la
región de la Vandée. En realidad, Napoleón no era un católico convencido, sino más bien todo lo
contrario. Quería la paz religiosa en Francia como medio para conseguir la paz política y social. Cuán
sincero era en su catolicismo es, pues, algo discutible. Pero indudablemente, como gran estadista
que era, Napoleón comprendió el papel que una religión puede jugar en traer unidad, cohesión y
contento a una sociedad. Para él, la utilidad social de la religión era una máxima de su política.
Hablando del “misterio de la religión”, dice:

Napoleón Bonaparte: “Este misterio no es el de la Encarnación. No discuto eso, como


tampoco los otros dogmas de la Iglesia. Pero veo en la religión el misterio total de la
sociedad. Sostengo … que aparte de los preceptos y doctrinas del evangelio no hay sociedad
que pueda florecer, como tampoco ninguna civilización real. ¿Qué es lo que hace que el
hombre pobre dé por sentado el humo de diez chimeneas en mi palacio mientras él se
muere de frío, que yo tenga diez mudas de ropa en mi guardarropa mientras él está
desnudo, que sobre mi mesa en cada comida haya lo suficiente como para sostener a una
familia por una semana? Es la religión, que le dice que en la otra vida yo seré su igual; en
realidad, que él tiene una mejor chance de ser feliz allí, que la que yo tengo.”

CUADRO 9 - Acuerdos del Concordato del 15 de julio de 1801

1. La religión católica fue reconocida como la propia de la mayor parte del pueblo francés, pero
no como la religión oficial del Estado.

2. Se garantizaba la libertad de culto.

3. Se establecían diez arzobispados y cincuenta obispados católicos.

4. Napoleón presentaría a los obispos y el Papa los confirmaría.

5. Los obispos debían prestar juramento de fidelidad ante Napoleón, y los demás eclesiásticos
ante la autoridad civil respectiva.

6. El Papa declaraba que todos los bienes eclesiásticos secularizados durante la Revolución
quedaban en propiedad de sus actuales dueños, mientras el gobierno francés se encargaría
de la sustentación del clero y el culto.

Medidas de Napoleón. Napoleón tomó varias medidas que afectaron de algún modo a la Iglesia
de Roma. Convencido como estaba de la utilidad social de la religión y de la concordia religiosa, se
propuso restaurar la unidad y prosperidad de la Iglesia, a pesar del hecho de que muchos de sus
colegas en el gobierno se oponían a sus proyectos. Sobre todo, para alcanzar sus propósitos, debía
sanar el cisma entre el clero constitucional y el no juramentado, y además, lograr la cooperación y
aprobación del Papa. Los intentos galicanos de levantar en Francia una Iglesia independiente del
papado habían terminado en fracaso, y él no iba a repetir este error. Entre las medidas que tomó
cabe recordar las siguientes.
El Concordato. El Estado francés se reconcilió con la Iglesia Católica Romana por medio del
Concordato, firmado en 1801. De acuerdo con sus cláusulas, el papa Pío VII, ascendido al solio
pontificio en 1800, aceptaba la nacionalización de los bienes del clero, la asignación de un sueldo a
los sacerdotes, el juramento de fidelidad al gobierno, que éstos debían prestar al asumir el cargo, y
la facultad del primer cónsul (Bonaparte) para reglamentar ciertos actos externos del culto. En
cambio, Napoleón declaraba que la religión católica era la de la mayoría de los franceses, y disponía
que los obispos, una vez designados por el poder ejecutivo, no entrarían en funciones hasta recibir
la confirmación de dicho nombramiento por el Papa.

Con su política religiosa, Bonaparte se atrajo a la Iglesia Católica, que había sido un poderoso
sostén de la causa monárquica. “Los campesinos son más católicos que realistas”—manifestaba
Napoleón—“y de no mediar la Constitución civil del clero, habrían aceptado la revolución.” En un
plano más general, Napoleón era de la opinión que “una nación sin religión es comparable a un
barco sin brújula.” Por otra parte, obteniendo del Pontífice la renuncia a todo reclamo respecto a
las cuantiosas propiedades confiscadas al clero, Bonaparte prestaba un servicio inmenso a sus
dueños presentes, inquietos por la amenaza de posibles reivindicaciones y se aseguraba su
adhesión.

Como primera medida para la aplicación del Concordato, era necesario que todos los obispos
dimitieran de sus cargos para que Napoleón nombrara un episcopado totalmente nuevo. Algunos
obispos no juramentados se negaron a dimitir, apoyados por el rey en el destierro (Luis XVIII). Esto
dio lugar a un nuevo cisma, que originó lo que se conoce como la Pequeña Iglesia (Petit Eglise), que
se mantuvo incluso hasta después de la Restauración borbónica (1815). Esta iglesia ha vuelto a
integrarse a la Iglesia Católica en 1965, en ocasión del Concilio Vaticano II.

Napoleón, por su cuenta y sin contar con la aprobación de la Santa Sede, añadió al Concordato
una cantidad de artículos orgánicos, que restringían la libertad de la Iglesia en Francia. Se impedía
al clero la libre comunicación con Roma, se extendía el placet a todos los documentos pontificios,
no se podía celebrar sínodos sin permiso del gobierno, los profesores de los seminarios y
universidades fueron obligados a enseñar los cuatro artículos galicanos, entre otras medidas. El
papa Pío VII protestó, pero inútilmente.

El Código. La Convención y el Directorio habían proyectado un Código, pero los acontecimientos


no les permitieron dar término a la empresa. En 1800, Napoleón recogió la idea y nombró una
comisión de seis eminentes jurisconsultos para trabajar en la elaboración de cinco códigos legales
(civil, penal, comercial, etc.). Él mismo presidió muchas reuniones e intervino activamente en los
debates. Finalmente, fue sancionado en 1804 con el título de Código Civil, y resultó ser un
monumento jurídico que encierra en forma metódica y articulada los principios del derecho privado,
todavía vigente en Francia y difundido por todo el mundo, especialmente en América Latina. Para
la Iglesia, esto significó la demanda de ajustarse a una nueva ley común a todos, en lugar de operar
exclusivamente en base a su propia ley canónica.

Carl L. Becker y Kenneth S. Cooper: “Los códigos establecidos por Napoleón no sólo
perpetuaron la obra de la Revolución—ellos también hicieron más fácil para el ciudadano
común saber cuál era la ley, qué podía hacer y qué no, y cuáles serían las consecuencias de
sus actos. Fue en parte por esta razón que el Código Civil, especialmente, tuvo una gran
influencia sobre la ley en muchos países además de Francia.… El Código Civil fue quizás la
manera principal en que la Revolución Francesa influyó sobre las instituciones de otros
países europeos. El Código Civil ha sido bien descrito como ‘el resumen y la corrección de la
Revolución Francesa.’ Más tarde, en Santa Helena, Napoleón mismo dijo: ‘Mi gloria consiste
básicamente no en haber ganado cuarenta batallas, sino en haber establecido el Código
Civil’.”

Napoleón emperador. La reforma constitucional de 1804, realizada por el Senado, reemplazó


el Consulado vitalicio por la monarquía hereditaria, y proclamó a Napoleón como emperador de los
franceses. La coronación se realizó con gran pompa en la catedral de Nuestra Señora (Notre Dame),
el 2 de diciembre, en presencia de Pío VII, especialmente invitado. El Papa ungió al emperador, pero
él mismo se colocó la corona sobre su cabeza. Reviviendo la época de Carlomagno, a quien
admiraba, Napoleón quiso convertir al Papa en una especie de lugarteniente espiritual. El Papa
esperaba que Napoleón anulase los artículos orgánicos y que le restituyese las tres legaciones de
los Estados Pontificios. La respuesta de Napoleón fueron nuevas presiones contra la Iglesia de Roma.
El Papa protestó públicamente contra estas intromisiones y el emperador suprimió la Donación de
Constantino, que suponía la anexión del Estado Pontificio al imperio francés, y declaró a Roma como
segunda capital del Imperio. En junio de 1809, Pío VII excomulgó a Napoleón por “violar los derechos
de la Santa Sede” y en julio Napoleón arrestó al Papa y lo llevó prisionero a Savona. Con esta actitud,
Napoleón perdió la simpatía de los católicos franceses, que había buscado con tanto empeño.

El Papa cautivo no aprobó el divorcio de Napoleón de su primera esposa, Josefina, ni su nuevo


casamiento con María Luisa de Austria en 1810. Por otro lado, también se negó a confirmar a los
obispos elegidos por Napoleón, porque éste no le permitía consultar con el Colegio cardenalicio, y
le impedía el normal gobierno de la Iglesia. Incluso los libros y el anillo papal le habían sido
secuestrados. Napoleón decidió que los obispos por él nombrados ocuparan sus puestos sin el
consentimiento papal. Fue así como convocó el Concilio Nacional de París (1811). Pero los obispos
se opusieron a las pretensiones napoleónicas, declarándose incompetentes para proveer de
pastores a las sedes vacantes en Francia. El Concilio se suspendió y algunos obispos fueron
encarcelados.

De Savona, Pío VII fue trasladado a Fontainebleau (1812) en Francia. Después de ser derrotado
en Rusia, Napoleón intentó nuevas tratativas con el Papa, a fin de restablecer la paz mediante un
nuevo Concordato, que fue firmado en 1813. Por este Concordato se le concedía al Papa una
importante renta anual, permitiéndosele residir libremente en Francia o en Italia. El emperador
nombraría a todos los obispos del Imperio a excepción de los suburbicarios, que serían de
competencia del Papa. Esto significaba la renuncia a los Estados Pontificios. El Papa no estuvo de
acuerdo y anuló el Concordato de Fontainebleau, e invitó a Napoleón a nuevas tratativas. Pero no
fueron necesarias porque los acontecimientos se precipitaron fatalmente para Napoleón, quien fue
forzado a abdicar en abril de 1814. Apenas un mes más tarde, Pío VII entraba triunfalmente en
Roma.
LA IGLESIA CATÓLICA EN EL SIGLO XIX
Los efectos de la Revolución Francesa se hicieron sentir en todos los países europeos. Esto se
tradujo mayormente en la implantación de las reformas eclesiásticas que se habían desarrollado en
Francia. Especialmente en los territorios que fueron ocupados por las tropas de Napoleón, se
profundizó el proceso de secularización y confiscación de los bienes eclesiásticos, incluidos sus
territorios y principados, con pocas excepciones. Las consecuencias de todo esto en Alemania
fueron desastrosas para la Iglesia Católica, no sólo en el orden material sino también en el espiritual.
La milenaria organización eclesiástica alemana quedó arruinada, al tiempo que se perdieron
universidades y colegios, e importantes riquezas y recursos materiales.

No obstante, no todo fue pérdida con la secularización. Al perder su soberanía territorial y sus
fabulosas riquezas, la Iglesia Católica quedó más libre para una auténtica reforma interior. Los
obispados y canonjías dejaron de ser patrimonio de algunas familias nobles y pudieron dedicarse
más profundamente a la tarea pastoral. Sin embargo, no fue fácil para el catolicismo reponerse de
los embates que las nuevas ideas políticas y sociales le planteaban, y sobre todo, el desafío que
suponía la nueva cosmovisión que se estaba gestando.

_ La Iglesia frente a los grandes cambios


Los problemas más urgentes de Pío VII después de su retorno a Roma fueron la recuperación de
los Estados Pontificios y la restauración religiosa. En el primer caso, en el Congreso de Viena (1814–
1815), las potencias europeas devolvieron al Papa todos sus territorios a excepción de Avignón y del
condado venesino, que se quedaron definitivamente en poder de Francia. En cuanto a la
restauración religiosa, el Papa tuvo que firmar varios concordatos y dio un paso decisivo con el
reestablecimiento de la Compañía de Jesús en 1814, que había sido suspendida por el papa
Clemente XIV en 1773. Además, se reorganizó la congregación de Propaganda Fide, con lo cual se
incentivó la obra misionera de ultramar.

No obstante, a lo largo del siglo XIX, la Iglesia Católica Romana tuvo que enfrentar fracturas
internas, alimentadas mayormente por diferencias de actitud en cuanto a la relación entre la Iglesia
en cada país y la Santa Sede. Estos partidos dentro de la Iglesia ya venían madurando desde el siglo
XVIII, pero se expresaron con toda fuerza en el siglo XIX. Uno de estas facciones fue el
ultramontanismo, que a su regreso a Roma, el propio papa Pío VII fomentó. “Ultramontanista”
significa “más allá de las montañas”. Este grupo reconocía la autoridad del Papa en Roma y hacia el
sur de los Alpes. Los ultramontanistas fueron militantemente leales al pontífice como la autoridad
suprema en las cuestiones de fe y práctica. Así, pues, a lo largo de todo el siglo XIX persistió la lucha
en la Iglesia francesa entre los ultramontanistas y los nacionalistas galicanos partidarios de una
Iglesia nacional.

Una Iglesia en crisis. Los sucesores de Pío VII tuvieron que enfrentar una situación de creciente
crisis institucional. León XII (gobernó de 1823 a 1829) celebró con esplendor el año santo de 1825,
pero tuvo que hacer frente a las sectas secretas de los carbonarios y los masones. No obstante, el
Papa devolvió el Colegio Romano a los jesuitas e instituyó cátedras de ciencias naturales y de
química. Bajo Gregorio XVI (gobernó de 1831 a 1846) se dieron graves desórdenes políticos en Italia
y otros países de Europa, que afectaron profundamente a la Iglesia. Sin embargo, la crisis de la Iglesia
se vio profundizada por otros factores más complejos, y de mayor alcance y duración, entre los que
cabe mencionar la secularización, el nacionalismo, el liberalismo, el positivismo y el anticlericalismo,
que predominaron en Europa en el siglo XIX.

La secularización. Como consecuencia de las guerras napoleónicas, la Iglesia alemana necesitaba


de una profunda reorganización. En general, todos los Estados alemanes, espontáneamente o por
insinuación de Napoleón, decretaron el libre ejercicio del culto y la equiparación civil de los
católicos. Con la secularización, la situación de la Iglesia en Alemania empeoró. En 1814 existían
apenas cinco obispados canónicamente ocupados. El Congreso de Viena (1814–1815) había
sancionado definitivamente la secularización de los principados eclesiásticos y estableció la igualdad
de derechos para todas las confesiones religiosas dentro de la Confederación alemana. Situaciones
similares se vivieron en Francia, Italia y otros países europeos.

En España se sintieron también los efectos secularizadores de la Revolución Francesa, con la


entronización de José Bonaparte (1768–1844), quien suprimió la Inquisición, expulsó las órdenes
religiosas y confiscó los bienes eclesiásticos. La restauración de Fernando VII no cambió mucho las
cosas. La Iglesia recuperó algunos de los viejos privilegios, pero esto provocó las iras de las
sociedades secretas, que triunfaron temporalmente en 1820. No obstante, el absolutismo de
Fernando VII logró imponerse. Cuando murió, estalló la guerra civil y estos conflictos
ensangrentaron la Península por varias décadas. Mientras tanto, la situación religiosa se fue
tornando cada vez más difícil. En 1834 se dio una matanza de frailes en Madrid, acusados de
envenenar las fuentes públicas. Otras vejaciones ocurrieron contra la Iglesia en España, que
motivaron al papa Gregorio XVI (gobernó de 1831 a 1846), en 1842, a dirigir una encíclica a toda la
cristiandad católica, protestando por los atropellos cometidos. En 1851 se firmó un Concordato con
la Santa Sede. Pero en 1868 la reina Isabel II de España fue destronada y se implantó la revolución
que dio a la nación una nueva Constitución republicana de matiz anticatólico. Finalmente, en 1875
fue restaurada la monarquía con Alfonso XII. En la Constitución de 1876, la religión católica fue
declarada como la oficial del Estado español. La Iglesia española continuó un período de relativa
calma durante la regencia de María Cristina hasta la mayoría de edad de Alfonso XIII (1902).

En los Países Bajos, después del Congreso de Viena, fue creciendo el espíritu anticatólico. Las
asociaciones católicas estaban prohibidas y las órdenes religiosas no podían admitir novicios. En
1825 fueron suprimidos los seminarios, y se instituyó un Colegio Filosófico o Seminario General bajo
la inmediata dependencia del gobierno. En 1827 se firmó un concordato con la Santa Sede, pero
esto no pudo evitar la rebelión de los católicos belgas, que se declararon independientes de Holanda
en 1830 y eligieron por rey a Leopoldo I, el cual aseguró la libertad de culto, de enseñanza y de
asociación. Con la independencia del país comenzó para la Iglesia belga un período de prosperidad.
En 1835 se fundó la Universidad de Lovaina, que ha sido un centro internacional de difusión católica.
Quienes más se vieron afectados por los procesos de secularización en toda Europa fueron las
órdenes religiosas. Pero a partir de la segunda mitad del siglo XIX, el proceso pareció revertirse y la
vida religiosa experimentó una suerte de avivamiento. Benedictinos, trapenses, franciscanos y la
propia Compañía de Jesús crecieron en número y lograron afirmarse no sólo en Europa sino también
en ultramar. Entre las congregaciones femeninas, la que mayor incremento experimentó fue la
Congregación de las Hijas de la Caridad, que había sido fundada por Vicente de Paul (1576–1660).
El resurgimiento de la vida religiosa se ve también en el número de nuevas congregaciones que se
fueron organizando a lo largo del siglo (más de cuatrocientas), especialmente en España y Francia.
Desde 1816 hasta 1865 habían sido aprobadas definitivamente por la Santa Sede un total de 198.

