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Tales desplazamientos sociales y culturales serían, sin embargo, mucho más desparejos y
endebles en las colonias. Y ello resultaría en una contradicción que atravesaría a las
sociedades locales hasta el presente. Por debajo de la modernidad de las referencias
políticas persistiría un acendrado tradicionalismo social y cultural. Las ideas liberales
“importadas” habrían así de aplicarse allí a sociedades extrañas, e incluso hostiles a las
mismas.3 Ello explicaría, en fin, las dificultades para afirmar regímenes de gobierno
democráticos (i.e., “modernos”) estables.
Para ello es necesario desmantelar las visiones teleológicas, propias a la vieja escuela de
historia de “ideas”, que creen ver ya presente en el punto de partida aquello que, en
realidad, sólo puede observarse en el punto de llegada de un largo proceso histórico.
Dicho autor distingue así dos tipos de teleologismo: el ético, que imagina que la imposición
final del modelo liberal moderno es una suerte de imperativo moral, y el historicista, que
cree, además, que se trata de una tendencia histórica efectiva. Según afirma, ambos llevan a
perder de vista el hecho de que la concepción individualista y democrática de la sociedad es
un fenómeno histórico reciente (“moderno”), y que no se aplica tampoco hoy a todos los
países.
En última instancia, tal esquema dicotómico descansa sobre una falacia metodológica. Para
decirlo en palabras de Reinhart Koselleck, los términos modernidad y tradición aparecen
allí como contraconceptos o conceptos opuestos asimétricos, uno de los cuales se define
por oposición al otro, como su contracara negativa.10 Considerados como designando
simplemente periodos históricos determinados, éstos, por otro lado, no excluyen la
presencia de muchos otros. No así, en cambio, cuando se convierten en contraconceptos
asimétricos. En dicho caso, todo lo que no es moderno es necesariamente tradicional, y
viceversa. Ambos términos agotan el universo imaginable de lo político. Y, de este modo,
pierden su carácter de entidades históricas concretas para convertirse en suertes de
principios transhistóricos cuya oposición atravesaría la entera historia intelectual local y
explicaría todas sus vicisitudes. De lo que se trata, en fin, es de devolverle a dichos
términos su sentido histórico concreto. Pero esto supone una serie de operaciones
conceptuales, un trabajo de deconstrucción de algunas de nuestras creencias presentes más
arraigadas a fin de minar su velo de naturalidad y desnudar la radical contingencia de sus
fundamentos.
En efecto, lo que la escuela revisionista muestra es que no basta con rechazar los enfoques
teleológicos para librarse efectivamente de ellos. Para ello es necesario desentrañar el
conjunto de supuestos en que éstos se fundan y socavarlos críticamente. Como veremos, las
limitaciones de la crítica revisionista revelan, en última instancia, un problema más
profundo de orden epistemológico: la confusión entre ideas y lenguajes políticos.11 De
hecho, la escuela revisionista dejará de hablar de “ideas liberales” para pasar a hablar de
“lenguaje liberal”, pero seguirá concibiendo éste como un conjunto de ideas (i.e., como
constituyendo un sistema de pensamiento). El análisis pormenorizado de las consecuencias
teóricas e historiográficas que esta confusión acarrea escapa al alcance del presente
trabajo.12 En lo que sigue nos limitaremos, pues, a tratar de precisar en términos
estrictamente lógicos cuál es la serie de operaciones conceptuales que implica la
dislocación efectiva de los esquemas teleológicos y ofrecer así algunas pautas que permitan
distinguir ideas de lenguajes políticos.
Con este principio se quiebra finalmente la premisa fundamental en la que se sostiene todo
esquema interpretativo teleológico: el supuesto de la perfecta consistencia y racionalidad de
los “tipos ideales”. Llegamos así al segundo aspecto fundamental que distingue la historia
de los lenguajes, respecto de la historia de “ideas”. Los lenguajes, a diferencia de los
“sistemas de pensamiento”, no son entidades autocontenidas y lógicamente integradas, sino
sólo histórica y precariamente articuladas. Se fundan en premisas contingentes; no sólo en
el sentido de que no se sostienen en la pura razón, sino en presupuestos eventualmente
contestables, sino también en el sentido de que ninguna formación discursiva es consistente
en sus propios términos, se encuentra siempre dislocada respecto de sí misma, en fin, que la
temporalidad (historicidad) no es una dimensión externa a las mismas, algo que le viene a
ellas desde fuera (de su “contexto exterior”), sino inherente, las habita en su interior. Sólo
entonces comenzarán a abrírsenos verdaderamente las puertas a una perspectiva libre de
todo teleologismo, como pedía Guerra. La reconstrucción de la historia de los
desplazamientos significativos en ciertos conceptos clave nos revelará así un transcurso
mucho más complejo y difícil de analizar, que desafía una y otra vez aquellas categorías
con que intentamos asir su sentido, obligando a revisar reiteradamente nuestros supuestos y
creencias más firmemente arraigadas, desnudando, en fin, su aparente evidencia y
naturalidad como ilusorias. En definitiva, sólo cuando logramos poner entre paréntesis
nuestras propias certidumbres presentes, cuestionar la supuesta transparencia y racionalidad
de nuestras creencias actuales, puede la historia aparecer como problema; no como una
mera marcha, la serie de avances y retrocesos hacia una meta definible a priori, sino como
“creación”, “invención”, como pedía Guerra, como un tanteo incierto y abierto, teñido de
contradicciones cuyo sentido no es descubrible ni definible según fórmulas genéricas, ni
dejan reducirse al juego de antinomias eternas o cuasieternas al que la historia de “ideas”
trató de ceñirla.
