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¿POR QUÉ ES TAN DIFÍCIL CAMBIAR LOS PROPIOS VALORES?

Introducción:

En mi práctica clínica, escuchando a las personas, suele llegar un


momento que abre el cuestionamiento de los valores que uno mismo
sustenta. Al comienzo de ese momento no es infrecuente que la persona
verbalice una sentencia del tipo “entonces lo que tengo que hacer es cambiar
mis valores”, o “lo mejor para mí sería modificar mi escala de valores”.
Cuando llegamos a este punto siempre pienso que vamos por buen
camino, pues el cuestionamiento de los propios valores abre las fronteras de
la ética que sostiene uno y de su inevitable conflicto con el propio deseo. Sin
embargo, también trato de armarme de prudencia, pues sé lo doloroso que es
transitar ese camino y lo peligroso que resulta aventurar una respuesta
rápida en cualquier sentido, ya sea para apoyar la resolución de un cambio
de valores, ya sea para rebatirla y continuar con los valores que han
acompañado desde siempre.
En lugar de eso, trato de sostener, desde mi propio interior, el campo
inquisitorio del cuestionamiento: ¿por qué habría de ser el cambio de valores
lo mejor para la persona? ¿Por qué no se ha intentado antes? ¿Por qué es tan
difícil modificar los valores? Con el fin de orientarme en este campo tan
espinoso recurro a mi posición teórica, que es la del psicoanálisis lacaniano.
La mayoría de los psicoanalistas que han estudiado a Lacan en
profundidad coinciden en que en el horizonte de un análisis de corte
lacaniano se sitúa la necesidad de que la persona deje caer los ideales y las
identificaciones que ha mantenido a lo largo de su vida. Es algo necesario
para que la persona acceda al núcleo más real de su síntoma y pueda hacer
algo con eso sin enredarse en ilusiones o engaños.
Evidentemente, antes de la liberación que la caída de los ideales y las
identificaciones proporcionan, es obligado que la persona transite el camino
de la angustia, ya que los ideales y las identificaciones, aunque en el fondo
siempre sean ilusorios (semblantes, que diría Lacan), otorgan una base a la
persona, una orientación tanto de su deseo como de su pulsión. Cuando
estas orientaciones empiezan a resquebrajarse, la angustia es manifiesta.
De hecho, no es nada raro que la persona consulte a un psicoanalista cuando
una circunstancia de su vida ha hecho mella en sus ideales o en sus
identificaciones.
Si esto es así, entonces uno podría pensar que, efectivamente, la
persona tiene que cambiar su escala de valores. No nos precipitemos. En el
horizonte de un psicoanálisis está la caída de los ideales y las
identificaciones, pero eso no significa que la persona tenga que sustituir los
que tiene por otros. En otras palabras, no se trata de sustituir unas
ilusiones por otras. Si en el horizonte de un análisis está la caída de los
ideales y las identificaciones, es para que la persona subjetive que ningún
ideal o identificación es absoluto, verdadero, completo o adecuado en su
totalidad para la persona.