El nacionalismo. Ya desde 1821, las potencias europeas aconsejaban al Papa una reforma de las
estructuras de los Estados Pontificios, pero esto no ocurrió. El crecimiento del nacionalismo fue
verificándose en todas partes. En Italia no eran pocos los que luchaban por la unidad italiana con
diversos métodos. El gran político italiano y fundador de la sociedad secreta La Joven Italia, José
Mazzini (1805–1872) era revolucionario y enemigo de la Iglesia. Era republicano y antimonárquico.
Su intención era unir a Italia en una república, y para ello era necesario terminar con los territorios
bajo dominio papal. Mazzini odiaba a la Iglesia tal como él la conocía, pero no era ateo, ya que su
lema era “Libertad, igualdad, humanidad, un Dios, una soberanía y una ley de Dios.”

Walter Phelps Hall y William Stearns Davis: “Él se sentía llamado a un ‘apostolado’, es decir,
el triunfo del nacionalismo italiano. Pronto se hizo miembro de los carbonarios, y en 1830
pasó seis meses en una prisión en el Piamonte bajo cargos políticos, con ‘un Tácito, una
Biblia y un Byron’ como sus principales compañeros; después de lo cual huyó a Francia,
morando usualmente en Marsella. Pero se mantuvo en contacto con todos los movimientos
nacionalistas y liberales radicales que ya existían en Italia, y pronto les dio lo que ellos
habían necesitado—la inspiración de un profeta que podía vestir sus proyectos con palabras
nobles, y espiritualizar y dramatizar toda su propaganda.”

El partido moderado, por otra parte, propugnaba una conciliación entre el papado y el
liberalismo político, y patrocinaban una federación de Estados italianos, con el Papa como
presidente. En varias ciudades de los Estados pontificios estallaron revoluciones (1831–1832), que
pudieron ser reprimidas con la ayuda de las tropas austríacas. El papa Gregorio XVI condenó los
movimientos revolucionarios, pero no fue capaz de dar al Estado Pontificio estructuras más ágiles
en conformidad con las exigencias políticas de los tiempos. Finalmente, en 1848 estalló la revolución
en Roma y el papa Pío IX (gobernó de 1846 a 1878) tuvo que huir. En febrero de 1849 una Asamblea
constituyente, elegida en Roma, proclamó la República, confiando el gobierno a un triunvirato. Con
la ayuda de las potencias europeas (Austria, Francia y España), Pío IX pudo regresar a Roma en 1850,
pero ya no quiso saber nada de un gobierno constitucional y el Estado Pontificio volvió al régimen
absolutista anterior.

Pío IX: “Sabéis perfectamente, …, que hay actualmente hombres que, aplicando al Estado
el impío y absurdo principio del llamado naturalismo, tienen la osadía de enseñar que’ la
forma más perfecta del Estado y el progreso civil exigen imperiosamente que la sociedad
humana sea constituida y gobernada sin consideración alguna de la religión, y como si ésta
no existiera, o por lo menos, sin hacer diferencia alguna entre la verdadera religión y las
religiones falsas’.… De esta idea absolutamente falsa del régimen político pasan sin
escrúpulo a defender aquella teoría errónea, … esto es, ‘que la libertad de conciencia y de
cultos es un derecho libre de cada hombre, que debe ser proclamado y garantizado
legalmente en todo Estado bien constituido y que los ciudadanos tienen derecho a la más
absoluta libertad para manifestar y defender públicamente sus opiniones, sean las que
sean, de palabra, por escrito o de otro modo cualquiera sin que la autoridad eclesiástica o
la autoridad civil puedan limitar esta libertad’. Ahora bien, al sostener estas afirmaciones
temerarias, no consideran que proclaman una libertad de perdición.”

En Inglaterra, la Iglesia Católica también pasó por momentos difíciles. Comenzó el siglo con un
número muy exiguo de fieles, si bien gozó de igualdad religiosa a partir de 1829. A partir de 1830
comenzó un movimiento en la Iglesia Anglicana de acercamiento a la Iglesia Católica (Movimiento
de Oxford), que dio lugar a varias conversiones al catolicismo. Entre las más resonantes estaban las
de Juan Enrique Newman (1801–1890), quien se sometió a Roma en 1845; Nicolás Wiseman (1802–
1865), quien fue el primer arzobispo de Westminster y cardenal; Enrique Eduardo Manning (1807–
1892), quien sucedió a Wiseman como arzobispo; y, Francisco Bourne (1861–1935), quien fue
también cardenal y sirvió como el cuarto arzobispo de Westminster; además de varios otros líderes
anglicanos destacados. Estas conversiones fueron un triunfo enorme para el catolicismo en todo el
mundo, que supo explotarlas con fines propagandísticos. Este movimiento pretendía hacer real la
cláusula del Credo: “Creo en una santa iglesia católica y apostólica”. Sus raíces estuvieron en la Alta
Iglesia Anglicana y se lo conoció también como Avivamiento Tractariano. Pusieron un fuerte énfasis
en la doctrina de la sucesión apostólica. Finalmente, en 1850, el papa Pío IX restableció la jerarquía
católica inglesa.

Michael Hennell: “El Movimiento de Oxford también miraba hacia atrás a la iglesia de los
primeros cuatro siglos, que ellos creían colocaba más énfasis sobre la autoridad de la
tradición de la iglesia que sobre la de la Biblia. Compartían con los anglicanos del siglo XVII
una actitud sacramental hacia la naturaleza y el mundo, y la creencia de que sólo lo mejor
es suficientemente bueno para Dios. Esto hizo que prestaran una atención cuidadosa al
mobiliario de la iglesia y sus cultos. También estuvieron influidos por el movimiento
romántico. Algunos temían que una segunda Revolución Francesa pudiera cruzar el Canal,
trayendo el ateísmo y la democracia con ella, y barriendo con la autoridad dada por Dios al
rey y a los obispos.”

En Irlanda, unida a Inglaterra en la persona del rey, comenzó también la lucha por la
emancipación de los católicos, con Daniel O’Connell (1775–1847). En 1828, el mismo O’Connell fue
elegido para el Parlamento inglés, donde planteó la cuestión de la libertad religiosa. En 1838, los
católicos irlandeses fueron liberados de la obligación de pagar los diezmos a los clérigos anglicanos.
El catolicismo se fortaleció en medio de la hambruna que asoló la isla y que alcanzó su grado máximo
entre 1846 y 1847, a lo que se sumó el cólera en 1849. Miles de católicos irlandeses jóvenes salieron
de su tierra rumbo a Inglaterra, Canadá, Australia, Nueva Zelanda y especialmente los Estados
Unidos, con lo cual se afirmó el catolicismo en todos estos países. Los mismos resultados se dieron
en Escocia debido a la inmigración irlandesa. En 1878, el papa León XIII restauró la jerarquía en el
país.

El liberalismo. Pronto se transformó en el enemigo más encarnizado de la Iglesia Católica, que


lo vio como una amenaza a sus dogmas y tradiciones más preciadas. En los países en que la
burguesía llegó pronto al poder, como en las potencias protestantes de Inglaterra y Holanda,
comenzaron ya antes a imponerse los fundamentos de la política y cosmovisión liberal. Los
principios del liberalismo derivaban de la teoría del derecho natural y de los innatos derechos del
ser humano. Como vimos, estos principios constituyeron el fundamento de las grandes revoluciones
del siglo XVIII en Francia y América, y estaban muy a favor de la democracia como forma de
gobierno.

El nombre de “liberal” surgió después de las guerras napoleónicas y se originó en España, donde
los integrantes del Partido Progresista se denominaban “los liberales” y asumían generalmente
actitudes anticlericales. Liberal proviene del latín libertas. El liberalismo pregonaba las libertades
ciudadanas fundamentales y exigía gobiernos constitucionales, con la participación de una
representación popular. Económicamente hablando, el liberalismo representaba a la libre empresa,
la propiedad privada y el comercio libre. Ha sido la expresión política de la clase burguesa o
capitalista, y ha tenido un perfil racionalista y anticlerical.

Alrededor de 1840, el viejo liberalismo se vio enfrentado por el radicalismo que exigía la
democracia popular sobre la base del voto para todos y la aplicación sin claudicaciones de los
principios liberales a todas las clases de la sociedad. El radicalismo encontró apoyo en las masas,
sobre todo en los trabajadores, y respaldó el movimiento revolucionario de 1848. De este modo, el
liberalismo fue la fuerza política dominante en el siglo XIX y transformó el mundo probablemente
como ningún otro movimiento lo había hecho antes. Se identificó con el progreso, cimentó la
democracia política en toda Europa occidental y logró un sistema de gobierno constitucional en el
centro europeo. En la política exterior representó la libertad y la soberanía para todos los pueblos
europeos, patrocinó la obtención de la unidad nacional de los pueblos que todavía no la poseían. Y
en esto, unió los esfuerzos nacionales de estos pueblos con las exigencias de constituciones
liberales, en las que se establecía la separación de la Iglesia y el Estado, y se le quitaban a la Iglesia
sus privilegios y poder sobre el registro de nacimientos, casamientos y entierros.

Esta fue la razón principal por la que el Syllabus errorum (1864) atacó tan directamente lo que
consideraba eran los errores del liberalismo moderno: (1) que ya no era necesario que la religión
católica fuese la única religión del Estado con exclusión de otras formas de adoración; (2) que en
algunos países llamados católicos se les permitiese a los inmigrantes el ejercicio público de su propia
religión; y, (3) que se afirmara que la libertad religiosa no corrompía la moral de las personas.

Al principio, el liberalismo rechazó toda intervención estatal en la vida y la economía de los


ciudadanos, basado en el principio de laissez faire, laissez passer, derivado de los antiguos
fisiócratas. El nuevo liberalismo adoptó en lugar de este principio una política de reforma social y
dio cabida en su programa a la reforma colonial. En el siglo XX, el liberalismo floreció en Europa
hasta la Primera Guerra Mundial, con la característica de que la tendencia social cobró cada vez
mayor importancia.

El positivismo. Esta doctrina, que fue lo más cercano a la filosofía y práctica liberal, fue creada
por Augusto Comte (1798–1857). Su nombre deriva de la idea de que el único conocimiento válido
es el positivo, es decir, el que proviene de las ciencias. Como sistema filosófico empírico, el
positivismo sólo admitía el método experimental y de observación del mundo físico, y rechazaba las
nociones a priori y los conceptos universales y absolutos. Comte rechazaba la metafísica y la teología
por considerarlas totalmente inútiles. Según él, nadie podía averiguar las esencias ocultas de las
cosas, por qué se producen los acontecimientos, cómo lo hacen o cuáles son el significado esencial
y el propósito de la existencia. Todo lo que conocemos es cómo ocurren las cosas, las leyes que rigen
su acontecer y las relaciones que hay entre ellas. Nada podía ser más ajeno y contrario al dogma
católico romano tradicional.

Edward McNall Burns: “El gran objetivo de todas las doctrinas sociales [según Comte]
debería ser imponer la superioridad del altruismo (palabra inventada por Comte) sobre el
egoísmo. Por creer que este objetivo sólo se puede alcanzar apelando a las emociones del
amor y la abnegación, Comte desarrolló lo que denominaba religión de la humanidad, la
que pretendía unir a todos los hombres en el respeto común a la justicia, la caridad y la
benevolencia. Esta religión no incluía la creencia en lo sobrenatural, pero contaba con un
ritual minucioso y hasta con una Trinidad y un sacerdocio. Aunque sus críticos la
ridiculizaron llamándola ‘catolicismo sin cristianismo’, significaba, no obstante, un intento
meritorio de construir un sistema religioso dedicado al bien social.”

El anticlericalismo. Este movimiento no era necesariamente ateo, pero creía que una Iglesia
poderosa, con ambiciones de extender su influencia política y social constituía una amenaza para
cualquier gobierno republicano y democrático. Los anticlericales aspiraban a limitar la influencia de
la Iglesia Católica en la esfera política, reducir sus privilegios económicos y terminar con el dominio
asfixiante que ejercía sobre la educación. El anticlericalismo era, en parte, consecuencia de la
revolución industrial, que propugnaba los intereses materialistas e intensificaba la lucha entre la
burguesía y el antiguo régimen. Era también en parte el resultado del avance de la ciencia y de las
doctrinas filosóficas escépticas y liberales, empleadas muchas veces como armas esenciales contra
el conservadorismo religioso. Pero la razón principal de su desarrollo fue, probablemente, el
nacionalismo militante. La Iglesia Católica no sólo tomaba puntos de vista internacionales, sino que
además los Papas, todavía en la década de 1860, seguían sosteniendo sus derechos al poder
temporal y lanzando anatemas contra los gobernantes que querían establecer Estados
omnipotentes. Allí donde el nacionalismo se hacía poderoso, el clericalismo era considerado casi
con certeza como enemigo principal.

Edward McNall Burns: “Entre 1875 y 1914 culminó la oposición a la Iglesia Católica en
Francia. Casi todos los dirigentes republicanos eran violentamente anticlericales, y con
razón, ya que las autoridades católicas no perdían ocasión de apoyar a los monárquicos.…
El gobierno aprobó en 1901 una serie de leyes que prohibían en Francia toda orden religiosa
no autorizada por el Estado, e impedían a todos los miembros de las órdenes religiosas la
enseñanza en escuelas públicas o privadas. Por último, en 1905 se sancionó la ley que
disolvió la unión existente entre la Iglesia y el Estado. Por vez primera desde 1801, los fieles
de todas las religiones se hallaban en pie de igualdad. El erario público no pagaría en
adelante los sueldos del clero católico. Si bien es cierto que algunas de estas medidas fueron
modificadas años más tarde, en la mente de muchos franceses el clericalismo siempre
quedó bajo sospecha.”

Una Iglesia amenazada. Los acontecimientos políticos y las transformaciones sociales que se
produjeron en Europa a lo largo del siglo XIX hicieron patente el distanciamiento de la Iglesia
Católica de la realidad de la época. Cada vez más, la Iglesia fue replegándose sobre sí misma y a la
defensiva en todo el continente e incluso en las colonias de ultramar.

Durante el siglo XIX ocurrieron varios movimientos radicales que produjeron cambios
significativos en la cosmovisión, especialmente en Occidente. El absolutismo y las libertades
ciudadanas proclamadas por la Revolución Francesa chocaron violentamente. La Revolución
Industrial alcanzó su apogeo y apareció la burguesía como clase dominante y el proletariado como
clase dominada, que empezaba a organizarse. El pensamiento racional cobró preponderancia sobre
los dogmas y las leyes proclamados por la Iglesia, que además agravó su desfase histórico apoyando
sin éxito la restauración del antiguo régimen. Las nuevas nacionalidades europeas, nacidas con el
fervor románico y burgués, se habían organizado alterando el mapa político y sacudiendo las viejas
alianzas entre el poder civil y el eclesiástico. Los sucesivos movimientos de independencia en
América Latina a lo largo del siglo XIX fueron funestos para el prestigio y el poder de la Iglesia en ese
continente.

Esfuerzos conservadores. Hubo diversos intentos por restablecer el poder y el prestigio del
catolicismo en toda Europa. El enfrentamiento entre liberales y conservadores no sólo se dio en el
campo de la política, sino que alcanzó también el terreno de las ideas, en las primeras tres décadas
del siglo. Intelectuales reaccionarios pusieron el orden por encima de la libertad, y los intereses de
ciertos grupos de la sociedad y especialmente los del Estado por sobre los de las personas
individuales. No fueron pocos los que otorgaron mayor importancia a la fe, la autoridad y la
tradición, que a la primacía de la razón y la ciencia, que parecía imponerse a medida que avanzaba
el nuevo siglo.

Un grupo de filósofos franceses, encabezados por José María, conde de Maistre (1754–1821),
trató de iniciar un renacimiento católico en el que la piedad mística, el sobrenaturalismo y la
creencia en la infalibilidad de la Iglesia eran considerados como las luces que guiaban los pasos de
los seres humanos, y los apartaban de los peligros del escepticismo y la anarquía. Maistre
proclamaba a la obediencia como la virtud política cardinal, y consideraba al verdugo como un
baluarte del orden social.

La Santa Alianza. El zar Alejandro I de Rusia (1777–1825), dotado de temperamento místico,


juzgó a la Revolución Francesa y a la acción napoleónica como una empresa del espíritu del mal,
empeñado en la conquista del mundo. Por lo tanto, creyó necesario fundar una entidad inspirada
en el cristianismo católico, lo suficientemente fuerte como para salvar a la humanidad del peligro
de las nuevas seducciones imperialistas. El primer principio de la Santa Alianza fue, pues, religioso,
y de allí proviene su nombre.