Notas
(1) Agradezco a Pablo Vagliente y Gardenia Vidal por invitarme a participar de este número
inaugural de Modernidades. Este trabajo se basa en una ponencia presentada en el coloquio
internacional “Tradicão e Modernidade no Mundo Iberoamericano”, realizado en Rio de
Janeiro en agosto de 2004. La ponencia se encuentra publicada en PRADO, María Emilia
(org.), Tradição e Modernidade no Mundo Ibero-Americano. Atas do Coloquio
Internacional, Rio de Janeiro: Universidade do Estado do Rio de Janeiro/Grpesq/CNPq,
2004, pp.29-36. volver al texto
(3) Como señala Charles Hale, "la experiencia distintiva del liberalismo latinoamericano
derivó del hecho que las ideas liberales se aplicaron (…) en un ámbito que le era refractario
y hostil”. HALE, Charles, “Political and Social Ideas in Latin America, 1870-1930”,
enBETHELL, Leslie (comp.), The Cambridge History of Latin America. From c.1870 to
1930, Cambridge: Cambridge University Press, 1989, IV, p. 368. volver al texto
(5) GUERRA, F. X., “El soberano y su reino. Reflexiones sobre la génesis del ciudadano en
América Latina”, en SABATO, Hilda (coord.), Ciudadanía política y formación de las
naciones. Perspectivas históricas de América Latina, México: F.C.E., 1999, p. 35. volver al
texto
(6) Ibid., p. 34. volver al texto
(8) Según afirma, “de todas maneras, ni en México ni en ninguna parte resultaba posible
detener la lógica del pueblo soberano […] Tarde o temprano, y a medida en que nuevos
miembros de la sociedad tradicional van accediendo al mundo de la cultura moderna,
gracias a la prensa, a la educación y sobre todo a las nuevas formas de sociabilidad, la
ecuación de base de la modenidad política (pueblo = individuo 1 + individuo 2 + … +
individuo n) recupera toda su capacidad de movilización” (GUERRA, Modernidad e
independencias, op. cit., 375). Cabe aquí una precisión conceptual. Un modelo teleológico
de evolución es, stricto sensu, aquél que hace anclar todo desenvolvimiento en su punto de
llegada. Lo que Guerra llama teleologismo historicista es sólo una de las formas posibles
que éste adopta, que es el biologista. El mismo incorpora, al principio teleológico, lo que
podemos llamar un principio arqueológico o genético. De acuerdo con el paradigma
preformista-evolucionista de formación orgánica, un organismo dado (sea éste natural o
social) puede evolucionar hacia su estado final sólo si el mismo se encuentra ya contenido
virtualmente en su estado inicial, en su germen primitivo, como un principio inmanente de
desarrollo. volver al texto
(9) Como decía Montesquieu respecto de su modelo: “no me refiero a los casos
particulares: en mecánica hay ciertos rozamientos que pueden cambiar o impedir los efectos
de la teoría; en política ocurre lo mismo”. MONTESQUIEU, El espíritu de las leyes,
Buenos Aires: Hyspamérica, 1984, XVIIVIII, p. 235. Los problemas latinoamericanos para
aplicar los principios liberales de gobierno remitirían a esos “rozamientos” que
obstaculizan o impiden “los efectos de la teoría”, pero que de ningún modo la cuestionan.
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(12) Al respecto se podrá ver PALTI, Elías, Acerca de los lenguajes políticos
latinoamericanos en el siglo XIX. Sus nudos conceptuales, México: Taurus, en prensa.
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(13) Skinner es, junto con Pocock, uno de los fundadores de la llamada “Escuela de
Cambridge”. Al respecto, véase PALTI, Elías, Giro lingüístico e historia intelectual,
Buenos Aires, Universidad Nacional de Quilmes, 1998. volver al texto
Elías José Palti es docente e investigador de la Universidad Nacional de Quilmes,
CONICET y Universidad Nacional de La Plata.