De todas formas, el tema no es lo que está en el horizonte de un
análisis, sino aclarar por qué es tan difícil cambiar los propios valores, aun
sabiendo que esos valores muchas veces trabajan a favor del sufrimiento de
la persona. Por eso escribo esta entrada, para reflexionar sobre esto y
porque tengo la molesta tendencia de no precipitarme demasiado pronto al
final. Me gusta habitar en los fundamentos.
Para empezar a perfilar un atisbo de respuesta tengo que hacer una
aclaración. La pregunta se refiere a los valores y a su dificultad de
modificarlos, pero rápidamente he hablado de ideales. Vamos a lo obvio.
Parto de la premisa de que no hay valores que no dependan de un ideal.
Valores como la valentía, la sinceridad, la prudencia, la solidaridad, etc.,
siempre toman su base en un ideal, en lo que para una persona significa ser
buena persona, buena madre, buen marido, etc. Por tanto, cambiar la escala
de valores implica necesariamente cambiar el ideal que los sustenta.
Tal vez entonces la pregunta no tendría que ser ¿por qué es tan difícil
cambiar los propios valores?, sino ¿por qué es tan difícil cambiar los propios
ideales? Pero mantengo la pregunta inicial para ser fiel a las palabras de las
personas que me hablan en consulta.
Los valores dependen de un ideal, es el ideal el que perfila los valores
por los que la persona se orienta, los valores que aprecia y atesora.
Entonces, ¿qué es un ideal? ¿Y por qué es tan difícil moverlo? ¿Qué tiene el
ideal que lo amarra firmemente a la subjetividad de la persona?
No deseo extenderme en exceso sobre la definición de lo que es un
ideal, así que lo diré brevemente. Un ideal es una forma de ser, es una
orientación para ser. El ideal está unido al ser, precisamente por eso se
entrelaza con la identificación, pero no quiero adelantarme.
El ideal es una manera de poder ser algo. Lo cual se contrapone con la
idea de Lacan, quien, siguiendo a Sartre, sostiene que, si el humano tiene
ser, ese ser es una falta, es un vacío. Por tanto, el ideal es una de las
maneras en las que el humano se da algo de ese ser que le falta. Con esta
idea se puede empezar a percibir la fuerza del ideal y de sus valores
asociados en la persona. Si el ideal llena un vacío, si da ser allí donde el ser
falta, no va a ser nada fácil derrumbarlo. Si el ideal se cae, lo que aparece es
un vacío. Pero no es un vacío deshabitado, pues cuando el ideal se cae
también aparece la pulsión.
No me adelanto, sólo voy colocando las piezas en el tablero: ideal (y
sus valores), ser, falta en ser, pulsión, identificación. Esas son las piezas de
momento, faltan algunas más, pero ya se observa la complejidad del tema.
Para ir yendo al meollo de la cuestión, ¿qué dice la orientación
lacaniana respecto a la dificultad de modificar los valores y el ideal?
Resumiendo mucho, desde esta óptica modificar el ideal y sus valores
asociados es muy difícil porque el ideal tiene una función crucial en tres
ámbitos: el ámbito del goce (la pulsión), el ámbito de la identificación y el
ámbito del amor.