Profundamente impresionado por los horrores de las guerras napoleónicas, el soberano ruso
pensó, asimismo, que la única manera de evitar su repetición consistía en formar con las potencias
europeas un organismo estable, capaz de mantener la paz instaurada por el Congreso de Viena
(1814–1815), que terminó con el imperio napoleónico, y de resolver, por el arbitraje, futuros
conflictos. En este sentido, la Santa Alianza debía ser una especie de Liga de las Naciones, de
marcado tinte cristiano y humanitario. En setiembre de 1815, el zar, el rey de Prusia y el emperador
de Austria firmaron el acto solemne de su creación, declarando “permanecer unidos por los lazos
de una fraternidad indisoluble”, como delegados de la Divina Providencia. Se comprometían a
gobernar esas “tres ramas de una misma familia: la nación cristiana, cuyo verdadero soberano es
Dios y nuestro divino Señor Jesucristo, Verbo Supremo, Palabra de Vida.” Inglaterra y Francia
adhirieron más tarde y las cinco potencias constituyeron lo que se llamó la Pentarquía.

La Alianza llegó a su fin con la llamada Cuestión de Oriente. Los griegos ortodoxos se habían
sublevado contra los turcos musulmanes, y con su heroísmo atrajeron la simpatía europea. La Santa
Alianza se vio forzada a intervenir, ya que el principio religioso que la inspiraba le imponía hacer
algo a favor de un pueblo cristiano que estaba en lucha contra los infieles. No obstante, no todas las
potencias eran de un mismo parecer. Francia, Inglaterra y Rusia estaban del lado de los griegos,
mientras que por razones políticas Prusia y Austria sostenían a los turcos.

La revolución europea de 1848. Las décadas de los años de 1820 y 1830 fueron testigos de gran
inestabilidad política en toda Europa. En 1820 se produjo la Revolución Española; en 1830 hubo una
nueva Revolución en Francia, que encontró eco en diversas partes de Europa; finalmente, a
mediados de la década estalló la guerra civil en España. Todos estos episodios de conflictos y
levantamientos estaban ligados con el creciente liberalismo político que parecía crecer por todo el
continente europeo.

La tendencia liberal provocó nuevos movimientos revolucionarios en 1848, cuyos propósitos


eran políticos, sociales y nacionales. Los primeros estaban destinados a reformar en sentido
democrático la constitución del Estado, concediendo al pueblo una mayor participación en el
gobierno. Los objetivos sociales estaban orientados hacia un mejoramiento de la clase proletaria,
sumida en la miseria por la implantación del maquinismo en la industria, que dejó desocupados a
miles de obreros, redujo los salarios y aumentó el rigor en las condiciones de trabajo. Finalmente,
los propósitos nacionales tenían que ver con el deseo de conseguir la unión e independencia de los
pueblos que carecían de ella. La revolución europea de 1848 no tuvo éxito, pero sus ideales
terminaron por imponerse en gran parte debido a las agitaciones sociales y políticas, que se
prolongaron hasta fines del siglo.

Una Iglesia a la defensiva. La actitud general de la Iglesia durante el siglo XIX fue defensiva. La
apologética fue su ejercicio permanente y sus personajes más destacados durante este período
fueron grandes apologistas, que pretendieron defender a la Iglesia de todo lo que estimaban ponía
en peligro su doctrina e influencia en el mundo.

La cuestión romana. Después de su regreso a Roma, en 1850, el papa Pío IX tuvo que enfrentar
a los movimientos que estaban a favor de la unidad de Italia y por hacer de Roma la capital del reino.
El rey del Piamonte, Víctor Manuel II (1820–1878), era el principal promotor de este movimiento.
En 1860, después de la derrota del ejército pontificio, los piamonteses se apoderaron de las Marcas
y de la Umbría. Al año siguiente, el Parlamento de Turín declaró a Roma como la capital del reino de
Italia y designó a Víctor Manuel II como rey. El Papa protestó inútilmente contra lo que consideraba
era un atropello. Todo el movimiento a favor de la unificación italiana se caracterizó por su oposición
a la Iglesia. Ello era inevitable existiendo un Papa que administraba sus estados como un príncipe
secular y que lanzaba toda su ira contra quienes intentaban despojarlo de sus territorios en aras de
una Italia unificada.

La ocupación de Roma con ejércitos franceses motivó un largo conflicto, porque la perspectiva
de privar al Papa de un dominio considerado indispensable para su libertad y jerarquía, suscitaba la
oposición de todos los pueblos católicos. Por razones de política interna, Napoleón III, rey de
Francia, mantuvo en la ciudad una guarnición hasta 1866, retirándola en esa fecha ante la promesa
del monarca italiano Víctor Manuel, de no tomarla ni dejarla tomar. Esto último aludía a José
Garibaldi (1807–1882), el famoso patriota y general italiano, que marchaba sobre Roma y había
adoptado el lema “Roma o la muerte”. En efecto, poco después de la partida de los franceses, el
caudillo invadió el Lacio. Finalmente, en setiembre de 1870, Víctor Manuel lanzó la ofensiva
definitiva sobre Roma, que estaba en manos de los franceses de Napoleón III. Los piamonteses
entraron en Roma por la Puerta Pía. El Papa protestó públicamente con una encíclica que publicó
en noviembre de ese año. Por la Ley de las Garantías Papales, Víctor Manuel le aseguró al Papa los
derechos soberanos sobre el Vaticano, la inviolabilidad de su persona, la libertad para comunicarse
con el resto de su Iglesia y con las demás potencias, y le concedió una renta anual. Pero Pío IX
rechazó todo esto (1871), puesto que el poder temporal de la Iglesia había sufrido un duro golpe
cuando las tropas italianas acabaron con los Estados Pontificios. Por otro lado, el Papa quedó
prácticamente prisionero en el Vaticano. Sus sucesores continuaron practicando esta reclusión
voluntaria, hasta 1929, cuando una serie de acuerdos entre el gobierno fascista y Pío XI logró lo que
pareció ser un arreglo satisfactorio de la disputa.

CUADRO 10 - Actividades eclesiásticas de Pío IX

1. Restableció la jerarquía eclesiástica inglesa (1850) y holandesa (1853).

2. Erigió 29 arzobispados, 132 obispados, 33 vicariatos apostólicos y 15 prefecturas apostólicas.

3. Proclamó el dogma de la Inmaculada Concepción de María (1854).


4. Celebró con esplendor un nuevo centenario de la muerte de los apóstoles Pedro y Pablo
(1867).

5. Publicó el Syllabus errorum (1864), en el que condenaba lo que consideraba como “los
principales errores de nuestro tiempo.”

6. Celebró el Concilio Vaticano I (1870), en el cual se definió la infalibilidad pontificia.

El Syllabus errorum. El 8 de diciembre de 1864, Pío IX publicaba la bula Quanta Cura, a la que
añadía una serie de condenaciones a ochenta proposiciones, bajo el título Syllabus errorum. Las
nuevas libertades se habían afirmado contra las condenaciones de este documento papal, en el que
se condenaban “los principales errores de nuestro tiempo”. La idea era atacar los errores derivados
del racionalismo y de la incredulidad iluminista. Con esto se pretendía mantener el balance entre la
razón y la fe, entre lo natural y lo sobrenatural, y entre la filosofía y la teología. La burguesía rendía
más culto a la ciencia y al deísmo racional que al Dios de la Iglesia de Roma. El proletariado se
manifestaba exento de la fidelidad eclesial y sus diversos movimientos políticos (el socialismo en
sus distintas versiones, el anarquismo, el marxismo, etc.) señalaban a la Iglesia como a uno de sus
principales enemigos. El Syllabus era, pues, un catálogo de “todas las manifestaciones erradas del
espíritu moderno.” Allí se condenaba el naturalismo, el racionalismo, el indiferentismo, el
comunismo, el socialismo, el liberalismo y el absolutismo de los Estados, entre varios otros “ismos”.
Por cierto, el documento fue duramente combatido por los círculos liberales y por los gobernantes
de ese tiempo, que creyeron ver en él un ataque a la cultura y al progreso moderno.

Syllabus errorum: Se condenan los siguientes errores referentes al liberalismo moderno. A


quienes sostienen que:

“77. En la época actual no es necesario ya que la religión católica sea considerada como la
única religión del Estado, con exclusión de todos los demás cultos …

78. Por esto es de alabar la legislación promulgada en algunas naciones católicas, en virtud
de la cual los extranjeros que a ellas emigran pueden ejercer lícitamente el ejercicio público
de su propio culto …

79. Porque es falso que la libertad civil de cultos y la facultad plena, otorgada a todos, de
manifestar abierta y públicamente sus opiniones y pensamientos sin excepción alguna
conduzcan con mayor facilidad a los pueblos a la corrupción de las costumbres y de las
inteligencias y propaguen la peste del indiferentismo …
80. El Romano Pontífice puede y debe reconciliarse y transigir con el progreso, el liberalismo
y la civilización moderna …”

_ La reacción de la Iglesia
El Concilio Vaticano I. La Iglesia intentó recuperar el terreno perdido y volver a tener una
presencia influyente en la sociedad en proceso de transformación. Con este propósito, en 1864, Pío
IX solicitó a los cardenales su parecer sobre la convocación a un Concilio ecuménico. En 1867
nombró a las comisiones que prepararían las materias a tratar. Por la bula Aeterni Patris (1868), el
papa Pío IX convocó el primer concilio ecuménico en 300 años, el Vaticano I (diciembre de 1869).
Participaron 774 padres conciliares. De ellos, 42 eran superiores generales de órdenes religiosas. Se
nombraron cuatro comisiones para estudiar los asuntos y proponer los temas que deberían ser
discutidos y proclamados en las sesiones públicas. Se prepararon más de cincuenta temas, pero sólo
dos llegaron a la aprobación definitiva: De fide catholica y De Ecclesia Christi.

El tema más debatido fue el de la infalibilidad pontificia, que tuvo muchos opositores, entre
ellos Ignacio Döllinger (1799–1890), un gran historiador y profesor de la Universidad de Munich.
Entre los padres conciliares hubo dos bandos. En contra estaban los alemanes, austríacos y un buen
número de franceses. A favor de la infalibilidad papal se declararon todos los obispos españoles e
italianos y la mayoría de los franceses. El 13 de julio de 1870 se procedió a la votación previa, que
dio como resultado 451 votos a favor, 88 en contra y 66 juxta modum, de un total de 605
participantes. En vista de este resultado, 57 obispos abandonaron el Concilio con permiso del Papa.
En la sesión cuarta del 18 de julio de 1870, de los 533 padres asistentes solamente dos votaron en
contra, los cuales se sometieron inmediatamente a la decisión de la mayoría.

Al estallar la guerra franco-alemana (19 de julio), muchos conciliares abandonaron el Concilio.


La caída de Roma en manos de los piamonteses (setiembre) obligó al Papa a suspender el Concilio
“hasta mejores tiempos”, pero quedó interrumpido para siempre y el dogma de la infalibilidad papal
quedó aprobado hasta el día de hoy. El Concilio dio como resultado el fortalecimiento de la
autoridad papal en dos niveles. Por un lado, en el plano de la organización eclesial, esto se tradujo
en un mayor centralismo de Roma. El catolicismo comenzó a configurarse como un catolicismo
verdaderamente “romano”. Por otro lado, en el plano doctrinal esto resultó en la sanción del dogma
de la infalibilidad del Papa. Este dogma significaba que el Papa, cuando hablaba ex cathedra, es
decir, en su condición de “pastor y doctor de toda la cristiandad”, es infalible en lo que concierne a
cuestiones de fe y moral. Aunque aceptado generalmente por los católicos piadosos, el dogma de
la infalibilidad papal despertó en muchos círculos una tormenta de protestas. Los gobiernos de
diversos países católicos lo denunciaron, incluyendo a Francia, España, Alemania e Italia.

Los efectos del Vaticano I se hicieron sentir en los países protestantes y en el auge que tomaron
las congregaciones, obras y misiones evangelizadoras católicas en todo el mundo. Los católicos que
se opusieron al Concilio Vaticano I fueron conocidos como viejos católicos.

El pontificado de León XIII. León XIII (gobernó entre 1878–1903), aunque prisionero en el
Vaticano y destituido de su poder temporal, se constituyó muy pronto en guía espiritual de su
Iglesia. También protestó públicamente en 1881 con una encíclica por la usurpación de los Estados
Pontificios. Dotado de una gran habilidad diplomática, mantuvo buenas relaciones con las cortes
europeas y con las demás naciones. Las tratativas con Otto Bismarck (1815–1898), el canciller de
hierro de Alemania, dieron como resultado un mejoramiento de la situación de los católicos en ese
país y el rápido fin del Kulturkampf, como expresión del anticlericalismo alemán.

El Kulturkampf fue iniciado por Bismarck en 1872 con la ayuda de algunos intelectuales liberales.
Los motivos que lo indujeron a emprender esta lucha cultural fueron casi exclusivamente
nacionalistas. Bismarck no era escéptico ni materialista, sino un luterano ferviente. No obstante,
notaba en ciertas actividades católicas una amenaza para el poderío y la estabilidad del Imperio
alemán que quería crear. Le disgustaba, sobre todo, el sostén que los sacerdotes católicos seguían
proporcionando al movimiento a favor de la soberanía de los estados alemanes del sur, así como a
las reclamaciones de los alsacianos y polacos, mayormente de fe católica. También lo inquietaban
las afirmaciones hechas poco tiempo antes sobre la autoridad del Papa para participar en asuntos
seculares y la promulgación del dogma de la infalibilidad papal en 1870. En base a todo esto, decidió
darle un golpe definitivo a la influencia católica en Alemania. Sus armas fueron una serie de leyes y
decretos publicados entre 1872 y 1875.

Edward McNall Burns: “Aunque Bismarck ganó algunas de las batallas principales del
Kulturkampf, perdió la guerra. Las causas de su fracaso fueron varias. En primer lugar, se
ganó la enemistad de sus partidarios progresistas al negarse a considerar sus pedidos de
que se exigiera responsabilidad a los ministros. En segundo lugar, el Partido Católico o del
Centro defendió de modo tan eficiente al clero perseguido y adoptó un programa
económico tan lúcido que se transformó en el partido político más grande de Alemania.…
En tercer lugar, a Bismarck le alarmaba el desarrollo del socialismo y esa alarma creció
cuando los principales defensores de esa doctrina, los demócratas sociales, se aliaron con
los centristas. Si seguían desarrollándose como hasta entonces, esos dos partidos llegarían
pronto a poseer la mayoría en el Reichstag. Con la esperanza de impedirlo, Bismarck fue
disminuyendo paulatinamente su persecución de los católicos. Entre 1878 y 1886 anuló casi
todas las leyes represivas y el Kulturkampf pasó al limbo de los desatinos que suelen realizar
los estadistas. La Iglesia Católica volvió a ocupar prácticamente su posición anterior en
Alemania.”

CUADRO 11 - Medidas de Bismarck contra la Iglesia Católica en Alemania

1. Hizo que el Reichstag (Parlamento alemán) expulsara del país a los jesuitas.

2. Forzó al Landtag (dieta o parlamento) de Prusia a que sancionara las llamadas Leyes de Mayo,
que ponían a los seminarios teológicos bajo la fiscalización del Estado y permitían que el
gobierno decretara la designación de obispos y sacerdotes.
3. Decretó que nadie podía ejercer un cargo en la Iglesia Católica si no era ciudadano alemán y
luego de un examen oficial.

4. Hizo obligatorio el matrimonio civil, aunque ya se hubiese realizado la ceremonia religiosa.

Por otro lado, el papa León XIII tuvo una simpatía especial por los pueblos cristianos orientales,
con cuyas iglesias procuró restablecer relaciones. Fue un gran devoto de la Virgen y publicó una
encíclica sobre el Rosario, la popular oración católica romana. Además, León XIII estaba dispuesto a
conceder que había cosas “buenas” tanto como “malas” en la civilización moderna. En razón de
esto, agregó un cuerpo de asesores científicos al Vaticano y abrió archivos y observatorios. Sin
embargo, no hizo concesiones al liberalismo o al anticlericalismo en la esfera política.

León XIII: “De las consideraciones expuestas se sigue que es totalmente ilícito pedir,
defender, conceder la libertad de pensamiento, de imprenta, de enseñanza, de cultos, como
otros tantos derechos dados por la naturaleza al hombre. Porque si el hombre hubiera
recibido realmente estos derechos de la naturaleza, tendría derecho a rechazar la autoridad
de Dios y la libertad humana no podría ser limitada por ley alguna.—Síguese, además, que
estas libertades, si existen causas justas, pueden ser toleradas, pero dentro de ciertos
límites para que no degeneren en un insolente desorden.—Donde estas libertades estén
vigentes, usen de ellas los ciudadanos para el bien, pero piensen acerca de ellas lo mismo
que la Iglesia piensa. Una libertad no debe ser considerada legítima más que cuando supone
un aumento en la facilidad para vivir según la virtud. Fuera de este caso, nunca.”

El socialismo cristiano. Los críticos más moderados de la economía capitalista fueron los
socialistas cristianos. El fundador de este movimiento fue Roberto de Lamenais (1782–1854),
sacerdote católico francés que trató de infundir nueva vida a la religión católica romana para que
sirviera como instrumento de reforma y justicia social. Desde Francia, el movimiento se difundió a
Inglaterra y fue adoptado por algunos intelectuales protestantes, sobre todo el novelista Carlos
Kingslev (1819–1875). En un primer momento, este socialismo cristiano era poco más que la
exigencia de que se aplicaran las doctrinas de Jesús a los problemas creados por el industrialismo.
Pero posteriormente empezó a desarrollar una forma más tangible, como ocurrió con las medidas
tomadas por el papa León XIII en relación con los problemas sociales.