I: La función del ideal en el goce

No deseo introducir demasiados conceptos teóricos, pero hay que


explicar mínimamente qué es el goce debido a su importancia en esta
cuestión.
Esencialmente, lo que Lacan llama goce, en este contexto, se refiere a
la satisfacción freudiana de la pulsión. La pulsión es una sensación de
activación constante en el cuerpo que demanda un objeto para satisfacerse,
para calmar el cuerpo. Una vez que la pulsión se ha enganchado a un objeto,
la persona tiende a buscar el mismo objeto para repetir la satisfacción una y
otra vez. El problema con el goce es que esta satisfacción muchas veces es
indeseable para la conciencia y por eso la persona la vive como un
sufrimiento que no puede dejar de repetir.
Este es precisamente el punto clave que hermana el goce con el ideal,
pues el ideal proporciona un disfraz, podríamos decir, para que la pulsión se
satisfaga, para que el goce encuentre el objeto al que se engancha y la
persona pueda repetir el circuito una y otra vez. Con una característica
concreta: la presencia del ideal pone un velo a esa satisfacción del goce y así
la misma no resulta intolerable para la persona, la conciencia se lo permite.
Es decir, la función del ideal en el goce es posibilitar su satisfacción
en armonía con la parte consciente de la persona. Para hacer eso, el ideal
oculta que en el fondo lo que hay en juego es siempre una satisfacción del
cuerpo. De esta manera, la persona cree hacer algo movida por los valores
(cosa que puede muy bien ser cierta), pero a la vez está siendo movida por la
búsqueda del objeto que proporciona la satisfacción al goce, sólo que esta
segunda parte permanece oculta para la persona, precisamente por la
presencia del ideal.
Pongamos un ejemplo. Imaginemos a una persona que dedica gran
parte de su tiempo libre a actividades de voluntariado sanitario. Ella misma
y los que la conocen admiran su altruismo y sostienen ese valor de
solidaridad como algo encomiable. Sin embargo, puede ser que esta persona
disfrute (sin saberlo y sin quererlo) de la visión de la muerte, o tal vez la
visión de cuerpos abiertos satisface algo de la búsqueda del objeto perdido.
En este sentido, ese valor de solidaridad unido al ideal de ser alguien
dedicado a la comunidad, por un lado, sostiene la actividad de voluntariado
y la encumbra como buena persona. Pero, por otro lado, también le permite
acceder a la satisfacción de su goce a través de estar en contacto con la
visión de la muerte y de los cuerpos mutilados.
En este sentido es que tanto Freud como Lacan afirmaban que los
ideales se sostienen siempre en un goce, en la satisfacción de la pulsión. El
ideal se interpone entre la persona y su goce, lo que permite que esta acceda
al goce sin saberlo y sin poner en peligro su conciencia, es decir, sin sufrir.
Que esto sea así no significa que haya que tirar los ideales porque
sean ilusiones que permiten que la persona satisfaga su pulsión sin sufrir.
De hecho, la presencia de los ideales es muy necesaria para poder usar el
goce como combustible creativo, de unión, y no tanto como satisfacción
autista que separa a la persona de los otros.
No estoy diciendo que como el ideal tiene esa función en el goce, haya
que eliminarlo. Lo que afirmo se sitúa meramente en el campo descriptivo.
Precisamente, lo que se podría eliminar o derrumbar sería el ideal, nunca el
goce. Por lo tanto, si el ideal cae, aparece un vacío, pero - como decía antes -
un vacío donde la satisfacción del goce se presenta desnuda, descarnada. En
este caso la repugnancia que eso tiene para la persona es enorme, así como
la angustia que puede llegar a abrir.
En resumen, la función del ideal en el goce consiste en permitir que la
persona acceda a él velándolo, ahorrándole así un gran sufrimiento. El ideal
surge del goce, porque es un recurso que la subjetividad incorpora para
tramitarlo, puesto que el goce es antes que el ideal. El goce ya está ahí, la
persona tiene que hacer un trabajo de apropiación y construcción del ideal
para que este cumpla su función en relación con la satisfacción pulsional.