Sobre todas las cosas, León XIII es recordado por su preocupación social. Combatió al
comunismo y al socialismo en una encíclica (1878), enseñó lo que él consideraba era la política
verdadera (1881), consolidó la constitución cristiana de los Estados (1885), intentó cristianizar al
capitalismo y crear un orden cristiano basado en la justicia social, y discurrió sobre la libertad
humana (1888). En razón de estos esfuerzos fue llamado el “Papa social” o el “Papa de los
trabajadores”. Sobre todo, es famoso por su encíclica Rerum novarum (1891), que trata de la
condición social de los obreros. En este documento, el Papa repetía, con un matiz moderno, la
actitud económica liberal de Tomás de Aquino. La encíclica reconocía expresamente a la propiedad
privada como un derecho natural y repudiaba enérgicamente la doctrina marxista de la lucha de
clases, aunque reprobaba con no menor firmeza las ganancias ilimitadas. Pedía a los patrones que
respetaran la dignidad de sus trabajadores como seres humanos y cristianos, y que no les dieran un
trato de “bienes muebles que producen dinero, ni los consideraran como mera fuerza muscular o
física.” Sus propuestas concretas para atenuar el rigor del régimen industrial consistían en que se
legislara sobre el trabajo en las fábricas, se crearan sindicatos, se aumentara el número de pequeños
terratenientes y se redujera la jornada de trabajo.

En base a estas ideas, muchos católicos quisieron ver en esta encíclica un documento
revolucionario, que ofrecía un fuerte impulso al socialismo cristiano entre los católicos más liberales.
Sobre todo, ésta fue la evaluación de la burguesía, beneficiaria de la revolución industrial y de las
libertades políticas. Sin embargo, el documento no hace una opción definida por los pobres. Al
contrario, el texto señala: “nadie está obligado a aliviar a su prójimo a costa de su sustento o del de
su familia, ni tampoco a privarse de nada de lo que el decoro o las conveniencias imponen a su
persona.” Según la encíclica Auspicato concessum, a los pobres les queda siempre la “esperanza de
bienes inmensos e inmortales que son tanto mayores cuanto más mansa y largamente se ha
sufrido.”

León XIII: “Los que se hallan íntimamente penetrados por la religión cristiana, sienten,
además, con juicio cierto, que por conciencia de un deber hay que obedecer a los que
ejercen la legítima autoridad, cuya violación no le está permitida a nadie en ningún orden;
disposición de ánimo la más eficaz para extirpar de raíz en este aspecto todo vicio, toda
violencia, toda ofensa, toda ambición revolucionaria, toda discordia entre los diferentes
órdenes sociales, todo eso en que están el origen y las armas del socialismo. Quedará, por
último, perfectamente establecida la armonía entre ricos y pobres, cosa en que con tanto
empeño trabajan los sociólogos, una vez sentado y fijado que la pobreza no está exenta de
dignidad; que conviene que el rico sea misericordioso y espléndido y que el pobre viva
conforme con su suerte y con su industria, y, puesto que ni uno ni otro han nacido para
estos bienes perecederos, ambos habrán de llegar al cielo, el uno ejercitando la paciencia,
el otro la liberalidad.”

La obra misionera. El siglo XIX fue también para la Iglesia Católica Romana un “gran siglo” de
expansión misionera. La supresión de los jesuitas y la hostilidad de los gobiernos iluministas contra
las órdenes religiosas durante la segunda mitad del siglo XVIII resultaron ser un golpe mortal para
la actividad misionera de la iglesia, que se vio privada de un gran número de misioneros y de los
recursos económicos que aportaban los Estados católicos. Pero desde el pontificado de Gregorio
XVI (gobernó de 1831 a 1846) se dio un resurgimiento de las misiones católicas en todo el mundo.
No sólo las antiguas órdenes religiosas emprendieron esta tarea, sino que se fundaron varias
congregaciones con este fin. Los recursos estatales fueron reemplazados por los donativos
recogidos por asociaciones fundadas en diversas naciones de Europa y América. Pío IX reorganizó la
Congregación de Propaganda Fide en 1862, y creó una sección especial para los ritos orientales, que
más tarde Benedicto XV (gobernó de 1914 a 1922) elevó al rango de Congregación para la Iglesia
Oriental (1917). Esto resultó en que a lo largo del siglo XIX se fundaron 166 diócesis nuevas en
territorios de misión.

África. A pesar de los esfuerzos realizados principalmente por los portugueses, a principios del
siglo XIX, apenas quedaban vestigios del catolicismo. Desde 1850, las misiones en África adquirieron
un notable florecimiento. Padres Blancos, franciscanos y jesuitas trabajaron en África del norte
(Argelia, Túnez, Marruecos y Egipto). Los Padres del Espíritu Santo, los Misioneros de Lión, los Padres
claretianos, jesuitas, franciscanos y dominicos hicieron lo propio en África occidental. En África del
sur la Iglesia no logró organizarse hasta fines del siglo XIX. Pero en África oriental trabajaron en
medio de grandes dificultades los Padres del Espíritu Santo, los jesuitas, los Padres Lazaristas, los
Padres Blancos y los capuchinos, entre otros.

Asia. Las misiones en India, China y Japón, que fueron tan florecientes en los siglos XVI y XVII,
estaban en plena decadencia a principios del siglo XIX. En India, el papa Gregorio XVI reorganizó
algunos vicariatos, pero esto provocó las iras de los portugueses porque suponía la supresión de
algunas diócesis bajo su control. Los conflictos no terminaron hasta que el papa León XIII firmó un
convenio con el gobierno portugués (1886). Con la ayuda de Portugal y de Inglaterra, las misiones
en la India finalmente prosperaron, de modo que se pudo restablecer la jerarquía eclesiástica en
1887. Jesuitas, carmelitas, capuchinos, y las misiones extranjeras de París se destacaron en la
evangelización en India.

En China hubo persecuciones que no permitieron un gran desarrollo del catolicismo. Casi todas
las congregaciones misioneras acudieron a China a mediados del siglo XIX, para misionar en un
enorme territorio. La guerra de los Boxers (1899–1900) devastó territorios y misiones enteras. La
jerarquía eclesiástica en China llegó a comprender 138 circunscripciones, hasta que el surgimiento
del comunismo (1949–1950) en todo el país destruyó todas las misiones establecidas en el siglo XIX.
En Japón también las persecuciones jugaron un papel desalentador de todo crecimiento. En 1865,
el país se abrió a la penetración misionera occidental, y se descubrió que el cristianismo católico no
había desaparecido del todo. En 1871, el gobierno japonés abolió las leyes persecutorias y desde
entonces la Iglesia Católica pudo desarrollar una intensa labor misionera. En 1891, León XIII
estableció la jerarquía eclesiástica en la isla. Para 1913, los jesuitas establecieron la Universidad
Católica en Tokio, que resultó ser un centro de difusión del catolicismo.

En el sudeste asiático misionaron los Padres de las Misiones extranjeras de París (1857) y los
Lazaristas (1919). A pesar de las persecuciones, los católicos lograron aumentar en número y
desarrollar un clero nativo. En Australia, conquistada por los ingleses en 1787, el Papa había
establecido un vicariato apostólico en Sidney (1820), pero los católicos crecieron tanto que para
1874 ya existían dos arzobispados y once obispados en el continente. Este incremento se debió en
buena medida al número de deportados ingleses, entre los que había muchos católicos. Nueva
Zelanda fue misionada desde 1839 por los Padres Maristas, mientras que la Polinesia fue misionada
desde 1828 por los Padres de Picpus. En Indonesia el catolicismo había desaparecido casi por
completo al ser ocupada la mayor parte de las islas por los reformados holandeses. La misión más
floreciente fue la de Java, donde trabajaron jesuitas, capuchinos, Padres del Verbo Divino y otros.
Las Filipinas fueron la nación más católica de toda Asia. Después de la independencia de España
(1898), el catolicismo decreció como consecuencia de la influencia protestante de los Estados
Unidos.

América Latina. El análisis de la obra misionera católica romana en América Latina será tratado
en detalle en el próximo volumen de esta serie.

Figuras católicas destacadas. A lo largo del siglo XIX y a pesar de las muchas dificultades por las
que atravesó la Iglesia Católica en Europa, hubo una serie de personajes destacados. Vamos a
considerarlos según el país donde llevaron a cabo su labor.

España. Jaime L. Balmes (1810–1848) fue sacerdote, gran filósofo y publicista español, nacido y
muerto en Vich, provincia de Barcelona. Estudió teología y derecho civil y canónico en la Universidad
de Cervera, donde se doctoró. Ansioso de saber, estudió por su cuenta física y matemáticas, ciencias
a cuya enseñanza se dedicó después. En 1840 publicó Observaciones sociales, prácticas y
económicas sobre los bienes del clero, libro al que siguieron otros, como Consideraciones sobre la
situación de España; La religión demostrada al alcance de los niños; Originalidad; El protestantismo
comparado con el catolicismo; y, El criterio, su obra más famosa. También escribió Filosofía
fundamental; Cartas a un escéptico; Historia de la filosofía; Metafísica; Lógica; Ética, y otras obras
que tuvieron gran repercusión por la firmeza de su doctrina católica romana y la claridad de su
pensamiento. Balmes fue un trabajador infatigable. Cuesta creer que en sólo ocho años haya podido
escribir tantas y tan notables obras. Católico fanático, fue un gran apologista de su fe y un
controversialista agudo. Algunas de sus obras fueron utilizadas por mucho tiempo como
argumentos contra el protestantismo.

Juan Donoso Cortés (1809–1893) fue un destacado político, orador escritor católico romano
español. Parlamentario eminente, defendió en la tribuna y en el libro sus ideales conservadores
católicos, que profesó en su Ensayo sobre el catolicismo, el liberalismo y el socialismo. En su extensa
y erudita labor literaria figuran además Lecciones de derecho político; De la monarquía absoluta en
España; y El clasicismo y el romanticismo.

Otro gran escritor fue Marcelino Menéndez y Pelayo (1856–1912), destacado polígrafo español,
una de las más vastas inteligencias de fines del siglo XIX. A los veintiún años era considerado como
un verdadero sabio y en 1878, en reñidas y brillantes oposiciones, ganó la cátedra de Historia Crítica
de la Literatura Española en la Universidad de Madrid. Dos años después fue elegido miembro de
número de la Academia Española de la Lengua, miembro de la Academia de la Historia al año
siguiente, y poco más tarde ingresó en la Academia de Ciencias Morales y Políticas y en la de Bellas
Artes. Fue también director de la Biblioteca Nacional. Menéndez y Pelayo era un católico tradicional
y nacionalista en sus ideas, pero profundo en sus juicios críticos. Sus obras más destacadas son:
Historia de los heterodoxos españoles; Historia de la poesía castellana en la Edad Media; e Historia
de las ideas estéticas en España; y sus estudios acerca del Romancero y el teatro de Lope de Vega.
Finalmente, cabe mencionar a Antonio María Claret (1870), que tuvo un gran impacto en
Cataluña con sus misiones populares, sirvió como arzobispo de Santiago de Cuba, y finalmente sirvió
como confesor de la reina Isabel II desde 1858.

Francia. José María, conde de Maistre (1753–1821), escritor, filósofo y político francés, fue
adversario de la Revolución de 1789, por lo cual tuvo que huir de Francia. Víctor Manuel I de Cerdeña
lo nombró embajador en Rusia y allí escribió entre otras obras Examen de la filosofía de Bacon y
Ensayos sobre los principios generales de las constituciones políticas. Había sido educado por los
jesuitas y detestaba el racionalismo filosófico del Iluminismo. Consideraba que Francia tenía una
misión divina que cumplir. Consideró al Régimen del Terror como un medio por el cual Dios estaba
purgando a Francia para bien y para que pudiese cumplir su propósito. Su obra Del Papa, publicada
en 1819, fue aclamada y tuvo una gran circulación, lo que era evidencia de la existencia de miles
que compartían sus convicciones. Según él, cada nación debía guardarse en contra del abuso del
poder al que estaba sujeta y que esto se podía lograr sólo mediante una soberanía superior a todas
las demás. Él consideraba que esa soberanía se encontraba en el Papado.

Francisco Renato, visconde de Chateaubriand (1768–1843), fue un político y diplomático


francés, quien con su libro El genio del cristianismo levantó el prestigio cultural de la Iglesia. Otras
obras suyas fueron Los mártires; Viaje a América; Memorias de ultratumba; Historia de las
revoluciones antiguas, entre otras. Chateaubriand ejerció una notable influencia en la literatura de
su tiempo. Escéptico y melancólico, se destacó por la vigorosa y poética fuerza expresiva de su
imaginación, y la plasticidad y colorido de su estilo. Chateaubriand supo interpretar los sentimientos
de muchos que veían con temor los excesos que se cometieron como resultado de la Revolución
Francesa y de los procesos de secularización y descristianización que la siguieron.

Kenneth S. Latourette: “Muchos estaban desilusionados o rechazaban lo que veían de la


revolución y sus frutos, y buscaban refugio en una Iglesia que para ellos parecía ofrecerles
seguridad en un mundo cuyos fundamentos se estaban sacudiendo. Las corrientes que
provocaron la secularización y la descristianización todavía eran potentes, pero las
contracorrientes estaban surgiendo y eran más fuertes que lo que habían sido desde el siglo
XVII. No necesariamente éstas aumentarían el poder del papado, pero la presunción era que
en una Iglesia que en principio se centraba en esa institución ellas lo harían.”

Hugo F. R. Lamennais (1782–1854) fue un escritor y sacerdote francés, que se destacó como
apologista del principio teocrático, pasó por el liberalismo católico y se convirtió en propagandista
ardiente de las doctrinas revolucionarias. A la primera fase de su producción literaria corresponde
su Ensayo sobre la indiferencia religiosa (1817), y a la última su obra más conocida, Palabras de un
creyente (1834). En la primera, hacía una apología de la fe cristiana contra el racionalismo del siglo
XVIII. En la segunda ya expresa su rechazo de la unión de la Iglesia y el Estado, su apoyo al liberalismo
político, su amplia y profunda influencia en Francia y en algunas otras partes de Europa, su conflicto
con la jerarquía católica, y su eventual ruptura con la Iglesia Católica Romana y el Papado.

Juan Bautista E. Lacordaire (1802–1861), religioso dominico francés, fue miembro de la


Academia Francesa y el gran predicador de Notre Dame, con lo cual se lo ha considerado como el
más grande orador sagrado católico de su tiempo en Francia. Entre sus obras figuran Vida de Santo
Domingo y Cartas a los jóvenes. Su sueño era traer de vuelta a Francia al catolicismo a través de un
avivamiento de la Orden de los Predicadores (dominicos). En buena medida, Lacordaire logró ver
hecho realidad su sueño.

Carlos Forbes, conde de Montalembert (1810–1870), fue un notable literato y político francés,
que trabó amistad con Lacordaire, con quien abrió una escuela dedicada a la enseñanza libre, que
fue cerrada a los dos días de funcionar. Detenidos los fundadores de la escuela, fueron llevados ante
los tribunales, provocándose con tal motivo un debate público sobre la libertad de enseñanza, que
despertó la alarma entre los católicos más conservadores. Pero fue Montalembert quien actuó
como portavoz de los católicos en la Cámara de París.

Los partidos políticos católicos. En el período en estudio surgieron los primeros partidos
políticos de perfil marcadamente católico y al servicio de los intereses de la Iglesia. Se trataba de
partidos políticos que defendieron los principios fundamentales de la Iglesia Católica Romana,
lucharon por el afianzamiento de la posición política de la Iglesia y procuraron que el espíritu de la
misma reinara en la legislación referente a las esferas política, social, cultural y moral. Estos partidos
políticos católicos han sido considerados por sus oponentes como “clericales”. Se formaron
mayormente en el siglo XIX como resultado de la situación de crisis que enfrentó la Iglesia en Europa
y en oposición frente a los partidos progresistas, principalmente los liberales y más tarde los
socialdemócratas. Su propósito ha sido el de combatir la política librepensadora, orientada a socavar
el poder absoluto de la Iglesia. En razón de su origen, estos partidos han sido generalmente
conservadores y defensores de las monarquías absolutas. Las apoyaron donde todavía subsistían y
procuraron restaurarla donde había sido derrocada. En general, la Iglesia tendió a simpatizar con las
tendencias políticas autoritarias, si bien en su doctrina ha admitido tanto formas de gobierno
autoritarias como democráticas.

A pesar de sus enormes esfuerzos para recuperarse de los embates en su contra a lo largo de
todo el siglo XIX, la Iglesia Católica Apostólica Romana perdió terreno en Europa y vio severamente
recortado su poder. El período que va de 1789 hasta 1914 muestra a la Iglesia europea perdiendo
su posición de poder conductor de la cristiandad. Por momentos es posible incluso dudar si en todo
este siglo no se vivió en Europa un creciente proceso de descristianización. Por cierto que todo esto
afectó al catolicismo en ultramar, donde se agregaron otros factores diferentes, que hicieron
todavía más compleja la supervivencia de la fe católica romana. Le tomaría a la Iglesia de Roma
bastante tiempo lograr recuperar parte de su posición de respeto, influencia y testimonio cristiano
en el concierto de las naciones.

Kenneth S. Latourette: “Inevitablemente surge la pregunta en cuanto a si las partes de


Europa donde la Iglesia Católica Romana era la forma dominante de cristianismo se estaban
descristianizando. A primera vista, la respuesta parecería ser una afirmación bien positiva.
A pesar del indudable avivamiento en la Iglesia y del hecho de que la vasta mayoría de la
población en sus territorios tradicionales estaba bautizada, sigue siendo un hecho funesto
que la Iglesia fue puesta fuera de la educación, del control de la familia, y de un lugar de
reconocimiento en el Estado. Que los símbolos de la fe cristiana estaban siendo removidos
de las cortes legales de Francia era sintomático de lo que lucía como secularización. El
anticlericalismo pronunciado era lo suficientemente serio, porque indicaba antagonismo.
Pero era evidencia de que la Iglesia todavía era lo suficientemente fuerte como para
despertar hostilidad. Más seria era la apatía que daba muestras de una indiferencia que
despreciaba a la Iglesia y su fe como irrelevante y consideraba al bautismo como una
convención social que debía ser observada pero no tomada demasiado en serio. Estaba
claro que el cristianismo, según estaba representado por la Iglesia Católica Romana, era
menos prominente en la vida política, económica, intelectual y, en general, cultural de
Europa de lo que había sido en el siglo XIII o incluso en la primera parte del XVIII.”

LA IGLESIA CATÓLICA EN EL SIGLO XX


El mundo entraba a una nueva realidad histórica con el advenimiento del siglo XX. El
nacionalismo, la democracia y la supremacía de la clase media, que fueron madurando durante el
siglo anterior, adquirieron su plenitud y diversidad de expresiones en este siglo. La Revolución
Industrial llegó al máximo de sus posibilidades y el capitalismo asumió formas más complejas y
globales, en confrontación con nuevas ideologías y proyectos alternativos. La urbanización de la
vida, la creación de nuevas clases sociales y de filosofías económicas y políticas, el resurgimiento de
nuevas formas de imperialismo económico y financiero, y la mejora general del nivel de vida llegaron
a niveles asombrosos. El desarrollo científico y tecnológico batió todos los records, al tiempo que el
crecimiento de la población fue explosivo.

La supremacía europea sobre casi todo el mundo, que había prevalecido desde el Renacimiento
hasta la Primera Guerra Mundial (1914–1918), llegó a su fin con el surgimiento de los Estados Unidos
como única potencia líder en el mundo hacia el final del siglo. Si bien desde finales del siglo XIX, la
cultura y la tecnología europeas fijaban las pautas para la mayoría de las naciones del Este y del
Oeste (con excepción de China y Japón), las potencias europeas comenzaron entre sí una lucha por
el control del mundo, que finalmente les hizo perder ese control y puso fin a toda forma de
colonialismo. Los Estados Unidos, la Unión Soviética, y con el tiempo Japón, terminaron por definir
el destino político, económico y cultural de muchas naciones del mundo.

En verdad, buena parte de la historia del siglo XX ha sido en gran medida la historia de las
contiendas por lograr el dominio sobre cientos de millones de personas en Asia, África, Oceanía y
América Latina. El gran interrogante ha sido, ¿quién domina al mundo? Antes de 1914, una variada
colección de candidatos competía por esta hegemonía: Gran Bretaña, Francia, los Países Bajos,
Alemania, Rusia, Japón y los Estados Unidos. Entre 1918 y 1933 la lista se redujo principalmente a
Alemania, Rusia, los Estados Unidos y Japón. Después de 1945, Alemania y Japón quedaron
eliminados, y el mundo quedó con una estructura de poder bipolar, con la Unión Soviética y los
Estados Unidos en competencia por el derecho a controlar al mundo. Después de 1949 y
especialmente hacia finales del siglo, emergió otro coloso con pretensiones de participar en el
reparto del poder: China.
En medio de estos procesos de grandes cambios y transformaciones profundas, que ocurrieron
a una velocidad creciente y con enormes costos para la población mundial, la Iglesia Católica
Romana procuró revertir el proceso de decadencia y pérdida de poder que había experimentado a
lo largo del siglo XIX. No pudo evitar ser protagonista de las principales catástrofes políticas y
sociales que asolaron al siglo XX, y generalmente no salió bien parada de ellas como institución
mundial. No obstante, fue creciendo en su papel de gran reserva moral y espiritual de la humanidad.
Las múltiples crisis vividas ayudaron a que la Iglesia procurase ser verdaderamente la Iglesia y
cumplir con su misión cristiana en el mundo, sin verse enredada en compromisos temporales ni
mundanos. A pesar de las enormes pérdidas experimentadas en el siglo anterior, el nuevo siglo trajo
aparejadas mayores oportunidades, a pesar de los problemas serios que el catolicismo tuvo que
confrontar.

El período que vamos a considerar en esta sección abarca todo el siglo XX, con énfasis sobre el
desarrollo del catolicismo romano a nivel mundial. Es un período de crisis generalizada para la Iglesia
Católica Romana a nivel global, especialmente en Europa. Pero también se lo puede calificar como
un período de reconstitución eclesial y del surgimiento de catolicismos regionales y nacionales
característicos.

_ La Iglesia en la primera mitad del siglo


Al comenzar el siglo XX, el papado, despojado de todo poder temporal y arrinconado en el
Vaticano, había llegado a convertirse en un foco de vida religiosa cristiana, mediante métodos más
espirituales que carnales. Las principales potencias del mundo miraban al Vaticano como un
creciente poder espiritual y religioso, más que como un poder mundano en competencia con ellas.

La Iglesia y las marchas y contramarchas del Vaticano. Durante el pontificado de Pío X (gobernó
de 1903 a 1914), tuvo lugar el enfrentamiento entre modernistas e integristas. Los primeros
trataban de adaptar la Iglesia a las ideas modernas y los segundos querían mantener en toda su
integridad las posiciones y actitudes que la Iglesia había sostenido en el pasado y hasta ese
momento. La polémica entre las dos corrientes demostró que la Iglesia había dejado de ser un
bloque monolítico y que algunos sectores eran sensibles a ideas nuevas. No obstante, se incrementó
el sentimiento antirreligioso y anticlerical de amplios sectores de la sociedad. El primero
especialmente en los sectores proletarios y el segundo en los sectores burgueses.

Los objetivos de Pío X. El Papa dedicó buena parte de sus esfuerzos a reforzar la labor pastoral
del papado. Conforme al lema de su pontificado, “Renovar todas las cosas en Cristo”, Pío X se
propuso un triple objetivo: (1) la conservación de la doctrina católica; (2) la reforma de la legislación
eclesiástica; y, (3) una nueva política eclesiástica. Para alcanzar el primer objetivo, en 1907, lanzó a
través del Santo Oficio el decreto Lamentabili, por el que condenaba los errores de su tiempo a
través de 65 proposiciones (algo parecido al Syllabus). Ese mismo año, a través de la encíclica
Pascendi, condenaba de nuevo esos errores bajo el nombre colectivo de “modernismo”. En 1912
impuso a todo el clero católico un juramento antimodernista.
Kenneth S. Latourette: “El modernismo fue un movimiento para ajustar intelectualmente a
la Iglesia Católica Romana a las corrientes más difundidas de la era revolucionaria,
especialmente entre el clero, más que cualquier otro movimiento anterior en el siglo. Fue
semejante a movimientos contemporáneos en el protestantismo, que estaban intentando
de esa manera reconfigurar la teología y las actitudes hacia la Biblia, como para tomar en
cuenta los hallazgos y las teorías recientes en la ciencia natural y en el acercamiento
histórico-crítico a las Escrituras.”

Sin embargo, la acción de Pío X no fue meramente contestataria y defensiva en materia


doctrinal, sino que avanzó al desarrollo más positivo de la misma. Entre 1906 y 1908 hubo una serie
de disposiciones, por las que el Papa disponía la reforma de la enseñanza religiosa y de los estudios
en los seminarios diocesanos. Entre otras medidas, impulsó los estudios bíblicos, de modo que en
1907 confió a los benedictinos la preparación de un texto crítico de la Vulgata y en 1909 se fundó el
Instituto Bíblico.

En cuanto al segundo objetivo, apenas elevado al trono papal, Pío X se propuso una revisión y
compilación del Derecho Canónico. Para ello creó una comisión de cardenales, teólogos y
canonistas, cuya presidencia confió al cardenal Pedro Gasparri (1852–1934), que sirvió como
Secretario de Estado del Vaticano desde 1914 a 1930. La promulgación del nuevo Código de Derecho
Canónico tuvo lugar en el pontificado siguiente, pero durante el gobierno de Pío X se produjeron
algunos de los decretos más reformistas: sobre la música eclesiástica (1903), sobre la Curia Romana
(1908) y sobre el Breviario Romano (1910). Además, Pío X puso fin a una de las prácticas que habían
dificultado las elecciones pontificias desde hacía cuatro siglos, que era el veto o derecho de
exclusión que ejercían las grandes potencias de Europa en la elección del Papa. El último caso se
había dado en el cónclave que lo había elegido a él. Pío X prohibió, bajo pena de excomunión, la
intromisión de cualquier Estado en la elección del Papa. Y desde entonces esto ha quedado así.

En cuanto al tercer objetivo, Pío X compuso un Catecismo para la provincia eclesiástica de Roma,
que contribuyó poderosamente a la instrucción religiosa católica. Además, este Papa recibió el título
de “Papa de la Eucaristía” por su decreto sobre la comunión frecuente, por haber disminuido
notablemente la edad para que los niños tomaran la primera comunión, y por haber incrementado
el culto al Santísimo Sacramento. Por otro lado, dio un gran impulso al movimiento litúrgico.

La política eclesiástica de Pío X. Este Papa careció de las habilidades diplomáticas de su


predecesor León XIII, pero supo velar por los intereses de la Iglesia Católica en todos los países. En
Italia logró mitigar la actitud de abstinencia política de sus predecesores (Pío IX y León XIII),
permitiendo la participación de los católicos italianos en la vida política (1905). Pero condenó a la
Liga Democrática Nacional del sacerdote Rómulo Murri, al cual suspendió y excomulgó en 1909. La
Liga se proponía no tanto la renovación intelectual como la política, moral y religiosa. En Francia, el
Papa fue testigo de cómo la orientación anticlerical del gobierno republicano francés culminó en la
ruptura de relaciones diplomáticas con la Santa Sede (1904), en la separación de la Iglesia y el Estado
(1905) y en la confiscación de los bienes eclesiásticos y la consiguiente institución de las asociaciones
de culto, que terminó por condenar (1906). En Portugal la separación entre la Iglesia y el Estado
ocurrió en 1911. Mientras tanto, en España, la actitud anticlerical de José Canalejas y Méndez
(1854–1912), jefe de gobierno y destacado político demócrata, entorpeció las relaciones españolas
con Roma (1910). En Alemania surgieron serias dificultades en torno a la colaboración de los
católicos en los sindicatos mixtos de trabajadores. Pero se supo encontrar una solución a las
necesidades prácticas de los obreros católicos, que no lesionó los intereses católicos (1914).

El Papa terminó sus días sin ver las desastrosas consecuencias que traería la Primera Guerra
Mundial, pero no hizo mucho por evitar su desenlace. No obstante, en 1954 el papa Pío XII lo elevó
a los altares como santo, siendo así el primer Papa “santo” después de Pío V (m. 1572).

Pío X: “La civilización del mundo es civilización cristiana y tanto más verdadera, más durable
y más fecunda es en preciosos frutos cuanto es más netamente cristiana; tanto más decae,
con inmenso daño del bien social, cuanto más se substrae a la idea cristiana. De aquí que,
por la fuerza intrínseca de las cosas, la Iglesia se convierta también de hecho en la guardiana
y defensora de la civilización cristiana.”

La Iglesia y la espiritualización del poder temporal. El estallido de la Primera Guerra Mundial


(1914–1918) significó un duro golpe para el ejercicio de la responsabilidad pastoral del papado,
especialmente en Europa. La guerra fue la consecuencia lógica de las premisas político-sociales que
se habían planteado a lo largo del siglo XIX. La competencia por el poder y la ambición por dominar
al mundo crearon una nueva situación política, social, económica e incluso religioso-eclesiástica en
el mundo del siglo XX. Los efectos de la guerra fueron catastróficos: diez millones de muertos y
veinte millones de heridos; hambres, pestes, odios nacionales y étnicos, desplazamientos de
población, devastación generalizada y angustia. Pero esta locura dejó también algunos saldos
favorables a la Iglesia Católica, como un incremento de la religiosidad y la espiritualidad del pueblo,
y también un aumento considerable del espíritu de sacrificio y de solidaridad humana.

Fue en este contexto de desesperación y oportunidad que asumió el trono de Pedro el papa
Benedicto XV. Este Papa poseía amplios conocimientos y experiencias en el gobierno de la Iglesia y
en el campo de la diplomacia. Contó con la eficaz asistencia del cardenal Gasparri como Secretario
de Estado.

Benedicto XV y la guerra. El papa Benedicto XV intentó recuperar una presencia activa de la


Iglesia en el mundo mediante un cambio en el discurso. En otras palabras, intento comunicar un
discurso más espiritual que temporal. Por eso, a pesar de las presiones de los dos bandos
beligerantes, procuró mantener una posición imparcial durante los cuatro años del conflicto
mundial. En estos años, bajo su conducción la Iglesia abogó por la paz, el trato humanitario de los
prisioneros, la conciliación entre las naciones y el arbitraje internacional. Todo esto le dio un mayor
protagonismo moral en el mundo. La continuidad de esta política durante la posguerra facilitó en
algún grado la recuperación de la credibilidad de la Iglesia en todo el mundo.

Durante el conflicto, el Papa había elevado constantemente su voz a favor de la paz, y en 1917
había presentado a los gobiernos de las naciones en guerra una bien pensada propuesta de paz, que
de haber sido aceptada habría evitado muchos sacrificios de vidas y las amarguras de la derrota a
varias naciones. Además, el Papa se dedicó a aliviar los sufrimientos de la guerra mediante la
creación de varias comisiones de ayuda a los prisioneros, a los refugiados, a los heridos y a todos los
que de algún modo eran víctimas de la guerra. De todos modos, las naciones beligerantes no le
prestaron gran atención, y cuando por fin la guerra terminó y se creó la Liga de las Naciones, el Papa
jugó un papel prácticamente insignificante en todo ese proceso.

Benedicto XV y la Iglesia. En cuanto al gobierno de la Iglesia, el Papa promulgó el nuevo Derecho


Canónico (1917), ya preparado en el pontificado anterior. También prestó singular atención a la
Iglesia Oriental creando el Instituto Oriental para fomentar los estudios de dicha Iglesia y favorecer
así la unión con Roma. Además, protegió de un modo especial las misiones de ultramar. La encíclica
Maximum illud (1909) daba normas concretas a los misioneros para el desempeño de su misión
evangelizadora y exhortaba a todos los fieles a preocuparse por las misiones. En el caso de América
Latina, todavía era considerada por aquel entonces como un continente de misión bajo el sistema
del patronato, pero la tarea misionera poco a poco fue quedando en manos del Vaticano. Ya el papa
Pío IX había alentado la expansión misionera de la Iglesia. Pero el papa Benedicto XV organizó y
dirigió la actividad misional desde el Vaticano. Él y su sucesor, el papa Pío XI (gobernó de 1922 a
1939), acabaron con el sistema de patronato, inspirados por la idea de que las misiones debían ser
comunidades vivas y autónomas, no dependientes de las metrópolis católicas europeas.

Benedicto XV y las naciones. Bajo su pontificado se mejoró bastante la relación política del
Vaticano con las naciones del mundo. Once Estados entablaron relaciones diplomáticas con la Santa
Sede, elevándose así a veinticinco las embajadas y legaciones extranjeras del Vaticano. Entre ellas
estaban Holanda e Inglaterra, que las tenían interrumpidas desde la Reforma en el siglo XVI. En
1920, el Papa mitigó las normas que prohibían la visita de los soberanos católicos a los reyes de Italia
en Roma. También permitió la creación del Partido Popular Italiano (1919), bajo la dirección del
sacerdote Luis Sturzo (1870–1959), que consiguió muy pronto numerosos escaños en el Parlamento
italiano y que en 1922 terminó formando parte del primer gobierno de Mussolini. De este modo,
quedaba suprimida para siempre la actitud de no participación en política (Non expedit), que había
caracterizado a sus predecesores en el trono papal. No obstante, Benedicto XV fue testigo de las
violentas persecuciones contra la Iglesia Católica, que ocurrieron en México en 1917.