II: La función del ideal en la identificación

He comentado que para Lacan el ser de la persona es en realidad una


falta de ser. Uno de los grandes problemas del ser humano es que carece de
ser. Por lo tanto, cualquier cosa que pueda aportarle un ser, una sustancia,
va a tener una función fundamental y un efecto de permanencia muy
importante.
Cualquier cosa que rellene el vacío de ser de la persona va a producir
un efecto de identificación. La identificación la podríamos resumir en la
frase “Yo soy [tal cosa]”. Es decir, cuando algo le da un ser a la persona, la
persona se identifica a ese algo que le da el ser y se define a partir de ahí.
Por ejemplo: soy padre, soy anarquista, soy ingeniero… Lo cual tiene
consecuencias en la identidad.
En este sentido cabe añadir dos aclaraciones. En primer lugar,
cuando una persona dice - para justificar su dificultad de cambiar en algún
comportamiento - “yo soy así”, lo que está diciendo realmente es que no va a
renunciar a la identificación que sostiene esos comportamientos porque,
precisamente, le da un ser. Si cambiara de repente dichos comportamientos,
la identificación no respondería y aparecería la desagradable sensación de
falta en ser. La identificación con algo que da ser vela el vacío de la falta en
ser.
En segundo lugar, en nuestra contemporaneidad definida por la
liquidez, podemos observar cómo el cambio de una identidad a otra es
bastante frecuente. Es como si la identidad de las personas fuera maleable a
su gusto. En realidad, puede que la identidad cambie, pero lo que no cambia
es la identificación. Podríamos decir que la identificación pone al alcance
diversas identidades en las que las personas pueden deslizarse para darse
un ser sin cuestionar la base que las sostiene (la identificación principal).
Por ejemplo, podríamos pensar en una mujer que tiene como
identificación principal ser buena madre. Resulta que el discurso y las
coordenadas sociales ahora definen la buena maternidad no sólo como la
mujer que se ocupa 24 horas al día de su hijo, sino también la madre
moderna que tiene tiempo con sus amigas, que practica actividades
saludables como yoga o meditación o que tiene tiempo para tener negocio
propio. En ese sentido la identidad de una mujer puede deslizarse entre “soy
buena madre, soy emprendedora, soy espiritual”, etc. Identidades que no
entran en conflicto con la identificación principal.
Por tanto, muchas veces la multitud de identidades en realidad son
mera apariencia, pues la identificación que las sostiene no se modifica.
Precisamente, para modificar una identificación no sólo hay que tocar la
parte simbólica (la parte que da un ser a la persona), sino que hay que tocar
la parte pulsional, pues toda identificación también se instaura como medio
para tramitar el goce que hemos mencionado anteriormente.
Era necesario plantear estas cuestiones para comprender la función
del ideal en la identificación. Al igual que el ideal es un medio para acceder
a la satisfacción del goce, el ideal también es un medio para que la persona
se dé un ser. Es decir, el ideal produce efectos de identificación que le
permiten a la persona definirse y darse algo de ese ser que siempre le falta.
Ser buen marido, ser buen profesional, ser buen amigo… y los valores
que todos estos ideales despliegan vienen a rellenar el vacío de ser de la
persona y, por ello, producen un efecto identificatorio. La persona se
identifica en ellos, se define con ellos y construye su identidad con ellos.
Debido a este motivo también resulta muy difícil modificar los propios
valores y los propios ideales, ya que estos sostienen la identificación de la
persona. Sostienen, en última instancia, su ser. Derribar a lo loco los
cimientos de las identificaciones (en el caso de que fuera posible), produciría
un efecto de naufragio subjetivo tremendamente doloroso.