Benedicto XV: “Desde que se han dejado de aplicar en el gobierno de los Estados las normas
y las prácticas de la sabiduría cristiana, que garantizaban la estabilidad y la tranquilidad del
orden, comenzaron, como no podía menos de suceder, a vacilar en sus cimientos las
naciones y a producirse tal cambio en las ideas y en las costumbres, que, si Dios no lo
remedia pronto, parece ya inminente la destrucción de la sociedad humana. He aquí los
desórdenes que estamos presenciando: la ausencia de amor mutuo en las relaciones entre
los hombres; el desprecio de la autoridad de los que gobiernan; la injusta lucha entre las
diversas clases sociales; el ansia ardiente con que son apetecidos los bienes pasajeros y
caducos, como si no existiesen otros, y ciertamente mucho más excelentes, propuestos al
hombre para que los alcance. En estos cuatro puntos se contienen, según nuestro parecer,
otras tantas causas de las gravísimas perturbaciones que padece la sociedad humana.”
La Iglesia entre las dos guerras mundiales. El siglo XIX había sido un siglo de revolución política
e industrial, y se esperaba que el mundo se tranquilizaría un poco una vez terminada la Primera
Guerra. Pero esto no es lo que ocurrió. El ritmo de los cambios que se sucedieron después de 1920
fue en vertiginoso aumento, produciendo nuevos gobiernos y nuevos sistemas políticos. Europa se
tornó más industrializada y el comercio se aceleró entre las naciones industriales, lo cual provocó
desorden en la economía total, y esto, a su vez, provocó nuevos conflictos políticos. La paz que se
intentó conseguir con el Tratado de Versalles (1919) quedó anulada por una serie de desarrollos en
los años de 1930. Estos desarrollos terminaron por conducir a la Segunda Guerra Mundial. En medio
de todo esto, la Iglesia Católica Romana permaneció impotente para afectar de manera significativa
los destinos del mundo.

El pontificado de Pío XI. En la primera encíclica de su pontificado (Ubi Arcano), el papa Pío XI,
erudito y hábil administrador, se declaró heredero de los programas de gobierno de sus
predecesores Pío X y Benedicto XV. El Papa continuó con los esfuerzos por reinsertar a la Iglesia en
la sociedad, valiéndose de los medios de comunicación y de la acción diplomática y social. Entre
otras medidas, aumentó el número de nunciaturas y legaciones papales en varios países, y la firma
de concordatos. También se interesó en estimular la participación del laicado en la vida de la Iglesia,
si bien bajo la supervisión de la jerarquía. Es en este período que se crea la Acción Católica (1922),
que representó la incorporación de los laicos a las tareas de la Iglesia, cumpliendo también con una
misión cívica y política. La Acción Católica vino a ser la organización católica laica más importante
del catolicismo durante la primera mitad del siglo XX.

Pío XI se percató de la creciente importancia del mundo no europeo, y por lo tanto hizo lo más
que pudo por promocionar la obra misionera de ultramar. Durante su pontificado el número de
misioneros católicos se duplicó, y fue él quien consagró a los primeros obispos chinos y japoneses.
Se ocupó también de la promoción de un clero indígena, alentando así el carácter autóctono de la
iglesia local, pero aumentando también la tendencia centralizadora de la Iglesia. El Papa procuró
acomodar la tarea misionera a los usos y costumbres de cada país. Es digna de mención la Exposición
Misionera Universal, inaugurada en Roma en 1925.

En cuanto a la Iglesia Oriental, el Papa la miró con especial simpatía. Fomentó en varias órdenes
religiosas occidentales (jesuitas, dominicos, redentoristas, etc.) la fundación de provincias religiosas
de rito oriental. Además, instituyó varios colegios en Roma para la formación del clero oriental,
como el Rusicum (1930), el Colegio Romano (1931), y dotó de nuevas sedes al Colegio Ruteno y al
Colegio Etiópico. En materia del desarrollo de las ciencias eclesiásticas, a través de la bula Deus
Scientiarum Dominus (1931), Pío XI reorganizó los estudios en las universidades y los seminarios.
También creó varias instituciones importantes, como el Instituto de Arqueología Cristiana (1926), el
Museo Romano de Misiones y de Antropología (1926), y la Pontificia Academia de las Ciencias
(1937).

La contribución de Pío XI. El acontecimiento de mayor importancia del pontificado de Pío XI fue
la firma de los Pactos Lateranenses. Después de largas negociaciones, llevadas a cabo secretamente
por el entonces Secretario de Estado del Vaticano, el cardenal Eugenio Pacelli (1876–1958), y por
Domingo Barone por parte del Estado italiano, por fin se firmaron los Pactos Lateranenses en
febrero de 1929. Estos Pactos constaban de dos partes. Por un lado, había un Tratado que concedía
al Papa la plena soberanía sobre la Ciudad del Vaticano y reconocía al Estado italiano la ciudad de
Roma como su capital. Por otro lado, había un Concordato, que determinaba y reglamentaba la
situación jurídica de la religión católica y de la Iglesia en Italia. Con estos acuerdos comenzaba una
nueva era para la Iglesia y el Papado. El segundo perdía definitivamente sus posesiones territoriales.
La primera quedaba más libre para cumplir con su misión espiritual en el mundo.

Los problemas de Pío XI. El pontificado de Pío XI se vio turbado por varias persecuciones
religiosas, como las de México (1925) y Rusia (1929). El Tercer Reich alemán, bajo Adolf Hitler (1889–
1945), desencadenó una violenta persecución no sólo contra la Iglesia Católica, sino también contra
los judíos. El Papa protestó contra estos atropellos, que quebrantaban el Concordato firmado en
1934 y atentaban contra toda dignidad humana. También en España la Iglesia sufrió limitaciones. A
la dictadura militar del general Miguel Primo de Rivera (1870–1930) sucedió en 1931 la República,
con el consiguiente destierro del rey Alfonso XIII. La nueva Constitución de la nación estableció la
separación de la Iglesia y el Estado y suspendió los Concordatos con la Santa Sede. Los elementos
anticlericales y anarquistas atacaron templos y conventos en las ciudades más importantes (1931),
y los jesuitas fueron expulsados y todos sus bienes confiscados (1932). El Papa protestó
públicamente en 1933.

Pío XI: “Pero, volviendo a la deplorable ley referente a las Confesiones y Congregaciones
religiosas, hemos visto con amargura de corazón que en ella, ya desde el principio, se
declara abiertamente que el Estado no tiene religión oficial, reafirmando así aquella
separación del Estado y de la Iglesia que, desgraciadamente, había sido sancionada en la
nueva Constitución española. No nos detenemos ahora a repetir aquí cuán gravísimo error
sea afirmar que es lícita y buena la separación en sí misma, especialmente en una nación
que es católica en casi su totalidad. Para quien la penetra a fondo, la separación no es más
que una funesta consecuencia … del laicismo, o sea de la apostasía de la sociedad moderna,
que pretende alejarse de Dios y de la Iglesia.”

En este contexto, el ejército nacional se sublevó dando origen a la Guerra Civil Española (1936–
1939), que terminó con la victoria del general Francisco Franco Bahamonde (1892–1975). La
posición de la Iglesia en este conflicto fue contra las aspiraciones republicanas, que estaban
representadas por los trabajadores socialdemócratas, los comunistas y los anarco-sindicalistas.
Franco contó siempre con el apoyo del Papado y los sectores más conservadores del catolicismo
español (Opus Dei), para establecer un régimen totalitario de tipo fascista. En su sistema
predominaban los rasgos conservadores católicos. Más tarde (1941), una convención con la Santa
Sede permitió cubrir numerosas sedes episcopales vacantes, pero la situación eclesiástica no se
reglamentó definitivamente hasta el Concordato de 1953, que declaró a la religión católica como la
oficial del Estado español.

Justo L. González: “Mientras se preocupaba por los peligros del comunismo y de su ateísmo
declarado, Pío XI no dio muestras de la misma preocupación frente al fascismo,
especialmente en aquellos lugares en que el fascismo se presentaba a sí mismo como el
principal enemigo del comunismo. Además, el fascismo se basaba en principios semejantes
a los que Pío IX había defendido en su Sílabo de Errores: una visión jerárquica de la sociedad,
un fuerte sentido de la autoridad, y el Estado como defensor y supervisor de la vida moral.
Puesto que el fascismo italiano en sus primeras etapas parecía favorecer al catolicismo, el
Papa se mostró dispuesto a colaborar con él y a favorecer su búsqueda del poder. En 1929
el papado firmó con Mussolini un acuerdo mediante el cual se resolvió por fin la cuestión
de la soberanía sobre los antiguos estados papales, especialmente Roma.… Algún tiempo
después Pío chocó con el fascismo italiano y se apartó de él.”

La Iglesia frente a los totalitarismos ideológicos. En la primera mitad del siglo XX, la Iglesia tuvo
que enfrentarse y entenderse con poderosos totalitarismos ideológicos. Debe tenerse en cuenta
que en 1939 sólo tres de las principales potencias del mundo (Gran Bretaña, Francia y los Estados
Unidos) figuraban todavía en la lista de países democráticos. La democracia todavía sobrevivía en
algunos países europeos menos importantes y en muy pocas repúblicas de América Latina. Casi todo
el resto del mundo vivía bajo el despotismo en una u otra forma. Italia, Alemania y España eras
fascistas; Rusia era comunista, Hungría estaba dominada por una oligarquía terrateniente, mientras
que Polonia, Turquía, China y Japón eran esencialmente dictaduras militares. En general, se trataba
de una división entre las naciones pudientes y las no pudientes. Las primeras eran las democracias
y las últimas las dictaduras.

El comunismo. Desde 1917, con la Revolución Rusa, el comunismo pasó a protagonizar la política
de un gran Estado, que oficialmente se declaró ateo, bajo la conducción de Vladimiro Ilitch Lenin
(1870–1924). Como sistema social, el comunismo tendía a establecer una comunidad de bienes, con
la abolición del derecho a la propiedad privada. En este sentido, difería del colectivismo, porque
éste sólo perseguía la comunidad de todos los bienes de producción. También era diferente del
socialismo agrario, que sólo trataba de suprimir la propiedad privada de las tierras; y del socialismo
del Estado, que únicamente reclamaba la propiedad colectiva cuando el interés general lo exigía.
Para conseguir sus fines, el comunismo tendió al derrocamiento del capitalismo y a la implantación
de una dictadura del proletariado, que impidiera el desarrollo de otras clases sociales y que
administrara todo el capital productivo a través de un Estado centralizado. La Iglesia Católica se
declaró enemiga acérrima del comunismo en todas sus formas y en cualquier lugar. Pío XI promulgó
una encíclica en 1937, Divini Redemptoris, por la que condenaba al comunismo, en razón de que
para entonces Rusia había aumentado su propaganda anticatólica, el comunismo avanzaba
rápidamente en Asia, y la Revolución Mexicana parecía dirigirse en esa dirección. El Papa condenaba
la doctrina marxista de que la religión era utilizada para oprimir a las masas, y afirmaba que no hay
base alguna para la colaboración entre cristianos y marxistas.

Pío XI: “El comunismo de hoy, de un modo más acentuado que otros movimientos similares
del pasado, encierra en sí mismo una idea de aparente redención. Un seudo ideal de justicia,
de igualdad y de fraternidad en el trabajo satura toda su doctrina y toda su actividad con un
cierto misticismo falso, que a las masas, halagadas por falaces promesas, comunica un
ímpetu y un entusiasmo contagiosos, especialmente en un tiempo como el nuestro, en el
que por la defectuosa distribución de los bienes de este mundo se ha producido una miseria
general hasta ahora desconocida.…

El comunismo, además, despoja al hombre de su libertad, principio normativo de su


conducta moral, y suprime en la persona humana toda dignidad y todo freno moral eficaz
contra el asalto de los estímulos ciegos. Al ser la persona humana, en el comunismo, una
simple ruedecilla del engranaje total, niegan al individuo, para atribuirlos a la colectividad,
todos los derechos naturales propios de la personalidad humana. En las relaciones sociales
de los hombres afirman el principio de la absoluta igualdad, rechazando toda autoridad
jerárquica establecida por Dios, incluso la de los padres; porque, según ellos, todo lo que los
hombres llaman autoridad y subordinación deriva exclusivamente de la colectividad como
de su primera y única fuente.…

… por primera vez en la historia asistimos a una lucha fríamente calculada y cuidadosamente
preparada contra todo lo que es divino. Porque el comunismo es por su misma naturaleza
totalmente antirreligioso y considera la religión como ‘el opio del pueblo’, ya que los
principios religiosos, que hablan de la vida ultraterrena, desvían al proletariado del esfuerzo
por realizar aquel paraíso comunista que debe alcanzarse en la tierra.”

El fascismo. Se trató de un movimiento político y social iniciado en Italia en 1919, de carácter


dictatorial, totalitario y nacionalista, creado por Benito Mussolini, y que gobernó en Italia de 1922 a
1943. El movimiento estaba compuesto principalmente de juventudes organizadas en milicias bajo
el símbolo de las antiguas haces o insignia del cónsul romano. El nombre viene del italiano fascio
(haz), que ya habían empleado en Italia diversos grupos de orientación extremista. El fascismo se
oponía a toda forma de internacionalismo y a la lucha marxista de clases. Exaltaba la disciplina y
obediencia a un Estado nacionalista, corporativo y jerárquico. Su tendencia era antiliberal, totalitaria
y autoritaria. El Estado tenía un valor absoluto y era concebido como un puro elemento de poder.
El Estado pretendía dominar toda la vida del individuo, y éste tenía ante todo la obligación de servir
al Estado. La Iglesia Católica simpatizó con el fascismo, especialmente en razón de cierto énfasis
romántico-emocional, que ponía énfasis sobre el coraje, la voluntad, la fe, y la disciplina como
virtudes cardinales, mientras se denostaba la crítica y el juicio independiente.

El nacional-socialismo. Fue el resultado de la crisis de 1929 y de los errores políticos de los


vencedores de la Primera Guerra Mundial. Su líder más destacado fue Adolfo Hitler, quien ya en
1920 le dio al Partido Nacionalsocialista un programa de veinticinco puntos, entre los que se
destacan: la unión de todos los alemanes, la denuncia del Tratado de Versalles, la ciudadanía
alemana sólo para los de “sangre alemana”, el alejamiento de los extranjeros de Alemania, la
obligación de todos de trabajar para el bien de la comunidad, la educación nacional, el fomento de
la cultura física, el servicio militar, la fiscalización de la prensa, la libertad para todas las religiones
mientras no signifiquen un peligro para el Estado, y un gobierno sólidamente centralizado. Más
importante que este programa oficial era el verdadero programa del partido, que en forma bastante
clara estaba expresado en el libro de Hitler, Mi lucha (Mein Kampf). Hitler se proponía un gigantesco
imperialismo nacional con miras a dominar al mundo entero. El racismo ocupaba un lugar central.
El liberalismo fue reprobado, oponiéndosele el ideal de una sociedad ordenada jerárquicamente, en
la cual la capa superior estaría representada por una “nobleza nueva basada en la sangre y en la
tierra”. Los principios fundamentales consistían en la veneración de la raza aria, la violencia y la
crueldad, la preferencia de lo físico a lo espiritual, del instinto a la razón y de lo biológico a lo ético.
El cristianismo y la humanidad eran rechazados como expresión de debilidad.

Psicológicamente, el nacionalsocialismo utilizó la concurrencia de dos factores para su rápida


difusión en Alemania: la desesperación de las masas a causa de la crisis económica mundial de 1929
y el sentimiento de inferioridad nacional proveniente del Tratado de Versalles. La Iglesia guardó
silencio frente a las atrocidades del nacionalsocialismo durante la Segunda Guerra Mundial y se
quedó quieta por temor a perder su poca libertad en Europa, especialmente en los países ocupados
por Hitler. Pío XI y su Secretario de Estado, el cardenal Eugenio Pacelli (el futuro papa Pío XII),
estaban convencidos de la necesidad de llegar a un acuerdo con Hitler, y llegaron a firmar con él un
concordato, que fue visto por el resto del mundo como una aprobación tácita del nazismo. Pacelli
pertenecía a una familia leal al Vaticano y dedicada al fortalecimiento del reinado de Roma sobre
sus iglesias europeas semi-independientes. Como diplomático en Alemania, procuró alcanzar la
meta de un pacto entre la Iglesia y el Estado alemán, que le garantizara a Roma prácticamente el
control total de su rebaño teutónico. Ningún líder alemán quiso firmar esto, salvo Hitler.

CUADRO 12 - Doctrinas principales del fascismo

1. Totalitarismo: el Estado representa a todos los intereses y todas las opiniones políticas de sus
miembros. Nada puede existir “sobre el Estado, fuera del Estado ni contra el Estado.”

2. Nacionalismo: la nación es la forma social más elevada que ha creado la raza humana. Posee
vida y alma propias, además de las vidas y las almas de los individuos que la componen. No
puede existir una verdadera armonía de intereses entre dos o más pueblos distintos. El
internacionalismo es, por lo tanto, una perversión vergonzosa del progreso humano.

3. Autoritarismo: la soberanía del Estado es absoluta. El ciudadano no tiene derechos, sino sólo
deberes. Lo que necesitan las naciones no es libertad, sino trabajo, orden y prosperidad. La
libertad es un “cadáver putrefacto”, un dogma gastado de la Revolución Francesa.

4. Militarismo: la lucha es el origen de todas las cosas. Las naciones que no se expanden, se
debilitan y mueren con el tiempo. La guerra exalta y ennoblece al ser humano y regenera a
los pueblos perezosos y decadentes.
El dictador puso básicamente dos condiciones para hacerlo: el desmantelamiento del Partido
de Centro Alemán, dominado por los católicos, y la definición de cualquier crítica católica de las
acciones políticas nazis como “interferencia foránea”. De este modo, el concordato de 1933 impuso
a los católicos el deber moral de obedecer a los líderes nazis y así neutralizó el último foco
democrático de la Alemania nazi. Hay que tener presente que los católicos representaban un tercio
de la población alemana en aquel momento. Mientras tanto, Pacelli comenzó su largo silencio sobre
la persecución de los judíos. Algunos historiadores ven también en esto actitudes anti-semitas por
parte del futuro Papa. Más tarde, ya ocupando el trono del Vaticano, dio la impresión como que el
papa Pío XII, con una visión marcadamente jerárquica y autoritaria de la Iglesia, prefería el
nacionalsocialismo o nazismo al comunismo.

Justo L. González: “Al parecer, Pío XII era sencillamente un exponente más de lo que había
sido la actitud básica del papado desde tiempos del Concilio de Trento: proteger la Iglesia a
todo costo, buscando para ella tanta libertad y poder como fuera posible, y subordinando
todo otro interés a esa meta suprema. También es probable que, aunque el Papa temía una
victoria nazi, el avance del comunismo le preocupaba más, y que en el conflicto entre los
poderes del Eje y la Unión Soviética sus simpatías se inclinaban hacia los primeros. En todo
caso, Pío XII insistió repetidamente sobre los principios generales mediante los cuales las
naciones y los gobiernos han de ser juzgados, pero no aplicó esos mismos principios de
manera explícita y concreta.”

El socialismo. Esta ideología política, de carácter más democrático pero igualmente rechazada
por Roma, planteó una fuerte resistencia especialmente a la estructura jerárquica de la Iglesia con
su fuerte anticlericalismo. A diferencia de los movimientos anteriores, el socialismo comenzó a
desarrollarse bien temprano en el siglo XIX en Francia (1830). La encíclica Quadragesimo anno, del
papa Pío XI (1931), declara la oposición radical del catolicismo al socialismo, cuando dice: “nadie
puede ser a la vez buen católico y verdadero socialista.”

Pío XI: “Aun cuando el socialismo, como todos los errores, tiene en sí algo de verdadero
(cosa que jamás han negado los Sumos Pontífices), se funda sobre una doctrina de la
sociedad humana propia suya, opuesta al verdadero cristianismo. Socialismo religioso,
socialismo cristiano, implican términos contradictorios: nadie puede ser a la vez buen
católico y verdadero socialista.”

La Iglesia respondió a la amenaza de los crecientes totalitarismos ideológicos en 1931 y lo hizo


de esta manera, con la encíclica Quadragesimo anno. Según este documento papal, la doctrina social
católica se volcaba a un tipo de capitalismo moderado y a favor de una burguesía liberal.

La Iglesia durante la Segunda Guerra Mundial y en la posguerra. El conflicto armado que


sacudió a toda la humanidad a mediados del siglo XX encontró a la Iglesia en una situación
desventajosa y sumamente limitada para cumplir con su misión de testigo del evangelio cristiano de
la paz.
La Iglesia durante la guerra. Con Pío XII (gobernó de 1939 a 1958), el papado tuvo que convivir
con el fascismo y el nazismo, y asumió una actitud más bien pasiva. A pesar de que Pío XII desplegó
una intensa actividad diplomática para preservar la paz en Europa, pesa sobre él su silencio en
cuanto al Holocausto y las atrocidades de Muzzolini en Italia. El agosto de 1939, el Papa advertía a
la humanidad que iba camino a una guerra devastadora: “Nada se ha perdido con la paz, todo se
puede perder con la guerra.” Pero esto no fue suficiente para parar el conflicto ni mitigar sus
consecuencias. No obstante, en un mensaje radial en la Navidad de 1944, el Papa decía:

Pío XII: “¿Es de extrañar que la tendencia democrática se apodere de los pueblos y obtenga
en todas partes la aprobación y el consentimiento de quienes aspiran a colaborar con mayor
eficacia en los destinos de los individuos y de la sociedad?… La forma democrática aparece
a muchos como un postulado natural impuesto por la misma razón. Si el porvenir ha de
pertenecer a la democracia, una parte esencial de su realización deberá corresponder a la
religión de Cristo y a la Iglesia.”

Los primeros seis años de su pontificado estuvieron absorbidos por los problemas de la guerra.
Pío XII creó varios organismos pontificios para la ayuda a las víctimas y especialmente se esforzó por
salvar a Roma de los estragos de la guerra. Pero todo esto no alcanzó para convencer al mundo de
que el sucesor de Pedro no sólo que no desconocía lo que estaba ocurriendo especialmente en
Europa con judíos, gitanos y otras minorías, sino que estaba dispuesto a hacer algo radical para
impedirlo. No obstante, el Papa no perdió su prestigio internacional, ya que en ocasión del Año
Santo de 1950, cientos de miles de católicos llegaron a Roma para aclamarlo y varios representantes
de Estados estuvieron presentes en sus funerales en la basílica de San Pedro en 1958.

La Iglesia en la posguerra. Terminado el conflicto bélico, Pío XII pudo volcarse más al gobierno
interno de su Iglesia. En contra de una antigua tradición, que había determinado que el Colegio de
Cardenales estuviera compuesto casi exclusivamente por italianos, en 1946 y 1953 el Papa elevó a
la dignidad cardenalicia a un buen número de prelados no italianos. Esta tendencia habría de
incrementarse con los pontífices que lo sucedieron. En materia de misiones, todo el pontificado de
Pío XII estuvo orientado, en buena medida, a la tarea de la evangelización en ultramar. Pero el punto
culminante de su interés por las misiones está representado por las encíclicas sobre la situación de
la Iglesia en China (1955) y en África (1957). De igual modo, Pío XII manifestó interés por las Iglesias
Orientales, especialmente a través de la encíclica Orientalis Ecclesia (1944), la institución del Día del
Oriente Cristiano (1944) y otras encíclicas sobre asuntos relacionados con estas Iglesias (1945 y
1952).

Pío XII le prestó una especial atención al ministerio de los laicos dentro y fuera de la Iglesia. Por
eso respaldó las labores de la Acción Católica en todo el mundo y fomentó otras organizaciones
como las Congregaciones Marianas (1952). Con esto esperaba contrarrestar los funestos resultados
que se estaban dando con motivo de la opresión y persecución de la Iglesia Católica en los países
comunistas, donde prácticamente era borrada del mapa (Rumania, Albania, Bulgaria, Yugoslavia,
Checoslovaquia, Hungría, Polonia, Alemania del este, etc.) En muchos países europeos la Iglesia se
vio forzada a pasar a la clandestinidad y los ministerios laicos adquirieron una mayor relevancia
estratégica. Por otro lado, las misiones en China se vieron frustradas con la victoria del comunismo
(1949). A partir de 1958, el gobierno comunista chino intentó fundar una Iglesia nacionalista
separada de Roma.

Pío XII se destacó también por la enorme cantidad de encíclicas y discursos que produjo. En ellos
abordó los problemas más candentes de su tiempo. Se destacan sus encíclicas sobre el Cuerpo
Místico (1943), sobre las Sagradas Escrituras (Divino Afflante Spiritu, de 1943), sobre los Institutos
Seculares (Provida Mater Ecclesia, de 1946), sobre los errores modernos (Humani generis, de 1950),
sobre el Año Mariano de 1954 (Ad Coeli Reginam), entre otras. El punto más alto de su magisterio
eclesiástico lo alcanzó con la promulgación de un nuevo dogma, por cierto muy discutido y criticado:
el dogma de la asunción de María, en noviembre de 1950.

De todos modos, durante su pontificado, muchos juzgaban que la Iglesia era pobre en lo cultural,
burguesa en lo social, atrasada en lo científico y, sobre todo, poco auténtica en lo religioso. En el
campo de lo cultural, más libre de las inquisiciones clericales, pensadores como el filósofo
neotomista francés Jacques Maritain (1822–1973), escritores como el inglés Gilberto Keith
Chesterton (1874–1936), el francés Francois Mauriac (1885–1970), Jorge Bernanos (1888–1948)
también francés y católico intransigente, y el novelista inglés Graham Greene (1904–1991) habían
suscitado el interés y el reconocimiento de la comunidad intelectual mundial. Más difícil fue la
renovación teológica, bíblica o científica, por la represión oficial del Santo Oficio, todavía en plena
operación. Algunos científicos católicos romanos de renombre, como el paleontólogo y filósofo
Pedro Teilhard de Chardin (1881–1955) sufrieron de serias limitaciones para enseñar y publicar sus
hallazgos.

_ La Iglesia en la segunda mitad del siglo


En 1958, el cardenal Angelo Giuseppe Roncalli (1881–1963) fue elegido como Papa y asumió
con el nombre de Juan XXIII (gobernó de 1958 a 1963). Con él se inició un profundo proceso de
cambio en la Iglesia Católica Romana, que todavía continúa. Juan XXIII fue un hombre cuya bondad
y simpatía, optimismo y sencillez, actitud profética y carismática imprimieron a la Iglesia derroteros
nuevos. No fue un Papa “de transición”, como muchos habían anticipado, sino uno de los personajes
religiosos más destacados del siglo XX. Sus encíclicas Mater et Magistra y Pacem in terris se cuentan
entre las más destacadas de todo el magisterio romano. Aunque tenía setenta y siete años al
comienzo de su reinado, Juan XXIII demostró ser uno de los más vigorosos conductores de la Iglesia
de los tiempos modernos.

El aggiornamento católico. La Iglesia estaba en una necesidad desesperante de transformación,


para adecuarse más efectivamente a las tormentosas realidades del siglo. Para ello, el 25 de enero
de 1959, Juan XXIII convocó al Concilio Vaticano II. Lo hizo con el propósito de “abrir las ventanas
para que entrara aire fresco en la Iglesia.” Las diferentes tendencias del catolicismo recibieron con
preocupación y esperanza el anuncio pontificio.

El comienzo del Concilio Vaticano II. El 11 de octubre de 1962 se inauguró el Concilio, en cuyo
discurso de apertura Juan XXIII dejó claras las líneas básicas de un vasto proyecto reformador. La
preparación del Concilio fue larga y trabajosa. Entre 1959 y 1960 se hicieron consultas con los
obispos de todo el mundo sobre los temas que debían entrar en la agenda de discusión. De 1960 a
1962 se organizaron varias comisiones que ordenaron las sugerencias enviadas por el episcopado y
prepararon los esquemas de las Constituciones y Decretos, que serían sometidos a la consideración
de los padres conciliares. El primer período (11 de octubre a 8 de diciembre de 1962) reunió a un
total de 2.500 padres conciliares. Fueron invitados varios observadores de las iglesias protestantes
y ortodoxas. Con la muerte de Juan XXIII el Concilio quedó suspendido, pero se reanudó con su
sucesor Pablo VI.

CUADRO 13 -Documentos del Concilio Vaticano II

Cuatro Constituciones: Liturgia, Iglesia, Revelación Divina, Iglesia en el mundo moderno.

Nueve Decretos: Instrumentos de comunicación social; Ecumenismo; Iglesias Orientales;


Episcopado; Vida religiosa; Formación sacerdotal; Apostolado de los laicos; Misiones; Ministerio y
vida de los sacerdotes.

Tres Declaraciones: Educación de la juventud; La Iglesia frente a las religiones no cristianas;


Libertad religiosa.

El desarrollo del Concilio Vaticano II. El papa Pablo VI (gobernó de 1963 a 1978) continuó con el
Concilio en sus tres sesiones siguientes, celebradas entre 1963 y 1965. La tarea de su pontificado
quedó expresada por él mismo en un mensaje radial, que dirigió al mundo católico al día siguiente
de su elección: “Este será el quehacer primordial por el que queremos gastar todas las energías que
el Señor nos ha concedido para que la Iglesia Católica, que brilla en el mundo como estandarte
alzado sobre todas las naciones lejanas, pueda atraer a sí a los seres humanos, con la majestad de
su organismo, con la juventud de su espíritu, con la renovación de sus estructuras, con la
multiplicidad de sus fuerzas provenientes de toda raza, lengua, pueblo y nación.” Su conducción del
Concilio Vaticano II respondió a estos objetivos.

La multitud de documentos que promulgaron los obispos fue de desigual valor, pero el tono
dominante fue el de la apertura de la Iglesia. La interpretación predominantemente jurídica de la
Iglesia fue sustituida por el concepto de pueblo de Dios y se previeron reformas litúrgicas atentas a
la pastoral. El papel de los obispos quedó realzado con la conciencia de colegialidad, contraria a la
de meros funcionarios dependientes. La Iglesia poco a poco fue dejando de ser europea y latina a
favor de una universalidad más evidente.

Pablo VI: “El Concilio ecuménico Vaticano II, reunido en el Espíritu Santo y bajo la protección
de la Bienaventurada Virgen María, que hemos declarado Madre de la Iglesia, y de San José,
su ínclito esposo, y de los santos apóstoles Pedro y Pablo, debe, sin duda, considerarse como
uno de los mayores acontecimientos de la Iglesia. En efecto, ha sido el más grande por el
número de Padres venidos a la Sede de Pedro desde todas las partes del globo, incluso de
aquellas donde la Jerarquía ha sido constituida recientemente; el más rico por los temas
que durante cuatro sesiones han sido tratados cuidadosa y profundamente; fue, en fin, el
más oportuno, porque, teniendo presentes las necesidades de la época actual, se enfrentó
sobre todo con las necesidades pastorales y, alimentando la llama de la caridad, se esforzó
grandemente por alcanzar no sólo a los cristianos todavía separados de la comunidad de la
Sede Apostólica, sino también a toda la familia humana.”

Las consecuencias del Concilio Vaticano II. Al concluir el Concilio Vaticano II, el 8 de diciembre
de 1965, quedó la convicción de que su realización marcaba un antes y un después en la historia de
la Iglesia. De hecho, para la aplicación práctica de los Documentos conciliares, según los criterios y
las directivas del mismo Concilio, se crearon varios organismos. Algunos tuvieron un carácter
permanente, como la Comisión para la Revisión del Código de Derecho Canónico, el Secretariado
para la Unidad de los Cristianos, la Comisión Pontificia para las Comunicaciones Sociales, el
Secretariado para los No-cristianos, el Secretariado para los No-creyentes, y el Consejo para la
Aplicación de la Constitución sobre Liturgia. Otros organismos tuvieron un carácter más transitorio,
como la Comisión de los Obispos y del Gobierno de las Diócesis, la Comisión de los Religiosos, la
Comisión de las Misiones, la Comisión de la Educación Cristiana, y la Comisión del Apostolado de los
Laicos. Se designó también una Comisión Central, cuya responsabilidad fue la interpretación de los
Documentos conciliares y la coordinación del trabajo de las Comisiones posconciliares. Otra
consecuencia inmediata fue el desarrollo del Sínodo de los Obispos, como órgano consultivo del
Papa, para atender especialmente a las cuestiones pastorales de la Iglesia.

Además, el Concilio tuvo un fuerte impacto social y político en todo el mundo y especialmente
en América Latina. El nuevo espíritu, más abierto y menos dogmático, permitió a la Iglesia aceptar
la pluralidad cultural predominante en el mundo y adaptar su liturgia haciéndola más contextual a
las diversas regiones del planeta en las que servía la Iglesia. En el plano institucional, se promovió la
descentralización y se potenció a las iglesias nacionales, especialmente a las comunidades que
desarrollaban su actividad en contacto directo con los pobres y los marginados.

La crisis posconciliar. El optimismo de progresistas y renovadores chocó pronto con la realidad


de una organización que llevaba demasiado retraso con respecto a la evolución social del siglo XX.
Se trataba de pasar de una organización rígidamente jerarquizada, estrictamente autoritaria,
renuente a la discusión interna, con fieles acostumbrados a la obediencia, a otra en la que la
discusión era parte de la dinámica de su funcionamiento. Se trataba de cambiar normas mantenidas
durante siglos con el imperio de la autoridad e incluso afirmadas con el mito de la infalibilidad papal,
por una teología menos dogmática y más praxeológica.

Las reformas introducidas hasta ese momento en la Iglesia eran insuficientes para unos sectores
y excesivas para otros. Esto produjo una profunda crisis de identidad, especialmente en los
sacerdotes. Las cuestiones que estaban bajo discusión en estos años eran: el proceso de
secularización y descristianización, el celibato sacerdotal, la ordenación de mujeres, el control de la
natalidad, el divorcio vincular, etc. Hubo deserciones y una multiplicación asombrosa de tendencias
y grupos dispares. La Acción Católica perdió vigor e incluso desapareció en muchos lugares. Pero
aparecieron otros grupos, como las Comunidades Eclesiales de Base. En general, se pasó de
organizaciones autoritarias a otras más democráticas y participativas.

En general, las políticas de Pablo VI en los últimos años de su pontificado y de Juan Pablo II
(gobernó de 1978 a 2005), tendieron a acotar y debilitar el alcance y el impulso del Concilio Vaticano
II. Juan Pablo II promovió el conservadurismo en las filas católicas romanas, si bien vistió su
tradicionalismo con una gran puesta en escena de corte populista. Este Papa supo crearse una
imagen pastoral moderna y de gran estadista utilizando hábilmente los medios de comunicación y
la tecnología, realizando múltiples y multitudinarias giras mundiales. Anteriormente, había sido
obispo auxiliar (desde 1958) y arzobispo de Cracovia (desde 1962). Fue el primer papa polaco en la
historia, y uno de los pocos en los últimos siglos que no nacieron en Italia. Su pontificado de 26 años
resultó ser el tercero más largo en la historia de la Iglesia Católica, después del de Pío IX (31 años).