III: La función del ideal en el amor

Llegamos al último ámbito, pero no el menos importante, en el que el


ideal tiene una función crucial para la persona. Para comprender la función
del ideal en el amor voy a comenzar con la explicación de una frase preciosa
(y muy enigmática si no se tiene el contexto) de Lacan.
Lacan afirma que “el sujeto no se ve desde donde se mira”. Esta frase
implica que, para la persona, hay dos lugares en relación con la mirada y
que cada uno de ellos tiene una estructura diferente.
En primer lugar, el lugar desde donde el sujeto se ve. Este lugar es el
de la imagen corporal. El sujeto se ve desde su imagen en contraposición con
las imágenes de otros cuerpos, de otras personas. Ser una imagen entre
otras, a la vez similar y diferente. Es ahí desde donde la persona se ve. Es el
lugar más accesible a la percepción y, muchas veces, a la conciencia. Mi
imagen del cuerpo y la imagen del cuerpo de los otros, ahí me reconozco
como yo (como imagen), desde ahí me percibo.
Sin embargo, en la afirmación de Lacan queda claro que ese lugar
desde donde me veo no es el mismo que el lugar desde donde me miro. De
hecho, para poder acceder a la apropiación de la imagen del cuerpo, para
acceder al lugar desde donde el sujeto se percibe y se ve, tiene que existir
otro lugar que lo sostenga. Ese otro lugar es el lugar desde donde el sujeto se
mira. ¿Y desde donde se mira la persona? Se mira desde el ideal.
El ideal es el lugar desde donde la persona se mira, es el lugar que
sostiene que la persona pueda verse desde su imagen corporal. El ideal es
algo que, aparentemente, es completo, puro y bueno, mientras que la imagen
del cuerpo tiene imperfecciones, se va deteriorando y va cambiando. Por eso,
aunque el sujeto se vea desde la imagen del cuerpo (y pueda estar a gusto en
esa visión), siempre que el sujeto se mira, se ve imperfecto, en menos, con
defectos. Justamente porque la persona se mira desde el ideal y el ideal
siempre es inalcanzable.
De todas formas, la cuestión más importante no es esta, sino que el
lugar desde donde se mira la persona (el ideal) tiene que ver con el amor,
con la forma en la que cada uno cree que puede ser amado.
El lugar desde donde se mira la persona, el ideal, se ha interiorizado
precisamente porque ha sido la forma en la que uno ha podido ser amable
(entiéndase aquí amable como digno de amor) a los ojos de los otros. Primero
de los padres o cuidadores fundamentales, después de los amigos, las
parejas, etc. Es decir, si uno se dirige en dirección a ese ideal y lo encarna,
podrá conseguir ser amado. Y ser amado es la meta fundamental para
cualquier humano.
El lugar desde donde se mira la persona (el ideal) es la brújula que ha
interiorizado para poder conseguir ser amable a los ojos de otros.
Precisamente por eso la persona se mira desde ahí, porque está en juego el
amor. Y precisamente por eso el lugar desde donde se mira (el ideal)
sostiene el lugar desde donde se ve (la imagen del cuerpo), puesto que la
imagen está al servicio del ideal, está al servicio de la obtención de amor.
Esta es una de las cuestiones capitales por las que resulta tan difícil
modificar los propios valores y, en última instancia, el propio ideal, ya que el
ideal orienta sobre cómo obtener amor, orienta sobre cómo el otro puede
darme amor. Por ello resulta tan tremendamente difícil renunciar al ideal.
De todas formas, hay que aclarar que esa interiorización del ideal
como forma de obtener amor siempre es una construcción de la persona. De
hecho, muchas veces por tratar de obtener el amor a partir del ideal, el amor
no se consigue. Esto está en la base de numerosos sufrimientos subjetivos.
Si bien, como decíamos al principio, en el horizonte de un
psicoanálisis está la caída de los ideales, no es fácil transitar en ese camino.
Muchas veces comenzar por la función del ideal como medio de obtención de
satisfacción o como forma de darse un ser no suelen dar frutos, pues el
enraizamiento del ideal en estas cuestiones es muy difícil de mover. Puede
ser más fácil tomarlo por el lado del amor y comenzar a que la persona se
cuestione qué es el amor para ella y cómo ha hecho para obtenerlo sin
pensarlo, automáticamente. Al final veremos el ideal como el sostén de la
forma que uno tiene para procurarse amor del otro y, tal vez, el
cuestionamiento del ideal pueda cristalizar.

Conclusión

Tras este recorrido podemos aventurar una respuesta a la pregunta


¿por qué es tan difícil modificar los propios valores? Porque los valores
dependen de un ideal. Cambiar los valores obliga a cuestionar y derrumbar
el ideal para o bien sustituirlo por otro, o bien para subjetivar que ningún
ideal va a completar a la persona.
Además, mover los ideales es muy difícil porque tienen tres funciones
importantísimas para la persona: permiten que el goce se satisfaga sin que
la persona pague el precio del sufrimiento, permiten darle un ser (y un
conjunto de identidades) a la persona porque esta se identifica con el ideal y,
por último, permite orientar a la persona para poder obtener el amor del
otro.
Debido a todo esto, hay que ser muy prudente cuando el tema de los
valores y los ideales se despliega en el proceso terapéutico. No se trata de
responder en un sentido u otro, sino de averiguar en cada persona cuál es la
satisfacción en juego que los ideales velan, cuál es la identificación que
sostiene el ser y de qué forma se trata de obtener el amor.
Darle el margen a la persona para que vea estas bases, para que
escuche sus propias palabras y lo que implican en relación al ideal, es lo que
permite que ella misma maniobre para poder vivir un poquito mejor.

Escrito por Jesús Rodríguez de Tembleque Olalla


Psicólogo clínico del equipo de Ágalma

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