En 1981, mientras saludaba a los fieles en la Plaza de San Pedro, Juan Pablo II sufrió un atentado
contra su vida perpetrado por Mehmet Ali Agca, quien le disparó a escasa distancia desde la
multitud. Meses después, fue perdonado públicamente. Su salud se quebrantó en los primeros
meses de 2005, cuando tuvo que ser hospitalizado por un síndrome de dificultad respiratoria.
Falleció el día 2 de abril de 2005. Pocos minutos después, la noticia recorrió el mundo entero. Los
días posteriores a su muerte diversos periódicos publicaron que la última palabra de papa fue Amén
sin embargo el Vaticano desmintió esta versión y dijo que sus últimas palabras fueron “Déjenme ir
a la casa del Padre”.

A fines del siglo XX, las fuerzas tradicionales de la Iglesia seguían vigentes, pero con intentos de
renovación en varios sectores. En general, se percibía una mayor aceptación del pluralismo de
opiniones religiosas, de iniciativas pastorales, litúrgicas y teológicas, y de actitudes políticas. No
obstante, Juan Pablo II es recordado como uno de los Papas que más promovió la causa marianista,
es decir, la veneración de la Virgen María, a la que casi elevó a la condición de co-redentora con
Cristo.

Juan Pablo II: “Los cristianos saben que su unidad se conseguirá verdaderamente sólo si se
funda en la unidad de su fe. Ellos deben resolver discrepancias de doctrina no leves sobre
el misterio y ministerio de la Iglesia, y a veces también sobre la función de María en la obra
de la salvación.… ¿Por qué, pues, no mirar hacia ella todos juntos como a nuestra Madre
común, que reza por la unidad de la familia de Dios y que ‘precede’ a todos al frente del
largo séquito de los testigos de la fe en el único Señor, el Hijo de Dios, concebido en su seno
virginal por obra del Espíritu Santo?”

La renovación carismática católica. La irrupción de la renovación carismática fue dramática en


el mundo católico romano. Desde sus humildes comienzos a mediados de 1966, el movimiento se
fue desarrollando de manera notable, llegando a alcanzar a millones de católicos romanos en todo
el mundo, especialmente en América Latina, seguida por Norteamérica, Asia y Australia. De hecho,
los carismáticos católicos constituyen el grupo carismático más grande en todo el mundo. El
movimiento comenzó en Estados Unidos en un contexto académico, pero pronto se popularizó.

Influencias y antecedentes. El movimiento cursillista preparó el camino para la renovación


carismática, con sus largas horas de oración y estudio de la Biblia. Muchos de los futuros líderes
carismáticos católicos participaron de los Cursillos de Cristiandad, que surgieron en España y se
extendieron a los Estados Unidos y el resto del mundo hacia 1957.

En un sentido, el Concilio Vaticano II (1962–1965) fue el factor preparatorio más importante en


la renovación carismática católica. Al convocar este Concilio, el papa Juan XXIII preparó el camino
para una renovación radical de su iglesia. Su propósito era reunir a todos los obispos para un “nuevo
Pentecostés”. La oración que se ofreció por todo el mundo a favor del Concilio se ha hecho famosa.
En una parte dice: “Oh Espíritu Santo, renueva tus maravillas en este nuestro día como en un nuevo
Pentecostés” (cf. Habacuc 3:2). Esta oración creó un clima especial. En el mismo Concilio, el cardenal
León Joseph Suenens, de Malines (Bélgica), preparó el terreno para el ejercicio de los carismas,
indicando que los mismos debían ser recibidos como dones, con gratitud. Suenens señaló que la
Iglesia necesitaba de la dimensión carismática, que no debía quedar relegada al pasado. Más tarde,
Suenens habría de hacerse carismático y llegaría a liderar el movimiento entre los católicos
romanos. Hasta 1982, este cardenal actuó como asesor papal en relación con el movimiento
carismático.

Líderes y protagonistas. A mediados de 1966, cuatro profesores de la Universidad Duquesne


(católica) en Pittsburgh, Pennsilvania, comenzaron a reunirse para orar y discutir acerca de la falta
de vitalidad en su fe. Eran laicos católicos romanos que habían leído el libro de David Wilkerson, La
cruz y el puñal. Uno de ellos, Ralph Keifer, había leído también el libro de John Sherrill, Hablan en
otras lenguas. El grupo comenzó a buscar una experiencia pentecostal y para ello pidieron ayuda a
algunos protestantes neopentecostales. Un grupo de unos treinta estudiantes, en un retiro de fin
de semana, manifestaron haber vivido una nueva experiencia espiritual. Pronto el movimiento se
esparció a las universidades de Notre Dame y del Estado de Michigan. Algunos teólogos se unieron
a los grupos de oración, como Kevin Ranaghan, Edward O’Connor y Josephine Ford. Muchos
sacerdotes y monjas se agregaron. Al principio, la jerarquía católica romana adoptó una actitud
bastante positiva hacia la renovación y la canalizó por vías oficiales, ubicando sacerdotes que le
sirvieran de guía.

Desde un principio, la renovación católica contó con destacados líderes de nivel académico. El
movimiento se esparció pronto a otras universidades, como la de Michigan, en Ann Arbor, donde
surgió la influyente comunidad del Verbo Divino, bajo el liderazgo de Ralph Martin y Steve Clark.
Para 1970, los grupos de oración de católicos carismáticos ya estaban en todos los Estados Unidos,
Canadá, Inglaterra, Australia y varios países de América Latina. En diez años, el movimiento se
multiplicó de un puñado de personas a cientos de miles de adherentes. En setiembre de 1972, los
líderes de este movimiento ya hablaban de sesenta mil seguidores.

Encuentros y organización. El Primer Congreso Carismático se llevó a cabo en la Universidad de


Notre Dame, South Bend, Indiana, en 1967. Concurrieron sólo noventa personas. Pero la asistencia
subió a treinta y cinco mil en el Segundo Congreso Internacional del Movimiento Carismático,
celebrado otra vez en Notre Dame, en 1974. Para el Tercer Congreso Internacional, más de diez mil
carismáticos católicos romanos de sesenta países diferentes fueron a Roma para participar junto
con las actividades del Año Santo, en 1975. Los representantes de la renovación carismática tuvieron
ocasión de escuchar al papa Pablo VI. A pesar de las presiones para desalentar el movimiento, el
Papa expresó su aprecio por el mismo el domingo de Pentecostés y exhortó a los presentes a
mantenerse firmes en la enseñanza de la lglesia, a aceptar los carismas con gratitud y a procurar los
dones mejores (1 Corintios 12:31), y a reconocer que es el amor el que hace aceptable al ser humano
delante de Dios. Según René Laurentin, un teólogo católico francés, para 1975 ya había entre dos y
cuatro millones de seguidores del movimiento carismático alrededor del mundo. Para aquel
entonces, siete por ciento de los 47 millones de católicos en los Estados Unidos estaba relacionado
con ese movimiento de una u otra manera. Esto significaba que había más de tres millones de
católicos carismáticos, y el movimiento ya estaba establecido en un centenar de países. En 1976
había en España setenta comunidades católicas carismáticas.

En 1977 se llevó a cabo en Kansas City una gran conferencia de la renovación carismática de
carácter ecuménico. Alrededor de cincuenta mil personas se reunieron. El cardenal Suenens fue uno
de los oradores. Kevin Ranaghan fue el presidente de la comisión organizadora. Más tarde, en mayo
de 1981, el papa Juan Pablo II recordó ante seiscientos dirigentes mundiales y responsables de la
renovación carismática católica el discurso de Pablo VI en 1975, puntualizando nuevamente los tres
principios paulinos del discernimiento de acuerdo a su exhortación: “Sométanlo todo a prueba,
aférrense a lo bueno” (1 Tesalonicenses 5:21). De todos modos, la actitud conservadora de Juan
Pablo II no sólo que quitó apoyo papal al movimiento, sino que generó la oposición de la más alta
jerarquía católica a nivel mundial.

Pablo VI: “Para un mundo así, cada vez más secularizado, no hay nada más necesario que
el testimonio de esta ‘renovación espiritual’ que el Espíritu Santo suscita hoy visiblemente
en las regiones y ambientes más diversos. Las manifestaciones de esta renovación son
variadas.… La existencia humana encuentra su relación con Dios, la llamada ‘dimensión
vertical’, sin la cual el hombre está irremediablemente mutilado. No que esta búsqueda de
Dios se muestre como un deseo de conquista o de posesión; esta búsqueda quiere ser pura
acogida de Aquel que nos ama y se nos entrega libremente deseando, porque nos ama,
comunicarnos una vida de hemos de recibir gratuitamente de Él, pero no sin humilde
fidelidad por nuestra parte. Y esta fidelidad tiene que saber aunar la fe y las obras … (Stg.
2:26). Entonces, esta ‘renovación espiritual’, ¿cómo no va a ser una ‘suerte’ para la Iglesia y
para el mundo? Y en este caso, ¿cómo no adoptar todos los medios para que siga siéndolo?”

En 1987, se llevó a cabo la Convención Carismática Latinoamericana, en Córdoba (Argentina),


con una asistencia de unas 1.550 personas. Concurrieron delegados de varios países
latinoamericanos, los Estados Unidos, Inglaterra y Suecia. En el mismo mes de abril hubo un
encuentro carismático en San José, Costa Rica. Varios cientos de personas estuvieron presentes.
Líderes católicos y protestantes tuvieron oportunidad para el compañerismo. Ese mismo año de
1987, se celebró el Congreso Norteamericano sobre el Espíritu Santo y la Evangelización Mundial,
en Nueva Orleans, Louisiana, en conmemoración del vigésimo aniversario de la organización del
movimiento carismático católico. Un total de 35.000 personas (protestantes, católicos, ortodoxos,
judíos mesiánicos y pentecostales) asistieron a este congreso. Los católicos constituían el 50% de
los participantes. En Argentina, la relación entre cristianos católicos y evangélicos se ha desarrollado
notablemente, en especial en torno a la oración. Desde comienzos del nuevo siglo se han llevado a
cabo varios encuentros con un número creciente de participantes y con gran impacto social. El 1 de
mayo de 2009 se llevó a cabo un encuentro de carismáticos católicos y evangélicos en Buenos Aires,
con la participación de más de 5.000 personas. El campo carismático en Argentina es también el
más avanzado en términos de la unidad entre cristianos.

Teología y contribución. El pensamiento católico carismático internacional se encuentra bien


expresado en los tres Documentos de Malines. Estos documentos establecen la relación entre la
renovación carismática y el compromiso ecuménico y social. Además, dan consejos teológicos y
pastorales tanto a sacerdotes como a creyentes involucrados en la renovación.

No obstante, hacia fines de la década de los años de 1980, ya estaban en evidencia algunas
divisiones dentro del movimiento carismático católico norteamericano. Por aquel entonces, en los
Estados Unidos, las dos ramas principales eran la comunidad del Verbo Divino, en Ann Arbor,
Michigan, y la comunidad El Pueblo de la Alabanza, en South Bend, Indiana. Sin embargo, el
desarrollo del movimiento había sido notable. Kevin y Dorothy Ranaghan, destacados líderes
carismáticos católicos, decían que la experiencia del bautismo del Espíritu Santo, seguida por los
dones y el fruto del Espíritu, y reconocida y organizada como tal, era desconocida en el catolicismo
norteamericano antes de 1967. Edward D. O’Connor, señalaba que la mente católica había estado
siempre abierta a lo carismático a través de las experiencias de los santos, así como de los milagros
en lugares sagrados como Lourdes. Según él, estos factores ayudaban a la rápida difusión del
carismatismo en las filas católicas en todo el mundo.

La renovación católica ha producido varios análisis teológicos muy buenos. De especial valor son
las obras de Killan McDonnell, de Collegeville, Minnesota, y del teólogo sistemático alemán Heribert
Mühlen, de Paderborn. En comparación, el movimiento carismático católico romano ha
permanecido más fiel a su propio carácter denominacional (es decir, menos pentecostal), que la
renovación en las denominaciones protestantes.

A diferencia de algunas denominaciones protestantes (como los metodistas y luteranos


norteamericanos), no ha sido común en la Iglesia Católica Romana, que congregaciones locales
enteras se hayan renovado carismáticamente. El sistema de parroquias geográficas pudo tener algo
que ver en esto. El movimiento prevaleció más bien en ciertas órdenes religiosas y agrupaciones
comunitarias. Algunas de estas comunidades han sido plenamente católicas romanas, pero la
comunidad ecuménica Verbo Divino, también conocida como La Espada del Espíritu, en Ann Arbor
(Michigan) ha sido muy importante. Por muchos años han publicado las revistas New Covenant y
Pastoral Renewal, y también mantienen la editorial Servant Publications, que ha publicado
numerosos libros sobre el movimiento carismático y sus temas de interés. La editorial Paulist Press,
en Nueva York, es otra importante fuente de literatura católica romana renovada. Esta editorial
publica la revista Catholic Charismatic.

LA IGLESIA CATÓLICA EN EL SIGLO XXI


La Iglesia Católica Romana continúa siendo el cuerpo cristiano más numeroso del mundo, y
representa a más de la mitad de todos los cristianos y a un sexto de la población mundial. Se trata,
por otro lado, de la institución cristiana más antigua que existe y la que ha jugado un papel muy
importante en el desarrollo y difusión de la fe cristiana por todo el mundo. Su estructura esencial
presente se remonta al siglo V, y a pesar de haber experimentado diversidad de cismas y
separaciones a lo largo de su dilatada historia, mayormente como resultado de desacuerdos en
cuanto a la primacía papal, se ha conservado más o menos unida en lo formal.

La Iglesia Católica es una comunión de veintitrés iglesias diferentes, cada una con ciertas
particularidades propias. No obstante, estas iglesias coinciden en aceptar el primado del sucesor de
Pedro como obispo de Roma, es decir, la autoridad del Papa como líder de la Iglesia Católica. Entre
estas iglesias que están sujetas al obispo de Roma se encuentran las del Rito Latino u occidental y
las Iglesias Católicas Orientales. Todas ellas comprenden un total de 2.782 diócesis en el mundo.
Todos los obispos de estas diócesis coinciden en considerar al Papa como la más alta autoridad en
cuestiones de fe, moral y gobierno de la Iglesia.

_ Crecimiento y demografía
La membresía total de la Iglesia Católica en el año 2007 era de 1.131 millones de personas, lo
que representaba un incremento significativo respecto a los 437 millones de católicos que había en
el mundo en 1950 y los 654 millones que había en 1970. La tasa de crecimiento en las filas del
catolicismo ha sido del orden del 139%, porcentaje que superó la tasa de crecimiento de la población
mundial, que fue de 117%, en el período 1950–2000. La Iglesia ha sabido utilizar sus lazos
transnacionales y su fortaleza organizacional para producir importantes recursos para afrontar
situaciones de necesidad y crisis en todo el mundo. A su vez, la Iglesia Católica opera el sistema
educacional no gubernamental más grande del mundo. Así y todo, parece haber un decrecimiento
persistente en el número de católicos practicantes a nivel mundial, a pesar de que la Iglesia está
creciendo en muchas regiones de África y Asia.

Europa y Norteamérica. La Iglesia ha sufrido cierto retroceso numérico significativo en Europa,


mayormente por la falta de sacerdotes y el prevaleciente secularismo e indiferencia religiosa. En un
sentido, el déficit en el clero ha sido proporcionalmente mayor que el déficit en la incorporación de
nuevos miembros a la Iglesia. A esto se ha agregado la enorme cantidad de escándalos de tipo moral
y económico que han comprometido al clero en los últimos años. No obstante, la población católica
está creciendo notablemente en los Estados Unidos, mayormente en razón de la enorme cantidad
de inmigrantes provenientes de países católicos, especialmente desde América Latina. Al presente
hay más de 60 millones de católicos romanos en los Estados Unidos, que representan alrededor del
20% de la población del país.
África. En algunos países africanos, la Iglesia está creciendo más rápidamente que en cualquier
otro lugar del mundo, en razón de que numerosos adultos son bautizados después de ser
evangelizados. La Iglesia opera también el mayor número de escuelas por parroquia en todo el
mundo, con una proporción de tres a una. En algunos lugares, el testimonio católico se da en medio
de enormes desafíos, que incluyen las persecuciones y la supresión de toda práctica religiosa no
musulmana en países musulmanes como Sudán, y la alta tasa de incidencia del SIDA en el África
subsahariana.

Los católicos representan en África el 15% de la población total. Considerando solamente a los
países con más de un millón de habitantes, las principales comunidades católicas se encuentran en
Angola (54%), la República Democrática del Congo (52%), Uganda (40%), la República del Congo
(42%), Burundi (59%), Rwanda (44%), Gabón (55%) y Guinea Ecuatorial (76%). De estos ocho países,
cinco han pasado por profundos sufrimientos debido a las consecuencias de terribles guerras civiles,
que han desafiado seriamente a la Iglesia y han producido cientos de miles de refugiados.

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